Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

¡Cosas de franceses!

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

(Un cuento disparatado)

 

Es cosa sabida que nuestros vecinos los franceses son incorregibles cuando en nosotros se ocupan, pues lo mismo es en ellos meterse a hablar de España que meter la pata.

A las innumerables pruebas de este aserto añada el lector el siguiente cuento que da un francés por muy característico de las cosas de España, y que, traducido al pie de la letra, dice así:

 

Don Pérez era un hidalgo castellano dedicado en cuerpo y alma a la ciencia, y a quien tenían por modestísimo sus compatriotas.

Pasábase las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, enfrascado en el estudio de un importante problema de química, que para provecho y gloria de su España con honra había de conducirle al descubrimiento de un nuevo explosivo que dejara inservibles cuantos hasta hoy se han inventado.

El lector que se figure que nuestro don Pérez no salía del laboratorio manipulando en él retortas, alambiques, reactivos, crisoles y precipitados dará muestras de no conocer las cosas de España.

Un hidalgo español no puede descender a manejos de droguería y entender de tan rastrero modo la excelsitud de la ciencia, que por algo ha sido España plantel de teólogos.

Don Pérez se pasaba las horas muertas, como dicen los españoles, delante de un encerado devanándose los sesos y trazando fórmulas y más fórmulas para dar con la deseada. De ningún modo quería manchar sus investigaciones con las impurezas de la realidad; recordaba el paso aquel en que los villanos galeotes apedrearon a don Quijote y no quería que hicieran lo mismo con él los hechos. Dejaba a los Sanchos Panzas de la ciencia el mandil y el laboratorio, reservándose la exploración de la sima de Montesinos.

Quede el proceder por tanteos para los que viven en tinieblas y no han nacido, como la inmensa mayoría de los españoles, en posesión de la verdad absoluta o la han dejado perder por su soberbia.

Al cabo de tanta brega dio don Pérez con la deseada fórmula, y el día en que ésta se hizo pública fue de regocijo en toda España. Hubo colgaduras, cohetes, gigantones y, sobre todo, combates de toros. Las charangas alegraban las calles de las ciudades tocando el himno de Riego.

Las Cortes decretaron coronar de laurel en el Capitolio de Madrid a don Pérez, así que hiciera volar el Peñón de Gibraltar con todos sus ingleses, o cuando menos la gran montaña del Retiro, de Madrid.

Adornando las paredes de zapaterías y barberías de los pueblos y en no pocos hogares aparecía entre números de La Lidia el retrato de don Pérez, junto al de Ruiz Zorrilla unas veces y al del pretendiente don Carlos otras. A un nuevo aguardiente anisado le bautizaron con el nombre de «Anisado explosivo Pérez».

No faltaron, sin embargo, Sanchos y socarrones bachilleres que trataban de echar jarros de agua fría al popular entusiasmo, pero desde que aparecieron en los periódicos escritos del eminente geómetra don López y del no menos eminente teólogo don Rodríguez, rompiendo lanzas a favor del nuevo explosivo Pérez, los descontentos se redujeron al silencio público y a la lima sorda.

Llegó el día de la prueba. Todo estaba dispuesto para hacer volar una colinilla, situada en las llanuras de la Mancha, y no faltaron animosos creyentes que se comprometieron a dar fuego a la mecha en compañía de don Pérez.

Cuando la mecha empezó a arder, un formidable «¡olé!, ¡olé!» de la multitud, que desde lejos contemplaba la prueba, y algunos palidecieron.

Y cuando el fuego llegó al explosivo, se oyó un ruido semejante a un trueno, se levantó una gran polvareda, y al disiparse ésta apareció la figura de don Pérez radiante de esplendor. La multitud le aclamó frenética, dio vivas a su madre y a su gracia, y le llevaron en brazos como sacan a don Frascuelo de la plaza cuando mata un toro según las reglas de la metafísica tauromáquica. Y por todas partes no se oía más que: ¡Olé! ¡Viva España con honra!

Los periódicos hicieron su agosto.

Unos aseguraban que el cerro se había hecho polvo, otros mostraban cicatrices de golpes que recibieron de los pedazos en que se deshizo; pero algunos días después se aseguraba que unos pastores habían visto al cerro en el mismo sitio que antes, y cuando se confirmó esta noticia se levantó la gran polvareda de indignación popular.

Era imposible el caso; el cerro tenía que haber volado, porque eran infalibles las fórmulas del encerado de don Pérez.

Era una mano aleve que había mojado el explosivo, la mano de un maligno encantador enemigo de don Pérez y envidioso de su fama.

Este encantador, sucediendo el caso en España ya se sabe cuál tenía que ser: el Gobierno.

La opinión pública se pronunció contra éste en los cafés y las tertulias, y los periódicos hicieron resaltar la desatentada conducta del maligno encantador, que se empeñaba en vivir divorciado de la opinión pública, tan perita en química como es en España, sobre todo después de ilustrada por el eminente geómetra don López y el no menos eminente teólogo don Rodríguez.

En aquella campaña se recordó a Colón, a Cisneros, a Miguel Servet, a los tercios de Flandes, el Salado, Lepanto, Otumba y Wad-Ras; los teólogos de Trento y el valor de la infantería española, que con él hizo vana la ciencia del gran capitán del siglo. Con tal motivo se insistió una vez más en la falta de patriotismo de aquellos que no querían más que lo extranjero, habiendo mejor en casa, y se recordó al pobre don Fernández, arrinconado y desconocido en su ingrata patria, y celebradísimo fuera de ella; el pobre don Fernández, cuyos libros en España tenían que tomarlos las corporaciones mientras eran traducidos a todos los idiomas cultos, inclusos el japonés y el bajo bretón.

El pobre don Pérez, perseguido por follones malandrines, trató de vindicar la honra de España, y como se proponía demostrar la eficacia del explosivo, con el que había de volar a Gibraltar y desenmascarar al Gobierno, le presentaron candidato a la diputación a Cortes. Las Cortes son la academia en que se reúnen a discutir todos los sabios de España, asamblea que, siguiendo las gloriosas tradiciones de los Concilios de Toledo, hace a pluma y a pelo, ya de Congreso político, ya de Concilio en que se dilucidan problemas teológicos, como sucedió allá por el 69.

En cuanto los admiradores de don Pérez presentaron su candidatura, el eminente toreador don Señorito, viviente ejemplo del consorcio de las armas con las letras, sintió arder su sangre, y al salir de un combate de toros en que arrebató al público estoqueando seis colombinos con la más castiza filosofía, se fue a un mitin y volvió a arrebatarle con un discurso en favor de la candidatura de don Pérez.

Sólo en la pintoresca España se ven cosas semejantes. Después de brindar por la patria desplegó don Señorito el trapo, dio un pase a España con honra, otro de pecho a Gibraltar y sus ingleses, uno de mérito a don Pérez, sostuvo una lucidísima brega, aunque algo bailada, acerca de la importancia y carácter de la química, y, por fin, remató la suerte dando al Gobierno una estocada hasta los gavilanes.

El público gritaba ¡ole tu salero!, y pedía que dieran al tribuno la oreja del bicho, uniendo en sus Víctores los nombres de don Pérez y don Señorito.

Allí estaban también el gran organizador de las ovaciones, el Barnum español, el popularísimo empresario don Carrascal, que se proponía llevar en una tournée por España al sabio don Pérez, como se había llevado ya al gran poeta nacional.

El buen don Pérez se dejaba hacer, traído y llevado por sus admiradores, sin saber en qué había de acabar todo aquello.

Pero ni la elocuencia tribunicia del toreador don Señorito, ni la actividad del popularísimo don Carrascal, ni la protección del gran político don Encinas movieron al Gobierno español, que siguió comiendo el turrón a dos carrillos y sordo a las voces del pueblo, según es su costumbre.

¡Y todavía sigue en pie el Peñón de Gibraltar con sus ingleses!

*  *  *

Convengamos en que sólo un francés es capaz, después de ensartar tal cúmulo de disparates, sobre todo el de presentarnos un torero de tribuno en favor de la candidatura a diputado de un sabio; sólo un francés, decimos es capaz de dar tal cuento como característico de las cosas de España. ¡Cosas de franceses!

Pero señor, ¿cuándo aprenderán a conocernos nuestros vecinos, por lo menos tanto como nosotros nos conocemos?

*FIN*


El Nervión, Bilbao, 28-II-1893


Más Cuentos de Miguel de Unamuno