Como Argos en los heroicos tiempos
[Cuento - Texto completo.]
Jack LondonCorría el verano de 1897. En la familia Tarwater había gran revuelo y consternación. El abuelo Tarwater, después de haber estado sumiso y callado durante más de diez años, parecía sublevarse de nuevo. Era entonces la época de la fiebre de Klondike. Cuando el abuelo cantaba, síntoma indudable de que el acceso febril había comenzado. Solo sabía una canción, y aún de ésta nada más que tres renglones de la primera estrofa. Y la familia no ignoraba que sentía la antigua comezón en los pies, y en el alma el cosquilleo de la vieja locura cuando, antes con rudo graznido y con cascado falsete ahora, rompía a cantar:
Como Argos en los heroicos tiempos,
abandonamos nuestra dulce patria,
tum-tum, tum-tum, tum-tum, tum-tum,
para bogar en pos del vellocino de oro.
Diez años atrás, cuando le diera la fiebre por ir a las minas de oro de la Patagonia, había entonado también la vieja canción con el aire musical del Gloria Patri. La familia se le había echado encima, y no sin grandes trabajos y fatigas consiguió reducirle. Una vez que todas las intentonas y procedimientos hubieron fracasado, le enviaron un picapleitos con la amenaza de inhabilitarle para el manejo de sus asuntos y de confinarle, si fuera preciso, en el asilo de alienados de la provincia: la cual era muy razonable medida, tratándose de un hombre que veinticinco años atrás había dilapidado todos sus bienes, excepto diez miserables acres de tierra que aún le quedaban en California, y que de entonces acá no había demostrado mayor acierto en el manejo de sus asuntos.
Los abogados produjeron en Juan Tarwater el mismo efecto que las cataplasmas de linaza; porque, a su entender, eran ellos quienes le habían despellejado, arramblando con las ricas haciendas de los Tarwater. Así, pues, en la época de la fiebre de Patagonia, el solo anuncio de tan drástica medicación le había curado, como por ensalmo, de su dolencia. Y con esto demostró que no era tan loco como le creían, renunciando, con gran alegría de todos, a Patagonia y a sus minas de oro.
No tardó el abuelo en dar señales de enajenación. Sin ser requerido para ello, hizo cesión en favor de su familia de los diez acres ralos, de la casa, del granero, de las construcciones adjuntas a la finca y de las acequias y riegos. Asimismo entregó los ochocientos dólares que le quedaban en el Banco, únicos que habían sobrevivido al naufragio de su fortuna. Con lo cual, en lo sucesivo no volvieron sus familiares a repetir la amenaza de reclusión en el manicomio, ya que semejante medida hubiera invalidado necesariamente todo cuanto acababa de hacer.
—Parece que estuviera el abuelo disgustado —dijo María, la hija mayor, abuela ya a su vez, cuando entró el viejo echando humo.
Solo había retenido para sí, de sus bienes, un tronco de caballos, una carreta de montaña y la habitación que ocupaba en la vieja casona, donde bullía un hormiguero de hijos y nietos. Además, a fin de no ser gravoso a nadie, solicitó y obtuvo del Correo de los Estados Unidos la contrata para llevar la correspondencia dos veces por semana desde Kelterville, aldea empinada en la montaña Tarwater, hasta Vieja Almadén, que era una especie de mina de plata esporádicamente excavada en los pastizales altos de la comarca. Con sus dos pencos viejos y el carromato añoso hacía sus dos viajes semanales, que le absorbían todo el tiempo y cuidados. Y cuenta que durante diez años, con lluvia o con sol, no había faltado jamás a sus deberes. Tampoco dejó ni una sola vez de entregar a María todas las semanas el importe del hospedaje y alimentación. Había fijado, durante la convalecencia de sus fiebres patagonas, el precio de este hospedaje, y estrictamente lo venía pagando desde entonces, aunque tuviera que renunciar al tabaco, a fin de poder cumplir como Dios manda.
—¡Uf! —dijo confidencialmente a la arruinada turbina del viejo molino Tarwater, que él construyera, lustros atrás, para moler el trigo de los primeros colonos—. ¡Uf! Te aseguro que mientras me pueda valer no me meterán en el asilo de los pobres. Y no teniendo como no tengo ni un centavo de mi propiedad, no osarán echarme un abogado, como quien azuza á un perro…
¡Y sin embargo, en aquellas medidas prudentísimas del viejo Tarwater fundamentaban todos la chochez o demencia que atribuían al abuelo!
Por primera vez había entonado su himno de «Como Argos en los heroicos tiempos», allá por el año 1849, cuando a los treinta y dos de su edad, violentamente atacado por la fiebre de California, vendió doscientos cuarenta acres que en Michigan poseía, vírgenes todavía los cuarenta, por el precio mezquino de cuatro yuntas y un vagón, con los cuales partió a través de las llanuras.
—Y luego cruzamos por Fort Hall, por donde ascendía la emigración del Oregón hacia el Norte, y descendimos a California —contaba el viejo para poner punto final a la narración de tan arduas jornadas—. Bill Ping y yo solíamos cazar osos pardos en los matorrales agrestes de Charca Escondida, en el valle de Sacramento.
Siguieron luego años de minería, de acarreo, de fatiga, hasta que, cediendo a la sed de la tierra, característica de su raza, asentó definitivamente en el distrito de Sonoma, gracias a los ahorros que durante sus años de aventuras había hecho.
Ahora, durante aquellos diez años que llevaba transportando el correo de las aldeas de Tarwater al valle y a la montaña del mismo nombre, por enormes extensiones de tierra que habían sido suyas antaño, solía acariciar el viejo el ensueño de recuperar la tierra antes de morirse. Y por eso, erguida su figura flaca como en los buenos tiempos, destellando fuego azul por sus ojillos diminutos orlados de arrugas, el abuelo Tarwater entonaba una vez más su antigua canción.
—Ahí lo tienes, escucha —dijo Guillermo Tarwater.
—Como si no hubiera nadie en casa —dijo riendo Harris Topping, jornalero de la hacienda, que casado con Ana Tarwater, había tenido de ella la friolera de nueve criaturas.
Se abrió la puerta de la cocina para dar acceso al anciano, que venía de poner el pienso a sus caballerías. Había cesado ya el rumoreo de la canción. María, irritada en parte por el escozor de una quemadura que se había hecho en la mano, y en parte por la díscola condición de un nietecito que, a voz en grito, protestaba contra unas papillas de leche y pan, recibió en actitud de hurón al anciano, diciéndole:
—Ya no sienta bien a tus años esa canción del diablo; ha pasado para ti la edad de correr hacia las nieves de Klondike. Esa canción no sirve para nada.
—Pudiera ser, hija mía —repuso el viejo serenamente—. Todavía me creo con vigor suficiente para soportar las fatigas de Klondike, y aún para amontonar allí oro con que recobrar las tierras de Tarwater.
—¡Chocheces de viejo! —intervino Ana.
—No podrías recuperarlas por menos de trescientos mil dólares y algo más —añadió Guillermo para desorientarle.
—Si yo hubiera ido a Klondike habría traído más de trescientos mil —repuso plácidamente el anciano.
—¡Santo Dios! ¡Si no puedes tenerte en pie, y hablas de marcharte!… Este hombre ha perdido el juicio —gritó María—. Además, las travesías por mar cuestan su dinero.
—Antes solía yo tener dinero —dijo en tono humilde el abuelo.
—Antes era antes y ahora es otro tiempo. Como no puedes irte, olvídalo —aconsejó Guillermo—. Pasaron los tiempos de andar vagando por el mundo con Bill Ping, cazando osos. Ya no quedan osos. En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, abuelo.
—Sin embargo…
Pero María le interrumpió, y echando mano brutalmente a un periódico que estaba extendido sobre la mesa de la cocina, se lo pasó al viejo por delante de las narices.
—¿Qué dicen de Klondike estos hombres? Ahí tienes. Solo la gente robusta y joven puede soportar aquella tierra. Es peor que el polo Norte. Allí se han dejado la pelleja miles de aventureros. ¡Mira, mira las fotografías! Tú le sacas más de cuarenta años al más viejo de todos…
Juan Tarwater miró, pero sus ojos se desviaron hacia otras fotografías que llenaban la parte superior de la página sensacional.
—Mira, en cambio, las fotografías de las palacras que han traído de allá —dijo—. Yo conozco muy bien el oro. Si pudiera marcharme á Klondike…
—El abuelo está loco —gruñó Guillermo.
—¡Bonita manera de hablar a tu padre! —le riñó dulcemente el anciano Tarwater—. El mío me hubiera roto a palos las costillas si le hubiese hablado alguna vez de esa manera.
—Pero es que tú estás loco, padre… —comenzó á decir Guillermo.
—Reconozco que tienes razón, hijo. Mi padre, como no estaba loco, no me lo habría tolerado…
—Se conoce que el viejo ha leído algunos artículos en donde se referirá el triunfo de ciertos hombres que habían comenzado sus aventuras después de los cuarenta —añadió Anita.
—¿Y por qué no, hija mía? ¿Por qué no ha de poder triunfar un hombre a pesar de sus setenta años? Fíjate que solo tengo setenta años. Los cumplí el otro día. Quién sabe si podría triunfar todavía con solo que pudiera llegar a ese Klondike…
—Como no has de poder, es inútil que te molestes —chilló María como un escopetazo.
—¡Bueno! ¿Qué le vamos a hacer? A falta de otra cosa nos iremos a dormir, y fuera de discusiones —dijo el abuelo.
Se puso de pie. Era alto, flaco, nudosas las articulaciones y enjutos los miembros. Una espléndida ruina de hombre. Las patillas y desgreñados cabellos aparecían ya blancos como mechones de lana, y hasta el vello de las manos salpicaba de nieve la piel tostada de oro. Se acercó a la puerta. Suspiró y se detuvo un instante, antes de desaparecer, para mirarlos á todos.
—No puedo resistirme. Siento una comezón en las plantas de los pies que me arrastra —dijo en tono quejumbroso.
A la siguiente mañana, mucho antes de que la familia bulliese por la casona, a la luz de una linterna, dio el pienso, enjaezó los caballos, se cocinó un almuerzo frugal y partió por la carretera de Kelterville hacia el valle de Tarwater. Dos cosas insólitas había en aquel rutinario viaje que por milésima vez emprendía desde que se contratara con el correo: en lugar de conducir el carromato hacia Kelterville, como solía, dio la vuelta hacia el Sur, tomando la carretera de la Santa Rosa. Aún era más sospechoso el otro detalle; esto es, un paquete que envuelto en periódicos llevaba debajo de los pies en el pescante, conteniendo el único vestido decente que le quedaba, el negro, el que María no quería que usase porque pensaba conservarlo para la mortaja del abuelo.
Ya en Santa Rosa, vendió el vestido a un ropavejero a cambio de dos dólares y medio. El mismo hombre le dio cuatro dólares por el anillo de bodas de su difunta esposa. El tronco de caballos y el carromato se liquidaron, a su vez, en setenta y cinco dólares, de los cuales solo veinticinco le fueron entregados al contado. Tuvo la suerte de topar en la calle con Alton Granger, a quien pidió diez dólares que le había prestado en el año 1874, y de los cuales nunca, por no tener necesidad de ellos, le había hecho mención. Recordó a Alton el asunto, y el hombre, viniéndose a razones, le pagó sin chistar. Luego habló con el borracho del pueblo, a quien más de una vez había convidado a unas copas, y le pidió prestado otro dólar, con el cual y lo otro tomó, finalmente, el tren de San Francisco.
Doce días después desembarcaba entre la avalancha de expedicionarios en la playa de Dyea, con sus ropas viejas y un saco de mantas al hombro. La playa era una casa de orates o una olla de grillos. Diez mil toneladas de Dertrechos y enseres se hacinaban en montones a troche y moche, y más de veinte mil hombres de todas castas y raleas bullían por entre aquel mare mágnum de bultos. El transporte a espalda de indio por Chilcoot hasta el lago Linderman había subido, desde diez y seis centavos la libra que antes costaba, hasta treinta, lo cual venía a ser a razón de seiscientos dólares la tonelada. El invierno subártico se cernía lóbrego en la cercanía. Nadie ignoraba que de los veinte mil hombres allí reunidos, contados serían los que pudiesen cruzar los pasos peligrosos, habiendo de aguardar el resto al deshiele de la primavera.
Y en aquella playa inhóspita plantó sus pies el viejo Juan Tarwater. Inmediatamente emprendió la ruta de Chilcoot, camino adelante, canturreando la vieja canción, sin preocuparse de transportar sus pertrechos, porque no los tenía. Aquella noche durmió en la ribera arenosa, a cinco millas más allá de Dyea, donde comienza la navegación en canoa, donde el río se transforma en un monte de aguas despeñadas que se precipitan por un cañón negro, alimentadas por los glaciares de más altas comarcas.
Al amanecer del siguiente día, descubrió a un hombrecillo menudo, tan liviano, que no pesaría más de cuarenta y cinco kilos, que, calzado con unas abarcas, cruzaba a lo largo, bajo un saco de cien libras de harina que llevaba atado por medio de unas correas a la espalda. El hombrecillo se tambaleó de pronto, liose con las rústicas abarcas y cayó de bruces en un remanso quieto, donde las aguas apenas alcanzaban medio metro de profundidad. Allí permaneció inmóvil, somorgujado, ahogándose plácidamente. No es que anhelara morir, ni que tan sin resistencia rindiera la vida, sino que el exorbitante peso del saco no le dejaba levantarse.
—Gracias, señor —dijo a Tarwater, luego que estele hubo arrastrado sano y salvo a la orilla.
El hombre se descalzó las abarcas para vaciarlas, porque se habían llenado de agua. Entretanto, él y el viejo charlaban. Luego sacó de un bolso de cuero una moneda de a diez dólares, y la ofreció, obsequioso, a su salvador.
El abuelo Tarwater engrameó la cabeza y comenzó a tiritar, porque se había empapado las piernas hasta las rodillas en las heladas aguas del Dyea.
—No admito nada —dijo—. Lo que sí haría de buen grado es compartir contigo amistosamente un buen almuerzo.
—Pero ¿es que no has almorzado? —preguntó el hombrecillo.
Tendría más de cuarenta años, y según dijo, se llamaba Anson.
—Ni un bocado —replicó Tarwater.
—¿Dónde tienes tus pertrechos? ¿Van río arriba?
—No tengo pertrechos de ningún género.
—Entonces, ¿es que piensas comprar las provisiones en el interior?
—No tengo ni un solo dólar con que adquirirlas, amigo. Todo lo cual, por el momento, no me importa tanto como un almuerzo caliente.
En el campamento de Anson, a un cuarto de milla más allá, encontróse Tarwater con un joven de unos treinta años, hosco, delgado, con cara roja de bebedor de whisky. Estaba echando blasfemias al arrimo de una hoguera donde la leña húmeda de sauces y mimbreras no quería arder. Charles, que así se llamaba el gruñón, recibió de mal talante al viejo, descargando sobre él su encono y disgusto; pero Tarwater, que era de natural blando y apacible, hízose el desentendido y se puso a encender la rebelde hoguera. Aprovechó la brisa helada del amanecer para hacer tirar a la chimenea de piedras, que el otro, menos hábil, había obstruido. Y logró producir más llama con menor cantidad de humo. Luego llegó el tercer hombre de la pandilla, Bill Wilson, o Big Bill, como solían llamarle, con un bulto de ciento cuarenta libras a la espalda. Charles echó a perder el almuerzo que tan gustoso se presentaba para Tarwater. Las gachas estaban a medio cocer, el tocino hecho un carbón, y el café, que tanto agradaba al viejo, pura aguachirle.
Fue devorado el almuerzo en un santiamén, a pesar de su torpe condimento, y los tres socios, asiendo sus correas de carga, descendieron en busca del equipaje restante, que había quedado en el último campamento, a una milla de distancia, rastro abajo. El abuelo Tarwater encontró bien pronto faena. Lavó las fuentes y platos, remendó un portabultos roto, afiló el cuchillo de la cocina y el hacha de campo, y ató las picas y palas en un paquete, de más fácil manejo y transporte.
Le había intrigado durante el almuerzo cierto miramiento impregnado de terror con que Anson y Big Bill permanecían ante Charles. Un día, muy de mañana, cuando Anson descansaba luego de haber transportado un bulto muy pesado, Tarwater le manifestó delicadamente esta observación suya.
—Mira, así son las cosas —respondió Anson—. Hemos dividido la capitanía de la expedición. Estamos especializados. Yo soy carpintero. Cuando lleguemos al lago Linderman y haya que podar y desmochar árboles con que construir nuestras almadías, yo dirigiré los trabajos. Big Bill es minero. Por lo tanto, él dirigirá la operación de minería. El más capacitado capitanea las faenas de los demás. Ya tenemos allá arriba la mayor parte del equipaje. Nuestro cuarto socio, a quien no conoces todavía, está allá dirigiendo a las reatas de indios que lo transportan hasta lo alto de Chilcoot. Se llama Liverpool y es marinero. Por eso, cuando hayamos construido las almadías, él nos dirigirá por los lagos y cascadas de Klondike.
—¿Y cuál es, si se puede saber, la especialidad de ese Mr. Crayton? —preguntó Tarwater señalando a Charles.
—Éste es hombre de negocios. Él dirigirá la organización y desarrollo de nuestros asuntos, cuando llegue el caso.
—¡Hum! Buena fortuna es haber reunido tantas y tan buenas especialidades para el camino.
—Más que buena —asintió Anson—. Y todo ha sido pura casualidad. Cada cual de nosotros partió a solas de su tierra. Nos encontramos en el vapor, viniendo de San Francisco e hicimos allí la compañía. Bueno. Es hora de que me vaya. No quiero exponerme a que Charles me dé un puntapié por no cargar los pertrechos que me corresponden. Debían, sin embargo, figurarse que un hombrecillo como yo, de apenas cincuenta kilos de peso, no puede humanamente transportar un fardo de ciento sesenta libras.
—Quédate ahí y prepáranos algo para comer —dijo Charles a Tarwater, cuando volvía con su segundo viaje de carga, al observar la destreza y habilidad del viejo.
Y Tarwater cocinó una comida digna de tal nombre. Lavó los platos, hizo una cena exquisita de guisantes y tocino, y coció en una sartén un pan tan gustoso, que los tres socios se chupaban los dedos de satisfacción. Lavada luego la vajilla, cortó para el almuerzo del siguiente día teas y astillas de leña, enseñó a Anson una zancadilla con que podría derribar a los hombrones más altos, cantó su «Como Argos en los heroicos tiempos», y relató, para distraer a los socios durante la velada, las grandes emigraciones a través de las llanuras, allá por el año 49.
—¡Gracias a Dios! La primera vez que tenemos una acampada agradable y reconfortadora desde que partimos de la playa —hizo notar Big Bill, golpeando el hornillo de su pipa y disponiéndose a quitarse las botas para acostarse.
—¿Han salido las cosas bien? ¿Estáis todos contentos? —preguntó el abuelo Tarwater campechanamente.
Todos asintieron.
—Bueno, entonces voy a formularos una proposición, muchachos. Podéis aceptarla o rechazarla, pero escuchadme cortósmente primero. Tenéis mucha prisa por penetrar hacia el interior antes de que se eche encima la helada. La mitad del tiempo se le ha de ir a uno de vosotros en cocinar y limpiar cacharros, cuando pudiera estar transportando pertrechos. Si yo me encargase de la cocina, podríais hacer más de prisa el transporte. Además de que también yo puedo echaros una mano de vez en cuando, que, aunque viejo, todavía me quedan arrestos para cargar.
Big Bill y Anson comenzaron a asentir con la cabeza; pero Charles les detuvo, diciendo:
—¿Qué esperas de nosotros a cambio de los servicios que nos prestes?
—¡Oh! Eso lo dejo a vuestra discreción, muchachos.
—No se tratan así los negocios —intervino rudamente Charles—. Tú hiciste la proposición. Fija las condiciones.
—Bueno. Pues las condiciones serán de la siguiente manera…
—Antes que nada. ¿Crees que te vamos a alimentar todo el invierno? —interrumpió Charles.
—No, señor. No lo creo. Yo solo deseo que me transportéis a Klondike en vuestro bote. Como veis, no pido gollerías.
—Pero si no tienes ni media onza de provisiones, abuelo. Te vas a morir allá de hambre.
—¡Hombre! Hasta hoy me he ganado la comida y nunca me ha faltado con que matar el hambre —replicó el viejo Tarwater con un guiño de picardía en los ojos—. Tengo setenta años y aún no me he muerto.
—¿Firmará usted un papel comprometiéndose a separarse de nosotros en cuanto lleguemos a Dawson? —preguntó el director de negocios de aquella improvisada compañía.
—¡Oh! Sin duda —le respondieron.
Charles cambió con sus socios una mirada de inteligencia, por donde dedujo que estaban contentos con el trato.
—Aún otra cosa, abuelo. Somos una compañía de cuatro socios, todos con voto equivalente en asuntos como el que tratamos. Ahora bien; el pollo Liverpool va allá adelante con la mayor parte del equipaje y es preciso consultar su opinión antes de convenir nada en definitiva.
—¿Qué tal carácter tiene el amigo? —inquirió Tarwater.
—Es un marinerote agrio y bronco. Tiene un pronto terrible.
—Es hombre muy turbulento —aclaró Anson.
—Y cuando revienta es capaz de poner á Dios en un brete —concluyó Big Bill.
Anson asintió con un cabeceo sentimental a las palabras del último.
—Bueno, muchachos —comenzó a decir el abuelo Tarwater—. Salí de California para llegar a Klondike, y he de llegar sea como fuere. Nada podrá detenerme, nada. Es absolutamente necesario que recoja por aquellas tierras trescientos mil dólares que me hacen falta para recuperar unas haciendas mías. Y no podrá detenerme nada, nada; porque, como es natural, he de hacerme con ese dinero. No me preocupa que el mozo tenga mal carácter, con tal que sea honrado. Por ahora seguiré con vosotros hasta que le encontremos, y si entonces él dice que no acepta mi proposición, trato roto y tan amigos como antes. Pero, sea como fuere, no me ha de decir que no; porque el hielo se echaría encima antes de que pudiera topar con otro encuentro tan propicio como el vuestro. Estoy seguro que he de llegar á Klondike. El mozo no me dirá que no. Estoy seguro.
El abuelo Tarwater vino a ser una figura llamativa entre tantas extraordinarias como se juntaban eu aquellos rastros de aventureros. Los miles de hombres con su media tonelada de pertrechos a la espalda, que habían de recorrer cien veces el mismo camino, le reconocían y saludaban con el mote de «Padre Noel». Y él caminaba siempre cantando con su voz ajada el viejo himno de los argonautas. Los tres socios que le admitieron en su compañía estaban satisfechos y contentos de su trabajo. A decir verdad, sentía un poco de rigidez en las articulaciones y un si es no es algo de reuma, por lo cual andaba chascando los huesos y arrastrando las piernas; pero continuaba siempre adelante, como si los años se le volvieran alas; y hasta era el primero en madrugar todas las mañanas para que los compañeros, al levantarse, hallaran presto su almuerzo y su taza de café caliente y gustosa. Entre el almuerzo y la comida, o entre la comida y la cena, no le faltaba un hueco para cargar algún que otro bulto a la espalda. Setenta y cinco libras constituían el límite de su capacidad, y aún éstas habían de ser cargadas con ayuda ajena. Una vez quiso transportar un fardo de noventa libras, pero se desmayó por el camino y estuvo seriamente lisiado durante los dos días siguientes a la hazaña.
¡Trabajo! En un sendero donde hasta los acostumbrados a las más duras faenas aprendieron lo que son fatigas y trabajos, nadie ponía tanta alma ni esfuerzo en proporción a sus energías como el abuelo Tarwater. Arrastrábanse los aventureros anhelosamente ante la amenaza del invierno cercano, espoleados por el incentivo de los ensueños de oro, sembrando por el camino las últimas migajas de sus músculos; algunos caían agotados y solos al borde del rastro, otros enloquecían aplastados bajo el fantasma del fracaso, y quienes, en fin, rompían a cuchilladas los tratos convenidos, derramando con su sangre la de los camaradas tan infelices y entenebrecidos como ellos.
¡Trabajo! El abuelo Tarwater podía avergonzarles a todos, a pesar de los chasquidos de sus rodillas, del reuma y de la tosecilla seca. Al amanecer y por la noche, en el rastro y en el campamento, en todas partes y a todas horas, resaltaba su actividad inagotable. Siempre estaba ocupado en algo, siempre respondía dulcemente a cuantos saludaban al «Padre Noel». A veces, los aventureros, agotados por la pesadumbre de su carga excesiva, solicitaban el apoyo de algún tronco o roca donde el anciano buscara alivio para la suya, y le decían: «Cántanos aquella canción antigua, abuelo». Y cuando el buen viejo hubiera satisfecho, anheloso y jadeante, las súplicas ajenas, se alejaban más animados bajo sus fardos enormes, como si la canción levantara los corazones desfallecidos.
—Si hay alguien que alguna vez se haya abierto el camino a fuerza de puños —solía decir Big Bill—, ese alguien es nuestro viejo Noel.
—Y tanto —confirmaba Anson—. Es una buena adquisición para nuestra cuadrilla, y en cuanto a mí, no tendría inconveniente en admitirle como socio…
—De ninguna manera —interrumpía entonces Charles Crayton—. Le llevaremos hasta Dawson, y una vez allí, que se las componga como pueda. Tal ha sido el trato. Si le permitimos estar con nosotros, vamos a tener que enterrarle el mejor día. Además, luego vendrá la época del hambre, en que será preciso escatimar cada onza de carne seca. No olvidéis que lo hemos de alimentar de nuestras propias provisiones. Ya sabéis lo que os quiero decir. Los vapores no podrán arribar a Dawson hasta bien entrado el mes de Junio, y aún nos quedan nueve meses. Si ahora despilfarramos, luego habremos de escatimar a costa de nuestras tripas.
—Bueno. Tú pones tanto dinero y pertrechos como cualquiera, y tu palabra no vale más que un voto —concedía Big Bill.
—Pues una cosa os digo —gritaba irritado Charles—. Con vuestros necios sentimentalismos vais a matarnos de hambre. Os aseguro que la época del hambre se avecina. He estudiado muy bien la situación. La libra de harina costará más de dos dólares, o diez o veinte, si hay quien la venda. Fijaos bien en lo que os digo. Luego no me echéis la culpa de lo que pase.
Por las llanuras sembradas de guijas redondas, según se asciende a través del cañón del Eedil o de Shepp Camp, allende los glaciares amenazadores y eternos de Scales, y más allá aún, entre los acantilados salvajes por donde trepaban los aventureros arañando con manos y pies las rocas agrestes, el abuelo Tarwater encendía su hoguera, hacía su comida, cargaba, y no se olvidaba nunca de cantar. Cruzó el paso de Chilcoot, rebasada ya la linde de los bosques, y topó con el primer remolino de nieve autumnal. Y los que allá abajo, sin el arrimo tibio de una hoguera caritativa, acampaban cabe los párpados impíos del lago del Cráter, oyeron una noche, en lo alto, una voz primitiva y pura que entonaba un himno de esperanza:
Como Argos en los heroicos tiempos,
abandonamos nuestra dulce patria,
tuin-tum, tum-tum, tum-tum, tum-tum,
para bogar en pos del vellocino de oro.
Y entre las ráfagas de nieve, bajo un fardo de sesenta libras, vieron aparecer la silueta alta y delgada de un anciano, cuyas blancas patillas parecían un copo más en la tempestad de nieve. Era el abuelo Tarwater, que transportaba los pertrechos del campamento.
—Padre Noel —clamaban por todas partes voces amigas—. ¡Viva el Padre Noel!
A dos millas más allá del lago del Cráter, yacía Happy Camp, que quiere decir «campamento feliz», así llamado porque lo bordeaban las últimas proyecciones de la región selvática, donde podían aún calentarse los aventureros al amor de las hogueras. Solo crecían allí arbustos enanos, matorrales cuyas ramas rara vez se enhestaban entre el musgo, retorcidos y apelotonados como animales que se restregaran sobre la hierba. Allí, en medio del rastro que conduce a Campamento Feliz, bajo el primer rayo de sol que rompía la niebla de doce días, el abuelo Tarwater apoyó en una piedra enorme su pesado fardo, falto de aliento. En torno al peñasco pasaba la procesión de los aventureros, afanosos y jadeantes; volvían otros con sus correajes y cuerdas de carga al hombro, en busca de nuevos fardos. Por dos veces intentó reanudar nuestro hombre el camino, y otras tantas el temblor de los miembros le obligó a recostarse para recuperar nuevas fuerzas. Cerca del peñasco sintió palabras de bienvenida, reconoció la voz de Charles Crayton, y comprendió que, al fin, se habían encontrado con Young Liverpool. Charles pasó en seguida a tratar de sus asuntos. Tarwater pudo escuchar con toda claridad, sin ser visto, los desagradables informes que de su persona recibía Liverpool, así como el proyecto de que el viejo les acompañara hasta Dawson.
—Me parece un proyecto de imbéciles —afirmó Liverpool cuando Charles hubo concluido—. ¡Un viejo de setenta años! ¡A quién se le ocurre colgarse a la espalda con un viejo de los demonios, que tendrá ya media pata en la sepultura! Si se avecina, como prometen, la época del hambre, nos harán falta para nosotros todas las provisiones que llevamos. Y no tenemos más que para cuatro. Imposible compartirlas con otro.
—Lo mismo pienso yo —oyó Tarwater que asentía Charles—. No te enfades de ese modo. El viejo taimado dejó en tus manos la elección definitiva para cuando te encontráramos. No tienes más que decir que no.
—Pero ¿crees tú que yo voy a permitir que el viejo se vuelva con las manos en los bolsillos, después de haberlo traído, aprovechándoos de su trabajo, a estas alturas? Lo que no teníais que haber hecho es traerlo desde Dyea hasta aquí.
—Es que la travesía que nos espera será muy dura. Tan solo los hombres recios podrán soportarla, Liverpool —aconsejó aplacándole Charles.
—¿Y voy a ser precisamente yo quien le haga al viejo la cochinada? —se lamentaba Liverpool, mientras que el viejo sentía desfallecer su corazón.
—Así fueron las condiciones del trato. A tu arbitrio dejamos la decisión —dijo Charles.
Y el corazón del abuelo se irguió lleno de esperanza cuando escuchó que rasgaba el aire un ciclón de blasfemias piadosas, entre las cuales crujían, sentencias como las que siguen:
—¡Zorros cochinos!… Así os fuerais todos al infierno con vuestra imbecilidad… ¡Yaestoy decidido! ¡Maldito sea el demonio!… ¡El viejo idiota se viene con nosotros al Yukón, o no respondo de mí… ¿Que es arduo el camino, eh? Aún no sabéis vosotros lo que es arduo. Es preciso que yo os lo enseñe. Todavía voy a tirar todas las provisiones al infierno, como vuelva a oír que alguien intenta dejar al viejo en medio del camino… ¡Los hombres no obran así!… ¡Y si no, intentadlo, y veréis cómo arde Troya en el campamento! ¡Imbéciles!
Y con tal vigor fluía por la boca de Liverpool el torrente de juramentos y amenazas, que sin reparar siquiera en el esfuerzo, el anciano se irguió cou su fardo a la espalda y holló, cantando, la senda de Campamento Feliz.
Desde aquí hasta el lago Grande, y desde el lago Grande hasta el lago Hondo, y más allá aún, precipitándose hacia Linderman, prosiguieron los aventureros jornadas agotadoras. Muchos hombres sentían desmayar su corazón, rendirse los hombros, desfallecer las piernas y agotarse, en fin, de pura extenuación. Más el invierno no falta jamás. Soplaron las rachas de aire frío a pleno pulmón, y empapados por las lluvias torrenciales o azotados por la cellisca, Tarwater y su cuadrilla fueron devorando las últimas migajas de sus provisiones.
No les quedaba nada. En medio del lago, a una milla por encima del torrente mugidor, hicieron un apostadero de ramas de abeto, sobre la cual asentaron su serrería, donde a puras manos, con un serrucho inadecuado, aserraron los troncos de abeto y los convirtieron en tablones. Trabajaban noche y día, sin descanso. El viejo Tarwater se desmayó tres veces una noche llevando a rastras troncos para la serrería. Durante el día cocinaba, y a las horas que esta labor se lo permitía ayudaba a Anson en la construcción del bote, cabe el torrente por donde descendían los tablones verdes.
Fueron haciéndose breves los días. El viento giró hacia el Norte y soplaba siempre como un huracán. Al amanecer, los hombres se arrastraban fatigosamente fuera de las mantas, y con los calcetines puestos desleían la escarcha pegada a los zapatos, gracias al fuego que Tarwater les había encendido tan de mañana. Hasta el Interior cundió la ola del hambre. Los últimos vapores de provisiones quedaron encallados en el hielo al Norte del mar de Bering, donde comenzaban las planicies del Yukón, cientos de millas al Norte de Dawson.
Se habían establecido nuestros hombres cerca del puesto de la antigua Compañía de la Bahía de Hudson en Fuerte Yukón, en el círculo del polo ártico. En Dawson la libra de harina valía dos dólares, sin que hubiera nadie que quisiera venderla. Los reyes de Bonanza y Eldorado, con más oro que bondad, tuvieron que salir al Exterior, porque no encontraban quien les vendiera provisiones. Los comités de mineros confiscaban todos los depósitos y existencias y ponían tasa a las raciones. Como a un perro se asesinaba a cualquiera de quien se supiese que tenía provisiones de boca.
Y bajo el esfuerzo brutal que había aniquilado a tantos hombres jóvenes y fuertes comenzó a quebrarse la resistencia del abuelo Tarwater. Tosía con tal estrépito y frecuencia, que si sus camaradas no estuvieran fatigados del día no les habría dejado dormir por la noche. Empezó a sentir tan frecuentes escalofríos, que apenas se vestía tenía que meterse de nuevo en la cama. No le quedaba en el saco ni una sola prenda que no llevase encima para guardarse del frío. Bajo multitud de prendas, se hinchaba su forma delgada y seca.
—¡Córcholis! —decía Big Bill—. Si se ha puesto ya toda la ropa ahora que no hace más de veinte bajo cero, ¿qué guardará para cuando descienda el termómetro a los sesenta o setenta, como suele?
Por fin arrastraron el bote torrente abajo por la montaña, y remaron a través de la ribera Sur del lago Linderman, en medio de una ventisca espesísima. Hicieron para la mañana siguiente sus planes y se dispusieron a partir hacia el diente del Norte, para una travesía larga de quinientas millas de lagos, torrentes, rápidos y gargantas peligrosas. Pero aquella noche, a la hora de acostarse, no estaba Liverpool en el campamento. Cuando volvió, todos sus camaradas dormían. Llamó a Tarwater, se lo llevó a un rincón y le dijo misteriosamente al oído, para que los demás no se despertasen ni oyeran:
—Escucha. Te has ganado el pasaje en nuestro bote con toda honradez. Pero te habrás percatado de que te pesa encima un carro de años y de que tu salud no es tan vigorosa como deseamos. Si te vienes con nosotros, se te va a llevar en seguida el diablo. Déjame terminar. El precio de cada pasaje ha subido hasta quinientos dólares. Andando por esos andurriales he topado con un pasajero. Es un oficial de la Alaska Comercial y necesita partir. Se ha comprometido ha entregarme seiscientos dólares a cambio de venirse en nuestro bote. Ahora bien; el pasaje es tuyo. Véndeselo, te embolsas seiscientos dólares y te vuelves a California ahora que el camino es bueno. Antes de dos días podrás estar ea Dyea, y dentro de una semana en California. ¿Te hace?
Tarwater tosió, estuvo temblando un rato, y luego, rompiendo a hablar, dijo:
—Hijo, precisamente deseaba yo decirte una cosa. En el año 49 crucé las Llanuras con mi carreta y mis yuntas de bueyes. Sin perder uno, los conduje a California y cargué luego con ellos desde Fuerte Sutter hasta Barra Americana. Ahora me he propuesto ir a Klondike y no me podrá detener nada ni nadie. Montaré en ese bote con vosotros, y llevaré el timón y llegaré hasta los yacimientos de oro, donde tengo que desenterrar de entre los tremedales musgosos trescientos mil dólares que me hacen falta. Y siendo esto así, como indudablemente lo es, resulta contrario a la razón y al buen sentido imaginarse que yo pueda vender mi progenitura por un plato de lentejas. De todas suertes, te estoy muy agradecido, hijo mío, muy agradecido.
El joven marinero no pudo reprimir su admiración, y tendiendo la mano al viejo, le estrechó la suya impetuosamente, gritando:
—¡Vive Dios, que tú llegarás a Klondike! Ésa es la madera de que se hacen, los hombres.
Miró luego con no disimulado desprecio a Charles Crayton, que, dormido entre el montón de los camaradas, dejaba eshalar torpes ronquidos entre la barba roja, y añadió:
—Ése es de otra pasta, abuelo.
Y abrieron a puros puños su ruta hacia el Norte. Los precavidos, los que siempre llegan tarde, engrameaban la cabeza y les profetizaban que se helarían los lagos. Un día u otro podía llegar la helada; pero la demora ni la retardaba ni la impedía. Por eso Liverpool, que era osado, decidió lanzarse por la torrentera que une a Linderman con el lago Bennett, cargado el bote hasta la regala. Era costumbre lanzar los botes vacíos corriente abajo y conducir los cargados a través de las riberas. Muchos botes, vacíos y todo, habían naufragado. Pero no era ya tiempo para tantas precauciones.
—¡Ea! ¡Ea marcha! —ordenó Liverpool, aprestándose a partir del banco para penetrar en los rápidos de la corriente.
El abuelo Tarwater engrameó su cabeza blanca, y dijo:
—Yo subiré al bote para cuidar de la carga, muchachos. Es la única manera de que pueda cruzar por esos inflemos. Necesito llegar a Klondike. Si yo me pego al bote, entonces, naturalmente, que llegará hasta donde sea preciso. Si yo me fuera, podíais daros todos por perdidos.
—No veo que haya ventaja alguna en sobrecargarlo —anunció Charles, saltando pronto fuera del bote, que en aquel instante se apartaba del banco.
—En lo sucesivo, mando yo, y todos acatan mis órdenes, amigo —gritó Liverpool, cuando la corriente asía al bote como con una garra invisible—. Ya no es ocasión para sortear a pie los rápidos ni para perder el tiempo aguardando á recogerte.
Charles tardó una hora en recorrer a pie lo que ellos cruzaron en diez minutos por el agua, y mientras que le aguardabaa al comienzo del lago Bennett, conversaron con varios aventureros precavidos. Las noticias del hambre cundían como nunca. La policía del Noroeste, acuartelada al pie del lago Marsh, por donde los buscadores de oro penetran en el territorio del Canadá, impedían el paso a cuantos no llevaran consigo setecientas libras de provisiones. En la ciudad de Dawson mil hombres aguardaban con traíllas de perros y trineos a que cuajase la helada para aventurarse sobre el hielo. Las compañías de comercio no podían cumplir sus contratos de abastecimiento, y los socios disolvían los compromisos, sorteando quiénes podrían partir y quiénes habían de permanecer.
—Está bien claro —anunció Charles, cuando se enteró de lo dispuesto por la policía de la frontera—. Abuelo, podía usted volverse y dejarnos en paz.
—¡Sube a bordo, imbécil! —ordenó Liverpool—. Vamos a Klondike, y el viejo con nosotros. Quien no esté conforme que se vaya.
Una racha de viento favorable les hizo deslizarse por el lago Bennett, bogando a vela henchida bajo la hábil dirección de Liverpool. La carga pesada de las provisiones lastraba de tal modo a la embarcación, que Liverpool, como hábil marinero que era, no podía por menos de blasfemar cuando la ocasión lo requería. Cruzaron por el paso de Caribou, que une los lagos Tagish y Marsh. Y bajo un crepúsculo tormentoso atravesaron el difícil estrecho de Great Windy Arm, en donde vieron zozobrar a otros dos botes, pereciendo todos los buscadores de oro que los ocupaban.
Charles quiso aquella noche arrimarse a la orilla, pero Liverpool se opuso y condujo el bote aguas abajo por el lago Tagish, sorteando la marejada de los bajíos y alfaques y cruzando por entre llamaradas de hogueras que, acá y acullá, advertían la existencia de náufragos o de tímidos argonautas. Serían las cuatro de la mañana cuando el marino despertó a Charles y le habló. El abuelo Tarwater, que tiritaba desvelado, oyó que Liverpool ordenaba acercarse a Crayton, y sin soltar el timón le decía:
—Ahora escucha, amigo Charles, y cierra la boca. Quiero que grabes una cosa en la mollera. El abuelo ha de pasar por donde están los puestos de policía, ¿comprendes? Es preciso que pase. Cuando examinen nuestras provisiones, hay que decirles que la quinta parte pertenece al abuelo, ¿sabes? Con esto ya sabemos todos lo que tenemos que hacer. Ahora bien; es posible que alguien se proponga impedirlo. Fíjate bien, es necesario que nadie traicione nuestros propósitos.
—Si piensas que quiero deshacerme del viejo… —interrumpió Charles, indignado.
—Tú lo piensas —le gritó Liverpool, haciéndole callar—. No te lo dije nunca. Pero déjame concluir: a mí no me importa lo que has pensado o dejado de pensar, sino lo que vas a pensar en lo sucesivo. Esta tarde próxima hemos de pasar por un puesto de policía, y es preciso que no se nos ponga ningún impedimento. Y no digo más, porque al buen entendedor, con media palabra basta.
—Si crees que yo he pensado siquiera en… —comenzó a decir Charles.
—Atiende —le chilló Liverpool—. No sé lo que has pensado, sino lo que has de pensar. Como dé la casualidad de que la policía se oponga al paso del abuelo, te prometo desembarcarte en la primera • ocasión donde nadie me estorbe, para darte la más soberana paliza que hayas recibido en tu vida. No creas que te voy a matar, eso no; pero dejarte medio muerto y molido para la eternidad, eso sí.
—¿Y qué voy a hacer yo?… —gimió Charles acobardado.
—Una cosa muy sencilla —concluyó Liverpool—. Agarrarte al viejo. Agarrarle tan fuerte y suplicando de tal manera a la policía que le deje pasar. Nada más que eso. Vuélvete ahora a tus mantas y rumia lo que te he dicho.
Antes de que arribaran al lago Le Barge, la tierra se cubrió de sábanas de nieve, que no se derretirían hasta dentro de seis meses. No pudieron arrimar el bote a la orilla por mor de los carámbanos de hielo que comenzaban a bordear las márgenes. Aún en el río y momentos antes de penetrar en el lago Le Barge, encontraron un centenar de botes de argonautas que habían sido arriados por miedo a la tempestad. Del Norte, por la corriente principal del lago, soplaba una ventisca. Tres mañanas estuvieron luchando contra la tormenta. Los copos de nieve caían hechos piedras de hielo en la barca, de suerte que los tripulantes tenían que trabajar sin descanso para limpiar el bote. Mientras que los demás se rompían el alma contra los remos, el viejo Tarwater les frotaba los miembros con hielo para excitar la circulación de la sangre e impedir que se aterieran de frío.
Luego de estar luchando toda la mañana, agotados hasta la desesperación, se retiraban al abrigo, del río, esperando al amanecer del siguiente día para reanudar la batalla. Al cabo de cuatro jornadas pasaban de cuatrocientos los botes hacinados a la entrada del lago Le Barge, y los dos mil argonautas que los tripulaban temían que la ventisca helara de un momento a otro, para todo el invierno, las aguas del lago. Allende aquel lugar, continuarían precipitándose los rápidos tumultuosos durante algunos días, pero de no cruzar rápidamente el obstáculo inmediato, todos estarían condenados á seis meses de hielos perpetuos.
—Hoy cruzaremos el lago, cueste lo que cueste —anunció Liverpool—. Por nada del mundo volvemos atrás. El que se muera de frío asido a los remos, vivirá aún para impeler la barca hacia adelante.
En efecto, aquel día al anochecer, estaban a mitad del lago; pero siguieron remando sin cesar toda la noche. El viento se fue aplacando poco a poco. A veces se dormían de cansancio uncidos a los remos. Liverpool les despertaba de un mojicón. Y así cruzaron el lago tormentoso, en una noche de pesadillas y ensueños lóbregos, mientras que las estrellas comenzaban a fulgurar en el cielo y la superficie del agua se apaciguaba en una sábana bruñida de plata, velándose bajo un tisú finísimo de hielo que crujía al golpe de los remos y se quebraba con un chasquido persistente al paso de la nave de los modernos argonautas.
Cuando rompía el alba transparente y fría, penetraron en el río, dejando tras de sí un mar de hielo. Liverpool reparó en el anciano y le encontró inmóvil y casi exánime. Cuando hizo girar al bote con rumbo a los párpados de hielo que bordeaban las márgenes, con el propósito de hacer una hoguera a cuyo arrimo el abuelo se calentase, Charles no pudo por menos de alzar su protesta contra semejante pérdida de tiempo.
—No es asunto tuyo —le contestó Liverpool—. Yo soy el que dirige los viajes por agua. Así, que lo mejor para ti es que trepes en busca de leña. Tú, Anson, ve haciendo la hoguera. El abuelo no es tan joven como nosotros. En lo sucesivo es preciso llevar fuego a bordo para que se siente a su arrimo. Saca, Bill, la estufa que traigo en el bote.
Todo lo cual fue ejecutado tal y como lo dijo el marino, y en adelante, por las planicies del río cruzaba la barca de los argonautas como si fuera un vaporcito, echando humo por la chimenea de la estufa, y atracaba en los alfaques, y hendía las corrientes y atravesaba los cañones y surcaba los rápidos, adentrándose hacia el invierno boreal. El Grande y Pequeño Salmón, cuando los cruzaban por la desembocadura, vertían una masa de gachas de hielo en la corriente, y del fondo del río surgían agujas que cubrían la superficie con espumas de cristal. Día y noche crecía en torno a las márgenes un párpado de hielo que se extendía ya a cientos de metros de la orilla. Y el abuelo Tarwater, vestido con todas sus ropas y sentado al lado de su estufa, mantenía el fuego y la esperanza. Ya no osaban detenerse ni de día ni de noche, por temor a la inminente cristalización del río, porque las aguas se espesaban por momentos.
—¿Cómo van esos ánimos, abuelo? —preguntaba Liverpool de vez en cuando.
—Alegre el corazón, hijo mío —había aprendido a responder el viejo—. ¿Qué podré hacer yo por ti, correspondiendo a tus bondades? —solía preguntarle Tarwater alguna vez, avivando el fuego, mientras le frotaba las manos ateridas de frío de tanto permanecer inmóviles, hincadas en el brazo del timón.
—Cántanos esa canción tuya del año 49 —le replicaba el marino.
Y Tarwater alzaba su vocecilla cascada, en tanto que la nave se balanceaba por entre las conchas flotantes de cristal. Y cuando arribaron, al fin, al banco de Dawson City, todos los oídos se aguzaban para sentir el himno triunfal:
Como Argos en los heroicos tiempos,
hemos abandonado nuestra dulce patria,
tum-tum, tum-tum, tum-tum, tum-tum,
para bogar en pos del vellocino de oro.
Y Charles lo hizo; pero tan discretamente, que ninguno de sus camaradas, ni aún menos el marino, se percataron de ello. Vio que venían dos barcazas llenas de hombres, y a su requerimiento le informaron que eran gente a quien el Comité de Seguridad devolvía por carencia de víveres al Yukón. Un vaporcito, el último que restaba en Dawson, había de remolcar a las barcazas. Aún esperaban poder llegar a Fuerte Yukón antes de que se helara el río. De todas suertes, fuese lo que quiera que aconteciere, Dawson se libraría de su presencia enojosa, salvando la integridad de las provisiones escasas. Enterado de tales pormenores, se presentó Charles sigilosamente al Comité de Seguridad, para soplar en secreto al oído de quien podía escucharle la situación del abuelo, su carencia de provisiones, su escasez de dinero, y por último su avanzada edad. Tarwater fue uno de los últimos congregados en las barcazas de la deportación, y cuando Young Liverpool regresaba al bote, vio desde la ribera cómo las dos embarcaciones surcaban por entre las conchas de hielo, para desaparecer allende la montaña de Moose-hide, que quiere decir de la «piel de alce». Salvaron los deportados las apreturas del Yukón, por el canal que corría entre márgenes de hielo, y devoraron cientos de millas hacia e1 Norte, y sintieron cuajarse la escarcha en las mejillas. Allí, en el círculo del polo ártico, asentó el abuelo Tarwater, disponiéndose a pasar el invierno inacabable. Trabajaba todos los días varias horas podando leña para la compañía de vapores, con el producto de cuyo trabajo se mantenía. El resto de las horas las rumiaba desocupado, sin hacer más que invernar al abrigo de su choza de leños.
Calor y descanso, tranquilidad y abundancia de comida le curaron de su tos maligna y le mantuvieron en la mejor condición física que sus muchos años le permitían. Mas antes de las Navidades, la carencia de hortalizas frescas por una parte, y la holganza por otra, fueron causa de que cundiera el escorbuto, de suerte que, hoy uno, mañana otro, multitud de aventureros pagaron su tributo a la fatalidad en abyecta abdicación ante su mala estrella. No así Tarwater. Aun antes de que se presentaran en él los síntomas del mal, puso en práctica la mejor de las prescripciones, es a saber, el ejercicio. Con los hierros viejos que había desechado la compañía de correos, por inservibles, se confeccionó una colección de primitivos cepos y trampas, y valiéndose del capitán de uno de los vaporcitos, logró proporcionarse un rifle muy aceptable, con cuyo equipo abandonó las faenas de poda para consagrarse a más violentas ocupaciones. Ni desmayaba tampoco su corazón cuando comenzó a manifestarse en su naturaleza el escorbuto, antes bien, sin abandonar la ringlera de cepos encubiertos bajo el mantillo de la selva, entonaba la vieja canción de antaño. Y cuando los pesimistas intentaban conmover los fundamentos de su fe en los trescientos mil dólares de oro de Alaska, él se adentraba por los campos y cavaba por entre las raíces de los abetos.
—¡Pero hombre, si éste no es país de oro! —le decían.
—Cualquier sitio donde los encontréis, es país de oro, hijos míos —les respondía—. Yo he conocido a quien cavó sus minas antes de que vosotros vierais la luz del sol, allá por el año 49. ¿Qué era el estero de Bonanza sino un simple pastizal de musgo? Ni un solo minero volvía los ojos a mirarlo, y sin embargo, allí se lavaron gamelladas de quinientos dólares y se recogieron cincuenta millones de oro. Eldorado no era mejor. Todos sabéis que aquí precisamente, bajo esta misma choza o al otro lado de esa colina, pueden yacer millones en abundancia que solo esperan la mano de un afortunado para resplandecer a la luz del sol.
Pero, a fines de Enero, vino el desastre para el anciano. Al querer capturar a cierto animalote que había sido cogido en uno de los pequeños cepos del abuelo, fue arrastrado éste de mala manera sobre la nieve apelmazada, y tan espantosa fue su caída, que hubo de suspender la persecución del bicho, perdiendo el rastro y aún casi la vida. Duraba entonces el día el breve espacio de unas horas, como resquicio de luz abierto entre las veinte de tinieblas densas que consumía la noche. El viejo forcejeó como un titán para impedir que la noche se le viniera encima, dejándole perdido en el bosque, y a la luz del crepúsculo fatídico, ora cayendo, ora tambaleándose, agotó en inútil batalla sus energías desmembradas por los años. Afortunadamente, en los países del Norte suele suceder a las copiosas nevadas un sensible aumento en la temperatura, de suerte que en vez de los acostumbrados cuarenta 6 cincuenta grados bajo cero, se remonta el termómetro a quince de temperatura constante. Además, Tarwater iba bien cubierto de ropa y provisto de sus cerillas. Permaneció algunos días a solas en la selva. Al quinto día, para mitigar sus desventuras, quiso Dios que diera muerte a un alce herido, que no pesaría menos de media tonelada. Allí acampó, al arrimo de su víctima, en el hueco de un abeto carcomido, donde se aprestó a pasar el invierno, a menos de que alguna partida de buscadores lo encontrara o de que el escorbuto concluyera con su fortaleza y con su vida.
Al cabo de dos semanas no apareció rastro de pesquisas, pero en cambio el escorbuto había adquirido proporciones que dejaban poco lugar a la esperanza. Allá, al arrimo de su hoguera, en el hueco del tronco y abrigándose del aire frío del exterior por medio de una valla protectora de ramas de abeto, yacía acurrucado horas y más horas, unas veces dormido y otras desvelado. Poco a poco fueron haciéndose más regulares sueño y vigilia; padecía períodos de semilucidez y de ensueño poco profundo, según que el proceso de la invernada iba operando sobre su naturaleza. Poco a poco la chispa luminosa de la conciencia e identidad, la lucecita que le hacía sentirse Juan Tarwater, fuese somorgujando hacia los hondones de su ser, hasta el poso íntimo de su naturaleza, que había sido formada antes de que existiera el hombre, cuando él, primate de los animales, comenzaba a volver sobre sí mismo la mirada introspectiva para establecer los fundamentos de su moralidad sobre los cimientos de pesadillas pobladas por los monstruos de torcidos deseos e instintos desviados.
Como el febricente goza, entre los delirios de su mal, instantes de lucidez, así se desvelaba el abuelo Tarwater de vez en cuando, cocía su tajada de alce y encandilaba la hoguera con nuevo combustible; pero por momentos crecía la duración de los letargos, hasta el punto de que no sabía ya distinguir de entre el poso de su inconsciencia cuál era el sueño nocturno y cuál el diario. Y allí, en las criptas inolvidables de la historia humana, que ni ha sido escrita ni puede ser pensada o comprendida, como escenas de sueños febriles, como aventuras imposibles de lunático, descubrió él los monstruos engendrados por la moralidad del hombre primitivo. Y aun, a pesar del letargo, se debatía en aquel ovillo de fantasías, liberándose unas veces y enredándose otras entre sus hilos innumerables.
En una palabra: bajo el peso de sus setenta años, a solas con la inmensidad de la selva solitaria del Norte nevado, el abuelo Tarwater, como embriagado por un anestésico, resucitaba en su alma la conciencia infantil del hombre primitivo. La muerte rociaba la frente del anciano con el polvo de oro de sus alas inquietas, y a la manera de su remoto precursor, el hombre niño comenzó a hilvanar mitos o imaginar hazañas del héroe Sol, transformándose a su vez en el semidiós legendario que boga por ignotos mares a la busca de un tesoro perdido.
O bien lograría dar al fin con el tesoro (así se encadenaba la lógica inexorable del país de sombras de su inconsciencia), o se hundiría en el mar hambriento, en las tinieblas devoradoras de la luz, que se engullían todas las noches al sol de cada día… al sol que, vivificado, resurgía por Oriente en el regazo inmortalizador de oro y nácar del alba, convirtiéndose en el primer símbolo que inventara el hombre para imaginar su propia inmortalidad en un ciclo de reencarnaciones eternas. Y todo aquello era, en las simas de su inconsciencia (el Poniente sombrío, país de la noche donde la luz se extingue), el polvo impalpable de la muerte en que, poco a poco, se iba desmenuzando la vida del pobre abuelo Tarwater.
¿Cómo eludir al monstruo de las tinieblas que desde dentro de sí le iba devorando lentamente, hora a hora y día a día? Demasiado sumergido estaba ya para soñar siquiera en huir o en sentir el acicate de emprender la fuga salvadora. Para él había cesado ya la realidad. Parecía imposible que resucitase jamás de la cámara oscura de su propio ser. Los años eran una carga demasiado pesada; la debilidad en que la enfermedad le sumergía, invencible; el letargo y estupor del silencio y del frío, profundos e insondables. Imposible renacer de sí mismo. Tan solo el choque vital del exterior podría sacudirle y agitarle, despertando en su conciencia la noción de la realidad; y si la naturaleza exterior no acudía en su auxilio, se zambulliría en el tremedal donde asientan las tinieblas su reino, donde la inconsciencia propaga el velo de nieblas de la extinción definitiva.
Pero, al fin, llegó desde el exterior la realidad salvadora, batiendo a los oídos del anciano sus atabales y chirimías en un torrente sonoro de vida y de luz. Durante veinte días, cuando la temperatura no había subido de cincuenta bajo cero, cuando no se agitó ni el más leve soplo de aire, cuando ni el sonido más ledo rasgó el silencio de la selva nevada, como el fumador de opio que reclinado en su lecho enfoca paulatinamente los ojos por entre el muro espacioso de sus delirios, en las estrechas paredes del fumadero, así el abuelo Tarwater abrió los ojos ante su hoguera moribunda, contemplando a un alce inmenso que atentamente le observaba, arrastrando una pierna herida y manifestando todas las señales de un agotamiento evidente. También •el alce había estado errando a ciegas por el país de la nieve, y despertó a la realidad, pocos momentos antes, cabe la hoguera del anciano aventurero.
Pausadamente deslizó la mano derecha fuera de los mitones gruesos de lana, y al intentar moverlo, advirtió que tenía demasiado adormecido el índice para que pudiera impulsar el gatillo. Con cuidado y paciencia, durante algunos minutos, estuvo ejercitando entre las mantas la mano aletargada, introduciéndola al arrimo del pecho y bajo el sobaco izquierdo para despertarla con el calor y el ejercicio. Transcurrieron con mortal lentitud varios minutos de ansiedad, hasta que pudo al fin recobrar el dominio del índice, y luego, con la misma pausa y cautela, asió el rifle, lo apoyó en el hombro y apuntó al enorme animal por encima de la hoguera.
Al disparo hundiose para siempre en la noche uno de los vagabundos de las sombras y surgió el otro al reino de la luz. El abuelo Tarwater se irguió torpemente como un borracho sobre las piernas destrozadas por el escorbuto. Nervioso temblor le conmovía; el frío le hacía tiritar. Se frotó los párpados con los dedos agarrotados de frío y volviose a contemplar el mundo de la realidad que resucitaba para él en derredor, con tan súbita explosión, que atemorizaba. Recobróse y comprendió que durante muchos días, no sabía cuántos, había dormido al arrullo blando de la Muerte. Escupió, de propósito, y oyó crujir la saliva al caer en la escarcha, comprendiendo que estaban a más de sesenta grados bajo cero. A decir verdad, el termómetro de alcohol registró aquel día en la comarca del Yukón setenta y cinco grados, de manera que, siendo el punto de congelación treinta y dos grados, equivalía a ciento siete de helada, con arreglo a la escala de Farenheit, y a unos sesenta grados baje cero de la escala centígrada.
Poco a poco el cerebro del abuelo Tarwater fue recuperando el poder de razonar y obrar. Allí, en aquella soledad inmensa, reinaba la muerte. Allí habían llegado dos alces mortalmente heridos, ambos procedentes del Oriente. Por lo tanto, hacia semejante rumbo debían existir moradas de hombres, ya fueran blancos o ya indios, que esto era difícil de precisar; pero hombres al cabo que pudieran asistirle, rescatándole del mar de las sombras.
Se movió lentamente, ya en el ambiente de la realidad, con su rifle al hombro, sus municiones, la caja de cerillas y veinte libras de carne cruda para el camino. Y como un Argos rejuvenecido, aunque lisiado, cojo y maltrecho, volvió la espalda al Poniente peligroso, y encaminose renqueando hacia el Oriente luminoso, por donde nace el sol y fluye el torrente radiante del alba fecunda…
Pasados algunos días —nunca pudo decir si pocos o muchos—, entre sueños y visiones, entonando el antiguo himno de los aventureros como incentivo que mantuviera la débil lucecita de su conciencia lúcida por cima de la sima tenebrosa, vino a parar a las pendientes nevadas de un desfiladero, en cuyas faldas bullían algunos hombres, que de vez en cuando daban reposo al trabajo para volverse a contemplarle. Tambaleándose, holló la pendiente blanca cantando todavía, y cuando hubo de callar porque le faltaba el aliento, sintió que multitud de veces amigas le llamaban: Abuelo Navidad, Santa Barba, el Ultimo Mohicano y Padre Noel. Cuando llegó y se hubo entre ellos, permaneció inmóvil, silencioso, sin palabras, mientras que gruesas lágrimas manaban de sus ojos e inundaban el copo blanco de sus mejillas. Y lloró en silencio luengos instantes, hasta que de pronto, recuperando la noción de sí mismo, sentose en la nieve con un crujido de las coyunturas entumecidas, reclinose dulcemente sobre la espalda y se fue desmayando poco a poco con gran felicidad y sosiego.
A los pocos días el abuelo Tarwater estaba en pie, aunque renco y torpe, pero bullía por el interior de la choza, cocinando y limpiando para los cinco hombres que estaban acampados en aquel estero. Eran éstos verdaderos adalides o pioneers, toscos y recios, que de tal suerte se habían aventurado por las profundidades del ártico, que ignoraban hubiera por las cercanías hambre ni carestía. EL viejo les proporcionó por primera vez las nuevas de lo que acontecía en Klondike. Se sustentaban de carne seca de alce, reno y salmón ahumado, sazonada de vez en cuando con cerezas silvestres y con ciertas raíces suculentas que habían almacenado durante el estío. Habían olvidado, de puro no sentirlo, el gusto del café, encendían el fuego con una lupa, llevaban consigo, dondequiera que se encaminaran, antorchas encendidas, y hojas secas en la pipa con que producir un humo picante que hacía escocer la boca y las narices.
Tres años atrás penetraron por el Koyokuk hacia el Norte, se abrieron paso a través de la boca de Mackenzie en el Océano ártico, y allí cargaron sus balleneros con las últimas provisiones adquiridas de manos de hombre blanco, consistentes principalmente en sal y tabaco. Avanzaron por el Sur y por el Oeste, a lo largo de la travesía donde se juntan el Yukón y Porcupine, junto a Fuerte Yukón, y como encontraran oro en aquel estero, allí habían sentado sus reales y allí trabajaban la tierra.
Saludaron con gran alegría la llegada del abuelo Tarwater, no se cansaban nunca de oírle relatar sus narraciones del año 49, y hasta le rebautizaron con el sobrenombre de «el Héroe Antiguo». Además, aprovechando las agujas de abeto, cortezas de sauce y raíces o bulbos amargos que daba la tierra, prepararon un cocimiento que libró lentamente al viejo de su escorbuto, de suerte que, a no mucho tardar, cesó la cojera y volvió el sueño apacible. Por último, los aventureros no veían por qué no pudiera cavar el viejo la tierra y amontonar su tesoro, puesto que tan libérrimamente ofrecía aquélla sus dones.
—No creo que puedas reunir trescientos mil dólares —le dijeron un día a la hora del almuerzo, cuando se disponían a partir para su trabajo—. ¿Pero qué tal te iría con un centenar, abuelo? Con eso podríamos darnos por satisfechos, porque el yacimiento no es de los más abundantes. Ya te hemos cercado tu parte.
—Bien está, muchachos —respondía el viejo Tarwater—. Os estoy muy agradecido, muchísimo. Lo único que puedo deciros es que cien mil dólares son una hermosura para cualquier desarrapado, pero no para mí. No pienso marcharme de estas tierras hasta que reúna los trescientos mil que me hacen falta. Por ellos vine, y no me iré sin ellos.
Riéronse todos y aplaudieron su ambición, si bien reconociendo que para colmarla tendrían que descubrir otro estero más rico. El viejo, por su parte, añadió que cuando volviese la primavera haría él alguna que otra escapada por los alrededores, tanteando por su cuenta.
—O mucho me engaño —dijo señalando hacia las faldas de un collado que resaltaba al fondo del estero— o el musgo que crece allí, bajo la nieve, debe arraigar en una tierra de oro.
No dijo más, pero cuando el sol se remontaba a mayor altura en el cielo y a medida que los días se hacían más largos y más tibios, solía mirar el viejo frecuentemente a través del estero, a mitad del camino de la colina, donde la tierra se quebraba en un escabel. Y un día, cuando el deshielo parecía tomar alas, cruzó la rambla del estero y trepó hacia el escabel. Ya extensos parches de tierra se dibujaban entre la costra de hielo a una pulgada de profundidad. Se detuvo en uno de aquellos lugares, quebró el hielo, asió un manojo de musgo entre sus dedos huesudos y lo arrancó de raíz. El sol reverberó derritiéndose, al parecer, en un polvo amarillo y brillante. Sacudió el viejo el manojo de musgo y cayeron al suelo algunas palacras toscas como grava. Era el vellocino de oro que se ofrecía para que el argonauta lo tonsurara.
Aún no ha sido olvidada en Alaska la emigración que tuvo lugar durante el verano de 1898 hacia las excavaciones del banco de la colina Tarwater. Y cuando el abuelo hubo vendido su recolección por medio millón de dólares contantes y sonantes, encaminóse hacia California por una senda reciente, salpicada de casas, para embarcar en los atracaderos de Fuerte Yukón.
Ya en pleno océano, a bordo del vapor, cuando le servían el primer desayuno, no mucho después de haber zarpado de San Miguel, vino a servirle un camarero de grises cabellos, rostro maltratado por el dolor y miembros retorcidos por el escorbuto. El abuelo Tarwater hubo de mirarle por dos veces para cerciorarse de que estaba delante de Charles Crayton.
—Mal te ha debido ir, hijo mío —insinuó el viejo.
—Tal es mi mala estrella —lamentose el otro, luego de reconocer y saludar al anciano—. Soy el único de la cuadrilla a quien atacara el escorbuto. He pasado un infierno. Los otros allá están trabajando y enriqueciéndose. Ahora se proponen almacenar provisiones para remontar durante el próximo invierno el río Blanco. Anson gana veinticinco dólares diarios, de carpintero; Liverpool veinte, haciendo cabanas, y Big Bill cuarenta, como capataz de una serrería. Yo, en cambio, hice lo que mejor pude, y no he sacado más que el escorbuto…
—Así es, en efecto, hijo mío. Hiciste lo mejor que pudiste, pero no pudiste mucho, porque tu natural es demasiado irritable y duro para tan arduos negocios. Un consejo te voy a dar. No has nacido para esta clase de trabajos; yo te pagaré el pasaje en recuerdo del viaje que tú me ofreciste, aunque a desgana, y procura descansar cuando menos en lo que te resta de vida. ¿Con qué medios cuentas a fin de atender a tus necesidades una vez que llegues a San Francisco?
Charles Crayton se encogió de hombros.
—Yo te lo diré —continuó el abuelo Tarwater—. Trabajo habrá para ti en mis haciendas hasta que puedas probar otra vez fortuna.
—Si usted quiere, yo le administraré sus… —comenzó a decir Charles, afanoso.
—No, señor mío —interrumpió enérgicamente el viejo—. Eso no; pero no faltarán hoyos que cavar, ni árboles que podar. Además, el clima es agradable…
El abuelo Tarwater entró en su hogar como una verdadera bendición. Mas antes de sentarse a la mesa, hizo que le siguieran todos sus hijos e hijas de sangre o de casamiento, a quienes sometía estora la mano huesosa de aquel anciano que podía repartir entre ellos medio millón de dólares. Él iba delante guiando. Sus palabras eran ley. Se detuvo cabe el molino arruinado que construyera antaño para moler el trigo de los primeros colonos, y desde allí contempló las llanuras del valle de Tarwater, y más allá aún, hasta la cima que llevaba su nombre. Todo era suyo de nuevo.
Le asalto de súbito un pensamiento. Volvió el rostro y se sonó las narices para disimular el temblor de una lágrima o el parpadeo de un guiño, y seguido aún de su numerosa familia, se encaminó hacia el granero ruinoso. Allí recogió una varilla seca por los años que yacía en el suelo.
—Guillermo —dijo—, ¿te acuerdas de aquella charla que tuvimos la noche antes de partir yo para Klondike? Sin duda, Guillermo, que no la has olvidado. Tú me dijiste que estaba loco. Y yo te contesté que mi padre me hubiera roto una estaca en las costillas si le hubiese contestado de esa manera.
—Sí; pero aquello era una broma, una tontería —asintió amistosamente Guillermo.
Era ya éste un hombre de cabeza cana, que muy bien habría cumplido sus cuarenta y cinco años. En el grupo de la familia estaban, entre otros deudos, su mujer e hijos ya crecidos. Todos observaban cuidadosamente al abuelo. Quitose este la chaqueta, depositola en manos de María, arremangose las mangas de la camisa y asió de nuevo la vara.
—Guillermo, hijo mío, acércate aquí —ordenó imperiosamente.
El hijo, aunque a desgana, obedeció.
—Nada más que probarlo. Una muestra de lo que mi padre me dio a catar muchas veces —decía el abuelo coreando los golpes—. Fíjate en que nunca te apunto a la cabeza. Mi padre no reparaba en estas delicadezas cuando me pegaba. No des esas sacudidas con los codos, hijo mío, que puedo darte en el hueso sin querer. Y ahora, Guillermo, hijo, dime una cosa: ¿te queda sombra de duda de que tu padre no es ningún loco?
—Ni sombra, padre —lloriqueó Guillermo, danzando al compás de los varazos—. ¡Tú no eres loco, padre! ¡Es cierto que tú no eres loco!
—Así lo dices tú —recalcó el abuelo Tarwater sentenciosamente, echando a un lado la vara y forcejeando para ponerse la chaqueta—. Y ahora, hijos míos, vámonos, que la comida nos aguarda husmeando encima de la mesa.
*FIN*