Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Cosas del servicio

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Un inspector judicial en funciones y un médico de distrito se dirigían a la aldea Syrnia a practicar una autopsia. Por el camino los atrapó una ventisca, anduvieron largo rato perdidos y no llegaron al lugar al mediodía, como querían, sino solo al anochecer, cuando ya había oscurecido. Pararon a pasar la noche en la isba del zemstvo. Y allí mismo, en la isba del zemstvo, se hallaba por casualidad el propio cadáver, el cuerpo del agente local de seguros Lesnitski, un hombre que tres días antes se presentó en Syrnia y, después de instalarse en la isba del zemstvo y de pedir un samovar, se pegó un tiro del modo más inesperado para todos. Y la circunstancia de que hubiera acabado con su vida de manera tan extraña, tomando un té con el samovar y los platos bien dispuestos sobre la mesa, dio motivo a que muchos sospecharan que se trataba de un asesinato. De modo que se impuso hacer la autopsia.

El doctor y el inspector se sacudían en el zaguán la nieve golpeando con los pies el suelo, y a su lado se encontraba un viejo, el guardia rural Iliá Loshadin, que les daba luz con un candil de hojalata. Olía fuertemente a queroseno.

—¿Quién eres? —preguntó el doctor.

—El gardia —contestó el guardia.

Hasta en el correo firmaba así: gardia.

—¿Y los testigos?

—Habrán ido a tomar té, excelencia.

A la derecha se encontraba una habitación limpia, la de los “visitantes”, de los señores, a la izquierda, la del servicio, con una gran estufa y techo bajo. El médico y el inspector y, tras ellos, el guardia levantando el candil por encima de la cabeza, entraron en el cuarto limpio. Aquí, en el suelo, junto a las patas de la mesa, yacía inmóvil un cuerpo largo cubierto de un lienzo blanco. A la luz débil del candil, además del manto blanco, se veían con claridad los chanclos de goma nuevos, y todo tenía un aspecto desagradable, pavoroso: las paredes oscuras, el silencio, esos chanclos y la inmovilidad del cuerpo muerto. En la mesa se hallaba el samovar, hacía tiempo frío, y en torno a él, unos paquetes, al parecer los platos.

—Qué falta de tacto, pegarse un tiro en la isba del zemstvo —dijo el doctor—. Si te entran ganas de pegarte un tiro en la cabeza, hazlo en tu casa, en algún rincón.

El médico tal como iba, con el gorro, el abrigo de piel y las botas de fieltro, se dejó caer sobre un banco. Su acompañante, el inspector, se sentó enfrente.

—Estos histéricos y neurasténicos son unos grandes egoístas —prosiguió el doctor en tono amargo—. Cuando un neurasténico duerme con usted en la misma habitación, no para de hacer ruido con el periódico, y, si come con usted, le organiza una escena a su mujer sin importarle que esté usted presente, y, cuando se le ocurre pegarse un tiro, ya ve, lo hace en un pueblo perdido, en la isba del zemstvo, para causarle a todo el mundo el mayor número de quebraderos de cabeza. Estos señores, sean las que sean las circunstancias, solo piensan en sí mismos. ¡Solo en sí mismos! Por eso a los viejos les gusta tan poco este nuestro “siglo nervioso”.

—La de cosas que no les gustan a los viejos —dijo el inspector con un bostezo—. Pero pregúnteles a los viejos qué diferencia hay entre los suicidios de antes y los de ahora. Antes, una persona lo que se llama decente se mataba porque se había gastado el dinero público, los de ahora en cambio lo hacen porque están hartos de la vida, o por angustia… ¿Qué es mejor?

—Uno puede estar harto de la vida, o angustiado, pero estará usted de acuerdo conmigo en que podía haberse suicidado en algún otro lugar y no en esta isba.

—Esto es lo malo —intervino el guardia rural—. Así es por desgracia: un auténtico castigo. La gente anda muy preocupada, excelencia, ya es la tercera noche que no duermen. Los niños lloran. Hay que ordeñar las vacas, pero las mujeres no van al establo, tienen miedo… No sea que a oscuras se les aparezca el señor difunto. Son tontas, claro, pero sucede que hasta los hombres están espantados. En cuanto cae la noche, junto a la isba no pasa ni un alma, o si no, van en rebaño. Los testigos lo mismo…

El doctor Stárchenko, un hombre de mediana edad, con barba negra y gafas, y el inspector L’yzhin, un individuo rubio y aún joven, que había terminado sus estudios hacía solo dos años, más parecido a un estudiante que a un funcionario, estaban sentados los dos en silencio. Se sentían contrariados por haber llegado tarde. Ahora debían esperar a la mañana, pasar aquí la noche, y más cuando eran solo las cinco pasadas; les esperaba una larga tarde y una aún más larga y oscura noche, horas de aburrimiento, incómodas camas, cucarachas y frío al amanecer. Y mientras escuchaban el aullido de la ventisca, que zumbaba en la chimenea y en el desván, los dos pensaban en lo poco que se parecía todo esto a la vida que querían para sí y en la que tanto habían soñado, y qué lejos se hallaban ellos de sus compañeros, que ahora se paseaban por las calles iluminadas de la ciudad sin darse cuenta del mal tiempo, o se disponían a ir al teatro, o se encontraban en sus despachos leyendo un libro. ¡Oh, cuánto darían en aquel instante por solo un paseo por la avenida Nevski, o por la Petrovka en Moscú, por escuchar una buena canción o pasarse un par de horitas en un restaurante…!

“¡U-u-u-u!”, cantaba la ventisca en el desván, y fuera algo daba golpes con rabia, sería el letrero colgado en la isba: “¡Uu-u-u!”.

—Usted mismo, pero yo no tengo intención de quedarme aquí —dijo Stárchenko, poniéndose en pie—. Aún no son las seis, es pronto para irse a dormir. Me voy a cualquier parte. No lejos de aquí vive Von Taunitz, a no más de tres verstas de Syrnia. Iré a verle y pasaré allí la tarde. ¡Guardia! Ve y dile al cochero que no desenganche. Y ¿usted, qué? —le preguntó a L’yzhin.

—Pues no sé, puede que me vaya a dormir.

El doctor se envolvió en su abrigo de piel y salió. Se oyó cómo hablaba con el cochero, cómo temblaban sobre los ateridos caballos los cascabeles. Y se marchó.

—No es bueno, señorito, que te quedes aquí a dormir —dijo el guardia—. Ve al otro cuarto. Allí no está limpio, pero por una noche no pasa nada. Ahora le pido el samovar a un muzhik, te lo preparo, y luego, pues eso, te traigo paja y a dormir, excelencia, como está mandado.

Al cabo de un rato, el inspector se hallaba sentado en el cuarto de servicio y tomaba té, mientras el guardia Loshadin se mantenía junto a la puerta y hablaba. Era un anciano con más de sesenta años, bajo de estatura, muy delgado, encorvado, blanco, con una sonrisa ingenua en el rostro y los ojos llorosos, y no paraba de chasquear la boca como si chupara un caramelo. Llevaba un abrigo corto y botas de fieltro, y no soltaba de la mano un bastón. Al parecer la juventud del inspector suscitaba en él cierta lástima y tal vez por eso le hablaba de “tú”.

—El jefe Fiódor Makárych me ha mandado que en cuanto llegue el policía o el inspector que se le informara —decía—. O sea que, pues eso, que he de ir… Hasta la oficina hay cuatro verstas, la borrasca lo habrá cubierto todo de nieve hasta Dios sabe dónde; de modo que no me llegaré hasta allí antes de la medianoche. Y cómo sopla…

—Tu jefe no me hace ninguna falta —dijo L’yzhin—. Aquí no tiene nada que hacer.

El inspector, que miraba con curiosidad al viejo, le preguntó:

—¿Y tú, abuelo, cuántos años llevas de guardia?

—¿Cuántos? Pues ya serán treinta. Después de llegar la libertad, al cabo de cinco años me metí en eso, de modo que tú haz la cuenta. Desde entonces que sirvo cada día. La gente está de fiesta, y yo en cambio de servicio. Para los demás llega la Semana Santa, repican las campanas, Cristo ha resucitado, y yo, ya ves, siempre con mi bolso. De un lado a otro, que si a la Administración, que si al correo, o a ver al jefe a su casa, al jefe del zemstvo, al oficial de los tributos, al cuartelillo, a ver a los señores, a los muzhiks, a todo cristiano. Llevo paquetes, notificaciones, hojas de cuentas, cartas, impresos de todo tipo, documentos… Y, pues eso, muy señor mío, excelencia, ahora circulan unos impresos para apuntar las cifras, amarillos, blancos, rojos, y todo ser vivo, sea señor, campesino o muzhik rico, todos sin falta han de apuntar diez veces al año cuánta avena o cuánto centeno tienen sembrado, cuántos cuartos o puds de avena, cuánto centeno o heno, y cuál es el tiempo que hace y qué insectos hay… Uno puede escribir lo que quiera, claro, el papel es el mismo, pero lo que es a mí, a mí me toca repartirlos y luego, o sea, recogerlos. Aquí lo tiene, por ejemplo, ¿qué falta hace destripar al señor este? El asunto está más claro que el agua, lo único que vas a conseguir es ensuciarte las manos… Y hasta tú, excelencia, has hecho el esfuerzo de venir, pues porque están las formas, y no hay nada que hacer. Treinta años que llevo asuntos. En verano todavía, que hace calor, no llueve, pero en invierno o en otoño resulta molesto. Y me ha llegado a suceder que me he helado de frío o me he caído al agua, que de todo ha habido. Hasta me intentaron quitar la bolsa en el bosque, me han dado palizas, me han juzgado incluso…

—¿Por qué te juzgaron?

—Por estafa.

—¿Cómo por estafa?

—Pues porque el escribiente Jrisanf Grigóriev le vendió al capataz unos tablones que no eran suyos, lo engañó, o sea. Yo estuve en el asunto, me mandaron a por vodka a la taberna. Aunque el escribiente no repartió conmigo, ni un vaso me ofreció; pero como yo, por lo pobre que soy, no era persona de fiar y sin entidad, nos juzgaron a los dos. A él al penal lo mandaron, y a mí, a Dios gracias, me absolvieron con todas las de la ley. En el tribunal leyeron un papel que lo decía. Todos con sus uniformes. Me refiero al tribunal. Escucha lo que te digo, excelencia, nuestro oficio, para quien no lo conoce, Dios no lo quiera, es un martirio, en cambio yo como si tal cosa. De modo que cuando no andas hasta te duelen los pies. Pero servir bajo techo es aún peor. Si estás en la oficina: que si enciéndele la estufa al escribiente, o llévale al escribiente agua, o límpiale al escribiente las botas.

—¿Y cuánto te pagan? —preguntó L’yzhin.

—Ochenta y cuatro rublos al año.

—Pero algo más caerá. ¿O no?

—¿De dónde? Con los señores de hoy, es muy raro que te den propina. Ahora los señores son gente severa, a la primera se te ofenden. Les llevas un papel y se ofenden; te quitas el gorro y también se ofenden. Que no has de entrar por esta puerta, te dicen; que eres un borracho, que hiedes a cebolla, cretino, dicen, hijo de perra. Los hay buenos, claro, pero de esos ¿qué vas a sacar? Solo burlas y distintos motes. Por ejemplo, el señorito Altujin. Dijérase que es buena gente y si lo miras, parece en sus cabales, en cambio en cuanto te ve se pone a gritar sin saber ni él mismo lo que dice. Hasta me ha puesto un mote. Tú eres…

Y el guardia pronunció una palabra, pero tan bajo que no se le entendía.

—¿Qué? —preguntó L’yzhin—. Repite.

—¡La Administración! —repitió en voz alta el guardia—. Ya hace tiempo que me llama así, hará unos seis años. ¡Mis saludos a la Administración! Pero yo como si nada, que Dios lo perdone. Sucede que alguna señora se digna sacarte un vasito de vodka y un pedazo de torta; y te lo bebes a su salud. Pero quienes más dan son los muzhiks; los muzhiks tienen más caridad y temor de Dios: unos te ofrecen pan; otros, un poco de sopa, y algunos, hasta un vasito. Los stárostas te ofrecen un té en la taberna. O ahora, que los testigos se han ido a tomar algo. “Loshadin”, me dicen, “quédate aquí por nosotros y vigila”, y me han dado un céntimo cada uno. En cambio ayer me dieron una de cinco y me ofrecieron un vaso.

—¿Y tú qué, no tienes miedo?

—¿Cómo no lo voy a tener? Pero es mi trabajo, es el servicio y no hay modo de escaparte. Este verano llevaba a un preso a la ciudad, y él va y me suelta un mamporro, ¡uno! ¡Otro! ¡Y otro! Alrededor solo el campo y el bosque, ¿dónde te metes? Pues eso, como esto de aquí. Al señorito, a Lesnitski, lo recuerdo así de crío; conocí a su padre y a su madre, la pobre. Yo soy de la aldea Nedoschótovo, y ellos, los señores Lesnitski, vivían a no más de una versta de nosotros, o menos aún, linde con linde. Pues resulta que el señorito Lesnitski tenía una hermana doncella, temerosa de Dios y misericordiosa. Que Dios te tenga en la gloria, Yulia, esclava del Señor. No se casó y cuando se fue a morir repartió todos sus bienes: cien desiatinas para el monasterio, y a nosotros, la comunidad de campesinos de la aldea de Nedoschótovo, para que recemos por su alma, otras doscientas; pero resulta que su hermano, el señorito, escondió el papel, como dicen, y lo quemó en la estufa, así que se quedó con todas las tierras. Pensó, o sea, en su solo provecho; pues no, espérate que en este mundo no podrás vivir, hermano, en la mentira. Luego el señorito no fue a la iglesia en unos veinte años, lo rebotaba, o sea, del templo, así que murió sin arrepentirse y reventó. Gordísimo como era, reventó de veras por las costuras. Luego al joven señorito, a Seriozha, o sea, se lo quitaron todo por las deudas, todo cuanto tenía. Tampoco en las ciencias fue lejos, nada le salía, así que el presidente de la oficina del zemstvo, que era su tío, “me llevaré a Seriozha conmigo de agente”, se dijo, “que haga seguros, que no es cosa complicada”. El señorito, que era joven y orgulloso, quería, claro, mostrarse cuanto más ancho mejor, lo más aparente y poderoso; o sea que lo humillaba recorrerse en su carro toda la comarca y tratar con los muzhiks; el hombre no apartaba la vista de la tierra. La mira y calla; de modo que lo llamas mismamente al oído: “¡Serguéi Sergueich!”, y él que se queda mirando así: “¿Eh?” y vuelta a mirar a la tierra. Y ahora, ya ves, se ha dado muerte. No está bien, excelencia, y no es correcto eso de… Y es que no se entiende qué ocurre en este mundo, Dios misericordioso. Que tu padre era rico y tú eres pobre, no es cosa de tu gusto, claro, pero ¿qué se le va hacer? No hay más remedio que hacerse a la idea. Yo también vivía bien; tenía yo, excelencia, dos caballos, tres vacas, y ovejas unas veinte tenía; pero llegó el día en que me quedé solo con la bolsa y ni esta era mía, sino del servicio, de modo que hoy en día mi casa quizá sea de las perores de nuestro Nedoschótovo. Nikolái tenía cuatro lacayos y ahora es lacayo Nikolái. Tenía Ilarión cuatro peones y ahora es peón el mismo Ilarión.

—¿Y cómo lo perdiste todo? —preguntó el inspector.

—Mis hijos, que beben el vodka a calderos. Beben de tal modo y manera que es imposible contarlo, no te lo creerías.

L´yzhin escuchaba y pensaba que mientras él, L’yzhin, tarde o temprano regresaría a Moscú, este viejo se quedaría aquí para siempre yendo todo el día de un lado a otro. Y cuánta más gente como esta tendría que encontrarse en su vida, hombres hechos un guiñapo, sin peinar en siglos, estos viejos “sin entidad” en los que de algún modo se fundían fuertemente la moneda de cinco kópeks, el vaso de vodka y la profunda convicción de que en este mundo no se puede vivir en la mentira. Después se cansó de escuchar y mandó al viejo que le trajera el heno para la cama. En la otra habitación había una cama de hierro con almohada y manta, y se la podía traer de allí, pero el muerto había pasado junto a ella casi tres días (y hasta a lo mejor se había sentado en ella antes de morir), y ahora resultaría desagradable dormir en ella…

“No son más que las siete y media —pensó L’yzhin mirando el reloj—. ¡Qué horrible es todo esto!”.

No tenía sueño, pero, como no tenía nada que hacer, se acostó y se cubrió con la capa, para acortar el tiempo de algún modo. Loshadin, que recogía la vajilla, entró y salió varias veces entre chasquidos y suspiros, sin parar de remolonear junto a la mesa, pero al fin recogió el candil y salió. Y, mirando por detrás sus largos cabellos canosos y su cuerpo encorvado, L’yzhin pensó: “Igual que un brujo en la ópera”.

Todo quedó a oscuras. Al parecer, la luna se escondía tras las nubes, pues se veían con claridad las ventanas y la nieve en los marcos.

—¡U-u-u-u! —cantaba la ventisca—. ¡U-u-u-u!

—¡Madre mía! —aulló una mujer en el desván, o así se lo pareció—. ¡Madre de mi vida!

—¡Pum! —Algo golpeó fuera—. ¡Traj!

El inspector prestó oídos: no había ninguna mujer, era el viento que aullaba. Hacía fresco, se echó encima de la capa el abrigo de piel. Mientras entraba en calor, pensaba en hasta qué punto todo aquello —tanto la ventisca y la isba, como el viejo y el cadáver que yacía en el cuarto vecino—, qué lejos estaba todo aquello de la vida que él deseaba llevar, y cuán ajeno le resultaba, cuán nimio y falto de interés. Si aquel hombre se hubiera matado en algún lugar cercano a Moscú y a él le hubiera tocado llevar la investigación, allí todo esto sería interesante, importante y hasta, quizá, le daría miedo dormir junto a un cadáver. En cambio aquí, a mil verstas de Moscú, la situación parecía iluminarse de un modo distinto; todo esto no era vida, ni aquella gente eran personas, sino algo existente solo “por las formas”, como decía Loshadin, todo aquello no dejaría en su memoria ni el más pequeño recuerdo y se hundiría en el olvido en cuanto él, L’yzhin, abandonase Syrnia. El país, la verdadera Rusia, era Moscú o Petersburgo; esto, en cambio, era la provincia, las colonias. Y cuando sueñas en desempeñar algún papel, en ser popular, ser, por ejemplo, inspector para asuntos de especial importancia o fiscal de un juzgado de distrito, ser un personaje de la alta sociedad, piensas sin falta en Moscú. Si uno ha de vivir en alguna parte, ha de ser en Moscú, porque aquí no tienes ganas de nada, te conformas con facilidad con tu papel sin importancia y solo esperas una cosa de la vida: irte de aquí cuanto antes, salir de aquí. Y L’yzhin recorría mentalmente las calles de Moscú, entraba en las casas conocidas, visitaba a los familiares, a los compañeros, y el corazón se le encogía de placer ante la idea de que tenía veintiséis años y de que, si lograba escapar de aquí e iba a parar a Moscú dentro de cinco o de diez años, tampoco entonces sería demasiado tarde y aún le quedaría toda una vida por delante. Y, sumergiéndose en el sueño, se imaginaba los largos pasillos de la Audiencia de Moscú, a sí mismo pronunciando un discurso, a sus hermanas y una orquesta que no se sabe por qué zumbaba:

—¡U-u-u-u!

—¡Pum! ¡Traj! —retumbó de nuevo—. ¡Pum!

De pronto recordó que una vez en la oficina del zemstvo, mientras hablaba con el contable, se había acercado al mostrador cierto señor de ojos oscuros, cabello negro, delgado y pálido; tenía una expresión desagradable en los ojos, como la que muestran las personas que han dormido mucho después de comer; y aquella mirada echaba a perder su perfil delicado e inteligente; y las altas botas que llevaba tampoco le iban y parecían vulgares. El contable lo presentó: “Y este es nuestro agente del zemstvo”.

“Pero si era Lesnitski, el mismo que…”, se le ocurrió entonces.

Recordó la voz callada de Lesnitski, se imaginó su manera de andar, y le pareció que alguien andaba por ahí, con los mismos andares de Lesnitski.

De pronto tuvo miedo y se le heló la cabeza.

—¿Quién anda ahí? —preguntó alarmado.

—El gardia.

—¿Qué quieres?

—Quisiera, excelencia, pedirle su permiso. Antes me ha dicho que el jefe no hacía falta, pero el caso es que temo que se enoje. Él me mandó que fuera a por él. ¿Voy, o qué?

—¡Déjame en paz! Molestas… —soltó enojado L’yzhin, y se tapó de nuevo.

—No vaya ser que se enfade… Iré, excelencia, que a usted le vaya bien.

Loshadin salió. En el zaguán sonaron unas toses y voces apagadas. Al parecer habían regresado los testigos.

“Mañana soltaremos cuanto antes a estos desgraciados… —pensaba el inspector—. Empezaremos la autopsia en cuanto amanezca”.

Empezaba a adormilarse, cuando de pronto sonaron de nuevo unos pasos, pero no tímidos sino rápidos y ruidosos. Resonó la puerta, unas voces y el chasquido de una cerilla…

—¿Duerme usted? ¿Está dormido? —preguntaba con voz enojada y apremiante el doctor Stárchenko, encendiendo una cerilla tras otra; estaba todo cubierto de nieve y desprendía un aire frío—. ¿Duerme usted? Levántese, vamos a casa de Von Taunitz. Le ha mandado sus caballos. Vamos, allí al menos cenará y dormirá como una persona. Ya lo ve, he venido yo mismo a buscarle. Los caballos son magníficos, en veinte minutos nos plantamos allí.

—Pero ¿qué hora es?

—Las diez y cuarto.

L´yzhin, soñoliento, disgustado, se puso las botas de fieltro, el abrigo y el capote, y salió con el doctor al exterior. Ya no helaba, pero soplaba un viento fuerte y penetrante que levantaba por la calle nubes de nieve que parecían correr presas de horror; junto a las vallas y en los porches se levantaban grandes montones de nieve. El doctor y el inspector se sentaron en el trineo y el blanco cochero se giró hacia ellos para cerrar la cubierta. Los dos tenían calor.

—¡En marcha!

Atravesaron la aldea. “Rasgando del terciopelo el manto…”, pensó cansino el inspector, viendo cómo el caballo guía trabajaba con las patas. En todas las isbas había luz, igual que en vísperas de una gran fiesta; eran los campesinos que no dormían, les asustaba el difunto. El cochero callaba hosco; tal vez se hubiera cansado de esperar junto a la isba del zemstvo, y ahora también pensara en el difunto.

—Pues los Taunitz —dijo Stárchenko—, cuando se enteraron de que se había quedado usted a pasar la noche en la isba, se me echaron todos encima, que por qué no me lo había llevado conmigo.

Al salir de la aldea, en una curva, el cochero rugió de pronto a voz en grito:

—¡Fuera del camino!

Apareció por un instante un hombre. Se encontraba con la nieve por las rodillas, fuera del camino, y miraba la troika. El inspector vio el ganchudo cayado, la barba y una bolsa colgada en un costado; le pareció que se trataba de Loshadin y hasta creyó ver que este sonreía. El hombre apareció un instante y desapareció.

Al principio el camino seguía el linde del bosque, luego, una franja forestal. Pasaban raudos viejos pinos, manchas de abedules jóvenes y encinas, altas y nudosas, que se alzaban solitarias en los claros donde no hacía mucho se había talado el bosque; pero pronto todo se arremolinó en el aire entre nubes de nieve. El cochero decía ver el bosque, el inspector en cambio no veía nada más que el caballo guía. El viento soplaba por la espalda.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó enfadado Stárchenko.

El cochero descendió en silencio y se puso a correr alrededor del trineo pisando con los talones. Dibujaba círculos cada vez más grandes alejándose cada vez más del trineo, y se diría que bailara. Finalmente regresó y giró el trineo hacia la derecha.

—¿Qué, has perdido el camino, o qué?

—No pasa na-a-ada…

Asomó una aldehuela sin una sola luz. De nuevo, el bosque, campos, otra vez extraviaron el camino y el cochero volvió a bajar del pescante y se puso a bailar. La troika se lanzó por una oscura avenida, se deslizó veloz, y el fogoso caballo guía coceaba la parte anterior del trineo. Aquí los árboles zumbaban con un bramido sordo, terrorífico. No se veía nada, como si se hubieran metido en la boca de un lobo y se precipitaran en un abismo, cuando de pronto les cegó la luz brillante del porche y las ventanas de una casa, resonaron acogedores y cantarines unos ladridos, voces… Habían llegado.

Mientras abajo en el recibidor se quitaban los abrigos y las botas, arriba tocaban al piano Un petit verre de Cliquot, y se oía cómo los niños zapateaban. A los recién llegados los envolvió enseguida el calor y el olor de los viejos aposentos señoriales, donde, haga fuera el tiempo que haga, se vive en un ambiente cálido, limpio y cómodo.

—Esto sí que es fantástico —decía Von Taunitz, un gordinflón con un cuello increíblemente ancho y con patillas, mientras estrechaba la mano del inspector—. Perfecto. Sea usted bienvenido; es un placer conocerle. Por lo demás somos un poco colegas. En un tiempo fui ayudante del fiscal, pero poco tiempo, solo dos años. Vine a estas tierras y aquí me he hecho viejo. Un viejo carcamal, en una palabra. Pase, pase —proseguía, al parecer conteniendo la voz para no hablar alto; los invitados y el dueño subían a los aposentos—. No tengo esposa, falleció, y estas, le presento, son mis hijas. —Y dándose la vuelta gritó hacia abajo con voz de trueno—: ¡Decidle a Ignat que mañana esté listo a las ocho!

En la sala se encontraban sus cuatro hijas, unas muchachas jóvenes, de buen ver, todas con traje gris y peinadas igual, y también su prima con sus hijos, asimismo joven e interesante. Stárchenko, que las conocía, se puso a rogarles al punto que cantaran algo, y dos de las señoritas le aseguraron largo rato que no sabían cantar y que no tenían las partituras; pero luego la prima se sentó al piano y las chicas cantaron con voces temblorosas un dueto de La dama de picas. De nuevo tocaron Un petit verre de Cliquot y los niños se pusieron a saltar, marcando el ritmo con los pies. También Stárchenko se puso a saltar. Todos reían a carcajadas.

Después los niños se despidieron para irse a dormir. El inspector se reía, bailaba cuadrillas, galanteaba a las jóvenes, y entre tanto pensaba: ¿no será esto un sueño? El cuarto de servicio de la isba del zemstvo, el montón de heno en un rincón, el susurro de las cucarachas, el repugnante y mísero ambiente, las voces de los testigos, el viento, la ventisca, el peligro de extraviarse en el camino, y de pronto estas espléndidas habitaciones iluminadas, los sonidos del piano, las hermosas muchachas, los niños de cabello rizado, las risas alegres y felices. Este trastrueque le parecía mágico y hasta le resultaba increíble que a unas tres verstas de camino, a una hora, fuera posible un cambio como aquel. Los pensamientos tristes le impedían disfrutar del ambiente alegre y no se sacaba de la cabeza la idea de que todo aquello que le rodeaba no era la vida, sino retazos, fragmentos de vida, de que todo aquí era casual, de que no se podía sacar ninguna conclusión, y hasta le daban lástima aquellas muchachas que vivían y acabarían sus días aquí, en este perdido lugar, en provincias, lejos de los ambientes cultos, donde no hay nada casual, donde todo tiene sentido y responde a algo y donde, por ejemplo, cualquier suicidio es comprensible, y se puede explicar por qué se ha producido y qué sentido tiene en el devenir general de la vida. El inspector suponía que si la vida de aquel lugar perdido le resultaba incomprensible y que si no la veía, eso quería decir sencillamente que no existía.

Tras la cena se habló de Lesnitski.

—Ha dejado mujer y un niño —decía Stárchenko—. A los neurasténicos y en general a las personas que no tienen en orden su sistema nervioso, yo les prohibiría casarse, les retiraría este derecho y la posibilidad de procrear gente como ellos. Traer al mundo niños enfermos de los nervios es un crimen…

—Era un joven desgraciado —comentaba Von Taunitz, entre callados suspiros y meneando la cabeza—. ¡Cuánto hay que cavilar antes, cuánto hay que sufrir para al fin tomar la decisión de quitarse la vida! Una vida joven. En cualquier familia puede producirse una desgracia como esta, y es horrible. Es algo difícil de soportar, imposible…

Todas las muchachas escuchaban en silencio, con caras serias, mirando a su padre. L’yzhin notaba que también él debía añadir algo al respecto, pero no se le ocurría nada y solo dijo:

—Sí, los suicidios son un fenómeno poco deseable.

Durmió en una habitación bien caldeada, en cama blanda, cubierto por una manta, bajo sábana limpia y delicada, pero por alguna razón no se sentía cómodo. Tal vez porque en la habitación de al lado el doctor y Von Taunitz siguieron charlando largo rato, y arriba, sobre el techo y en la estufa, la ventisca silbaba igual que en la isba y aullaba con el mismo tono lastimero.

—¡U-u-u-u!

A Taunitz se le había muerto hacía dos años la esposa, y hasta entonces no se había hecho a la idea y, hablara de lo que hablara, siempre recordaba a su mujer. Ya no quedaba en él nada que recordara al fiscal que había sido.

“¿Será posible que algún día yo llegue a este estado?”, pensaba L’yzhin, mientras se sumergía en el sueño y escuchaba cómo resonaba tras la pared la voz contenida de Von Taunitz, similar a la de un huérfano.

El inspector pasó una noche intranquila. Hacía calor, se sentía incómodo y en sueños le parecía que no estaba en casa de Taunitz ni en una cama limpia y blanda, sino aún en la isba del zemstvo sobre el heno, y que escuchaba cómo los testigos hablaban a media voz; tenía la sensación de que Lesnitski se hallaba cerca, a quince pasos. De nuevo recordó en sueños que el agente del zemstvo, un hombre de pelo negro y cara pálida, con unas botas altas cubiertas de polvo, se acercaba al mostrador del contable. “Es nuestro agente…”. Luego vio en sueños que Lesnitski y el guardia Loshadin avanzaban por el campo sobre la nieve, el uno junto al otro, sosteniéndose el uno al otro: la ventisca los envolvía, el viento soplaba a su espalda y ambos avanzaban cantando:

—Y vamos, vamos, vamos…

El viejo se parecía a un brujo sacado de una ópera, y, en efecto, ambos cantaban como si lo hicieran en un teatro:

—Y vamos, vamos, vamos… Mientras vosotros estáis calentitos, con buena luz y en asientos mullidos, nosotros en cambio nos perdemos en la ventisca, helados de frío y hundidos en la nieve… No conocemos lo que es el descanso, ni la alegría… Llevamos sobre nuestras espaldas todo el peso de esta vida, de la nuestra y la vuestra. ¡U-u-u! Y vamos, vamos, vamos…

L´yzhin despertó y se sentó en la cama. ¡Qué sueño más turbio y desagradable! ¿Por qué el agente y el guardia aparecían juntos en el sueño? ¡Qué absurdo! Pero en aquel momento, mientras le palpitaba con fuerza el corazón, sentado en la cama y agarrándose la cabeza con ambas manos, a L’yzhin le pareció que entre el agente de seguros y el guardia había, en efecto, algo en común. ¿O no van por la vida el uno junto al otro, apoyándose el uno en el otro? Cierto lazo de unión, invisible, pero significativo y necesario, existía entre ambos, incluso entre ellos y Taunitz, y entre todos, todos. En esta vida, incluso en un rincón perdido como este, no hay nada casual, todo se inscribe en una idea común, todos tenemos un alma, un objetivo, y para comprender esto no basta con pensar, no basta con reflexionar, hace falta poseer, quizá, el don de ahondar en la vida, un don que, al parecer, no le es dado a todos. Y este desdichado que se ha quedado a medio camino, este suicida “neurasténico”, como lo había llamado el doctor, al igual que el viejo muzhik que se pasaba la vida yendo todos los días de una persona a otra, todos ellos son individuos casuales, fragmentos de la vida para aquel que también considere su vida un hecho casual, pero también son partes de un solo organismo, maravilloso y sabio, para aquel que considere también su vida como una parte de este todo común y que comprenda este hecho. Así pensaba L’yzhin, y era una vieja idea oculta suya, pero solo ahora se desplegó en su conciencia con toda amplitud y claridad.

Se acostó y comenzaba a adormilarse, cuando de pronto vio de nuevo a aquellos hombres que avanzaban juntos y cantaban:

—Y vamos, vamos, vamos… Y tomamos de la vida lo más pesado y amargo de ella, y a vosotros os queda lo llevadero y alegre, y vosotros podéis, mientras cenáis, reflexionar de manera serena y sensata por qué razón nosotros sufrimos y perecemos y por qué no estamos tan sanos y satisfechos como vosotros.

Aquello que cantaban era algo que ya se le había ocurrido antes; pero esta idea parecía alojarse detrás de otras y se asomaba tímida como una luz lejana en un día de niebla. Y el inspector sentía que tanto el suicidio como la desdicha de los muzhiks pesaban también sobre su conciencia, pues aceptar la idea de que esta gente, resignada a su suerte, cargara sobre sus espaldas lo más pesado y oscuro de la vida resultaba horroroso. Aceptar este hecho y en cambio desear para uno mismo una vida luminosa y bullanguera entre personas felices y satisfechas, y soñar constantemente en esta vida, significaba aceptar nuevos suicidios de personas agobiadas por el trabajo y los quehaceres, o de personas débiles y abandonadas, de las que solo se habla a veces en las cenas, con enojo o con ironía, pero a las que nunca se socorre… Y de nuevo:

—Vamos, vamos, vamos…

Como si alguien le golpeara con un martillo en las sienes.

Por la mañana se levantó temprano, con dolor de cabeza, despertado por el ruido. En la habitación contigua Von Taunitz le decía en voz alta al doctor:

—Es imposible que se vayan ahora. Mire lo que pasa afuera. Y no discuta conmigo, mejor le pregunta al cochero: verá cómo no lo lleva ni por un millón.

—Pero si solo son tres verstas —decía el doctor con voz implorante.

—Aunque fuera media. Si no se puede, no se puede. En cuanto se asomen al portón, verán que es un infierno de mil demonios y al minuto se extraviarán. Por nada en el mundo los dejaría marchar. Ya puede usted decir lo que quiera.

—Puede que a la noche amaine —dijo un muzhik que encendía la estufa.

Y en la habitación vecina el doctor se puso a hablar sobre el clima riguroso, que tanto influye en el carácter del ruso, sobre los largos inviernos que, al constreñir la libertad de movimiento, detienen por lo mismo el desarrollo mental. Y L’yzhin escuchaba contrariado aquellos razonamientos, miraba por la ventana los montones de nieve que cubrían la valla, observaba el polvo blanco que inundaba todo el espacio visible, los árboles que se doblaban desesperados a izquierda y derecha, escuchaba el aullido y los golpes y pensaba sombrío: “Pero ¿qué moral se puede sacar de todo esto? Hay ventisca y eso es todo…”.

Desayunaron al mediodía, luego vagaron por la casa sin objeto alguno, acercándose a las ventanas.

“Mientras tanto Lesnitski, de cuerpo presente —pensaba L’yzhin, observando el vendaval que se arremolinaba furioso sobre los montones de nieve—. Lesnitski allí, los testigos esperando…”.

Hablaron del tiempo, de que las ventiscas acostumbran a durar dos días, rara vez más. A las seis comieron, luego jugaron a las cartas, cantaron, bailaron, finalmente cenaron. Pasó el día y se fueron a dormir.

Hacia el amanecer, todo se calmó. Cuando se levantaron y miraron por las ventanas, los desnudos sauces con sus débiles ramas caídas se hallaban completamente inmóviles, el cielo estaba nublado, reinaba la calma, como si ahora la naturaleza se avergonzara de sus desmanes, de aquellas noches locas y de haber dado rienda suelta a sus pasiones. Los caballos enganchados en fila esperaban junto al porche desde las cinco. Cuando amaneció del todo, el doctor y el inspector se enfundaron los abrigos de piel y las botas de fieltro y, tras despedirse del dueño de la casa, salieron a la calle.

En el porche, junto al cochero se hallaba el conocido guardia Iliá Loshadin, sin gorro, con su vieja bolsa de cuero echada al hombro, cubierto de nieve, y con la cara, roja, mojada de sudor. El criado que salió para acomodar a los huéspedes y taparles las piernas, lo miró con expresión severa y dijo:

—¿Qué haces aquí pasmado, viejo del demonio? Largo de aquí.

—Excelencia, la gente está intranquila… —empezó a hablar Loshadin, con una sonrisa ingenua que se le extendía por toda la cara, al parecer satisfecho de ver a quienes había esperado durante tanto tiempo—. La gente anda muy intranquila, los críos lloran… Nos pensamos, excelencia, que se habían vuelto a la ciudad. Dígnense por el Altísimo, buenos señores…

El doctor y el inspector no dijeron nada, subieron al trineo y se dirigieron a Syrnia.

*FIN*


“По дедам службы”,
Nedelya, 1899


Más Cuentos de Anton Chejov