Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Cómo se hace una novela


Miguel de Unamuno

Héteme aquí ante estas blancas páginas -blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!- buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante. Trato, a la vez, de consolarme de mi destierro, del destierro de mi eternidad, de este destierro al que quiero llamar mi des-cielo.

¡El destierro!, ¡la proscripción! y ¡qué de experiencias íntimas, hasta religiosas, le debo! Fue entonces allí, en aquella isla de Fuenteventura, a la que querré eternamente y desde el fondo de mis entrañas, en aquel asilo de Dios, y después aquí, en París, henchido y desbordante de historia humana, universal, donde he escrito mis sonetos, que alguien ha comparado, por el origen y la intención, a los Castigos escritos contra la tiranía de Napoleón el Pequeño por Víctor Hugo en su isla de Guernesey. Pero no me bastan, no estoy en ellos con todo mi yo del destierro, me parecen demasiado poca cosa para eternizarme en el presente fugitivo, en este espantoso presente histórico, ya que la historia es la posibilidad de los espantos.

Recibo a poca gente; paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspail, donde tenemos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en Españas. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski, pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo ruso bolchevique.

¡Qué horrible vivir en la expectativa, imaginando cada día lo que puede ocurrir al siguiente! ¡Y lo que puede no ocurrir! Me paso horas enteras, solo, tendido sobre el lecho solitario de mi pequeño hotel –family house-, contemplando el techo de mi cuarto y no el cielo y soñando en el porvenir de España y en el mío. O deshaciéndolos. Y no me atrevo a emprender trabajo alguno por no saber si podré acabarlo en paz. Como no sé si este destierro durará todavía tres días, tres semanas, tres meses o tres años -iba a añadir tres siglos- no emprendo nada que pueda durar. Y, sin embargo, nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento. ¿He de repetir mi expresión favorita la eternización de la momentaneidad? Mi gusto innato -¡y tan español!- de las antítesis y del conceptismo me arrastraría a hablar de la momentaneización de la eternidad. ¡Clavar la rueda del tiempo!

(Hace ya dos años y cerca de medio más que escribí en París estas líneas y hoy las repaso aquí, en Hendaya, a la vista de mi España. ¡Dos años y medio más! Cuando cuitados españoles que vienen a verme me preguntan refiriéndose a la tiranía: “¿Cuánto durará esto?”, les respondo: “lo que ustedes quieran”.

Y si me dicen: “¡esto va a durar todavía mucho, por las trazas!” yo: “¿cuánto? ¿cinco años más, veinte?, supongamos que veinte; tengo sesenta y tres, con veinte más, ochenta y tres; pienso vivir noventa; ¡por mucho que dure yo duraré más!” Y en tanto a la vista tantálica de mi España vasca, viendo salir y ponerse el sol por las montañas de mi tierra. Sale por ahí, ahora un poco a la izquierda de la Peña de Aya, las Tres Coronas y desde aquí, desde mi cuarto, contemplo en la falda sombrosa de esa montaña la cola de caballo, la cascada de Uramildea. ¡Con qué ansia lleno a la distancia mi vista con la frescura de ese torrente! En cuanto pueda volver a España iré, Tántalo libertado, a chapuzarme en esas aguas de consuelo.

Y veo ponerse el sol, ahora a principios de junio, sobre la estribación del Jaizquibel, encima del fuerte de Guadalupe, donde estuvo preso el pobre general don Dámaso Berenguer, el de las incertidumbres. Y al pie del Jaizquibel me tienta a diario la ciudad de Fuenterrabía -oleografía en la tapa de España- con las ruinas cubiertas de yedra, del castillo del Emperador Carlos I, el hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Borgoña, el primer Habsburgo de España, con quien nos entró -fue la Contra Reforma- la tragedia en que aún vivimos. ¡Pobre príncipe Don Juan, el ex-futuro Don Juan III, con quien se extinguió la posibilidad de una dinastía española, castiza de verdad!

¡La Campana de Fuenterrabía! Cuando la oigo se me remejen las entrañas. Y así, como en Fuenteventura y en París me di a hacer sonetos, aquí en Hendaya, me ha dado, sobre todo, por hacer romances. Y uno de ellos a la campana de Fuenterrabía, a Fuenterrabía misma campana, que dice:

Si no has de volverme a España,
Dios de la única bondad,
si no has de acostarme en ella,
¡hágase tu voluntad!
Como en el cielo en la tierra
En la montaña y la mar,
Fuenterrabía
soñada, tu campana oigo sonar.
Es el llamado de Jaizquibel,
-sobre él pasa el huracán entraña de mi honda España,
te siento en mi palpitar.
Espejo del Bidasoa
Que vas a perderte al mar
¡Qué de ensueños te me llevas!
A Dios van a reposar.
Campana Fuenterrabía,
lengua de la eternidad,
me traes la voz redentora
de Dios, la única bondad.
¡Hazme, Señor, tu campana,
campana de tu verdad,
y la guerra de este siglo
me dé en tierra eterna paz!

Volvamos al relato.

En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa, de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?

En estos días de mediados de julio de 1925 -ayer fue el 14 de julio- he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscrito que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscrito italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: “Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor… Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece”. Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, los repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque

a) se nace vivo,
b) se nace y se muere muerto,
c) se nace vivo para morir muerto y
d) se nace muerto para morir vivo.

Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado -se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate… ¡Ah, cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!- se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!

Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando murió en Cristo, cuando en Él, en su Hijo, gustó la muerte.

He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros. ¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes, o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehistoria es la inconciencia, es la nada.

(Dice el Génesis que Dios creó el Hombre a su imagen y semejanza. Es decir, que le creó espejo para verse en él, para conocerse, para crearse.)

Mazzini es hoy para mí como Don Quijote; ni más ni menos. No existe menos que éste y por tanto no ha existido menos que él.

¡Vivir en la historia y vivir la historia! Y un modo de vivir la historia es contarla, crearla en libros. Tal historiador, poeta por su manera de contar, de crear, de inventar un suceso que los hombres creían que se había verificado objetivamente, fuera de sus conciencias, es decir, en la nada, ha provocado otros sucesos. Bien dicho está que ganar una batalla es hacer creer a los propios y a los ajenos, a los amigos y a los enemigos, que se la ha ganado. Hay una leyenda de la realidad que es la sustancia, la íntima realidad de la realidad misma. La esencia de un individuo y la de un pueblo es su historia, y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo hacen de los que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hecha carne. Pero como lo que me propongo al presente es contar cómo se hace una novela y no filosofar o historiar, no debo distraerme ya más y dejo para otra ocasión el explicar la diferencia que va de suceso a hecho, de lo que sucede y pasa a lo que se hace y queda.

Se ha dicho de Lenin que en agosto de 1917, un poco antes de apoderarse del poder, dejó inacabado un folleto, muy mal escrito, sobre la Revolución y el Estado, porque creyó más útil y más oportuno experimentar la revolución que escribir sobre ella. Pero ¿es qué escribir de la revolución no es también hacer experiencias con ella? ¿Es que Carlos Marx no ha hecho la revolución rusa tanto si es que no más que Lenin? ¿Es que Rousseau no ha hecho la Revolución Francesa tanto como Mirabeau, Danton y Compañía? Son cosas que se han dicho miles de veces, pero hay que repetirlas otras millares para que continúen viviendo, ya que la conservación del universo es, según los teólogos, una creación continua.

(“Cuando Lenin resuelve un gran problema” -ha dicho Radek- “no piensa en abstractas categorías históricas, no cavila sobre la renta de la tierra o la plusvalía ni sobre el absolutismo o el liberalismo; piensa en los hombres vivos, en el aldeano Ssidor de Twer, en el obrero de las fábricas Putiloff o en el policía de la calle, y procura representarse cómo las decisiones que te tomen obrarán sobre el aldeano Ssidor o sobre el obrero Onufri”. Lo

que no quiere decir otra cosa sino que Lenin ha sido un historiador, un novelista, un poeta y no un sociólogo o un ideólogo, un estadista y no un mero político.)

Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos -es consabido-, y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de zapa. Y no sólo mi tragedia, sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir, de todos los hombres -animales políticos o civiles, que diría Aristóteles-, la de todos los que escribimos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto. Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad -omnis no es totus- no la impersonalidad de este relato. Que no el ejemplo de ego-ismo sino de nos-ismo.

¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no puedo mirarme un rato al espejo, porque al punto se me van los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia, mi leyenda, mi novela, volver a la inconciencia, al pasado, a la nada. ¡Cómo si el porvenir no fuese también nada! Y, sin embargo, el porvenir es nuestro todo.

¡Mi novela!, ¡mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hechos juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos, este Unamuno me da vida y muerte, me crea y me destruye, me sostiene y me ahoga. Es mi agonía. ¿Seré como me creo o como se me cree? Y he aquí cómo estas líneas se convierten en una confesión ante mi yo desconocido e inconocible; desconocido e inconocible para mí mismo. He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme. Pero voy al caso de mi novela.

Porque había imaginado, hace ya unos meses, hacer una novela en la que quería poner la más íntima experiencia de mi destierro, crearme, eternizarme bajo los rasgos de desterrado y de proscrito. Y ahora pienso que la mejor manera de hacer esa novela es contar cómo hay que hacerla. Es la novela de la novela, la creación de la creación. O Dios de Dios, Deus de Deo.

Habría que inventar, primero, un personaje central que sería, naturalmente, yo mismo. Y a ese personaje se empezaría por darle un nombre. Le llamaría U. Jugo de la Raza; U, es la inicial de mi apellido; Jugo el primero de mi abuelo materno y el del viejo caserío de Galdácano, en Vizcaya, de donde procedía; Lazarra es el nombre, vasco también -como Larra, Larrea, Larrazábal, Larramendi, Larraburu, Larraga, Larraeta… y tantos más- de mi abuela paterna. Lo escribo la Raza para hacer un juego de palabras -gusto conceptista- aunque Larraza signifique pasto. Y Jugo no sé bien qué, pero no lo que en español jugo.

U. Jugo de la Raza se aburre de una manera soberana -y, ¡qué aburrimiento el de un soberano!- porque no vive ya más que sí mismo, en el pobre yo de bajo la historia, en el hombre triste que no se ha hecho novela. Y por eso le gustan las novelas. Le gustan y las busca para vivir en otro, para ser otro, para eternizarse en otro. Es por lo menos lo que él cree, pero en realidad busca las novelas a fin de descubrirse, a fin de vivir en sí, de ser él mismo. O más bien a fin de escapar de su yo desconocido e inconocible hasta para sí mismo.

U. Jugo de la Raza, errando por las orillas del Sena, a lo largo de los muelles, entre los puestos de librería de viejo, da con una novela que apenas ha comenzado a leerla antes de comprarla, le gana enormemente, le saca de sí, le introduce en el personaje de la novela -la novela de una confesión autobiográfico-romántica-, le identifica con aquel otro, le da una historia, en fin. El mundo grosero de la realidad del siglo desaparece a sus ojos. Cuando por un instante, separándolos de las páginas del libro, los fija en las aguas del Sena, paréceles que esas aguas no corren, que son las de un espejo inmóvil y aparta de ellas sus ojos horrorizados y los vuelve a las páginas del libro, de la novela, para encontrarse en ellas, para en ellas vivir. Y he aquí que da con un pasaje eterno, en que lee estas palabras proféticas: “Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo”.

Entonces, Jugo de la Raza sintió que las letras del libro se le borraban de ante los ojos, como si se aniquilaran en las aguas del Sena, como si él mismo se aniquilara; sintió ardor en la nuca y frío en todo el cuerpo, le temblaron las piernas y apreciósele en el espíritu el espectro de la angina de pecho de que había estado obsesionado años antes. El libro le tembló en las manos, tuvo que apoyarse en el cajón del muelle y al cabo, dejando el volumen en el sitio de dónde o tomó, se alejó, a lo largo del río, hacia su casa. Había sentido sobre su frente el soplo del aletazo del Angel de la Muerte. Llegó a casa, a la casa de pasaje, tendióse sobre la cama, se desvaneció, creyó morir y sufrió la más íntima congoja.

“No, no tocaré más a ese libro, no leeré en él, no lo compraré para terminarlo -se decía-. Sería mi muerte. Es una tontería, lo sé, fue un capricho macabro del autor el meter allí aquellas palabras, pero estuvieron a punto de matarme. Es más fuerte que yo. Y cuando para volver acá he atravesado el puente de Alma -¡el puente del alma!- he sentido ganas de arrojarme al Sena, al espejo. He tenido que agarrarme al parapeto. Y me he acordado de otras tentaciones parecidas, ahora ya viejas, y de aquella fantasía del suicida de nacimiento que imaginé que vivió cerca de ochenta años queriendo siempre suicidarse y matándose por el pensamiento día a día. ¿Es esto vida? No; no leeré más de ese libro… ni de ningún otro; no me pasearé por las orillas del Sena donde se venden libros.”

Pero el pobre Jugo de la Raza no podía vivir sin el libro, sin aquel libro; su vida, su existencia íntima, su realidad, su verdadera realidad estaba ya definitiva e irrevocablemente unida a la del personaje de la novela. Si continuaba leyéndolo, viviéndolo, corría riesgo de morirse cuando se muriese el personaje novelesco; pero si no lo leía ya, si no vivía ya más el libro, ¿viviría? Y tras esto volvió a pasearse por las orillas del Sena, pasó una vez más ante el mismo puesto de libros, lanzó una mirada de inmenso amor y de horror inmenso al volumen fatídico, después contempló las aguas del Sena y… ¡venció! ¿O fue vencido? Pasó sin abrir el libro y diciéndose: “¿Cómo seguirá esa historia?, ¿cómo acabará?” Pero estaba convencido de que un día no sabría resistir y de que le sería menester tomar el libro y proseguir la lectura aunque tuviese que morirse al acabarla.

Así es como se desarrollaría la novela de mi Jugo de la Raza, mi novela de Jugo de la Raza. Y entre tanto yo, Miguel de Unamuno, novelesco también, apenas si escribía, apenas si obraba por miedo a ser devorado por mis actos. De tiempo en tiempo escribía cartas políticas contra Don Alfonso XIII, pero estas cartas que hacían historia en mi España, me devoraban. Y allá en mi España, mis amigos y mis enemigos decían que no soy un político, que no tengo temperamento de tal, y menos todavía de revolucionario, que debería consagrarme a escribir poemas y novelas y dejarme de políticas. ¡Cómo si hacer política fuese otra cosa que escribir poemas y como si escribir poemas no fuese otra manera de hacer política!

Pero lo más terrible es que no escribía gran cosa, que me hundía en una congojosa inacción de expectativa, pensando en lo que haría o diría o escribiría si sucediera esto o lo otro, soñando el porvenir, lo que equivale, lo tengo dicho, a deshacerlo. Y leía los libros que me caían al azar en las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune de que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡Vamos! ¡Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua.

La mayor parte de mis proyectos -y entre ellos el de escribir esto que estoy escribiendo sobre la manera cómo se hace una novela- quedaban en suspenso. Había publicado mis sonetos aquí, en París, y en España se había publicado mi Teresa, escrita antes de que estallara el infamante golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, antes que hubiese comenzado mi historia del destierro, la historia de mi destierro. Y he aquí que me era preciso vivir en el otro sentido, ¡ganarme la vida escribiendo! Y aun así,… Crítica, el bravo diario de Buenos Aires, me había pedido una colaboración bien remunerada; no tengo dinero de sobra, sobre todo viviendo lejos de los míos, pero no lograba poner pluma en papel. Tenía y sigo teniendo en suspenso mi colaboración a Caras y caretas, semanario de Buenos Aires. En España no quería ni quiero escribir en periódico alguno ni en revistas.

¡Y quiero contar un caso! Que fue que servía en cierto regimiento un mozo despierto y sagaz, avisado e irónico, de carrera civil y liberal, y de los que llamamos de cuota. El capitán de su compañía le temía y le repugnaba, procurando no producirse delante de él, pero una vez se vio llevado a soltar una de esas arengas patrióticas de ordenanza delante de él y de los demás soldados. El pobre capitán no podía apartar sus ojos de los ojos y de la boca del despierto mozo, espiando su gesto, ni ello le dejaba acertar con los lugares comunes de su arenga, hasta que al cabo, azarado y azorado, ya no dueño de sí, se dirigió al soldado diciéndole: “qué, ¿se sonríe usted?”, y el mozo: “no, mi capitán, no me sonrío” y entonces el otro: “si ¡por dentro!”

Como aquí también, en la frontera, he podido enterarme de la perversión radical de la política y de lo que es este instituto de pinches de verdugos. Pero no quiero quemarme más la sangre escribiendo de ello y vuelvo al viejo relato.)

Volvamos, pues, a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela. Lo que habría que seguir era que un día el pobre Jugo de la Raza, no pudo ya resistir más, fue vencido por la historia, es decir, por la vida, o mejor por la muerte. Al pasar junto al puesto de libros, en los muelles del Sena, compró el libro, se lo metió en el bolsillo y se puso a correr a lo largo del río, hacia su casa, llevándose el libro como se lleva una cosa robada con miedo de que se la vuelvan a uno a robar. Iba tan de prisa que se le cortaba el aliento, le faltaba huelgo y veía reaparecer el viejo y ya casi extinguido espectro de la angina de pecho. Tuvo que detenerse y entonces, mirando a todos lados, a los que pasaban y mirando sobre todo a las aguas del Sena, el espejo fluido, abrió el libro y leyó algunas líneas. Pero volvió a cerrarlo al punto. Volvía a encontrar lo que, años antes, había llamado la disnea cerebral, acaso la enfermedad X de Mac Kenzie, y hasta creía sentir un cosquilleo fatídico a lo largo del brazo izquierdo y entre los dedos de la mano. En otros momentos se decía: “En llegando a aquel árbol me caeré muerto”, y después que lo había pasado, una vocecita, desde el fondo del corazón, le decía: “acaso estás realmente muerto…” Y así llegó a casa.

Llegó a casa, comió tratando de prolongar la comida -prolongarla con prisa-, subió a su alcoba, se desnudó y se acostó como para dormir, como para morir. El corazón le latía a rebato. Tendido en la cama, recitó primero un padrenuestro y luego un avemaría, deteniéndose en: “hágase tu voluntad así en la tierra como el cielo” y en “Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte” Lo repitió tres veces, se santiguó y esperó, antes de abrir el libro, a que el corazón se le apaciguara. Sentía que el tiempo lo devoraba, que el porvenir de aquella ficción con que se había identificado; sentíase hundirse en sí mismo.

Un poco calmado abrió el libro y reanudó su lectura. Se olvidó de sí mismo por completo y entonces sí que pudo decir que se había muerto. Soñaba el otro, o más bien el otro era un sueño que se soñaba con él, una criatura de su soledad infinita. Al fin despertó con una terrible punzada en el corazón. El personaje del libro acaba de volver a decir: “Debo repetir a mi lector que se morirá conmigo”. Y esta vez el efecto fue espantoso. El trágico lector perdió conocimiento en su lecho de agonía espiritual; dejó de soñar al otro y dejó de soñarse a sí mismo. Y cuando volvió en sí, arrojó el libro, apagó la luz y procuró, después de haberse santiguado de nuevo, dormirse, dejar de soñarse. ¡Imposible! De tiempo en tiempo tenía que levantarse a beber agua; se le ocurrió que bebía en el Sena, el espejo. “¿Estaré loco? -se repetía-, pero no, porque cuando se pregunta si está loco es que no lo está. Y, sin embargo…” Levantóse, prendió fuego en la chimenea y quemó el libro, volviendo en seguida a acostarse. Y consiguió al cabo dormirse.

El pasaje que había pensado para mi novela, en el caso de que la hubiera escrito, y en el que habría de mostrar al héroe quemando el libro, me recuerda lo que acabo de leer en la carta que Mazzini, el gran soñador, escribió desde Grenchèn a su Judit el 1º de mayo de 1835: “Si bajo a mi corazón encuentro allí cenizas y un hogar apagado. El volcán ha cumplido su incendio y no quedan de él más que el calor y la lava que se agitan en su superficie, y cuando todo se haya helado y las cosas se hayan cumplido, no quedará ya nada -un recuerdo indefinible como de algo que hubiera podido ser y no ha sido-, el recuerdo de los medios que deberían haberse empleado para la dicha y que se quedaron perdidos en la inercia de los deseos titánicos rechazados desde el interior sin haber podido tampoco haberse derramado hacia fuera, que han minado el alma de esperanzas, de ansiedades, de votos sin frutos… y después nada.”

Mazzini era un desterrado, un desterrado de la eternidad.

(Como lo fue antes de él el Dante, el gran proscrito -y el gran desdeñoso; proscritos y desdeñosos también Moisés y San Pablo- y después de él Víctor Hugo. Y todos ellos, Moisés, San Pablo, el Dante, Mazzini, Víctor Hugo y tantos más aprendieron en la proscripción de su patria, o buscándola por el desierto, lo que es el destierro de la eternidad. Y fue desde el destierro de su Florencia desde donde pudo ver el Dante cómo Italia estaba sierva y era hostería del dolor: Ai serva Italia di dolore ostello.)

En cuanto a la idea de hacer decir a mi lector de la novela, a mi Jugo de la Raza: “¿estaré loco?”, debo confesar que la mayor confianza que pueda tener en mi sano juicio me ha sido dada en los momentos en que observando lo que hacen los otros y lo que no hacen, escuchando lo que dicen y lo que callan, me ha surgido esta fugitiva sospecha de sí estaré loco.

Estar loco se dice que es haber perdido la razón. La razón, pero no la verdad, porque hay locos que dicen las verdades que los demás callan por no ser racionar ni razonable decirlas, y por eso se dicen que están locos. ¿Y qué es la razón? La razón es aquello en que estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos la mayoría. La verdad es otra cosa, la razón es social; la verdad, de ordinario, es completamente individual, personal e incomunicable.

La razón nos une y las verdades nos separan. (Más ahora caigo en cuenta de que acaso es la verdad la que nos une y son las razones las que nos separan. Y de que toda esa turbia filosofía sobre la razón, la verdad y la locura obedecía a un estado de ánimo de que en momentos de mayor serenidad de espíritu me curo. Y aquí, en la frontera, a la vista de las montañas de mi tierra nativa, aunque mi pelea se ha exacerbado, se me ha serenado en el fondo el espíritu. Y ni un momento se me ocurre que esté loco. Porque si acometo, a riesgo tal vez de mi vida, a molinos de viento como si fuesen gigantes es a sabiendas de que son molinos de viento. Pero como los demás, los que se tienen por cuerdos, los creen gigantes hay que desengañarles de ello.)

A las veces, en los instantes en que me creo criatura de ficción y hago mi novela, en que me represento a mí mismo, delante de mí mismo, me ha ocurrido soñar o bien que casi todos los demás, sobre todo en mi España, están locos o bien que yo lo estoy y puesto que no pueden estarlo todos los demás que lo estoy yo. Y oyendo los juicios que emiten sobre mis dichos, mis escritos y mis actos, pienso: “¿No será acaso que pronuncio otras palabras que las que me oigo pronunciar o que se me oye pronunciar otras que las que pronuncio?”. Y no dejo entonces de acordarme de la figura de Don Quijote.

(Después de esto me ha ocurrido aquí, en Hendaya, encontrar con un pobre diablo que se acercó a saludarme, y que me dijo que en España se me tenía por loco. Resultó después que era policía, y él mismo me lo confesó, y que estaba borracho. Que no es precisamente estar loco.)

Aquí debo repetir algo que creo haber dicho a propósito de nuestro señor Don Quijote, y es preguntar cuál habría sido su castigo si en vez de morir recobrada la razón, la de todo el mundo, perdiendo así su verdad, la suya, si en vez de morir como era necesario habría vivido algunos años más todavía. Y habría sido que todos los locos que había entonces en España -y debió haber habido muchos, porque acababa de traerse del Perú la enfermedad terrible- habrían acudido a él solicitando su ayuda, y al ver que se la rehusaba, le habrían abrumado de ultrajes y tratado de farsante, de traidor y de renegado. Porque hay una turba de locos que padecen de manía persecutoria, la que se convierte en manía perseguidora, y estos locos se ponen a perseguir a Don Quijote cuando éste no se presta a perseguir a sus supuestos perseguidores. Pero ¿qué es lo que habré hecho yo, Don Quijote mío, para haber llegado a ser así el imán de los locos que se creen perseguidos? ¿Por qué se acorren a mí? ¿por qué me cubren de alabanzas si al fin han de cubrirme de injurias?

(A este mismo mi Quijote le ocurrió que después de haber libertado del poder de los cuadrilleros de la Santa Hermandad a los galeotes a quienes le llevaban presos, estos galeotes le apedrearon. Y aunque sepa yo que acaso un día los galeotes han de apedrearme, no por eso cejo en mi empeño de combatir contra el poderío de los cuadrilleros de la actual Santa Hermandad de mi España. No puedo tolerar, y aunque se me tome a locura, el que los verdugos se erijan en jueces y el que el fin de la autoridad, que es la justicia, se ahogue con lo que llaman el principio de la autoridad y es el principio del poder, o sea lo que llaman el orden. Ni puedo tolerar que un cuitada y menguada burguesía por miedo pánico -irreflexivo- al incendio comunista -pesadilla de locos de miedo- entregue su caso y su hacienda a los bomberos que se las destrozan más aún que el incendio mismo. Cuando no ocurre lo que ahora en España y es que son los bomberos los que provocan los incendios para vivir de extinguirlos.)

Volvamos una vez más a la novela de Jugo de la Raza, a la novela de su lectura de la novela, a la novela del lector (del lector actor, del lector para quien leer es vivir lo que lee.)

Cuando se despertó a la mañana siguiente, en su lecho de agonía espiritual, encontrase encalmado, se levantó y contempló un momento las cenizas del libro fatídico de su vida. Y aquellas cenizas le parecieron, como las aguas del Sena, un nuevo espejo. Su tormento se renovó: ¿cómo acabaría la historia? Y se fue a los muelles del Sena a buscar otro ejemplar sabiendo que no lo encontraría y porque no había de encontrarlo. Y sufrió de no poder encontrarlo; sufrió a muerte. Decidió emprender un viaje por esos mundos de Dios; acaso Éste le olvidara, le dejara su historia. Y por el momento se fue al Louvre, a contemplar la Venus de Milo, a fin de librarse de aquella obsesión, pero la Venus de Milo le pareció como el Sena y como las cenizas del libro que había quemado, otro espejo. Decidió partir, irse a contemplar las montañas y la mar y cosas estáticas y arquitectónicas. Y en tanto se decía: “¿Cómo acabará esa historia?”

Es algo de lo que me decía cuando imaginaba ese pasaje de mi novela: “¿Cómo acabará esa historia del Directorio y cuál será la suerte de la monarquía española y de España? Y devoraba -como sigo devorándolos- los periódicos, y aguardaba cartas de España. Y escribía aquellos versos del soneto LXXVIII de mi De Fuenteventura a París:

Que es la Revolución una comedia
que el señor ha inventado contra el tedio.

Porque ¿no está hecha de tedio la congoja de la historia? Y al mismo tiempo tenía el disgusto de mis compatriotas.

Me doy perfecta cuenta de los sentimientos que Mazzini expresaba en una carta desde Berna, dirigida a su Judit, del 2 de marzo de 1835: “Aplastaría con mi desprecio y mi mentis, si me dejara llevar de mi inclinación personal, a los hombres que hablan mi lengua, pero aplastaría con mi indignación y mi venganza al extranjero que se permitiese, delante de mí, adivinarlo” Concibo del todo su “rabioso despecho” contra los hombres, y sobre todo contra sus compatriotas, contra los que le comprendían y le juzgaban tan mal. ¡Qué grande era la verdad de aquella “alma desdeñosa”, melliza de la del Dante, el otro gran proscrito, el otro gran desdeñoso!

No hay medio de adivinar, de vaticinar mejor, cómo acabará todo aquello, allá en mi España; nadie cree en lo que dice ser suyo; los socialistas no creen en el socialismo, ni en la lucha de clases, ni en la ley férrea del salario y otros simbolismos marxistas; los comunistas no creen en la comunidad (y menos en la comunión), los conservadores, en la conservación; ni los anarquistas, en la anarquía. Volvamos a la novela de mi Jugo de la Raza, de mi lector a la novela de su lectura, de mi novela.

Pensaba hacerle emprender un viaje fuera de París, a la rebusca del olvido de la historia; habría andado errante, perseguido por las cenizas del libro que había quemado y deteniéndose para mirar las aguas de los ríos y hasta las de la mar. Pensaba hacerle pasearse, transido de angustia histórica, a lo largo de los canales de Gante y de Brujas, o en Ginebra, a lo largo del lago Leman y pasar, melancólico, aquel puente de Lucerna que pasé yo, hace treinta y seis años, cuando tenía veinticinco. Habría colocado en mi novela recuerdos de mis viajes, habría hablado de Gante y de Ginebra y de Venecia y de Florencia y… A su llegada a una de esas ciudades mi pobre Jugo de la Raza se habría acercado a un puesto de libros y se habría dado con otro ejemplar del libro fatídico, y todo tembloroso lo habría comprado y se lo habría llevado a París proponiéndose continuar la lectura hasta que su curiosidad se satisficiese, hasta que hubiese podido prever el fin sin llegar a él, hasta que hubiese podido decir: “Ahora ya se entrevé cómo va a acabar esto.”

(Cuando en París escribía yo esto, hace ya cerca de dos años, no se me podía ocurrir hacerle pasearse a mi Jugo de la Raza más que por Gante y Ginebra y Lucerna y Venecia y Florencia… Hoy le haría pasearse por este idílico país vasco francés que a la dulzura de la dulce Francia une el dulcísimo agrete de su Vasconia. Iría bordeando las plácidas riberas del humilde Nivelle, entre mansas praderas de esmeralda, junto a Ascain, y al pie del Larrún -otro derivado de larra, pasto -, iría restregándose la mirada en la verdura apaciguadora del campo nativo, henchida de silenciosa tradición milenaria, y que trae el olvido de la engañosa historia, iría pasando junto a esos viejos caseríos que se miran en las aguas de un río quieto; iría oyendo el silencio de los abismos humanos.

Le haría llegar hasta San Juan Pie de Puerto, de donde fue aquel singular Huarte de San Juan el del Examen de Ingenios, a San Juan Pie de Puerto, de donde el Nive baja a San Juan de Luz. Y allí, en la vieja pequeña ciudad navarra en un tiempo española y hoy francesa, sentado en un banco de piedra en Eyalaberri, embozado por la paz ambiente, oiría el rumor eterno del Nive. E iría a verlo cuando pasa bajo el puente que lleva a la iglesia. Y el campo circunstante le hablaría en vascuence, en infantil eusquera, le hablaría infantilmente, en balbuceo de paz y de confianza. Y como se le hubiera descompuesto el reló iría a un relojero que al declarar que no sabía vascuence le diría que son las lenguas y las religiones las que separan a los hombres. Como si Cristo y Buda no hubieran dicho a Dios lo mismo, sólo que en dos lenguas diferentes.

Mi Jugo de la Raza vagaría pensativo por aquella calle de la Ciudadela que desde la iglesia sube al castillo, obra de Vauban, y la mayoría de cuyas casas son anteriores a la Revolución, aquellas casas en que han dormido tres siglos. Por aquella calle no pueden subir, gracias a Dios, los autos de los coleccionistas de kilómetros. Y allí, en aquella calle de paz y de retiro, visitaría la prison des evesques, la cárcel de los obispos de San Juan, la mazmorra de la Inquisición. Por detrás de ella, las viejas murallas que amparan pequeñas huertecillas enjauladas. Y la vieja cárcel está por detrás, envuelta en hiedra.

Luego mi pobre lector trágico iría a contemplar la cascada que forma el Nive y a sentir cómo aquellas aguas que no son ni un momento las mismas, hacen como un muro. Y un muro que no es un espejo. Y espejo histórico. Y seguiría, río abajo, hacia Uhartlize deteniéndose ante aquella casa en cuyo dintel se lee: Vivons en paix- Pierre Ezpellet et Jeanne Iribarne, Cons. Annee 8e 1800.

Y pensaría en la vida de paz -¡vivamos en paz!- de Pedro Ezpeleta y Juana Iribarne cuando Napoleón estaba llenando el mundo con el fragor de su historia.

Luego mi Jugo de la Raza, ansioso de beber con los ojos la verdura de las montañas de su patria, se iría hasta el puente de Arnegui, en la frontera entre Francia y España. Por allí, por aquel puente insignificante y pobre, pasó en el segundo día de Carnaval de 1875 el pretendiente don Carlos de Borbón y

Este, para los carlistas Carlos VII, al acabarse la anterior guerra civil. Y a mí se me arrancó de mi casa para lanzarme al confinamiento de Fuerteventura en el día mismo, 21 de febrero de 1924, en que hacía cincuenta años había oído caer junto a mi casa natal de Bilbao una de las primeras bombas que los carlistas lanzaron sobre mi villa. Y allí, en el humilde puente de Arnegui, podría haberse percatado Jugo de la Raza de que los aldeanos que habitan aquel contorno nada saben ya de Carlos VII, el que pasó diciendo al volver la cara a España: “¡Volveré, volveré!”

Por allí, por aquel mismo puente o por cerca de él, debió haber pasado el Carlomagno de la leyenda; por allí se va al Roncescalles donde resonó la trompa de Rolando -que no era un Orlando furioso-, que hoy calla entre aquellas encañadas de sombra, de silencio y de paz. Y luego Jugo de la Raza uniría en su imaginación, en esa nuestra sagrada imaginación que funde siglos y vastedades de tierra, que hace de los tiempos eternidad y de los campos infinitud, uniría a Carlos VII y a Carlomango. Y con ellos al pobre Alfonso XIII y al primer Habsburgo de España, a Carlos I el Emperador, V de Alemania, recordando cuando él, Jugo, visitó Yuste y, a falta de otro espejo de aguas, contempló el estanque donde se dice que el emperador, desde un balcón, pescaba tencas. Y entre Carlos VII el Pretendiente y Carlomagno, Alfonso XIII y Carlos I, se le presentaría la pálida sombra enigmática del príncipe don Juan, muerto de tisis en Salamanca antes de haber podido subir al trono, el ex futuro don Juan III, hijo de los Reyes Católicos Fernando e Isabel. Y Jugo de la Raza, pensando en todo esto, camino del puente de Arnegui a San Juan Pie de Puerto, se diría: “¿Y cómo va a acabar todo esto?”)

Pero interrumpo esta novela para volver a la otra. Devoro aquí las noticias que me llegan de mi España, sobre todo las concernientes a la campaña de Marruecos, preguntándome si el resultado de ésta me permitirá volver a mi patria, hacer allí mi historia y la suya; ir a morirme allí.

Morirme allí y ser enterrado en el desierto…

¿Y no tendrán algo de razón? ¿No estaré acaso a punto de sacrificar mi yo íntimo, divino, el que soy en Dios, el que debe ser, al otro, al yo histórico, al que se mueve en su historia y con su historia? ¿Por qué obstinarme en no volver a entrar en España? ¿No estoy en vena de hacerme mi leyenda, la que me entierra, además de la que los otros, amigos y enemigos, me hacen? Es que si no me hago mi leyenda me muero del todo. Y si me la hago, también.

Judit Sidoli, escribiendo a su José Mazzini, le hablaba de “sentimientos que se convierten en necesidades”, de “trabajo por necesidad material de obra, por vanidad”, y el gran proscrito se revolvía contra ese juicio. Poco después, en otra carta -de Grenchen, y del 14 de mayo de 1835-, le escribía: “Hay horas, horas solemnes, horas que me despiertan sobre diez años, en que nos veo; veo la vida, veo mi corazón y el de los otros, pero en seguida… vuelvo a las ilusiones de la poesía.” La poesía de Mazzini era la historia, su historia, la de Italia, que era su madre y su hija.

¡Hipócrita! Porque yo que soy, de profesión, un ganapán helenista -es una cátedra de griego la que el Directorio hizo la comedia de quitarme reservándomela-, sé que hipócrita significa actor. ¿Hipócrita? ¡No! Mi papel es la verdad y debo vivir mi verdad, que es mi vida.

Ahora hago el papel de proscrito. Hasta el descuidado desaliño de mi persona, hasta mi terquedad en no cambiar de traje, en no hacérmelo nuevo, dependen en parte -con ayuda de cierta inclinación a la avaricia que me ha acompañado siempre y que cuando estoy solo, lejos de mi familia, no halla contrapeso- dependen del papel que represento. Cuando mi mujer vino a verme, con mis tres hijas, en febrero de 1925 se ocupó de mi ropa blanca, renovó mis vestidos, me proveyó de calcetines nuevos. Ahora están todos agujereados, deshechos, acaso para que pueda

decirme lo que se dijo Don Quijote, mi Don Quijote, cuando vio que las mallas de sus medias se le habían roto, y fue: “¡OH pobreza, pobreza!”, con lo que sigue y comenté tan apasionadamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho.

¿Es que represento una comedia, hasta para los míos? ¡Pero no!, es que mi vida y mi verdad son mi papel. Cuando se me desterró sin que se me hubiera dicho -y sigo ignorándolo- la causa o siquiera el pretexto de mi destierro, pedí a los míos, a mi familia, que ninguno de ellos me acompañara, que me dejasen partir solo.

Pedí que se me dejara solo, y comprendiéndome y queriéndome de veras -eran los míos al fin y yo de ellos- dejáronme solo. Y entonces al final de mi confinamiento en la isla, después que mi hijo mayor hubo venido con su mujer a juntárseme, presentóseme una dama -a la que acompañaba, para guardarla, acaso, su hija- que me había puesto casi fuera de mí con su persecución epistolar. Acaso quería darme a entender que llegaba a hacer conmigo lo que los míos, mi mujer y mis hijos no habían hecho. Esa dama es mujer de letras, y mi mujer, aunque escriba bien, no lo es. ¿Pero es que esa pobre mujer de letras, preocupada de su nombre y queriendo acaso unirlo al mío, me quiere más que mi Concha, la madre de mis ocho hijos

y mi verdadera madre? Mi verdadera madre, sí. En un momento de suprema, de abismática congoja, cuando me vio en las garras del Ángel de la Nada, llorar con un llanto sobrehumano, me gritó desde el fondo de sus entrañas maternales, sobrehumanas, divinas, arrojándose en mis brazos: “¡hijo mío!” Entonces descubrí todo lo que Dios hizo par mí en esta mujer, la madre de mis hijos, mi virgen madre, que no tiene otra novela que mi novela, ella, mi espejo de santa inconciencia divina, de eternidad. Es por lo que me dejó solo en mi isla mientras que la otra, la mujer de letras, la de su novela y no la mía, fue a buscar a mi lado emociones y hasta películas de cine.

Pero la pobre mujer de letras buscaba lo que busco, lo que busca todo escritor, todo historiador, todo novelista, todo político, todo poeta: vivir en la duradera y permanente historia, no morir. En estos días he leído a Proust, prototipo de escritores y de solitarios y ¡qué tragedia la de su soledad! Lo que le acongoja, lo que le permite sondar los abismos de la tragedia es su sentimiento de la muerte, pero de la muerte de cada instante, es que siente morir momento a momento, que diseca el cadáver de su alma, y ¡con qué minuciosidad! ¡A la rebusca del tiempo perdido! Siempre que pierde el tiempo. Lo que se llama ganar tiempo es perderlo. El tiempo: he aquí la tragedia.

“Conozco esos dolores de artistas, tratados por artistas: con la sombra del dolor y no su cuerpo”, escribía Mazzini a su Judit el 2 de marzo de 1835, Y Mazzini era un artista; ni más ni menos que un artista. Un poeta, y como político, un poeta, nada más que un poeta. Sombra de dolor y no cuerpo. Pero ahí está el fondo de la tragedia novelesca, de la novela trágica de la historia: el dolor es sombra y no cuerpo; el dolor más doloroso, el que nos arranca gritos y lágrimas de Dios es sombra del tedio: el tiempo no es corporal. Kant decía que es una forma a priori de la sensibilidad. ¡Qué sueño el de la vida…! ¿Sin despertar?

(Y leo ese número aquí, en mis montañas, que Góngora llamó “del Pirineo la ceniza verde” (Soledades, II, 759), y veo que esos jóvenes “mucho Océano y pocas aguas prenden” (II, 75) Y el océano sin aguas es acaso la poesía pura o culterana. Pero, en fin, “voces de sangre y sangre son del alma” (Soledades, II, 119) estas mis memorias, este mi relato de cómo se hace una novela.

Y ved cómo yo, que execro del gongorismo, que no encuentro poesías, esto es, creación, o sea acción, donde no hay pasión, donde no hay cuerpo y carne de dolor humano, donde no hay lágrimas de sangre, me dejo ganar de lo más terrible, de lo más antipoético del gongorismo que es la erudición. “No es sordo el mar; la erudición engaña” (Soledades, II, 172) escribió, no pensó, Góngora, y ahí se pinta. Era un erudito, un catedrático de poesía, aquel clérigo cordobés… , ¡maldito oficio!

Y a todo esto me ha traído lo de los dolores de artistas de Mazzini combinado con el homenaje de los jóvenes culteranos de España a Góngora. Pero Mazzini, el ¡Dios y el Pueblo!, era un patriota, era un ciudadano, era un hombre civil; ¿lo son esos jóvenes culteranos? Y ahora me percato de nuestro grande error de haber puesto la cultura sobre la civilización, o mejor sobre la civilidad. ¡No, no, ante todo y sobre todo la civilidad!)

Y he aquí que por última vez volvemos a la historia de nuestro Jugo de la Raza.

El cual, así que yo le haría volver a París trayéndose el libro fatídico, se propondría el terrible problema de acabar de leer la novela que se había convertido en su vida y morir en acabándola o renunciar a leerla y vivir, vivir, y, por consiguiente, morirse también. Una u otra muerte; en la historia o fuera de la historia. Y yo le habría hecho decir estas cosas en monólogo que es una manera de darse vida:

“Pero esto no es más que una locura… El autor de esta novela se está burlando de mí… ¿O soy yo quien se está burlando de mí mismo? ¿Y por qué he de morirme cuando acabe de leer este libro y el personaje autobiográfico se muera? ¿Por qué no he de sobrevivirme a mí mismo? Sobrevivirme y examinar mi cadáver. Voy a continuar leyendo un poco hasta que al pobre diablo no le quede más que un poco de vida, y entonces cuando haya previsto el fin viviré pensando que le hago vivir. Cuando don Juan Valera, ya viejo, se quedó ciego, se negó a que le operasen y decía: “Si me operan, pueden dejarme ciego definitivamente para siempre, sin esperanza de recobrar la vista, mientras que si no me dejo operar podré vivir siempre con la esperanza de que una operación me curaría.” No; no voy a continuar leyendo; voy a guardar el libro al alcance de la mano, a la cabecera de mi cama, mientras me duerma y pensaré que podría leerlo si quisiera, pero sin leerlo. ¿Podré vivir así? De todos modos, he de morirme, pues que todo el mundo se muere…” (La expresión popular española es que todo dios se muere…)

Y en tanto Jugo de la Raza habría recomenzado a leer el libro sin terminarlo, leyéndolo muy lentamente, muy lentamente, sílaba a sílaba, deletreándolo, deteniéndose cada vez una línea más adelante que en la precedente lectura y para recomenzarla de nuevo. Que es como avanzar cien pasos de tortuga y retroceder noventa y nueve, avanzar de nuevo y volver a retroceder en igual proporción y siempre con el espanto del último paso.

Estas palabras que habría puesto en la boca de mi Jugo de la Raza, a saber: que todo el mundo se muere (o en español popular, que todo dios se muere) son una de las más grandes vulgaridades que cabe decir, el más común de todos los lugares comunes, y, por tanto, la más paradójica de las paradojas. Cuando estudiábamos lógica, el ejemplo de los silogismos que se nos presentaba era: “Todos los hombres son mortales; Pedro es hombre, luego Pedro es mortal” Y había este antisilogismo, el ilógico: “Cristo es inmortal; Cristo es hombre, luego todo hombre es inmortal.”

(Este antisilogísmo cuya premisa mayor es un término individual, no universal ni particular, pero que alcanza la máxima universalidad, pues si Cristo resucitó puede resucitar cualquier hombre, o como se diría en español popular, puede resucitar todo cristo, ese antisilogismo está en la base de lo que he llamado el sentimiento trágico de la vida y hace la esencia de la agonía del cristianismo. Todo lo cual constituye la divina tragedia.

¡La Divina Tragedia! Y no como el Dante, el creyente medieval, el proscrito gibelino, llamó a la suya: Divina Comedia. La del Dante era comedia, y no tragedia, porque había en ella esperanza. En el canto vigésimo del Paradiso hay un terceto que nos muestra la luz que brilla sobre esa comedia. Es donde dice que el reino de los cielos padece fuerza -según la sentencia evangélica- de cálido amor y de viva esperanza que vence a la divina voluntad:

Regnum coelorum violenza pate
da caldo amore, e da viva speranza,
che vince la divina volontate.

Y esto es más que poesía pura o que erudición culterana.

¡La viva esperanza vence a la divina voluntad! ¡Creer en esto sí que es fe y fe poética! El que espere firmemente, lleno de fe en su esperanza, no morirse, ¡no se morirá… ! Y en todo caso los condenados del Dante viven en la historia, y así, su condenación no es trágica, no es de divina tragedia, sino cómica. Sobre ellos y a pesar de su condena se sonríe Dios…)

¡Una vulgaridad! Y, sin embargo, el pasaje más trágico de la trágica correspondencia de Mazzini, es aquel fechado en 30 de junio de 1835 en que dice: “Todo el mundo se muere; Romagnosi se ha muerto, se ha muerto Pecchio, y Vittorelli, a quien creía muerto hace tiempo, acaba de morirse.” Y acaso Mazzini se dijo un día: “Yo, que me creía muerto, voy a morirme.” Como Proust.

¿Qué voy a hacer de mi Jugo de la Raza? Como esto que escrito, lector, es una novela verdadera, un poema verdadero, una creación, y consiste en decirte cómo se hace y no cómo se cuenta una novela, una vida histórica, no tengo por qué satisfacer tu interés folletinesco y frívolo. Todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que satisfaga su curiosidad.

En cuanto a mis dolores, acaso incomunicables, digo lo que Mazzini el 15 de julio de 1835 escribía desde Grenchen a su Judit: “Hoy debo decirte para que no digas, ya que mis dolores pertenecen a la poesía, como tú la llamas, que son tales realmente desde hace algún tiempo…” Y en otra carta, del 2 de junio del mismo año: “A todo lo que les es extraño le han llamado poesía; han llamado loco al poeta hasta volverle de veras loco; volvieron loco al Tasso, cometieron el suicidio de Chatterton y de otros; han llegado hasta ensañarse con los muertos, Byron, Foscolo y otros, porque no siguieron sus caminos. ¡Caiga el desprecio sobre ellos! Sufriré, pero no quiero renegar de mi alma, no quiero hacerme malo para complacerles, y me haría malo, muy malo, si se me arrancara lo que llaman poesía, puesto que, a fuerza de haber prostituido el nombre de poesía con hipocresía, se ha llegado a dudar de todo. Pero para mí, que veo y llamo a las cosas a mi manera, la poesía es la virtud, es el amor, la piedad, el afecto, el amor de la patria, el infortunio inmerecido, eres tú, es tu amor de madre, es todo lo que hay de sagrado en la tierra…” No puedo continuar escuchando a Mazzini. Al leer esto, el corazón del lector oye caer del cielo negro, de por encima de las nubes amontonadas en tormenta, los gritos de un águila herida en su vuelo cuando se bañaba en la luz de sol.

¡Poesía! ¡Divina poesía! ¡Consuelo que es toda la vida! Sí, la poesía es todo esto. Y es también la política. El otro gran poeta proscrito, el más grande sin duda de todos los ciudadanos proscritos, el gibelino Dante, fue y es y sigue siendo un muy alto y muy profundo, un soberano poeta y un político y un creyente. Política, religión y poesía fueron en él y para él una sola cosa, una íntima trinidad. Su ciudadanía, su fe y su fantasía le hicieron eterno.

(Y ahora, en el número de La Gaceta Literaria, en que los jóvenes culteranos de España rinden un homenaje a Góngora y que acabo de recibir y leer, uno de estos jóvenes, Benjamín Jarnés, en un articulito que se titula culteranamente “Oro trillado y néctar exprimido”, nos dice que “Góngora no apela al fuego fatuo de la fantasía, ni a la llama oscilante de la pasión, sino a la perenne luz de la tranquila inteligencia”. ¿Y a esto le llaman poesía esos intelectuales? ¿Poesía sin fuego de fantasía ni llama de pasión? ¡Pues que se alimente de pan hecho con ese oro trillado! Y luego añade que Góngora, no tanto se propuso repetir un cuento bello cuanto inventar un bello idioma. Pero ¿es que hay un idioma sin cuento ni belleza de idioma sin belleza de cuento?

Todo este homenaje a Góngora, por las circunstancias en que se ha rendido, por el estado actual de mi pobre patria, me parece un tácito homenaje de servidumbre a la tiranía, un acto servil y en algunos, no en todos, ¡claro!, un acto de pordiosería. Y toda esa poesía que celebran, no es más que mentira. ¡Mentira, mentira, mentira…! El mismo Góngora era un mentiroso. Oíd como empieza sus Soledades el que dijo que “la erudición engaña”. Así:

Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa…

¡El mentido! ¿El mentido? ¿Por qué se creía obligado a decirnos que el robo de Europa por Júpiter convertido en toro es una mentira? ¿Por qué el erudito culterano se creía obligado a darnos a entender que eran mentiras sus ficciones? Mentiras y no ficciones. Y es que él, el artista culterano, que era clérigo, sacerdote de la Iglesia Católica Apostólica Romana, ¿creía en el Cristo a quien rendía culto público? ¿Es qué al consagrar en la sagrada misa no ejercía de culterano también? Me quedo con la fantasía y la pasión del Dante!

Existen desdichados que me aconsejan dejar la política. Lo que ellos con un gesto de fingido desdén, que no es más que miedo, miedo de eunucos o de impotentes o de muertos, llaman política y me aseguran que debería consagrarme a mis cátedras, a mis estudios, a mis novelas, a mis poemas, a mi vida. No quieren saber que mis cátedras, mis estudios, mis novelas, mis poemas son política. Que hoy, en mi patria, se trata de luchar por la libertad de la verdad, que es la suprema justicia, por libertar la verdad de la peor de las tiranías, la de la estupidez y la impotencia, de la fuerza pura y sin dirección. Mazzini, el hijo predilecto del Dante, hizo de su vida un poema, una novela mucho más poética que las de Manzoni, D’Azeglio, Grosi o Guerrazzi. Y la mayor parte y la mejor de las poesías de Lamartine y de Hugo vino de que eran tan poetas como eran políticos. ¿Y los poetas que no han hecho jamás política? Habría que verlo de cerca y en todo caso “non raggionam di lor, ma guarda e passa.”

Y hay otros, los más viles, los intelectuales por antonomasia, los técnicos, los sabios, los filósofos. El 28 de junio de 1835, Mazzini escribía a su Judit: “En cuanto a mí, lo dejo todo y vuelvo a entrar en mi individualidad, henchido de amargura por todo lo que más quiero, de disgusto hacia los hombres, de desprecio para con aquellos que recogen la cobardía en los despojos de la filosofía, lleno de altanería frente a todos, pero de dolor y de indignación frente a mí mismo, y al presente y al porvenir. No volveré a levantar las manos fuera del fango de las doctrinas. ¡Qué la maldición de mi patria, de la que ha de surgir en el porvenir, caiga sobre ellos!”

¡Así sea! Así sea digno yo de los sabios, de los filósofos que se alimentan en España y de España, de los que no quieren gritos, de los que quieren que se reciba sonriendo los escupitajos de los viles, de los más que viles, de los que se preguntan qué es lo que se va a hacer de la libertad. ¿Ellos? Ellos… ,venderla. ¡Prostitutos!

Voy a volver todavía, después de la última vez, después que dije que no volvería a ello, a mi Jugo de la Raza. Me preguntaba si consumido por su fatídica ansiedad, teniendo siempre ante los ojos y al alcance de la mano el agorero libro y no atreviéndose a abrirlo y a continuar en él la lectura para prolongar así la agonía que era su vida, me preguntaba si no le haría sufrir un ataque de hemiplejía o cualquier otro accidente de igual género. Si no le haría perder la voluntad y la memoria o en todo caso el apetito de vivir, de suerte que olvidara el libro, la novela, su propia vida y se olvidara de sí mismo. Otro modo de morir y antes de tiempo. Sí es que hay un tiempo para morirse y se pueda morir fuera de él.

Esta solución me ha sido sugerida por los últimos retratos que he visto del pobre Francos Rodríguez, periodista, antiguo republicano y después ministro de don Alfonso. Está hemipléjico. En uno de esos retratos aparece fotografiado al salir de Palacio en compañía de Horacio Echeverrieta, después de haber visto al rey para invitarle a poner la primera piedra de la Casa de la Prensa de cuya asociación es Francos presidente. Otro le representa durante la ceremonia a que asistía el rey y a su lado. Su rostro refleja el espanto vaciado en carne. Y me he acordado de aquel otro pobre don Gumersindo Azcárate, republicano también, a quien ya inválido y balbuciente se le transportaba a Palacio como un cadáver vivo. Y en la ceremonia de la primera piedra de la Casa de la Prensa, Primo de Rivera hizo el elogio de Pi y Margall, consecuente republicano de toda su vida, que murió en el pleno uso de sus facultades de ciudadano, que se murió cuando estaba vivo.

Pensando en esta solución que podría haber dado a la novela de mi Jugo de la Raza, si en lugar de hacerse ensayara contarla, he evocado a mi mujer y a mis hijos y he pensado que no he de morirme huérfano, que serán ellos, mis hijos, mis padres, y ellas, mis hijas, mis madres. Y si un día el espanto del porvenir se vacía en la carne de mi cara, si pierdo la voluntad y la memoria, no sufrirán ellos, mis hijos y mis hijas, mis padres y mis madres, que los otros me rindan el menor homenaje y ni que me perdonen vengativamente, no sufrirán que ese trágico botarate, que ese monstruo de frivolidad que escribió un día que me querría exento de pasión -es decir, peor que muerto- haga mi elogio. Y si esto es comedia, es, como la del Dante, divina comedia.

(Al releer, volviendo a escribirlo, esto, me doy cuenta, como lector de mí mismo, del deplorable efecto que ha de hacer eso de que no quiero que me perdonen. Es algo de una soberbia luzbelina y casi satánica, es algo que no se compadece con el “perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Porque si perdonamos a nuestros deudores, ¿por qué no han de perdonarnos aquellos a quienes debemos? Y que en el fragor de la pelea les he ofendido es innegable. Pero me ha envenenado el pan y el vino del alma el ver que imponen castigos injustos, inmerecidos, no más que en vista del indulto. Lo más repugnante de lo que llaman la regia prerrogativa del indulto es que más de una vez -de alguna tengo experiencia inmediata- el poder regio ha violentado a los tribunales de justicia, ha ejercido sobre ellos cohecho, para que condenaran injustamente al solo fin de poder luego infligir un rencoroso indulto. A lo que también obedece la absurda gravedad de la pena con que se agrava los supuestos delitos de injuria al rey, de lesa majestad.)

Presumo que algún lector, al leer esta confesión cínica y a la que acaso repute de impúdica, esta confesión a lo Juan Jacobo, se revuelva contra mi doctrina de la divina comedia, o mejor de la divina tragedia y se indigne diciendo que no hago sino representar un papel, que no comprendo el patriotismo, que no ha sido seria la comedia de mi vida. Pero a este lector indignado lo que le indigna es que le muestro que él es, a su vez, un personaje cómico, novelesco y nada menos, un persona que quiero poner en medio del sueño de su vida. Que haga del sueño, de su sueño, vida y se habrá salvado. Y como no hay nada más que comedia y novela, que piense que lo que le parece realidad extraescénica es comedia de comedia, novela de novela, que el nóumeno inventado por Kant es lo de más fenomenal que puede darse y la sustancia lo que hay de más formal. El fondo de una cosa es superficie.

Y ahora ¿para qué acabar la novela de Jugo? Esta novela y por lo demás todas las que se hacen y no que se contenta uno con contarlas, en rigor no acaban. Lo acabado, lo perfecto, es la muerte y la vida no puede morirse. El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector; él ya está acabado antes de haberme leído.

El lector aficionado a muertes extrañas, el sádico a la busca de eyaculaciones de la sensibilidad, el que leyendo La piel de zapa se siente desfallecer de espasmo voluptuoso cuando Rafael llama a Paulina: “Paulina, ¡ven!…, Paulina”- y más adelante: “Te quiero, te adoro, te deseo…”- y la ve rodar sobre su canapé medio desnuda, y la desea en su agonía, en su agonía que es su deseo mismo, a través de los sones estrangulados de su estertor agónico y que muerde a Paulina en el seno y que ella muere agarrada a él, ese lector querría que yo le diese de parecida manera el fin de la agonía de mi protagonista, pero si no ha sentido esa agonía en sí mismo, ¿para qué he de extenderme más? Además hay necesidades a que no quiero plegarme. ¡Que se las arregle solo, como pueda, solo y solitario!

A despecho de lo cual algún lector volverá a preguntarme: “Y bien, ¿cómo acaba este hombre?, ¿cómo le devora la historia?” ¿Y cómo acabarás tú, lector? Si no eres más que lector, al acabar tu lectura, y si eres hombre, hombre como yo, es decir, comediante y autor de ti mismo, entonces no debes leer por miedo de olvidarte a ti mismo.

Cuéntase de un actor que recogía grandes aplausos cada vez que se suicidaba hipócritamente y que una, la solo y última en que lo hizo teatralmente, pero verazmente, es decir, que no pudo ya volver a reanudar representación alguna, que se suicidó de veras, lo que se dice de veras, entonces fue silbado. Y habría sido más trágico aún si hubiera recogido risas o sonrisas. ¡La risa!, ¡la risa!, ¡la abismática pasión trágica de nuestro señor Don Quijote! Y la de Cristo. Hacer reír con una agonía “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Luc., XXIII, 37).

“Dios no es capaz de ironía, y el amor es una cosa demasiado santa, es demasiado la cosa más pura de nuestra naturaleza para que no nos venga de Él. Así, pues, negar a Dios, lo que es absurdo, o creer en la inmortalidad.” Así escribía desde Londres a su madre -¡a su madre!- el agónico Mazzini -¡maravilloso agonista!- el 26 de junio de 1839, treinta y tres años antes de su definitiva muerte terrestre. ¿Y si la historia no fuese más que la risa de Dios? ¿Cada revolución una de sus carcajadas? Carcajadas que resuenan como truenos mientras los divinos ojos lagrimean de risa.

En todo caso y por lo demás no quiero morirme no más que para dar gusto a ciertos lectores inciertos. Y tú, lector, que has llegado hasta aquí, ¿es que vives?

 

CONTINUACIÓN: Así acababa el relato de cómo se hace una novela que apareció en francés, en el número del 15 de mayo de 1926 del Mercure de France, relato escrito hace ya cerca de dos años. Y después ha continuado mi novela, historia, comedia o tragedia de mi España, y la de toda Europa y la de la humanidad entera. Y sobre la congoja del posible acabamiento de mi novela, sobre y bajo ella, sigue acongojándome la congoja del posible acabamiento de la novela de la humanidad. En lo que se incluye, como episodio, eso que llaman el ocaso de Occidente y el fin de nuestra civilización.

¿He de recordar una vez más el fin de la oda de Carducci “Sobre el monte Mario”? Cuando nos describe lo de que “hasta que sobre el Ecuador recogida, a las llamadas del calor que huye, la extenuada prole no tenga más que una sola mujer, un solo hombre, que erguidos en medio de ruinas de montes, entre muertos bosques, lívidos, con los ojos vítreos, te vean sobre el inmenso hielo, ¡OH sol, ponerte!” Apocalíptica visión que me recuerda otra, por más cómica más terrible, que he leído en Courteline y que nos pinta el fin de los últimos hombres, recogidos en un buque, nueva arca de Noé, en un nuevo diluvio universal. Con los últimos hombres, con la última familia humana, va a bordo un loro: el buque empieza a hundirse, los hombres se ahogan, pero el loro trepa a lo más alto del maste mayor y cuando este último tope va a hundirse en las aguas el loro lanza al cielo un “Liberté, Egalité, Fraternité!” Y así se acaba la historia.

A esto suelen llamarle pesimismo. Pero no es el pesimismo a que suele referirse el todavía rey de España -hoy 4 de junio de 1927- don Alfonso XIII cuando dice que hay que aislar a los pesimistas. Y por eso me aislaron unos meses en la isla de Fuerteventura, para que no contaminase mi pesimismo paradójico a mis compatriotas. Se me indultó luego de aquel confinamiento o aislamiento, a que se me llevó sin habérseme dado todavía la razón o siquiera el pretexto; me vine a Francia sin hacer caso del indulto y me fijé en París, donde escribí el precedente relato, y a fines de agosto de 1925 me vine de París acá, a Hendaya, a continuar haciendo novela de vida. Y es esta parte de mi novela la que voy ahora, lector, a contarte para sigas viendo cómo se hace una novela.

Escribí lo que precede hace doce días y todo este tiempo lo he pasado sin poner la pluma en estas cuartillas, rumiando el pensamiento de cómo habría de terminar la novela que se hace. Porque ahora quiero acabarla, quiero sacar a mi Jugo de la Raza de la tremenda pesadilla de la lectura del libro fatídico, quiero llegar al fin de su novela como Balzac llegó al fin de la novela de Rafael Valentín. Y creo poder llegar a él, creo poder acabar de hacer la novela gracias a veintidós meses de Hendaya.

Por debajo de estos incidentes de policía, a la que los tiranuelos rebajan y degradan la política, la santa política, he llevado y sigo llevando aquí, en mi destierro de Hendaya, en este fronterizo rincón de mi nativa tierra vasca, una vida íntima de política, una novela de eternidad histórica. Unas veces me voy a la playa de Ondarraitz, a bañar la niñez eterna de mi espíritu en la visión de la eterna niñez de la mar que nos habla de antes de la historia o mejor debajo de ella, de su sustancia divina, y otras veces, remontando el curso del Bidasoa lindero paso junto a la isleta de los Faisanes donde se concertó el casamiento de Luis XIV de Francia con la infanta de España María Teresa, hija de nuestro Felipe IV, el Habsburgo, y se firmó el pacto de Familia -¡ya no hay Pirineos!”, se dijo, como si con pactos así se abatieran montañas de roca milenaria-, y voy a la aldea de Biriatu, remanso de paz. Allí, en Biriatu, me siento un momento al pie de la iglesiuca, frente al caserío de Muniorte, donde la tradición local dice que viven descendientes bastardos de Ricardo Plantagenet, duque de Aquitania, que habría sido rey de Inglaterra, el famoso Príncipe Negro que fue a ayudar a don Pedro el Cruel de Castilla, y contemplo la encañada del Bidasoa, al pie del Choldocogaña, tan llena de recuerdos de nuestras contiendas civiles, por donde corre más historia que agua y envuelvo mis pensamientos de proscrito en el aire tamizado y húmedo de nuestras montañas maternales. Alguna vez me llego a Urruña, cuyo reló nos dice que todas las horas hieren y la última mata -vulnerant omnes, ultima necat- o más allá, a San Juan de la Luz, en cuya iglesia matriz se casó Luis XIV con la infanta de España, tapiándose luego la puerta por donde entraron a la boda y salieron de ella. Y otras veces me voy a Bayona, eternidad histórica, porque Bayona me trae la esencia de mi Bilbao de hace más de cincuenta años, del Bilbao que hizo mi niñez y al que mi niñez hizo. El contorno de la catedral de Bayona me vuelve a la basílica de Santiago de Bilbao, a mi basílica. ¡Hasta la fuente aquella monumental que tiene al lado! Y todo esto me ha llevado a ver el final de la novela de mi Jugo.

Mi Jugo se dejaría al cabo del libro, renunciaría al libro fatídico, a concluir de leerlo. En sus correrías por los mundos de Dios para escapar de la fatídica lectura iría a dar a su tierra natal, a la de su niñez misma, con su niñez eterna, con aquella edad en que aún no sabía leer, en que todavía no era hombre de libro. Y en esa niñez encontraría su hombre interior, el eso anthropos. Porque nos dice San Pablo en los versillos 14 y 15 de la epístola a los Efesios que, “por eso doblo mis rodillas ante Padre, por quien se nombra todo lo paterno” -podría sin gran violencia traducirse: toda patria”- “en los cielos y en la tierra, para que os dé según la riqueza de su gloria el robusteceros con poder, por su espíritu, en el hombre de dentro…” Y este hombre de dentro se encuentra en su patria, en su eterna patria, en la patria de su eternidad, al encontrarse con su niñez, con su sentimiento -y más que sentimiento, con su esencia de filialidad-, al sentirse hijo y descubrir al padre. O sea sentir en sí al padre.

Precisamente en estos días ha caído en mis manos y como por divina, o sea paternal providencia, un librito de Juan Hessen, titulado “Filialidad de Dios” (Gottes Kindschaft), y en él he leído: “Debería por eso quedar bien en claro que es siempre y cada vez el niño quien en nosotros cree. Como el ver es una función de la vista, así el creer es una función del sentido infantil. Hay tanto potencia de creer en nosotros cuanta infantilidad tengamos.” Y no deja Hessen, ¡claro está!, de recordarnos aquello del Evangelio de San Mateo (XVIII, 3) cuando el Cristo, el Hijo del Hombre, el Hijo del Padre, decía: “En verdad os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”. “Si no os volvéis”, dice. Y por eso le hago yo volverse a mi Jugo.

Y el niño, el hijo, descubre al padre. En los versillos 14 y 15 del capítulo VIII de la epístola a los Romanos -y tampoco deja de recordarlo Hessen- San Pablo nos dice que: “cuantos no recibiréis ya espíritus de servidumbre otra vez para temor, sino que recibiréis espíritu de ahijamiento en que clamemos: abbá, ¡padre!” O sea: ¡papá! Yo no recuerdo cuándo decía “¡papá!” antes de empezar a leer y escribir; es un momento de mi eternidad que se me pierde en la bruma oceánica de mi pasado. Murió mi padre cuando yo apenas había cumplido los seis años y toda imagen suya se me ha borrado de la memoria, sustituida -acaso borrada- por las imágenes artísticas o artificiales, las de retratos; entre otras, un daguerrotipo de cuando era un mozo, no más que hijo de él a su vez. Aunque no toda imagen suya se me ha borrado, sino que confusamente, en niebla oceánica, sin rasgos distintos, aún le columbro en un momento en que se me reveló, muy niño yo, el misterio del lenguaje. Era que había en mi casa paterna de Bilbao una sala de recibo, santuario litúrgico del hogar, a donde no se nos dejaba entrar a los niños, no fuéramos a manchar su suelo encerado o arrugar las fundas de los sillones. Del techo pendía un espejo de bola donde uno se veía pequeñito y deformado, y de las paredes colgaban unas litografías bíblicas, una de las cuales representaba -me parece estarla viendo- a Moisés sacando con una varita agua de la roca como yo ahora saco estos recuerdos de la roca de la eternidad de mi niñez. Junto a la sala, un cuarto oscuro donde se escondía la Marmota, ser misterioso y enigmático. Pues bien, un día en que logré yo entrar en la vedada y litúrgica sala de recibo, me encontré a mi padre -¡papá!-, que me acogió en sus brazos, sentado en uno de los sillones enfundados, frente a un francés, a un señor Legorgeux -a quien conocí luego- y hablando en francés. Y qué efecto pudo producir en mi infantil conciencia -no quiero decir sólo fantasía, aunque acaso mi padre, a mi propio padre -¡papá!- hablar en una lengua que me sonaba a cosa extraña y como de otro mundo, que es aquella impresión la que ha quedado grabada, la del padre que habla una lengua misteriosa y enigmática. Que el francés era entonces para mí lengua de misterio.

Descubrí al padre -¡papá!- hablando una lengua de misterio y acaso acariciándome en la nuestra. Pero ¿descubre el hijo al padre? ¿O no es más bien el padre el que descubre al hijo? ¿Es la filialidad que llevamos en las entrañas la que nos descubre la paternidad, o no es más bien la paternidad de nuestras entrañas la que nos descubre nuestra filialidad? “El niño es el padre del hombre” ha cantado para siempre Wordsworth, pero ¿no es el sentimiento -¡que pobre palabra!- de paternidad, de perpetuidad hacia el porvenir, el que nos revela el sentimiento de filialidad, de perpetuidad hacia el pasado?, ¿no hay acaso un sentido oscuro de perpetuidad hacia el futuro, de per existencia o sobre existencia? Y así se explicaría que entre los indios, pueblo infantil, filial, haya más que la creencia, la vivencia, la experiencia íntima de una vida -o mejor, una sucesión de vidas- prenatal, como entre nosotros, los occidentales, hay la creencia -en muchos la vivencia, la experiencia íntima, el deseo, la esperanza vital, la fe -en una vida de tras la muerte. Y ese nirvana a que los indios se encaminan -y no hay más que el camino-, ¿es algo distinto de la oscura vida natal intrauterina, del sueño sin ensueños, pero con inconsciente sentir de vida, de antes del nacimiento, pero después de la concepción? Y he aquí por qué cuando me pongo a soñar en una experiencia mística a contratiempo, o mejor a arredrotiempo, le llamo al morir desnacer, y la muerte es otro parto.

“¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu!”, clamó el Hijo (Lucas, XXIII, 46) al morirse, al desnacer, en el parto de la muerte. O según otro Evangelio (Juan XIX.30), clamó: ¡tetélestai! (“¡queda cumplido!”)

“¡Queda cumplido!” suspiró, y doblando
 la cabeza -follaje nazareno en las manos de Dios puso el espíritu;
lo dio a luz;
que así Cristo nació sobre la cruz,
y al nacer se soñaba a arredro tiempo
cuando sobre un pesebre
murió en Belén
allende todo mal y todo bien
“¡Queda cumplido!”, y “¡en tus manos pongo mi espíritu!”

¿Y qué es lo que así quedó cumplido?, ¿y qué fue ese espíritu que así puso en manos del Padre, en manos de Dios? Quedó cumplida su obra y su obra fue su espíritu. Nuestra obra es nuestro espíritu y mi obra soy yo mismo que me estoy haciendo día a día y siglo a siglo, como tu obra eres tú mismo, lector, que te estás haciendo momento a momento, ahora oyéndome como hablándote. Porque quiero creer que me oyes más que me lees, como yo te hablo más que te escribo. Somos nuestra propia obra. Cada uno es hijo de sus obras, quedó dicho, y lo repitió Cervantes, hijo del Quijote, pero ¿no es uno también padre de sus obras? Y Cervantes, padre del Quijote. De donde uno, sin conceptismo, es padre e hijo de sí mismo y su obra el espíritu santo. Dios mismo, para ser Padre, se nos enseña que tuvo que ser Hijo, y para sentirse nacer como Padre bajó a morir como Hijo. “Se va al Padre por el Hijo”, se nos dice en el cuarto Evangelio (XIV, 6), y que quien ve al Hijo ve al Padre (XIV,8), y en Rusia se le llama al Hijo “nuestro padrecito Jesús”.

De mí sé decir que no descubrí de veras mi esencia filial, mi eternidad de filialidad, hasta que no fui padre, hasta que no descubrí mi esencia paternal. Es cuando llegué al hombre de dentro, al eso anthropos, padre e hijo. Entonces me sentí hijo, hijo de mis hijos e hijo de la madre de mis hijos. Y éste es el eterno misterio de la vida. El terrible Rafael Valentín de La piel de zapa, de Balzac, se muere, consumido de deseos, en el seno de Paulina y estertorando, en las ansias de la agonía, “te quiero, te adoro, te deseo..”, pero no desnace ni renace porque no es el seno de madre, de madre de sus hijos, de su madre, donde acaba la novela. ¿Y después de esto, en mi novela de Jugo le he de hacer acabarse en la experiencia de la paternidad filial, de la filialidad paternal?

Pero hay otro mundo, novelesco también; hay otra novela. No la de la carne, sino la de la palabra, la de la palabra hecha letra. Y ésta es propiamente con la letra, pues sin el esqueleto no se tiene pie en la carne. Y aquí entra lo de la acción y contemplación, la política y la novela. La acción es contemplativa, la contemplación es activa; la política es novelesca y la novela es política. Cuando mi pobre Jugo, errando por los bordes -no se les puede llamar riberas- del Sena, dio con libro agorero y se puso a devorarlo y se ensimismó con él, convirtióse en un puro contemplador, en un mero lector, lo que es algo absurdo e inhumano; padecía la novela, pero no la hacía. Y yo quiero contarte, lector, cómo se hace una novela, cómo haces y has de hacer tú mismo tu propia novela. El hombre de dentro, el intra-hombre, cuando se hace lector, contemplador, si es viviente, ha de hacerse, lector, contemplador del personaje a quien va, a la vez que leyendo, haciendo, creando, contemplador de su propia obra. El hombre de dentro, el intra-hombre -y éste es más divino que el tras-hombre o sobre-hombre nietzscheniano- cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea, actor; cuando lee una novela se hace novelista, cuando lee historia, historiador. Y todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees. Por lo cual te pido perdón, lector mío, por aquella, más que impertinencia, insolencia que te solté de que no quería decirte cómo acababa la novela de mi Jugo, mi novela y tu novela. Y me pido perdón a mí mismo por ello.

¿Me has comprendido, lector? Y si te dirijo así esta pregunta es para poder colocar a seguida lo que acabo de leer en un libro filosófico italiano -una de mis lectura de azar- Le sorgenti irrazionali del pensiero, de Nicola Abbagnano, y es esto: “Comprender no quiere decir penetrar en la intimidad del pensamiento ajeno, sino tan sólo traducir en el propio pensamiento, en la propia verdad, la soterraña experiencia en que se funde la vida propia y la ajena.” Pero ¿no es esto acaso penetrar en la entraña del pensamiento de otro? Si yo traduzco en mi propio pensamiento la soterraña experiencia en que se funden mi vida y tu vida, lector, o si tú la traduces en el propio tuyo, si nos llegamos a comprender mutuamente, a prendernos conjuntamente, ¿no es que he penetrado yo en la intimidad de tu pensamiento a la vez que penetras tú en la intimidad del tuyo y que no es ni mío ni tuyo, sino común de los dos? ¿No es acaso que mi hombre de dentro, mi intra-hombre, se toca y hasta se une con tu hombre de dentro, con tu intra-hombre, de modo que yo viva en ti y tú en mí?

Y no te sorprenda el que así te meta mis lecturas de azar y te meta en ellas. Gusto de las lecturas de azar, del azar de las lecturas, a las que caen, como gusto de jugar todas las tardes, después de comer, el café aquí, en el Grand Café de Hendaya, con otros tres compañeros, y al tute. ¡Gran maestro de vida de pensamiento el tute! Porque el problema de la vida consiste en saber aprovecharse del azar, en darse maña para que no le canten a uno las cuarenta, si es que no tute de reyes o de caballos, o en cantarlos uno cuando el azar se los trae. ¡Qué bien dice Montesinos en el Quijote: “paciencia y barajar”! ¡Profundísima sentencia de sabiduría quijotesca! ¡Paciencia y barajar! Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida -y con la religiosa-: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.

Y no me saltes diciendo, lector mío -¡y yo mismo, como lector de mí mismo!- que en vez de contarte, según te prometí, como se hace una novela, te vengo planteando problemas, y lo que es más grave, problemas metapolíticos y religiosos. ¿Quieres que nos detengamos un momento en esto del problema? Dispensa a un filólogo helenista que te explique la novela, o sea la etimología, de la palabra problema. Que es el sustantivo que representa el resultado de la acción de un verbo, proballein, que significa echar o poner por delante, presentar algo, y equivale al latino projicere, proyectar, de donde problema viene a equivaler a proyecto. Y el problema, ¿proyecto de qué es? ¡De acción! El proyecto de un edificio es proyecto de construcción. Y un problema presupone no tanto una solución, en el sentido analítico, o disolutivo, cuanto una construcción, una creación. Se resuelve haciendo. O dicho en otros términos, un proyecto se resuelve en un trayecto, un problema en un metablema, en un cambio. Y sólo con la acción se resuelven problemas. Acción que es contemplativa como la contemplación es activa, pues creer que se puede hacer política sin novela o novela sin política es no saber lo que se quiere creer.

Gran político de acción, tan grande como Pericles, fue Tucídides, el maestro de Maquiavelo, el que nos dejó “para siempre -“¡para siempre!”: es su frase y su sello -la historia de la guerra del Peloponeso.

Y así es, lector, como se hace para siempre una novela.

Terminado el viernes 17 de junio de 1927, en Hendaya,
Bajos Pirineos, frontera entre Francia y España

 

MARTES 21: ¿Terminado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque sólo sea una novela, de cómo se hace una novela? Hace ya años, en mi primera mocedad, oía hablar a mis amigos wagnerianos de melodía infinita. No sé bien lo que es esto, pero debe de ser como la vida y su novela, que nunca terminan. Y como la historia.

Porque hoy me llega un número de La Prensa, de Buenos Aires, el del 22 de mayo de este año, y en él un artículo de Azorín sobre Jacques de Lacretelle. Éste envió a aquél un librito suyo titulado Aparte y Azorín lo comenta. “Se compone -nos dice éste hablándonos del librito de Lacretelle (no de De Lacretelle, amigos argentinos)- de una novelita titulada “Cólera”, de un “Diario”, en que el autor explica cómo ha compuesto dicha novela, y de unas páginas filosóficas, críticas, dedicadas a evocar la memoria de Juan Jacobo Rousseau en Ermenonville.” No conozco el librito de J. De Lacretelle -o de Lacretelle- más que por este artículo de Azorín; pero encuentro profundamente significativo y simbólico el que un autor que escribe un “Diario” para explicar cómo ha compuesto una novela evoque la memoria de Rousseau, que se pasó la vida explicándonos cómo se hizo la novela de esa su vida, o sea su vida representativa, que fue una novela.

Añade luego Azorín: “De todos estos trabajos, el más interesante, sin duda es el “Diario de cólera”, es decir, las notas que, si no día por día, al menos muy frecuentemente, ha ido tomando el autor sobre el desenvolvimiento de la novela que llevaba entre manos. Ya se ha escrito, recientemente, otro diario de esta laya; me refiero al libro que el sutilísimo y elegante André Gide ha escrito para explicar la génesis y proceso de cierta novela suya. El género debiera propagarse. Todo novelista, con motivo de una novela suya, podría escribir otro libro -novela veraz, auténtica- para dar a conocer el mecanismo de su ficción. Cuando yo era niño -supongo que ahora pasa lo mismo- me interesaban mucho los relojes; mi padre o alguno de mis tíos solían enseñarme el suyo; yo lo examinaba con cuidado, con admiración; lo ponía junto a mi oído; escuchaba el precipitado y perseverante tictac; veía cómo el minutero avanzaba con mucha lentitud; finalmente, después de visto todo lo exterior de la muestra, mi padre o mi tío levantaba -con la uña o con un cortaplumas- la tapa posterior y me enseñaba el complicado y sutil organismo… Los novelistas que ahora hacen libros para explicar el mecanismo de su novela, para hacer ver cómo ellos proceden al escribir, lo que hacen sencillamente, es levantar la tapa del reló. El reló del señor Lacretelle es precioso; no sé cuántos rubíes tiene la maquinaria; pero todo ello es pulido, brillante. Contemplémosla y digamos algo de lo que hemos observado.”

Lo que merece comentario: Lo primero, que la comparación del reló está muy mal traída y responde a la idea del “mecanismo de su ficción”. Una ficción de mecanismo, mecánica, no es ni puede ser novela. Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la vida misma, organismo y no mecanismo. Y no sirve levantar la tapa del reló. Ante todo porque una verdadera novela, una novela viva, no tiene tapa, y luego porque no es maquinaria lo que hay que mostrar, sino entrañas palpitantes de vida, calientes de sangre. Y eso se ve fuera. Es como la cólera que se ve en la cara y en los ojos y sin necesidad de levantar tapa alguna.

El relojero, que es un mecánico, puede levantar la tapa del reló para que el cliente vea la maquinaria, pero el novelista no tiene que levantar nada para que el lector sienta la palpitación de las entrañas del organismo vivo de la novela, que son las entrañas mismas del novelista, del autor. Y las del lector identificado con él por la lectura.

Más, por otra parte, el relojero conoce reflexivamente, críticamente, el mecanismo del reló, pero el novelista, ¿conoce así el organismo de su novela? Si hay tapa en ésta, la hay para el novelista mismo. Los mejores novelistas no saben lo que han puesto en sus novelas. Y si se ponen a hacer un diario de cómo las han escrito es para descubrirse a sí mismos. Los hombres de diarios o autobiografías y confesiones, San Agustín, Rousseau, Amiel, se han pasado la vida buscándose a sí mismos -buscando a Dios en sí mismos-, y sus diarios, autobiografías o confesiones no han sido sino la experiencia de es rebusca. Y esa experiencia no puede acabar sino con la vida.

¿Con su vida? ¡Ni con ella! Porque su vida íntima, entrañada, novelesca, se continúa en la de sus lectores. Así como empezó antes. Porque nuestra vida íntima, entrañada, novelesca, ¿empezó con cada uno de nosotros? Pero de esto ya he dicho algo y no es cosa de volver a lo dicho. Aunque, ¿por qué no? Es lo propio del hombre del diario, del que se confiesa, el repetirse. Cada día suyo es el mismo día.

Y ¡ojo con caer en el diario! El hombre que da en llevar un diario -como Amiel- se hace el hombre del diario, vive para él. Ya no apunta en su diario lo que a diario piensa, sino que lo piensa para apuntarlo. Y en el fondo, ¿no es lo mismo? Juega uno con eso del libro del hombre y el hombre del libro, pero ¿hay hombres que no sean de libro? Hasta los hay que no saben ni leer ni escribir. Todo hombre, verdaderamente hombre, es hijo de una leyenda, escrita u oral. Y no hay más que leyenda, o sea novela.

Quedamos, pues, en que el novelista que cuenta cómo se hace una novela cuenta cómo se hace un novelista, o sea cómo se hace un hombre. Y muestra sus entrañas humanas, eternas y universales, sin tener que levantar tapa alguna de reló. Esto de levantar tapas de reló se queda para literatos que no son precisamente novelistas.

¡Tapa de reló! Los niños despanzurran a un muñeco, y más si es de mecanismos, para verle las tripas, para ver lo que lleva dentro. Y, en efecto, para darse cuenta de cómo funciona un muñeco, un fantoche, un homunculus mecánico, hay que despanzurrarle, hay que levantar la tapa del reló. Pero ¿un hombre histórico?, ¿un hombre de verdad?, ¿un actor del drama de la vida?, ¿un sujeto de novela? Este lleva las entrañas en la cara. O dicho de otro modo, su entraña -intranea-, lo de dentro, es su extraña -extranea-, lo de fuera; su forma es su fondo. Y he aquí por qué toda expresión de un hombre histórico verdadera es autobiográfica. Y he aquí por qué un hombre histórico verdadero no tiene tapa. Aunque sea un hipócrita. Pues precisamente son los hipócritas los que más llevan las entrañas en la cara. Tienen tapa, pero es de cristal

JUEVES 30-6

Acabo de leer que como Federico Lefreve, el de las conversaciones con hombres públicos para publicarlas en Les Nouvelles Littèraires -a mí me sometió a una-, le preguntara a Jorge Clemenceau, el mozo de ochenta y cinco años, si se decidiría a escribir sus Memorias, éste le contestó: “¡Jamás!, la vida está hecha para ser vivida y no para ser contada.” Y, sin embargo, Clemenceau, en su larga vida quijotesca de guerrillero de la pluma no ha hecho sino contar su vida.

Contar la vida, ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profundo, de vivirla? ¿No vivió Amiel su vida íntima contándola? ¿No es su Diario su vida? ¿Cuándo se acabará de comprender que la acción es contemplativa y la contemplación es activa?

Hay lo hecho y hay lo que se hace. Se llega a lo invisible de Dios por lo que está hecho -per ea quae facta sunt, según la versión latina canónica, no muy ceñida al original griego, de un pasaje de San Pablo (Romanos, I, 20)- pero ése es el camino de la naturaleza, y la naturaleza es muerta. Hay el camino de la historia, y la historia es viva; y el camino de la historia es llegar a lo invisible de Dios, a sus misterios, por lo que se está haciendo, per ea quae fiunt. No por poemas -que es la expresión precisa pauliniana-, sino por poesías; no por entendimiento, sino por intelección o mejor por intención -propiamente intensión-. (¿Por qué ya que tenemos extensión e intensidad, no hemos de tener intensión y extensidad?)

Vivo ahora y aquí mi vida contándola. Y ahora y aquí es de la actualidad, que sustenta y funde a la sucesión del tiempo así como la eternidad la envuelve y junta.

DOMINGO, 3-7

Leyendo hoy una historia de la mística filosófica de la Edad Media he vuelto a dar con aquella sentencia de San Agustín en sus confesiones donde dice (lib.10,c.33,n.50) que se ha hecho problema en sí mismo mihi quaestio factus sum -porque creo que es por problema como hay que traducir quaestio-. Y yo me he hecho problema, cuestión, proyecto de mí mismo. ¿Cómo se resuelve esto? Haciendo del proyecto, trayecto del problema, metablema; luchando. Y así, luchando, civilmente, ahondando en mí mismo como problema, cuestión para mí, trascenderé de mí mismo, y hacia dentro, concentrándome para irradiarme, y llegaré al Dios actual, el de la historia.

Hugo de San Víctor, el místico del siglo XII, decía que subir a Dios es entrarse en sí mismo y no sólo entrar en sí, sino pasarse de sí mismo, en lo de más adentro -in intimis etiam seipsum transire- de cierto inefable modo, y que lo más íntimo es lo más cercano, lo supremo y eterno. Y a través de mí mismo, traspasándome, llego al Dios de mi España en esta experiencia del destierro.

LUNES, 4-7

Ahora que ha venido mi familia y me he establecido con ella, para los meses de verano, en una villa fuera del hotel, he vuelto a ciertos hábitos familiares y entre ellos a entretenerme haciendo, entre los míos, solitarios a la baraja, lo que aquí en Francia, llaman patience.

El solitario que más me gusta es uno que deja un cierto margen al cálculo del jugador, aunque no sea mucho. Se colocan los naipes en ocho filas de cinco en sentido vertical -o sea cinco filas de ocho en sentido horizontal- y se trata de sacar desde abajo los ases y los doses poniendo las 32 cartas que quedan en cuatro filas verticales de mayor a menor y sin que se sigan dos de un mismo palo, o sea, que a una sota de oros, por ejemplo, no debe seguir un siete de oros también, sino de cualquiera de los otros tres palos. El resultado depende en parte de cómo se empiece; hay que saber, pues, aprovechar el azar. Y no es otro el arte de la vida en la historia.

Mientras sigo el juego, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado -el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral-, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones de la historia que voy viviendo y haciendo.

Barajar los naipes es algo, en otro plano, como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la naturaleza en la historia, del azar en la libertad.

Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este otro juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van -a las veces se van y luego vienen- como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la historia. Allá a lo lejos, sin que yo conscientemente lo oiga, resuena, en la playa, la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España.

¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden!

¡Paciencia, pues y barajar!

MARTES, 5-7

Sigo pensando en los solitarios, en la historia. El solitario es el juego del azar. Un buen matemático podría calcular la probabilidad que hay de que salga o no una jugada. Y si se ponen dos sujetos en competencia a resolverlas, lo natural es que en un mismo juego obtengan el mismo tanto por ciento de soluciones. Mas la competencia debe ser a quién resuelve más jugadas en igual tiempo. Y la ventaja del buen jugador de solitarios no que juegue más de prisa sino que abandone más jugadas apenas empezadas y en cuanto prevé que no tiene solución. En el arte supremo de aprovechar el azar, la superioridad del jugador consiste en resolverse a abandonar a tiempo la partida para poder empezar otra. Y lo mismo en política y en la vida.

MIERCOLES, 6-7

¿Es que voy a caer en aquello de nulla dies sine linea, ni un día sin escribir algo para los demás -ante todo para sí mismo- y para siempre? Para siempre de sí mismo, se entiende. Esto es caer en el hombre del diario. ¿Caer? ¿Y qué es caer? Lo sabrán esos que hablan de decadencia. Y de ocaso. Porque ocaso, ocasus, de occidere, morir, es un derivado de cadere, caer. Caer es morirse.

Lo que me recuerda aquellos dos inmortales héroes -¡héroes, sí!- del ocaso de Flaubert, modelo de novelistas -¡qué novela su “Correspondencia”! -los que le hicieron cuando decaía para siempre. Que fueron Bouvard y Pecuchet. Y Bouvard y Pecuchet, después de recorrer todos los rincones del espíritu universal acabaron en escribientes. ¿No sería lo mejor que acabase la novela de mi Jugo de la Raza haciéndole que, abandonada la lectura del libro fatídico, se dedique a hacer solitarios y haciendo solitarios esperar que se le acabe el libro de la vida? De la vida y de la vía, de la historia que es camino.

Vía y patria, que decían los místicos escolásticos, o sea: la historia y la visión beatífica. Pero, ¿son cosas distintas? ¿No es ya patria el camino? Y la patria, la celestial y eterna se entiende, la que no es de este mundo, el reino de Dios cuyo advenimiento pedimos a diario -los que pedimos-, esa patria ¿no seguirá siendo camino?

Mas, en fin, ¡hágase su voluntad así en la tierra como en el cielo!, o como cantó Dante, el gran proscrito:

In la sua volontade é nostra pace

(Paradiso, III, 91)

¡Epur si mouve! ¡Ay, que no hay paz sin guerra!

JUEVES, 7-7

El camino, sí, la vía, que es la vida y pasársela haciendo solitarios -tal la novela- Pero los solitarios son solitarios, para uno mismo solo; no participan de ellos los demás. Y la patria que hay tras de ese camino de solitarios, una patria de soledad -de soledad y vacío-. Cómo se hace una novela, ¡bien!, pero ¿para qué se hace? Y el para qué es el porqué. ¿Por qué, o sea, para qué se hace una novela? Para hacerse el novelista. ¿Y para qué se hace el novelista? Para hacer al lector, para hacerse uno con el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hacen uno se actualizan y actualizándose se eternizan.

Los místicos medievales, San Buenaventura, el franciscano, lo acentuó más que otro, distinguen entre lux, luz y lumen, lumbre. La luz queda en sí, la lumbre es la que se comunica. Y un hombre puede lucir –y lucirse-, alumbrar -y alumbrarse-.

Un espíritu luce, pero ¿cómo sabremos que luce si no nos alumbra? Y hay hombres que se lucen, como solemos decir. Y los que se lucen es con propia complacencia; se muestran para lucirse. ¿Se conoce a sí mismo el que se luce? Pocas veces. Pues como no se cuida de alumbrar a los demás, no se alumbra a sí mismo. Pero el que no sólo luce, sino que al lucir alumbra a los otros, se luce alumbrándose a sí mismo. Que nadie se conoce mejor a sí mismo que el que se cuida de conocer a los otros. Y puesto que conocer es amar, acaso convendría variar el divino precepto y decir: ámate a ti mismo como amas a tu prójimo.

¿De qué te serviría ganar el mundo si perdieras tu alma? Bien, pero y ¿de qué te servirá ganar tu alma si perdieras el mundo? Pongamos en vez de mundo la comunión humana, la comunidad humana, o sea la comunidad común.

Y he aquí cómo la religión y la política se hacen una en la novela de la vida actual. El reino de Dios -o como quería San Agustín, la ciudad de Dios- es, en cuanto ciudad, política, y en cuanto de Dios, religión.

Y yo estoy aquí, en el destierro, a la puerta de España y como su ujier, no para lucir y lucirme, sino para alumbrar y alumbrarme, para hacer nuestra novela, historia, la de nuestra España. Y al decir que estoy para alumbrarme, con este “me” no quiero referirme, lector mío, a mi yo solamente, sino a tu yo, a nuestros yos. Que no es lo mismo nosotros que yos.

Hendaya (julio) de 1927



Más Opiniones de Miguel de Unamuno