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Combate de Hércules y del río Aquelo

[Poema - Texto completo.]

Arthur Rimbaud

Antaño, el Aquelo de aguas henchidas salió de su vasto lecho;
tumultuoso irrumpió por los valles en cuesta envolviendo en sus aguas los rebaños y el adorno de las mieses doradas.
Caen las casas de los hombres derruidas y los campos que se extienden a lo ancho van siendo abandonados;
la Ninfa ha dejado su valle
los coros de los faunos se han callado:
todos contemplaban el furioso río.
Alcides, al oír sus quejas, se compadeció de ellos:
para frenar los furores del río lanza a las aguas crecidas su enorme cuerpo,
expulsa con sus brazos las oleadas que espumean
y las devuelve domadas a su lecho.
La ola del río vencido se estremece con rabia.
Al instante, el dios del río adopta la forma de una serpiente:
silba, chirría y retuerce su torso amoratado
y con su terrible cola golpea las esponjosas orillas.
Entonces, Alcides se abalanza, con sus robustos brazos, le rodea el cuello, lo aprieta, lo destroza con sus potentes músculos,
y, volteando el tronco de un árbol lo lanza sobre él, dejándolo moribundo sobre la negra arena
y alzándose furioso, le brama:

«¿Te atreves a desafiar los músculos hercúleos, imprudente, no sabes que crecieron en estos juegos -ya, cuando aún niño, estaba en mi primera cuna-:
ignoras que he vencido a los dos dragones?

Pero la vergüenza estimula al dios del río y la gloria de su nombre derrumbado, en su corazón oprimido por el dolor, se resiste;
sus fieros ojos brillan con un fuego ardiente,
su terrible frente armada surge desgarrando el viento;
muge, y tiemblan los aires ante su horrendo mugido.
Mas el hijo de Alcmena se ríe de esta lucha furiosa…
Vuela, coge y zarandea los miembros temblorosos y los esparce por el suelo:
aplasta con la rodilla el cuello que cruje
y aprieta con un nudo vigoroso la garganta palpitante, hasta que exhala estertores.
Y entonces, Alcides, arrogante, mientras aplasta al monstruo, le arranca de la frente ensangrentada un cuerno -prueba de su victoria.
Al verlo, los Faunos, los coros de las Dríades y las hermanas de las Ninfas
cuyas riquezas y refugios natales el vencedor había vengado se acercan hasta donde estaba, recostado perezosamente a la sombra de un roble,
evocando en su alegre espíritu los triunfos pasados.
Su alegre tropel lo rodea y corona su frente con múltiples flores y lo adorna con verdes guirnaldas.
Todos, entonces, cogen, como si fueran una sola mano, el cuerno que junto a él yacía,
llenando el despojo cruento de ubérrimas manzanas y de perfumadas flores.



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