I
La muerte me visita cierto día.
Es hermosa la muerte: tiene senos
robustos, fino talle y ojos llenos
de un azul de cristal en lejanía.
En llegando ya sé que es muerte mía.
Con movimientos lánguidos y obscenos
me enloquece y sorbiendo sus venenos
siento, a ratos, que el alma se me enfría.
Lee mis libros, se adapta a mis costumbres,
repite mis ideas y sus gestos
ponen en mí gozosas pesadumbres.
Cuando se va, me deja bien escrita
su dirección y dice: «Un día de estos
quiero que me devuelvas la visita».
II
Advierto, entonces, que ya no hay salida,
pues su mirada clara me importuna
y sé que cogeré, a sol o a luna,
el camino que lleva a su guarida.
Y aunque empiezo a engañarla con la vida,
a darme plazos, a pensar en una
tarde feliz de cara a la fortuna,
bien yo sé que la muerte no me olvida,
que tengo que tocar, al fin, su puerta
con la valija hecha y el sombrero
en la mano marchita y entreabierta.
Me despido de todos mis amigos
después de tanto ardid y a su agujero
húmedo me abalanzo, sin testigos.
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