Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Colomba

[Novela corta - Texto completo.]

Próspero Mérimée

Pè far la to vendetta, Sta sigur', vasta anche ella.
Vocero du Niolo

I

En los primeros días del mes de octubre de 181.. , el coronel sir Thomas Nevil, irlandés, distinguido oficial del ejército británico, fue a alojarse con su hija al hotel Beauvau, en Marsella, de regreso de un viaje por Italia. La admiración continua de los viajeros entusiastas ha producido una reacción, y, para singularizarse, son muchos los turistas que hoy han adoptado por divisa el nil admirari de Horacio. A esta clase de viajeros descontentadizos pertenecía miss Lydia, hija única del coronel. La Transfiguración le había parecido mediocre, el Vesubio en erupción, superior apenas a las chimeneas de las fábricas de Birmingham. En suma, su mayor objeción contra Italia era la de que ese país carecía de color local, de carácter. Que explique quien pueda el sentido de estas palabras, que me era perfectamente comprensible hace algunos años y que ya no entiendo hoy. Primero miss Lydia se había jactado de encontrar al otro lado de los Alpes cosas que nadie había visto antes que ella, y de las que podría hablar «con las buenas gentes», como dice el señor Jourdain. Pero pronto, precedida en todas partes por sus compatriotas y desesperanzada de hallar nada desconocido, se pasó al partido de la oposición. Es muy desagradable, en efecto, no poder hablar de las maravillas de Italia sin que alguien le diga a uno: «¿Conoce usted sin duda el Rafael del palacio ***, en ***? Es lo más hermoso de Italia.» — Y es eso precisamente lo que ha dejado de ver. Como el verlo todo requiere demasiado tiempo, lo más sencillo es adoptar la postura de condenarlo todo.

En el hotel Beauvau, miss Lydia tuvo una amarga decepción. Traía un bonito croquis de la puerta pelásgica o ciclópea de Segni, que creía olvidada por los dibujantes. Pues bien, lady Frances Fenwich, con quien se encontró en Marsella, le enseñó su álbum, en el que, entre un soneto y una flor seca, figuraba la puerta en cuestión, vigorosamente iluminada con tierra de Siena. Miss Lydia regaló la puerta de Segni a su doncella y perdió todo interés por las construcciones pelásgicas.

Esas tristes disposiciones eran compartidas por el coronel Nevil, quien, desde la muerte de su esposa, no veía las cosas sino por los ojos de miss Lydia. Para él, Italia había cometido la gravísima falta de haber aburrido a su hija, y por consiguiente, era el país más aburrido del mundo. Es verdad que no tenía nada que decir contra los cuadros y las estatuas; pero lo que sí podía asegurar es que la caza era miserable en aquel país, y que había que andar diez leguas bajo un sol de justicia por la campiña de Roma para matar unas cuantas míseras perdices rojas.

Al día siguiente de su llegada a Marsella, invitó a comer al capitán Ellis, su antiguo ayudante, que acababa de pasar seis semanas en Córcega. El capitán contó muy bien a miss Lydia una historia de proscritos que tenía el mérito de no parecerse en nada a las historias de ladrones que, tan a menudo, había oído ella en el camino de Roma a Nápoles. A los postres, solos los dos hombres ante unas botellas de vino de Burdeos, hablaron de caza, y el coronel se enteró de que no hay país en el que abunde más ni sea mejor y más variada que en Córcega. «Allí se ven numerosos jabalíes  —dijo el capitán Ellis— y hay que aprender a distinguirlos de los cerdos domésticos, que se les parecen de una manera asombrosa; porque, el que mate a unos cerdos, tiene que habérselas con sus guardianes. Salen de una especie de matorral que llaman maquis, armados hasta los dientes, hacen que se les pague los animales y se burlan de uno. También tiene usted el muflón, un animal muy raro que no se encuentra en otros sitios, buena pieza de caza, pero difícil. Ciervos, gamos, faisanes, perdices, sería imposible nombrar todas las especies de caza que pululan en Córcega. Si le gusta disparar, vaya a Córcega, coronel; allí, como decía uno de mis anfitriones, podrá usted disparar a todas las piezas posibles, desde el tordo hasta el hombre.»

Durante el té, el capitán encantó de nuevo a miss Lydia con una historia de vendetta trasversale, aun más extraña que la primera, y acabó de entusiarmarla con Córcega al describirle el aspecto raro y salvaje del país y el carácter original de sus habitantes, su hospitalidad y costumbres primitivas. En fin, puso a sus pies un bonito puñalito, menos notable por su forma y su mango de cobre que por su origen. Un famoso proscrito se lo había regalado al capitán Ellis, con la garantía de haber penetrado en cuatro cuerpos humanos. Miss Lydia lo guardó en su cinturón, lo puso luego en su mesa de noche y lo sacó dos veces de la funda antes de dormirse. Por su parte, el coronel soñó que mataba un muflón y que el propietario se lo hacía pagar, lo que aceptaba gustoso por tratarse de un animal muy curioso, que se parecía a un jabalí, con astas de ciervo y cola de faisán.

—Ellis cuenta que hay una caza admirable en Córcega, —dijo el coronel mientras almorzaba a solas con su hija—; si no estuviera tan lejos, me gustaría pasar allí quince días.

—¡Pues bien! —respondió miss Lidia—, ¿por qué no hemos de ir a Córcega? Mientras usted cazara, yo dibujaría; me encantaría tener en mi álbum esa gruta de la que hablaba el capitán Ellis, a la que Bonaparte iba a estudiar cuando era niño.

Era posiblemente la primera vez que un deseo manifestado por el coronel hubiese obtenido la aprobación de su hija. Encantado por esta inesperada coincidencia, tuvo, sin embargo, el sentido común de hacer algunas objeciones para avivar el afortunado capricho de miss Lydia. En vano habló de la aspereza del país y de la dificultad para una mujer al viajar por él: no temía nada; lo que más le agradaba era viajar a caballo; le parecía una fiesta dormir en un campamento; y amenazaba con irse al Asia Menor. En resumen, tenía respuesta para todo, porque una inglesa no había estado nunca en Córcega, y ella debía ir. ¡Y qué felicidad la suya al enseñar su álbum cuando volviera a Saint James’s Place! «¿Qué es ese dibujo tan encantador? — ¡Oh! no es nada. Es un esbozo que hice de un célebre proscrito corso que nos sirvió de guía. — ¡Cómo! ¿ha estado usted en Córcega?…»

Los barcos de vapor no existían aún entre Francia y Córcega, por eso hubo que indagar si había algún velero pronto a zarpar para la isla que miss Lydia se proponía descubrir. Desde aquel mismo día, el coronel escribió a París para anular las reservas de las habitaciones que debían acogerlos y negoció con el patrón de una goleta corsa que iba a hacerse a la vela hacia Ajaccio. Tenía dos camarotes tal cual. Se embarcaron provisiones; el patrón juró que un antiguo grumete suyo era un cocinero estimable, que no tenía igual para la bouillabaisse; prometió que la señorita sería tratada adecuadamente y que tendrían buen viento y mar bella.

Además, y por deseo de su hija, el coronel exigió que el capitán no admitiera ningún otro pasajero, y que se las arreglara de modo que la goleta pasara cerca de las costas de la isla con el fin de poder gozar de la vista de las montañas.

II

El día fijado para la salida, todo se hallaba embalado y embarcado desde por la mañana: la goleta debía partir con la brisa de la tarde. Mientras esperaban, el coronel paseaba con su hija por la Canebière, cuando se le acercó el patrón pidiéndole permiso para aceptar a bordo a uno de sus parientes, es decir, a un primo segundo del padrino de su hijo mayor, el cual, de regreso a Córcega, su país natal, requerido por asuntos urgentes, no podía encontrar otro barco que lo llevara. «Es un chico encantador, —añadió el capitán Matei— militar, oficial de cazadores de infantería de la guardia, y que ya sería coronel si el Otro fuese aún emperador.

—Puesto que es un militar, —dijo el coronel… e iba a añadir: Acepto gustoso que venga con nosotros… pero miss Lydia exclamó en inglés:

—¡Un oficial de infantería!… (como su padre había servido en caballería, sentía desprecio por todos los demás cuerpos) ¡un hombre sin educación tal vez, que se mareará y nos aguará todo el placer de la travesía!

El patrón no entendía una palabra de inglés; pero pareció comprender lo que decía miss Lydia por la mueca de su linda boca, y comenzó un elogio en toda regla de su pariente, que terminó asegurando que era un hombre correcto, de una familia de caporales y que no molestaría en nada al señor coronel, porque él, como patrón, se encargaría de alojarlo en un rincón donde no se advertiera su presencia.

Al coronel y a miss Nevil les pareció extraño que hubiese en Córcega familias en las que se fuera cabo de padre a hijo; pero como creían que se trataba de un cabo de infantería, dedujeron que era algún pobre diablo que el patrón quería llevar por caridad. Si se hubiera tratado de un oficial, habrían tenido que hablarle, convivir con él; pero, con un cabo no hay que molestarse, es un ser sin importancia cuando no le acompaña su escuadra, con la bayoneta calada, para llevarle a uno adonde no tiene gana de ir.

—¿Su pariente se marea? —preguntó miss Nevil con un tono seco.

—Jamás, señorita; tiene el estómago firme como una roca, lo mismo en el mar que en tierra firme.

—¡Pues bien! puede usted llevarlo —dijo ella.

—Puede usted llevarlo —repitió el coronel, y continuaron su paseo.

Hacia las cinco de la tarde, el capitán Matei fue a buscarlos para embarcar en la goleta. En el puerto, cerca de la yola del capitán, encontraron a un joven alto enfundado en una levita azul abotonada hasta la barbilla, de piel bronceada, ojos negros, vivos y muy rasgados, y aspecto franco e inteligente. Por su postura recta y su bigotillo rizado se reconocía fácilmente que era un militar; porque, en aquella época, el bigote no abundaba por las calles y la guardia nacional no había  introducido aún en todas las familias las maneras y los hábitos del cuerpo de guardia.

El joven se quitó la gorra al ver al coronel y, sin timidez y en buenos términos, le dio las gracias por el servicio que le prestaba.

—Estoy encantado de serle útil, muchacho, —dijo el coronel haciéndole un signo afectuoso con la cabeza; y embarcó en la yola.

—Es sencillo, su inglés  —dijo en voz baja y en italiano el joven al patrón.

Éste se llevó el índice al ojo izquierdo e inclinó hacia abajo las comisuras de los labios. Para quien comprende el lenguaje de signos, eso quería decir que el inglés comprendía el italiano y que era un hombre raro. El joven sonrió levemente, se tocó la frente, en respuesta al signo de Matei, como para decirle que todos los ingleses tenían algo de raros,  luego se sentó al lado del patrón, y se puso a mirar con mucha atención, pero sin impertinencia, a su bonita compañera de viaje.

—Tienen buen aspecto, estos soldados franceses, —dijo en inglés el coronel a su hija— por eso llegan fácilmente a oficiales.

Luego, dirigiéndose en francés al joven:

—Dígame, muchacho, ¿en qué regimiento ha servido?

Éste dio un ligero codazo al padre del ahijado de su sobrino, y, reprimiendo una sonrisa irónica, contestó que había pertenecido a los cazadores de infantería de la guardia y que en la actualidad procedía del 7º ligero.

—¿Estuvo usted en Waterloo? Es usted muy joven.

—Perdone, mi coronel; fue mi única campaña.

—Vale por dos —dijo el coronel.

El joven corso se mordió los labios.

—Papá, —dijo miss Lydia en inglés— pregúntele si los corsos quieren mucho a su Bonaparte.

Antes de que el coronel hubiera traducido la pregunta al francés, el joven contestó en un inglés bastante bueno, aunque con marcado acento:

—Usted sabe, señorita, que nadie es profeta en su tierra. Nosotros los paisanos de Napoleón le queremos tal vez menos que los franceses. Por lo que a mí respecta, aunque mi familia fue en otros tiempos enemiga de la suya, lo quiero y lo admiro.

—¡Habla usted inglés! —exclamó el coronel.

—Muy mal, como puede usted ver.

Aunque un poco molesta por su tono desenfadado, miss Lydia no pudo impedir reírse al pensar en una enemistad personal entre un cabo y un emperador. Lo que le supo como un gusto anticipado de las singularidades de Córcega y se prometió consignar el rasgo en su diario.

—¿Tal vez ha estado usted prisionero en Inglaterra? —preguntó el coronel.

—No, mi coronel. Aprendí el inglés en Francia, siendo muy joven, con un prisionero de su país.

Después, dirigiéndose a miss Nevil:

—Matei me ha dicho que vienen de Italia. Sin duda hablará usted el toscano puro, señorita; y temo que le sea a usted algo difícil comprender nuestro dialecto.

—Mi hija entiende todos los dialectos italianos, —respondió el coronel—; tiene el don de lenguas. No es como yo.

—¿Comprendería usted, señorita, por ejemplo, estos versos de una de nuestras canciones corsas? Es un pastor que dice a una pastora:

S’entrassi’ ndru paradisu santu, santu,

Et nun truvassi a tia, mi n’ esciria

Miss Lydia comprendió, y considerando audaz la cita, y más todavía la mirada que la acompañaba, respondió ruborizándose: Capisco

—¿Y va usted a su país con un semestre? —preguntó el coronel.

—No, mi coronel. Me han puesto a medio sueldo probablemente porque estuve en Waterloo y soy paisano de Napoleón. Vuelvo a mi casa, ligero de esperanzas, ligero de bolsillo, como dice la canción.

Y suspiró mirando al cielo.

El coronel se llevó la mano al bolsillo, y, dando vueltas entre los dedos a una moneda de oro, buscaba una frase para deslizarla delicadamente en la mano de su infortunado adversario.

—Yo también estoy a medio sueldo, —dijo en tono de buen humor—; pero… con su media paga no tendrá para comprarse tabaco. Tome, cabo.

Y trató de introducir la moneda de oro en la mano cerrada que el joven apoyaba sobre el borde de la yola. El joven corso se ruborizó, se irguió, se mordió los labios y parecía dispuesto a responder bruscamente, cuando de repente, cambiando de expresión, se echó a reír. El coronel, con su moneda en la mano, estaba perplejo.

—Coronel, —dijo el joven recuperando su seriedad— permítame que le haga dos advertencias: la primera es que no ofrezca nunca dinero a un corso, porque algunos de mis paisanos son lo bastante descorteses como para tirárselo a la cara; la segunda es que no dé a las personas títulos que no reclaman. Me ha llamado usted cabo y soy teniente. Sin duda la diferencia no es gran cosa, pero…

—¡Teniente! —exclamó sir Thomas— ¡teniente! pero el patrón me dijo que era usted cabo, como su padre y todos los hombres de su familia.

Al oír estas palabras el joven, echándose hacia atrás, se puso a reír a carcajadas y con tantas ganas, que el patrón y sus dos marineros le hicieron coro.

—Perdón, coronel, —dijo al fin el joven— pero el quid pro quo, que ahora comprendo, es admirable. En efecto, mi familia presume de contar con caporales entre sus antepasados; pero nuestros caporales corsos no han tenido nunca galones. Hacia el año de gracia de 1100, habiéndose rebelado algunos municipios contra la tiranía de los grandes señores montañeses, se eligieron jefes, a los que llamaron caporales. En nuestra isla, tenemos a honra descender de esa especie de tribunos.

—¡Perdóneme, caballero! —exclamó el coronel—; mil perdones. Ya que ha comprendido usted la causa de mi equivocación, espero que tendrá a bien excusarla.

Y le tendió la mano.

—Es el justo castigo a mi pequeña vanidad, coronel, —dijo el joven sin dejar de reír y estrechando cordialmente la mano del inglés—; no tengo nada que perdonarle. Pero, puesto que mi amigo Matei me ha presentado tan mal, permítame que me presente yo mismo: me llamo Orso della Rebbia, teniente a medio sueldo, y si, como presumo al ver esos dos hermosos perros, va usted a Córcega para cazar, me halagará mucho hacerle los honores de nuestros maquis y nuestras montañas… si es que no los he olvidado —añadió suspirando.

En aquel momento la yola llegaba a la goleta. El teniente ofreció la mano a miss Lydia, y ayudó luego al coronel a encaramarse a bordo. Una vez allí, sir Thomas, que continuaba muy contrariado por su equivocación y no sabía qué hacer para que olvidase su impertinencia un hombre que databa del año 1100, sin esperar el consentimiento de su hija, lo invitó a cenar reiterándole sus excusas y sus apretones de mano. Miss Lydia frunció un poco el ceño, pero, después de todo, no le desagradaba saber lo que era un caporal; su invitado no le había desagradado, hasta empezaba a encontrarle un cierto no sé qué aristocrático; sin embargo, tenía un aspecto demasiado franco y demasiado alegre para ser un héroe de novela.

—Teniente della Rebbia, —dijo el coronel saludándolo a la manera inglesa— con un vaso de vino de Madeira en la mano, vi en España a muchos de sus compatriotas; era una excelente infantería de tiradores.

—Sí, muchos se quedaron en España, —replicó el teniente con expresión seria.

—No olvidaré jamás la conducta de un batallón corso en la batalla de Vitoria, —prosiguió el coronel—. Éste me la recuerda, añadió frotándose el pecho. Durante todo el día habían estado disparando desde los jardines, detrás de los setos, y nos habían matado no sé cuántos hombres y caballos. Cuando decidieron retirarse, se reunieron y se pusieron a marchar de prisa. Nosotros esperábamos tomarnos la revancha en la llanura, pero los bribones… perdone, teniente, aquellos bravos, digo, formaron en cuadro, y no había manera de dispersarlos. En medio del cuadro, todavía creo verlo, había un oficial montado en un pequeño caballo negro; estaba al lado del águila, fumando un cigarro como si estuviera en el café. A veces, como para desafiarnos, tocaba la música… Lanzo contra ellos mis dos primeros escuadrones… ¡Bah! En lugar de morder en el frente del cuadro, he aquí que mis dragones pasan de largo, luego dan media vuelta, y regresan muy en desorden con más de un caballo sin jinete… ¡y siempre la endiablada música! Cuando se disipó el humo que envolvía al batallón, volví a ver al oficial al lado del águila y fumando su cigarro. Rabioso, me puse yo mismo a la cabeza de una última carga. Sus fusiles, engrasados a fuerza de disparar, no disparaban ya, pero los soldados se encontraban formados en seis filas y con las bayonetas a la altura del befo de los caballos; parecían un muro. Yo gritaba, alentaba a mis dragones, espoleaba a mi caballo, cuando el oficial de que le hablo, retirándose al fin el cigarro, se dirigió a uno de sus hombres, señalándome con la mano. Le oí algo como ¡Al cappello bianco! Llevaba yo un penacho blanco. No oí más, porque una bala me atravesó el pecho. — Era un magnífico batallón, señor della Rebbia el primero del 18º ligero, todos corsos, según me dijeron después.

—Sí, —dijo Orso, cuyos ojos habían brillado durante aquel relato—; sostuvieron la retirada y trajeron su águila; pero los dos tercios de aquellos valientes duermen hoy en la llanura de Vitoria.

—Y por casualidad, ¿sabría usted el nombre del oficial que los mandaba?

—Era mi padre. Entonces era mayor en el 18º, y fue promovido a coronel por su comportamiento en aquella triste jornada.

—¡Su padre! ¡A fe mía que era un valiente! Celebraría volver a verlo, estoy seguro de que lo reconocería. ¿Vive aún?

—No, coronel —dijo el joven palideciendo ligeramente.

—¿Estuvo en Waterloo?

—Sí, coronel, pero no tuvo la dicha de caer en el campo de batalla… Murió en Córcega…, hace dos años… ¡Dios mío! ¡Qué hermoso mar! hace diez años que no he visto el Mediterráneo. — ¿No encuentra usted más bello el Mediterráneo que el Océano, señorita?

—Lo encuentro demasiado azul… y las olas carecen de grandeza.

—¿Le gusta la belleza salvaje, señorita? En este caso creo que Córcega le gustará.

—A mi hija —dijo el coronel—, le gusta todo lo que es extraordinario; por eso no le ha gustado nada Italia.

—No conozco de Italia más que Pisa, —dijo Orso— donde estuve algún tiempo en el colegio; pero no puedo pensar sin admiración en el Camposanto, en el Duomo, en la Torre inclinada… sobre todo en el Camposanto. ¿Recuerdan ustedes La Muerte, de Orcagna?… Creo que podría dibujarla, de tal manera se quedó grabada en mi memoria.

Miss Lydia temió que el señor teniente se lanzara a una parrafada de entusiasmo.

—Es muy bonito —dijo bostezando—. Perdone, padre, me duele un poco la cabeza y voy a bajar a mi camarote.

Besó a su padre en la frente, saludó majestuosamente con la cabeza a Orso y desapareció. Los dos hombres charlaron entonces de caza y de guerra.

Se enteraron de que en Waterloo estuvieron frente a frente y que debieron intercambiar no pocas balas. Su buena relación se reforzó. Criticaron alternativamente a Napoleón, a Wellington y a Blücher; después cazaron juntos el gamo, el jabalí y el muflón. Por último, ya muy avanzada la noche y concluida la última botella de burdeos, el coronel estrechó de nuevo la mano al teniente y le dio las buenas noches, expresando la esperanza de cultivar un conocimiento comenzado de una manera tan ridícula. Se separaron, y cada cual se fue a dormir.

III

Era una hermosa noche, la luna se reflejaba en las olas, el velero bogaba suavemente empujado por una brisa ligera. Miss Lydia no tenía ganas de dormir, y sólo la presencia de un profano le había impedido gustar de las emociones que en el mar y a la luz de la luna experimenta todo ser humano si tiene dos gramos de poesía en el corazón. Cuando juzgó que el teniente estaría ya durmiendo a pierna suelta, como un ser prosaico que era, se levantó, cogió un abrigo, despertó a su doncella y subió al puente. No había allí nada más que un marinero al timón, que cantaba una especie de melopea en dialecto corso, de melodía salvaje y monótona. En la calma de la noche, aquella cantilena extraña tenía su encanto. Desgraciadamente, miss Lydia no comprendía bien lo que cantaba el marinero. Entre muchos lugares comunes, un verso enérgico excitaba su curiosidad; pero luego, en el momento más hermoso, surgían algunas palabras en un dialecto cuyo sentido se le escapaba. Comprendió, sin embargo, que se hablaba a un asesinato. Imprecaciones contra los asesinos, amenazas de venganza, elogio del muerto, todo se entremezclaba confusamente. Retuvo algunos versos; voy a tratar de traducirlos:

…Ni los cañones, ni las bayonetas
hicieron palidecer su frente,
serena en el campo de batalla
como un cielo de verano.
Era el halcón amigo del águila,
miel de las arenas para sus amigos,
para sus enemigos la mar enfurecida.
Más alto que el Sol,
más dulce que la Luna.
Él, a quien los enemigos de Francia
no alcanzaron jamás,
los asesinos de su país
lo hirieron a traición
como Vittolo mató a Sampiero Corso.
Jamás se hubiesen atrevido a mirarlo de frente.
…Poned en la pared, delante de mi lecho
mi cruz de honor, bien ganada.
Roja es su cinta.
Más roja mi camisa.
Para mi hijo, mi hijo en país lejano,
guardad mi cruz y mi camisa ensangrentada.
Verá en ella dos agujeros.
Por cada agujero, un agujero en otra camisa.
Pero ¿se habrá cumplido entonces la venganza?
Necesito la mano que disparó,
El ojo que apuntó,
el corazón que decidió…

El marinero enmudeció de pronto.

—¿Por qué no continúa, amigo mío? — preguntó miss Nevil.

El marinero, con un movimiento de cabeza, le mostró una figura que salía del extremo de la goleta: era Orso, que venía a disfrutar del claro de luna.

—Acabe pues su canción —dijo miss Lydia— me estaba gustando mucho.

El marinero se inclinó hacia ella y le contestó en voz baja: —Yo no doy el rimbecco a nadie.

—¿Cómo? ¿el…?

El marinero, sin responder, se puso a silbar.

—La encuentro admirando nuestro Mediterráneo, miss Nevil, —dijo Orso avanzando hacia ella—. Admita en que en ninguna otra parte se ve esta luna.

—No la miraba. Estaba entretenida estudiando el corso. Este marinero, que cantaba una melopea de las más trágicas, se ha interrumpido en el mejor momento.

El marinero se inclinó como para examinar mejor la brújula, y dio un tirón del abrigo de miss Nevil. Era evidente que su canción no podía ser cantada delante del teniente Orso.

—¿Qué cantabas, Paolo Francè? —preguntó Orso—: ¿una ballata? ¿un vocero? La señorita te comprende y quisiera oír el final.

—Lo he olvidado, Ors Anton, —contestó el marinero—. Y a continuación se puso a entonar a voz en grito un cántico a la Virgen.

Miss Lydia escuchó el cántico distraída y no animó al cantante, prometiéndose, sin embargo, averiguar el significado del enigma. Pero la doncella, una florentina que tampoco comprendía bien el dialecto corso, sintió la misma curiosidad que su ama y, antes de que ésta pudiera advertirle con un codazo su indiscreción, interpeló a Orso:

«¿Qué quiere decir dar el rimbecco, señor capitán?

—¡El rimbecco! —exclamó Orso—; pues es inferir la más cruel injuria a un corso; es reprocharle no haberse vengado. ¿Quién le ha hablado de rimbecco?

—Ayer en Marsella —respondió miss Lydia apresurada— el patrón de la goleta utilizó esa palabra.

—¿Y de quién hablaba? —preguntó vivamente Orso.

—¡Oh! nos contaba una antigua historia… de tiempos de…; sí, creo que era a propósito de Vannina d’Ornano.

—La muerte de Vannina, supongo, señorita, no le habrá hecho sentir simpatía por nuestro héroe, el valiente Sampiero.

—Pero ¿le parece a usted que fue algo heroico?

—Su crimen tuvo por excusa las salvajes costumbres de la época; además, Sampiero hacía una guerra a muerte a los genoveses. ¿Qué confianza hubieran podido tener en él sus compatriotas si no hubiese castigado a la que pretendía tratar con Génova?

—Vannina  —dijo el marinero—, se marchó sin permiso de su marido; Sampiero hizo bien en retorcerle el cuello.

—Pero, —dijo miss Lidia— era para salvar a su marido; por amor hacia él, iba a pedir su indulto a los genoveses.

—¡Pedir su indulto era envilecerlo! —exclamó Orso.

—¡Y matarla él mismo! —añadió miss Nevil—. ¡Qué monstruo debía ser!

—Sabe usted que fue ella quien le pidió como un favor el perecer por su mano. ¿A Otelo, señorita, también lo considera usted como un monstruo?

—¡Es muy diferente! él estaba celoso; Sampiero no tenía sino vanidad.

—¿Y los celos no son también vanidad? Son la vanidad del amor. ¿Le excusaría usted por ese motivo?

Miss Lydia le lanzó una mirada llena de dignidad, y, dirigiéndose al marinero, le preguntó cuándo llegaría la goleta a puerto.

—Pasado mañana —dijo— si el viento continúa.

—Quisiera estar ya en Ajaccio, estoy cansada de este barco.

Se levantó, tomó del brazo a su doncella y dio unos cuantos pasos por la cubierta. Orso permaneció inmóvil junto al timón, sin saber si debía pasear con ella o bien interrumpir una conversación que parecía importunarla.

—¡Hermosa chica, por la sangre de la Madona! —dijo el marinero—; ¡si todas las pulgas de mi cama se le pareciesen no me quejaría de que me picaran!     Miss Lydia oyó tal vez aquel ingenuo elogio de su belleza y se enfurruñó, porque bajó a su camarote casi inmediatamente. Poco después se retiró a su vez Orso. Tan pronto como él abandonó el puente, la doncella volvió a subir, y después de haber interrogado al marinero, llevó a su ama la información siguiente: la balada interrumpida por la presencia de Orso había sido compuesta con motivo de la muerte del coronel della Rebbia, padre del susodicho, asesinado hacía dos años. El marinero no dudaba de que Orso volvía a Córcega «para hacer la venganza», esa fue su expresión, y afirmaba que pronto se vería «carne fresca» en el pueblo de Pietranera. Una vez traducido este término nacional, resultaba que el señor Orso se proponía asesinar a dos o tres personas sospechosas de haber asesinado a su padre, las cuales, en verdad, habían sido procesadas por ese hecho, pero habían sido halladas blancas como la nieve, dado que tenían de su parte a jueces, abogados, prefecto y gendarmes, resultaron inocentes como corderos. «No hay justicia en Córcega, —añadió el marinero—, y yo hago más caso de una buena escopeta que de un magistrado de la Audiencia. Cuando se tiene un enemigo, preciso es elegir entre las tres S.»

Esas interesantes informaciones cambiaron de una manera notable las maneras y la actitud de miss Lydia respecto al teniente della Rebbia. A partir de ese momento se convertió en un personaje a los ojos de la romántica inglesa. Ahora aquel aire de desenfado, aquel tono de franqueza y de buen humor, que en un principio la habían prevenido desfavorablemente, se convertían para ella en un mérito más, porque era el profundo disimulo de un alma enérgica que no deja traslucir al exterior ninguno de los sentimientos que encierra. Orso le pareció una especie de Fiesco, que ocultaba vastos designios bajo una apariencia de ligereza; y, aunque sea menos bello matar a unos bribones que liberar a la patria, una bella venganza es, no obstante, bella; y además a las mujeres les gusta bastante que un héroe no sea un hombre político. Sólo entonces miss Nevil observó que el joven teniente tenía unos ojos muy grandes, dientes blancos, aspecto elegante, educación y algún hábito social. Le habló a menudo al día siguiente, y su conversación le interesó. Lo interrogó acerca de su país, del que él habló bien. Córcega, de donde salió muy joven, primero para ir a un colegio, y después a la escuela militar, había permanecido en su espíritu adornada de poéticos colores. Se animaba al hablar de sus montañas, de sus bosques, de las originales costumbres de sus habitantes. Como se puede pensar, la palabra venganza apareció más de una vez en sus relatos, porque es imposible hablar de los corsos sin atacar o sin justificar su pasión proverbial. Orso sorprendió un poco a miss Nevil al condenar de una manera general los Interminables odios de sus compatriotas. Intentaba, no obstante, excusar a los campesinos, diciendo que la vendetta es el duelo de los pobres. «Esto es tan cierto —dijo— que no se asesina sino después de un desafío en regla. “Guárdate, yo me guardo”, tales son las palabras sacramentales que intercambian los enemigos antes de tenderse uno a otro emboscadas. Hay más asesinatos entre nosotros,—añadió— que en ninguna otra parte; pero jamás hallará usted un motivo innoble en esos crímenes. Tenemos, es verdad, muchos homicidas, pero ni un solo ladrón.»

Cuando pronunciaba las palabras venganza y asesinato, miss Lydia lo miraba atentamente, pero sin descubrir en sus facciones el menor signo de emoción. Como había decidido que Orso tenía la fuerza de espíritu necesaria para hacerse impenetrable a todos los ojos, excepto a los de ella, por supuesto, continuó creyendo firmemente que los manes del coronel della Rebbia no esperarían mucho tiempo la satisfacción que reclamaban.

Ya podía verse Córcega desde la goleta. El patrón iba nombrando los puntos principales de la costa, y, aunque todos fueran perfectamente desconocidos para miss Lydia, ésta experimentaba cierto placer en oír sus nombres. No hay nada más enojoso que un paisaje anónimo. A veces el catalejo del coronel descubría algún insular vestido de paño oscuro, armado con una escopeta, montado en un caballo pequeño, y galopando por pendientes rápidas. Miss Lydia creía ver en cada uno a un bandido, o bien a un hijo que iba a vengar la muerte de su padre; pero Orso afirmaba que era algún pacífico habitante de una aldea próxima que viajaba por sus asuntos; que llevaba una escopeta menos por necesidad que por galantería, por moda, como un dandy no sale sino con un elegante bastón. Aunque una escopeta sea un arma menos noble y menos poética que un puñal, a miss Lydia le parecía que en un hombre es más elegante que un bastón, y recordaba que todos los héroes de lord Byron mueren de un balazo y no de la clásica puñalada.

Después de tres días de navegación, la goleta se encontró ante las Sanguinarias, y el magnífico panorama del golfo de Ajaccio se mostró ante los ojos de nuestros viajeros. Con razón se le compara con la bahía de Nápoles; y en el momento en que la goleta entraba en el puerto, un maquis ardiendo, que cubría de humareda la Punta di Girato, recordaba al Vesubio y aumentaba el parecido. Para que éste fuera completo se necesitaría que un ejército de Atila hubiera caído sobre los alrededores de Nápoles; pues todo está muerto y desierto en torno a Ajaccio. En vez de los elegantes edificios que aparecen por todas partes desde Castellamare hasta el cabo Miseno, sólo se ven, en torno al golfo de Ajaccio, sombríos maquis, y tras éstos montañas peladas. Ni una casa de campo, ni una vivienda. Solamente, aquí y allí, en las alturas que rodean la ciudad, algunas construcciones blancas se destacan aisladas sobre un fondo de verdor: son capillas funerarias, mausoleos de familia. Todo, en ese paisaje, es de una belleza grave y triste.

El aspecto de la ciudad, sobre todo en aquella época, acrecentaba la impresión producida por la soledad de sus alrededores. Ningún movimiento en las calles, donde no se encuentra más que un reducido número de individuos ociosos, y siempre los mismos. Ninguna mujer, salvo unas cuantas campesinas que acuden a vender sus mercancías. No se oye hablar en alta voz, reír, cantar, como en las ciudades italianas. A veces, a la sombra de un árbol del paseo, una docena de campesinos armados juegan a las cartas o miran a quienes juegan. No gritan, no discuten nunca; si el juego se anima, entonces se oyen algunos disparos, que preceden siempre a la amenaza. El corso es, por naturaleza, grave y silencioso. Por la noche aparecen algunas personas para disfrutar del fresco, pero los paseantes del Corso son casi todos extranjeros. Los insulares se quedan ante sus puertas; cada cual parece estar al acecho como un halcón en su nido.

IV

Después de haber visitado la casa en que nació Napoleón y de haberse procurado en ella, por procedimientos más o menos católicos, un poco del papel de las paredes, miss Lydia, a los dos días de haber desembarcado en Córcega, se sintió sobrecogida por una profunda tristeza, como tiene que ocurrir a todo extranjero que se encuentra en un país cuyas costumbres insociables parecen condenarlo a un completo aislamiento. Lamentó su capricho; pero marcharse enseguida habría sido comprometer su reputación de viajera intrépida; miss Lydia se resignó pues, a tener paciencia y a matar el tiempo lo mejor posible. Con tan generosa resolución, preparó lápices y colores, esbozó vistas del golfo, e hizo el retrato de un campesino curtido que vendía melones, como un vendedor del continente, pero que tenía una barba blanca y el aspecto del más redomado pícaro que pueda encontrarse. Como nada de esto bastaba para divertirla, resolvió marear al descendiente de los caporales, cosa que no era difícil, porque, lejos de apresurarse a ir a su pueblo, Orso parecía estar muy a gusto en Ajaccio, aunque no viese allí a nadie. De otra parte, miss Lydia se había propuesto una noble tarea, la de civilizar a aquel oso de las montañas y hacer que renunciase a los siniestros propósitos que lo llevaban a su isla. Desde que se había molestado en estudiarlo, se había dicho a sí misma que sería una lástima dejar que aquel joven corriera a su perdición y que para ella sería algo glorioso convertir a un corso.

Las jornadas de nuestros viajeros transcurrían como sigue: por la mañana, el coronel y Orso iban a cazar; miss Lydia dibujaba o escribía a sus amigas, con el fin de poder fechar sus cartas en Ajaccio. Hacia las seis, los cazadores volvían cargados de piezas; cenaban, miss Lydia cantaba, el coronel se adormilaba, y los jóvenes estaban charlando hasta muy tarde.

No sé qué formalidad de pasaporte había obligado al coronel Nevil a hacer una visita al prefecto; éste, que se aburría mucho, como la mayoría de sus colegas, había estaba encantado al conocer la llegada de un inglés, rico, hombre de mundo y padre de una linda chica; así que lo recibió amablemente y lo abrumó con ofrecimientos de servicios; además, a los pocos días acudió a devolverles la visita. El coronel, que acababa de levantarse de la mesa, estaba cómodamente tumbado en un sofá y a punto de dormirse; su hija cantaba ante un viejo piano; Orso volvía las hojas del cuaderno de música y contemplaba los hombros y los rubios cabellos de la pianista. Anunciaron al señor prefecto; el piano enmudeció, el coronel se levantó, se frotó los ojos y presentó el prefecto a su hija: «No le presento al señor della Rebbia, —dijo— porque supongo que usted lo conoce sin duda.

—¿El señor es el hijo del coronel della Rebbia? —preguntó el prefecto, con una expresión ligeramente incómoda.

—Sí, señor, —contestó Orso.

—Tuve el honor de conocer a su señor padre.

Los lugares comunes de la conversación no tardaron en agotarse. A su pesar, el coronel bostezaba con bastante frecuencia; Orso, por su condición de liberal, no quería hablar a un satélite del poder; así, miss Lydia sostenía sola la conversación. Por su parte, el prefecto no la dejaba languidecer, y era evidente que le agradaba mucho hablar de París y de la sociedad a una mujer que conocía a todas las personalidades de la sociedad europea. De vez en cuando, sin dejar de hablar, observaba a Orso con una curiosidad singular.

—¿Es en el continente donde ha conocido usted al señor della Rebbia? —preguntó a miss Lydia.

Miss Lydia contestó, algo vacilante, que lo había conocido en el barco que los había llevado a Córcega.

—Es un joven muy distinguido, —dijo el prefecto a media voz—. ¿Le ha dicho a usted, —añadió en tono más bajo aún— con qué intención vuelve a Córcega?

Miss Lydia adoptó su aire majestuoso y contestó: «No se lo he preguntado; puede usted interrogarlo.»

El prefecto guardó silencio; pero, momentos después, al oír que Orso dirigía al coronel unas palabras en inglés, le dijo: «Ha viajado usted mucho señor, por lo que parece. Debe usted haberse olvidado de Córcega… y de sus costumbres.

—Es verdad; era muy joven cuando la dejé.

—¿Sigue usted en el ejército?

—Me han dado el retiro, señor.

—Ha servido usted demasiado tiempo en el ejército francés, como para no haber llegado a ser un completo francés, sin duda, señor.

Pronunció estas últimas palabras con marcado énfasis.

No les halaga demasiado a los corsos, que les recuerden que pertenecen a la gran nación. Quieren ser un pueblo aparte, y esta pretensión la justifican suficientemente bien para que se les conceda. Orso, un poco picado, replicó:

—¿Piensa usted, señor prefecto, que para ser hombre de honor un corso necesita servir en el ejército francés?

—Desde luego que no —dijo el prefecto—; no es ése, en modo alguno, mi pensamiento: hablo sólo de determinadas costumbres de este país, algunas de las cuales no son las que una autoridad quisiera ver. Acentuó la palabra costumbres y adoptó la expresión más grave que su rostro pudiera adoptar. Poco después, se levantó y salió, llevándose la promesa de que miss Lydia iría a visitar a su mujer a la prefectura.

Cuando se marchó, dijo miss Lydia:

—Necesitaba yo venir a Córcega para aprender lo que es un prefecto. Éste me parece bastante amable.

—Por lo que a mí respecta, —dijo Orso— yo no diría tanto, me ha parecido bastante singular con su aire enfático y misterioso.

El coronel estaba más que adormecido; miss Lydis le dirigió una ojeada y, bajando la voz, dijo: —Yo no lo encuentro tan misterioso como usted pretende, pues creo haberlo comprendido.

—Es usted, ciertamente, muy perspicaz, miss Nevil; pero, si ha visto usted algo ingenioso en lo que acaba de decir, es seguro que se lo ha prestado usted.

—Creo que eso es una frase del marqués de Mascarilla, señor della Rebbia; pero,… ¿quiere usted que le dé una prueba de mi agudeza? Soy algo bruja, y sé lo que piensan las personas a las que he visto dos veces.

—¡Dios mío! me asusta usted. Si supiera usted leer en mi pensamiento no sé si debería alegrarme o entristecerme por ello…

—Señor della Rebbia, —continuó miss Lydia ruborizándose— no nos conocemos sino desde hace unos días; pero en el mar y en los países bárbaros, -espero que usted me excusará…- en los países bárbaros las amistades se hacen antes que en sociedad… Por lo tanto, no se extrañe si le hablo como amiga, de cosas un poco íntimas, y en las que quizá no debería mezclarse una persona extraña.

—¡Oh! No diga usted esa palabra, miss Nevil; la otra me gustaba mucho más.

—Pues bien, señor, he de decirle que, sin haber procurado averiguar sus secretos, me he enterado de ellos en parte, y hay algunos que me afligen. Sé, señor, la desgracia que ha caído sobre su familia, me han hablado mucho del carácter vengativo de sus compatriotas y de su manera de vengarse… ¿No es a eso a lo que el prefecto hacía alusión?

—¡Miss Lydia puede pensar!… —Y Orso se puso pálido como la muerte.

—No, señor della Rebbia, —dijo ella interrumpiéndolo—; sé que es usted un caballero honorable. Usted mismo me ha dicho que en su país sólo la gente del pueblo conoce la vendetta… a la que usted gusta llamar una forma de duelo…

—¿Me creería usted pues capaz de llegar a ser algún día un asesino?

—Puesto que le hablo de eso, señor Orso, puede comprender bien que no dudo de usted, y si le he hablado, —prosiguió bajando los ojos— es porque he comprendido que al volver a su país, rodeado quizá de prejuicios bárbaros, le agradará saber que hay alguien que lo estima por su valor en resistirlos. — Vamos, —dijo levantándose— no hablemos más de estas cosas desagradables: me producen dolor de cabeza, y además es muy tarde. ¿No me guarda rencor? Buenas noches, a la inglesa. —Y le tendió la mano.

Orso la estrechó con aire grave y emocionado.

—Señorita —dijo— sepa que hay momentos en que el instinto del país se despierta en mí. A veces, cuando pienso en mi pobre padre…, me obsesionan espantosas ideas. Merced a usted, me he librado de ellas para siempre. ¡Gracias, gracias!

Iba a continuar; pero miss Lydia dejó caer una cucharilla de té y el ruido despertó al coronel.

—Della Rebbia, mañana a las cinco a cazar. Sea usted puntual.

—Sí, mi coronel.

V

Al día siguiente, un poco antes del regreso de los cazadores, miss Nevil, que de vuelta de un paseo por la orilla del mar, estaba entrando en el hotel con su doncella, vio a una joven vestida de negro, montada en un caballo de poca alzada, pero vigoroso, que entraba en la ciudad. Iba seguida de una especie de campesino, a caballo también, vestido con una chaqueta de paño oscuro rota por los codos; llevaba una calabaza en bandolera, pistola al cinto; y en la mano una escopeta, cuya culata descansaba en un bolso de cuero sujeto al arzón de la silla; en resumen, el atuendo completo de un bandido de melodrama o de un burgués corso de viaje. La notable belleza de la mujer atrajo en un principio la atención de miss Nevil. Parecía tener una veintena de años. Era alta, blanca, con los ojos de un azul oscuro, labios rosados y dientes como de esmalte. En su expresión se leía a la vez el orgullo, la inquietud y la tristeza. En la cabeza, llevaba ese velo de seda negra llamado mezzaro, que los genoveses introdujeron en Córcega y que tan bien sienta a las mujeres. Largas trenzas de pelo castaño le formaban como un turbante alrededor de la cabeza. Su traje era limpio, pero extremadamente sencillo.

Miss Nevil tuvo tiempo de contemplarla detenidamente, porque la dama del mezzaro se había parado en la calle para preguntar a alguien con mucho interés, como lo demostraba la expresión de sus ojos; después, ante la respuesta que le dieron, fustigó su caballo que partió a trote largo y no se detuvo sino a la puerta del hotel en que se alojaban sir Thomas Nevil y Orso. Allí, tras intercambiar unas palabras con el hostelero, la joven saltó ágilmente al suelo y se sentó en un banco de piedra junto a la puerta de entrada, mientras su acompañante conducía los caballos a la cuadra. Miss Lydia pasó con su vestido parisino por delante de la recién llegada sin que ésta levantara los ojos. Un cuarto de hora más tarde, al abrir la ventana, vio que la joven del mezzaro continuaba sentada en el mismo sitio y con la misma actitud. Pronto aparecieron el coronel y Orso, que volvían de la caza. Entonces el hostelero dijo unas palabras a la joven de luto y le indicó con el dedo a della Rebbia. Ella se ruborizó, se levantó con viveza, dio unos pasos hacia adelante, y luego permaneció inmóvil y como cohibida. Orso, que se le había acercado, la miró con curiosidad.

—¿Es usted —preguntó ella con voz conmovida— Orso Antonio della Rebbia? Yo soy Colomba.

—¡Colomba! —exclamó Orso.

Y estrechándola entre sus brazos la besó tiernamente, lo que sorprendió un poco al coronel y a su hija; pues en Inglaterra la gente no se besa en la calle.

—Hermano mío, —dijo Colomba— perdóneme si he venido sin su permiso; pero supe por amigos nuestros que había llegado, y era para mí un consuelo tan grande volver a verlo….

Orso volvió a abrazarla; luego, volviéndose hacia el coronel:

—Es mi hermana, —dijo— a la que no habría reconocido si no se hubiese presentado. — Colomba: el coronel sir Thomas Nevil. — Coronel, tenga a bien excusarme, pero hoy no podré tener el honor de comer con ustedes… Mi hermana…

—¡Eh! ¿y dónde diablos quiere usted comer, mi querido amigo? —exclamó el coronel—; bien sabe usted que en este maldito hotel no hay más que una comida, que es para nosotros. La señorita causará un gran placer a mi hija si se une a nosotros.

Colomba miró a su hermano, que no se hizo rogar demasiado, y los tres entraron en la mayor habitación del hotel que servía al coronel de sala y de comedor. La señorita Della Rebbia, presentada a miss Nevil, le hizo una profunda reverencia, pero no dijo una palabra. Se veía que estaba muy azorada y que tal vez por primera vez en su vida se encontraba en presencia de extranjeros distinguidos. Sin embargo, no había nada en sus maneras que oliese a provinciano. En ella lo exótico disculpaba la ausencia de buenas maneras. Le gustó a miss Nevil precisamente por eso; y, como no había ninguna habitación disponible en aquel hotel, que el coronel y su acompañamiento habían invadido, miss Lydia llevó su condescendencia o su curiosidad hasta ofrecerle a la señorita della Rebbia la posibilidad de que le pusieran una cama en su propia habitación.

Colomba musitó unas palabras de agradecimiento y se apresuró a seguir a la doncella de miss Nevil para hacer en su atuendo los pequeños arreglos necesarios después de un viaje a caballo, en mitad del polvo y el sol.

Al volver a la sala, se detuvo ante las escopetas del coronel, que los cazadores acababan de depositar en un rincón. «¡Qué hermosas armas! —dijo— ¿son suyas, hermano?

—No; son escopetas inglesas del coronel. Son tan buenas como bonitas.

—Me gustaría mucho, —dijo Colomba— que tuviera una parecida.

—Pues, verdaderamente, una de los tres pertenece a della Rebbia, —dijo el coronel—. Las usa de maravilla. Hoy, ¡catorce disparos y catorce piezas!

E inmediatamente comenzó una lucha de generosidad, en la que Orso fue vencido, para gran satisfacción de su hermana, como era fácil comprobar en la expresión de infantil alegría que brilló de repente en su cara, hasta entonces tan seria. «Elija amigo mío» —decía el coronel.

Orso se negaba. «¡Está bien! su hermana eligirá por usted.» Colomba no esperó a que se lo dijeran dos veces: eligió la menos vistosa de las escopetas, pero que era una excelente Manton de grueso calibre. «Ésta —dijo— debe disparar muy bien.»

Su hermano se deshacía en agradecimientos, cuando la comida apareció muy oportunamente para sacarlo de la situación. Miss Lydia estuvo encantada al ver que Colomba, que se había resistido algo a sentarse a la mesa, y que no había cedido sino ante la mirada de su hermano, se santiguó, como buena católica, antes de empezar a comer. «Bueno, —se dijo— esto sí que es primitivo.» Y se prometió hacer más de una observación interesante con aquella joven representante de las antiguas costumbres de Córcega. Por su parte, Orso estaba evidentemente algo incómodo, por temor a que su hermana dijera o hiciera algo que evidenciara su procedencia pueblerina. Pero Colomba lo observaba constantemente y amoldaba todos sus movimientos a los de su hermano. A veces lo miraba fijamente con una extraña expresión de tristeza, y entonces, si la mirada de Orso se cruzaba con la de ella, él era el primero en desviarla, como si quisiera sustraerse a una pregunta que su hermana le dirigía mentalmente y que él comprendía demasiado bien. Hablaban en francés, porque el coronel se expresaba muy mal en italiano. Colomba entendía el francés e incluso pronunciaba bastante bien las pocas palabras que se veía obligada a intercambiar con sus anfitriones.

Terminada la comida, el coronel, que había notado la especie de violencia que reinaba entre hermano y  hermana, preguntó, con su habitual franqueza, a Orso si deseaba hablar a solas con Colomba, sugiriendo que pasaría con su hija a la habitación contigua. Pero Orso se apresuró a darle las gracias y a decirle que ya tendrían tiempo de hablar en Pietranera. Ése era el nombre del pueblo en el que iba a residir.

El coronel ocupó, pues, su puesto acostumbrado en el sofá, y miss Nevil, después de haber iniciado varios temas de conversación, renunció a hacer hablar a Colomba y rogó a Orso que  le leyera un canto de Dante, que era su poeta favorito. Orso eligió el canto del Infierno, donde se encuentra el episodio de Francesa da Rímini, y se puso a leer, pronunciando lo mejor posible los sublimes tercetos que expresan tan bien el peligro de leer entre dos un libro de amor. A medida que él iba leyendo, Colomba fue acercándose a la mesa, alzando la cabeza, que había tenido inclinada; sus pupilas dilatadas brillaban con un fuego extraordinario; enrojecía y palidecía alternativamente, se agitaba convulsivamente en su asiento. ¡Admirable organismo italiano, que para comprender la poesía, no necesita que ningún pedante le demuestre las bellezas de la misma!

Cuando terminó la lectura: «¡Qué hermoso es eso! —exclamó—. ¿Quién lo ha escrito, hermano?»

Orso se quedó un poco desconcertado, y miss Lydia contestó sonriendo que era un poeta florentino, muerto desde hacía ya muchos siglos.

—Te haré leer a Dante, —dijo Orso— cuando estemos en Pietranera.

«¡Qué hermoso es esto, Dios mío!» repetía Colomba; y recitó tres o cuatro tercetos que había retenido, primero en voz baja; después, animándose, los declamó en voz alta, con más expresión que la que su hermano les había dado al leerlos.

Miss Lydia, muy asombrada, le dijo: Parece que le gusta mucho la poesía. ¡Cuánto le envidio el placer que va usted a sentir al leer a Dante por primera vez!

—Ya ve, miss Nevil —dijo Orso— qué fuerza tienen los versos de Dante como para conmover así a una pequeña salvaje que no sabe sino el padrenuestro… Pero me equivoco; recuerdo que Colomba es del oficio. Ya de niña, se ejercitaba haciendo versos, y mi padre me escribía que era la mejor voceratrice de Pietranera y de dos leguas a la redonda.

Colomba echó una mirada suplicante a su hermano. Miss Nevil había oído hablar de las improvisadoras corsas y ardía en deseos de oír a una. Por lo que se apresuró a rogarle a Colomba que le diese una muestra de su talento. Entonces se interpuso Orso, muy arrepentido de haber recordado tan bien las disposiciones poéticas de su hermana. De nada le servió decir que no había nada más insignificante que una balada corsa, declarar que recitar versos corsos después de los de Dante era una traición a su país, sólo consiguió excitar el capricho de miss Nevil, y al final se vió obligado a decir a su hermana: «¡Está bien! improvisa algo, pero que sea corto.»

Colomba lanzó un suspiro, miró atentamente durante un minuto al tapete de la mesa, luego a las vigas del techo; por último, poniéndose una mano en los ojos, como esas aves que se tranquilizan y creen no ser vistas al no ver ellas, cantó, o más bien declamó, con voz poco firme la serenata que van a leer:

LA JOVEN Y LA PALOMA TORCAZ

En el valle, muy lejos, detrás de las montañas,
el sol no asoma sino una vez al día;
hay en el valle una casa sombría,
donde la hierba crece en el umbral.
Puertas y ventanas están siempre cerradas.
Ninguna humareda sale del tejado.
Pero a mediodía, cuando llega el sol,
una ventana se abre,
y la huérfana se sienta, hilando en su rueca:
hila y canta al trabajar
un canto de tristeza;
pero ningún otro canto responde al suyo.
Un día, un día de primavera,
una paloma torcaz se posó en un árbol cercano
y oyó el canto de la joven.
Joven, le dijo, no lloras tú sola:
un cruel gavilán ha raptado a mi compañero.
Paloma, muéstrame al gavilán raptor;
aunque esté más alto que las nubes
lo abatiré pronto a tierra.
Pero a mí, pobre chica, ¿quién me traerá a mi hermano,
a mi hermano, ahora en lejanas tierras?
Joven, dime dónde está tu hermano
y mis alas me llevarán junto a él.

—¡Qué paloma tan educada! —exclamó Orso abrazando a su hermana con una emoción que contrastaba con el tono de broma que adoptaba.

—Su canción es encantadora —dijo miss Lidia—. Quiero que me la escriba en mi álbum. La traduciré al inglés y haré que le pongan música.

El bravo coronel, que no había entendido ni una palabra, unió sus cumplidos a los de su hija. Luego añadió: «Esa paloma torcaz de que ha hablado usted, señorita, ¿es el ave que hemos comido hoy asada?»

Miss Nevil trajo su álbum, y no fue poca su sorpresa al ver cómo la improvisadora aplicaba el papel al escribir su canción. En lugar de hacerlos resaltar, los versos se seguían en la misma línea, tanto como la anchura de la hoja lo permitía, de tal manera que no se parecían a la conocida disposición de las composiciones poéticas: «Renglones cortos, de desigual longitud, con un margen a cada lado.» También habrían podido hacerse algunas observaciones respecto a la ortografía algo caprichosa de la señorita Colomba, que, más de una vez, hizo sonreír a miss Nevil y mortificó la vanidad fraternal de Orso.

Cuando llegó la hora de dormir, las dos jóvenes se retiraron a su habitación. Allí, mientras miss Lydia se quitaba collar, pendientes y pulseras, observó que su compañera sacaba de su vestido un objeto de las dimensiones de una ballena de corsé, pero de forma muy diferente, sin embargo. Colomba lo puso con cuidado y casi furtivamente bajo el mezzaro, que había dejado sobre una mesa; después se arrodilló y rezó devotamente sus oraciones. Dos minutos más tarde se encontraba en la cama. Muy curiosa por naturaleza y lenta como una inglesa para desvestirse, miss Lydia se acercó a la mesa, y, fingiendo que buscaba un alfiler, levantó el mezzaro y vio un estilete bastante largo, curiosamente montado en nácar y plata; el tallado era notable y se trataba un arma antigua de gran valor para un aficionado.

—¿Es habitual, —dijo miss Nevil sonriendo— que las señoritas lleven este pequeño instrumento en su corsé?

—Es preciso —contestó Colomba suspirando—. ¡Hay tanta gente mala!

—¿Y tendría usted verdaderamente el valor de dar una puñalada así?

Y miss Nevil, con el estilete en la mano, hacía ademán de herir como se hiere en el teatro, de arriba abajo.

—Sí, si fuera necesario, —dijo Colomba con su voz dulce y musical— para defenderme o defender a mis amigos… Pero no es así como hay que cogerlo; podría usted herirse, si la persona a la que quisiera usted alcanzar se retirara. —E incorporándose en el lecho—: Mire, es así, remontando el golpe. De esta manera dicen que es mortal. ¡Dichosas las personas que no necesitan estas armas!

Suspiró, dejó caer su cabeza en la almohada y cerró los ojos. No habría podido verse una cabeza más bella, más noble, más virginal. Fidias, para esculpir su Minerva, no habría deseado otro modelo.

VI

Me lancé in media res en un principio para adecuarme al precepto de Horacio. Ahora que todo duerme, la bella Colomba, el coronel, y su hija, aprovecharé el momento para poner al lector al corriente de ciertas particularidades que no debe ignorar, si quiere profundizar un poco más en esta verídica historia. Ya sabe que el coronel della Rebbia, padre de Orso, murió asesinado: pero uno no es asesinado en Córcega como puede serlo en Francia, por el primer escapado de presidio que no encuentra mejor forma de robar vuestros objetos de plata: uno es asesinado por sus enemigos; pero el motivo por el que uno tiene enemigos es, con frecuencia, bastante difícil de decir. Muchas familias se odian por una vieja costumbre, pero la tradición de la causa original de su odio se ha olvidado por completo.

La familia a la que pertenecía el coronel della Rebbia odiaba a muchas otras familias, pero especialmente a la de los Barricini; decían algunos que en el siglo XVI, un della Rebbia había seducido a una Barricini, y luego había sido apuñalado por un pariente de la señorita ultrajada. En verdad, había otros que contaban la cosa de manera diferente, afirmando que fue una della Rebbia quien había sido seducida, y un Barricini el seductor. Lo cierto era, para servirme de una expresión consagrada, que había sangre entre las dos familias. No obstante, en contra de lo habitual, aquel asesinato no había acarreado otros; porque los della Rebbia y los Barricini habían sido igualmente perseguidos por el gobierno genovés, y como se habían expatriado los jóvenes, las familias quedaron privadas, durante muchas generaciones de sus representantes enérgicos. A finales del siglo pasado, un della Rebbia, oficial al servicio de Nápoles, encontrándose en un garito, tuvo una pelea con militares, quienes, entre otros insultos, le llamaron cabrero corso; el echó mano de la espada; pero, solo contra tres, lo habría pasado mal si un extraño, que jugaba en el mismo local, no hubiese exclamado: «¡Yo también soy corso!» y tomado su defensa. Aquel individuo extraño era un Barricini, el cual, por otra parte, no conocía a su compatriota. Cuando se reconocieron, intercambiaron numerosas frases de cortesía y juramentos de amistad eterna; porque, en el contiente, los corsos intiman con facilidad, todo lo contrario que en su isla. Así ocurrió en aquella circunstancia: della Rebbia y Barricini fueron amigos íntimos mientras que permanecieron en Italia; pero, de vuelta Córcega, sólo se vieron en raras ocasiones, aunque vivían ambos en el mismo pueblo, y, cuando murieron se dijo que hacía cinco o seis años que no se hablaban. Sus hijos vivieron también en etiqueta, como se dice en la isla. Uno, Ghilfuccio, el padre de Orso, fue militar; el otro, Giudice Barricini, fue abogado. Convertidos el uno y el otro en padres de familia, y separados por su profesión, no tuvieron casi ninguna ocasión de verse ni de oír hablar el uno del otro.

Sin embargo, un día, en 1809, Giudice, al leer, en Bastia, en un periódico, que el capitán Ghilfuccio acababa de ser condecorado, dijo, ante testigos, que no le sorprendía, puesto que el general *** protegía a su familia. El comentario le fue referido a Ghilfuccio en Viena, el cual dijo a un compatriota que cuando regresara a Córcega, encontraría muy enriquecido a Giudice, puesto que sacaba más dinero de los pleitos de causas perdidas que de las que ganaba. No se supo nunca si lo que insinuaba era que el abogado traicionaba a sus clientes, o se limitaba a emitir el dicho vulgar de que un mal asunto produce más a un hombre de leyes que una buena causa. Fuera como fuese, el abogado Barricini tuvo conocimiento del epigrama y no lo olvidó. En 1812, aspiraba a ser elegido alcalde de su pueblo y tenía esperanzas de serlo, cuando el general *** escribió al prefecto para recomendarle a un pariente de la mujer de Ghilfuccio; el prefecto se apresuró a cumplir los deseos del general, y Barricini no dudó de que debía su fracaso a las intrigas de Ghilfuccio. Tras la caída del emperador, en 1814, el protegido del general fue denunciado como bonapartista, y reemplazado por Barricini. A su vez, este último fue destituido cuando los Cien Días; pero, pasada esta tormenta, volvió a tomar posesión con gran pompa de la alcaldía y del registro civil.

A partir de ese momento su estrella fue más brillante que nunca. El coronel della Rebbia, puesto a medio sueldo y retirado en Pietranera, tuvo que sostener contra él una lucha sorda de constantes molestias: tan pronto era requerido a indemnizar los daños causados por su caballo en los cercados del señor alcalde; tan pronto éste, con el pretexto de restaurar el pavimento de la iglesia, hacía que se quitase una losa rota que tenía el escudo de los della Rebbia y cubría la tumba de un miembro de esta familia. Si las cabras se comían los retoños de las plantas del coronel, los propietarios de aquellos animales hallaban protección en el alcalde; sucesivamente, el tendero de comestibles, que regentaba la oficina de correos de Pietranera, y el guarda rural, un veterano mutilado, ambos protegidos de los della Rebbia, fueron destituidos y reemplazados por adeptos a los Barricini.

La mujer del coronel expresó al morir su deseo de ser enterrada en medio de un bosquecillo por el que le gustaba pasear; inmediatamente el alcalde declaró que sería inhumada en el cementario municipal, puesto que no había recibido autorización para permitir un enterramiento aislado. Furioso, el coronel declaró que, en espera de esa autorización, su mujer sería enterrada en el lugar que había ella elegido, y mandó abrir allí una fosa. Por su parte, el alcalde ordenó abrir otra en el cementerio, y envió a la gendarmería, con el fin de que, como decía él, la fuerza amparase a la ley. El día del entierro, los dos partidos se encontraron frente a frente, y pudo temerse que iba a entablarse un combate por la posesión de los restos de la señora della Rebbia. Unos cuarenta campesinos bien armados, requeridos por los parientes de la difunta, obligaron al cura, al salir de la iglesia, a que tomara el camino del bosque; de otra parte, el alcalde, con sus dos hijos, sus adeptos y los gendarmes, se presentó para oponerse. Cuando apareció y ordenó a la comitiva que retrocediera, fue acogido con gritos y amenazas; sus adversarios estaban en mayoría y parecían decididos. Al verlo, se cargaron numerosas escopetas; y hasta se dijo que un pastor le apuntó; pero el coronel le desvió el arma diciendo: «¡Que nadie dispare sin orden mía!» El alcalde «temía los golpes, naturalmente», como Panurgo, y, rehusando el combate, se retiró con su escolta: entonces la comitiva fúnebre se puso en marcha, y por el camino más largo, con el fin de pasar por delante de la alcaldía. Al desfilar, a un idiota que se había unido al cortejo, se le ocurrió gritar: «¡Viva el emperador!» Dos o tres voces le respondieron, y los rebbianistas, cada vez más animados, propusieron matar a un buey del alcalde, que, por casualidad, les cerraba el paso. Afortunadamente, el coronel impidió esta violencia.

Como puede suponerse se levantó un atestado, y el alcalde dirigió al prefecto un informe en el estilo más sublime, en el que se hablaba de leyes divinas y humanas pisoteadas, de la autoridad del alcalde y la del párroco desconocidas y ultrajadas, del coronel della Rebbia poniéndose a la cabeza de un complot bonapartista para cambiar el orden de sucesión al trono y excitar a los ciudadanos a armarse los unos contra los otros, delitos previstos por los artículos 86 y 91 del Código penal.

La exageración de la denuncia perjudicó a su efecto. El coronel escribió al prefecto y al fiscal: un pariente de su mujer estaba relacionado con uno de los diputados de la isla y otro era primo del presidente de la Audiencia. Gracias a estas protecciones, el complot se esfumó, la señora della Rebbia permaneció en el bosque y solamente el tonto fue condenado a quince días de cárcel.

El abogado Barricini, insatisfecho por el resultado de este asunto, volvió sus baterías hacia otro punto. Exhumó un antiguo título, con arreglo al cual se dispuso a discutir al coronel la propiedad de cierto arroyo que movía un molino. Se inició un pleito, que duró mucho tiempo. Al cabo de un año, la Audiencia iba a fallar, y según todos los indicios a favor del coronel, cuando el señor Barricini puso en manos del procurador una carta firmada por un tal Agostini, proscrito célebre, en la que amenazaba al alcalde con incendio y muerte si no desistía de sus pretensiones. Sabido es que en Córcega la protección de los proscritos es muy solicitada, y que para obligar a sus amigos intervienen frecuentemente en las querellas particulares. El alcalde parecía sacar provecho de esta carta, cuando un nuevo incidente vino a complicar el asunto. El proscrito Agostini escribió al procurador para quejarse de que habían falsificado su letra y lanzado sombras sobre su carácter, haciéndole pasar por un hombre que traficaba con su influencia: «Si descubro al falsificador, —decía al final de su carta— lo castigaré ejemplarmente.»

Estaba claro que Agostini no había escrito la carta amenazadora al alcalde; los della Rebbia acusaban a los Barricini, y viceversa. De una y de otra parte surgían amenazas, y la justicia no sabía en qué lado hallar a los culpables.

Entretanto, el coronel Ghilfuccio fue asesinado. He aquí los hechos tales como fueron establecidos en el sumario judicial: Al atardecer del 2 de agosto de 18…, la ciudadana Magdalena Pietri, que llevaba grano a Pietranera, oyó dos tiros casi seguidos, disparados, según le pareció en un camino que conducía al pueblo, a unos ciento cincuenta pasos del lugar en el que ella se encontraba. Casi enseguida vio a un hombre que corría, agachado, por un sendero de viñas en dirección al pueblo. Aquel hombre se paró un instante y se volvió; pero la distancia impidió que la mujer Pietri distinguiera sus facciones, además él llevaba en la boca una hoja de viña que le tapaba casi toda la cara. Hizo una seña con la mano a algún compañero que la testigo no vio, y después desapareció entre las viñas.

La mujer Pietri dejó su carga, subió corriendo por el sendero y encontró al coronel della Rebbia bañado en su sangre, atravesado por dos balazos, pero respirando aún. Cerca de él estaba su escopeta cargada y armada como si hubiera intentado defenderse de alguien que lo atacaba de frente en el momento en que otro le disparaba por detrás. Exhalaba como ronquidos y luchaba contra la muerte, pero no podía pronunciar palabra, lo que los médicos explicaron por la naturaleza de sus heridas que le habían atravesado el pulmón. La sangre, que manaba lentamente, como una mousse roja, lo asfixiaba. En vano la ciudadana Pietri lo incorporó y le hizo unas preguntas. Veía bien que él quería hablar, pero no podía hacerse comprender. Habiendo observado la mujer que él trataba de llevarse la mano al bolsillo, se apresuró a sacar de éste una cartera y se la entregó abierta. El herido cogió el lápiz de la cartera e intentó escribir. De hecho, la testigo lo vio trazar con esfuerzo algunas letras; pero como no sabía leer, ella no pudo comprender su significado. Agotado por el esfuerzo, el coronel dejó la cartera en manos de la mujer Pietri, estrechándolas con fuerza y mirándola con expresión singular, como si quisiera decirle, son palabras de la testigo: «¡Esto es importante, es el nombre de mi asesino!»

La señora Pietri se dirigía al pueblo cuando encontró al alcalde Barricini con su hijo Vincentello. Ya era casi de noche. Contó lo que había visto. El alcalde tomó la cartera, y corrió a la alcaldía a ponerse el fagín y llamar a su secretario y a los gendarmes. Al quedarse sola con Vincentello, Magdalena Pietri le propuso ir a auxiliar al coronel por si aún estaba con vida; pero Vincentello contestó que si se acercaba a un hombre que había sido un encarnizado enemigo de su familia, no dejarían de acusarlo de haberlo matado él. Al poco rato llegó el alcalde, encontró al coronel muerto, hizo levantar el cadáver y redactó un atestado.

A pesar de su turbación, natural en aquellas circunstancias, Barricini se había apresurado a poner bajo llave la cartera del coronel, y a realizar todas las investigaciones que estaban a su alcance; pero ninguna condujo a algún descubrimiento importante. Cuando llegó el juez de instrucción se abrió la cartera, y en una página, manchada de sangre, vieron unas letras trazadas por una mano desfalleciente, pero bien legibles, sin embargo. Estaba escrito: Agosti…, y el juez no dudó de que el coronel había querido designar a Agostini como su asesino. No obstante, Colomba della Rebbia, llamada por el juez, solicitó examinar la cartera. Después de haberla hojeado detenidamente, extendió una mano hacia el alcalde y exclamó: «¡Ése es el asesino!» Entonces, con una precisión y una claridad sorprendentes en la situación dolorosa en la que estaba sumida, contó que su padre, que había recibido días antes una carta de su hijo, la había quemado, pero que antes de hacerlo, había escrito con lápiz, en su cuaderno, la dirección de Orso, que acababa de cambiar de guarnición. Ahora bien: aquella dirección no estaba en el cuaderno, y Colomba concluía que el alcalde había arrancado la hoja en que estaba escrita, que era la misma en la que su padre había trazado el nombre del asesino; nombre que el alcalde, según Colomba, había sustituido por el de Agostini. El juez vio que, en efecto, le faltaba una hoja al cuaderno en el que estaba escrito el nombre; pero observó enseguida que también faltaban hojas de otros libritos de notas contenidos en la misma cartera, y unos testigos declararon que el coronel acostumbraba a arrancar así hojas de su cartera cuando quería encender un cigarro; nada más probable, pues, que hubiese quemado por descuido la dirección que había copiado. Se comprobó, además, que el alcalde, al recibir la cartera de manos de Magdalena Pietri, no habría podido leer a causa de la oscuridad; quedó probado que no se detuvo ni un instante antes de entrar en el Ayuntamiento, que el cabo de gendarmes lo había acompañado hasta allí, lo había visto encender una lámpara, meter la cartera en un sobre y sellarlo en su presencia.

Cuando el cabo hubo terminado su declaración, Colomba, fuera de sí, se echó a sus pies y le suplicó por lo más sagrado, que dijese si no había dejado al alcalde solo ni un instante. El cabo, tras alguna vacilación, visiblemente conmovido por la exaltación de la joven, confesó que había ido a buscar una hoja de papel a una habitación contigua, pero que no tardó un minuto, y que el alcalde no había dejado de hablarle mientras él buscaba  a tientas el papel en un cajón. Además, afirmó que, cuando volvió, la cartera manchada de sangre estaba en el mismo sitio sobre la mesa en el que el alcalde la había dejado al entrar.

Barracini declaró con la mayor tranquilidad. Dispensaba, dijo, el arrebato de la señorita della Rebbia, y estaba dispuesto a condescender y justificarse. Probó que había estado toda la tarde en el pueblo; que su hijo Vincentello estaba con él ante la alcaldía en el momento del crimen; y que su hijo Orlanduccio, con fiebre aquel día, no se había movido de la cama. Presentó todas las escopetas de su casa, ninguna de las cuales había sido disparada recientemente. Añadió que, respecto a la cartera, comprendió inmediatamente su importancia; que la había puesto en un sobre sellado y la había depositado en manos de su teniente de alcalde, en previsión de que, por su enemistad con el coronel, pudiera ser objeto de sospechas. Finalmente, recordó que Agostini había amenazado de muerte al que escribió una carta en su nombre, e insinuó que aquel miserable, sospechando probablemente del coronel, lo había asesinado. En las costumbres de los proscritos, una venganza similar por un motivo análogo no era la primera.

Cinco días después de la muerte del coronel della Rebbia, Agostini, sorprendido por un descatamento de voltigeurs, murió, luchando desesperadamente. Se encontró sobre él una carta de Colomba en la que rogaba que declarara si era o no culpable del asesinato que le imputaban. Como el proscrito no envió respuesta, fueron muchos los que concluyeron que no tuvo valor para decirle a una hija que era él quien había matado a su padre. Sin embargo, las personas que pretendían conocer bien el carácter de Agostini, decían en voz baja que, si hubiera matado al coronel, se habría jactado de ello. Otro proscrito, conocido con el nombre de Brandolaccio, envió a Colomba una declaración en la que afirmaba «por su honor» la inocencia de su compañero; pero la única prueba que alegaba era que Agostini no le había dicho nunca que sospechase del coronel.

En conclusión, que los Barricini no fueron molestados; el juez de instrucción colmó de elogios al alcalde, y éste coronó su digna conducta renunciando a todas sus pretensiones respecto al arroyo que originó su pleito con el coronel della Rebbia.

Colomba, siguiendo el uso de su país, improvisó una ballata ante el cadáver de su padre, en presencia de sus amigos reunidos. Exhaló en ella todo su odio contra los Barricini y los acusó formalmente del asesinato, amenazándolos al mismo tiempo con la venganza de su hermano. Aquella balada, que se hizo muy popular, fue la que oyó Lydia cantar al marinero de la goleta. Al conocer la muerte de su padre, Orso, que se encontraba entonces en el norte Francia, pidió una licencia, pero no se la concedieron. En un primer momento, y por la carta de su hermana, consideró culpables a los Barricini, pero después recibió copia de todas las piezas del proceso, y una carta particular del juez le inspiró casi la convicción de que Agostini era el único culpable. Cada tres meses, Colomba le escribía para repetirle sus sospechas, que consideraba como pruebas. En contra de su voluntad, aquellas acusaciones hacían hervir en él su sangre corsa, y a veces no estaba lejos de compartir los prejuicios de su hermana. No obstante, siempre que él escribía, le repetía que sus alegaciones no tenían ningún fundamento sólido y no merecían ningún crédito. Hasta le prohibía, pero siempre en vano, que le hablase más del asunto. Dos años transcurrieron así, al cabo de los cuales se le puso a medio sueldo, y entonces pensó en volver a su país, no para vengarse de personas que consideraba inocentes, sino para casar a su hermana y vender sus pequeñas propiedades, si es que valían lo bastante para permitirle vivir en el continente.

VII

Fuera porque la llegada de su hermana había evocado a Orso con mayor fuerza el recuerdo del techo paterno, fuera porque se avergonzase un poco ante sus civilizados amigos de la ropa y las maneras toscas de Colomba, anunció al día siguiente su decisión de dejar Ajaccio y volver a Pietranera. Sin embargo, hizo prometer al coronel que iría a alojarse unos días en su modesta casa, cuando se dirigiera a Bastia, y él, en cambio, se comprometió a proporcionarle para sus cacerías gamos, faisanes, jabalíes y todo lo demás.

La víspera de su marcha, en vez de ir de caza, Orso propuso un paseo a orillas del golfo. Así, dándole el brazo a miss Lydia, podría hablar con toda libertad, pues Colomba se había quedado en la ciudad haciendo unas compras, y el coronel los dejaba a cada instante para disparar a las gaviotas y a los pájaros bobos, con gran sorpresa de los transeúntes, que no comprendían que se gastase la pólvora en semejantes piezas.

Seguían el camino que conduce a la capilla de los Griegos, desde donde se descubre la más hermosa vista de la bahía; pero no le prestaban la menor atención.

—Miss Lydia… —dijo Orso, tras un silencio que por lo largo se había hecho embarazoso—; con franqueza, ¿qué piensa usted de mi hermana?

—Me gusta mucho, —contestó—. Más que usted, —añadió sonriendo— porque ella es una verdadera corsa y usted es un salvaje demasiado civilizado.

—¡Demasiado civilizado!… ¡Pues bien! a mi pesar, siento que vuelvo a ser salvaje desde que he puesto el pie en la isla. Mil espantosos pensamientos me agitan, me atormentan,… y tenía necesidad de hablar con usted un poco antes de introducirme en mi desierto.

—Hay que ser valiente; vea la resignación de su hermana, ella le da ejemplo.

—¡Ah! Desengáñese. No crea en su resignación. No me ha dicho todavía ni una palabra, pero en cada una de sus miradas leo lo que espera de mí.

—¿Y qué quiere de usted, en definitiva?

—¡Oh! nada…, sólo que compruebe si la escopeta de su señor padre es tan buena con los hombres como con las perdices.

—¡Qué idea! ¿Cómo puede usted suponer eso cuando acaba de confesar que ella no le ha dicho todavía nada? Es horrible de su parte.

—Si ella no pensara en la venganza, me habría hablado de mi padre, y no lo ha hecho. Habría pronunciado el nombre de los que ella considera…, sin razón, ya lo sé, como sus asesinos. ¡Y bien!, no, no ha dicho ni palabra. Es que, nosotros los corsos, ¿sabe? somos una raza astuta. Mi hermana comprende que no me tiene por completo en su poder y no quiere asustarme, cuando todavía puedo escapar. Una vez que me haya conducido al borde del precipicio, cuando la cabeza me dé vueltas, me empujará al abismo. Entonces Orso dio a miss Nevil algunos detalles sobre la muerte de su padre, y refirió las principales pruebas acumuladas para hacerle creer que Agostini era el asesino.

—Nada —añadió— ha podido convencer a Colomba. Lo he visto en su última carta. Ha jurado la muerte de los Barricini; y…, ya ve la confianza que tengo en usted, miss Nevil…, tal vez no estarían ya en este mundo, si, por uno de los prejuicios que excusa su tosca educación, no estuviera persuadida de que la ejecución de la venganza me pertenece, en mi calidad de jefe de familia, y de que mi honor está comprometido en ello.

—Señor della Rebbia —dijo miss Nevil— está usted calumniando a su hermana.

—No, usted misma lo ha dicho…, es corsa…, y piensa lo que piensan todos. ¿Sabe usted por qué estaba yo tan triste ayer?

—No, pero desde hace algún tiempo padece usted esos accesos de tristeza… Era usted más amable en los primeros días en que nos conocimos.

—Ayer, en cambio, estaba más alegre, más contento que de ordinario. ¡La había visto a usted tan bondadosa, tan indulgente con mi hermana!… Volvíamos en bote el coronel y yo. ¿Sabe usted lo que me dijo uno de los barqueros en su infernal lenguaje?: «Ha matado usted mucha caza, Ors Anton, pero ya verá como Orlanduccio Barricini es mejor cazador que usted.

—¡Y bien! ¿que hay de terrible en esas palabras? ¿Tanto le interesa ser considerado como un diestro cazador?

—Pero ¿no comprende usted que lo que ese miserable decía era que yo no tendría valor para matar a Orlanduccio?

—¿Sabe, señor della Rebbia? me da miedo. Parece que el aire de su isla no sólo produce fiebre, sino que vuelve loco. Afortunadamente, vamos a dejarla pronto.

—No antes de haber estado en Pietranera. Se lo ha prometido usted a mi hermana.

—¿Y si faltáramos a la promesa? ¿Tendríamos que temer quizá alguna venganza?

—¿Recuerda usted lo que nos contaba el otro día su padre de esos indios que amenazan a los gobernadores de la Compañía con dejarse morir de hambre si no son atendidos en sus demandas?

—¿Quiere eso decir que se dejaría usted morir de hambre? Lo dudo. Estaría usted un día sin comer y al siguiente le llevaría Colomba un bruccio tan apetitoso que renunciaría usted a su propósito.

—Es usted cruel en sus burlas, miss Nevill; debería tratarme mejor. Ya ve, estoy solo aquí. Sólo la tenía a usted para impedir que me volviera loco, como usted dice; usted era mi ángel guardián, y ahora…

—Ahora —dijo miss Lydia en tono serio— para no perder esa razón, tan fácil de perturbarse, tiene usted su honor de hombre y de militar, y… —continuó volviéndose para coger una flor— si eso vale algo para usted, el recuerdo de su ángel guardián.

—¡Ah! miss Nevil, si pudiera pensar que realmente usted tiene algún interés…

—Escúcheme, señor della Rebbia, —dijo miss Nevil, algo emocionada— puesto que es usted un niño, lo trataré como a un niño. Cuando yo era pequeña mi madre me dio un collar que yo deseaba vehementemente; pero me dijo: «Cada vez que te pongas este collar acuérdate de que todavía no sabes francés.» El collar perdió a mis ojos un poco de su encanto. Se había convertido para mí en una especie de remordimiento; pero lo llevé y aprendí francés. ¿Ve usted esta sortija? es un escarabajo egipcio encontrado, según dicen, en una pirámide. Esta figura extraña, que usted toma tal vez por una botella, significa la vida humana. Hay en mi país quienes hallarían el jeroglífico a propósito. Esto otro, que está detrás, es un escudo con un brazo que sostiene una lanza, lo que quiere decir combate, batalla. Así, pues, la reunión de las dos figuras forma este lema, que me parece bastante hermoso: La vida es un combate. No crea que yo traduzco los jeroglíficos corrientemente; fue un pedante quien me explicó éste. Tome, le regalo mi escarabajo. Cuando le asalte algún mal pensamiento corso mire mi talismán y dígase que es preciso salir vencedor de la batalla que nos presentan las malas pasiones. — La verdad es que no predico mal.

—Pensaré en usted, miss Nevil, y me diré…

—Dígase que tiene usted una amiga que se sentiría desconsolada… al saber que ha sido usted ahorcado. Lo cual, además apenaría demasiado a los señores caporales, sus antepasados. —Y diciendo esto abandonó riendo el brazo de Orso, y, corriendo hacia su padre: «Papá —le dijo— deje tranquilos a esos pobres pájaros, y venga con nosotros a hacer poesía en la gruta de Napoleón.»

VIII

Siempre hay algo solemne en una partida, aunque uno se separe por poco tiempo. Orso debía marcharse con su hermana muy temprano, y la víspera por la noche se había despedido de miss Lydia, pues no esperaba que ésta hiciera en favor de él una excepción en sus hábitos de pereza. Su despedida había sido fría y grave. Desde su conversación a orillas del mar, miss Lydia temía haber mostrado a Orso un interés quizá demasidado vivo, y Orso, por su parte, se sentía apesadumbrado por las burlas, y sobre todo por su tono de ligereza. Hubo un momento en que creyó vislumbrar en la actitud de la joven inglesa un sentimiento de afecto naciente; pero ahora, desconcertado por sus bromas, se decía que no era a sus ojos sino un simple conocido, que sería pronto olvidado. Grande fue, pues, su sorpresa cuando por la mañana, sentado para tomar el café con el coronel, vio entrar a mis Lydia seguida de su hermana. Se había levantado a las cinco, y, para una inglesa, para miss Nevil sobre todo, el esfuerzo era lo suficientemente grande como para que Orso se sintiera algo halagado.

—Lamento mucho que se haya molestado usted tan temprano, —dijo Orso—. Sin duda mi hermana la habrá despertado a pesar de mis recomendaciones, y debe usted aborrecernos. ¿Quiere verme ya  ahorcado?

—No, —contestó miss Lydia en voz baja y en italiano evidentemente para que su padre no la oyese—. Pero ayer se incomodó usted por mis inocentes bromas y no quería que se llevara un mal recuerdo de servidora. ¡Qué terribles son ustedes los corsos! ¡Adiós, pues; espero que hasta pronto! —Y le tendió la mano.

Orso sólo halló un suspiro por respuesta. Colomba se acercó a él, lo llevó aparte y, enseñandole algo que tenía bajo su mezzaro, le habló un momento en voz baja.

—Mi hermana —dijo Orso a miss Nevil— quiere hacerle un extraño regalo, señorita; pero nosotros los corsos no tenemos gran cosa que dar…, salvo nuestro afecto…, que el tiempo no borra. Mi hermana me dice que miró usted con curiosidad este puñalito. Es una antigüedad en la familia. Probablemente lo llevó antaño en su cinto alguno de los caporales a quienes debo el honor de haberla conocido. Colomba lo cree tan valioso que me ha pedido permiso para dárselo; pero no sé si concedérselo, porque temo que se burle usted de nosotros.

—El puñalito es encantador —contestó miss Lydia—; pero es un arma de familia y no puedo aceptarlo.

—No es el puñal de mi padre, —replicó Colomba—. Se lo regaló el rey Teodoro a uno de los abuelos de mi madre. Si usted lo acepta nos causará una gran alegría.

—Vea, miss Lydia, —dijo Orso— no desdeñe el puñal de un rey.

Para un aficionado, las reliquias del rey Teodoroson infinitamente más preciadas que las del más poderoso monarca. La tentación era fuerte, y miss Lydia veía ya el efecto que produciría aquel arma colocada sobre una mesa de laca en su apartamento de Saint James’s Place. «Pero, —dijo tomando el puñal con la duda del que quiere aceptar y dirigiendo la más amable de sus sonrisas a Colomba—: Querida señorita Colomba…, no puedo…, no me atrevería a dejarla marcharse desarmada.

—Mi hermano va conmigo, —dijo Colomba con tono orgulloso— y llevamos la buena escopeta que su padre nos ha dado. ¿Orso, la ha cargado con bala?

Miss Nevil guardó el puñal, y Colomba, para conjurar el peligro que se corre al dar armas cortantes o punzantes a los amigos, exigió cinco céntimos en pago.

Hubo que marcharse al fin. Orso estrechó una vez más la mano de miss Nevil; Colomba la abrazó y luego fue a ofrecer sus labios de rosa al coronel, completamente maravillado de la cortesía corsa. Desde la ventana del salón, miss Lydia vio al hermano y a la hermana montar a caballo. Los ojos de Colomba brillaban con una maligna alegría que ella no le había visto aún. Aquella alta y robusta mujer, fanática de sus ideas de honor bárbaro, con el orgullo en la frente y los labios curvados por una sonrisa sardónica, llevándose a aquel hombre armado como para una expedición siniestra, le recordó los temores de Orso y creyó ver su mal genio arrastrándolo a su perdición. Orso, ya a caballo, levantó la cabeza y la vio. Fuera porque hubiese adivinado su pensamiento, fuese para decirle un último adiós, tomó el anillo egipcio, que había colgado de un cordón, y se lo llevó a los labios. Miss Lydia se retiró de la ventana ruborizándose; luego, volviéndose a asomar casi inmediatamente, vio a los dos corsos alejarse rápidamente al galope de sus pequeños caballos, dirigiéndose hacia las montañas. Media hora después, el coronel, por medio de sus anteojos, se los mostraba costeando el fondo del golfo, y vio ella que Orso volvía frecuentemente la cabeza hacia la ciudad. Por fin desapareció tras las marismas, convertidas hoy en un hermoso vivero.

Miss Lydia, al mirarse en su espejo, se encontró pálida.

—¿Qué pensará de mí ese joven? —se dijo— ¿y qué pienso yo de él? ¿y por qué pienso en él?… ¡Una amistad de viaje!… ¿Qué he venido yo a hacer en Córcega?… ¡Oh!, yo no lo amo en absoluto… No, no; además, eso es imposible… Y Colomba… ¡Yo cuñada de una voceratrice que lleva un estilete! Y se percató de que tenía en la mano el del rey Teodoro. Lo dejó sobre su tocador. «¡Colomba en Londres, bailando en Almack’s!… ¡Qué león, para mostrar, Dios santo!… Tal vez haría furor… Y él me ama, estoy segura de ello… Es un héroe de novela cuya carrera aventurera he interrumpido… Pero ¿tenía realmente deseo de vengar a su padre a lo corso?… Era algo entre un Conrado y un dandy… Yo he hecho de él un dandy puro; ¡un dandy que tiene un sastre corso!…»

Se echó en la cama y quiso dormir, pero le fue imposible; y yo no la seguiré en su monólogo, en el que se dijo más de cien veces que el señor della Rebbia no había sido, no era, ni sería nunca nada para ella.

IX

Mientras tanto, Orso caminaba con su hermana. El movimiento rápido de los caballos les impidió en un primer momento hablarse; pero, cuando las pendientes demasiado inclinadas les obligaban a ir al paso, intercambiaron algunos palabras respecto a los amigos que acababan de dejar. Colomba hablaba con entusiasmo de la belleza de miss Nevil, de sus cabellos rubios, de sus graciosas maneras. Después preguntó si el coronel era tan rico como parecía y si la señorita Lydia era hija única. «Debe de ser un buen partido —decía—. Su padre, al parecer, le ha cobrado mucho afecto…» Y como Orso no contestaba nada, seguía: «Nuestra familia fue rica en otros tiempos, aún hoy es una de las más consideradas de la isla. Todos los signori son bastardos. No hay nobleza sino en las familias de los caporales, y usted sabe que desciende de los primeros caporales de la isla. Ya sabe que nuestra familia es originaria del otro lado de los montes y que fueron las guerras civiles las que nos obligaron a pasar a este lado. Si estuviera en su lugar, Orso, no dudaría, pediría a su padre la mano de miss Nevil… (Orso se encogió de hombros). Con su dote compraría los bosques de la Falsetta y las viñas por debajo de nuestra casa; construiría una hermosa casa de piedra de sillería, y levantaría un piso más en la antigua torre en la que Sambucuccio mató tantos moros en tiempos del conde Enrique el bel Missere.

—Estás loca, Colomba  —contestaba Orso galopando.

—Usted es hombre, Ors Anton, y sin duda sabe mejor que una mujer lo que tiene que hacer. Pero quisiera saber lo que ese inglés pudiera objetar contra nuestra alianza. ¿Hay caporales en Inglaterra?…

Tras una buena caminata charlando así, el hermano y la hermana llegaron a un pueblecito, no lejos de Bocognano, donde pararon para comer y pasar la noche en casa de un amigo de su familia. Fueron recibidos con esa hospitalidad corsa que no se puede apreciar hasta que se ha conocido. Al día siguiente su anfitrión, que había sido compadre de la señora della Rebbia, los acompañó hasta una legua de su casa.

«Vea estos bosques y estos maquis, —dijo a Orso en el momento de despedirse—: un hombre que hubiera causado una desgracia podría vivir aquí diez años en paz, sin que los gendarmes ni los soldados vinieran a buscarlo. Estos bosques lindan con los de Vizzavona cuando se tienen amigos en Bocognano o en los alrededores, no se carece de nada. Lleva usted una buena escopeta debe ser de gran alcance. ¡Sangre de la Madona! ¡qué calibre! Con esto se puede matar algo más que jabalíes.»

Orso contestó fríamente que su escopeta era inglesa y lanzaba el plomo muy lejos. Se abrazaron y cada cual siguió su camino.

Ya estaban nuestros viajeros a poca distancia de Pietranera, cuando, a la entrada de un desfiladero que había que atravesar, vieron a siete u ocho hombres armados con escopetas, unos sentados en las piedras, otros tumbados en la hierba, y otros de pie como al acecho. Sus caballos pastaban a poca distancia. Colomba los examinó un instante con unos gemelos que sacó de uno de los grandes bolsillos de cuero que todos los corsos llevan en viaje. «¡Son gentes nuestras! —dijo ella con expresión alegre—. Pieruccio ha cumplido bien el encargo.

—¿Qué gentes? —preguntó Orso.

—Nuestros pastores —contestó ella—. Anteanoche mandé a Pieruccio para que reuniese a esas buenas gentes y lo acompañaran a su casa. No era conveniente que entrara en Pietranera sin escolta, y debe saber que los Barricini son capaces de todo.

—Colomba —dijo Orso con tono severo— te he dicho muchas veces que no me hablases más de los Barricini, ni de tus sospechas sin fundamento. No voy a cometer la ridiculez de entrar en mi casa con ese hatajo de haraganes, y me disgusta mucho que los hayas avisado sin advertírmelo.

—Hermano, se ha olvidado de su país. A mí me corresponde protegerlo cuando su imprudencia lo expone. He debido hacer lo que he hecho.

En aquel momento, los pastores, que los habían visto, corrieron a sus caballos y bajaron al galope a su encuentro.

—¡Viva Ors Anton! —exclamó un robusto anciano de barba blanca cubierto, pese al calor, de una casaca con capucha, de paño corso, más tupido que el pelo de sus cabras—. Es el propio retrato de su padre, aunque más alto y más fuerte. ¡Qué hermosa escopeta! Se hablará de ella, Ors Anton.

—¡Viva Ors Anton! —repitieron a coro todos los pastores—. Sabíamos muy bien que al fin volvería.

—¡Ah! Ors Anton —dijo un muchachote de tez color de ladrillo— ¡qué alegría la de su padre si estuviera aquí para recibirlo! ¡El buen hombre! aquí lo encontraría usted, si me hubiera hecho caso, si me hubiera dejado a mí el asunto de Giudice… El buen hombre no me creyó; ahora sabe muy bien que yo tenía razón.

—¡Bueno! —prosiguió el anciano— Giudice no perderá nada por esperar.

—¡Viva Ors Anton! —Y una docena de disparos acompañaron a esta aclamación.

Orso, de muy mal humor en medio de aquel grupo de hombres a caballo que hablaban todos al mismo tiempo y se agolpaban para estrecharle la mano, permaneció un buen rato sin poder hacerse oír. Por fin, adoptando la actitud que tomaba a la cabeza de su sección cuando distribuía reprimendas y arrestos:

—Amigos míos, —dijo— os agradezco el afecto que me demostráis y el que tuvisteis a mi padre; pero deseo, que nadie me dé consejos. Yo sé lo que he de hacer.

—¡Tiene razón, tiene razón! —exclamaron los pastores—. Ya sabe usted bien que puede contar con nosotros.

—Sí, cuento con vosotros; pero ahora no necesito a nadie, ningún peligro amenaza a mi casa. Empezad, pues, por dar media vuelta y marchad a vuestras cabras. Conozco el camino de Pietranera y no necesito guías.

—No tenga miedo, Ors Antón  —dijo el viejo—; ellos no se atreverían a presentarse hoy. El ratón se mete en su escondrijo cuando aparece el gato.

—¡El gato lo serás tú, vieja barba blanca! —dijo Orso—. ¿Cómo te llamas?

—¡Qué! ¿no conoce usted a quien le llevó tan a menudo a la grupa del mulo que muerde? ¿No conoce usted a Polo Griffo? Pues es un buen hombre, ya ve, que pertenece a los della Rebbia en cuerpo y alma. Diga usted una palabra, y cuando su escopeta hable no se callará este viejo mosquete, tan viejo como su amo. Cuente con ello, Ors Anton.

—Está bien, está bien; pero, ¡por todos los diablos!, marchaos y dejadnos continuar nuestro camino.

Los pastores se alejaron por fin, dirigiéndose al trote largo hacia el pueblo; pero de vez en cuando se detenían en todos los puntos elevados del camino, como para examinar si había alguna emboscada oculta, y sin alejarse demasiado de Orso y su hermana para estar en condiciones de auxiliarlos en caso de necesidad. Y el viejo Polo Griffo decía a sus compañeros: «¡Lo comprendo, lo comprendo! No dice lo que va a hacer, pero lo hace. Es el vivo retrato de su padre. ¡Bien! ¡Dices que no odias a nadie! has hecho un voto a Santa Nega.¡Bravo! Pero yo no daría un higo por la piel del alcalde. Antes de un mes no se podrá hacer con ella un odre.»

Precedido así por aquella banda de exploradores, el descendiente de los della Rebbia entró en su pueblo y llegó a la antigua mansión de los caporales, sus antepasados. Los rebbianistas, largo tiempo privados de jefes, salieron a su encuentro en masa, y los vecinos del pueblo, que guardaban neutralidad, se asomaban todos a sus puertas para verlo pasar. Los barricinistas permanecían en sus casas y miraban por las rendijas de sus postigos.

El pueblo de Pietranera está muy irregularmenete edificado, como todos los pueblos de Córcega; porque, para ver una calle, hay que ir a Cargesa, construido por el señor de Marbeuf. Las casas, diseminadas al azar y sin la menor alineación, ocupan la cumbre de un altozano, o más bien un saliente de la montaña. Hacia el centro del pueblo se alza una corpulenta encina, y al lado se ve una pila de granito, a la que un tuvo de madera lleva el agua de un manantial próximo. Este monumento de utilidad pública fue costeado a medias por los della Rebbia y los Barricini; pero se buscaría allí en vano un indicio de la antigua concordia entre las dos familias. Es, por el contrario, una obra de rivalidad. En otros tiempos, el coronel della Rebbia envió al municipio de su pueblo una pequeña cantidad para contribuir a la erección de una fuente, el abogado Barricini se apresuró a ofrecer un donativo semejante, y a ese combate de generosidad debe Pietranera su agua. Alrededor de la encina y de la fuente, hay un espacio libre, que llaman plaza, y en donde los desocupados se reúnen por la tarde. A veces se juega allí a las cartas, y, una vez al año, en carnaval, hay baile. En los dos extremos de la plaza se alzan dos edificios, más altos que anchos, contruidos en granito y pizarra. Son las torres enemigas de los della Rebbia y los Barricini. Su arquitectura es uniforme, su altura es la misma, y se ve que la rivalidad de las dos familias se ha mantenido siempre sin que la fortuna decidiese entre ellas.

Es, tal vez, oportuno explicar lo que hay que entender por la palabra torre. Es una construcción cuadrada de unos cuarenta pies de altura, que en cualquier otro país se llamaría lisa y llanamente un palomar. La puerta, estrecha, se abre a ocho pies del suelo, a la que se llega por una escalera muy inclinada. Por encima de la puerta hay una ventana con una especie de balcón abierto por debajo como un matacán, que permite aplastar sin riesgo a un visitante indiscreto. Entre la ventana y la puerta, hay dos escudos groseramente esculpidos. El uno ostentaba en otros tiempos la cruz de Génova; pero, todo machacado hoy, no es ya inteligible sino para los arqueólogos. En el otro están esculpidas las armas de la familia que posee la torre. Añadid, para completar la decoración, unas cuantas señales de balazos en los escudos y dinteles de la ventana, y podéis haceros una idea de una mansión señorial de la Edad Media en Córcega. Se me olvidaba decir que las dependencias habitables están adosadas a la torre, y que, con frecuencia, se unen a ella por una comunicación interior.

La torre y la casa de los della Rebbia ocupan el lado norte de la plaza de Pietranera; la torre y la casa de los Barricini, el lado sur. Desde la torre del norte hasta la fuente, es el paseo de los della Rebbia, el de los Barricini, el del lado opuesto. Desde el entierro de la mujer del coronel, no se ha visto nunca a ningún miembro de una de aquellas dos familias presentarse en otro lado de la plaza que en el que le estaba asignado por una especie de convenio tácito. Para evitar un rodeo, Orso iba a pasar por delante de la casa del alcalde, cuando su hermana le advirtió y le invitó a tomar una callejuela por la que llegarían a su casa sin atravesar la plaza.

—¿Por qué molestarse? —dijo Orso—; ¿la plaza no es de todos? Y espoleó su caballo.

—¡Tiene un corazón valiente! —dijo por lo bajo Colomba—… ¡Padre, serás vengado!

Al llegar a la plaza se puso Colomba entre la casa de los Barricini y su hermano, con la mirada siempre fija en las ventanas de sus enemigos. Observó que las habían atrincherado recientemente y que habían abierto en ellas archères. Se llama archères unas aberturas estrechas en forma de troneras, dispuestas entre gruesos troncos, con los que se tapa la parte inferior de una ventana. Cuando se teme algún ataque, se improvisan estas barricadas, y al abrigo de los troncos, se puede disparar a cubierto a los asaltantes.

—¡Cobardes! —dijo Colomba—. Mire, hermano, ya empiezan a protegerse; ¡se parapetan! pero algún día tendrán que salir.

La presencia de Orso en el lado sur de la plaza produjo mucha sensación en Pietranera, y fue considerada como una prueba de audacia, próxima a la temeridad. Para los neutrales reunidos por la tarde en torno a la encina, constituyó un tema de comentarios sin fin. «Tiene suerte —decían— de que los hijos de Barricini no hayan vuelto todavía, pues son menos sufridos que el abogado, y quizá no hubieran dejado pasar a su enemigo por su terreno sin hacerle pagar la bravata. —Acuérdese de lo que voy a decirle, vecino —añadió un viejo que era el oráculo del pueblo—. Me he fijado en la cara de Colomba, tiene algo en la cabeza. Huelo a pólvora en el aire. Dentro de poco habrá carne barata en Pietranera.

X

Separado muy de niño de su padre, Orso no había tenido tiempo de conocerlo. Se había marchado de Pietranera a los quince años para ir a estudiar en Pisa, y de allí había pasado a la Escuela Militar, mientras que Ghilfuccio paseaba por Europa las águilas imperiales. Orso no le había visto en el continente sino en raras ocasiones, y hasta 1815 no fue a servir al regimiento que mandaba su padre. Pero el coronel, inflexible en la disciplina, trataba a su hijo como a todos los otros jóvenes tenientes, es decir, con mucha severidad. Los recuerdos que Orso había conservado de su padre eran de dos clases. Lo recordaba en Pietranera, confiándole su sable, haciéndole descargar su escopeta cuando volvía de cazar, o cuando le hizo sentar por primera vez, pequeño aún, a la mesa familiar. Después recordaba al coronel della Rebbia arrestándolo por cualquier tontería y no llamándolo nunca más que teniente della Rebbia. «Teniente della Rebbia, no está usted en su puesto de batalla: tres días de arresto. — Su pelotón está a cinco metros más de lo debido de la reserva: cinco días de arresto. — Está usted con gorra de cuartel a las doce y cinco: ocho días de arresto.»  Sólo una vez, en Cuatro Brazos, le dijo: «Muy bien, Orso; pero ten prudencia.» Por otra parte, estos últimos recuerdos no eran los que le evocaba Pietranera. La vista de los lugares familiares a su infancia, los muebles de que se sirvía su madre, a la que había querido tiernamente, suscitaban en su alma una multitud de emociones dulces y penosas; después, el sombrío porvenir que se le presentaba, la vaga inquietud que su hermana le inspiraba, y, por encima de todo, la idea de que miss Nevil iba a venir a su casa, que le parecía ahora tan pequeña, tan pobre, tan inadecuada para una persona habituada al lujo, el desprecio que ésta sentiría tal vez, todos estos pensamientos formaban un caos en su cabeza y le producían un profundo desaliento.

Se sentó, para cenar, en un gran sillón de encina ennegrecido, en el que su padre presidía las comidas de familia, y sonrió al ver que Colomba vacilaba en sentarse a la mesa con él. Le agradeció por otra parte, el silencio que ella guardó durante la cena y lo pronto que se retiró al acabar, porque se sentía demasiado emocionado como para resistir a los ataques que sin duda le preparaba; pero Colomba lo comprendía y quería darle tiempo de reflexionar. Con la cabeza apoyada en una mano, permaneció largo rato inmóvil, repasando en su cabeza las escenas de los últimos quince días que había vivido. Veía con espanto lo que todos esperaban de él respecto a los Barricini. Se percataba ya de que la opinión de Pietranera empezaba a ser para él la del mundo. Tenía que vengarse, so pena de pasar por un cobarde. Pero ¿en quién vengarse? No podía creer que los Barricini fueran culpables de asesinato. Es cierto que eran enemigos de su familia, pero se necesitaban los groseros prejuicios de sus compatriotas para atribuirles un asesinato. A veces contemplaba el talismán de miss Nevil, y repetía en voz baja el lema: «¡La vida es un combate!» Al final se dijo con tono firme: «¡Saldré vencedor!» Con tan buen pensamiento se levantó, y, tomando la lámpara, iba a subir a su cuarto, cuando llamaron a la puerta de la casa. La hora no era propia para recibir visitas. Colomba apareció inmediatamente, seguida de la mujer que los servía. «No es nada», dijo corriendo hacia la puerta. No obstante, antes de abrir preguntó quién llamaba. Una voz suave contestó: «Soy yo». Enseguida se quitó la tranca atravesada en la puerta, y Colomba volvió al comedor seguida de una niña de unos diez años, descalza, harapienta, con la cabeza cubierta por un mal pañuelo, bajo el que asomaban unas largas mechas de cabellos negros como alas de cuervo. La niña era delgada, pálida y tenía la piel quemada por el sol; pero en sus ojos brillaba el fuego de la inteligencia. Al ver a Orso, se detuvo tímidamente y le hizo una reverencia como la que hacen los campesinos; luego habló a Colomba en voz baja y le puso en las manos un faisán recién matado.

—Gracias, Chili —dijo Colomba—. Dáselas a tu tío. ¿Se encuentra bien?

—Muy bien, señorita, para servirle. No he podido venir antes porque ha tardado mucho. He estado tres horas esperándolo en el maquis.

—¿Y no has cenado?

—¡Caray! no, señorita, no he tenido tiempo.

—Te voy a dar de cenar. ¿Tu tío tiene pan todavía?

—Poco, señorita; pero lo que sobre todo le falta es pólvora. Ha llegado la época de las castañas, y ahora no necesita más que pólvora.

—Voy a darte un pan para él y pólvora. Dile que la economice, porque está cara.

—Colomba —dijo Orso en francés— ¿a quién haces esa caridad?

—A un pobre proscrito de este pueblo —contestó Colomba en la misma lengua. Esta pequeña es su sobrina.

—Me parece que podrías emplear mejor tus dádivas. ¿Por qué dar pólvora a un granuja que se servirá de ella para cometer crímenes? Sin esta deplorable debilidad que todo el mundo parece tener aquí por los proscritos, hace mucho tiempo que habrían desaparecido de Córcega.

—Los peores de nuestro país no son los que están en el campo.

—Dales pan si quieres, no se le debe negar a nadie; pero no creo que debas proporcionarles municiones.

—Hermano —dijo Colomba en tono grave— usted es el dueño aquí y todo le pertenece en esta casa; pero le prevengo que le daré mi mezzaro a esta niña para que lo venda, antes que negarle pólvora a un proscrito. Negársela es lo mismo que entregarlo a los gendarmes. ¿Qué otra defensa tiene contra ellos sino sus cartuchos?

La pequeña, mientras tanto, devoraba con avidez un pedazo de pan, y miraba atentamente a Colomba y a su hermano, tratando de comprender en sus ojos el sentido de lo que decían.

—¿Y qué es lo que ha hecho ese proscrito? ¿Por qué crimen se lanzó al maquis?

—Brandolaccio no cometió ningún crimen —exclamó Colomba—. Mató a Giovan’ Opizzo, que había asesinado a su padre mientras él estaba en el ejército.

Orso volvió la cabeza, cogió la lámpara, y, sin responder, subió a su habitación. Entonces Colomba dio pólvora y provisiones a la niña y la acompañó hasta la puerta, diciéndole: «¡Sobre todo que tu tío cuide bien de Orso!»

XI

Orso tardó bastante en dormirse, y, por consiguiente, se despertó muy tarde, al menos para un corso. En cuanto se levantó, lo primero que vieron sus ojos, fue la casa de sus enemigos y las archères que acababan de practicar. Bajó y preguntó por su hermana. «Está en la cocina fundiendo balas», le contestó la sirvienta Saveria. Así, pues, no podía dar un paso sin que le persiguiera la imagen de la guerra.

Encontró a Colomba sentada en un banquillo, rodeada de balas acabadas de fundir, cortando el exceso de plomo.

—¿Qué diablos estás haciendo? —le preguntó su hermano.

—No tiene balas para la escopeta del coronel, —contestó  suavemente—; he encontrado un molde de calibre y hoy mismo tendrá veinticuatro cartuchos, hermano.

—¡No los necesito, a Dios gracias!

—Hay que estar precavido, Ors Anton. Se ha olvidado de su país y de las gentes que lo rodean.

—Aunque lo hubiera olvidado, tú me lo recordarías muy pronto. Dime ¿no ha llegado un baúl hace unos días?

—Sí, hermano. ¿Quiere que lo suba a su habitación?

—¿Subirlo tú? no tendrías fuerzas para levantarlo… ¿No hay por aquí ningún hombre para hacerlo?

—No soy tan débil como piensa, —dijo Colomba, remangándose y mostrando un brazo blanco y redondo, perfectamente formado, pero que anunciaba una fuerza poco común—. Vamos, Saveria, —le dijo a la sirvienta— ayúdame.. Estaba ya levantando sola el pesado baúl, cuando Orso se apresuró a ayudarla.

—Hay en este baúl algo para ti, querida Colomba, —le dijo—. Disculpa si mis regalos son muy modestos, pero el bolsillo de un teniente a medio sueldo no está muy bien provisto. Y hablando así abrió el baúl y sacó algunos vestidos, una manteleta y otros objetos propios para una chica joven.

—¡Cuántas cosas bonitas! —exclamó Colomba—. Voy a guardarlas enseguida para que no se estropeen. Las guardaré para mi boda, añadió con una sonrisa triste, porque ahora estoy de luto. Y besó una mano a su hermano.

—Es una exageración, hermana, llevar luto tanto tiempo.

—Lo he jurado —dijo Colomba con tono firme—. No me quitaré el luto… Y miraba por la ventana la casa de los Barricini.

—¿Hasta el día en que te cases? —preguntó Orso para evitar el final de la frase.

—No me casaré —dijo Colomba— sino con un hombre que haya hecho tres cosas… Y continuaba contemplando con expresión siniestra la casa enemiga.

—Con lo bonita que eres, Colomba, me sorprende que no te hayas casado ya. Vamos, dime quién te corteja. Además, ya oiré las serenatas. Tendrán que ser muy bonitas para gustarle a una gran voceratrice como tú.

—¿Quién va a querer a una pobre huérfana?… Y además, el hombre que me haga dejar el luto tendrá que hacer que se lo pongan las mujeres de ahí enfrente.

—Esto se convierte ya en una locura —pensó Orso. Pero no contestó nada para evitar una nueva discusión.

—Hermano, —dijo Colomba con tono cariñoso— también yo tengo algo que ofrecerle. Los trajes que tiene son demasiado lujosos para este pueblo. Su levita quedaría hecha trizas al cabo de dos días si la llevara al maquis. Hay que conservarla para cuando venga miss Nevil. —Luego, abriendo un armario, sacó un traje completo de cazador—. Le he hecho una chaqueta de terciopelo, y aquí tiene un gorro como los que llevan nuestros elegantes; lo he bordado para usted hace ya mucho tiempo. ¿Quiere probarse esto?

Le hizo ponerse un chaquetón de tercipelo verde con un enorme bolsillo en la espalda. Le colocó en la cabeza un gorro puntiagudo de tercipelo negro con bordados de azabache y seda del mismo color y rematado por una especie de borla.

—Aquí tiene la cartuchera de nuestro padre —dijo—; su puñal está en el bolsillo de la chaqueta. Voy a buscar la pistola.

—Tengo el aspecto de un verdadero bandido del Ambigu-Comique, —decía Orso al mirarse en un espejito que le presentaba Saveria.

—Le sienta a usted muy bien, Ors Anton, —decía la vieja sirvienta— ni el más hermoso picudo de Bocognano o de Bastelica es más bonito.

Orso almorzó con su nuevo traje, y durante la comida dijo a su hermana que el baúl contenía unos cuantos libros; que tenía intención de encargar otros a Francia e Italia, y hacerle estudiar mucho. «Pues es vergonzoso, Colomba  —añadió— que una chica de tu edad no sepa todavía cosas que, en el continente, aprenden los niños desde pequeños.

—Tiene razón, hermano, —decía Colomba—; sé muy bien lo que me falta, y no deseo otra cosa sino estudiar, sobre todo si usted quiere explicarme las lecciones.

Pasaron algunos días sin que Colomba pronunciara el nombre de los Barricini. Seguía colmando de atenciones a su hermano, y le hablaba con frecuencia de miss Nevil. Orso le hacía leer obras francesas e italianas, y estaba sorprendido tanto del acierto y buen sentido de sus observaciones, como de su profunda ignorancia de las cosas más elementales.

Una mañana, después de desayunar, Colomba salió un instante, y en vez de volver con un libro y papel, apareció con su mezzaro puesto. Su expresión era más seria aún que de costumbre. «Hermano, le ruego que venga conmigo.

—¿Adónde quieres que te acompañe? —dijo Orso ofreciéndole el brazo.

—No necesito su brazo, hermano, pero coja su escopeta y su caja de cartuchos. Un hombre no debe jamás salir sin sus armas.

—¡Bueno, de acuerdo! Hay que seguir la moda. ¿Adónde vamos?

Colomba, sin contestar, apretó su mezzaro en torno a la cabeza, llamó al perro guardián, y salió seguida de su hermano. Alejándose a paso ligero del pueblo, tomó un camino que serpenteaba entre las viñas, después de haber enviado por delante al perro, al que hizo una seña, que el animal parecía entender muy bien, puesto que enseguida se puso a correr en zigzag, siempre a unos cincuenta pasos de su ama y parándose a veces en medio del camino para mirarla, meneando la cola. Parecía desempeñar perfectamente sus funciones de explorador.

—Si Muschetto ladra, —dijo Colomba— prepare su escopeta, hermano, y permanezca quieto.

A una media milla del pueblo, tras muchos rodeos, Colomba se detuvo de repente en un lugar en el que el camino formaba un recodo. Allí se alzaba una pequeña pirámide de ramas, unas verdes, otras secas, amontonadas hasta una altura de unos tres pies. En la cima se veía salir el extremo de una cruz de madera pintada de negro. En muchos cantones de Córcega, sobre todo en las montañas, una costumbre muy antigua, y que procede quizá de las supersticiones del paganismo, obliga a los que pasan a depositar una piedra o una rama de un árbol en el lugar en que un hombre ha perecido de muerte violenta. Durante muchos años, mientras el recuerdo de su fin trágico permanece en la memoria de los hombres, esta singular ofrenda se va acumulando así día a día. A eso se le llama el montón, el mucchio de fulano.

Colomba se detuvo ante aquel montón de ramas, y, arrancando una de un madroño, la añadió a la pirámide. «Orso, —dijo— aquí murió nuestro padre. ¡Recemos por su alma, hermano!». Y se puso de rodillas. Orso la imitó. En aquel momento la campana del pueblo tintineó lentamente, pues un hombre había muerto la noche anterior. Orso lloró abundantemente.

Al cabo de unos minutos, Colomba se levantó, con los ojos secos, pero el rostro animado. Hizo rápidamente con el pulgar la señal de la cruz familiar a sus compatriotas y que acompaña habitualmente a sus juramentos solemnes; luego, conduciendo a su hermano, volvió a tomar el camino del pueblo. Entraron en silencio en su casa. Orso subió a su habitación. Momentos después, Colomba entró, llevando un cofre pequeño que puso sobre la mesa. Lo abrió y sacó de él una camisa con grandes manchas de sangre. «Ésta es la camisa de tu padre, Orso.» Y se la echó sobre las rodillas. «Éste es el plomo que lo mató.» Y colocó sobre la camisa dos balas oxidadas. «¡Orso, hermano! —gritó arrojándose en sus brazos y abrazándolo con fuerza— ¡Orso! ¡Tú lo vengarás!» Lo abrazó con una especie de furor, besó las balas y la camisa, y salió de la habitación, dejando a su hermano como petrificado sobre su silla.

Orso permaneció algún tiempo inmóvil, sin atreverse a apartar de sí aquellas espantosas reliquias. Por fin, haciendo un esfuerzo, las volvió a guardar en el cofre y corrió al otro extremo de la habitación a echarse en la cama, con la cabeza vuelta hacia la pared, hundida en la almohada, como si hubiese querido ocultarse a la vista de un espectro. Las últimas palabras de su hermana resonaban sin cesar en sus oídos, y le parecía oír un oráculo fatal, inexorable, que le pedía sangre, y sangre inocente. No trataré de traducir las sensaciones del  joven, tan confusas como las que perturban el cerebro de un loco. Por un buen rato permaneció en la misma posición, sin atreverse a volver la cabeza. Por fin, se levantó, cerró el cofre y salió precipitadamente de su casa, echó a correr por el campo hacia adelante, sin saber adónde iba.

Poco a poco, el aire libre lo alivió; se tranquilizó algo y examinó con alguna sangre fría su situación y los medios de salir de ella. No consideraba a los Barricini culpables de asesinato, ya lo sabemos; pero sí los acusaba de haber supuesto la carta del proscrito Agostini; y esa carta, así al menos lo creía él, había causado la muerte de su padre. Comprendía que era imposible denunciarlos como falsificadores. A veces, si los prejuicios o los instintos de su país venían a asaltarle y le mostraban una venganza fácil en el recodo de un sendero, los rechazaba con horror al pensar en sus compañeros de regimiento, en los salones de París, y sobre todo en miss Nevil. Luego pensaba en los reproches de su hermana, y lo que aún quedaba de corso en su carácter justificaba esos reproches y los hacía más dolorosos. La única esperanza que le quedaba en ese combate entre su conciencia y sus prejuicios, era buscar, con cualquier pretexto, una pelea con uno de los hijos del abogado y batirse en duelo con él. Matarlo de un balazo o de una estocada conciliaba sus ideas corsas con sus ideas francesas. Una vez que aceptó este expediente y meditando en los medios de ejecución, se sentía ya aliviado de un gran peso, cuando otros pensamientos más dulces contribuyeron a calmar aún más su agitación febril. Cicerón, desesperado por la muerte de su hija Tulia, olvidó su dolor al repasar en su alma todas las bellas cosas que podría decir sobre ese tema. Discurriendo de igual manera sobre la vida y la muerte, míster Shandy se consoló de la pérdida de su hijo. Orso fue serenándose al pensar que podría hacerle a miss Nevil un cuadro del estado de su alma, cuadro que no dejaría de interesarle profundamente a aquella bella persona.

Al acercarse al pueblo, del que se había alejado bastante sin darse cuenta, oyó la voz de una niña que cantaba, sin duda creyéndose sola, en un sendero al borde del maquis. Era ese tono lento y monótono consagrado a las lamentaciones fúnebres, y la niña cantaba: «Para mi hijo, mi hijo, que está en tierras lejanas, guardad mi cruz y mi camisa ensangrentada…

—¿Qué estás cantando, pequeña? —exclamó Orso con acento de cólera, apareciendo de pronto.

—¡Ah, usted, Ors Anton!, —exclamó la niña algo asustada—. Es una canción de la señorita Colomba.

—Te prohíbo que la cantes —dijo Orso con voz terrible.

La niña, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, parecía buscar por qué lado podría escapar, y sin duda se habría escapado si no la hubiese retenido la custodia de un voluminoso paquete que se veía sobre la hierba a sus pies.

Orso se avergonzó de su violencia.

—¿Qué llevas ahí, pequeña? —le preguntó lo más dulcemente que pudo.

Y como Chilina vacilaba en contestar, levantó el paño que cubría el paquete y vio que contenía un pan y otras provisiones.

—¿A quién llevas ese pan, bonita? —le preguntó.

—Usted lo sabe bien, señor, a mi tío.

—¿Y tu tío no es un proscrito?

—Para servirle, señor Ors Anton.

—Si te encontrasen los gendarmes, te preguntarían adónde vas…

—Les diría, —contestó la niña sin vacilar— que llevo la comida a los de Lucca que talan el maquis.

—¿Y si encontraras a algún cazador hambriento que quisiera comer a tu costa y te quitara las provisiones?

—No se atrevería. Le diría que son para mi tío.

—En efecto, no es hombre que se deje quitar su comida… ¿Te quiere mucho?

—¡Oh! sí, Ors Anton. Desde que murió mi papá, él cuida de la familia: de mi madre, de mí y de mi hermanita. Antes de que me madre enfermara, él la recomendaba a los ricos para que le dieran trabajo. El alcalde me da un vestido todos los años, y el cura me enseña el catecismo y a leer, desde que mi tío habló con ellos. Pero la mejor para nosotros es, sobre todo, su hermana.

En aquel momento asomó un perro por el sendero. La niña, llevándose dos dedos a la boca, dió un silbido agudo; inmediatamente el perro se acercó a ella, la acarició, y luego se introdujo bruscamente  en el maquis. Pronto, dos hombres mal vestidos, pero bien armados,  aparecieron detrás de una macolla, a unos pasos de Orso. Se habría dicho que habían avanzado arrastrándose como culebras por entre un macizo de cítisos y de mirtos que cubría el terreno.

—¡Oh!, Ors Anton, sea bien venido —dijo el mayor de los dos hombres—. ¿Qué? ¿no me reconoce?

— No, —contestó Orso mirándole fijamente.

—¡Es curioso como una barba y un gorro pueden cambiar a un hombre! Vamos, mi teniente, míreme bien. ¿Se ha olvidado usted de los veteranos de Waterloo? ¿No se acuerda ya de Brando Savelli, que mordió más de un cartucho a su lado aquel desgraciado día?

—¡Qué! ¿eres tú? —dijo Orso—. ¡Un desertor de 1816!.

—Así es, mi teniente. ¡Pardiez! El servicio aburre, y además tenía que ajustar una cuenta en esta tierra… ¡Ah, Chili!, eres una buena chica. Sírvenos pronto, porque tenemos hambre. No puede usted imaginar, mi teniente, el apetito que se tiene en el maquis… ¿Quién nos envía esto, la señorita Colomba o el alcalde?

—No tío; es la molinera la que me ha dado esto para usted y una manta para mamá.

—¿Qué es lo que quiere?

—Dice que los de Lucca que ha contratado para la poda, le piden ahora treinta y cinco sueldos y las castañas, por la fiebre que hay en la parte baja de Pietranera.

—¡Haraganes!… Ya veré. — Sin cumplidos, mi teniente, ¿quiere usted compartir nuestro almuerzo? Peores comidas hicimos juntos en tiempos de nuestro pobre compatriota, al que han retirado.

—Muchas gracias. A mí también me han retirado.

—Sí, lo he oído decir, pero apuesto a que no le ha importado mucho. Ahora podrá ajustar su propia cuenta. — Vamos, cura —dijo el proscrito dirigiéndose a su compañero— vamos a comer. Señor Orso, le presento al señor cura, es decir, no sé muy bien si lo es, pero lo parece por los conocimientos que tiene.

—Un pobre estudiante de teología, —dijo el otro proscrito— al que han impedido seguir su vocación. ¿Quién sabe? Habría podido llegar a papa, Brandolaccio.

—¿Qué causa ha privado a la Iglesia de sus conocimientos? —preguntó Orso.

—Un asunto de poca monta, una cuenta que ajustar, como dice mi amigo Brandolaccio, una hermana mía que había hecho locuras mientras yo devoraba libros en la universidad de Pisa. Tuve que volver aquí para casarla. Pero el futuro marido, demasiado apresurado, murió de fiebres tres días antes de mi llegada. Me dirigí entonces, como lo habría hecho usted en mi lugar, al hermano del difunto. Me dijeron que era casado. ¿Qué hacer?

—Efectivamente, la cosa era desagradable. ¿Qué hizo usted?

—Hay casos en que es preciso acudir a la scaglia o piedra de chispa.

—Es decir, que…

—Le metí una bala en la cabeza —dijo fríamente el proscrito.

Orso se estremeció de horror. Sin embargo, la curiosidad, y quizá también el deseo de retrasar el momento en que tendría que volver a su casa, le hicieron quedarse allí y continuar la conversación con aquellos dos hombres, cada uno de los cuales tenía por lo menos un asesinato sobre la conciencia.

Mientras su compañero hablaba, Brandolaccio le sirvió pan y carne; se sirvió él, luego le dió algo a su perro, que presentó a Orso con el nombre de Brusco, como dotado del maravilloso instinto de reconocer a un voltigeur, por muy disfrazado que estuviera. Por fin, cortó una rebanada de pan y una loncha de jamón que entregó a su sobrina.

—¡Qué hermosa vida la de proscrito! —declaró el estudiante de teología después de haber ingerido unos bocados—. Quizá la pruebe usted algún día, señor della Rebbia, y ya verá lo agradable que es no tener más amo que su propio capricho. —Hasta entonces, el proscrito se había expresado en italiano; prosiguió en francés—: Córcega no es un país muy divertido para un joven; pero ¡qué diferente es para un proscrito! Las mujeres están locas por nosotros. Aquí donde me ve, tengo tres amantes en tres cantones diferentes. En todas partes estoy como en mi casa. Una de ellas es la mujer de un gendarme.

—Sabe usted varias lenguas —dijo Orso en tono grave.

—Si hablo en francés es por aquello de maxima debetur pueris reverentia. Brandolaccio y yo queremos que esta niña ande bien y por el camino recto.

—Cuando tenga quince años —dijo el tío de Chilina— la casaré bien. Ya tengo un partido a la vista.

—¿Y serás tú el que haga la petición? —preguntó Orso.

—Sin duda. ¿Cree usted que si yo digo a un ricachón del país: «Yo, Brando Savelli, vería con gusto que su hijo se casara con Michelina Savelli» cree usted que se pondría tonto?

—No se lo aconsejaría, —dijo el otro proscrito—. El amigo tiene la mano un poco pesada.

—Si yo fuera un bribón, —prosiguió Brandolaccio— un canalla, una persona falsa, no tendría más que abrir mi zurrón para que lloviesen en él las monedas de cinco francos.

—¿Hay pues en tu mochila algo que las atraiga?  —preguntó Orso.

—Nada; pero si yo escribiera, como hay quienes lo han hecho a un rico: «Necesito cien francos», se apresuraría a enviármelos. Pero yo soy un hombre de honor, mi teniente.

—¿Sabe usted, señor della Rebbia, —dijo el proscrito a quien su compañero llamaba «el cura»—, sabe usted que, en este país de costumbres sencillas hay, sin embargo, algunos miserables que se aprovechan del respeto que nosotros inspiramos por medio de nuestros pasaportes (mostró su escopeta), para obtener letras de cambio falsificando nuestra escritura?

—Lo sé, —contestó Orso con tono brusco—. Pero ¿qué letras de cambio?

—Hace seis meses —continuó el proscrito— me estaba paseando por la parte de Orezza, cuando se me acercó un palurdo que se quitó desde lejos el gorro y me dice: «¡Ah señor cura! (así me llaman siempre), excúseme, deme tiempo; no he podido juntar más que cincuenta y cinco francos; la verdad, es todo lo que he podido reunir.» Yo, muy sorprendido: «¿De qué cincuenta y cinco francos estás hablando, imbécil?», le pregunté. — «Quiero decir sesenta y cinco —me contestó—; pero los cien que me pide usted es imposible.» — «¡Cómo, sinverguenza!, ¿que yo te pido cien francos? Yo no te conozco.» — Entonces me entrega una carta, o más bien un trozo de papel sucio, por el que se le invitaba a depositar cien francos en un lugar indicado, bajo pena de ver su casa quemada y sus vacas matadas por Giocanto Castriconi, que es mi nombre. ¡Y se había cometido de infamia de falsificar mi firma! Lo que más me molestó era que la carta estaba escrita en dialecto, y llena de faltas de ortografía… ¡Yo cometer faltas de ortografía! ¡yo, que obtuve todos los premios en la universidad! Empiezo por pegarle al palurdo una bofetada que le hace dar dos vueltas sobre sí mismo. «¡Ah! ¡me tomas por un ladrón, granuja! —le digo— y le doy un buen puntapié en donde usted sabe. Ya más calmado, le pregunto: «¿Cuándo tienes que llevar ese dinero al lugar indicado?» — «Hoy mismo.» — «Bien; ve a llevarlo.» — Era al pie de un pino, y el lugar estaba perfectamente indicado. Lleva el dinero, lo entierra al pie del árbol y vuelve a buscarme. Yo me había escondido en los alrededores. Permanecí allí con mi hombre seis horas mortales. Señor della Rebbia, habría permanecido allí tres días si hubiera sido necesario. Al cabo de seis horas aparece un bastiaccio, un habitante de Bastia, un infame usurero. Se agacha para coger el dinero, disparo, y le apunté tan bien que su cabeza dio al caer sobre las monedas que desenterraba. «Ahora, granuja —dije al campesino— recoge tu dinero y no se te vuelva a ocurrir pensar una bajeza de Giocanto Castriconi.» — El pobre diablo, temblando, recogió sus sesenta y cinco francos, sin tomarse la molestia de limpiarlos. Me da las gracias, le doy una buena patada de despedida, y todavía está corriendo.

—¡Ah, cura! —dijo Brandolaccio—. Te envidio ese disparo. Debiste reírte mucho.

—Le di al bastiaccio en la sien, —continuó el proscrito—, lo que me recordó estos versos de Virgilio:

…………… Liquefacto tempora plumbo

Diffidit, ac multa porrectum extendit arena.

 

¡Liquefacto! ¿Cree usted, señor Orso, que una bala de plomo se funda por la rapidez de su trayecto en el aire? Usted, que ha estudiado balística, ¿podrá decirme si es un error o una verdad?

Orso prefería discutir esta cuestión de física antes que argumentar con el licenciado respecto a la moralidad de su acción. Brandolaccio, a quien no le divertía nada aquella disertación científica, la interrumpió para advertir que el sol iba a ponerse. «Ya que no ha querido usted comer con nosotros Ors Anton, —le dijo a éste— le aconsejo que no haga esperar más tiempo a la señorita Colomba. Y además, no siempre es conveniente andar por el campo una vez que se ha puesto el sol. ¿Por qué sale usted sin escopeta? Hay malas gentes por los alrededores; tenga cuidado. Hoy no tiene nada que temer: los Barricini hospedan al prefecto en su casa; lo han encontrado de camino, y va a detenerse un día en Pietranera antes de ir a la colocación de una primera piedra, como se dice, en Corte…, una tontería. Pasará la noche en casa de los Barricini; pero éstos se encontrarán libres mañana. Vicentello es un mal tipo, y Orlanduccio no es mucho mejor… Procure usted cogerlos separados, hoy a uno, mañana a otro; pero desconfíe usted, no le digo más.

—Gracias por el consejo, —contestó Orso—; pero nada tengo que arreglar con ellos; mientras que no vengan a buscarme, nada tengo que decirles.

El proscrito sacó la lengua de lado y la hizo chasquear contra su mejilla con una expresión irónica, pero no contestó nada. Orso se levantaba para marcharse: «A propósito, —le dijo Brandolaccio— no le he dado las gracias por la pólvora; me ha llegado muy oportunamente. Ahora no me falta nada…; es decir, necesito unos zapatos…; pero me los haré con la piel de un muflón uno de estos días.

Orso deslizó dos monedas de cinco francos en la mano del proscrito.

—Es Colomba quien te ha mandado la pólvora; aquí tienes para comprarte unos zapatos.

—Nada de tonterías, mi teniente, —exclamó el proscrito devolviéndole las dos monedas—. ¿Me toma usted por un mendigo? Acepto el pan y la pólvora, pero no quiero nada más.

—Entre viejos soldados, he creído que podían ayudarse. ¡Está bien, adiós!

Pero, antes de marcharse, metió el dinero en el zurrón del proscrito sin que éste se diera cuenta.

—Adiós, Ors Anton —dijo el teólogo—. Tal vez nos encontremos en el maquis uno de estos días, y continuaremos nuestros estudios acerca de Virgilio.

Hacía un cuarto de hora que Orso se había separado de estos honestos compañeros, cuando oyó a un hombre que corría detrás de él con todas sus fuerzas. Era Brandolaccio.

—¡Es un poco fuerte, mi teniente,—exclamó jadeante— un poco fuerte! Aquí tiene sus diez francos. A otro no le hubiera pasado la broma Muchas cosas de mi parte a la señorita Colomba. ¡Ha hecho usted que me sofoque! ¡Buenas noches!

XII

Orso encontró a Colomba un poco alarmada por su prolongada ausencia; pero, al verlo, recobró aquel aire de serenidad triste que era su expresión habitual. Durante la cena, no hablaron más que de cosas indiferentes, y Orso, animado por el aspecto tranquilo de su hermana, le contó su encuentro con los proscritos, y hasta aventuró algunas bromas sobre la educación moral y religiosa que recibía Chilina al lado de su tío y de su respetable colega, el señor Castriconi.

—Brandolaccio es un hombre honrado —dijo Colomba—; pero, por lo que respecta a Castriconi, he oído decir que es un hombre sin principios.

—Yo creo —replicó Orso— que vale tanto como Brandolaccio, y Brandolaccio tanto como él. El uno y el otro están en guerra abierta con la sociedad. Un primer crimen los arrastra cada día a otros; y, sin embargo, no son quizá tan culpables como muchos de los que no habitan en el maquis.

Un relámpago de alegría brilló en la frente de su hermana.

—Sí —prosiguió Orso—; esos desdichados tienen honor a su manera. Un prejuicio cruel y no una baja codicia es lo que los ha lanzado a la vida que llevan.

Hubo un momento de silencio.

—Hermano —dijo Colomba sirviéndole el café—, tal vez sepa que Carlos Bautista Pietri ha muerto la noche pasada. Sí, ha muerto de paludismo.

—¿Quién es ese Pietri?

—Era un vecino de aquí, el marido de Magdalena, la que recibió la cartera de manos de nuestro padre moribundo. Su viuda ha venido a pedirme que vaya al velatorio y cante algo. Sería conveniente que viniera conmigo. Son vecinos, y es una atención de la que no puede uno dispensarse en un pueblo pequeño como el nuestro.

—¡Al diablo con tu velatorio, Colomba! No me gusta en absoluto que mi hermana se exhiba así en espectáculo público.

—Orso —respondió Colomba— cada cual honra a sus muertos a su manera. La ballata viene de nuestros antepasados, y debemos respetarla como una antigua costumbre. Magdalena carece del don, y la vieja Fiordispina, que es la mejor voceratrice de la localidad, está enferma. Se necesita a alguien para la balada.

—¿Crees que Carlos Bautista no encontrará su camino en el otro mundo si no se cantan unos malos versos sobre su ataúd? Ve al velatorio si quieres, Colomba; iré contigo, si crees que debo ir, pero no improvises; no está bien a tu edad, y… te ruego que no lo hagas, hermana.

—Hermano, lo he prometido. Es una costumbre aquí, lo sabe, y le repito que no hay nadie más que yo para improvisar.

—¡Necia costumbre!

—Sufro mucho al cantar así. Me recuerda todas nuestras desgracias. Mañana estaré enferma; pero es preciso. Permítamelo, hermano. Acuérdese de que en Ajaccio me pidió que improvisara para divertir a aquella señorita inglesa que se burla de nuestras antiguas tradiciones. ¿No podré pues improvisar hoy para estas pobres gentes que me lo agradecerán, y a las que eso les ayudará a sobrellevar su pena?

—Bueno, haz lo que quieras. Apuesto a que ya has compuesto tu balada y no quieres que se pierda.

—No, yo no podría componer eso por adelantado, hermano. Me pongo ante el muerto, y pienso en los que quedan. Las lágrimas acuden a mis ojos, y entonces canto lo que se me ocurre.

Todo esto fue dicho con tal sencillez que era imposible suponer el más mínimo amor propio poético en Colomba. Orso se dejó convencer y fue con su hermana a casa de Pietri. El muerto estaba extendido sobre una mesa, con la cara descubierta, en la habitación más amplia de la casa. Puertas y ventanas estaban abiertas, y alrededor de la mesa ardían numerosos cirios. Junto a la cabecera del muerto se hallaba la viuda y, tras ella un gran número de mujeres ocupaban todo un lado de la estancia; en el otro estaban los hombres, de pie, descubiertos, con los ojos fijos en el cadáver y guardando un profundo silencio. Cada nuevo visitante, al entrar, besaba al muerto, saludaba con una inclinación de cabeza a su viuda y a su hijo, y después ocupaba un lugar en el círculo sin proferir una palabra. De vez en cuando, sin embargo, alguno de los asistentes rompía el solemne silencio para dirigir unas palabras al difunto. «¿Por qué has dejado a tu buena mujer? —decía una comadre—. ¿No te cuidaba bien? ¿Qué te faltaba? ¿Por qué no has esperado un mes más? tu nuera te habría dado un nieto.»

Un joven alto, hijo de Pietri, estrechando la fría mano de su padre, exclamó: «¡Oh! ¿Por qué no habrás muerto de malemort? ¡Te habríamos vengado!»

Éstas fueron las primeras palabras que Orso oyó al entrar. Al verlo, el círculo se abrió, y un débil murmullo de curiosidad manifestó la espera de los reunidos, excitados por la presencia de la voceratrice. Colomba besó a la viuda, tomó una de sus manos y permaneció unos minutos recogida y con los ojos bajos. Después se echó el velo hacia atrás, miró fijamente al muerto, e, inclinada sobre aquel cadáver, casi tan pálida como él, empezó de esta manera:

¡Carlos Bautista, que Cristo reciba tu alma!
Vivir es sufrir.
Tú vas a un lugar
donde no hace ni calor ni frío.
Ya no necesitas la podadera,
ni la pesada piocha.
Se acabó el trabajo para ti.
En adelante todos tus días son domingos.
¡Carlos Bautista, que Cristo tenga tu alma!
Tu hijo gobierna tu casa.
He visto caer la encina
que secó el libeccio.
Creí que había muerto.
He vuelto a pasar,
y de su raíz había brotado un retoño.
El retoño se ha convertido en encina,
de amplia sombra.
Bajo sus fuertes ramas, reposa Magdalena
y piensa en la encina que ya no existe.

Aquí Magdalena comenzó a sollozar ruidosamente, y dos o tres hombres que, si se presentara la ocasión, habrían disparado sobre cristianos con tanta sangre fría como sobre perdices, se enjugaron gruesas lágrimas en sus bronceadas mejillas.

Colomba continuó de aquel modo durante un rato, dirigiéndose tanto al difunto, como a su familia, y a veces, mediante una prosopopeya, frecuente en las ballatas, haciendo hablar al mismo muerto para consolar a sus amigos o darles consejos. A medida que improvisaba, su rostro iba tomando una expresión sublime; su tez se coloreaba de un rosa transparente, que hacía resaltar más el brillo de sus dientes y el fuego de sus pupilas dilatadas. Era la pitonisa en su trípode. Salvo algunos suspiros y algunos sollozos ahogados, no se oía el más ligero rumor en la multitud que se agolpaba a su alrededor. Aunque menos accesible que cualquier otro a aquella poesía ruda, Orso se sintió pronto invadido por la emoción general. Retirado en un oscuro rincón de la sala, lloró como lloraba el hijo de Pietri.

De repente se produjo un ligero movimiento en el auditorio: el círculo se abrió y entraron numerosos extraños. Por el respeto que se les demostró, por el apresuramiento con que se les hizo sitio, era evidente que se trataba de personas importantes, cuya visita honraba singularmente a la casa. Sin embargo, por respeto a la balada, nadie les dirigió la palabra. El que había entrado primero parecía tener unos cuarenta años. Su frac negro, su roseta roja en el ojal, el aire de autoridad y de confianza que mostraba su rostro, hacían que se adivinase en él al prefecto. Tras él venía un anciano encorvado, de tez biliosa, que ocultaba mal bajo unas gafas verdes una mirada tímida e inquieta. Llevaba un frac negro, demasiado ancho, el cual, aunque flamante aún, había sido evidentemente hecho muchos años antes. Siempre al lado del prefecto, se habría dicho que quería ocultarse en su sombra. Por fin, detrás de él, entraron dos jóvenes de gran estatura, con la piel tostada por el sol, cubiertas las mejillas por tupidas patillas, de mirada altiva, arrogante y mostrando una impertinente curiosidad. Orso había tenido tiempo de olvidarse de las caras de las gentes de su pueblo; pero al ver al anciano de gafas verdes se despertaron al instante en el acto viejos recuerdos. Su presencia detrás del prefecto bastaba para reconocerlo. Era el abogado Barricini, el alcalde de Pietranera, que venía con sus dos hijos a ofrecer al prefecto el espectáculo de una balada. Sería difícil definir lo que pasó en aquel momento por el alma de Orso; pero la presencia del enemigo de su padre le causó una especie de horror, y, más que nunca, se sintió predispuesto a las sospechas que siempre había combatido.

Por lo que respecta a Colomba, a la vista del hombre a quien había prometido un odio mortal, su rostro adquirió inmediatamente una expresión siniestra. Palideció; su voz se puso ronca, el verso comenzado expiró en sus labios… Pero pronto, reanudando su balada, prosiguió con nueva vehemencia:

Cuando el gavilán se lamenta
ante su nido vacío,
los estorninos revolotean en torno,
ultrajando su dolor.

Aquí se oyó una risa reprimida; eran los dos jóvenes recién llegados, que encontraban sin duda demasiado atrevida la metáfora.

El gavilán se despertará; desplegará sus alas,
lavará su pico en sangre.
Y tú, Carlos Bautista, que tus amigos
te dirijan su último adiós.
Sus lágrimas han corrido bastante.
Sólo la pobre huérfana no te llorará.
¿Por qué había de llorarte?
Tú te has dormido a edad avanzada
en medio de tu familia,
preparado para comparecer
ante el Todopoderoso.
La huérfana llora a su padre,
sorprendido por unos cobardes asesinos,
herido por la espalda;
a su padre, cuya sangre es roja
bajo el montón de verdes hojas.
Pero ella ha recogido su sangre,
esa sangre noble e inocente;
la ha derramado sobre Pietranera,
para que se convierta en veneno mortal.
Y Pietranera quedará manchada
hasta que una sangre culpable
haya borrado la mancha de la sangre inocente.

Al acabar estas palabras, Colomba se dejó caer en una silla, bajó su velo sobre la cara, y se la oyó sollozar. Las mujeres acudieron llorosas alrededor de la improvisadora; muchos hombres lanzaron miradas sombrías al alcalde y a sus hijos; algunos viejos murmuraban del escándalo que habían ocasionado con su presencia. El hijo del difunto se abrió paso, y se disponía a rogarle al alcalde que se marchase cuanto antes; pero éste no había esperado la invitación. Estaba ya en la puerta, y sus hijos en la calle. El prefecto dirigió unas palabras de pésame al joven Pietri, y los siguió al instante. Orso se acercó a su hermana, la cogió del brazo y la sacó de la sala. «¡Acompañadlos —dijo el joven Pietri a algunos amigos—. Cuidad de que no les ocurra nada!»

Dos o tres jóvenes pusieron precipitadamente su puñal en la manga izquierda de su chaqueta y escoltaron a Orso y a su hermana hasta la puerta de su casa.

XIII

Colomba, jadeante, agotada, no estaba en condiciones de pronunciar una palabra. Su cabeza estaba apoyada en el hombro de su hermano,  que estrechaba una de sus manos entre las de él. Aunque interiormente estaba disgustado por la alusión de Colomba, Orso estaba lo bastante alarmado para dirigirle el menor reproche. Esperaba en silencio el final de la crisis nerviosa de la que ella parecía presa, cuando llamaron a la puerta, y Saveria entró toda azorada anunciando: «¡El señor prefecto!». Al oír este nombre Coloma se irguió, como avergonzada de su flaqueza, y se puso en pie, apoyándose en una silla que temblaba ostensiblemente bajo su mano.

El prefecto comenzó por unas excusas banales respecto a la hora intespectiva de su visita, compadeció a la señorita Colomba, habló del peligro de las emociones fuertes, censuró la costumbre de las lamentaciones fúnebres, que el mismo talento de la improvisadora hacía aún más penosas para los asistentes; y deslizó con habilidad un ligero reproche respecto a la tendencia de la última improvisación. Después, cambiando de tono: «Señor della Rebbia —dijo— le traigo muchos recuerdos de sus amigos ingleses: miss Nevil le envía mil saludos a su hermana. Me ha dado una carta para que se la entregue a usted.

—¿Una carta de miss Nevil? —exclamó Orso.

—Desgraciadamente no la traigo encima en estos momentos, pero la tendrá usted en cinco minutos. Su padre ha estado enfermo. Llegamos a temer que hubiera contraido nuestras terribles fiebres. Afortunadamente, ya está fuera de peligro, lo que podrá comprobar usted mismo, porque lo verá usted pronto, imagino.

—¿Miss Nevil se inquietó mucho?

—Por suerte, no conoció el peligro hasta después de que pasara. Señor della Rebbia, miss Nevil me ha hablado mucho de usted y de la señorita, su hermana. Orso se inclinó. «Siente gran amistad por los dos. Bajo un exterior lleno de gracia, bajo un apariencia de ligereza, oculta una razón muy equilibrada.

—Es una persona encantadora —dijo Orso.

—Casi por ruegos suyos estoy aquí, señor. Nadie mejor que yo conoce una fatal historia que desearía no verme obligado a recordarle. Puesto que el señor Barricini es todavía alcalde de Pietranera y yo prefecto de este departamento, no necesito decirle el caso que hago de ciertas sospechas, de las que, si estoy bien informado, ciertas personas imprudentes han querido que usted participase y que usted ha rechazado, lo sé, con la indignación que era de esperar de su posición y su carácter.

—Colomba —dijo Orso agitándose en su asiento— estás muy cansada. Deberías ir a acostarte.

Colomba hizo un gesto negativo con la cabeza. Había recuperado su calma habitual y clavaba sus ojos ardientes en el prefecto.

—El señor Barricini —continuó el prefecto— desearía vivamente que cesara esta especie de enemistad…, es decir, ese estado de incertidumbre en el que se encuentran ustedes el uno respecto del otro… Por mi parte, estaría encantado de verle establecer con él las relaciones que deben existir entre personas hechas para estimarse…

—Señor prefecto —interrumpió Orso con voz emocionada— yo no he acusado nunca al abogado Barricini de haber asesinado a mi padre, pero él cometió una acción que me impedirá siempre tener algún tipo de relación con él. Simuló una carta amenazadora, escrita por un proscrito, y tácitamente, al menos, la atribuyó a mi padre. Esta carta, señor, fue probablemente, la causa indirecta de su muerte.

El prefecto se recogió un instante. «Que su señor padre lo creyera, cuando, llevado por lo vivo de su carácter, litigaba contra el señor Barricini, es excusable; pero, por parte de usted, semejante ofuscación no está permitida. Comprenda pues que Barricini no tenía ningún interés en simular esa carta… No le hablo de su carácter, puesto que usted no lo conoce, y le tiene prevención…, pero no puede usted suponer que un hombre que conoce las leyes…

—Pero, señor —exclamó Orso levantándose— tenga en cuenta que el decirme que esa carta no es obra de Barricini es atribuirla a mi padre. Su honor, señor, es el mío.

—Nadie más que yo, señor, —prosiguó— está convencido de la honorabilidad del coronel della Rebbia… además… el autor de aquella carta ya es conocido.

—¿Quién? —exclamó Colomba adelantándose hacia el prefecto.

—Un miserable, autor de numerosos delitos…, de esos delitos que ustedes los corsos no perdonan; un ladrón, un tal Tomaso Bianchi, preso actualmente en la cárcel de Bastia, ha revelado que él fue el autor de la fatal carta.

—No conozco a ese hombre —dijo Orso—. ¿Cuál podía ser su finalidad?

—Es un hombre de por aquí, —explicó Colomba— un hermano de un antiguo molinero nuestro. Es un perdido y un mentiroso, indigno de que se le crea.

—Va usted a ver —prosiguió el prefecto— el interés que tenía en el asunto. El molinero del que habla la señorita, se llamaba, según creo, Teodoro, tenía en arriendo un molino del coronel, movido por el arroyo, cuya posesión reclamaba el señor Barracini. El coronel, con su habitual generosidad, apenas sacaba provecho de su molino. Ahora bien, Tomaso supuso que si el señor Barricini obtenía el arroyo, tendría que pagarle un considerable alquiler, porque es sabido que a Barricini le gusta bastante el dinero. En suma, para favorecer a su hermano, Tomaso falsificó la carta del proscrito, y ésta es toda la historia. Bien sabe usted que los lazos de familia son tan poderosos en Córcega, que arrastran a veces al delito… Sírvase leer esta carta que me ha escrito el fiscal general y que le confirmará lo que acabo de decirle.

Orso recorrió la carta, que relataba detalladamente la confesión de Tomaso, y Colomba la leía al mismo tiempo por encima del hombro de su hermano.

Cuando hubo terminado, ella exclamó: «Orlando Barricini estuvo en Bastia hace un mes, cuando supo que mi hermano iba a venir. Vería a Tomaso y le compraría esta mentira.

—Señorita, —dijo el prefecto con impaciencia— usted lo explica todo con suposiciones malévolas; ¿es ése el medio para descubrir la verdad? Usted, señor, usted tiene sangre fría; dígame, ¿qué piensa ahora? ¿Cree usted, como la señorita, que un hombre que no tiene sino una ligera condena que pagar, quiera agravarla alegremente con un delito de falsificación para favorecer a quien no conoce?

Orso releyó la carta del fiscal general, sopesando cada palabra con una atención extraordinaria; pues, desde que vio al abogado Barricini, se sentía más difícil de convencer que unos días antes. Por fin se vio obligado a confesar que la explicación le parecía satisfactoria. — Pero Colomba exclamó con fuerza:

—Tomaso Bianchi es un importor. No será condenado o se escapará de la cárcel, estoy segura de ello.

El prefecto se encogió de hombros.

—Le he comunicado, señor —dijo— los informes que tengo. Me retiro, y le dejo que reflexione. Esperaré a que razone bien esto y confío en que su razonamiento tendrá más fuerza que las… suposiciones de su hermana.

Orso, tras algunas palabras para excusar a Colomba, repitió que ahora creía que Tomaso era el único culpable.

El prefecto se había levantado para irse.

—Si no fuese tan tarde —dijo— le propondría que viniese conmigo a recoger la carta de miss Nevil… Al mismo tiempo podría usted decirle al señor Barricini lo que acaba de decirme, y todo quedaría terminado.

—¡Jamás entrará Orso della Rebbia en casa de un Barricini! —exclamó Colomba impetuosamente.

— Al parecer, la señorita es el tintinajo de la familia —dijo el prefecto en tono burlón.

—Señor, —replicó Colomba con voz firme— lo están engañando. No conoce usted al abogado. Es el más astuto y más embustero de los hombres. Se lo ruego, no haga cometer a Orso un acto que lo cubriría de vergüenza.

—¡Colomba! —exclamó Orso— la pasión te hace desvariar.

—¡Orso! ¡Orso! ¡Por el cofre que le entregué, se lo ruego, escúcheme! Entre usted y los Barricini hay sangre; ¡no irá a su casa!

—¡Hermana!

—No, hermano, no irá, o dejaré esta casa y no me volverá a ver… Orso tenga compasión de mí.

Y cayó de rodillas.

—Siento mucho —dijo el prefecto— ver a la señorita della Rebbia tan poco razonable. Estoy seguro de que la convencerá. Entreabrió la puerta y se detuvo, como esperando que Orso le siguiera.

—No puedo dejarla en estos momentos, —dijo Orso—… Mañana, si…

—Me marcho temprano —dijo el prefecto.

—Por lo menos, hermano —exclamó Colomba con las manos juntas— espere hasta mañana por la mañana. Déjeme revisar los papeles de mi padre… No puede negármelo.

—¡Está bien! los verás esta noche, pero después no vuelvas a atormentarme con ese odio absurdo… Le pido mil perdones, señor prefecto… Yo tampoco me siento bien… Es preferible dejarlo para mañana.

—La noche es una buena consejera, —contestó el prefecto retirándose— espero que mañana habrán desaparecido todas sus vacilaciones.

—Saveria —exclamó Colomba— coge la linterna y acompaña al señor prefecto. Te dará una carta para mi hermano.

Añadió algo que sólo pudo oír Saveria.

—Colomba —dijo Orso cuando se marchó el prefecto— me has disgustado mucho. ¿Rechazarás constantemente la evidencia?

—Me ha dado de plazo hasta mañana, —contestó—. Tengo muy poco tiempo, pero confío aún.

Luego cogió un llavero y corrió a una habitación del piso superior. Allí se la oyó abrir precipitadamente cajones y registrar en un escritorio donde el coronel della Rebbia guardaba sus papeles importantes.

XIV

Saveria estuvo mucho tiempo fuera, y la impaciencia de Orso llegaba a su colmo cuando volvió por fin, con una carta, y seguida de la pequeña Chilina, que se frotaba los ojos, pues había sido despertada en su primer sueño.

—Niña —dijo Orso— ¿qué vienes a hacer aquí a estas horas?

—La señorita me ha llamado —contestó Chilina.

—¿Para qué diablos la querrá? —pensó Orso—; pero se apresuró a abrir la carta de miss Nevil, y mientras leía, Chilina subía a ver a su hermana.

«Mi padre ha estado algo enfermo, señor, —decía miss Lidia—, y es además tan perezoso para escribir que me veo obligada a servirle de secretaria. El otro día, usted sabe que se mojó los pies en la playa, en vez de admirar con nosotros el paisaje, y basta eso para que tenga uno fiebre en su encantadora isla. Veo desde aquí el gesto que está haciendo; busca sin duda su puñal, pero confío en que no lo tendrá ya. Así, pues, mi padre tuvo un poco de fiebre y yo mucho miedo; pero el prefecto, que sigue pareciéndome muy amable, nos proporcionó un médico muy amable también, que, en dos días, nos libró del susto: el acceso no ha vuelto a reaparecer, y mi padre quiere volver a cazar; pero se lo he prohibido por ahora. —  ¿Cómo ha encontrado usted su castillo de las montañas? ¿Sigue en el mismo sitio la torre del norte? ¿Hay fantasmas? Le pregunto todo esto, porque mi padre se acuerda de que usted le ha prometido gamos, jabalíes, muflones… ¿Es éste el nombre de ese animal extraño? De paso para embarcar en Bastia, contamos con pedir a usted hospitalidad, y espero que el castillo della Rebbia, aunque tan viejo y desconchado como usted dice, no se derrumbará sobre nuestras cabezas. Aunque el prefecto sea tan amable que con él no falte nunca tema de conversación, by the by, me jacto de haberle llevado adonde yo quería. — Hemos hablado de su señoría. Las autoridades de Bastia le han transmitido ciertas revelaciones de un granuja que tienen tras las rejas, las cuales deben disipar sus últimas sospechas; su enemistad, que me inquieta a veces, debe terminar. No puede usted figurarse lo que esto me ha complacido. Cuando se marchó usted con la bella voceratrice, con la escopeta en la mano y la mirada sombría, me pareció usted más corso que de ordinario…, incluso demasiado corso. ¡Basta! Le escribo tanto porque me aburro. El prefecto va a marcharse, ¡qué lástima! Le enviaremos un mensaje cuando nos pongamos en camino hacia sus montañas, y me tomaré la libertad de escribir a la señorita Colomba para pedirle un bruccio, ma solenne. Mientras tanto, ofrézcale mil afectos. Uso mucho su puñalito, corto con él las hojas de una novela que he traído; pero ese arma terrible se indigna de tal menester y me desgarra el libro de una manera lamentable. Adiós, señor; mi padre le envía his best love. Escuche al prefecto, es hombre de buen consejo, y va a dar un rodeo en su camino, creo que por usted; va a poner una primera piedra en Corte; me imagino que esto debe ser una ceremonia muy imponente, y lamento mucho no asistir a ella. ¡Un señor con casaca bordada, medias de seda, fajín blanco, con un palaustre… y pronunciando un discurso; la ceremonia terminará con los gritos mil veces repetidos de «¡Viva el rey!» — Va usted a presumir mucho de haberme hecho llenar las cuatro carillas; pero me aburro, señor, se lo repito, y, por esta razón le permito que me escriba mucho. A propósito, me parece rarísimo que todavía no me haya participado su feliz llegada a Pietranera-Castle.  LIDIA.

P.S.- Le pido que escuche al prefecto, y haga lo que le diga. Hemos decidido que debe usted proceder así, y me agradará mucho que así sea.»

Orso leyó tres o cuatro veces esta carta, acompañando mentalmente cada lectura de innumerables comentarios; luego escribió una larga respuesta, y encargó a Saveria que llevase la carta a un vecino que salía aquella misma noche para Ajaccio. Ya no pensaba en discutir con su hermana los agravios, verdaderos o falsos, de los Barricini; la carta de miss Lydia le hacía verlo todo de color de rosa; ya no tenía ni sospechas ni odio. Después de esperar algún tiempo que bajase su hermana, como no la veía aparecer, fue a acostarse, con el corazón más ligero de lo que lo había sentido desde hacía tiempo. Chilina fue despedida con instrucciones secretas y Colomba pasó la mayor parte de la noche leyendo papelotes viejos. Poco antes del amanecer alguien lanzó unos piedrecillas contra su ventana; al oír esta señal, bajó al jardín, abrió una puertecilla secreta, e introdujo en la casa a dos hombres de muy mal aspecto; lo primero que hizo fue llevarlos a la cocina y darles de comer. Enseguida se sabrá quiénes eran aquellos hombres.

XV

A la mañana siguiente, hacia las seis, un criado del prefecto llamaba a la casa de Orso. Recibido por Colomba, le anunció que el prefecto iba a marcharse, y que esperaba a su hermano. Colomba respondió sin vacilar que su hermano acababa de caerse por la escalera y se había torcido un pie; por lo que, no pudiendo dar un paso, rogaba al señor prefecto que lo excusara y que le agradecería mucho que se dignase pasar por su casa. Poco después de este mensaje, bajó Orso y preguntó a su hermana si el prefecto no había mandado a buscarlo. «Le ruega que lo espere aquí», contestó ella con el mayor aplomo. Transcurrió media hora sin que se advirtiera el menor movimiento del lado de la casa de los Barricini; mientras tanto, Orso preguntó a Colomba si había descubierto algo; ella respondió que se explicaría delante del prefecto. Mostraba una gran calma, pero el color de su cara y el brillo de sus ojos denotaban una agitación febril.

Por fin, se vio abrir la puerta de los Barricini; el prefecto, en traje de viaje, salió el primero, seguido por el alcalde y sus dos hijos. Cuál no sería la estupefacción de los habitantes de Pietranera, que desde el amanecer estaban al acecho para asistir a la marcha del primer magistrado del departamento, cuando lo vieron, acompañado por los tres Barricini, cruzar la plaza en línea recta y entrar en casa de los della Rebbia: «¡Van a hacer las paces!», exclamaron los del pueblo.

—Ya os lo decía yo, —afirmó un viejo—. Orso Antonio ha vivido demasiado tiempo en el continente para hacer las cosas como un hombre de corazón.

—Sin embargo, —replicó un rebbianista— observe usted que son los Barricini los que van a encontrarse con él. Piden gracia.

—El prefecto los ha engatusado —contestó el viejo—; ya no hay valor, y los jóvenes se preocupan poco de la sangre de su padre, como si todos fueran bastardos.

El prefecto se sorprendió bastante al encontrar a Orso de pie y andando sin dificultad. Colomba se acusó en dos palabras de su mentira y le pidió perdón. «Si se hubiera alojado en otra parte —añadió— mi hermano habría ido ayer mismo a presentarle sus respetos.»

Orso se confundía en excusas, afirmando que nada tenía que ver en aquella ridícula superchería, que le disgustaba profundamente. El prefecto y el viejo Barricini parecieron creer en la sinceridad de sus palabras, justificadas además por su confusión y por las reproches que dirigía a su hermana; pero los hijos del alcalde no parecieron muy satisfechos. «Se están burlando de nosotros —dijo Orlanduccio lo bastante alto para ser oído.

—Si mi hermana me hiciese una cosa así —dijo Vincentello— le quitaría rápidamente las ganas de repetirla.

Estas palabras, y el tono con que fueron pronunciadas molestaron a Orso y le hicieron perder un poco de su buena voluntad. Cruzó con los jóvenes Barricini unas miradas en las que no había ningún tipo de benevolencia.

Mientras tanto, todos estaban sentados, salvo Colomba, que permanecía de pie junto a la puerta de la cocina; el prefecto tomó la palabra, y, tras unos cuantos lugares comunes respecto a los prejuicios del país, recordó que la mayor parte de las enemistades más inveteradas no tenían por causa sino malentendidos. Después, dirigiéndose al alcalde, le dijo que el señor della Rebbia no había creído nunca que la familia Barricini hubiese participado directa o indirectamente en el deplorable suceso que le había privado de su padre; y que aun cuando era cierto que había conservado algunas dudas respecto a alguna particularidad del pleito que había existido entre las dos familias, estas dudas se justificaban por la larga ausencia del señor Orso y la naturaleza de los informes que había recibido; pero que, ilustrado ahora por revelaciones recientes, se consideraba completamente satisfecho y deseaba entablar con el señor Barricini y sus hijos relaciones de amistad y buena vecindad.

Orso se inclinó, algo molesto; el señor Barricini pronunció algunas palabras que no entendió nadie; sus hijos se pusieron a mirar las vigas del techo. El prefecto, continuando su harenga, iba a dirigir a Orso la contrapartida de lo que acababa de decirle al señor Barricini, cuando Colomba, sacando de debajo de su manteleta unos papeles, avanzó gravemente entre las partes contratantes:

—Con el mayor placer —dijo— vería yo el fin de la contienda entre nuestras dos familias; pero para que la reconciliación sea sincera, es preciso explicarse y no dejar nada en la duda… — Señor prefecto, con razón me era sospechosa la declaración de Tomaso Bianchi, por venir de un hombre con tan mala fama. — Dije que tal vez sus hijos vieron a ese hombre en la cárcel de Bastia…

—Eso es falso —interrumpió Orlanduccio—; no lo vi.

Colomba le dirigió una mirada de desprecio, y prosiguió con mucha calma en apariencia:

—Usted explicó el interés que pudiera tener Tomaso en amenazar al señor Barricini en nombre de un proscrito temible, por el deseo que tenía de que su hermano Teodoro conservara el molino que mi padre le tenía arrendado a bajo precio.

—Eso es evidente —dijo el prefecto.

—Todo se explica por parte de un miserable como parece ser ese Bianchi —dijo Orso, engañado por el tono de moderación de su hermana.

—La carta falsificada —continuó Colomba, cuyos ojos empezaban a mostrar mayor brillo— está fechada el 11 de julio. Tomaso vivía entonces con su hermano, en el molino.

—Sí, —asintió el alcalde, un poco inquieto.

—¿Qué interés podía tener pues Tomaso Bianchi? —exclamó Colomba con aire de triunfo—. El arrendamiento de su hermano había expirado; mi padre lo despidió el 1 de julio. Aquí está el registro de mi padre, la minuta del despido y la carta de un agente de negocios de Ajaccio que nos proponía un nuevo molinero.

Mientras hablaba, entregó al prefecto los papeles que tenía en la mano.

Hubo un momento de sorpresa general. El alcalde palideció visiblemente; Orso, frunciendo el ceño, se adelantó para ver los documentos que el prefecto leía con mucha atención.

—¡Se están burlando de nosotros! —volvió a exclamar Orlanduccio, levantándose con ira—. ¡Vámonos, padre; nunca debíamos haber venido aquí!

Un instante bastó a Barricini para recuperar su sangre fría. Solicitó examinar los papeles; el prefecto se los entregó sin decir palabra. Entonces, levantando sus gafas verdes sobre la frente, los leyó con actitud bastante indiferente, mientras Colomba lo observaba con los ojos de una tigresa que ve acercarse un gamo a la guarida de sus crías.

—Pero —dijo Barricini volviendo a bajarse las gafas y devolviendo los papeles al prefecto— conociendo la bondad del difunto señor coronel… Tomaso pensó…, debió de pensar… que el señor coronel dejaría sin efecto su resolución de despedirlo… De hecho, Teodoro continuó en posesión del molino, luego…

—Yo se lo permití —dijo Colomba con tono de desprecio—. Mi padre había muerto, y en mi posición quise contemporizar con los clientes de mi familia.

—Sin embargo —replicó el prefecto—, Tomaso reconoce que escribió la carta…, esto está claro.

—Lo que está claro para mí, —interrumpió Orso— es que hay grandes infamias ocultas en todo este asunto.

—Todavía tengo que contradecir una afirmación de estos señores, —dijo Colomba. Abrió la puerta de la cocina, e inmediatamente entraron en la sala Brandolaccio, el licenciado en teología y el perro Brusco. Los dos proscritos iban sin armas, por lo menos a la vista; tenían puesta la cartuchera, pero no la pistola, que es el complemento obligado. Al entrar en la sala se quitaron respetuosamente los gorros.

Puede concebirse el efecto que produjo su repentina aparición. El alcalde creyó que iba a caerse de espaldas; sus hijos se pusieron gallardamente delante de él, con la mano en el bolsillo de su traje, buscando sus puñales. El prefecto hizo un movimiento hacia la puerta, mientras que Orso, agarrando a Brandolaccio por el cuello, le gritó:

—¿Qué vienes a hacer aquí, miserable?

—¡Esto es una emboscada! —exclamó el alcalde tratando de abrir la puerta; pero Saveria la había cerrado por fuera con doble vuelta de llave, por orden de los proscritos, como después se supo.

—¡Buenas gentes! —dijo Brandolaccio— no se asusten de mí, aunque negro, no soy tan diablo. No tenemos ninguna mala intención. Señor prefecto, soy su servidor. — Mi teniente, más suavidad, me está estrangulando. — Venimos aquí como testigos. Vamos, cura, habla tú, que tienes la lengua bien puesta.

—Señor prefecto, —comenzó el licenciado— no tengo el honor de ser conocido de usted. Me llamo Giocanto Castriconi, más conocido como el cura… ¡Ah! ya cae usted en quién soy… Esta señorita, a la que tampoco tenía el gusto de conocer, me ha rogado que le diese algunos datos sobre un tal Tomaso Bianchi, con el que conviví, hace tres semanas, en la cárcel de Bastia. He aquí lo que tengo que decirle…

—No se moleste —le interrumpió el prefecto—; no tengo nada que oír de un hombre como usted… Señor della Rebbia, quiero creer usted que no tiene nada que ver en este odioso complot. Pero ¿es usted el amo en su casa? Mande abrir esa puerta. Su hermana tendrá quizá que dar cuenta de las extrañas relaciones que mantiene con estos proscritos.

—Señor prefecto —exclamó Colomba— sírvase escuchar lo que va a decir este hombre. Usted está aquí para hacer justicia a todos, y su deber es averiguar la verdad. Habla, Giocanto Castriconi.

—¡No lo escuche usted! —exclamaron a una los tres Barricini.

—Si todo el mundo habla a la vez —dijo el proscrito sonriendo— no habrá manera de entenderse. Digo, pues, que en la cárcel tuve por compañero, no por amigo, a ese Tomaso en cuestión. Recibía frecuentes visitas del señor Orlanduccio…

—¡Eso es falso! —gritaron a una los dos hermanos.

—Dos negaciones equivalen a una afirmación —observó fríamente Castriconi.— Tomaso tenía dinero; comía y bebía de lo mejor. A mí me ha gustado siempre comer bien (es mi menor defecto), y, pese a mi repugnancia por alternar con aquel granuja, me dejé invitar varias veces por él. En agradecimiento, le propuse que se escapara conmigo… Una chiquita… a la que yo había hecho algunos favores, me proporcionó los medios… pero no quiero comprometer a nadie. Tomaso se negó, me dijo que estaba seguro de su asunto, que el abogado Barricini lo había recomendado a todos los jueces, que saldría de allí limpio como una patena y con dinero en el bolsillo. En cuanto a mí, pensé que debía tomar el aire. Dixi.

—Todo lo que ha dicho ese hombre es un hatajo de mentiras —repitió resueltamente Orlanduccio—. Si estuviéramos en campo abierto, cada cual con su escopeta, no hablaría de ese modo.

—¡Buena la ha hecho usted! —exclamó Brandolaccio—. No se ponga usted a mal con el cura, Orlanduccio.

—¿Me dejará usted salir por fin, señor della Rebbia? —dijo el prefecto golpeando impacientemente con el pie.

—¡Saveria, Saveria!  —gritó Orso—¡abra la puerta, por mil demonios!

—Un instante —dijo Brandolaccio—. Primero tenemos que marcharnos nosotros por nuestro lado. Es costumbre, señor prefecto, que cuando se encuentran enemigos en casa de amigos comunes, se den media hora de tregua al separarse.

El prefecto le lanzó una mirada de desprecio.

—Servidor de todos ustedes, —dijo Brandolaccio. Después, extendiendo el brazo horizontalmente, dijo a su perro: «Vamos, Brusco, ¡salta para el señor prefecto!»

Saltó el perro, los proscritos recogieron sus armas en la cocina, huyeron por el jardín, y al oírse un agudo silbido la puerta de la sala se abrió como por encanto.

—Señor Barricini, —dijo Orso con ira reprimida— lo considero un falsario. Hoy mismo enviaré una queja contra usted al fiscal, por falsedad y complicidad con Bianchi. Tal vez tenga todavía que formular contra usted una denuncia más terrible.

—Y yo, señor della Rebbia, —contestó el alcalde— lo denunciaré a usted por haberme preparado una encerrona y por complicidad con proscritos. Mientras tanto, el señor prefecto lo recomendará a la gendarmería.

—El prefecto cumplirá con su deber —dijo éste con tono severo—. Velará por que no se perturbe el orden en Pietranera, y se ocupará de que se haga justicia. ¡Me dirijo a todos ustedes, señores!

El alcalde y Vincentello estaban ya fuera de la sala, y Orlanduccio los seguía yendo hacia atrás, cuando Orso le dijo en voz baja: «Su padre es un viejo que yo aplastaría de una bofetada: la guardo para usted, para usted y para su hermano.»

Como respuesta, Orlanduccio sacó su puñal y se arrojó sobre Orso lleno de furia; pero, antes de que pudiera hacer uso de su arma, Colomba le cogió el brazo y se lo retorció con fuerza, mientras que Orso, dándole un puñetazo en la cara, lo hizo retroceder unos pasos y tropezar rudamente contra el quicio de la puerta. El puñal cayó de la mano de Orlanduccio, pero Vincentello tenía el suyo y regresaba a la sala, cuando Colomba, apoderándose de una escopeta, le demostró que la partida no era equilibrada. Al mismo tiempo el prefecto se interpuso entre los combatientes. «¡Hasta pronto, Ors Anton!» gritó Orlanduccio; y, tirando violentamente de la puerta de la sala, la cerró con llave para darse tiempo de efectuar la retirada.

Orso y el prefecto permanecieron un cuarto de hora sin hablar, cada uno en un rincón de la sala. Colomba, con la frente radiante por el orgullo del triunfo, los contemplaba alternativamente, apoyada en la escopeta que había decidido la victoria.

—¡Qué país!, ¡qué país!, —exclamó al fin el prefecto levantándose impetuoso—. Ha actuado mal, señor della Rebbia. Le pido su palabra de honor de abstenerse de toda violencia y esperar a que la justicia falle en este maldito asunto.

—Sí, señor prefecto, he hecho mal en pegarle a ese miserable; pero, en fin, lo he hecho y no puedo negarle la reparación que me ha pedido.

—¡Bah, no, ¡él quiere batirse con usted!… Pero si lo asesina… Ha hecho usted todo lo necesario para ello.

—Nos protegeremos —dijo Colomba.

—Orlanduccio —añadió Orso— me parece un muchacho valiente y no le juzgo tan mal, señor prefecto. Se apresuró a sacar su puñal, pero yo en su lugar habría hecho lo mismo; estoy feliz de que mi hermana no posea la muñeca de una damisela.

—¡No se batirá usted! —declaró el prefecto; se lo prohíbo.

—Permítame decirle, señor, que en asuntos de honor no reconozco más autoridad que la de mi conciencia.

—¡Le repito que no se batirá usted!

—Puede usted hacer que me detengan, señor…, es decir, si me dejo. Pero, si eso ocurriera, no lograría usted más que aplazar un asunto inevitable. Usted es un hombre de honor, señor prefecto, y sabe bien que no puede ser de otra manera.

—Si hace usted que detengan a mi hermano —añadió Colomba— la mitad del pueblo se pondría de su parte y presenciaríamos un bonito tiroteo.

—Le prevengo, señor, —dijo Orso— y le ruego que no vea en ello una bravata; le prevengo que, si Barricini abusa de su autoridad de alcalde para hacer que me detengan, me defenderé.

—Desde hoy —dijo el prefecto— el señor Barricini queda suspendido en sus funciones… Espero que se justifique… Mire, usted, me interesa. Lo que le pido es muy poca cosa: permanezca usted tranquilamente en su casa hasta que yo vuelva de Corte. Mi ausencia no durará más que tres días. Volveré con el fiscal y aclararemos entonces por completo este triste asunto. ¿Me promete usted abstenerse hasta entonces de toda hostilidad?

—No se lo puedo prometer, si, como espero, Orlanduccio me reta a un duelo.

—¡Cómo! señor della Rebbia, usted, un militar francés, ¿quiere batirse con un hombre al que usted acusa de falsario?

—Le he pegado, señor.

—Es decir, que si le hubiera usted pegado a un presidiario y éste le pidiese una reparación, ¿se batiría usted con él? ¡Vamos, señor Orso! Pues bien; le pediré menos: no busque usted a Orlanduccio… Le permito que se bata usted con él si él le reta.

—Me retará, no lo dudo; pero le prometo a usted que no lo abofetearé de nuevo para obligarlo a batirse.

—¡Qué país! —repitía el prefecto paseándose a zancadas por la habitación—. ¿Cuándo volveré a Francia?

—Señor prefecto, —dijo Colomba con su voz más dulce— se hace tarde, ¿nos haría usted el honor de almorzar aquí?

El prefecto no pudo reprimir la risa. «Ya he estado aquí demasiado tiempo…, parece una parcialidad…. ¡Y esa condenada primera piedra!… Tengo que marcharme… Señorita della Rebbia ¡cuántas desgracias ha preparado usted hoy tal vez!

—Por lo menos, señor prefecto, haga usted a mi hermana la justicia de creer que sus convicciones son profundas; y, ahora estoy seguro, también usted cree que tienen fundamento.

—Adiós, señor —dijo el prefecto haciendo un gesto con la mano—. Le advierto a usted que voy a dar orden al cabo del puesto de que siga todos sus pasos.

Cuando el prefecto salió, Colomba dijo a su hermano: «Orso, aquí no está en el continente. Orlanduccio no entiende nada de sus duelos, y además, ese miserable no debe morir como un valiente.

—Colomba, hermana, eres una mujer fuerte. Te debo el haberme salvado de una buena puñalada. Dame tu mano para que la bese. Pero, déjame hacer a mí. Hay ciertas cosas que tú no entiendes. Sírveme el almuerzo; y, en cuanto el prefecto se haya puesto en camino, haz que venga Chilina, que tan admirablemente sabe cumplir con los encargos que se le dan. La necesitaré para que lleve una carta.

Mientras Colomba atendía a los preparativos del almuerzo, Orso subió a su habitación y escribió lo que sigue:

«Debe usted de tener prisa por encontrarme; no la tengo yo menos. Mañana por la mañana, a las seis, podemos encontrarnos en el valle de Acquaviva. Soy un buen tirador de pistola, y no le propongo ese arma. Dicen que usted maneja bien la escopeta: llevemos cada uno una de dos disparos. Iré acompañado por un hombre de este pueblo. Si su hermano quiere acompañarlo, lleve un segundo testigo y adviértamelo. En ese caso acudiré con dos testigos.» O.  ANTONIO DELLA REBBIA

El prefecto, después de haber permanecido una hora en casa del teniente de alcalde, y entrado unos minutos en casa de los Barricini, salió hacia Corte, escoltado por un solo gendarme. Un cuarto de hora después, Chilina llevó la carta que se acaba de leer y se la entregó a Orlanduccio en propia mano.

La respuesta se hizo esperar y no llegó hasta la tarde. Estaba firmada por Barricini padre, y anunciaba a Orso que remitía al fiscal la amenazadora carta dirigida a su hijo. «Tranquilo con mi conciencia, —añadía al final— espero a que la justicia haya emitido su fallo respecto a sus calumnias.»

Mientras tanto, cinco o seis pastores llamados por Colomba, llegaron para custodiar la torre de los della Rebbia. A pesar de las protestas de Orso, se practicaron archères en las ventanas que daban a la plaza, y durante toda la tarde estuvo recibiendo ofertas de ayuda de diferentes personas de la localidad. Incluso llegó una carta del proscrito teólogo, en la que prometía, en su nombre y en el de Brandolaccio, intervenir si el alcalde requería el auxilio de la gendarmería. Terminaba con esta posdata: «¿Me permitiría preguntar a usted qué piensa el señor prefecto de la excelente educación que mi amigo da a su perro Brusco? Después de Chilina, no conozco alumno más dócil y que demuestre más fáciles disposiciones.»

XVI

El día siguiente transcurrió sin hostilidades. Por una parte y por otra se mantenían a la defensiva. Orso no salió de su casa, y la puerta de los Barricini permaneció constantemente cerrada. Se veía a los cinco gendarmes que tenían guarnición en Pietranera pasearse por la plaza o por los alrededores del pueblo, acompañados por el guarda rural, único representante de la milicia urbana. El teniente de alcalde no se quitaba el fajín; pero, salvo las archères en las ventanas de las dos casas enemigas, nada indicaba la guerra. Sólo un corso habría observado que en torno a la encina verde de la plaza no había más que mujeres.

A la hora de cenar, Colomba enseñó con expresión alegre a su hermano la siguiente carta, que acababa de recibir de miss Nevil:

«Mi querida señorita Colomba, por carta de su hermano me entero con mucho gusto, de que han terminado las enemistades. Les felicito. Mi padre no puede soportar Ajaccio desde que no está aquí su hermano para hablarle de guerra y cazar con él. Salimos hoy, e iremos a pasar la noche en casa de su parienta, para la que tenemos una carta. Pasado mañana, a eso de las once, iré a pedirle que me obsequie con ese bruccio de las montañas, tan superior, según usted, al de la ciudad.

Adiós, querida señorita Colomba. — Su amiga,  LYDIA NEVIL

—¿No ha recibido, pues, mi segunda carta? —dijo Orso.

—Por la fecha de la suya puede ver que la señorita Lydia se encontrase ya en camino cuando llegó su carta a Ajaccio. ¿Le decía, pues, que no viniera?

—Le decía que estábamos en estado de sitio. Me parece que no es una situación para recibir a nadie.

—¡Bah! esos ingleses son muy originales. Ella me decía, la última noche que pasé en su habitación, que sentiría marcharse de Córcega sin haber presenciado una buena vendetta. Si quisiera, se le podría ofrecer el espectáculo de un asalto a la casa de nuestros enemigos.

—¿Sabes, —exclamó Orso— que la naturaleza se equivocó al hacer de ti una mujer, Colomba? Habrías sido un excelente militar.

—Tal vez. En todo caso, voy a hacer el bruccio.

—Es inútil. Hay que mandar a alguien para advertirlos y detenerlos antes de que se pongan en camino.

—¿Sí? ¿Quiere enviar un mensajero con el tiempo que hace, para que cualquier torrente se lo lleve con su carta?… ¡Cómo compadezco en estos momentos de tormenta a los pobres proscritos! Afortunadamente, tienen buenos abrigos… ¿Sabe lo que hay que hacer, Orso? Si la tormenta cesa, se va mañana muy de madrugada, para llegar a casa de nuestra parienta antes de que sus amigos se hayan puesto en camino. Le será fácil, porque miss Lydia se levanta siempre tarde. Le dice lo que pasa aquí, y si insisten en venir, tendremos el mayor gusto en recibirlos.

Orso se apresuró a aceptar este proyecto, y Colomba, tras unos momentos de silencio, dijo:

—¿Creía, tal vez, Orso, que bromeaba al hablar de un asalto a la casa de los Barricini? ¿Sabe que somos los más fuertes en número: dos contra uno por lo menos? Desde que el prefecto ha suspendido al alcalde, todos los hombres de aquí están con nosotros. Podríamos hacerlos trizas. Nos sería fácil empezar el asunto. Si quisiera, yo bajaría a la fuente, me burlaría de sus mujeres; ellos saldrían… Quizá… porque ¡son tan cobardes! tal vez dispararan contra mí desde sus archères; pero errarían los tiros. Todo estaría dicho entonces: serían ellos los que atacaban. Tanto peor para los vencidos: ¿dónde encontrar en una pelea así al que ha dado un buen golpe? Crea a su hermana, Orso; los elementos con toga que van a venir emborronarán papel, y dirán muchas palabras inútiles. Nada resultará de ello. El viejo zorro hallará el medio de hacerles ver las estrellas en pleno día. ¡Ah! Si el prefecto no se hubiera puesto delante de Vincentello, ya habría uno menos.

Todo esto lo dijo ella con la misma tranquilidad con que hablaba antes de los preparativos del bruccio.

Orso, estupefacto, miraba a su hermana con  admiración entremezclada de temor.

—Mi dulce Colomba, —dijo levantándose de la mesa— eres, me temo, el diablo en persona; pero quédate tranquila. Si no logro que cuelguen a los Barricini, conseguiré arreglarlo de otra manera: Palla calda u farru freddu: Bala caliente o hierro frío. Ya ves que no me he olvidado del corso.

—Cuanto más pronto mejor —replicó Colomba suspirando—. ¿Qué caballo va a montar mañana, Ors Anton?

—El negro. ¿Por qué me lo preguntas?

—Para darle cebada.

Una vez que Orso se retiró a su habitación, Colomba mandó a dormir a Saveria y a los pastores y se quedó sola en la cocina, donde se preparaba el bruccio. De vez en cuando prestaba oído y parecía esperar con impaciencia a que se hubiese dormido su hermano. Cuando creyó que estaba bien dormido, cogió un cuchillo, se aseguró de que cortaba bien, calzó sus diminutos pies en unos gruesos zapatos, y, sin hacer el menor ruido, salió al jardín.

El jardín, cercado de tapias, daba a un vasto terreno, cercado por setos, en el que estaban los caballos, porque los caballos corsos no conocen la cuadra. En general se les suelta en un campo y se deja a su instinto el cuidado de buscar alimento y un abrigo contra el frío y la lluvia.

Colomba abrió la puerta del jardín con la misma precaución, entró en el cercado, y silbando suavemente atrajo hacia ella a los caballos, a los que llevaba a menudo pan y sal. En cuanto tuvo a su alcance al caballo negro, le agarró fuertemente por las crines y le rajó una oreja con el cuchillo. El animal dio un salto terrible y escapó lanzando ese relincho agudo que un vivo dolor arranca a veces a los animales de su especie. Satisfecha entonces, Colomba volvía a entrar en el jardín, cuando Orso abrió su ventana y gritó. «¿Quién anda ahí?». Al mismo tiempo oyó que armaba su escopeta. Afortunadamente para Colomba, la puerta del jardín estaba en completa oscuridad y una gran higuera la cubría en parte. Pronto, por los resplandores intermitentes que vio brillar en el cuarto de su hermano, comprendió que trataba de encender su lámpara. Se apresuró entonces a cerrar la puerta del jardín, y deslizándose a lo largo de las tapias, de manera que su vestido negro se confundiera con el follaje oscuro de los espaldares, llegó a la cocina momentos antes de que se presentara Orso.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella.

—Me pareció —contestó Orso— que abrían la puerta del jardín.

—Imposible. El perro habría ladrado. Pero vamos a ver.

Orso dió la vuelta al jardín, y después de comprobar que la puerta exterior estaba cerrada, algo avergonzado de su falsa alarma, se dispuso a volver a su habitación.

—Me alegra comprobar —dijo Colomba— que está haciéndose prudente, como se debe ser en su situación.

—Tú me lo has enseñado —contestó Orso—. ¡Buenas noches!

Por la mañana, con el alba, Orso se había levantado, dispuesto a marchar. Su traje acusaba a la vez la elegancia de un hombre que va a ver a una mujer a la que desea agradar, y la prudencia de un hombre en vendetta. Sobre una levita azul bien entallada llevaba en bandolera una cajita de hojalata con cartuchos, colgada de un cordón de seda verde; en un bolsillo del costado llevaba su puñal, y en la mano la hermosa escopeta de Manton, cargada con bala. Mientras tomaba de prisa una taza de café servida por Colomba, un pastor había salido para ensillar y embridar al caballo. Orso y su hermana le siguieron de cerca y entraron en el cercado. El pastor se había apoderado del caballo, pero había dejado caer la silla y las bridas, y parecía horrorizado, mientras que el caballo, que se acordaba de la herida de la noche anterior y temía por su otra oreja, se encabritaba, se resistía, relinchaba y hacía toda suerte de diablurías.

—¡Vamos, apresúrate! —le gritó Orso.

—¡Ah, Ors Anton! ¡Ah, Ors Anton! ¡Sangre de la Madona! —exclamaba el pastor. Decía imprecaciones sin fin, muchas de las cuales no podrían traducirse.

—¿Qué sucede, pues? —interrogó Colomba.

Se acercaron los tres al caballo, y, al verlo ensangrentado y con una oreja rajada, hubo una exclamación general de sorpresa e indignación. Hay que saber que mutilar el caballo de su enemigo es, para los corsos, a la vez que una venganza, un desafío y una amenaza de muerte. «Sólo un disparo de escopeta puede castigar tal fechoría.» Aunque Orso, que había vivido mucho tiempo en el continente, sintiera menos que otro la enormidad del ultraje, si en aquel momento se le hubiese presentado un barricinista, es probable que le hubiera hecho expiar un agravio que atribuía a sus enemigos. «¡Cobardes canallas! —exclamó— ¡vengarse en un pobre animal, cuando no se atreven a darme la cara!

—¿Qué esperamos? —exclamó Colomba impetuosamente—. Vienen a provocarnos, a mutilar nuestros caballos, ¿y no vamos a responderles? ¿Sois hombres?

—¡Venganza! —contestaron los pastores—. Paseemos el caballo por el pueblo y asaltemos su casa.

—Hay un pajar lleno de paja junto a su torre —dijo el viejo Polo Grifo— en un santiamén le prendo fuego. Otro proponía ir a buscar las escalas del campanario de la iglesia; un tercero, derribar las puertas de la casa de los Barricini con una viga que había en la plaza, destinada a algún edificio en construcción. En medio de todas aquellas voces furiosas se oía la de Colomba anunciando a sus satélites que antes de ponerse a la obra iba a darle a cada uno un buen vaso de anís.

Desgraciada, o más bien afortunadamente, el efecto que se había prometido ella de su crueldad hacia el pobre caballo se había perdido en gran parte para Orso. Éste no dudaba de que la salvaje mutilación fuese obra de alguno de sus enemigos, y era de Orlanduccio de quien sospechaba; pero no creía que aquel joven, provocado y abofeteado por él, hubiera borrado su afrenta cortándole la oreja a un caballo. Al contrario, aquella baja y ridícula venganza aumentaba su desprecio hacia sus adversarios, y pensaba ahora, como el prefecto, que semejantes personas no merecían batirse con él. En cuanto se pudo hacer oír, declaró a sus partidarios, confusos, que renunciaran a sus belicosas intenciones, y que la justicia, que iba a llegar, vengaría debidamente la oreja de su caballo. «Soy el amo aquí —añadió en tono severo— y quiero que se me obedezca. Al primero que se le ocurra seguir hablando de matar o de incendiar, yo lo podría quemar a él. Vamos, que me ensillen el caballo gris.

—Pero ¿cómo Orso? —le dijo Colomba llevándolo aparte—. ¿Consentirá que nos insulten? Jamás en vida de nuestro padre se habrían atrevido los Barricini a mutilar uno de nuestros animales.

—Te prometo que tendrán motivo para arrepentirse; pero es a los gendarmes y a los carceleros a quienes les corresponde el castigo de unos miserables que no tienen valor sino contra los animales. Ya te he dicho que la justicia nos vengará de ellos… si no es así…, no tendrás necesidad de recordarme de quién soy hijo…

—¡Paciencia! —dijo Colomba suspirando.

—Recuerda bien, hermana, —prosiguió— que si a mi regreso me encuentro con que se ha hecho algo contra los Barricini, no te lo perdonaré nunca. Luego, con un tono más suave: «Es muy posible, incluso muy probable —añadió— que vuelva con el coronel y su hija; encárgate de que sus habitaciones estén listas, que el almuerzo sea bueno, que nuestros huéspedes, en fin, se encuentren lo menos mal posible. Está muy bien ser valerosa, Colomba, pero es preciso además que una mujer sepa dirigir una casa. Vamos, dame un beso, y sé buena; ya está ensillado el caballo gris.

—Orso —dijo Colomba— no irá solo.

—No necesito a nadie y te aseguro que no me dejaré cortar una oreja.

—¡Oh! No le dejaré marchar solo en tiempo de guerra. ¡Vamos! ¡Polo Griffo, Gian Francè, Memmo, coged las escopetas!, vais a acompañar a mi hermano.

Tras una discusión bastante viva, Orso tuvo que resignarse a llevar escolta. Eligió entre sus más animosos pastores a los que con mayor brío habían aconsejado el comienzo de la guerra; luego, después de haber repetido sus recomendaciones a su hermana y a los pastores que se quedaban, se puso en camino, dando esta vez un rodeo para evitar la casa de los Barricini.

Iban ya lejos de Pietranera, cabalgando de prisa, cuando, al cruzar un arroyuelo que se perdía en un pantano, el viejo Polo Griffo vio numerosos cerdos echados en el fango, disfrutando a la vez del sol y del frescor del agua. Inmediatamente, apuntó al más gordo, le disparó en la cabeza y le dejó en el sitio. Los compañeros del muerto se levantaron y escaparon con sorprendente ligereza; y aunque el otro pastor disparó a su vez, llegaron sanos y salvos a un matorral, en el que desaparecieron.

—¡Imbéciles! —exclamó Orso—; tomáis por jabalíes a unos cerdos.

—Nada de eso, Ors Anton, —respondió Polo Grifo—; pero esa piara pertenece al abogado, y así aprenderá a no mutilar nuestros caballos.

—¡Cómo, granujas! —gritó Orso enfurecido— ¡imitáis las infamias de nuestros enemigos! ¡Dejadme, miserables! No os necesito. No sirvís más que para batiros con cerdos. ¡Juro por Dios que si os atrevéis a seguirme os abro la cabeza!

Los dos pastores se miraron confundidos. Orso espoleó a su caballo y desapareció al galope.

—¡Y bien! —dijo Polo Grifo— ¡ésta sí que es buena! ¡Quiere a las gentes para que te traten así! El coronel, su padre, se enfadó contigo porque apuntaste una vez al abogado… ¡Qué tonto fuiste al no disparar!… Y el hijo…, ya ves lo que he hecho por él… Y habla de abrirme la cabeza, como a una calabaza que ya no conserva el vino. ¡Ahí tienes lo que se aprende en el continente, Memmo!

—Sí, y si se sabe que has matado tú a ese cerdo, te procesarán, y Ors Anton no querrá hablar a los jueces ni pagar al abogado. Felizmente, no te ha visto nadie, y ahí está Santa Nega para sacarte del caso.

Tras una breve deliberación, los dos pastores decidieron que lo más prudente era tirar el cerdo a un barranco; proyecto que pusieron en ejecución, no sin que cortasen unos trozos a la inocente víctima del odio de los della Rebbia y los Barricini.

XVII

Libre de su indisciplinada escolta, Orso continuó su camino, más pendiente de la alegría de volver a ver a miss Nevil que del temor de encontrarse con sus enemigos. «El pleito que voy a tener con esos miserables Barricini —se decía— me obligará a ir a Bastia. ¿Por qué no acompañar a miss Nevil? ¿Por qué, desde Bastia, no iríamos juntos al balneario de Orezza?». De pronto, recuerdos de infancia le evocaron netamente aquel paraje pintoresco. Se creyó transportado sobre la verde hierba al pie de castaños seculares. Sobre un césped de hierba lustrosa, salpicado de flores azules como ojos que le sonreían, veía a miss Lydia sentada a su lado. Se había quitado el sombrero, y sus cabellos rubios, más finos, más suaves que la seda, brillaban como el oro al sol que penetraba a través del follaje. Sus ojos, de un azul tan puro, le parecían más azules que el firmamento. Con la mejilla apoyada en una mano, ella escuchaba pensativa palabras de amor que él le dirigía tembloroso. Lucía el vestido de muselina que llevaba el último día que la vio en Ajaccio. Bajo los pliegues del vestido asomaba un pie pequeño dentro de un zapato de raso negro. Orso pensaba que sería feliz si pudiera besar aquel pie; pero una de las manos de miss Lydia no estaba enguantada y tenía una margarita. Orso le cogía la margarita, y la mano de Lydia estrechaba la suya; él besaba la margarita, y luego la mano, y ella no se enfadaba… Y todos estos pensamientos le impedían prestar atención al camino que seguía, por el que, sin embargo, continuaba trotando. Iba por segunda vez, a besar en su imaginación la blanca mano de miss Nevil, cuando estuvo a punto de besar en realidad la cabeza de su caballo, que se había detenido de pronto. Era que Chilina le había cerrado el paso y cogido por las bridas.

—¿Adónde va así, Ors Anton? —decía—. ¿No sabe usted que su enemigo está cerca de aquí?

—¡Mi enemigo! —exclamó Orso, furioso de verse interrumpido en un momento tan interesante—. ¿Dónde está?

—Orlanduccio está cerca de aquí. Le está esperando. Vuélvase, vuélvase.

—¡Ah! ¡me espera! ¿tú lo has visto?

—Sí, Ors Anton, yo estaba tumbada en los helechos cuando pasó él. Iba mirando a todos lados con sus gemelos.

—¿Hacia dónde iba?

—Bajaba hacia allí, hacia donde usted va.

—Gracias.

—Ors Anton, ¿no haría usted mejor en esperar a mi tío? Ya no puede tardar, y con él iría usted seguro.

—No tengas miedo, Chili, no necesito a tu tío.

—Si usted quiere, yo iré delante.

—Gracias, gracias.

Y Orso, espoleando a su caballo, se dirigió rápidamente hacia el punto que la pequeña le había indicado.

Su primer impulso había sido un ciego arranque de furor, y se dijo que la fortuna le ofrecía una excelente ocasión para castigar a aquel cobarde que mutilaba un caballo, para vengarse de una bofetada. Después, mientras avanzaba, la especie de promesa que había hecho al prefecto, y sobre todo el temor de quedarse sin visitar a miss Nevil, cambiaron sus disposiciones y le hicieron casi desear no encontrarse con Orlanduccio. Pronto el recuerdo de su padre, el insulto hecho a su caballo, las amenazas de los Barricini reanimaban su cólera y lo excitaban a buscar a su enemigo para provocarlo y obligarlo a batirse. Agitado así por decisiones contrarias, continuaba avanzando, pero, ahora, con precaución, examinando las malezas y los setos, y hasta parándose a veces para escuchar los ruidos vagos que se escuchan en el campo. A los diez minutos de haber dejado a Chilina (eran aproximadamente las nueve de la mañana), se encontró al borde de un cerro extremadamente inclinado. El camino, o más bien el sendero apenas trazado que seguía, atravesaba un maquis recién quemado. En aquel lugar la tierra estaba cubierta de cenizas blanquecinas, y aquí y allí unos arbustos y algunos gruesos árboles ennegrecidos por el fuego y enteramente despojados de sus hojas se mantenían en pie, aunque hubiesen cesado de vivir. Al ver un maquis quemado, uno se cree transportado a algún paraje del Norte en pleno invierno, y el contraste de la aridez de los lugares que las llamas han recorrido con la lujuriante vegetación de los alrededores les hace parecer aún más tristes y desolados. Pero en aquel paisaje Orso no veía en aquel momento más que una cosa, importante, es verdad, en su situación: aquel suelo desnudo no podía ocultar una emboscada, y el que puede temer a cada momento ver salir de la maleza el cañón de una escopeta dirigido contra su pecho, mira como una especie de oasis un terreno liso donde nada detiene la mirada. Al maquis quemado le seguían muchos campos de cultivo, cerrados, según la costumbre del país, por paredes de piedras sueltas a la altura del pecho. El sendero pasaba entre esos cercados, donde enormes castaños, plantados sin orden, ofrecían de lejos el aspecto de un bosque tupido.

Obligado por lo inclinado de la pendiente a echar pie a tierra, Orso, que había dejado la brida sobre el cuello de su caballo, descendía con rapidez resbalando sobre la ceniza; y no estaba sino a unos veinticinco pasos de uno de aquellos cercados de piedra a la derecha del camino, cuando percibió frente a él primero el cañón de una escopeta y luego una cabeza que sobresalía por la cresta del muro. La escopeta lo encañonó, y él reconoció a Orlanduccio dispuesto a disparar. Orso fue rápido para ponerse a la defensiva, y los dos, apuntándose, se miraron unos segundos con esa emoción punzante que el más valiente experimenta en el momento de dar o recibir la muerte.

—¡Miserable cobarde! —exclamó Orso… Estaba aún hablando cuando vio el fogonazo de la escopeta de Orlanduccio, y casi al mismo tiempo sonó otro tiro a su izquierda, al otro lado del sendero, disparado por un hombre al que no había visto, apostado detrás de otra pared. Las dos balas lo alcanzaron: una, la de Orlanduccio, le atravesó el brazo izquierdo, que él le presentaba al apuntar; la otra le dio en el pecho,  le agujereó la levita, pero, al tropezar afortunadamente con la hoja de su puñal, se aplastó encima y no le produjo más que una ligera contusión. El brazo izquierdo de Orso cayó inmóvil a lo largo del muslo, y el cañón de su escopeta bajó un momento; pero enseguida lo levantó, y, manejando el arma sólo con la mano derecha, hizo fuego sobre Orlanduccio. La cabeza de su enemigo, que no asomaba más que hasta los ojos, desapareció tras la cerca. Orso, volviéndose hacia la izquierda, lanzó un segundo disparo contra un hombre envuelto en humo, al que apenas distinguía. A su vez, aquel rostro desapareció. Los cuatro disparos se habían sucedido con una rapidez increíble, y nunca soldados experimentados emplearon menos tiempo en una descarga escalada. Tras el último disparo de Orso todo volvió al silencio. El humo surgido de su escopeta ascendía hacia el cielo; ningún movimiento detrás de la cerca, ni el más ligero ruido. Sin el dolor que sentía en el brazo, habría podido creer que los hombres sobre los que acababa de disparar habían sido fantasmas de su imaginación.

Esperando una segunda descarga, Orso dio algunos pasos para ocultarse detrás de uno de los árboles quemados que habían quedado en pie. Detrás de éste, sujetó su escopeta entre las rodillas y la cargó con rapidez. Mientras tanto su brazo izquierdo le dolía enormemente y le parecía que sostenía un gran peso. ¿Qué había sido de sus adversarios? No podía comprenderlo. Si hubieran huido, si hubieran sido  heridos, habría oído algún ruido, algún movimiento en el follaje. ¿Estarían muertos, o más bien, estarían esperando, al abrigo de la pared, la ocasión de disparar de nuevo sobre él? En esta incertidumbre, y sintiendo disminuir sus fuerzas, puso la rodilla derecha en tierra, apoyó en la otra el brazo herido y se sirvió de una rama que colgaba de un árbol quemado para sostener la escopeta. Con el dedo en el gatillo, la mirada fija en la cerca, el oído atento al menor ruido, permaneció inmóvil durante algunos minutos, que le parecieron un siglo. Por fin, se oyó detrás de él, un grito lejano, y pronto un perro, que bajaba del cerro con la rapidez de una flecha, se detuvo junto a él moviendo la cola. Era Brusco, el discípulo y compañero de los proscritos, anunciando sin duda la llegada de su amo; y nunca un hombre honrado fue esperado con mayor impaciencia. El perro, con el hocico al aire, vuelto hacia el muro del cercado más próximo, olfateaba con inquietud. De pronto lanzó un gruñido sordo, franqueó la pared de un salto, y casi inmediatamente, volvió a subir a la cresta de aquélla, desde donde miró fijamente a Orso, expresando en sus ojos la sorpresa, con tanta claridad como puede hacerlo un perro; luego volvió a levantar el hocico al aire, esta vez en la dirección de la otra cerca, cuyo muro saltó. Al cabo de un segundo, reapareció sobre la cresta, mostrando el mismo aire de asombro y de inquietud; luego saltó al maquis, con el rabo entre las piernas y sin dejar de mirar a Orso, se alejó de él a pasos lentos, andando de costado, hasta que se halló a cierta distancia. Entonces, reemprendiendo su carrera, subió la cuesta casi tan rápido como la había bajado, al encuentro de un hombre que acudía con toda rapidez a pesar de la gran pendiente.

—¡A mí, Brando! —exclamó Orso en cuanto le creyó al alcance de la voz.

—¡Eh, Ors Anton! ¿está usted herido? —le preguntó Brandolaccio llegando sin aliento—. ¿En el cuerpo o en los miembros?…

—En un brazo.

—¡En un brazo! entonces no es nada. ¿Y el otro?

—Creo que le he dado.

Brandolaccio, siguiendo a su perro, corrió al cercado más próximo y se inclinó para mirar al otro lado de la cerca. Allí, quitándose el gorro:

—¡Salud al señor Orlanduccio! —Luego volviéndose hacia Orso, lo saludó a su vez con aire grave. «He ahí,  lo que llamo un hombre limpiamente arreglado.

—¿Vive aún? —preguntó Orso, respirando con esfuerzo.

—¡Oh!, ya se guardaría; tiene demasiada pena de la bala que le ha metido usted en un ojo. ¡Sangre de la Madona, qué agujero! ¡Buena escopeta, por mi vida! ¡Qué calibre! ¡Es capaz de vaciar un cráneo! Verá, Ors Anton, cuando oí primeramente ¡pim, pim! me dije: «¡Pardiez, están matando a mi teniente!» Después, al oír ¡pum, pum!, exclamé: «¡Ah! ahora habla la escopeta inglesa: está respondiendo… Pero, Brusco, ¿qué quieres?»

El perro le llevó al otro cercado. «¡Perdone! —exclamó Brandolaccio estupefacto—¡Doble golpe! ¡nada menos! ¡Caramba! bien se ve que está cara la pólvora, pues usted la economiza.

—¿Qué pasa? ¡Por amor de Dios! —preguntó Orso.

—¡Vamos! no sea usted bromista, mi teniente, derriba usted la caza y quiere que se la recojan… ¡Yo sé de uno que va a tener hoy un buen postre! Es el abogado Barricini. ¿Quieres carne fresca? ¡Ahí la tienes! Ahora ¿quién diablos heredará?

—¡Qué! ¿Vincentello también está muerto?

—Muy muerto. Salute a noi ¡Salud para nosotros! Lo bueno con usted es que no les hace sufrir. Venga a ver a Vincentello: todavía está de rodillas, con la cabeza apoyada en la pared. Parece que está durmiendo. Es el caso de decir: Sueño de plomo. ¡Pobre diablo!

Orso desvió la mirada con horror. «¿Estás seguro de que ha muerto?

—Usted es como Sampiero Corso, que no perdía tiro. ¿Ve eso… en el pecho, a la izquierda? mire, como hirieron a Vincileone en Waterloo. Apostaría a que la bala no está lejos del corazón. ¡Golpe doble!… ¡Ah! No voy a tirar más en mi vida. ¡Dos de dos tiros!… ¡A bala por persona!… ¡Los dos hermanos!… Si hubiera habido un tercer disparo, habría matado al papá… Otra vez lo hará mejor… ¡Qué golpe, Ors Anton!… ¡Y pensar que no le ocurrirá nunca a un buen muchacho como yo hacer un doble golpe con los gendarmes!

Mientras hablaba, el proscrito examinaba el brazo de Orso y desgarraba la manga con un puñal.

—No es nada —dijo— pero la levita le dará trabajo a la señorita Colomba… ¡Eh! ¿qué estoy viendo? ¿qué es esta herida en el pecho?… ¿No ha penetrado nada por ahí? No, no estaría usted tan animado. Veamos, intente mover los dedos… ¿Siente usted mis dientes cuando le muerdo el meñique?… ¿No mucho?… Da igual, no será nada. Déjeme cogerle el pañuelo y la corbata… He ahí una levita perdida… ¿Por qué demonios ponerse tan guapo? ¿Iba usted de boda?… Bueno, beba usted un trago de vino… ¿Por qué no ha traído usted cantimplora? ¿Es que un corso sale alguna vez sale sin ella? —Luego, en medio de la cura, se interrumpía para exclamar—: ¡Golpe doble! ¡Tiesos los dos!… ¡Lo que va a reírse el cura!… ¡Golpe doble!… ¡Ah! por fin está aquí esa tortuguita de Chilina.

Orso no respondía. Estaba pálido como un muerto y todo su cuerpo temblaba.

—Chili —gritó Brandolaccio— ve a mirar detrás de esa cerca. ¿Eh? La niña, ayudándose con las manos y los pies, trepó al muro, y, tan pronto como vio el cadáver de Orlanduccio, se santiguó.

—Eso no es nada —añadió el proscrito—; ve a mirar más lejos, allí.

La niña volvió a santiguarse.

—¿Ha sido usted, tío? —preguntó tímidamente.

—¿Yo? ¿No soy ya un viejo inservible? Chili, ha sido obra del señor. Felicítalo.

—La señorita se pondrá muy contenta —dijo Chilina— pero se enfadará al saber que está usted herido, Ors Anton.

—Vamos, Ors Anton —dijo el proscrito después de concluir la cura—. Chilina le ha traído su caballo. Suba y venga conmigo al maquis de Stazzona. Muy listo tendría que ser quien le encontrara a allí. Lo trataremos lo mejor que podamos. Cuando lleguemos a la cruz de Santa Cristina, habrá que apearse. Le dará usted el caballo a Chilina, que se irá a prevenir a la señorita, y, de camino, usted le encargará lo que quiera. Puede usted decir cuanto quiera a la pequeña, Ors Anton: que se dejaría hacer pedazos antes que traicionar a sus amigos. Y con acento de ternura: «¡Anda, pícara, —decía— excomulgada seas, maldita seas, bribona!» Brandolaccio, supersticioso como muchos proscritos, temía fascinar a los niños dirigiéndoles bendiciones o elogios, porque es sabido que las potencias misteriosas que presiden la Annocchiatura tienen la mala costumbre de ejecutar lo contrario de nuestros deseos.

—Pero ¿adónde quieres que vaya, Brando? —dijo Orso con voz apagada.

—¡Pardiez! puede usted elegir: a la cárcel o al maquis. Pero un della Rebbia no conoce el camino de la cárcel. ¡Al maquis, Ors Anton!

—¡Adiós, pues, todas mis esperanzas! —exclamó dolorosamente el herido.

—¿Sus esperanzas? ¡Diantre! ¿qué más podía usted esperar de una escopeta de dos cañones?… ¡Ah! pero ¿cómo diablos le hirieron a usted? Se conoce que esos mozos tenían más vidas que los gatos.

—Ellos dispararon primero —dijo Orso.

—Es verdad, lo había olvidado… ¡Pim, pim!, ¡Pum, pum!… ¡Doble golpe y con una sola mano! ¡Que me ahorquen si se puede hacer mejor! Vamos, ya está usted a caballo… pero antes de marchar mire usted su obra. No es cortés dejar así a la compañía, sin decirle adiós.

Orso espoleó a su caballo; por nada del mundo habría querido ver a los desdichados que acababa de matar.

—Mire, Ors Anton —dijo el proscrito cogiéndole la brida del caballo— ¿quiere que le hable con franqueza? ¡Pues bien! sin ofenderle, me dan lástima esos dos pobres jóvenes… Le ruego que me excuse… ¡Tan guapos… tan fuertes… tan jóvenes!… Orlanduccio con el que he cazado tantas veces… Me dio, hace cuatro días, un paquete de cigarros… ¡Vincentello estaba siempre de buen humor!… Es verdad que usted ha hecho lo que debía… y además el golpe ha sido demasiado hermoso como para que se sienta… Pero yo, yo no tenía parte en su venganza… Sé que tiene usted razón; cuando se tiene un enemigo hay que deshacerse de él. Pero los Barricini eran de una antigua familia… ¡Una más que desaparece!… ¡Y por un golpe doble!…. Es curioso.

Mientras que hacía así la oración fúnebre de los Barricini, Brandolaccio conducía de prisa a Orso, Chilina y el perro Brusco hacia el maquis de la Stazzona.

XVIII

Mientras tanto Colomba, poco después de la marcha de Orso, había sabido por sus espías que los Barricini habían salido al campo, y, desde tal momento, fue presa de una viva inquietud. Se le veía recorrer la casa en todos sentidos, yendo de la cocina a las habitaciones preparadas para sus huéspedes, sin hacer nada y ocupada siempre, parándose a cada momento para observar si se notaba en el pueblo algún movimiento inusual. Hacia las once entró en Pietranera una cabalgata bastante numerosa: eran el coronel, su hija, sus criados y su guía. Al recibirlos, las primeras palabras de Colomba fueron: «¿Han visto ustedes a mi hermano?» Después preguntó al guía qué camino habían tomado y a qué hora habían salido; y, por sus respuestas, no podía comprender que no se hubieran encontrado.

—Quizá su hermano haya ido por arriba —dijo el guía—; nosotros hemos venido por abajo.

Pero Colomba movió la cabeza y repitió sus preguntas. A pesar de su natural entereza, aumentada por el orgullo de ocultar toda debilidad a unos extraños, le era imposible disimular sus inquietudes, y no tardó en hacérselas compartir al coronel y sobre todo a miss Lydia, cuando les refirió la tentativa de reconciliación que había tenido tan mal resultado. Miss Nevil se agitaba, quería se que enviasen mensajeros en todas direcciones, y su padre se ofrecía a volver a montar a caballo e ir con el guía en busca de Orso. Los temores de sus huéspedes recordaron a Colomba sus deberes de ama da casa. Se esforzó por sonreír, apremió al coronel para sentarse a la mesa, y halló para explicar el retraso de su hermano veinte motivos plausibles, que al cabo de un instante, ella misma rechazaba. Considerando que su deber de hombre era tranquilizar a las mujeres, el coronel propuso también su explicación:

—Apuesto —dijo— que della Rebbia ha encontrado caza; no ha podido resistir a la tentación, y vamos a verlo regresar con el zurrón repleto. ¡Pardiez! —añadió— por el camino hemos oído cuatro disparos de escopeta. Había dos más fuertes que los otros, y le dije a mi hija: Apuesto a que es della Rebbia que está cazando. La que hace tanto ruido no puede ser otra que mi escopeta.

Colomba palideció, y Lydia, que la observaba con atención, adivinó fácilemente las sospechas que había sugerido la conjetura del coronel. Tras unos minutos de silencio, Colomba preguntó con ansiedad, si las dos detonaciones fuertes habían precedido o seguido a las otras. Pero ni el coronel, ni su hija, ni el guía habían prestado mucha atención a aquel punto capital.

Como hacia la una, no había vuelto aún ninguno de los mensajeros enviados por Colomba, ésta reunió todo su valor e hizo que sus huéspedes se sentaran a la mesa; pero, salvo el coronel, nadie pudo comer. Al menor ruido en la plaza, Colomba corría a la ventana, luego volvía a sentarse tristemente y, más tristemente aún, se esforzaba por continuar con sus amigos una conversación insignificante a la que nadie prestaba la menor atención y que interrumpían largos intervalos de silencio.

De repente se oyó el galope de un caballo. «¡Ah! Esta vez es mi hermano» dijo Colomba levantándose. Pero al ver a Chilina montada a horcajadas en el caballo de Orso: «¡Mi hermano ha muerto!» exclamó con una voz desgarradora.

El coronel dejó caer su vaso, miss Nevil dio un grito, todos corrieron a la puerta de la casa. Antes de que Chilina hubiera podido apearse de su montura, Colomba la levantó como una pluma, estrechándola hasta sofocarla. La niña comprendió su terrible mirada, y su primera palabra fue la del coro de Otelo: «¡Vive!» Colomba cesó de estrecharla, y Chilina cayó al suelo tan ágilmente como una gata pequeña.

—¿Y los otros? —inquirió Colomba con voz ronca.

Chilina hizo la señal de la cruz con dos dedos, el índice y el medio. Inmediatamente, un intenso rubor sucedió, en la cara de Colomba, a su palidez mortal. Lanzó una ardiente mirada a la casa de los Barricini, y dijo sonriendo a sus huéspedes: «Entremos a tomar el café.»

La Iris de los proscritos tenía mucho que contar. Su jerga, traducida tal cual por Colomba al italiano, y luego al inglés por miss Nevil, arrancó más de una imprecación al coronel, más de un suspiro a miss Lydia; pero Colomba escuchaba con aire impasible, aunque retorciendo de tal manera su servilleta adamascada que amenazaba con hacerla pedazos. Interrumpió a la niña cinco o seis veces para hacerle repetir que Brandolaccio decía que la herida no era peligrosa y que había visto otras muchas. Al terminar, Chilina dijo que Orso solicitaba con insistencia papel de escribir, y que encargaba a su hermana que suplicase a una dama que tal vez se encontrara en su casa, que no se marchara antes haber recibido una carta de él. «Esto es —añadió la niña— lo que más le atormentaba; y ya estaba yo en camino cuando me volvió a llamar para recomendarme este encargo. Era la tercera vez que me lo repetía.» Al oír este requerimiento de su hermano, Colomba sonrió ligeramente y estrechó con fuerza la mano de la inglesa, que se puso a llorar y no juzgó oportuno traducir a su padre aquella parte de la narración.

—Sí, se quedará usted conmigo, mi querida amiga —dijo Colomba abrazando a miss Nevil— y nos ayudará.

Luego, sacando de un armario bastante cantidad de ropa vieja, se puso a cortarla para hacer vendas y sacar hilas. Al ver el brillo de sus ojos, la animación de su tez y esa alternancia de preocupación y sangre fría, habría sido difícil decir si estaba más afectada por la herida de su hermano que satisfecha por la muerte de sus enemigos. Unas veces servía café al coronel, presumiendo de su habilidad para prepararlo; otras, distribuyendo trabajo a miss Nevil y a Chilina, les exhortaba a coser vendas y a enrollarlas; otras preguntaba por vigésima vez si la herida de Orso le dolía mucho. Constantemente se interrumpía en medio de su labor para decirle al coronel: «¡Dos hombres tan diestros!, ¡tan terribles!… Él solo, herido, sólo con un brazo… los derribó a los dos… ¡Qué valor, coronel! ¿Verdad que es un héroe? ¡Ah! miss Nevil, ¡qué felices son de vivir en un país tranquilo como el suyo!… ¡Estoy segura de que no conocía todavía usted a mi hermano!… Ya lo había yo dicho: el gavilán desplegará sus alas… La engañaba a usted con su aspecto tan dulce… Es que al lado de usted, miss Nevil… ¡Ah! Si la viera a usted trabajar para él… ¡Pobre Orso!»

Miss Lydia no trabajaba ni encontraba palabras. Su padre preguntaba por qué no se apresuraban a formular una denuncia ante un magistrado. Hablaba de las diligencias del coroner y de otras muchas cosas desconocidas en Córcega. Por fin, quería saber, si la casa de campo de aquel buen señor Brandolaccio, que había socorrido al herido, estaba muy lejos de Pietranera y si no podría él ir a ver a su amigo.

Y Colomba respondía, con su calma habitual, que Orso estaba en el maquis; que le cuidaba un proscrito; que corría grave riesgo si se presentaba antes de saberse las disposiciones del prefecto y de los jueces; en fin, que ya se las arreglaría para que un buen cirujano fuera a verlo en secreto. «Sobre todo, señor coronel, acuérdese bien, —le decía— de que usted oyó los cuatro disparos y de que usted ha dicho que Orso fue el último en tirar.» El coronel no comprendía nada del asunto, y su hija no hacía más que suspirar y enjugarse los ojos.

El día estaba ya muy avanzado cuando una triste procesión entró en el pueblo. Le traían al abogado Barricini los cadáveres de sus hijos, cada uno atravesado en una mula conducida por un campesino. Una multitud de amigos y de curiosos seguía al lúgubre cortejo. Con ellos se veía también a los gendarmes, que siempre llegan demasiado tarde, y al teniente de alcalde, que alzaba los brazos al cielo, repitiendo sin cesar: «¡Qué dirá el señor prefecto!». Algunas mujeres, entre otras una nodriza de Orlanduccio, se arrancaban los cabellos y lanzaban chillidos salvajes. Pero su dolor ruidoso producía menos impresión que la desesperación muda de un personaje que atraía todas las miradas. Era el desdichado padre, que, yendo de un cadáver al otro, levantaba sus cabezas manchadas de tierra, besaba sus labios violáceos, sostenía sus miembros ya rígidos, como para evitarles los traqueteos del camino. A veces se le veía abrir la boca para hablar, pero no emitía ni un grito, ni una palabra. Sin apartar los ojos de los cadáveres, tropezaba con las piedras, con los árboles, con todos los obstáculos que encontraba.

Las lamentaciones de las mujeres, las imprecaciones de los hombres redoblaron a la vista de la casa de Orso. Ante una aclamación de triunfo que unos pastores rebbianistas se atrevieron a lanzar, la indignación de sus adversarios no pudo contenerse. «¡Venganza, venganza!» gritaron algunas voces. Se lanzaron piedras, y dos disparos dirigidos contra las ventanas de la sala en la que se encontraban Colomba y sus huéspedes atravesaron los postigos e hicieron que cayeran astillas hasta sobre la mesa junto a la que estaban sentadas las dos mujeres. Miss Lydia lanzó gritos horrorosos, el coronel agarró una escopeta y Colomba, antes de que él pudiera contenerla, corrió hacia la puerta de la casa y la abrió con ímpetu. Allí, de pie sobre el umbral elevado, con las dos manos extendidas para maldecir a sus enemigos:

—¡Cobardes! —exclamó— ¡disparáis sobre mujeres, sobre extranjeros! ¿Sois corsos? ¿sois hombres? ¡Miserables, no sabéis sino asesinar por la espalda, ¡venid! ¡yo os desafío! Estoy sola; mi hermano está lejos. Matadme, matad a mis huéspedes; es digno de vosotros… No os atrevéis, ¡cobardes! porque sabéis que nos vengaremos. ¡Id, id a llorar como mujeres y agradeced que no os pidamos más sangre!

Había algo en la voz y en la actitud de Colomba, algo imponente y terrible; al verla, la multitud retrocedió espantada, como ante la aparición de esas hadas maléficas de las que en Córcega se cuenta más de una historia de miedo en las veladas de invierno. El teniente de alcalde, los gendarmes y un determinado número de mujeres aprovecharon aquel movimiento para ponerse entre los dos bandos; pues los pastores rebbianistas preparaban ya sus armas, y hubo un momento en que se pudo temer que una pelea general iba a entablarse en la plaza. Pero las dos facciones se encontraban privadas de sus jefes, y los corsos, disciplinados en sus furores, rara vez llegan a las manos en ausencia de los principales autores de sus luchas intestinas. Además, Colomba, a la que el triunfo había hecho prudente, contuvo a su pequeña guarnición: «Dejad llorar a esas pobres gentes —dijo—; dejad que ese anciano se lleve su carne. ¿Para qué matar a ese viejo zorro que ya no tiene dientes para morder?… — ¡Giudice Barricini, acuérdate del 2 de agosto! ¡Acuérdate de la cartera ensangrentada en la que escribió tu mano de falsario! Mi padre anotó allí tu deuda; tus hijos la han pagado. Yo te doy el recibo, viejo Barricini.»

Colomba, con los brazos cruzados, con la sonrisa del desprecio en sus labios, vio llevar los cadáveres a la casa de sus enemigos y dispersarse luego lentamente el gentío. Cerró su puerta, y, volviendo al comedor, dijo al coronel:

—Le pido perdón por mis compatriotas. Nunca habría creído que unos corsos disparasen sobre una casa en que hay extranjeros, y  estoy avergonzada de mi país.

Por la noche, cuando miss Lydia se retiró a su habitación, el coronel la siguió y le preguntó si no harían bien en marcharse al día siguiente de un lugar en el que a cada instante se estaba expuesto a recibir un balazo en la cabeza, y lo antes posible de un país en donde no había más que homicidios y traiciones.

Miss Nevil tardó algún tiempo en contestar, y era evidente que la proposición de su padre le causaba no poca confusión. Por fin contestó:

—¿Cómo podríamos dejar a esa desgraciada chica en el momento en el que está tan necesitada de ayuda? ¿No le parece  que sería una crueldad por nuestra parte?

—Lo he dicho por usted, hija mía —replicó el coronel—; y si supiera que estaba segura en el hotel de Ajaccio, le aseguro que me sentiría molesto al tener que abandonar esta maldita isla sin haber estrechado la mano a ese valiente della Rebbia.

—Pues bien, padre, esperemos todavía, y, antes de marcharnos, asegurémonos bien de que no podemos hacerle ningún favor.

—¡Qué buen corazón! —dijo el coronel besando a su hija en la frente—. Me gusta ver que te sacrificas para aliviar la desgracia de los demás. Quedémonos; nunca se arrepiente uno de haber realizado una buena acción.

Miss Lydia daba vueltas en la cama sin poder dormir. Unas veces, los vagos ruidos que oía le parecían los preparativos de un ataque contra la casa; otras, tranquilizada respecto a ella misma, pensaba en el pobre herido, acostado probablemente a esa hora en la fría tierra, sin otros auxilios que los que podía esperar de la caridad de un proscrito. Se lo imaginaba cubierto de sangre, sufriendo horribles dolores; y lo que había de singular era que siempre que la imagen de Orso se presentaba a su espíritu, lo veía tal como lo había visto en el momento de su marcha, presionando sobre los labios el talismán que ella le había dado… Luego pensaba en su bravura. Se decía que el peligro terrible al que acababa de escapar, lo había sufrido por su culpa, por el deseo de verla un poco antes. Poco faltaba para que estuviera persuadida de que por defenderla Orso que se había dejado romper el brazo. Se reprochaba su herida, pero ella lo admiraba más a causa de la misma; y si el famoso doble golpe no tenía a sus ojos tanto mérito como a los de Colomba y del proscrito, juzgaba, sin embargo, que pocos héroes de novela habrían mostrado tanta intrepidez, tanto temple en tan gran peligro.

La habitación que ocupaba era la de Colomba. Por encima de una especie de reclinatorio de roble, al lado de una palma bendita, colgaba de la pared un retrato en miniatura de Orso con uniforme de teniente. Miss Nevil descolgó el retrato, lo contempló largo rato y lo puso por fin junto a su cama, en lugar de volverlo a poner en su sitio. No se durmió hasta el alba, y ya el sol estaba muy alto cuando se despertó. Ante su cama vio a Colomba, que estaba esperando inmóvil el momento en que abriera los ojos.

—¡Y bien! señorita, ¿no está usted demasiado mal en nuestra pobre casa? —preguntó Colomba—. Temo que no haya usted dormido nada.

—¿Tiene usted noticias de él, querida amiga? —dijo miss Nevil incorporándose en la cama.

Vio el retrato de Orso, y se apresuró a taparlo con un pañuelo.

—Sí, tengo noticias, —contestó Coloma sonriendo. Y cogiendo el retrato: «¿Le encuentra usted parecido? Él es mejor que esto.»

—¡Dios mío!… —exclamó avergonzada—, descolgué por distracción este retrato… Tengo el defecto de tocarlo todo… y no ordenar nada… ¿Cómo está su hermano?

—Bastante bien. Giacanto ha venido esta madrugada antes de las cuatro. Me ha traído una carta… para usted, miss Lydia; Orso no me ha escrito a mí. En el sobre pone: Para Colomba; pero más abajo: Para miss N… Las hermanas no son celosas. Giocanto dice que a Orso le costó mucho esfuerzo escribir. Giocanto, que tiene una magnífica letra, se ofreció para que le dictara. Pero él no quiso. Ha escrito con lápiz, tumbado de espaldas. Brandolaccio le sostenía el papel. A cada instante mi hermano quería levantarse, y entonces, al menor movimiento sentía en su brazo unos dolores atroces. «Daba pena», me ha dicho Giocanto. Aquí tiene usted su carta.

Miss Nevil leyó la carta, que estaba escrita en inglés, sin duda por precaución. He aquí lo que decía:

«Señorita,

Una desgraciada fatalidad me ha impulsado. Ignoro lo que dirán mis enemigos, qué calumnias inventarán. Poco me importa, si usted, señorita, no les da crédito. Desde que la vi, he estado acariciando sueños insensatos. Ha sido precisa esta catástrofe para mostrarme mi locura; ya he vuelto a la razón. Sé cual es el porvenir que me espera, y me encontrará resignado. Esta sortija que me dio y que yo creía un talismán de felicidad, no me atrevo a conservarla. Temo, miss Nevil, que sienta usted haber otorgado tan mal sus dones; o más bien, temo que me recuerde el tiempo en que estuve loco. Colomba se la entregará… Adiós, señorita, va usted a irse de Córcega, y no la volveré a ver; pero dígale a mi hermana que todavía conservo su estima, y, se lo aseguro, la sigo mereciendo.» O.D.R

Miss Lydia se había vuelto de espaldas para leer aquella carta, y Colomba, que la observaba atentamente, le entregó la sortija egipcia, preguntándole con la mirada lo que significaba. Pero miss Lydia no se atrevía a levantar la cabeza, y contemplaba tristemente la sortija, que se ponía en el dedo y se quitaba alternativamente.

—Querida miss Nevil —dijo Colomba— ¿no puedo saber lo que le dice mi hermano? ¿Le habla de su estado?

—Pues… —contestó miss Lydia enrojeciendo—, no dice nada… Su carta está en inglés… Me encarga que le diga a mi padre… Espera que el prefecto podrá arreglar…

Colomba, sonriendo con malicia, se sentó en la cama, cogió las dos manos de miss Nevil y, mirándola con sus ojos penetrantes: «¿Será buena? —le dijo—. ¿Verdad que contestará a mi hermano? ¡Le haría usted tanto bien! Cuando llegó la carta, se me ocurrió por un momento la idea de venir a despertarla, pero no me atreví.

—Hizo usted mal —contestó miss Nevil— y si una palabra mía pudiera…

—Ahora no puedo enviarle cartas. Ha llegado el prefecto, y Pietranera está llena de lacayos armados. Más tarde veremos. ¡Ah! Si conociese usted a mi hermano, lo querría como lo quiero yo… ¡Es tan bueno! ¡tan valiente! Piense en lo que ha hecho. ¡Solo contra dos y herido!

El prefecto había regresado. Avisado por un mensajero urgente del teniente de alcalde, había venido acompañado de gendarmes y de voltigeurs, trayendo además al fiscal, al escribano y demás para actuar en la nueva y terrible catástrofe que complicaba, o si se quiere terminaba, las enemistades de las familias de Pietranera. Poco después de su llegada, vio al coronel Nevil y a su hija, y no les ocultó que temía que el asunto tomase un mal sesgo. «Ustedes saben  que la disputa no ha tenido testigos; y la reputación de destreza y de valor de esos dos desdichados jóvenes era tan conocida que todo el mundo se niega a creer que el señor della Rebbia haya podido matarlos sin la ayuda de los proscritos con los que se dice que se ha refugiado.

—Eso es imposible —exclamó el coronel—; Orso della Rebbia es un joven de honor; yo respondo de él.

—Así lo creo —dijo el prefecto—; pero el fiscal (esos señores sospechan siempre) no me parece muy favorablemente dispuesto. Tiene en su poder un documento muy comprometedor para su amigo. Es una carta en la que amenaza a Orlanduccio y en la que le da una cita… y esa cita le parece una emboscada.

—Ese Orlanduccio —dijo el coronel— se negó a batirse como un caballero.

—No es costumbre aquí. Aquí se emboscan, se matan por la espalda, ése es el estilo del país. Hay, cierto es, un testimonio favorable: el de una niña que afirma haber oído cuatro detonaciones, cuyas dos últimas, más fuertes que las otras, provenían de un arma de grueso calibre, como la escopeta del señor della Rebbia. Desgraciadamente, esa niña es la sobrina de uno de los proscritos sospechosos de complicidad, y tiene aprendida la lección.

—Señor, —interrumpió miss Lydia, ruborizándose hasta el blanco de los ojos—, nosotros íbamos por el camino cuando sonaron los disparos y oímos lo mismo.

—¿De veras? Eso es importante. ¿Y usted, coronel, hizo usted sin duda la misma observación?

—Sí, —contestó con viveza miss Nevil—; mi padre, que está habituado a las armas, dijo: «Ése es el señor della Rebbia que tira con mi escopeta.»

—¿Y fueron los últimos esos disparos que reconoció usted?

—Los dos últimos ¿verdad padre?

El coronel no tenía muy buena memoria; pero siempre  se cuidaba de no contradecir a su hija.

—Hay que hablar enseguida al fiscal, coronel. Estamos esperando además a que un cirujano reconozca los cadáveres y compruebe si las heridas han sido producidas por el arma en cuestión.

—Yo se la di a Orso —dijo el coronel— y quisiera que hubiera ido a parar al fondo del mar… Es decir…, ¡pobre muchacho! cerebro que la tuviese entre las manos; pues, sin mi Manton, no sé cómo habría escapado.

XIX

El cirujano llegó un poco tarde. Le había sucedido una aventura en el camino. Se encontró con Giocanto Castriconi, quien le requirió con la mayor cortesía para que fuera a asistir a un hombre herido. Lo había conducido adonde estaba Orso, a quien había hecho la primera cura. Después el proscrito lo acompañó hasta bastante lejos y lo entretuvo hablándole de los famosos profesores de Pisa, íntimos amigos suyos, según le dijo.

—Doctor —dijo el teólogo al despedirse—, me ha inspirado usted demasiada estima como para que juzgue necesario recordarle que un médico debe ser tan discreto como un confesor. —Y se puso a jugar con el mecanismo de su escopeta—. Usted se ha olvidado del lugar en que hemos tenido el honor de vernos. Adiós, encantado de haberlo conocido.

Colomba suplicó al coronel que asistiera a la autopsia de los cadáveres.

—Usted conoce mejor que nadie la escopeta de mi hermano —le dijo— y su presencia será muy útil. Además, hay aquí tantas malas personas, que correríamos grandes riesgos si no tuviéramos a nadie para defender nuestros intereses.

Cuando se quedó a solas con miss Lydia, se quejó de un fuerte dolor de cabeza y le propuso un paseo por el campo, a poca distancia del pueblo. «El aire libre me sentará bien —dijo—. ¡Hace tanto tiempo que no lo he respirado!» Mientras andaban se puso a hablarle de su hermano; y miss Lydia, a la que aquel el tema le interesaba vivamente, no se dio cuenta de que iban alejándose mucho de Pietranera. Se estaba poniendo el sol cuando lo notó, y le pidió a Colomba que regresaran. Colomba dijo que conocía un atajo para abreviar el regreso; y, dejando el camino que seguían, tomó otro en apariencia mucho menos frecuentado. No tardó en ponerse a trepar por una pendiente tan escarpada que para sostenerse tenía que agarrarse con una mano a las ramas de los árboles, mientras que con la otra tiraba de su compañera. Al cabo de un buen cuarto de hora de tan penosa ascensión se encontraron en una reducida meseta cubierta de mirtos y de madroños, en medio de grandes bloques de granito que horadaban el suelo por todas partes. Miss Lydia estaba muy fatigada, no se veía el pueblo y era ya casi de noche.

—¿Sabe?, mi querida Colomba —dijo— temo que nos hemos extraviado.

—No tenga miedo —contestó Colomba—. Continuemos andando, sígame.

—Le aseguro que se está equivocando; el pueblo no puede estar por ese lado. Apostaría que le volvemos la espalda. Mire aquellas luces que vemos tan lejos, son sin duda las de Pietranera.

—Mi querida amiga, —dijo Colomba con expresión agitada—, usted tiene razón; pero a doscientos pasos de aquí…, en ese maquis…

—¿Y bien?

—Está mi hermano; yo podría verlo y abrazarlo si usted quisiera.

Miss Nevil hizo un movimiento de sorpresa.

—He salido de Pietranera —añadió Colomba— sin despertar sospechas porque estaba con usted… en otro caso me habrían seguido… ¡Estar tan cerca de él y no verlo!… ¿Por qué no viene usted conmigo a ver a mi pobre hermano? ¡Le daría usted tanta alegría!

—Pero, Colomba… eso no estaría bien por mi parte.

—Comprendo. Ustedes las mujeres de las ciudades, se inquietan siempre por lo que está bien; nosotras las mujeres de pueblo, no pensamos sino en lo que es bueno.

—¡Pero es tan tarde!… ¿Qué pensaría de mí su hermano?

—Pensará que no lo han abandonado sus amigos, y esto le dará valor para sufrir.

—¿Y mi padre? estará tan inquieto…

—Sabe que está usted conmigo… En fin, decídase… Usted miraba su retrato esta mañana…,— añadió con una sonrisa maliciosa.

—No…, verdaderamente, Colomba, no me atrevo… esos proscritos que están ahí…

—¡Y bien! esos proscritos no la conocen, ¿qué importa? ¿Desearía usted verlo?…

—¡Dios mío!

—Vamos, señorita, decídase. No puedo dejarla aquí sola; no se sabe lo que podría ocurrir. Vamos a ver a Orso, o volvamos juntas al pueblo… Yo veré a mi hermano… Dios sabe cuándo… tal vez nunca…

—¿Qué dice usted, Colomba?… ¡Está bien, vamos! pero sólo un minuto, y regresamos enseguida.

Colomba le estrechó la mano, y, sin responder, echó a andar tan de prisa que a miss Lydia le costaba trabajo seguirla. Por fortuna, Colomba no tardó en pararse, diciendo a su compañera: «No avancemos más hasta haberles advertido; podríamos quizá recibir un tiro.» Se puso entonces a silbar entre los dedos; inmediatamente después se oyó un perro ladrar y no tardó en aparecer el centinela avanzado de los proscritos. Era nuestro antiguo conocido, el perro Brusco, que reconoció enseguida a Colomba, y se encargó de servirle de guía. Tras numerosos rodeos por los estrechos senderos del maquis, dos hombres armados hasta los dientes salieron a su encuentro.

—¿Es usted Brandolaccio? —preguntó Colomba—. ¿Dónde está mi hermano?

—¡Allí! —contestó el proscrito—. Pero vaya usted despacio: está durmiendo, y es la primera vez que lo hace desde su accidente. ¡Vive Dios! Bien se ve que por donde pasa el diablo pasa también una mujer.

Las dos mujeres se acercaron con precaución, y junto a una hoguera cuyo resplandor se había ocultado prudentemente construyendo una pequeña pared de piedras sueltas, vieron a Orso acostado sobre un montón de helechos y cubierto con un abrigo. Estaba muy pálido, y se oía su respiración jadeante. Colomba se sentó a su lado, y lo contemplaba en silencio con las manos juntas, como si rezase mentalmente. Miss Lydia, tapándose la cara con su pañuelo, se apretó contra ella; pero, de vez en cuando, levantaba la cabeza para ver al herido por encima del hombro de Colomba. Transcurrió un cuarto de hora sin que nadie abriese la boca. A una seña del teólogo, Brandolaccio se había internado con él en el maquis, para alegría de miss Lydia, que, por primera vez, consideraba que las largas barbas y el atuendo de los proscritos tenían demasiado color local.

Por fin Orso hizo un movimiento. Inmediatamente Colomba se inclinó sobre él y lo besó repetidas veces, haciéndole preguntas sobre la herida, sus sufrimientos, sus necesidades. Después de haber contestado que se encontraba todo lo bien posible, Orso le preguntó a su vez si miss Nevil estaba aún en Pietranera y si le había escrito. Colomba, inclinada sobre su hermano, le ocultaba por completo a su compañera, a la que, de otra parte, le habría sido difícil reconocer en la oscuridad. Ella tenía cogida una de las manos de miss Nevil y con la otra levantaba  la cabeza del herido.

—No, hermano, no me ha dado ninguna carta para usted…; pero usted  ¿sigue pensando en ella? ¿La quiere pues mucho?

—¡Que si la quiero, Colomba!… Pero ella… ella me despreciará tal vez ahora.

En este momento, miss Nevil hizo un esfuerzo para retirar su mano; pero no era fácil hacer que Colomba soltara su presa; pues, aunque pequeña y bien formada, su mano poseía una fuerza de la que ya se han visto algunas pruebas.

—¡Despreciarlo después de lo que ha hecho! —exclamó—. Al contrario, habla muy bien de usted… ¡Ah! Orso, tendría muchas cosas de ella que contarle.

La mano seguía queriendo escaparse, pero Colomba la llevaba cada vez más cerca de Orso.

—Pero en fin, —dijo el herido— ¿por qué no contestarme?… Una sola línea, me  habría bastado.

A fuerza de tirar de la mano de miss Nevil, Colomba terminó por ponerla en la de su hermano. Entonces apartándose de repente y echándose a reír, exclamó: «Orso, tenga cuidado con hablar mal de miss Lydia, porque entiende muy bien el corso.»

Miss Lydia se apresuró a retirar su mano y pronunció unas palabras ininteligibles. Orso creía soñar.

—¿Usted aquí, miss Nevil? ¡Dios mío! ¿cómo se ha atrevido? ¡Ah, qué feliz me hace!   —E incorporándose con esfuerzo trató de acercarse a ella.

—He acompañado a su hermana … para que no pudieran sospechar adónde iba…. y luego, yo quería también… asegurarme… ¡Dios! ¡qué mal está usted aquí!

Colomba se había sentado detrás de Orso. Lo levantó con precaución, de manera que podía sostenerle la cabeza sobre sus rodillas. Le pasó los brazos alrededor del cuello, e hizo una seña a miss Lydia para que se acercara. «¡Más cerca! ¡más cerca! —decía—: un enfermo no debe levantar mucho la voz.» Y como miss Lydia dudaba, la cogió de una mano y la obligó a sentarse tan cerca, que su vestido rozaba con Orso y su mano, que ella sujetaba aún, se apoyaba en el hombro del herido.

—Así está muy bien, —dijo Colomba en tono alegre—. ¿Verdad, Orso, que se está bien en el maquis, en un campamento, en una bella noche como ésta?

—¡Oh sí! ¡una hermosa noche! —exclamó Orso—. ¡No la olvidaré jamás!

—¡Cuánto debe usted sufrir! —dijo miss Nevil.

—Ya no sufro —dijo Orso— y quisiera morir aquí. Y su mano derecha se acercaba a la de miss Lydia, que Colomba seguía sujetando.

—Es absolutamente necesario que lo trasladen a usted a cualquier sitio en donde pueda ser atendido, señor della Rebbia —dijo miss Nevil—. No podré dormir, después de haberlo visto a usted en semejante lecho… y  al raso.

—Si no hubiese temido encontrarme con usted, miss Nevil, habría tratado de volver a Pietranera, y me habría entregado a las autoridades.

—¿Y por qué temía encontrarse con ella, Orso? —preguntó Colomba.

—La había desobedecido… y no me habría atrevido a verla en aquel momento.

—¿Sabe usted, miss Lydia, que obliga a mi hermano a hacer cuanto usted quiere? —dijo Colomba riendo—. Le impediré a usted que lo vea.

—Espero —dijo miss Nevil— que este desgraciado asunto va a aclararse, y que pronto no tendrá usted nada que temer… Estaría muy contenta si, cuando nos vayamos, supiera que le han hecho justicia y que han reconocido su lealtad y su valor.

—¡Se marcha, miss Nevil! No mencione usted aún esa palabra.

—¿Qué quiere?… mi padre no puede estar siempre cazando… Quiere marcharse.

Orso dejó caer su mano, que rozaba con la de miss Lydia, y hubo un momento de silencio.

—¡Bah! —intervino Colomba—, no le dejaremos marcharse tan pronto. Tenemos muchas cosas que enseñarle en Pietranera…. Además me ha prometido usted que haría mi retrato, y no lo ha comenzado aún… Y además le he prometido hacerle una serenata en setenta y cinco estrofas… Y además… Pero ¿por qué gruñirá así Brusco… Y Brandolaccio corre tras él… Voy a ver qué ocurre.

Se levantó inmediatamente, y poniendo sin pedir permiso, la cabeza de Orso sobre las rodillas de miss Nevil, corrió hacia los proscritos.

Algo sorprendida de encontrarse así sosteniendo a un apuesto joven, a solas con él en medio de un maquis, miss Nevil no sabía muy bien qué hacer, porque, si se retiraba bruscamente, temía lastimar al herido. Pero Orso abandonó por sí mismo el dulce apoyo que su hermana acababa de proporcionarle, y, se sostuvo sobre su brazo derecho. «¿Así que se va a marchar pronto, miss Lydia?, nunca pensé que fuese usted a prolongar su estancia en este desgraciado país…, y sin embargo… ahora que ha venido usted aquí, sufro cien veces más al pensar que tendré que decirle adiós… Soy un pobre teniente…, sin porvenir…, y ahora  proscrito… ¡Qué momento, miss Lydia, para decirle que la amo… pero es, sin duda, la única vez que podré decírselo, y me parece que soy menos desgraciado ahora que he podido aliviar mi corazón.»

Miss Lydia volvió la cabeza, como si la oscuridad no bastara para ocultar su rubor: «Señor della Rebbia, —contestó ella con voz temblorosa— no habría venido a este lugar si… —Y, mientras hablaba, puso en la mano de Orso el talismán egipcio. Luego, haciendo un gran esfuerzo para recobrar el tono de broma que le era habitual, dijo: «Está muy mal que me hable usted así… En medio de un maquis y rodeada por sus proscritos, sabe usted muy bien que no me atrevería jamás a enfadarme con usted.»

Orso hizo un movimiento para besar la mano que le devolvía el talismán; y, como miss Lydia la retiró un poco rápido, él perdió  el equilibrio y cayó sobre el brazo herido. No pudo reprimir un quejido de dolor.

—¿Se ha hecho usted daño, amigo mío? —exclamó ella levantándolo—. ¡Por mi culpa! Perdóneme… Siguieron hablando un rato en voz baja, y muy juntos. Colomba, que llegaba precipitadamente, los encontró precisamente en la misma posición en que los había dejado.

—¡Los voltigeurs! —exclamó —. Orso, intente levantarse y andar, yo le ayudaré.

—Déjame, —dijo Orso—. Di a los proscritos que huyan…; poco me importa, que me detengan; pero llévate a miss Lydia: por amor de Dios,  ¡que no la vean aquí!

—No lo dejaré a usted —dijo Brandolaccio que venía detrás de Colomba—. El sargento de los voltigeurs es un ahijado del abogado; en vez de detenerlo, lo matará y luego dirá que no lo ha hecho a propósito.

Orso intentó levantarse, e incluso dio algunos pasos; pero, se detuvo inmediatamente diciendo: «¡No puedo andar. Huid, vosotros. Adiós, miss Nevil; deme la mano, y adiós!

—¡No lo dejaremos! —exclamaron las dos mujeres.

—Si no puede usted andar —dijo Brandolaccio— tendré que llevarlo yo. Vamos, mi teniente, un poco de ánimo; tendremos tiempo para escapar por el barranco de ahí detrás. El señor cura va a entretenerlos.

—No, déjenme, —dijo Orso tumbándose en el suelo—. ¡Por amor de Dios, Colomba, llévate a miss Nevil!

—Usted es fuerte, señorita Colomba —dijo Brandolaccio—; cójalo por los hombros, yo por los pies; vamos, ¡en marcha!

Y empezaron a llevarlo rápidamente, a pesar de sus protestas; miss Lydia les seguía terriblemente asustada, cuando se oyó un disparo, al que enseguida respondieron otros cinco o seis. Miss Lydia lanzó un grito, Brandolaccio una imprecación, pero redobló su velocidad, e, imitándolo Colomba corría a través del maquis, sin prestar atención a las ramas que le azotaban la cara o le desgarraban el vestido:

—Agáchese, agáchese, querida, —decía a su compañera—, le puede alcanzar una bala. Así anduvieron, o más bien corrieron, unos quinientos pasos, cuando Brandolaccio declaró que no podía más, y se dejó caer en tierra, pese a las exhortaciones y los reproches de Colomba.

—¿Dónde está miss Nevil? —preguntaba Orso.

Miss Nevil, asustada por los disparos, detenida a cada instante por el espesor del maquis, no tardó en perder las huellas de los fugitivos y, se quedó sola, presa de la mayor angustia.

—Se ha quedado atrás, —contestó Brandolaccio— pero no se ha perdido, las mujeres se orientan siempre. Oiga Ors Anton, el estrépito que hace el cura con su escopeta. Por desgracia, no se ve ni gota y no se hace mucho daño tirando de noche.

—¡Chut! —exclamó Colomba—; oigo un caballo, estamos salvados.

En efecto, un caballo que pastaba en el maquis, espantado por el tiroteo, se acercaba hacia ellos.

—¡Estamos salvados! —repitió Brandolaccio—. Correr al caballo, cogerlo por las crines, ponerle en el hocico una cuerda a guisa de brida, fue para el proscrito, con la ayuda de Colomba, cuestión de un momento: «Avisemos ahora al cura, —dijo—.  Silbó dos veces; un silbido lejano respondió a esta señal, y la escopeta de Manton dejó de hacer oír su gruesa voz. Entonces Brandolaccio montó en el caballo. Colomba puso a su hermano delante del proscrito, quien con una mano le sujetó fuertemente, mientras que con la otra dirigía la montura. A pesar de su doble carga, el caballo, estimulado por dos vigorosos talonazos en el viente, partió ligero y descendió al galope una escarpadura en la que cualquier otro caballo que no fuera corso se habría matado cien veces.

Colomba volvió entonces sobre sus pasos, llamando a gritos a miss Nevil, pero sin que ninguna voz contestara a la suya… Después de haber andado algún tiempo al azar, tratando de encontrar el camino que había seguido, tropezó en un sendero con dos soldados, que le dieron el alto.

—¿Qué tal, señores? —dijo Colomba en tono burlón— ¡cuánto estrépito! ¿Cuántos muertos?

—Usted estaba con los proscritos —dijo uno de los soldados— y va usted a venir con nosotros.

—Con mucho gusto, —contestó ella—; pero tengo aquí una amiga y tenemos que encontrarla antes.

—Su amiga está ya detenida, e irá usted con ella a dormir a la cárcel.

—¿A la cárcel? habrá que verlo; pero entretanto llévenme adonde esté ella.

Los voltigeurs la condujeron al campamento de los proscritos, donde reunían los trofeos de la expedición, es decir, el abrigo que tapaba a Orso, una marmita vieja y un cántaro lleno de agua. En el mismo lugar se hallaba miss Nevil, que, encontrada por los soldados, medio muerta de miedo, respondía con lágrimas a todas sus preguntas acerca del número de los proscritos y la dirección que habían tomado.

Colomba la abrazó y le dijo al oído: «Están a salvo.» Después, dirigiéndose al sargento de los voltigeurs: «Señor, ve usted bien que la señorita no sabe nada de lo que usted le pregunta. Déjenos volver al pueblo, donde nos esperan con impaciencia.

—Se os llevará, y más pronto de lo que deseáis, preciosa, —contestó el sargento— y allí tendréis que explicar qué hacíais por aquí a estas horas con los proscritos que acaban de escaparse. No sé qué sortilegio emplean esos bribones, pero ciertamente fascinan a las chicas, pues allí donde hay proscritos se tiene la seguridad de encontrar chicas bonitas.

—Es usted galante, señor sargento, —replicó Colomba— pero no haría usted mal en tener cuidado con sus palabras. Esta señorita es parienta del prefecto, y conviene no bromear con ella.

—¡Parienta del prefecto! —murmuró un soldado—; en efecto, lleva sombrero.

—El sombrero no importa —contestó el sargento—. Las dos estaban con el cura, que es el mayor zalamero del país, y mi deber es llevármelas. Luego, por lo tanto, ya no tenemos nada que hacer aquí. De no ser por  ese maldito cabo Taupin…, ese borracho de francés que se descubrió antes de que hubiese yo cercado el maquis… los habríamos atrapado como en una red.

—¿Son ustedes siete? —preguntó Colomba—. ¿Saben señores, que si por casualidad los tres hermanos Gambini, Sarocchi y Teodoro Poli se encontrasen en la cruz de Santa Cristina con Brandolaccio y el cura podrían darle a ustedes trabajo? Si van ustedes a tener una conversación con el comandante del campo (Teodoro Poli) celebraría no encontrarme allí. Las balas no conocen a nadie por la noche.

La posibilidad de un encuentro con los temibles proscritos que Colomba acababa de nombrar pareció impresionar a los voltigeurs. Sin dejar de echar pestes contra el cabo Taupin, el perro francés, el sargento ordenó la retirada, y sus hombres emprendieron el camino hacia Pietranera, llevándose el abrigo y la marmita. En cuando al cántaro, un puntapié hizo justicia en él. Un soldado quiso coger el brazo de miss Lydia; pero Colomba lo rechazó al instante diciendo: «¡Que no la toque nadie! ¿Cree que tenemos intención de escaparnos? Vamos, Lydia, querida mía, apóyese en mí y no llore como una niña. Es una aventura, pero no terminará mal; dentro de media hora estaremos cenando. Por mi parte, tengo muchas ganas de hacerlo.

—¿Qué pensarán de mí? —decía por lo bajo miss Nevil.

— Pensarán que se perdió usted en el maquis, eso es todo.

—¿Qué dirá el prefecto?… ¿qué dirá mi padre, sobre todo?

—¿El prefecto?… dígale que se ocupe de su prefectura. ¿Su padre?… por la manera de hablar con Orso habría creído que tenía usted algo que decirle a su padre…

Miss Nevil le estrechó el brazo sin contestar.

—¿No es verdad, —le susurró Colomba al oído— que mi hermano merece que se le quiera? ¿No lo quiere usted un poco?

—¡Ah, Colomba! —contestó miss Nevil sonriendo a pesar de su confusión—, me ha traicionado usted, ¡a mí, que confiaba tanto en usted!

Colomba le pasó un brazo alrededor del talle y, besándola en la frente: «¿Hermanita, —dijo muy bajito— me perdona?

—No hay más remedio, mi terrible hermana —dijo Lydia devolviéndole el beso.

El prefecto y el fiscal se alojaban en el domicilio del teniente de alcalde de Pietranera, y el coronel, muy inquieto por su hija, acudía por vigésima vez buscando noticias, cuando un voltigeur, destacado como correo por el sargento, les relató el terrible combate librado contra los proscritos, combate en el que no había habido, cierto era, ni muertos ni heridos, pero en el que se habían apoderado de una marmita, de un abrigo y de dos chicas que eran, dijo, las amantes o las espías de los proscritos. Así anunciadas comparecieron las dos prisioneras en medio de su escolta armada. Puede suponerse la actitud radiante de Colomba, la vergüenza de su compañera, la sorpresa del prefecto, la alegría y el asombro del coronel. El fiscal se dio el maligno gusto de hacer sufrir a la pobre Lydia una especie de interrogatorio, que no terminó hasta que ella hubo perdido toda su firmeza.

—Me parece —dijo el prefecto— que podemos poner a todo el mundo en libertad. Estas señoritas han ido a pasearse, cosa muy natural dado el buen tiempo; han encontrado por casualidad a un amable joven herido, cosa muy natural también. Después, llevando aparte a Colomba, le dijo: «Señorita, puede usted comunicar a su hermano que su asunto va mejor de lo que yo esperaba. El examen de los cadáveres y la declaración del coronel demuestran que él no hizo más que responder, y que estaba solo en el momento del encuentro. Todo se arreglará, pero es preciso que deje cuanto antes el maquis y se constituya prisionero.»

Eran cerca de las once cuando el coronel, su hija y Colomba se sentaron a la mesa ante una cena fría. Colomba comía con buen apetito, burlándose del prefecto, del fiscal y de los voltigeurs. También comía el coronel, pero sin decir palabra, mirando constantemente a su hija que no levantaba los ojos del plato. Por fin, con voz dulce, pero grave:

—¿Lydia, —le preguntó en inglés— se ha comprometido usted con della Rebbia?

—Sí, padre, desde hoy —contestó ella ruborizándose, pero con voz firme.

Entonces alzó los ojos, y no percibiendo en la cara de su padre ningún signo de desaprobación, se arrojó en sus brazos y lo besó, como las señoritas bien educadas hacen en semejante ocasión.

—Está bien, —dijo el coronel— es un buen chico; pero, ¡por Dios! no nos quedemos en su endiablado país, o no doy mi consentimiento.

—No sé inglés, —dijo Colomba, que les estaba mirando con extremada curiosidad—; pero apuesto a que he adivinado lo que están  diciendo ustedes.

—Decimos, —contestó el coronel— que la llevaremos a usted a hacer un viaje por Irlanda.

—Sí, con mucho gusto, y seré la surella Colomba ¿Queda convenido, coronel? ¿Nos damos la mano?

—En esos casos uno se abraza, —dijo el coronel.

XX

Meses después de la doble muerte que sumió a Pietranera en la consternación (como dijeron los periódicos), un joven con el brazo izquierdo en cabestrillo, salió a caballo de Bastia por la tarde y se dirigió hacia el pueblo de Cardo, célebre por su fuente, que, en verano suministra a las gentes delicadas de la población un agua deliciosa. Una joven de elevada estatura y notable belleza, lo acompañaba montada en un pequeño caballo negro cuya fuerza y elegancia habría admirado un entendido, pero que, desgraciadamente, tenía una oreja rajada, por un extraño accidente. Al llegar al pueblo, la joven saltó ágilmente al suelo, y, después de haber ayudado a apearse de su montura a su compañero, desató del arzón de la silla unos paquetes bastante pesados. Los caballos fueron confiados a la custodia de un campesino, y la joven, cargada con los paquetes, que ocultaba bajo su mezzaro, y el joven, con una escopeta de dos cañones, tomaron el camino de la montaña siguiendo un sendero muy pendiente que no parecía conducir a poblado alguno. Al llegar a una de las elevadas mesetas del monte Querciolo, se detuvieron y se sentaron en la hierba. Parecían esperar a alguien, pues no hacían más que mirar hacia la montaña, y la joven consultaba a menudo un bonito reloj de oro, tanto quizá por contemplar una joya que parecía poseer desde hacía poco tiempo, como para saber si la hora de la cita había llegado. Su espera no fue larga. Un perro salió del maquis, y, al nombre de Brusco pronunciado por la joven, se apresuró a acudir a acariciarlos. Poco después aparecieron dos hombres barbudos, con la escopeta bajo el brazo, la cartuchera al cinto y la pistola en el costado. Sus trajes, rotos y llenos de remiendos, contrastaban con sus armas brillantes procedentes de una famosa fábrica del continente. A pesar de la desigualdad aparente de su posición, los cuatro personajes de aquella escena se abordaron familiarmente y como viejos amigos.

—¡Y bien!  Ors Anton, —dijo el proscrito de más edad—, ha terminado su asunto. Un auto de sobreseimiento. Mi enhorabuena. Siento que no esté ya en la isla el abogado para verlo rabiar. ¿Y su brazo?

—Dice el médico —respondió el joven—, que dentro de quince días podré dejar el pañuelo… Brando, amigo mío, mañana me voy a Italia y he venido a despedirme de ti, y del cura. Por eso les rogué que vinieran.

—Mucha prisa tiene usted —contestó Brandolaccio—; ¿le absolvieron ayer y se marcha mañana?

—Tiene asuntos  pendientes —dijo alegremente la joven—. Señores, les he traído cena: coman y no se olviden de mi amigo Brusco.

—Mima usted demasiado a Brusco, señorita Colomba, pero es agradecido. Va usted a ver. Vamos, Brusco —ordenó, poniendo su escopeta horizontalmente— ¡salta por los Barricini! —El perro permaneció inmóvil, lamiéndose el hocico y mirando a su amo—. ¡Salta por los della Rebbia! —Y saltó dos pies más alto de lo necesario.

—Oigan, amigos míos —dijo Orso— están ustedes ejerciendo un feo oficio; y si no lterminan su carrera en aquella plaza que se ve allí abajo, lo mejor que puede sucederles es caer en un maquis alcanzados por la bala de un gendarme.

—¡Y bien! —dijo Castriconi— es una muerte como otra cualquiera, y vale más que la fiebre que le mata a uno en la cama, entre los lloriqueos más o menos sinceros de sus herederos. Cuando se está, como nosotros, acostumbrados a vivir al aire libre, no hay nada mejor que morir con los zapatos puestos, como dicen nuestros aldeanos.

—Quisiera —insistió Orso— verlos dejar este país… y llevar una vida más tranquila. Por ejemplo, ¿por qué no van ustedes a establecerse en Cerdeña, como lo han hecho muchos de sus compañeros? Yo podría facilitarles los medios para hacerlo.

—¿A Cerdeña?  —exclamó Brandolaccio—. ¡Istos Sardos! ¡Que se vayan  al diablo con su jerga! Es demasiado mala compañía para nosotros.

—No hay recursos en Cerdeña —añadió el teólogo—. Yo por mi parte, desprecio a los sardos. Allí para cazar a los proscritos hay una milicia montada; eso constituye a un mismo tiempo la crítica de los proscritos y del país. ¡Cerdeña  es un asco! Lo que me choca, señor della Rebbia, es que un hombre de gusto y de saber como usted, no haya adoptado nuestra vida en el maquis, después de haberla probado.

—Es que —contestó Orso sonriendo—, cuando tuve la satisfacción de ser huésped de ustedes,  no estaba en condiciones de apreciar los encantos de su situación, y todavía me duelen las costillas cuando me acuerdo de la carrera que di una hermosa noche, puesto como un fardo en el caballo sin silla que montaba mi amigo Brandolaccio.

—¿Y no estima usted en nada —replicó Castriconi— el placer de escapar a la persecución? ¿Cómo puede usted ser insensible al encanto de una libertad absoluta en un hermoso clima como el nuestro? Con este salvoconducto (mostró la escopeta) se es rey en todas partes, hasta donde puede alcanzar la bala. Se manda, se hace justicia… Es una expansión muy moral, señor, y muy agradable, a la que renunciamos. ¿Qué vida es más hermosa que la del caballero andante, cuando se está mejor armado y se es más sensato que don Quijote? Mire, el otro día supe que el tío de la pequeña Lilla Luigi, ese viejo ladrón, no quería entregarle dote; le escribí, sin amenazas, no es ése mi estilo; ¡pues bien! al momento se convenció mi hombre y ha casado a su sobrina. He labrado la felicidad de dos seres. Créame, señor Orso, nada es comparable a la vida de proscrito. ¡Bah! Tal vez se haría usted de los nuestros si no existiera cierta inglesa, a la que sólo vi un momento, pero de la que hablan todos con admiración en Bastia.

—A mi futura cuñada no le gusta el maquis —dijo Colomba riendo— pasó allí demasiado miedo.

—En fin, —manifestó Orso— ¿quieren quedarse aquí? Sea. Díganme si puedo hacer algo por ustedes.

—Nada —contestó Brandolaccio— sólo conservar de nosotros un pequeño recuerdo. Nos ha colmado usted de favores. Chilina ya tiene dote y no tendrá necesidad para casarse, de que mi amigo el cura, escriba cartas sin amenazas. Sabemos que el colono de ustedes nos dará pan y pólvora en nuestras necesidades, así, pues, adiós. Espero volver a verlo en Córcega un día de éstos.

—En momentos de apuro —insinuó Orso— vienen bien algunas monedas de oro. Ahora que somos ya viejos conocidos no se negarán a admitir este cartuchito que puede servirles para procurarse otros.

—Nada de dinero entre nosotros, mi teniente, —dijo Brandolaccio con tono resuelto.

—Todo lo puede el dinero en el mundo —dijo Castriconi—; pero en el maquis no lo único que cuenta  es un corazón valeroso y una escopeta que no falle.

—No quisiera marcharme —insistió Orso— sin dejarles algún recuerdo. Vamos, Brando, ¿qué puedo ofrecerte?

El proscrito se rascó la cabeza, y, miró de reojo la escopeta de Orso.

—Caramba, mi teniente… si me atreviese… pero no, le gusta a usted mucho.

—¿Qué es lo que quieres?

—Nada…, la cosa no es nada… Se necesita además saber manejarla bien. Siempre estoy pensando en aquel endemoniado golpe doble y con una sola mano…¡Oh! No se hace eso dos veces.

—¿Es esta escopeta lo que quieres?… Te la traía; pero sírvete de ella lo menos que puedas.

—¡Oh! no le prometo servirme de ella como usted; pero esté tranquilo; el día que otro la tenga  podrá usted decir que Brando Savelli ha puesto el arma a la funerala.

—¿Y a usted, Castriconi, qué puedo regalarle?

—Puesto que decididamente se empeña en dejarme un recuerdo material suyo, le ruego, sin más remilgos que me mande un Horacio del menor tamaño posible. Me distraerá e impedirá que me olvide del latín. Hay una pequeña que vende cigarros en el puerto de Bastia; déselo, y ella me lo entregará.

—Tendrá usted un elzévir, señor sabio; tengo precisamente uno entre los libros que iba a llevarme. — Y ahora, amigos míos, tenemos que separarnos. Un apretón de manos. Si algún día piensan en Cerdeña, escríbanme; el abogado N. les dará mi dirección en el continente.

—Mi teniente —dijo Brando— mañana, cuando haya salido usted del puerto, mire a este punto de la montaña; aquí estaremos y le saludaremos con los pañuelos.

Entonces se separaron; Orso y su hermana tomaron el camino de Cardo, y los proscritos el de la montaña.

XXI

Una hermosa mañana de abril, el coronel sir Thomas Nevil, su hija, —casada desde hacía pocos días—, Orso y Colomba, salieron de Pisa en calesa para ir a visitar un hipogeo etrusco recién descubierto, que todos los extranjeros iban a ver. Llegados al interior del monumento, Orso y su mujer sacaron los lápices y se pusieron a copiar las pinturas; pero el coronel y Colomba, uno y otra bastante indiferentes por la arqueología, los dejaron solos y se pasearon por los alrededores.

—Mi querida Colomba —dijo el coronel— no vamos a volver a Pisa a tiempo para el luncheon. ¿No tiene usted hambre? Orso y su mujer se han entregado a las antigüedades; cuando se ponen a dibujar juntos no terminan nunca.

—Sí, —dijo Colomba—; y sin embargo, no traen nunca nada de lo pintado.

—Opino —continuó el coronel— que deberíamos ir a aquella alquería. Habrá pan, quizá aleático, y ¿quién sabe? hasta nata y fresas, con lo que podremos esperar pacientemente a nuestros pintores.

—Tiene usted razón, coronel. Usted y yo, que somos las personas razonables de la familia, haríamos mal en convertirnos en mártires de esos enamorados, que no viven nada más que de poesía. Déme el brazo. ¿Verdad que me voy civilizando? Tomo el brazo, me pongo sombreros, vestidos de moda; tengo joyas; aprendo no sé cuántas cosas bonitas; en fin, que ya no soy una salvaje. Mire con qué gracia llevo este chal… El rubito, ese oficial de su regimiento, que asistió a la boda… ¡Dios mío!, no puedo recordar su nombre; un tipo al que derribaría yo de un puñetazo…

—¿Chatworth? —preguntó el coronel.

—Ese mismo; pero jamás llegaré a pronunciar su nombre. Pues bien: está locamente enamorado de mí.

—¡Ah, Colomba! se está haciendo muy coqueta… Pronto vamos a tener otra boda.

—¿Casarme yo? ¿Y quién cuidaría de mi sobrino… cuando Orso me dé uno? ¿quién le enseñaría a hablar el corso?… Sí, hablará el corso y le haré un gorro puntiagudo, para que rabie usted.

—Primeramente, esperaremos a que tenga usted un sobrino, y después puede enseñarlo a manejar el puñal, si le parece a usted bien.

—Se han terminado los puñales, —dijo jovialmente Colomba–; ahora tengo un abanico, para darle a usted en los nudillos cuando hable mal de mi país.

Charlando así, entraron en la alquería, donde hallaron vino, fresas y nata. Colomba ayudó a la dueña a coger fresas mientras que el coronel bebía aleático. Al volver por un sendero, Colomba vio a un viejo sentado al sol en una silla de paja; parecía enfermo, pues tenía demacradas las mejillas y los ojos hundidos; era de una extremada delgadez, y su inmovilidad, su palidez y su mirada fija le daban el aspecto de un cadáver más que el de un ser vivo. Colomba lo contempló durante un buen rato con tanta curiosidad que llamó la atención de la hortelana. «Ese pobre viejo, —dijo ésta— es uno de sus compatriotas, pues conozco en su modo de hablar que es usted de Córcega, señorita. Sufrió una gran desgracia en su país; murieron sus hijos de una manera terrible. Perdone usted, señorita, pero dicen que sus compatriotas no son nada suaves en sus enemistades. El caso es que ese pobre señor se quedó solo y vino a Pisa, a casa de una parienta lejana, que es la propietaria de esta alquería. El hombre está un poco tocado, a causa de su desgracia y de su pena… Era molesto para la señora, que recibe mucha gente en su casa, y lo ha mandado aquí. Es muy pacífico, no estorba; no dice tres palabras al día. Se le ha ido la cabeza. El médico viene a verlo todas las semanas y dice que no durará mucho.

—¡Ah! ¿está desahuciado? —dijo—. En su situación, lo mejor es morirse.

—Debería usted, señorita, hablarle un poco en corso. Tal vez se animara al oír la lengua de su país.

—Vamos a ver, —dijo Colomba con una sonrisa irónica—; se acercó al viejo hasta privarlo del sol con la sombra de ella. Entonces el pobre alelado levantó la cabeza y miró fijamente a Colomba, que lo miraba también sin dejar de sonreír. Al cabo de un instante el anciano se pasó la mano por la frente y cerró los ojos como para escapar a la mirada de Colomba. Después los volvió a abrir, pero desmesuradamente; sus labios temblaron, quiso extender las manos; pero, fascinado por Colomba, permanecía clavado en su asiento, sin fuerzas para hablar ni para moverse. Por fin, gruesas lágrimas brotaron de sus ojos, y su pecho dejó escapar unos sollozos.

—Es la primera vez que lo veo así, —dijo la hortelana;  y, dirigiéndose al anciano, le dijo—: Es una señorita paisana de usted; ha venido a verlo.

—¡Piedad! —exclamó él con voz ronca—; ¡piedad! ¿no estás satisfecha?… ¿Cómo pudiste leer aquella hoja…, la hoja que yo quemé?… Pero ¿por qué los dos?… Tú no pudiste decir nada contra Orlanduccio… ¿Por qué no dejarme uno…, uno solo…, Orlanduccio… no pudiste leer su nombre…

—Necesitaba los dos —le contestó Colomba en voz baja y dialecto corso—. Se cortaron los vástagos del árbol; y si la raíz de éste no se hubiera secado, la hubiese yo arrancado. Anda, no te quejes; te queda poco tiempo que sufrir. ¡Dos años sufrí yo!

El anciano lanzó un grito y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Colomba le volvió la espalda, y se dirigió despacio hacia la casa canturreando las incomprensibles palabras de una balada:

Necesito la mano que disparó,

el ojo que apuntó,

el corazón que lo dispuso…

Mientras que la hortelana acudía a socorrrer al anciano, Colomba, animado el rostro, brillantes los ojos, se sentaba a la mesa frente al coronel.

—¿Qué tiene usted, pues? —le dijo aquél— creo que tiene usted el aspecto que tenía en Pietranera el día en que nos dispararon durante nuestra comida.

—Es que han venido a mi imaginación unos recuerdos de Córcega. Pero ya ha terminado todo. Seré la madrina ¿verdad? ¡Oh! ¡qué bonitos nombres voy a ponerle! Ghilfucci, Tomaso, Orso, Leone.

En aquel momento entró la hortelana. «¿Y bien? —preguntó Colomba con la mayor sangre fría—, ¿ha muerto o ha sido sólo un desmayo?

—No ha sido nada, señorita; pero es extraño el efecto que le ha producido su presencia.

—¿Y dice el médico que no durará mucho?

—Ni dos meses quizá.

—No será una gran perdida, —comentó Colomba.

—¿De quién diablos hablan? —preguntó el coronel.

—De un tonto de mi país, —dijo Colomba con aire de indiferencia—, que está alojado aquí. Mandaré de cuando en cuando a saber de él… Pero, coronel, deje usted fresas para mi hermano y para Lydia.

Cuando Colomba salió de la alquería para volver a la calesa, la hortelana la siguió un rato con la mirada. «¿Ves esa señorita tan guapa? —dijo a su hija— ¡Pues bien! estoy segura de que echa mal de ojo.»

*FIN*


Traducción de Esperanza Cobos Castro


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