Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Crónica del reinado de Carlos IX

[Novela corta - Texto completo.]

Próspero Mérimée

PREFACIO

Acababa de leer un número considerable de memorias y panfletos relativos al final del siglo XVI. Quise hacer un resumen de mis lecturas, y helo aquí. De la historia, sólo me interesan las anécdotas, y entre éstas prefiero aquellas en las que creo encontrar la descripción exacta de las costumbres y los caracteres de la época en cuestión. Este gusto no es muy noble; pero, confieso, para vergüenza mía, que cambiaría con gusto a Tucídides por las memorias auténticas de Apasie o de un esclavo de Pericles; pues las memorias, que son charlas familiares del autor con su lector, son las únicas que proporcionan esos retratos de hombre que me divierten e interesan. No es en Mézeray, sino en Montluc, Brantôme, d’Aubigné, Tavannes, La Noue, etc. donde uno puede hacerse una idea del francés del siglo XVI. El estilo de esos autores contemporáneos enseña tanto como sus relatos.  Por ejemplo, leo en L’Estoile esta nota concisa:  «La señorita de Châteauneuf, una de las favoritas del rey antes de que éste fuera a Polonia, se había casado por amoríos con Antinotti, un florentino encargado de galeras en Marsella, y un día que lo sorprendió en un momento de lujuria, lo mató virilmente con sus propias manos». A partir de esta anécdota y de otras muchas, de las que Brantôme está repleto, rehago en mi mente un personaje, y resucito a una dama de la corte de Enrique III.

Es curioso, en mi opinión, comparar aquellas costumbres con las nuestras, y observar en estas últimas la decadencia de las pasiones enérgicas en favor de la tranquilidad y, tal vez, de la felicidad. Falta saber si valemos más que nuestros antepasados, y esto no es fácil de deducir; pues, con el tiempo, las ideas han variado mucho respecto a  las mismas acciones.

Así, hacia 1500 un asesinato o un envenenamiento no inspiraba el mismo horror que inspira hoy. Un gentilhombre mataba a su enemigo a traición; pedía su indulto, lo obtenía, y reaparecía en sociedad sin que nadie pensara en ponerle mala cara. A veces incluso, si el asesinato era consecuencia de una venganza legítima, se hablaba del asesino como se habla hoy de un hombre galante, cuando, gravemente ofendido por un faquín, lo mata en un duelo.

Me parece evidente, por lo tanto, que los actos de los hombres del siglo XVI no deben ser juzgados con nuestros criterios del siglo XIX. Lo que es un crimen en un estado de civilización perfeccionado, no es sino un gesto de audacia en un estado de civilización menos avanzado, y hasta puede ser un acto loable en tiempos de barbarie. El juicio que conviene emitir sobre la misma acción debe variar también según los países, pues entre un pueblo y otro hay tanta diferencia como entre un siglo y otro.

Mehmet-Ali, a quien los jefes de los mameluchos disputaban el poder en Egipto, invita un día a los principales jefes de esta milicia a una fiesta en el recinto de su palacio. Cuando entran todos, se cierran las puertas. Los albaneses los fusilan a cubierto desde lo alto de las terrazas y, desde entonces, Mehmet-Ali reina  en Egipto.¡Y bien! nos relacionamos con Mehmet-Ali; incluso es apreciado por los europeos, y en todos los periódicos aparece como un gran hombre: se le considera como el bienhechor de Egipto. Y, sin embargo, ¿hay algo más horrible que ordenar matar a gente indefensa?

En realidad, esos tipos de trampas son autorizados por las costumbres del país y ante la imposibilidad de resolver el problema por otros medios. Es entonces cuando se explica la máxima de Fígaro: ¡Ma per Dio, l’utilita!

Si un ministro, que no mencionaré, hubiera encontrado albaneses dispuestos a fusilar siguiendo sus órdenes, y si en una cena de gala hubiera despachado a los miembros más sobresalientes de la izquierda, su acción habría sido de hecho la misma que la del pachá de Egipto, pero en moral cien veces más culpable, pues el asesinato no figura ya entre nuestras costumbres. Pero ese ministro destituyó a muchos electores liberales, oscuros empleados del gobierno; asustó a los demás, y así obtuvo elecciones a su gusto. Si Mehmet-Ali hubiera sido ministro de Francia, no habría hecho más; y, sin duda, el ministro francés en Egipto se habría visto obligado a recurrir al fusilamiento, pues las destituciones no debían producir mucho efecto sobre la moral de los mamelucos.

La matanza de San Bartolomé fue un gran crimen, incluso para aquellos tiempos; pero, repito, una masacre en el siglo XVI, no es el mismo crimen que una masacre en el siglo XIX. Añadamos además que la mayor parte de la nación participó en ella, de hecho o por asentimiento: se armó para perseguir a los hugonotes a quienes consideraba extranjeros y enemigos. Los hechos de San Bartolomé fueron como una insurrección nacional, parecida a la de los españoles en 1809, y cuando los ciudadanos de París asesinaban herejes, creían firmemente estar obedeciendo la voz del cielo.

No corresponde a un escritor de cuentos como yo ofrecer en este libro un resumen de los acontecimientos históricos del año 1572; pero, puesto que he mencionado los hechos ocurridos la noche de San Bartolomé, no puedo dejar de presentar aquí algunas ideas que se me ocurrieron al leer esta página sangrienta de nuestra historia. ¿Se han comprendido bien las causas que condujeron a aquella masacre? ¿Fue detenidamente proyectada, o más bien fue el resultado de una decisión instantánea o incluso una casualidad? Ningún historiador responde satisfactoriamente a estas preguntas.

Admiten como pruebas bulos de la ciudad y supuestas conversaciones, que tienen muy poco peso cuando se trata de dilucidar un asunto histórico de tal envergadura. Unos presentan a Carlos IX como un prodigio de disimulo; otros como un verdugo, caprichoso e impaciente. Si desde mucho antes del 24 de agosto profería amenazas contra los protestantes… es prueba de que meditaba su ruina desde tiempo atrás; si los mimaba… es prueba de que disimulaba.

Sólo quiero mencionar una historia, que se encuentra reseñada en todas partes, y que prueba con qué ligereza se admiten todos los bulos, incluso los más improbables.

Según dicen, un año, más o menos, antes de la masacre de San Bartolomé, ésta ya había sido planificada. Éste era el plan: Había que construir en el Pré-aux-Clers una torre de madera; se introduciría en ella al duque de Guisa con sus nobles y los soldados católicos, y el Almirante, con los protestantes, habrían simulado un ataque como para ofrecer al monarca el espectáculo de un asedio. Una vez iniciada esa especie de torneo, y al oír una señal convenida, los católicos deberían cargar sus armas y matar a sus enemigos, sorprendidos antes de que tuvieran tiempo de defenderse. Para adornar la historia, añaden que un favorito de Carlos IX, llamado Lignerolles, indiscretamente, había desvelado toda la trama diciendo al rey, que maltrataba de palabra a los señores protestantes: ¡Ah! Señor, esperad un poco. Tenemos un fuerte que os vengará de todos los herejes. Observen, sin embargo, que no se había instalado aún ni una sola plancha de ese fuerte. Por lo que el rey mandó asesinar al charlatán. El proyecto, según dicen, era un invento del canciller Birague, de quien se refiere esta frase, que muestra intenciones bastante diferentes: que, para librar al rey de sus enemigos, no pedía sino unos cuantos cocineros. Este último método era mucho más factible que el otro, al que su extravagancia convertía en casi imposible. Efectivamente, ¿cómo no se despertarían las sospechas de los protestantes al ver los preparativos de esa pequeña guerra, en la que los dos partidos, antaño enemigos, se habrían visto enfrentados? Además, para deshacerse de los hugonotes, era muy mal sistema reunirlos en un ejército y armarlos. Era evidente que si se proyectaba hacerles morir a todos, era preferible cogerlos por separado y desarmados.

Por lo que a mí respecta, yo estoy firmemente convencido de que la matanza no había sido premeditada y no puedo comprender que la opinión contraria haya sido adoptada por autores que, al mismo tiempo, se ponen de acuerdo para presentar a Catalina como una mujer perversa, es verdad, pero como una de las cabezas más profundamente políticas de su siglo.

Dejemos de lado por un momento la moral y examinemos ese pretendido plan desde el punto de vista de la utilidad. Pues bien, sostengo que no era útil para la corona y que, además, fue ejecutado con tanta torpeza, que hay que suponer que quienes lo proyectaron eran los hombres más extravantes del mundo.

Analicemos si la autoridad del rey podía ganar o perder con esta ejecución, y si le convenía tolerarla. Francia estaba dividida en tres grandes partidos: el de los protestantes, del que el Almirante era jefe desde la muerte del príncipe de Condé; el del rey, el más débil, y el de los Guisa o de los ultrarrealistas de aquel tiempo. Era evidente que el rey, que tenía que temer tanto a los Guisa como a los protestantes, debía buscar la forma de conservar su autoridad manteniendo enfrentados a estos dos partidos. Pues aplastar a uno, habría sido ponerse a merced del otro. El tira y afloja era entonces bastante conocido y practicado. Fue Luis XI quien dijo: Dividir para reinar.

Ahora examinemos si Carlos IX era devoto; pues una devoción excesiva habría podido sugerirle una medida opuesta a sus intereses. Pero todo hace pensar que, al contrario, si no era un indiferente, tampoco era un fanático. Además su madre, que lo manipulaba, no habría dudado en sacrificar sus escrúpulos religiosos, si es que los tenía, a su ambición de poder.

Pero supongamos que Carlos o su madre, o, si se quiere, su gobierno, hubieran decidido, contra todas las normas de la política, destruir a los protestantes en Francia; una vez que hubieran adoptado esta decisión, es probable que hubieran meditado minuciosamente los medios más adecuados para asegurarse el éxito. Ahora bien, lo que antes se viene a la mente como forma más segura, es que la masacre tuviera lugar en todas las ciudades del reino a la vez, con el fin de que los reformados, atacados por todas partes por fuerzas superiores, no pudieran defenderse en ninguna. Un día habría bastado para destruirlos. Así  había proyectado Asuero la matanza de judíos.

Sin embargo, leemos que las primeras órdenes del rey para masacrar a los protestantes están fechadas el 28 de agosto, es decir, cuatro días después de San Bartolomé, y cuando la noticia de esta carnicería había debido preceder a las órdenes del rey y dar la alarma a todos los protestantes. Sobre todo, habría sido necesario adueñarse de las plazas de seguridad de los protestantes. Mientras éstas siguieran en su poder, la autoridad real no estaba garantizada. Así, en caso de complot de los católicos, está claro que una de las medidas más importantes habría sido apoderarse de La Rochela el 24 de agosto, y emplazar simultáneamente un ejército en el Mediodía francés, con el fin de impedir cualquier reagrupamiento de los reformados. Nada de eso se llevó a cabo.

No puedo admitir que los mismos hombres hayan podido concebir un crimen, cuyos resultados debían ser tan importantes, y ejecutarlo tan mal. Las medidas fueron, en efecto, tan mal adoptadas, que unos meses después de San Bartolomé la guerra volvió a declararse, que los reformados consiguieron toda la gloria y que incluso obtuvieron nuevas ventajas.

Por fin, el atentado contra Coligny, que tuvo lugar dos días antes de San Bartolomé, ¿no acaba con la suposición de un complot? ¿Por qué matar al jefe antes de la masacre general? ¿No era ésta una forma de asustar a los hugonotes y obligarlos a ponerse sobre aviso?

Sé que algunos autores atribuyen sólo al duque de Guisa el atentado cometido en la persona del Almirante; pero, además de que la opinión pública acusó al monarca de ese crimen, y de que el asesino fue recompensado por el rey, yo sacaría de ese hecho otro argumento en contra de la conspiración. Efectivamente, si ésta hubiera existido, el duque de Guisa debería necesariamente haber participado en ella; y entonces ¿por qué no retrasar dos días su venganza de familia, con el fin de asegurla? ¿por qué comprometer así el éxito de toda la empresa, sólo por la esperanza de adelantar dos días la muerte de su enemigo? Por lo tanto, todo me parece probar que esa gran matanza no fue el resultado de una conjura de un rey contra una parte de sus súbditos. Los hechos de la noche de San Bartolomé me parecen el resultado de una insurrección popular imprevisible e improvisada.

Con toda humildad, voy a intentar dar mi versión sobre este enigma. Coligny había negociado tres veces con su soberano de potencia a potencia y ésta era una razón para ser odiado. Una vez muerta Juana de Albret, como los dos príncipes, el rey de Navarra y el príncipe de Condé, eran demasiado jóvenes para ejercer algún tipo de influencia, Coligny era realmente el único jefe del partido de los reformados. Tras su muerte, los dos príncipes, en medio del campo enemigo y, por así decirlo, prisioneros, estarían a merced del rey. Por lo tanto, la muerte de Coligny, y sólo la de Coligny, era importante para consolidar el poder de Carlos, que posiblemente no había olvidado una frase del duque de Alba: Que una cabeza de salmón vale más que diez mil ranas.

Pero si, de un mismo tiro, el rey se deshacía del Almirante y del duque de Guisa, es evidente que se convertía en jefe absoluto. Éste fue el partido que debió tomar: mandar asesinar al Almirante o, si se quiere, insinuar que este asesinato había sido obra del duque de Guisa, y luego hacer que este príncipe fuera considerado asesino, anunciando que lo abandonaría a la venganza de los hugonotes. Se sabe que el duque de Guisa, culpable o no de la tentativa de Maurevel, abandonó París a la carrera, y que los reformados, aparentemente protegidos por el rey, vertieron todo tipo de amenazas contra los príncipes de la casa de Lorena.

El pueblo de París era en aquella época tremendamente fanático. Los ciudadanos, organizados militarmente, formaban una especie de guardia nacional que podía tomar las armas al primer toque de rebato. Y, así como el duque de Guisa era querido por los parisinos por el recuerdo de su padre y por sus propios méritos, los hugonotes, que los habían sitiado dos veces, les resultaban odiosos. El trato de favor de que éstos gozaban en la corte, en el momento en que una hermana del rey se casaba con un príncipe de su religión, redoblaba su arrogancia y el odio hacia sus enemigos. En resumen, bastaba con que un jefe se pusiera a la cabeza de esos fanáticos y les ordenara ¡Golpead! para que corrieran a degollar a sus compatriotas herejes.

El duque, expulsado de la corte, amenazado por el rey y por los protestantes, debió buscar apoyo en el pueblo. Reúne a los jefes de la guardia ciudadana, les habla de una conspiración de los herejes, los impulsa a exterminarlos antes de que aquélla estalle, y sólo entonces se proyecta la matanza. Como entre el plan y la ejecución del mismo sólo transcurren unas horas, se comprende fácilmente el misterio que rodeó a la conjura y por qué el secreto fue tan bien guardado por tantos hombres; lo que de otra manera habría sido extraordinario, dado que las confidencias se difunden rápidamente por París.

Es difícil determinar cuál fue la participación del rey en la masacre; si no la ordenó, es evidente que la permitió. Después de dos días de asesinatos y violencias, lo condenó todo y quiso detener la carnicería. Pero una vez desencadenado el furor del pueblo, éste no se sacia con un poco de sangre. Necesitó más de sesenta mil víctimas. El monarca se vio obligado a dejarse llevar por un torrente que lo dominaba. Revocó las órdenes de clemencia, y muy pronto dio otras para extender el asesinato por toda Francia.

Ésta es mi opinión acerca de los hechos ocurridos la noche de San Bartolomé, y al presentarla, diré como lord Byron: I only say, suppose this supposition

I.- LOS  REITRES

.             Cerca de Étampes, al salir hacia París, existe aún un gran edificio cuadrado con ventanas ojivales adornadas de toscas esculturas. El nicho que hay sobre la puerta contenía en otros tiempos una Virgen de piedra; pero durante la revolución, como otros muchos santos y santas, fue destrozada con gran solemnidad por el presidente del club revolucionario de Larcy. Después, pusieron en su lugar otra Virgen que no era sino de yeso, pero estaba vestida con ropas de seda y algunos abalorios, cuya presencia daba un aspecto respetable a la taberna de Claudio Giraut.

Hace más de dos siglos, es decir, en 1572, este edificio estaba destinado, como ahora, a recibir a los viajeros sedientos, pero en aquella época tenía un aspecto distinto. Las paredes estaban llenas de letreros que mostraban las alternativas de una guerra civil. Junto a las palabras: ¡Viva el señor Príncipe!, podía leerse: ¡Viva el duque de Guisa! ¡Mueran los hugonotes! Un poco más lejos, un soldado había dibujado con carbón un hombre colgado de una horca, y, para no dejar lugar a dudas, había añadido debajo esta inscripción: Gaspard de Châtillon. Parecía, sin embargo, que los protestantes habían ocupado aquellos parajes, pues el nombre de su jefe había sido raspado y reemplazado por el del duque de Guisa. Otros letreros, medio borrados, bastante difíciles de leer y aun más de traducir en términos decentes, demostraban que el rey y su madre habían sido tan poco respetados como aquellos jefes de partido. Pero era la pobre Virgen la que parecía haber sufrido con mayor intensidad el furor civil y religioso. La estatua, desconchada en veinte sitios por las balas, probaba el celo de los soldados hugonotes en destruir lo que ellos llamaban «imágenes paganas». Mientras el devoto católico se descubría respetuosamente al pasar por delante de la estatua, el caballero protestante se creía obligado a dispararle un arcabuzazo; y si hacía blanco, presumía tanto como si hubiera aniquilado a la bestia del Apocalipsis o destruído la idolatría.

Desde hacía varios meses, las dos sectas rivales habían hecho la paz; pero ésta fue acordada de boca y no de corazón. La animosidad de los dos partidos subsistía tan violenta como antes. Todo recordaba que la guerra había cesado apenas, todo presagiaba que la paz no podía durar mucho.

La hostería del León de Oro estaba llena de soldados. Por su acento extranjero y su original uniforme, se veía que eran de esos jinetes alemanes llamados reitres, que venían a ofrecer sus servicios al partido protestante, sobre todo si éste se hallaba en situación de pagarles bien. Si la pericia que esos extranjeros tenían en el manejo de los caballos y su destreza con las armas de fuego los hacían temibles en un día de batalla, gozaban también de fama, acaso más justamente adquirida, de saqueadores consumados y de vencedores despiadados. La tropa que se encontraba en la hostería estaba compuesta por una cincuentena de soldados, que habían salido de París la víspera e iban hacia Orleáns para establecer allí su guarnición.

Mientras unos curaban a sus cabalgaduras, atadas a la pared, otros atizaban el fuego, daban vueltas a los asadores y se ocupaban de la comida. El infortunado hostelero, con el gorro en la mano y los ojos llorosos, contemplaba el desorden de su cocina. Veía destruído el corral, saqueada la bodega, rotas las botellas, pues les quebraban el gollete para ahorrarse la molestia de descorcharlas; y lo peor es que sabía de sobra que, pese a los severos decretos del rey referidos a la disciplina de la gente de guerra, no podía esperar indemnización alguna de los que lo trataban como enemigo. Era  verdad admitida en aquel tiempo desgraciado, que, tanto en paz como en guerra, una tropa armada vivía siempre como quería allá donde se encontrase.

Ante una mesa de encina, ennegrecida por la grasa y el humo, estaba sentado un capitán de reitres. Era un hombre alto y grueso, de unos cincuenta años, de nariz aguileña, tez muy colorada, cabellos entrecanos y escasos, que no conseguían taparle la gran cicatriz que comenzaba en la oreja izquierda e iba a perderse en su poblado bigote. Se había quitado la coraza y el casco, quedándose sólo con el jubón de cuero de Hungría, oscurecido por el roce de las armas, y esmeradamente remendado en varias partes. Su sable y sus pistolas habían sido depositados sobre un banco a su alcance; sólo llevaba encima un ancho puñal, arma de la que un hombre prudente no se desprendía sino para acostarse.

A su izquierda estaba sentado un hombre joven moreno, alto y bien constituido. Llevaba jubón bordado y en todas sus ropas se observaba mayor esmero que en las de su compañero. No era, sin embargo, nada más que el portaestandarte del capitán.

Les hacían compañía dos mujeres de veinte a veinticinco años, sentadas a la misma mesa. Había una cierta mezcla de miseria y de lujo en sus vestidos, que no habían sido hechos para ellas y que parecían estar en su poder por azares de la guerra. Una llevaba una especie de corpiño adamascado en oro, pero descolorido, con un simple vestido de lino. La otra lucía un vestido de terciopelo violeta, y un sombrero de hombre, de fieltro gris, adornado con una pluma de gallo. Ambas eran bellas, pero sus atrevidas miradas y la libertad de sus conversaciones denotaban que estaban habituadas a vivir entre soldados. Habían salido de Alemania sin profesión determinada. La del vestido de tercipelo era gitana, sabía echar las cartas y tocar la mandolina. La otra tenía nociones de cirugía, y parecía gozar de la estima del portaestandarte.

Esas cuatro personas, sentadas ante una gran botella y sendos vasos, conversaban juntas y bebían, esperando que la cena estuviese lista. Languidecía ya la conversación, como entre personas hambrientas,  cuando un joven alto y bastante elegantemente vestido detuvo a la puerta de la hostería el buen caballo alazán que montaba. El portaestandarte de los reitres se levantó del banco en el que se encontraba, y, acercándose al forastero, tomó la brida del caballo. Iba el recién llegado a darle las gracias por lo que consideraba un acto de cortesía; pero pronto se desengañó, porque el portaestandarte abrió al caballo la boca y le examinó los dientes con mirada de experto; luego, retrocediendo unos pasos y mirando las patas y la grupa del noble animal, movió la cabeza con aire de satisfacción y dijo en su jerga: «¡Hermoso caballo montáis, señor!»; y añadió algunas palabras en alemán que hicieron reír a sus compañeros, en medio de los cuales fue a sentarse.

Aquel examen poco ceremonioso desagradó al viajero; no obstante, se limitó a dirigir al portaestandarte una mirada de desprecio y se apeó sin que nadie le ayudara. El hostelero, que en aquel momento salía de la casa, cogió respetuosamente la brida de manos del forastero y le dijo al oído, lo bastante bajo para que no lo oyeran los reitres: «¡Dios os proteja, joven hidalgo! pero llegáis en muy mala hora, porque la compañía de estos hugonotes, a quienes San Cristóbal retuerza el pescuezo, no es en absoluto agradable para los buenos cristianos como vos y como yo.»

El joven sonrió amargamente: «¿Estos señores —preguntó— son  protestantes?

—Y reitres, por añadidura, —contestó el hostelero—. ¡Nuestra Señora los confunda! en una hora que llevan aquí me han roto la mitad de los muebles. Todos son saqueadores despiadados, como su jefe, el señor de Châtillon, ese buen almirante de Satanás.

—Poca prudencia mostráis, para un hombre de barba gris como sois, —respondió el joven—. Si por ventura estuvierais hablando con un protestante, podría responderos con una buena bofetada—. Y al pronunciar estas palabras, el joven golpeaba su bota de cuero blanco con la fusta que usaba a caballo.

—¡Cómo!… ¿Qué?… ¡Vos hugonote!… ¡protestante!, quiero decir —exclamó estupefacto el hostelero. Retrocedió un paso y miró de pies a cabeza al forastero, como buscando en sus ropas algún signo por el cual pudiera averiguar a qué religión pertenecía. Este examen y la franca y risueña fisonomía del joven lo tranquilizaron poco a poco, y prosiguió más bajo—: ¡Un protestante con traje de terciopelo verde! ¡Un hugonote con gorguera a la española! ¡Oh, eso no es posible! ¡Ah, señor mío, no se ve tanta elegancia en los herejes! ¡Santa María, un jubón de terciopelo fino es demasiado lujo para esos andrajosos!

Al momento silbó la fusta que, golpeando en la mejilla al pobre hostelero, fue para él como la profesión de fe de su interlocutor.

—¡Insolente charlatán! ¡para que aprendas a callar! ¡Vamos, lleva mi caballo a la cuadra, y que no le falte de nada!

El hostelero bajó tristemente la cabeza y condujo el caballo a una especie de hangar, murmurando muy bajito mil maldiciones contra los herejes alemanes y franceses; y si el joven no lo hubiera seguido para ver cómo trataba al caballo, el pobre animal se habría visto sin duda privado de su cena por hereje.

El forastero entró en la cocina y saludó a las personas que allí se hallaban reunidas, levantándose con gracia el ala de su enorme chambergo, sombreado por una pluma amarilla y negra. El capitán le devolvió el saludo y ambos se miraron un rato sin hablar.

—Capitán, —dijo el joven forastero— soy un hidalgo protestante, y me alegro de encontrar aquí algunos de mis hermanos en religión. Si lo tenéis a bien, cenaremos juntos.

El capitán, gratamente predispuesto por el aspecto distinguido y el traje elegante del forastero, le contestó que sería para él un honor. Inmediatamente, Mila, la joven gitana de la que ya hemos hablado, le hizo un sitio en el banco, a su lado; y, como era servicial  por naturaleza, le ofreció incluso su vaso, que el capitán llenó al instante.

—Me llamo Dietrich Hornstein —dijo el capitán, chocando su vaso con el del joven—. Sin duda habréis oído hablar del capitán Dietrich Hornstein. Yo fui quien dirigió las avanzadillas de los Enfants-Perdus en la batalla de Dreux y más tarde en la de Arnay-le-Duc.

El forastero comprendió aquel modo indirecto de preguntarle su nombre, y respondió: «Siento no poder deciros un nombre tan ilustre como el vuestro capitán; me refiero al mío, porque el de mi padre es muy conocido en nuestras guerras civiles. Me llamo Bernardo de Mergy.

—¡A quién decís ese nombre! —exclamó el capitán llenando su vaso hasta el borde—. Conozco a vuestro padre, señor de Mergy; le conozco desde las primeras guerras como se conoce a un íntimo amigo. ¡A vuestra salud, señor Bernardo!

El capitán adelantó su vaso y dijo unas palabras en alemán a su tropa. En el momento en que el vino tocaba sus labios, todos aquellos jinetes lanzaron al aire sus sombreros prorrumpiendo en una aclamación. El hostelero creyó que era una señal de masacre y se puso de rodillas. Incluso Bernardo se vió un poco sorprendido por este extraordinario honor; pese a ello, se sintió obligado a corresponder a esta cortesía alemana y bebió a la salud del capitán.

Las botellas, ya vigorosamente atacadas antes de su llegada, no bastaban para ese nuevo brindis.

—Levántate, cobarde —dijo el capitán, dirigiéndose al hostelero que se encontraba aún de rodillas—; levántate, y ve a buscar vino. ¿No ves que están vacías las botellas?

Y el portaestandarte, para demostrarle que así era, le lanzó una a la cabeza. El hostelero corrió a la bodega.

—Ese hombre es un insolente de marca mayor —dijo Mergy—, pero le habríais causado mayor daño del que pretendíais si esa botella le hubiera dado de lleno.

—¡Bah! —dijo el portaestandarte riendo a carcajadas.

—La cabeza de un papista —dijo Mila— es más dura que esta botella, aunque esté más vacía que ella.

El portaestandarte rio más fuerte y fue imitado por todos los asistentes, incluso por Mergy quien, no obstante, sonreía más por la bonita boca de la gitana que por su broma cruel. Sirvieron el vino, luego la cena, y tras un instante de silencio, el capitán prosiguió, con la boca llena:

—¡Vaya si conozco al señor de Mergy! era coronel de infantería durante la primera empresa del señor Príncipe. Dos meses seguidos dormimos en la misma casa durante el primer sitio de Orléans. ¿Y cómo está ahora?

—Bastante bien, para su avanzada edad, a Dios gracias. Muy a menudo me ha hablado de los reitres y de las magníficas cargas que dieron en la batalla de Dreux.

—También conocí a su hijo mayor…, a vuestro hermano, el capitán Jorge. Quiero decir antes de…

Mergy pareció turbado.

—Era valeroso —continuó el capitán— pero ¡diantre!, tenía la cabeza ardiente. Lo siento por vuestro padre; su abjuración ha debido causarle mucho dolor.

Mergy se sonrojó hasta el blanco de los ojos; pronunció algunas palabras para disculpar a su hermano, pero era fácil ver que él lo juzgaba más severamente aún que el capitán de los reitres.

—¡Ah, veo que esto os disgusta! —dijo el capitán—; pues bien, no hablemos más de ello. Es una pérdida para la religión y una gran adquisición para el rey, que, según dicen, lo trata muy honrosamente.

—¿Venís de París? —interrumpió Mergy, procurando desviar de conversación—. ¿Ha llegado el señor Almirante? ¿Lo habéis visto, sin duda? ¿Cómo está ahora?

—Llegaba de Blois con la corte cuando nosotros salíamos. Está muy bien; fresco y lozano. Todavía tiene veinte guerras civiles en el estómago, el hombre. Su Majestad lo trata con tanta distinción, que los papistas se mueren de despecho.

—¿De veras? Nunca podrá el rey reconocer suficientemente su mérito.

—Mirad, ayer vi al rey en la escalera del Louvre estrechando la mano al Almirante. El señor de Guisa, que venía detrás, ofrecía el compasivo semblante de un zarcero apaleado. ¿Y sabéis qué pensaba yo? Me parecía ver al hombre que enseña un león en la feria: le hace que dé la pata como si fuera un perro; pero aunque Gilles se contenga y ponga buena cara, nunca olvida que la pata que le dan tiene garras horribles. ¡Sí, por mi barba! se habría dicho que el rey sentía las garras del Almirante.

—El Almirante tiene el brazo largo —dijo el portaestandarte—. (Esta frase era una especie de proverbio en el ejército protestante).

—Es un hombre muy bello para su edad —observó Mila.

—Yo preferiría tenerlo por amante antes que a un joven papista —contestó Trudchen, la amiga del portaestandarte.

—Es la columna de la religión —dijo Mergy, queriendo participar también en las alabanzas.

—Sí, pero es sumamente estricto en cuanto a disciplina —objetó el capitán, moviendo la cabeza. Su portaestandarte guiñó el ojo con un gesto significativo, y su tosca fisonomía se contrajo en una mueca que a él le parecía una sonrisa.

—No esperaba yo —dijo Mergy— oír a un veterano como vos, capitán, reprochar al señor Almirante la rigurosa disciplina que manda observar en su ejército.

—Sí, desde luego, hace falta disciplina; pero, en medio de todo, hay que tener en cuenta las penalidades que padece el soldado, y no prohibirle divertirse cuando, por casualidad, halla ocasión para ello. En fin, cada hombre tiene sus defectos, y aunque me haya mandado ahorcar, bebamos a la salud del señor Almirante.

—¡El Almirante os mandó ahorcar! —exclamó Mergy—; muy lozano parecéis, para estar ahorcado.

—Sí, ¡por vida!, mandó que me ahorcaran; pero no soy rencoroso,  bebamos a su salud.

Antes de que Mergy pudiera reanudar sus preguntas, el capitán había llenado todos los vasos, se había quitado el sombrero y ordenado a sus soldados que lanzasen tres hurras. Una vez que se vaciaron los vasos y se calmó el tumulto, preguntó Mergy:

—¿Y por qué os ahorcaron, capitán?

—Por una fruslería: un maldito convento de Saintonge saqueado y luego incendiado por azar.

—Sí, pero no todos los frailes habían salido —interrumpió el portaestandarte, riéndose a carcajadas de su chiste.

—¡Bah! ¿Qué importa que semejante canalla arda en poco antes o un poco después? Sin embargo, el Almirante, ¿podéis creerlo señor de Mergy?, el Almirante se enfadó mucho; mandó detenerme, y sin más preámbulos, su gran preboste me prendió. Entonces, todos sus gentileshombres y todos los señores que lo rodeaban, incluso el señor de La Noue, que, como se sabe, no es muy suave para el soldado (pues La Noue, según dicen, ata y no desata), todos los capitanes, le rogaron que me perdonase; pero él se negó rotundamente. ¡Vientre de lobo! ¡Y qué enfadado estaba! masticaba con rabia su mondadientes, y ya sabéis el proverbio: ¡Líbrenos Dios de los paternoster del señor de Montmorency y del mondadientes del señor Almirante! «¡Dios me perdone!, decía, hay que matar a la pécora, ahora que es aún pequeña; si la dejamos llegar a gran señora, ella nos matará a nosotros.» En esto llega el ministro con su libro bajo el brazo; nos conducen a ambos al pie de una encina…. me parece estar viéndola aún, con una gran rama sobresaliendo que parecía haber brotado allí ex profeso; me atan la cuerda al cuello… Siempre que pienso en aquella cuerda se me queda la garganta seca como yesca.

—Aquí tiene para humedecerla —dijo Mila; y llenó hasta el borde el vaso.

El capitán lo vació de un trago, y continuó diciendo:

—Yo me veía ya ni más ni menos que como una bellota de encina, cuando se me ocurrió decirle al Almirante: «¡Eh, monseñor! ¿puede ahorcarse así a un hombre que mandó las avanzadillas de los Enfants-Perdus en Dreux?» Lo vi escupir el mondadientes y coger uno nuevo. Y pensé: «¡Bueno! No es mala señal». Llamó al capitán Cormier y le habló en voz baja; luego dijo al preboste: «¡Vamos, que me icen a este hombre!» Y dicho esto, gira sobre sus talones. Me izaron de veras, pero el bueno de Cormier echó mano a la espada y cortó inmediatamente la cuerda, de modo que yo caí de mi rama, encarnado como un cangrejo cocido.

—Os felicito —dijo Mergy— por haber salido tan bien parado.» Miraba  atentamente al capitán, y sentía cierta vergüenza de encontrarse en compañía de un hombre que había merecido justamente la horca; pero, en aquella época desgraciada, los crímenes eran tan frecuentes que no se les podía juzgar con el mismo rigor con que se juzgarían hoy en día. Las crueldades de un partido autorizaban, en cierto sentido, las represalias; y los odios de religión ahogaban casi por completo cualquier sentimiento de simpatía nacional. Además, si hay que decir la verdad, las provocaciones secretas de Mila, que él empezaba a encontrar muy bonita, y los vapores del vino que actuaban más eficazmente sobre su joven cerebro que sobre las cabezas endurecidas de los reitres, todo le proporcionaba entonces una indulgencia extraordinaria para con sus compañeros de mesa.

—Yo escondí al capitán en un carro tapado durante más de ocho días —dijo Mila— y no le dejaba salir sino de noche.

—Y yo —añadió Trudchen— le llevaba de comer y de beber: ahí está él, que puede decirlo.

—El Almirante fingió enfadarse mucho con Cormier; pero todo era una comedia representada entre ambos. En cuanto a mí, permanecí mucho tiempo siguiendo al ejército, sin atreverme a presentarme nunca ante el Almirante; por fin, en el sitio de Longnac, me vio en la trinchera y me dijo: «Dietrich, amigo mío, ya que no estás ahorcado, ve a hacer que te maten de un arcabuzazo.» Y me indicaba la brecha; yo comprendí lo que quería decir, subí valientemente al asalto, y al día siguiente me presenté a él en la calle mayor, llevando en la mano mi sombrero traspasado por un arcabuzazo. «Monseñor, —le dije— me han arcabuceado del mismo modo que me ahorcaron»; él se sonrió y me dio su bolsa, diciendo: «Ten, para que te compres un sombrero nuevo.» Desde entonces siempre hemos sido buenos amigos. ¡Ah, qué hermoso saqueo el de la ciudad de Longnac! ¡Sólo con recordarlo se me hace la boca agua!

—¡Ah! ¡qué hermosos trajes de seda! —exclamó Mila.

—¡Qué cantidad de ropa bonita! —dijo Trudchen.

—¡Qué bien lo pasamos entre las religiosas del gran convento! —dijo el portaestandarte—. ¡Doscientos arcabuceros de caballería alojados junto a cien monjas!….

—Hubo más de veinte de ellas que abjuraron del papismo —añadió Mila— por lo muy de su agrado que hallaron a los hugonotes.

—¡Allí, —exclamó el capitán— allí era digno de ver qué hermosos iban nuestros arqueros al abrevadero con las casullas de los sacerdotes puestas, nuestros caballos comiendo avena sobre el altar, y nosotros bebiéndonos el buen vino de los curas en sus cálices de plata!

Volvió la cabeza para pedir de beber y vió al hostelero con las manos juntas y los ojos dirigidos al cielo con una indefinible expresión de horror.

—¡Imbécil! —dijo el bueno de Dietrich Hornstein encogiéndose de hombros—. ¿Cómo es posible encontrar a un hombre lo bastante tonto como para creer todas las bobadas que sueltan los curas papistas? Mire, señor de Mergy, en la batalla de Moncontour, maté de un pistoletazo a un gentilhombre del duque de Anjou; al quitarle el jubón, ¿sabéis lo que vi sobre su estómago? un gran trozo de seda repleto de nombres de santos. Con eso pretendía preservarse de las balas. ¡Pardiez, yo le demostré que no hay escapulario que no atraviese una bala protestante!

—Sí, escapularios —interrumpió el portaestandarte—; pero en mi país se venden pergaminos que protegen del plomo y del hierro.

—Yo preferiría una coraza bien forjada, de buen acero —dijo Mergy— como las que fabrica Jacob Leschot, en los Países Bajos.

—Escuchad pues, —prosiguió el capitán— no hay que negar que pueda uno hacerse invulnerable; yo, que os estoy hablando, vi en Dreux a un gentilhombre alcanzado por un arcabuzazo en mitad del pecho; conocía la receta de un ungüento que hace invulnerable, se frotó bajo la coraza, ¡y bien! más tarde no se le veía ni siquiera la señal negra y roja que deja una contusión.

—¿Y no creéis más bien que esa coraza de la que habláis fuera suficiente para amortiguar el arcabuzazo?

—¡Oh, vosotros los franceses no queréis creer en nada! Pero qué diriáis si hubieseis visto como yo a un gendarme silesiano poner la mano sobre una mesa, que nadie podía herir ni siquiera a grandes cuchilladas? ¿Reís y no creéis que sea posible?, preguntadle a Mila. ¿Véis bien a esta chica? es de un país donde los brujos son tan abundantes como aquí lo son los monjes; podría contaros historias horribles. A veces, en las largas veladas de otoño, cuando estamos sentados al aire libre alrededor de una hoguera, los cabellos se me erizan, con las aventuras que cuenta.

—Estaría encantado de oír una —dijo Mergy—; hermosa Mila, dadme ese gusto.

—Sí Mila —continuó el capitán— cuéntanos alguna historia mientras acabamos de vaciar estas botellas.

—Escuchadme pues —dijo Mila—; y vos, mi joven hidalgo, que no creéis en nada, por favor, guardad, vuestras dudas para vos solo.

—¿Cómo podéis decir que no creo en nada? —contestó Mergy en voz baja—; por mi fe que creo que me habéis embrujado, porque estoy completamente enamorado de vos.

Mila lo empujó suavemente, porque la boca de Mergy le tocaba casi la mejilla; y, después de haber mirado a derecha e izquierda furtivamente como para asegurarse de que todo el mundo la escuchaba, comenzó:

—Sin duda habréis estado en Hameln, ¿verdad, capitán?

—Nunca.

—¿Y vos, portaestandarte?

—Yo, tampoco.

—¡Cómo! ¿no voy a encontrar a nadie que haya estado en Hameln?

—Yo he pasado allí un año —dijo un soldado— acercándose.

—Pues bien, Fritz, ¿has visto la iglesia de Hameln?

—Más de cien veces.

—¿Y sus vidrieras de colores?

—Sí, por supuesto.

—¿Y qué has visto pintado en esas vidrieras?

—¿En esas vidrieras?… En la ventana de la izquierda creo que hay un hombre alto y negro que toca la flauta, y niños pequeños que corren tras él.

—Exactamente. Pues bien, voy a contaros la historia de ese hombre negro y de esos niños.

«Hace muchos años, los habitantes de Hameln se vieron atormentados por una multitud innumerable de ratas que venían del Norte, en bandadas tan numerosas, que ennegrecían la tierra, y ningún carretero se habría atrevido a hacer pasar sus caballos por donde esos animales desfilaban. Todo era devorado inmediatamente; y comerse un tonel de trigo en una finca era para esas ratas más fácil que para mí beberme un vaso de este buen vino.»

Bebió, se limpió la boca y prosiguió:

«Ratoneras, trampas, cepos, veneno, todo era inútil. Mandaron traer de Bremen un barco cargado de mil cien gatos; pero de nada sirvió. Si mataban mil, acudían diez mil, y más hambientas que las primeras. En una palabra: de no haber puesto remedio a esa plaga, no habría quedado ni un solo grano de trigo en Hameln, y habrían muerto de hambre todos sus habitantes.

En esto, cierto viernes se presenta ante el burgomaestre de la ciudad un hombre alto, de piel curtida, flaco, con ojos grandes y boca hendida hasta las orejas, vestido con un jubón encarnado, con sombrero puntiagudo, grandes calzones guarnecidos de cintas, medias grises y zapatos con rosetas de color de fuego. Llevaba al costado un saquito de piel. Me parece que aún lo estoy viendo.»

Todos los ojos se volvieron instintivamente hacia la pared en la que Mila clavaba su mirada.

—¿Luego lo visteis? —preguntó Mergy

—No, yo no; pero sí mi abuela; y se acordaba tan bien de su rostro, que habría podido hacer un retrato.

—¿Y qué dijo al burgomaestre?

—Le ofreció librar a la ciudad de aquella plaga mediante el pago de cien ducados. Como comprenderéis, el burgomaestre y los habitantes aceptaron al momento. Inmediatamente, el forastero extrajo del saquito una flauta de bronce; y, plantándose en la plaza del mercado, delante de la iglesia, pero de espaldas a ella, notadlo bien, empezó a ejecutar una melodía extraña como nunca la ejecutó ningún flautista alemán. Y he aquí que al oír la melodía, de todos los graneros, de todos los agujeros de las paredes, de debajo de los cabriales y de las tejas de los tejados, acudieron a él ratas y ratones, por centenares, por millares. El forastero se encaminó al Weser sin dejar de tocar la flauta; y allí, después de quitarse las calzas, entró en el agua seguido de todas las ratas de Hameln, que se ahogaron al instante. No quedó más que una en toda la ciudad, y vais a ver por qué. El mago, pues lo era, preguntó a una rezagada que no había entrado todavía en el Weser por qué no había venido Klaus, la rata blanca. «Señor, respondió la rata, es tan vieja, que ya no puede andar. — Ve a buscarla, pues, tú misma», respondió el mago. Y la rata tuvo que regresar a la ciudad, de donde no tardó en volver con una enorme rata blanca, tan vieja, tan vieja, que no podía arrastrarse. Las dos ratas, la más joven tirando de la otra por la cola, entraron en el Weser y se ahogaron como sus compañeras. Así quedó limpia la ciudad. Pero, cuando el forastero se presentó en el ayuntamiento para cobrar la recompensa prometida, el burgomaestre y los habitantes, reflexionando en que ya no tenían nada que temer de las ratas, y suponiendo cosa muy sencilla burlarse de un hombre sin protectores, no se avergonzaron de ofrecerle diez ducados, en lugar de los cien que le habían prometido. El forastero reclamó, pero lo mandaron bien lejos. Amenazó entonces con hacerles pagar caro si no cumplían el trato al pie de la letra. Los habitantes prorrumpieron en ruidosas carcajadas ante esa amenaza y lo pusieron en la puerta del ayuntamiento, llamándolo «buen cazador de ratas», injuria que repitieron los niños de la ciudad siguiéndolo por las calles hasta la Puerta Nueva. El viernes siguiente, al mediodía, reapareció en la plaza del mercado el forastero, pero esta vez con un sombrero de color púrpura replegado de un modo muy extraño. Sacó de su bolsa una flauta muy diferente de la primera, y así que hubo comenzado a tocarla, todos los chicos de la ciudad, desde los seis hasta los quince años, lo siguieron y salieron de la población con él.

—¿Y los habitantes de Hameln dejaron que se los llevara? —preguntaron a la vez Mergy y el capitán.

—Los acompañaron hasta el monte de Koppenberg, cerca de una caverna que está ahora tapada. El flautista entró en la caverna, y con él todos los niños. Se oyó durante algún tiempo el sonido de la flauta; poco a poco fue disminuyendo, hasta que dejó de oírse. Los niños habían desaparecido, y desde entonces no se ha vuelto a saber de ellos.

La gitana se detuvo para observar en las facciones de sus oyentes el efecto producido por su relato.

El reitre que había estado en Hameln tomó la palabra y dijo: «Esta historia es tan cierta que, cuando en Hameln se habla de algún acontecimiento extraordinario, se dice: Eso ocurrió veinte años, diez años, después de la salida de nuestros niños… El señor de Falkenstein saqueó nuestra ciudad sesenta años después de la salida de nuestros niños…

—Pero lo más curioso —dijo Mila—, es que por la misma época, y muy lejos de allí, en Transilvania, aparecieron ciertos niños que hablaban un buen alemán y que no podían decir de dónde venían. Se casaron en el país y enseñaron su lengua a sus hijos; a ello se debe que aún ahora se hable alemán en Transilvania.

—¿Y son los niños de Hameln que el diablo transportó hasta allí? —preguntó Mergy sonriendo.

—¡Pongo al cielo por testigo de que esto es verdad! —exclamó el capitán— pues yo he estado en Transilvania, y sé muy bien que allí se habla alemán, mientras que en los alrededores se habla una jerga infernal.

El testimonio del capitán equivalía a unas pruebas, como tantas.

—¿Queréis que os diga la buenaventura? —preguntó Mila a Mergy.

—Con mucho gusto, —respondió Mergy pasando su brazo izquierdo alrededor de la cintura de la gitana, mientras le ofrecía la mano derecha abierta.

Mila la contempló durante cerca de cinco minutos sin hablar, sacudiendo la cabeza de vez en cuando con aire pensativo.

—¿Y bien, mi hermosa niña, tendré por amante a la mujer que amo?

Mila le dio un chincazo en la mano: «Felicidad y desgracia —dijo—: los ojos azules producen mal y bien. Lo peor es que derramarás tu propia sangre.»

El capitán y el portaestandarte guardaron silencio, y los dos parecían igualmente impactados por el final siniestro de esta profecía.

El hostelero, retirado, se signaba visiblemente.

—Creeré que eres verdaderamente bruja, si puedes decirme lo que voy a hacer ahora mismo.

—Me abrazarás —murmuró la gitana al oído.

—Eres bruja —exclamó Mergy abrazándola. Continuó hablando en voz baja con la hermosa adivina y su buena relación parecía consolidarse por momentos.

Trudchen tomó una especie de mandolina, que tenía poco más o menos todas sus cuerdas, y preludió una marcha alemana. Entonces, viendo a su alrededor a un círculo de soldados, cantó en su lengua una canción de guerra, cuyo estribillo entonaron a voz en grito los reitres. El capitán, excitado por su ejemplo, se puso a cantar con voz capaz de romper todos los vasos, una vieja canción hugonote, cuya música era casi tan bárbara como su letra:

El príncipe de Condé,

Ha sido asesinado;

Pero el señor Almirante

Sigue aún a caballo

Con La Rochefoucauld

Para expulsar a todos los papistas,

Papistas, papistas, papistas.

Enardecidos por el vino, todos los reitres empezaron a cantar cada uno una canción diferente. Las bandejas y botellas sembraron el suelo de añicos; la cocina se llenó de blasfemias, de carcajadas y de canciones báquicas. Pero, poco a poco, el sueño, favorecido por los vapores del vino de Orléans, dejó sentir su poder sobre la mayoría de los actores de aquella escena de bacanal. Los soldados se acostaron en los bancos; el portaestandarte, luego de apostar dos centinelas a la puerta, se arrastró vacilando hasta su lecho; el capitán, que todavía conservaba la noción de la línea recta, subió sin titubear la escalera que conducía al cuarto del hostelero, cuarto que aquél había escogido, como el mejor de la hostería.

¿Y Mergy y la gitana? Antes de que el capitán comenzara su canción habían desaparecido juntos.

II.- EL DÍA SIGUIENTE DE UNA FIESTA

Hacía un buen rato que había amanecido cuando Mergy se despertó, con la cabeza algo turbada aún por los recuerdos de la noche anterior. Sus ropas estaban diseminadas por el cuarto y la maleta abierta en el suelo. Incorporándose en la cama, miró detenidamente aquella escena de desorden, frotándose la cabeza como para coordinar las ideas. Sus facciones expresaban a la vez fatiga, sorpresa e inquietud.

Unos pasos pesados se dejaron oír en la escalera de piedra que conducía a su cuarto. La puerta se abrió sin que se hubieran dignado llamar, y entró el hostelero, con cara aún más enfurruñada que la víspera; pero era fácil leer en su mirada una expresión de impertinencia que había reemplazado a la de miedo. Lanzó una ojeada por el cuarto y se santiguó,  horrorizado al ver tanta confusión.

—¡Ah! ¡ah! ¿todavía en la cama, joven hidalgo? —exclamó—. ¡Vamos, levántese, pues tenemos que arreglar cuentas!

Mergy, bostezando ruidosamente, sacó una pierna de la cama: «¿A qué se debe todo este desorden? ¿por qué está abierta mi maleta?, preguntó con tono por lo menos tan descontento como el del hostelero.

—¿Por qué? ¿por qué? —respondió éste—; ¿qué sé yo? Vuestra maleta me importa bien poco. Habéis dejado mi casa en el mayor desorden. Pero, ¡por San Eustaquio, mi buen patrón!, que me lo pagaréis.

Mientras hablaba, Mergy se ponía los calzones de color escarlata, y, por el movimiento que hacía se le cayó la bolsa de un bolsillo abierto. Muy distinto del que esperaba debió de parecerle el sonido que produjo la bolsa, puesto que al instante la recogió con inquietud y la abrió.

—¡Me han robado! —exclamó, volviéndose al hostelero.

En vez de veinte escudos de oro que contenía su bolsa, no encontró en ella más que dos. Maese Eustaquio se encogió de hombros y sonrió con desdén.

—¡Me han robado! —repitió Mergy, abrochándose apresuradamente el cinturón—. Tenía veinte escudos de oro en esta bolsa, y pretendo volver a tenerlos: me los han robado en vuestra casa.

—¡Por mi barba, que me alegro! —exclamó insolentemente el hostelero—; así aprenderéis a relacionaros con brujas y ladronas. Pero —añadió más bajo— dime con quien andas y te diré quién eres. Toda esa carne de patíbulo, herejes, hechiceros y ladrones, todos se relacionan, todos son iguales.

—¿Qué estás diciendo, granuja? —exclamó Mergy— cada vez más irritado pues interiormente reconocía la verdad del reproche; y, como cualquiera en su situación, agarraba por los pelos la ocasión de discutir.

—Digo, —contestó el hostelero levantando la voz y colocándose un puño en la cadera— digo que habéis destrozado mi casa y pretendo que me paguéis hasta el último céntimo.

—Yo pagaré la parte que me corresponde y ni un céntimo más. ¿Dónde está el capitán Corn… Hornstein?

—Se han bebido, —continuó maese Eustaquio, gritando cada vez más fuerte— se han bebido más de doscientas botellas de mi mejor vino, pero vos me responderéis por ello.

Mergy había terminado de vestirse del todo.

—¿Dónde está el capitán? —gritó con voz de trueno.

— Se ha marchado hace más de dos horas, ¡y ojalá se lo llevase el diablo, como a todos los hugonotes, en tanto que llegue el día en que los quememos a todos!

Una vigorosa bofetada fue la única respuesta que Mergy pudo encontrar en ese momento.

La sorpresa y la intensidad del golpe hicieron que el hostelero retrocediera dos pasos. El mango de cuerno de un gran cuchillo asomaba por uno de los bolsillos de su pantalón, al que se llevó la mano. Habría sucedido, sin duda, alguna gran desgracia si hubiera cedido al primer impulso de su cólera. Pero la prudencia detuvo el efecto de su irritación haciéndole observar que Mergy alargaba la mano hacia la cabecera de la cama, de la que colgaba una larga espada. E inmediatamente renunció a un combate desigual, y descendió precipitadamente la escalera gritando: «¡Al asesino! ¡ayuda!»

Dueño del campo de batalla, pero muy inquieto por las consecuencias de su victoria, Mergy abrochó su cinturón, colocó en él sus dos pistolas, cerró la maleta, y con ésta en la mano, decidió ir a poner una denuncia ante el juez más cercano. Abrió la puerta, y cuando ponía el pie sobre el primer peldaño de la escalera, una tropa enemiga acudió inesperadamente a su encuentro.

El hostelero iba delante, con una vieja alabarda en la mano; tres marmitones, armados de asadores y palos, lo seguían de cerca; y un vecino, con un arcabuz oxidado, cubría la retaguardia. Tanto por una parte como por la otra, no esperaban encontrarse tan pronto. Sólo cinco o seis peldaños separaban a las dos facciones enemigas.

Mergy dejó caer su maleta y cogió una de sus pistolas. Ese movimiento hostil demostró a maese Eustaquio y a sus acólitos hasta qué punto habían planeado mal el ataque. Como los persas en la batalla de Salamina, habían descuidado elegir una posición en la que su número pudiera desplegarse con ventaja. El único de ellos que llevaba un arma de fuego no podía hacer uso de ella sin herir a los compañeros que le precedían; mientras que las pistolas del hugonote, enfilando toda la longitud de la escalera, parecían poder tumbarlos a todos de un solo disparo. El ligero chasquido que produjo el gatillo de la pistola cuando Mergy la armó resonó en sus oídos, y les pareció casi tan horrible como la explosión misma del arma. Con movimiento espontáneo, la columna enemiga dio media vuelta y corrió a buscar en la cocina un campo de batalla más amplio y ventajoso. En el desorden inseparable de una retirada precipitada, el hostelero, al querer dar la vuelta a la alabarda, se la enredó entre las piernas y cayó. Como enemigo generoso, y desdeñando hacer uso de las armas, Mergy se contentó con arrojar a sus enemigos su maleta, la cual, cayendo sobre ellos como un bloque de piedra, y, acelerando su movimiento a cada peldaño, acabó la derrota. La escalera quedó libre de enemigos, y la alabarda rota como trofeo.

Mergy bajó rápidamente a la cocina, donde el enemigo se había colocado en línea. El que llevaba la alabarda tenía su arma dispuesta y soplaba la mecha encendida. El hostelero, completamente cubierto de sangre, pues su nariz se había visto magullada en la caída, se mantenía detrás de sus amigos, como Menelao herido tras las filas de los griegos. Como Macaón o Podalirio, su mujer, con el pelo desordenado y su gorro desatado, le limpiaba el rostro con una servilleta sucia.

Mergy adoptó su posición sin titubear. Se dirigió recto hacia el que tenía el arcabuz y le colocó la boca de su pistola sobre el pecho.

—¡Tira la mecha, o eres hombre muerto!  —exclamó.

La mecha cayó al suelo, y Mergy la apagó apoyando su bota sobre la punta encendida. Al momento, todos los confederados depusieron a una las armas.

—En cuanto a vos  —dijo Mergy dirigiéndose al hostelero—, la pequeña corrección que habéis recibido os enseñará sin duda a tratar más cortésmente a los forasteros: si quisiera, haría que el juez del lugar os quitara la licencia de la casa; pero no soy malo. Vamos a ver, ¿cuánto os debo por mi escote?

Maese Eustaquio, viendo que el otro había desarmado su temible pistola y que, al hablar, se la ponía de nuevo en el cinto, recobró un poco de valor, y al tiempo que se secaba, musitó tristemente:

—Romper los platos, pegar a la gente, destrozar la nariz a los buenos cristianos…, armar un estrépito infernal… después de esto, no sé cómo puede indemnizarse a un hombre honrado.

—Vamos a ver  —repuso Mergy sonriendo—. Vuestra nariz estropeada os la pagaré en lo que vale, a mi entender. En cuanto a los platos rotos, dirigíos a los reitres, que eso es cosa suya. Falta saber qué os debo por la cena de anoche.

El hostelero miraba a su mujer, a sus marmitones y a su vecino, como si quisiera pedirles a la vez consejo y protección.

—¡Los reitres, los reitres!, —decía—… ver su dinero, no es cosa fácil; su capitán me ha dado tres libras y el portaestandarte una patada.

Mergy tomó uno de los escudos de oro que le quedaban. «Vamos —dijo— separémonos como buenos amigos.» Y lanzó el escudo a maese Eustaquio, quien, en vez de alargar la mano, lo dejó desdeñosamente caer al suelo.

—¡Un escudo! —gritó—, ¡un escudo por cien botellas rotas; un escudo por arruinar mi casa; un escudo por golpear a la gente!

—¡Un escudo, sólo un escudo! —prosiguió la mujer en un tono igualmente lastimero—. Aquí vienen caballeros católicos que, a veces, hacen algo de ruido, pero que al menos conocen el precio de las cosas.

Si Mergy hubiera tenido algo más de fondos, sin duda habría mantenido la reputación de liberalidad de su partido.

—Me parece muy bien  —respondió agriamente—, pero esos caballeros católicos no han sido robados. Decidíos —añadió—; coged este escudo, o no tendréis nada. —Y dio un paso como para volver a cogerlo.

La hostelera lo recogió al instante.

—¡Vamos! —dijo Mergy— traedme el caballo; y tú, deja ese asador y llévame la maleta.

—¡Vuestro caballo, señor hidalgo! —dijo uno de los criados de maese Eustaquio, haciendo una mueca.

El hostelero, a pesar de su disgusto, levantó la cabeza, y sus ojos brillaron un instante con expresión de maligna alegría.

—Yo mismo voy a traéroslo, señor mío; voy a traeros vuestro hermoso caballo. —Y salió, conservando todavía la servilleta en la nariz. Mergy le siguió.

¡Cuál no sería su sorpresa cuando, en vez del magnífico caballo alazán que lo había llevado hasta allí, vio un pequeño rocín viejo, coronado y desfigurado por una ancha cicatriz en la cabeza! En vez de la montura de terciopelo fino de Flandes, veía una silla de cuero con guarniciones de hierro, como las que tenían los soldados.

—¿Qué significa esto? ¿Dónde está mi caballo?

—Sírvase vuestra merced ir a preguntárselo a los señores reitres protestantes, —respondió con fingida humildad el hostelero—; esos dignos extranjeros se lo han llevado consigo: han debido equivocarse, a causa del parecido.

—¡Hermoso caballo! —dijo uno de los pinches—; juraría que no tiene más de veinte años.

—No puede negarse que es un caballo de batalla —dijo otro— mirad que sablazo ha recibido en la frente.

—¡Qué bella montura! —añadió otro— parece el traje de un ministro, blanco y negro.

Mergy entró en la cuadra y la encontró vacía.

—¿Por qué habéis permitido que se llevaran mi caballo —gritó furioso.

—¡Pardiez, señor! —dijo uno de los criados que se ocupaba de la cuadra— se lo ha llevado el portaestandarte, me dijo que era un trueque que habían acordado entre ustedes dos.

La cólera ahogaba a Mergy, y en su desgracia, no sabía con quien tomarla.

—Iré a ver al capitán  —murmuraba entre dientes— y me hará justicia por el granuja que me ha robado.

—Seguro —dijo el hostelero—; su señoría hará bien, pues ese capitán…. ¿cómo se llamaba?… tenía cara de ser un hombre honrado.

Pero Mergy ya había pensado en su interior que el capitán había favorecido, si no recomendado el robo.

—Y al mismo tiempo  —añadió el hostelero— podréis recuperar vuestros escudos de oro de esa joven; sin duda, se confundió al hacer su equipaje al amanecer.

—¿Coloco la maleta de su señoría sobre el caballo de su señoría?  —preguntó el mozo de cuadra con el tono más respetuoso y más desesperante.

Mergy comprendió que cuanto más permaneciera allí más burlas tendría que soportar por parte de aquella gentuza. Una vez que la maleta estuvo atada, montó en la mala silla; pero el caballo, notando que tenía nuevo dueño, concibió el maligno deseo de probar sus conocimientos en el arte de la equitación. No tardó mucho, sin embargo, en percatarse de que tenía que vérselas con un excelente jinete, menos que nunca dispuesto a soportar sus bromas; por lo que, después de algunos saltos bien pagados por grandes espolonazos, tomó la prudente decisión de obedecer y de adoptar un buen trote de viaje. Como había agotado buena parte de su fuerza en la lucha con su jinete, le ocurrió, lo que le sucede siempre a los jamelgos en circunstancias similares, se cayó, como se dice, al fallarle las cuatro patas. Nuestro protagonista se levantó inmediatamente, ligeramente molido, pero aún más furioso a consecuencia de las burlas que de inmediato se produjeron contra él. Por un instante, pensó en ir a solicitar venganza a espadazos, pero, reflexionó y se contentó con hacer como que no oía las injurias que le dirigían desde lejos y, más lentamente, tomó el camino hacia Orléans, seguido desde lejos por una banda de niños, en la que los mayores cantaban la canción de Jehan Petaquin, mientras que los más pequeños gritaban con todas sus fuerzas: ¡Hugonote!, ¡hugonote! ¡a la hoguera!

Después de haber cabalgado bastante tristemente durante casi media legua, pensó que no lograría alcanzar a los reitres en esa jornada; que su caballo habría sido sin duda vendido; que, además, era más que improbable que esos señores accedieran a devolvérselo. Poco a poco se hizo a la idea de que su caballo estaba perdido para siempre; y como, esto supuesto, nada tenía que hacer en el camino de Orléans, volvió a tomar el de París, o más bien, un desvío, para no pasar ante la malhadada hostería testigo de sus desventuras. Insensiblemente, y como se había acostumbrado ya desde edad temprana a ver la parte buena de todos los acontecimientos de la vida, consideró que, después de todo, había tenido suerte en salir tan bien parado, pues habrían podido robarle totalmente y quizá asesinarlo, y, sin embargo, tenía aún un escudo, casi todas sus ropas y un caballo que, aunque feo, podía no obstante transportarlo. Y si hay que decirlo todo, el recuerdo de la bella Mila le arrancó más de una vez una sonrisa. En resumen: después de algunas horas de marcha y de un buen almuerzo, se enterneció casi ante la delicadeza de la honrada chica, que no se llevó más que dieciocho escudos de una bolsa que contenía veinte. Más trabajo le costaba consolarse de la pérdida de su hermoso alazán, pero no podía menos de reconocer que un ladrón más empedernido que el portaestandarte se habría llevado su caballo sin dejarle otro en su lugar.

Llegó a París por la noche, poco antes del cierre de las puertas, y se alojó en una hostería de la calle Saint-Jacques.

III.- LOS JÓVENES CORTESANOS

Al ir a París esperaba ser eficientemente recomendado al almirante Coligny y obtener plaza en el ejército que, según se decía, iba a luchar en Flandes a las órdenes de ese gran capitán. Presumía de que varios amigos de su padre, para los cuales llevaba cartas, apoyarían sus gestiones y le servirían de introductores en la corte de Carlos y ante el Almirante, que tenía también una especie de corte. Mergy sabía que su hermano gozaba de algún crédito, pero todavía dudaba si debía o no ir a buscarlo. La abjuración de Jorge de Mergy lo había separado casi totalmente de su familia, para la cual ya no era sino un extraño. No era éste el único ejemplo de una familia desunida por la diferencia de ideas religiosas. Hacía ya mucho tiempo que el padre de Jorge había prohibido que se pronunciase en su presencia el nombre del apóstata, apoyando su rigor en este pasaje del Evangelio: Si vuestro ojo derecho os da motivo de escándalo, arrancadlo. Aunque el joven Bernardo no compartía esta inflexibilidad, el cambio de su hermano le parecía una mancha vergonzosa para el honor de su familia, y los sentimientos de cariño fraternal tenían que haberse resentido necesariamente de esa opinión.

Antes de resolver nada acerca de la conducta que debía observar para con él, y antes incluso de entregar las cartas de recomendación, pensó que era preciso atender a los medios de llenar su escuálida bolsa, y con esta intención salió de la hostería para ir a casa de un orfebre del puente de Saint-Michel que debía a su familia una cantidad, de cuya reclamación habían encargado a Mergy.

A la entrada del puente encontró a varios jóvenes vestidos con gran elegancia y que, cogidos del brazo, obstruían casi totalmente el estrecho pasaje que dejaban en el puente la multitud de tiendas y puestos que se alzaban como dos murallas paralelas y ocultaban por completo la vista del río a los transeúntes. Detrás de aquellos señores caminaban sus lacayos, cada uno de los cuales llevaba en la mano, y envainada, una de esas largas espadas de dos filos llamadas entonces de duelo y un puñal cuya cazoleta era tan ancha que podía servir de escudo en caso de necesidad. Sin duda el peso de tales armas parecía excesivo a aquellos caballeros, o tal vez les agradase mostrar a todo el mundo que tenían lacayos ricamente vestidos.

Parecían de buen humor, a juzgar por sus continuas carcajadas. Si pasaba junto a ellos alguna mujer bien vestida, la saludaban con una mezcla de cortesía y de impertinencia; mientras que, muchos de ellos se complacían en dar codazos a los graves ciudadanos de capa negra, que se retiraban murmurando muy bajito mil imprecaciones contra la insolencia de los cortesanos. Sólo uno del grupo caminaba cabizbajo y parecía no participar en absoluto en sus diversiones.

—¡Que Dios me confunda Jorge! —exclamó uno de los jóvenes, dándole un golpecito en el hombro— te estás volviendo demasiado huraño. Hace más de un cuarto de hora que no has abierto la boca. ¿Estás pensando en hacerte cartujo?

El nombre de Jorge hizo estremecer a Mergy, pero no oyó la respuesta de la persona a quien habían llamado con ese nombre.

—Apuesto cien ducados —prosiguió el primero— a que se ha enamorado otra vez de algún dechado de virtudes. ¡Pobre amigo! te compadezco; es mucha desgracia hallar en París una mujer cruel.

—Ve a visitar al mago Rudbeck —dijo otro— y te dará un filtro para que te ame.

—Tal vez —dijo un tercero— nuestro amigo el capitán se haya enamorado de alguna monja. Estos diablos de hugonotes, convertidos o no, la emprenden con las esposas del buen Dios.

Una voz que Mergy reconoció al instante respondió con tristeza: «¡Pardiez! No estaría tan triste si fuera cosa de amores; pero —añadió en voz más baja— Pons, a quien encargué que llevase una carta a mi padre, ha vuelto, y me ha dicho que éste persiste en no querer volver a oír hablar de mí.

—Tu padre está chapado a la antigua —dijo uno de los jóvenes—; es uno de esos viejos hugonotes que quisieron tomar Amboise.

En aquel momento, el capitán Jorge, que había vuelto la cabeza por casualidad, vio a Mergy. Lanzando un grito de sorpresa, corrió hacia él con los brazos abiertos. Mergy no titubeó ni un instante, le tendió los brazos y lo estrechó contra su pecho. Tal vez si el encuentro no hubiera sido tan imprevisto, habría intentado Mergy armarse de indiferencia; pero la sorpresa devolvió a la naturaleza todos sus derechos. A partir de ese momento se consideraron como amigos que vuelven a verse después de un largo viaje.

Tras los abrazos y las primeras preguntas, el capitán Jorge se volvió hacia sus amigos, algunos de los cuales se habían parado para contemplar la escena.

—Señores —dijo— ya véis lo inesperado del encuentro. Dispensad que os deje para ir a hablar con un hermano a quien no he visto desde hace más de siete años.

—¡Pardiez! no queremos que nos dejes hoy. La comida está encargada, y has de comer con nosotros. —Al mismo tiempo, el que así hablaba le asió de la capa.

—Tiene razón Béville —dijo otro— y no te dejaremos marchar.

—¡Voto a bríos! —añadió Béville— que venga tu hermano a comer con nosotros. En vez de un buen compañero, tendremos dos.

—Dispensadme —dijo entonces Mergy— pero tengo que ultimar hoy diversos asuntos. Debo entregar varias cartas…

—Mañana las entregaréis.

—Han de ser entregadas hoy…, y…, —añadió Mergy, sonriendo y un tanto avergonzado—, os confesaré que estoy sin dinero, y debo ir  a buscarlo…

—¡A fe mía que la excusa es buena! —exclamaron todos a la vez—. No consentiremos que os neguéis a comer con honrados cristianos como nosotros para ir a pedir prestado a judíos.

—Tened, amigo —dijo Béville— sacudiendo con afectación una larga bolsa de seda que llevaba al cinto; haceos la idea de que soy vuestro tesorero. El passe-dix me está tratando muy bien desde hace quince días.

—¡Vamos, vamos!, no nos detengamos, ¡vamos a comer al More! —dijeron todos los jóvenes.

El capitán miraba a su hermano indeciso aún. «¡Bah! Ya tendrás tiempo de entregar las cartas. En cuanto a dinero, yo tengo; ven pues con nosotros. Vas a conocer la vida de París.»

Mergy se dejó llevar. Su hermano le presentó a todos sus amigos: el barón de Vaudreuil, el caballero de Rheincy, el vizconde de Béville, etc. Todos colmaron de halagos al recién llegado, que se vio obligado a abrazar a todos, uno tras otro. El último que lo abrazó fue Béville.

—¡Oh, oh! —exclamó—. ¡Dios me condene! compañero, percibo olor a hereje. Apuesto mi cadena de oro contra un ducado a que pertenecéis a la religión.

—Es cierto, caballero, y no soy tan religioso como debiera.

—¡Ya véis si distingo a un hugonote entre mil! ¡Vientre de lobo, qué serios se ponen los hugonotes cuando hablan de su religión!

—Creo que nunca se debería bromear al hablar de tal asunto.

—Tiene razón el señor de Mergy —dijo el barón de Vaudreuil—; y vos, Béville, os llevaréis algún disgusto por vuestras pesadas burlas sobre las cosas sagradas.

—¡Mirad un poco esa cara de santo! —dijo Béville a Mergy—; es el libertino más empedernido de todos nosotros, y, sin embargo, de vez en cuando se le ocurre sermonearnos.

—Dejadme como soy Béville —dijo Vaudreuil—. Si soy libertino, es porque no puedo dominar la carne; pero, al menos, respeto lo que es respetable.

—Por lo que a mí respecta, yo respeto mucho… a mi madre; es la única mujer honrada que he conocido. Por lo demás, querido, católicos, hugonotes, papistas, judíos o turcos, para mí son todo uno: sus querellas me preocupan tanto como una espuela rota.

—¡Impío! —murmuró Vaudreuil. E hizo la señal de la cruz sobre la boca, pero tapándose lo mejor que pudo con el pañuelo.

—Has de saber, Bernardo —dijo Jorge— que no hallarás entre nosotros polemistas como nuestro sabio maestro Teobaldo Wolfsteinius. No prestamos atención a las conversaciones teológicas, y, gracias a Dios, empleamos mejor el tiempo.

—Tal vez —respondió Mergy con cierta acritud—, tal vez habría sido preferible para ti que hubieras escuchado atentamente las doctas disertaciones del digno ministro que acabas de nombrar.

—¡Basta de este tema, hermanito!; más tarde tal vez te hable de él, sé que tienes de mí una opinión… No importa… No estamos aquí para hablar de este tipo de cosas… Creo que soy un hombre honesto, y sin duda lo comprobarás algún día… Acabemos aquí, ahora sólo hay que pensar en divertirnos.

Y se pasó la mano por la frente como para espantar una idea dolorosa.

—¡Hermano querido! —dijo muy bajo Mergy apretándole la mano. Jorge respondió con otro apretón de mano, y los dos se apresuraron a reunirse con los compañeros, que les precedían algunos pasos.

Al pasar por delante del Louvre, de donde salían muchas personas ricamente vestidas, el capitán y sus amigos saludaban o abrazaban a casi todos los caballeros que encontraban. Al mismo tiempo presentaban al joven Mergy, quien de este modo, conoció en un momento infinidad de personas célebres de aquella época. Y de paso aprendía sus apodos (pues entonces cada hombre notable tenía el suyo), así como las escandalosas aventuras que se les atribuían.

—¿Véis —le decían— a ese consejero tan pálido y tan amarillento? Es el señor Petrus de finibus, en francés Pierre Séguier, que en todo cuanto emprende, se desenvuelve tanto y tan bien, que consigue siempre su objetivo. Aquél es el pequeño capitán Brûlebancs, Thoré de Montmorency; aquél el arzobispo de Bouteilles, que se mantiene  derecho sobre su mula porque no ha cenado aún. Aquél es uno de los héroes de vuestro partido, el valiente conde de La Rochefoucauld, apodado «el enemigo de las coles». En la última guerra, mandó acribillar a arcabuzazos una plantación de coles, que su mala vista le había hecho tomar por lansquenetes.

En menos de un cuarto de hora conoció Mergy el nombre de los amantes de casi todas las damas de la corte, y el número de duelos a los que su belleza había dado lugar. Vio que la reputación de una dama era proporcional al número de muertes que había causado; así, por ejemplo, la señora de Courtavel cuyo amante actual había matado a dos rivales, gozaba de más fama que la pobre condesa de Pomerande, que no había dado lugar sino a un pequeño duelo y a una herida insignificante.

Una mujer de elevada estatura, montada en una mula blanca conducida por un escudero y seguida de dos lacayos, llamó la atención de Mergy; sus ropas eran de última moda, y completamente rígidas a fuerza de bordados. Por lo que podía verse, debía ser guapa. Ya se sabe que en esa época las mujeres no salían sin llevar cubierto el rostro por un antifaz; el suyo era de terciopelo negro: se veía, o más bien, se adivinaba, de acuerdo con lo que se veía por las aberturas de los ojos, que debía poseer la piel de una blancura brillante y los ojos de un azul oscuro.

Al pasar por delante de los jóvenes moderó el paso de la mula, y hasta pareció mirar con cierta atención a Mergy, cuyo rostro le era desconocido. A su paso, todas las plumas de los sombreros barrían el suelo, y la dama inclinaba graciosamente la cabeza para devolver los numerosos saludos que le dirigía la fila de admiradores por donde pasaba. Cuando se alejaba, una ligera ráfaga de viento levantó el bajo de su largo vestido de raso y dejó ver, como en un relámpago, un pequeño zapato de terciopelo blanco y algunas pulgadas de una media de seda rosa.

—¿Quién es esa dama, que todo el mundo saluda? —preguntó con curiosidad Mergy.

—¡Enamorado ya! —exclamó Béville—. Después de todo, siempre sucede lo mismo: hugonotes y papistas, todos se enamoran de la condesa Diana de Turgis.

—Es una de las bellezas de la corte, —añadió Jorge— una de las Circe más peligrosas para nuestros jóvenes galantes. Pero, ¡demonio!, no es una ciudadela fácil de conquistar.

—¿Cuántos duelos cuenta? —preguntó riendo Mergy.

—¡Oh, los cuenta por veintenas! —respondió el barón de Vaudreuil—; pero lo bueno es que ella misma ha querido batirse: desafió en toda regla a una dama de la corte que le había tomado la delantera.

—¡Qué ocurrencia!  —exclamó Mergy.

—No sería la primera que se hubiese batido en nuestro tiempo —respondió Jorge; desafió, en regla y con buen estilo, a la Sainte-Foix, retándola a muerte, a espada y puñal, y en camisa como haría un espadachín de profesión.

—Me habría gustado mucho ser segundo de una de esas damas para verlas a las dos en camisa —dijo el caballero de Rheincy.

—¿Y se efectuó el duelo? —preguntó Mergy.

—No —respondió Jorge—; las reconciliaron.

—Él fue quien las reconcilió —dijo Vaudreuil—; a la sazón era amante de la Sainte-Foix.

—¡Quita allá! no más que tú  —exclamó Jorge en tono muy discreto.

—La Turgis es como Vaudreuil —dijo Béville—; hace un revoltijo de la religión y de las costumbres de la época: quiere batirse en duelo, lo cual, según creo, es pecado mortal, pero asiste a dos misas diarias.

—¡Déjame en paz con mis misas!  —exclamó Vaudreuil.

—Sí, esa señora va a misa —añadió Rheincy—; pero es para que la vean allí sin antifaz.

—Por eso van a misa tantas mujeres —dijo Mergy, satisfecho de hallar una ocasión de zaherir una religión que él no profesaba.

—Y al sermón —dijo Béville—. Cuando termina el sermón, y se apagan las luces, entonces suceden muchas cosas. ¡Por mi vida! Me están dando tremendas ganas de hacerme luterano.

—¿Y creéis esas patrañas? —dijo despectivamente Mergy.

—¿Que si las creo?… El pequeño Ferrand, que todos conocemos, iba al sermón de Orléans para ver a la mujer de un notario, una mujer bellísima, por cierto; se me hacía la boca agua cuando me hablaba de ella. No podía verla más que allí; por fortuna, un hugonote amigo suyo le había dado el santo y seña: entraba al sermón, y ya podéis suponer que nuestro amigo no perdía el tiempo en la oscuridad.

—Eso es imposible —dijo secamente Mergy.

—¡Imposible! ¿Y por qué?

—Un protestante nunca cometería la bajeza de llevar a un papista a un sermón.

Esta respuesta fue seguida de sonoras carcajadas.

—¡Ah, ah! —exclamó el barón de Vaudreuil—. ¿Creéis que porque un hombre sea hugonote no puede ser ladrón, ni traidor, ni corredor de galanterías?

—¡Éste se ha caído de un nido!  —exclamó Rheincy.

—Yo —dijo Béville— si tuviera que entregar una cartita amorosa a una hugonote, me dirigiría a su ministro.

—Eso será tal vez porque estáis acostumbrados a dar semejantes encargos a vuestros sacerdotes —respondió Mergy.

—¡Nuestros sacerdotes…! —dijo Vaudreuil, sonrojándose de cólera.

—¡Acabad con tan fastidiosas discusiones! —respondió Jorge al notar «la ofensiva acritud de cada réplica»—; dejemos a los gazmoños de todas las sectas. Propongo que el primero que pronuncie la palabra hugonote, papista, protestante o católico, pague una multa.

—¡Aprobado! —exclamó Béville—; tendrá que invitarnos a buen vino de Cahors en la hostería adonde vamos a comer.

Hubo un instante de silencio.

—Desde la muerte del pobre Lannoy ante Orléans, la Turgis no tiene amante conocido —dijo Jorge que no quería dejar a sus amigos con pensamientos teológicos.

—¿Quién se atrevería a afirmar que una mujer de París no tiene amante? —exclamó Béville—; lo cierto es que Comminges la persigue de cerca.

—Por eso ha soltado presa el joven Navarrete  —dijo Vaudreuil—; le ha dado miedo tan terrible rival.

—¿Comminges es pues celoso? —preguntó el capitán.

—Celoso como un tigre —respondió Béville— y pretende matar a cuantos se atrevan a amar a la bella condesa; de manera que, por no estar sin amantes, se verá obligada a aceptar a Comminges.

—¿Quién es, pues, ese hombre tan temible? —preguntó Mergy que, sin poder darse cuenta, sentía gran curiosidad por todo cuanto concernía de cerca o de lejos a la condesa de Turgis.

—Es —le respondió Rheincy— uno de nuestros más célebres raffinés; y como venís de provincias, quiero explicaros el buen lenguaje. Un refinado es un hombre perfectamente galante, un hombre que se bate cuando la capa de otro roza la suya, cuando uno escupe a cuatro pies de él o por cualquier otro motivo igual de legítimo.

—Comminges —dijo Vaudreuil— citó un día a un hombre en el Pré-aux-Clercs; se quitan los jubones y desenvainan la espada. «¿Eres Berny de Auvernia?», le preguntó Comminges. — «No, nada de eso, respondió el otro; me llamo Villequier, y soy de Normandía». — «Lo siento, contestó Comminges; te he tomado por otro; pero puesto que te he citado, tenemos que batirnos.» Y lo mató valientemente.

Cada cual contó algún rasgo de la destreza y el humor pendenciero de Comminges. El tema era rico, y la conversación les llevó a las afueras de la ciudad, a la hostería del More, situada en medio de un jardín cercano al lugar donde se edificaba el palacio de las Tullerías, comenzado en 1564. Allí había varios caballeros conocidos de Jorge y de sus amigos, y se sentaron a la mesa en numerosa compañía.

Mergy, que estaba al lado del barón de Vaudreuil, observó que al sentarse a la mesa, éste hacía la señal de la cruz y recitaba en voz baja y con los ojos cerrados esta oración singular:

Laus Deo, pax vivis, salutem defunctis, et beata viscera virginis Mariae quae portaverunt aeterni Patris Filium.

—¿Sabéis latín, señor barón? —le preguntó Mergy.

—¿Habéis oído mi oración?

—Sí, pero os confieso que no la he comprendido.

—Si he de decirlos la verdad, yo no sé latín, ni sé muy bien qué quiere decir esta oración, pero me la enseñó una de mis tías a quien siempre le dio buena suerte y, desde que la utilizo, sólo he tenido buenos resultados.

—Imagino que es un latín católico y que, por consiguiente, nosotros los hugonotes no podemos comprender.

—¡Multa! ¡multa! —gritaron a la vez Béville y el capitán Jorge—. Mergy la cumplió convenientemente y cubrieron la mesa con nuevas botellas que no tardaron en poner a toda la compañía de buen humor.

La conversación pronto se tornó ruidosa, y Mergy se aprovechó del tumulto para hablar con su hermano sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor.

Al final del segundo plato, el ruido de una violenta discusión entablada entre dos de los invitados, les sacó de su aparte.

—¡Eso es falso!  —exclamaba el caballero de Rheincy.

—¡Falso! —dijo Vaudreuil. Y su rostro, siempre pálido, se tornó cadavérico.

—Es la más virtuosa, la más casta de todas las mujeres —prosiguió el caballero.

Vaudreuil se sonrió amargamente y se encogió de hombros. Todas las miradas estaban fijas en los protagonistas de esa escena, y cada cual parecía querer esperar, con silenciosa neutralidad, el resultado de la disputa.

—¿De qué se trata, señores, y a qué viene ese barullo? —preguntó el capitán, presto, según su costumbre, a oponerse a cualquier infracción a la paz.

—Es que nuestro amigo el caballero —respondió tranquilamente Béville— defiende que su amante, la Sillery, es casta, mientras que nuestro amigo Vaudreuil pretende que no lo es, y que él sabe algo de eso.

Una carcajada general que sonó de pronto aumentó el furor de Rheincy, que miraba con ojos inflamados de rabia a Vaudreuil y a Béville.

—Yo podría enseñar cartas de ella —dijo Vaudreuil.

— ¡Te reto a hacerlo! —exclamó el caballero.

—Pues bien —dijo Vaudreuil con pérfida sorna—, voy a leer una carta suya a estos señores. Tal vez conozcan su letra tan bien como yo, porque no tengo la pretensión de ser el único honrado con sus cartitas y sus favores. He aquí una esquelita que me ha mandado hoy mismo. Y pareció registarse el bolsillo, como para sacar una carta.

—¡Mientes por esa boca!

La mesa era demasiado ancha para que la mano del barón pudiera alcanzar a su adversario, sentado frente a él.

—¡Te haré tragar el mentís hasta que te ahogue! —exclamó. Y acompañó esta frase con una botella que le arrojó a la cabeza. Rheincy esquivó el golpe, y derribando la silla en su precipitación, corrió a la pared para tomar la espada que había colgado de ella.

Se levantaron todos, algunos para entrometerse en la querella, la mayoría para evitar hallarse demasiado cerca.

—¡Alto, locos! —gritó Jorge, poniéndose ante el barón, que era quien se encontraba más cerca de él—. ¿Deben batirse dos amigos por una miserable mujercita?

—Una botella arrojada a la cabeza equivale a una bofetada —dijo fríamente Béville—. Vamos, caballero, amigo mío ¡desenvaine la espada!

—¡Juego limpio! ¡dejad sitio! —gritaron casi todos los comensales.

—¡Eh, Juanillo, cierra la puerta, —dijo, indolente, el hostelero del More, habituado a ver escenas semejantes—; si pasasen los arqueros, podrían interrumpir a estos señores y perjudicar mi casa.

—¿Vais a batiros en un comedor, como lansquetenes borrachos? —prosiguió Jorge, que deseaba ganar tiempo; esperad al menos hasta mañana.

—¡Bueno, queda para mañana! —respondió Rheincy. E hizo ademán de volver a envainar la espada.

—Nuestro caballerete tiene miedo  —dijo Vaudreuil.

Al momento, Rheincy, apartando a los que se hallaban al paso, se precipitó sobre su enemigo. Ambos se atacaron con furor; pero Vaudreuil había tenido tiempo de enroscarse una servilleta en el brazo izquierdo, y se servía de ella con destreza para parar los tajos; mientras que Rheincy, que había descuidado semejante precaución, recibió a los primeros pasos una herida en la mano izquierda. No obstante, no dejaba de combatir con valor, llamando a su lacayo y pidiéndole el puñal. Béville detuvo al lacayo, diciendo que como Vaudreuil no tenía puñal, tampoco debía tenerlo su adversario. Algunos amigos del caballero protestaron; intercambiaron palabras muy agrias, y seguramente el duelo se habría transformado en una escaramuza si a ello no hubiera puesto fin Vaudreuil derribando a su adversario con una estocada peligrosa en el pecho. Rápidamente pisó la espada de Rheincy, a fin de que éste no pudiera recogerla, y levantó la suya para darle el golpe de gracia. Las leyes del duelo permitían esa atrocidad.

—¡Un enemigo desarmado!  —exclamó Jorge. Y arrebató a Vaudreuil la espada.

La herida del caballero no era mortal, pero perdía mucha sangre. Se le vendó lo mejor que se pudo con servilletas, en tanto que él, con forzada risa, decía entre dientes que el asunto no había terminado.

Pronto aparecieron un fraile y un cirujano, que se disputaron un rato al herido. Sin embargo, tuvo la preferencia el cirujano, y después de mandar transportar al paciente a la orilla del Sena, lo llevó en barca hasta su casa.

Mientras que unos criados se llevaban las servilletas ensangrentadas y lavaban el suelo teñido de rojo, otros colocaban más botellas sobre la mesa. Vaudreuil, después de secar cuidadosamente la espada, volvió a envainarla, hizo la señal de la cruz y, luego, con imperturbable sangre, fría sacó del bolsillo una carta, pidiendo silencio, y leyó la primera línea, que motivó sonoras carcajadas:

«Amado mío: Ese fastidioso caballero que me acosa…»

—Salgamos de aquí  —dijo Mergy a su hermano con expresión de repugnancia.

El capitán lo siguió. La carta ocupaba la atención general, y la ausencia de los dos hermanos pasó inadvertida.

IV.- EL CONVERSO

El capitán Jorge regresó a la ciudad con su hermano y lo llevó a su casa. Durante el trayecto cruzaron  pocas palabras; la escena que acababan de presenciar les había dejado una penosa impresión, que les hacía  guardar silencio involuntariamente.

La disputa y el combate irregular que le había seguido no tenían nada de extraordinario en esta época. De un extremo a otro de Francia, la susceptibilidad quisquillosa de la nobleza originaba los más funestos acontecimientos, hasta el punto  que, según un cálculo moderado, durante los reinados de Enrique III y Enrique IV,  los duelos habían costado más vidas de hidalgos que diez años de guerras civiles.

La casa del capitán estaba elegantemente amueblada. Las cortinas de seda estampada y los tapices de colores brillantes fue lo primero que atrajo las miradas de Mergy, acostumbradas a una mayor sencillez. Entró en un gabinete que su hermano llamaba oratorio, porque la palabra boudoir no se había inventado aún. Un reclinatorio de encina muy bien esculpido, una Virgen pintada por un artista italiano y un recipiente de agua bendita adornado por una rama de boj, parecían justificar la piadosa designación de esta habitación; mientras que una cama cubierta de damasco negro, un espejo veneciano, un retrato de mujer, armas e instrumentos de música, indicaban las costumbres algo mundanas de su propietario.

Mergy echó una mirada displicente sobre el recipiente de agua bendita y la rama de boj, que le recordaban tristemente la apostasía de su hermano. Un lacayo joven sirvió dulces, grajeas y vino blanco: el té y el café no estaban aún de moda, y el vino sustituía a todas esas bebidas elegantes en tiempos de nuestros antepasados.

Mergy, con una copa en la mano, llevaba sus miradas de la Virgen al agua bendita y de ésta al reclinatorio. Suspiró profundamente, y mirando a su hermano, que estaba tendido indolentemente en la cama, le dijo: «¡Hete ya completamente papista!… ¿Qué diría nuestra madre si estuviera aquí?»

Esta idea pareció afectar dolorosamente al capitán. Frunció el ceño, e hizo un gesto con la mano como para rogar a su hermano que no hablara de ese tema, pero éste continuó sin piedad: «¿Es posible que hayas abjurado de corazón de las creencias de nuestra familia, como has abjurado de palabra?»

—¡Las creencias de nuestra familia!… No fueron nunca las mías… ¿Quién? yo… ¡creer en los sermones hipócritas de vuestros gangosos ministros!… ¡yo!..

—¡Sin duda! ¡más vale creer en el purgatorio, en la confesión, en la infalibilidad del papa! ¡más vale arrodillarse ante las sandalias polvorientas de un capuchino! Llegará un día en que  no puedas comer sin recitar la oración del barón de Vaudreuil.

—Escucha, Bernardo, detesto las disputas, sobre todo las que tratan de religión; pero, tarde o temprano, tengo que darte una explicación, y puesto que ahora tratamos de esto, acabemos de una vez: voy a hablarte francamente.

—¿Así que no crees en todos los absurdos inventos de los papistas?

El capitán se encogió de hombros e hizo sonar una de sus grandes espuelas al dejar caer el tacón de su bota sobre el suelo. Y exclamó:

—¡Papistas! ¡hugonotes! todo es superstición por ambas partes. No puedo creer lo que mi razón me presenta como absurdo. Nuestras letanías y vuestros salmos son necedades por el estilo. Sin embargo —añadió sonriendo—, a veces se oye buena música en nuestras iglesias, mientras que en las vuestras declaran la guerra a muerte a los oídos delicados.

—¡Hermosa superioridad la de tu religión, y hay en ella motivo para hacer prosélitos!

—No la llames mi religión, pues no creo en ella más que en la tuya. Desde que supe pensar por mí mismo, desde que mi razón me pertenece…

—Pero…

—¡Ah! Basta de sermones. Sé de memoria todo cuanto vas a decirme. Yo también he tenido mis esperanzas, mis temores. ¿Crees que no he hecho grandes esfuerzos para conservar las felices supersticiones de mi infancia? He leído a todos nuestros doctores para buscar en ellos consuelo contra las dudas que me atemorizaban, y no he hecho sino aumentarlas. En resumen, no he podido y no puedo creer. Creer es un don precioso que me ha sido negado, pero por nada del mundo intentaría yo privar de él a los demás.

—Te compadezco.

—Está bien, y tienes razón. Cuando era protestante, no creía en los sermones; ahora que soy católico, no creo mucho más en la misa. ¡Ah, voto a bríos! ¿las atrocidades de nuestras guerras civiles no son suficientes como para arrancar de raíz la fe más robusta?

—Esas atrocidades son obra de los hombres, de hombres que han pervertido la palabra de Dios.

—Esa respuesta no es tuya; pero admitirás que no esté aún convencido. Vuestro Dios, no lo comprendo, no puedo comprenderlo… Y si creyera, sería, como dice nuestro amigo Jodelle, a beneficio de inventario.

—Puesto que ambas religiones te son indiferentes, ¿a qué ha venido esa abjuración que tanto ha afligido a tu familia y a tus amigos?

—He escrito veinte veces a mi padre para explicarle mis motivos y para justificarme; pero él ha echado mis cartas al fuego sin abrirlas y me ha tratado peor que si hubiera cometido algún gran crimen.

—Mi madre y yo desaprobábamos ese rigor excesivo, y de no haber sido por las órdenes…

—No sé lo que se ha pensado de mí. ¡Poco me importa! He aquí lo que me ha decidido a un acto que seguramente no volvería a repetir, si tuviera que repetirlo.

—¡Ah! siempre he pensado que te arrepentías de ello…

—¡Arrepentirme! no; pues no creo haber cometido una mala acción. Cuando tú estabas aún en el colegio estudiando latín y griego, yo ya me había endosado la coraza, ceñido la escarapela blanca, y combatía en las primeras guerras civiles. Vuestro principito de Condé, que tantas faltas ha hecho cometer a nuestro partido, vuestro príncipe de Condé se cuidaba de vuestros asuntos cuando sus amores le dejaban tiempo para ello. Una dama me amaba; el príncipe me la pidió; yo se la negué, y él se convirtió en mi enemigo mortal. Entonces se dedicó a mortificarme de todos modos.

Ce petit prince si joi

Qui toujours baise sa mignonne,

Me mostraba ante los fanáticos del partido como un monstruo de libertinaje y de irreligión. Yo no tenía más que una amante, y la amaba… Por lo que respecta a la irreligión… yo dejaba a los demás tranquilos. ¿Por qué, pues, declararme la guerra?

—Nunca habría creído al principe capaz de tan negra acción.

—Ha muerto, y lo habéis convertido en héroe. Así va el mundo. Tenía algunas cualidades: ha muerto como valiente, y lo he perdonado. Pero entonces era poderoso, y un pobre hidalgo como yo parecía criminal si se atrevía a resistir.

El capitán se paseó un rato por el cuarto y continuó diciendo, con voz que denotaba una emoción siempre en aumento.

—Todos los ministros, todos los beatos del ejército no tardaron en desencadenarse contra mí. Tan sin cuidado me traían sus ladridos como sus sermones. Un gentilhombre del príncipe, para halagar a éste, me llamó crápula delante de todos nuestros capitanes. Se ganó una bofetada y luego lo maté. Se realizaban por lo menos doce duelos diarios en nuestro ejército, y los generales parecían no enterarse. Sin embargo, conmigo hicieron una excepción, y el príncipe me destinó a servir de ejemplo a todo el ejército. De nada sirvieron para mi indulto las súplicas de todos los señores, ni las del Almirante, estoy obligado a reconocerlo. Pero el odio del príncipe no quedó satisfecho. En la batalla de Jazeneuil mandaba yo una compañía de cazadores; fui uno de los primeros en la escaramuza: mi coraza abollada por dos arcabuzazos y mi brazo izquierdo atravesado por una lanzada demostraban que no huí del peligro. No tenía más que veinte hombres a mi alrededor, y contra nosotros venía un batallón de suizos del rey. El príncipe de Condé me ordena dar una carga… yo le pido dos compañías de reitres…, ¡y él me llama cobarde!

Mergy se levantó y tomó la mano de su hermano. El capitán prosiguió con los ojos fulgurantes de cólera y paseándose por la habitación:

—Me llamó cobarde delante de todos aquellos caballeros con armaduras doradas que a los pocos meses lo abandonaron en Jarnac y dejaron que lo mataran. Yo creí que había que morir; me precipité contra los suizos jurando que si, por fortuna, llegaba a salir sano, nunca más volvería a desenvainar la espada por un príncipe tan injusto. Gravemente herido, derribado de mi caballo, iban a matarme, cuando uno de los caballeros del duque de Anjou, Béville, ese loco con quien hemos comido, me salvó la vida y me presentó al duque. Me trataron bien. Yo tenía sed de venganza. Me cuidaron cariñosamente, me instaron a entrar al servicio de mi bienhechor, el duque de Anjou; me citaron este verso:

Omne solum forti patria est, ut piscibus aequor.

Yo veía indignado que los protestantes llamaban a nuestra patria a extranjeros… Pero, ¿por qué no decirte la única razón que me decidió? Quería vengarme, y me hice católico, con la esperanza de encontrar al príncipe de Condé en un campo de batalla y matarlo. Un cobarde se ha encargado de pagarle mi deuda… El modo en que ha sido asesinado me ha hecho casi olvidar mi odio… Lo vi ensangrentado, víctima de los ultrajes de la tropa; arrebaté de manos de ésta el cadáver y lo tapé con mi capa. Yo estaba comprometido con los católicos; mandaba un escuadrón de su caballería, y ya no podía dejarlos. Por fortuna, creo haber prestado algunos servicios a mi antiguo partido; he procurado suavizar todo lo posible el furor de una guerra de religión, y he tenido la suerte de salvar a muchos de mis antiguos amigos.

—Olivier de Basseville pregona por todas partes que te debe la vida.

—Heme, pues, católico —dijo Jorge con voz muy tranquila—. Esta religión es lo mismo que otra cualquiera, pues, ¡es tal fácil entenderse con sus adeptos! ¿Ves esta hermosa Virgen?: es el retrato de una cortesana italiana; los beatos admiran mi piedad y se santiguan ante la supuesta Virgen. Créeme, saco más de ellos que de nuestros ministros. Puedo vivir como quiero, haciendo ligeros sacrificios a la opinión de la plebe. ¡Pues, bien! hay que ir a misa: yo voy de vez en cuando a contemplar allí a las mujeres bonitas. Hace falta un confesor: ¡pardiez!, tengo un buen franciscano, antiguo arcabucero de caballería, que, por un escudo, me da una papeleta de confesión y encima se encarga de entregar mis cartas de amor a sus bellas penitentes. ¡Muera mi vida! ¡Viva la misa!

Mergy no pudo reprimir una sonrisa.

—Mira, —prosiguió el capitán—, he aquí mi misal. —Y le arrojó un libro ricamente encuadernado, en un estuche de terciopelo y guarnecido con broches de plata—. Este libro de Horas vale tanto como los vuestros de oraciones.

Mergy leyó en el lomo: Horas de la corte.

—La encuadernación es buena  —dijo desdeñosamente, devolviéndole el libro.

El capitán lo abrió y se lo devolvió sonriendo. Mergy leyó entonces en la primera página: La muy horrenda vida del gran Gargantúa, padre de Pantagruel, compuesta por el señor Alcofribas, abstractor de Quintaesencia.

—¿Qué me dices de este libro?  —dijo el capitán riendo—; hago más caso de él que de todos los volúmenes de teología de la biblioteca de Ginebra.

—El autor de ese libro, según dicen, estaba repleto de sabiduría, pero no hizo buen uso de ella.

Jorge se encogió de hombros.

—Lee ese libro, Bernardo, y ya me hablarás de él.

Tomó Mergy el libro, y tras un momento de silencio respondió: «Lamento que un despecho, sin duda legítimo, te haya impulsado a un acto del que seguramente te arrepentirás algún día.»

El capitán bajaba la cabeza, y sus ojos, clavados en la alfombra extendida a sus pies, parecían examinar detenidamente los dibujos. «Lo hecho, hecho está, —dijo al fin con un suspiro ahogado—. Tal vez vuelva algún día al sermón —añadió más alegre—. Pero terminemos con esto, y prométeme no volver a hablarme nunca de cosas tan enojosas.

—Espero que tus propias reflexiones hagan más que mis sermones o consejos.

—¡De acuerdo! Ahora, hablemos de tus asuntos. ¿Qué te propones al venir a la corte?

—Espero ser suficientemente recomendado al señor Almirante como para que se digne admitirme en el número de sus nobles en la campaña que va a emprender en los Países Bajos.

—Mal plan. No conviene que un hidalgo que se siente con valor y que lleva espada al cinto, acepte de buen grado el papel de lacayo. Entra como voluntario en la guardia del rey; en mi compañía de caballería ligera, si quieres. Harás la campaña a las órdenes del Almirante, como todos nosotros pero, al menos, no serás criado de nadie.

—No tengo el menor deseo de ingresar en la guardia del rey, y hasta me repugna. Me gustaría ser soldado en tu compañía, pero mi padre quiere que haga mi primera campaña a las órdenes inmediatas del señor Almirante.

—¡Qué propio de los hugonotes es eso! Predicáis la unión, y os dominan, más que a nosotros, los antiguos resentimientos.

—¿Cómo?

—Sí, el rey es siempre para vosotros un tirano, un Achab, como lo llaman vuestros ministros. ¿Qué digo? ni siquiera es rey, sino un usurpador, y desde la muerte de Luis XIII, Gaspard I es el rey de Francia.

—¡Vaya una broma pesada!

—Por lo demás, da lo mismo que entres al servicio del viejo Gaspard como al del duque de Guisa; el señor de Châtillon es un gran capitán, y a sus órdenes aprenderás la guerra.

—Hasta sus enemigos lo estiman.

—Hay, sin embargo, cierto disparo que lo perjudicó bastante.

—Probó su inocencia, y, además, su vida entera desmiente el cobarde asesinato de Poltrot.

—¿Conoces el axioma latino: Fecit cui profuit? Sin ese disparo, Orléans habría sido tomada.

—Después de todo, sólo era un hombre de menos en el ejército católico.

—Sí, ¡pero qué hombre! No has oído pues nunca estos dos malos versos, que valen tanto como vuestros salmos:

Autant que sont de Guisards demeurés,

Autant a-t-il en France de Mérés.

—Pueriles amenazas, y nada más. La letanía sería larga si tuviera que narrar todos los crímenes de los guisardos.

—Además, si yo fuera rey de Francia, esto es lo que me gustaría hacer para restablecer la paz: Haría meter a todos los Guisa y a todos los Châtillon en un buen saco de cuero, bien cosido y bien atado; luego mandaría que lo arrojaran al mar con cien libras de hierro, por miedo a que uno solo de ellos escapara. Hay además algunas personas más que me gustaría introducir en el citado saco.

—Afortunadamente no eres rey de Francia.

La conversación tomó entonces un sesgo más divertido: abandonaron la política y la teología, y los dos hermanos se contaron todas las pequeñas aventuras que les habían sucedido desde que se habían separado. Mergy fue lo sufientemente franco como para contar la historia que le había ocurrido en la hostería del León de Oro: su hermano se rio de buena gana, y bromeó mucho acerca de la pérdida de sus dieciocho escudos y de su hermoso caballo alazán.

El sonido de las campanas de una iglesia próxima, se oyó.

—¡Pardiez! —exclamó el capitán—. Vamos al sermón esta tarde; estoy seguro de que te divertirás.

—Te lo agradezco, pero no tengo aún ganas de convertirme.

—Ven, querido, es el hermano Lubin quien debe predicar hoy. Es un franciscano que hace la religión tan divertida, que hay siempre un gentío para escucharlo. Además toda la corte debe acudir hoy a Saint-Jacques; es un espectáculo digno de ver.

—¿Estará allí la señora condesa de Turgis, y se quitará el antifaz?

—Sin duda, no puede dejar de ir. Si quieres colocarte en los bancos, no olvides, al salir del sermón, situarte junto a la puerta de la iglesia para ofrecerle el agua bendita. He ahí una de las hermosas ceremonias de la religión católica. ¡Dios!, ¡cuántas bonitas manos no he tocado, cuántas cartas de amor no he entregado al ofrecer el agua bendita!

—No sé, pero esa famosa agua bendita me repugna tanto, que creo que por nada en el mundo introduciría en ella un dedo.

El capitán lo interrumpió con una carcajada. Los dos cogieron las capas y fueron a la iglesia de Saint-Jacques, donde ya se hallaba reunida una numerosa y selecta concurrencia.

V.- EL SERMÓN

Cuando el capitán y su hermano cruzaban la iglesia para buscar un sitio cómodo y próximo al predicador, atrajeron su atención unas carcajadas que salían de la sacristía; entraron en ella y vieron a un hombre grueso, con cara gozosa y satisfecha, vestido con el hábito de San Francisco, que mantenía una animada conversación con media docena de jóvenes ricamente vestidos.

—Vamos, hijos míos  —decía— daos prisa, que las damas se impacientan; indicadme el tema del sermón.

—Habladnos de las jugadas que hacen las señoras a sus maridos —dijo uno de los jóvenes, que Jorge reconoció al instante como Béville.

—El tema es interesante, lo reconozco, muchacho; pero ¿qué puedo yo decir que supere el sermón del predicador de Pontoise, que exclamó: «¡Voy a lanzar mi bonete a la cabeza de aquella de entre vosotras que haya puesto más cuernos a su marido!» E inmediatamente no hubo ni una sola mujer en la iglesia que no se cubriera la cabeza con el brazo o con la capa, como para parar el golpe.»

—¡Oh, padre Lubin! —exclamó otro— he venido al sermón por vos; contadnos hoy algo interesante; habladnos un poco del pecado de amor, que tan de moda está hoy en día.

—¡De moda!, sí, para vosotros, señores, que no tenéis más que veinticinco años; pero yo tengo ya cincuenta cumplidos. A mi edad ya no puede hablarse de amor. He olvidado lo que es ese pecado.

—No os hagáis el mojigato, padre Lubin; sabríais disertar sobre ese tema tan bien como siempre; os conocemos.

—Sí, predicad sobre la lujuria —añadió Béville— todas las damas dirán que vos estáis repleto de vuestro tema.

El franciscano respondió a esta broma con un guiño malicioso, en el que se dejaban ver el orgullo y el placer que experimentaba al oírse reprochar un vicio propio de un hombre joven.

—No, no quiero predicar sobre eso, porque nuestras bellas de la corte no querrían volver a confesarse conmigo, si me mostrara demasiado severo en este tema; y, en conciencia, si hablara de ello sería para mostrar cómo se condena uno para siempre… ¿por qué?… por un solo minuto de placer.

—¡Y bien!… ¡Ah! ¡He aquí al capitán! ¡Vamos, Jorge, danos un tema para el sermón! El padre Lubin se ha comprometido a predicar sobre el primer asunto que le propongamos.

—Sí, —dijo el cura— pero daos prisa, ¡por mi vida! pues ya debería estar en el púlpito.

—¡Cáspita, padre Lubin! ¡juráis tan bien como el rey! —exclamó el capitán.

—Apuesto a que no juraría en su sermón —dijo Béville.

—¿Y por qué no, si me vinieran ganas de hacerlo? —respondió atrevidamente el padre Lubin.

—Apuesto diez escudos a que no os atreveríais.

—¡Diez escudos! ¡Van!

—Béville —dijo el capitán— voy a medias en tu apuesta.

—No, no —repitió Béville—; quiero ganar yo solo el dinero del buen padre; y a fe mía que si jura, no añoraré mis diez escudos: juramentos de predicador bien valen diez escudos.

—Pues os advierto que ya he ganado —dijo el padre Lubin—; empiezo el sermón con tres juramentos. ¡Ah! ¿Creéis señores hidalgos, que porque lleváis espada al cinto y pluma en el sombrero sois los únicos que tenéis talento para jurar? ¡Vamos a verlo!

Mientras hablaba salió de la sacristía, y en un momento subió al púlpito. Inmediatamente reinó en la iglesia el más profundo silencio.

El predicador recorrió con la mirada la multitud que se agolpaba alrededor del púlpito, como para buscar al que había apostado con él; y cuando lo vio recostado sobre un pilar precisamente enfrente de él, frunció el ceño, se puso un puño en la cadera, y con el acento de un hombre encolerizado empezó de este modo:

«Queridos hermanos:

«¡Por la virtud! ¡por la muerte!, ¡por la sangre!…»

Un murmullo de sorpresa y de indignación interrumpió al predicador, o más bien, ocupó la pausa que él dejaba  ex profeso.

«… de Dios —continuó diciendo el franciscano con voz devota—, fuimos redimidos y librados del infierno.

Una carcajada general lo interrumpió por segunda vez. Béville sacó la bolsa del cinto y la sacudió con afectación, reconociendo así que había perdido.

«Pues bien, hermanos míos —prosiguió el imperturbable hermano Lubin— ¿ya estáis contentos, verdad? Estamos salvados y librados del infierno. Hermosas palabras, pensáis; no tenemos más que cruzarnos de brazos y regocijarnos. Estamos libres del horrible fuego del infierno. En cuanto al del purgatorio, no es sino quemadura de una vela que se cura con el ungüento de una docena de misas. ¡Vamos pues! Comamos, bebamos, vayamos a visitar a Catin.

¡Ah, qué empedernidos pecadores sois! ¡con eso contáis! Pero, en ese asunto, os lo dice el hermano Lubin, no contáis con vuestro huésped.

¿Creéis pues, señores herejes, hugonotes que hugonotizáis, creéis que es para libraros del infierno por lo que nuestro Salvador se dejó clavar en una cruz? ¡Cualquier tonto lo diría! ¡Ah! ¡ah! sí, de verdad, ¡por semejante chusma habría Él derramado su preciosa sangre! Eso habría sido, con perdón de la expresión, arrojar perlas a los cerdos, y justo al contrario, Nuestro Señor arrojaba los cerdos a las perlas: pues las perlas están en el mar y Nuestro Señor arrojó dos mil cerdos al mar. Et ecce impetu abiit totus grex praeceps in mare. ¡Buen viaje, señores cerdos, ojalá sigan el mismo camino todos los herejes!»

Aquí el orador tosió y se detuvo un momento para observar la asamblea y gozar del efecto que producía su elocuencia sobre los fieles. Luego continuó:

«Así pues, señores hugonotes, convertíos y pronto; de lo contrario… ¡maldito sea! no estáis salvados ni librados del infierno, por lo tanto, dad la espalda a vuestros sermones y ¡viva la misa!

Y vos, mis queridos hermanos católicos, os frotáis ya las manos y os chupáis los dedos pensando en los arrabales del paraíso. Francamente, hermanos míos, hay más distancia entre la corte donde vivís y el paraíso (incluso tomando un atajo) que entre Saint-Lazare y la puerta de Saint-Denis.

LA VIRTUD, LA MUERTE, LA SANGRE DE DIOS os han salvado y librado del infierno… Sí, librándoos del pecado original, de acuerdo; pero tened cuidado de que no os vuelva a atrapar Satanás. Os lo digo: Circuit quaerens quem devoret.

¡Oh mis queridos hermanos! Satanás es mejor espadachín que Grand-Jean, que Jean-Petit y que los ingleses, y, os lo digo de verdad, los asaltos que nos dedica son muy rudos.

Pues, tan pronto como dejamos nuestros jaquettes para ponernos calzones, es decir, tan pronto como alcanzamos la edad de pecar mortalmente, el señor Satanás nos atrae al Pré-aux-Clercs de la vida. Las armas que nosotros llevamos son los divinos sacramentos; él lleva todo un arsenal: nuestros pecados, que son a la vez armas ofensivas y defensivas.

Me parece verlo entrar en el campo del honor: lleva la Gula sobre el vientre, es su coraza; la Pereza le sirve de espuelas; en su cinto lleva la Lujuria que es una espada peligrosa de doble filo; la Envidia es su daga; lleva el Orgullo sobre la cabeza como un soldado su caso; guarda en su bolsillo la Avaricia para servirse de ella en caso de necesidad; la Cólera, junto a las injurias y todo cuanto les sigue, las lleva en la boca: esto os demuestra que va armado hasta los dientes.

Cuando Dios da la señal, Satanás no os pregunta, como esos duelistas corteses: «¿Caballero, estáis preparado?», sino que se lanza sobre el cristiano, con la cabeza bajada, y sin avisar. El cristiano que se da cuenta de que va a recibir una estocada de la Gula en mitad del estómago, debe parar valiéndose del Ayuno.»

Aquí el predicador, para hacerse más inteligible, descolgó un crucifijo y comenzó a actuar con él, dando estocadas y haciendo paradas, como un maestro de armas lo haría con su florete para demostrar un golpe difícil.

«Satanás, retirándose, le descarga un gran golpe de Cólera; luego una finta de Hipocresía lanza en cuarta una estocada de Orgullo. El cristiano, al principio se cubre con la Paciencia, y luego responde al Orgullo con un golpe de Humildad. Satanás, irritado, le infringe primero un puntazo de Lujuria; pero, viéndose rendido por una serie de Mortificaciones, se lanza a cuerpo descubierto contra su adversario, le da a la vez una zancadilla de Pereza y un golpe de daga de Envidia, mientras trata de hundirle la Avaricia en el corazón. Es estonces cuando hay que tener buen pie y buen ojo. Por el Trabajo uno se libra de la zancadilla de Pereza, de la daga de Envidia por el Amor al prójimo (parada muy difícil, hermanos míos); y en cuanto a la estocada de Avaricia, sólo la Caridad puede desviarla.

Pero, hermanos míos, ¿cuántos hay entre vosotros, atacados así en tercera y en cuarta, de punta y de filo, que podrían presentar una parada siempre dispuesta contra todos los ataques del enemigo? He visto más de un campeón derribado, y entonces, si no echa mano rápidamente de la Contrición, está perdido; y ese último recurso hay que emplearlo más pronto que tarde. Vosotros cortesanos creéis que no se tarda mucho en pronunciar un peccavi. Sin embargo, hermanos míos, ¡cuántos pobres moribundos quieren decir peccavi, la voz les falta diciendo pec y ¡ya está! ¡un alma ganada por el diablo!; ¡que vaya a buscarla quien se atreva!»

El hermano Lubin continuó aún algún rato dando rienda suelta a su elocuencia; y, cuando abandonó el púlpito, un amante del buen decir observó que el sermón, que no había durado sino una hora, contenía treinta y siete agudezas e innumerables rasgos de ingenio semejantes a los que acabo de citar. Católicos y protestantes habían aplaudido por igual al predicador, que permaneció mucho tiempo al pie del púlpito, rodeado de numerosas personas que venían de todas las partes de la iglesia a felicitarlo.

Durante el sermón, Mergy había preguntado repetidas veces dónde estaba la condesa de Turgis; su hermano la había buscado inútilmente con la vista. O la bella condesa no se hallaba en la iglesia, o se ocultaba de sus admiradores en algún rincón oscuro.

—Me gustaría  —decía Mergy al salir—, que todas las personas que acaban de asistir a este absurdo sermón oyesen ahora mismo las sencillas exhortaciones de alguno de nuestros ministros…

—Ahí está la condesa de Turgis —le dijo en voz baja el capitán, apretándole el brazo.

Mergy volvió la cabeza y vio pasar por el oscuro portalón, con la rapidez del relámpago, a una mujer ricamente engalanada, que llevaba de la mano un joven rubio, delgado, endeble, de cara afeminada, y cuyo traje mostraba una negligencia posiblemente estudiada. La muchedumbre se apartaba ante ellos con una diligencia mezclada de terror. Aquel caballero era el terrible Comminges.

Mergy apenas tuvo tiempo de echar una ojeada a la condesa. No pudo ver bien sus facciones, y, pese a ello, éstas le causaron una gran impresión. Comminges le había desagradado profundamente, sin que pudiera explicarse por qué. Se indignaba de ver a un hombre tan débil en apariencia y poseedor de tanta fama. «Si por casualidad, pensó, la condesa amara a alguno de los que forman esta muchedumbre, ese odioso de Comminges lo mataría, pues ha jurado matar a todos a quienes ella ame». E instintivamente puso la mano en la guarda de su espada; pero al instante se avergonzó de este gesto. «¿Qué me importa, después de todo? No le envidio su conquista, que, por otra parte, casi no he visto». No obstante, estas ideas le habían dejado una penosa impresión, y durante todo el camino desde la iglesia hasta la casa del capitán guardó silencio.

Hallaron la cena servida. Mergy comió poco; y tan pronto como quitaron la mesa, quiso regresar a su hostería. El capitán consintió en dejarlo marchar, pero con la promesa de que, al día siguiente, vendría a instalarse definitivamente en su casa.

No es necesario decir que Mergy encontró en casa de su hermano dinero, caballo, etc., además de conocer al sastre de la corte y al único comerciante en cuyo establecimiento un caballero, deseoso de ser bien mirado por las damas, podía comprar sus guantes, sus golas à la confusión y sus zapatos à cric o à pont levis.

Por fin, como la noche era muy oscura, regresó a su alojamiento acompañado de dos lacayos de su hermano, armados con pistolas y espadas; pues las calles de París, después de las ocho de la tarde, eran entonces más peligrosas que lo es en la actualidad la carretera de Sevilla a Granada.

VI.- UN JEFE DE PARTIDO

Bernardo de Mergy, de vuelta a su humilde posada, dirigió una triste mirada al mobiliario usado y descolorido. Cuando comparó mentalmente las paredes de su cuarto, en otro tiempo blanqueadas con cal y ahora  ahumadas y ennegrecidas, con los brillantes tapices de seda del apartamento que acababa de dejar; cuando se acordó de aquella bella Virgen pintada, y no vio en la pared que tenía delante más que una vieja estampa de santo, una idea bastante vil entró en su alma. Ese lujo, esa elegancia, los favores de las damas, las amabilidades del rey, tantas cosas deseables, sólo le habían costado a Jorge una palabra, una sola palabra fácil de pronunciar, pues bastaba que saliera de los labios, ya que nadie iba a interrogar el fondo del corazón. Inmediatamente se le vinieron a la memoria los nombres de numerosos protestantes que, al abjurar de su religión, se habían visto elevados a honores; y, como el diablo se vale de cualquier arma, la parábola del Hijo pródigo se le vino a la memoria, aunque con una extraña moraleja: que se le haría mayor fiesta a un hugonote convertido que a un católico perseverante.

Esas ideas, que se reproducían bajo todas las formas y en contra de su voluntad, le obsesionaban y le inspiraban hastío. Cogió una Biblia de Ginebra, que había pertenecido a su madre, y leyó durante un rato. Una vez calmado, dejó el libro y, antes de cerrar los ojos, se juró a sí mismo vivir y morir en la religión de sus mayores.

Pese a la lectura y al juramento, sus sueños recordaron las aventuras vividas durante la jornada. Soñó con cortinas de seda púrpura, con vajilla de oro; luego se derribaban las mesas, las espadas brillaban y la sangre corría con el vino. Luego la Virgen pintada cobraba vida; salía de su marco y bailaba ante él. Intentaba grabar sus rasgos en la memoria, y sólo entonces se percataba de que llevaba un antifaz negro. Pero, ¡qué ojos azul oscuro y qué dos franjas de piel blanca se veían por las aberturas del antifaz! Los cordones del antifaz se caían y aparecía un rostro celestial, pero sin contornos fijos; era como la imagen de una ninfa en un agua en movimiento. Involuntariamente bajaba él los ojos, los levantaba rápidamente, pero ya no veía sino al terrible Comminges, con una espada ensangrentada en la mano.

Se levantó temprano, mandó trasladar su ligero equipaje a casa de su hermano, y negándose a visitar con él las curiosidades de la ciudad, fue solo al palacio de Châtillon, para presentar al Almirante la carta que su padre le había dado.

Encontró el patio del palacio atestado de criados y caballos, entre los cuales le costó trabajo abrirse paso hasta una vasta antecámara llena de escuderos y pajes, quienes, aunque no tenían más armas que sus espadas, no dejaban de formar una guardia imponente en torno al Almirante. Un ujier con uniforme negro, al ver la valona de encaje de Mergy y una cadena de oro que le había prestado su hermano, no puso problemas para introducirlo en la galería en la que se hallaba su señor.

Rodeaban al Almirante caballeros, hidalgos, ministros del Evangelio, en número de más de cuarenta, todos de pie, con la cabeza descubierta y en respetuosa actitud. Él estaba vestido con sencillez, todo de negro. Era de elevada estatura, pero algo encorvado, y las fatigas de la guerra habían impreso en su despejada frente más arrugas que los años. Una larga barba blanca le caía sobre el pecho. Sus mejillas, hundidas por naturaleza, lo parecían aún más a causa de una herida cuya cicatriz ocultaba apenas su largo bigote: en la batalla de Moncontour, un pistoletazo le había perforado la mejilla y roto varios dientes. La expresión de su fisonomía era más triste que severa, y se decía que desde la muerte del valiente d’Andelot nadie lo había visto sonreír. Estaba de pie, con la mano apoyada en una mesa cubierta de mapas y planos, en medio de los cuales se alzaba una enorme Biblia en cuarto. Mondadientes diseminados entre los mapas y los papeles recordaban una costumbre que le ridiculizaban con frecuencia. Sentado al extremo de la mesa, un secretario parecía muy ocupado escribiendo cartas, que daba luego al Almirante para que las firmase.

Al ver a aquel gran hombre que, para sus correligionarios, era más que un rey, pues reunía en una sola persona al héroe y al santo, Mergy se sintió invadido de tal respeto, que al acercarse a él puso involuntariamente una rodilla en tierra. El Almirante, sorprendido y enfadado por esta extraordinaria muestra de veneración, le hizo seña de levantarse y cogió algo malhumorado la carta que el entusiasta joven le entregó. Echó una ojeada al escudo del sello. «Es de mi antiguo compañero el barón de Mergy, —dijo— y os parecéis de tal manera, joven, que tenéis que ser hijo suyo.

—Señor, mi padre habría deseado que su avanzada edad le hubiese permitido venir en persona a presentaros sus respetos.

—Señores  —dijo Coligny después de leer la carta y volviéndose a las personas que lo rodeaban—, os presento al hijo del barón de Mergy, que ha recorrido más de doscientas leguas para ser de los nuestros. Parece que no nos faltarán voluntarios para Flandes. Señores, os pido vuestra amistad para este joven; todos tenéis en gran estima a su padre.

Al instante recibió Mergy veinte abrazos y otros tantos ofrecimientos de servicios.

—¿Habéis participado ya en alguna guerra, Bernardo, amigo mío? —preguntó el Almirante. ¿Habéis oído alguna vez el disparo de los arcabuces?

Mergy respondió sonrojándose que aún no había tenido la dicha de combatir por la religión.

—Más bien os habéis de felicitar, joven, de no haber tenido que derramar la sangre de vuestros conciudadanos —dijo Coligny con tono grave—; ¡gracias a Dios, —añadió con un suspiro— ha terminado la guerra civil! la religión respira, y, más feliz que nosotros, no emplearéis la espada sino contra los enemigos de vuestro rey y de vuestra patria. —Y luego, posando la mano en el hombro del joven añadió—: Estoy seguro de que no desmentiréis la sangre de la que procedéis. Según los deseos de vuestro padre, serviréis primero con mis nobles, y cuando encontremos a los españoles, arrebatadle una bandera, y  seréis portaestandarte de mi regimiento.

—¡Os juro —exclamó Mergy con tono resuelto— que en el primer encuentro seré portaestandarte, o mi padre se quedará sin hijo!

—Bien, muchacho; hablas como hablaba tu padre. —Luego llamó a su intendente—He aquí a mi intendente, maese Samuel; si necesitas dinero para equiparte, dirígete a él.

El intendente se inclinó ante Mergy, que se apresuró a darle las gracias y a rechazar la ayuda. «Mi padre y mi hermano —dijo— proveen  a mi sostenimiento.

—¿Vuestro hermano?… ¿Es el capitán Jorge Mergy, que desde las primeras guerras, abjuró de su religión?

Mergy bajó tristemente la cabeza; movió los labios, pero no se oyó su respuesta.

—Es un soldado valiente —prosiguió el Almirante—; pero ¿qué es el valor sin el temor de Dios? Joven, tenéis en vuestra familia un modelo que seguir y un ejemplo que evitar.

—Procuraré imitar las acciones gloriosas de mi hermano…, y no su cambio.

—¡Vamos, Bernardo, venid a verme a menudo, y tratadme como amigo. No os halláis en un lugar de muy buenas costumbres, pero espero sacaros pronto de aquí para conduciros adonde puede ganarse la gloria.

Mergy se inclinó y se retiró del círculo que rodeaba al Almirante.

—Señores, —dijo Coligny, prosiguiendo la conversación que la llegada de Mergy había interrumpido— recibo de todas partes buenas noticias. Los asesinos de Rouen han sido castigados…

—Los de Toulouse no lo han sido aún —dijo un ministro anciano de fisonomía sombría y fanática.

—Os engañáis, caballero. Acabo de recibir la noticia. Además, en Toulouse se ha instalado ya la cámara mixta. Cada día su Majestad nos demuestra que la justicia es igual para todos.

El anciano ministro movió la cabeza con expresión de incredulidad.

Un viejo de barba blanca y vestido de tercipelo negro exclamó: «¡Sí, su justicia es la misma, pero Carlos y su digna madre querrían matar de un solo golpe a los Châtillon, los Montmorency y los Guisa, todos juntos!

—Hablad más respetuosamente del rey, señor de Bonissan  —dijo Coligny con tono severo—. Olvidemos de una vez los viejos rencores. Que no se diga que los católicos practican mejor que nosotros el divino precepto de olvidar las injurias.

—¡Por los huesos de mi padre! eso les es mucho más fácil que a nosotros —murmuró Bonissan—. Veintitrés parientes míos martirizados no se me borran fácilmente de la memoria.

Hablaba así con acritud, cuando un anciano caduco, de rostro repulsivo y envuelto en una capa gris muy raída, entró en la galería, se abrió paso entre los presentes y entregó a Coligny un pliego sellado.

—¿Quién sois?  —preguntó éste sin romper el sello.

—Un amigo  —respondió con voz ronca el anciano. Y salió inmediatamente.

—Yo he visto a ese hombre salir esta mañana del palacio de Guisa —dijo un caballero.

—En un mago —dijo otro.

—Un envenenador —añadió un tercero.

—El duque de Guisa lo envía para envenenar al Almirante.

—¡Envenenarme! —dijo el Almirante encogiéndose de hombros—, ¡envenenarme con una carta!

—¡Acordaos de los guantes de la reina de Navarra! —exclamó Bonissan.

—¡Creo tan poco en el veneno de los guantes como en el de la carta; pero sí creo que el duque de Guisa no puede cometer una cobardía!

Iba a abrir la carta, cuando Bonissan se precipitó sobre él y le asió las manos, gritando: «¡No la abráis, que vais a aspirar un veneno mortal!»

Todos los asistentes se agruparon en torno del Almirante, que se esforzaba por deshacerse de Bonissan.

—¡Veo salir de la carta un vapor negro! —exclamó una voz.

—¡Tiradla, tiradla! —fue el grito general.

—¡Dejadme, locos! —decía el Almirante, debatiéndose. En esa especie de forcejeo que se veía obligado a mantener, cayó la carta al suelo.

—¡Samuel, amigo mío! —exclamó Bonissan— mostraos buen servidor. Abrid ese paquete y no lo devolváis a vuestro amo hasta estar seguro de que no contiene nada sospechoso.

El encargo no agradaba mucho al intendente. Sin titubear, Mergy recogió la carta y rompió el sello. Al instante se halló muy cómodamente en el centro de un círculo vacío, pues todos habían retrocedido como si fuese a estallar una mina en medio de la habitación; sin embargo, no salió ningún vapor, ni estornudó nadie. Todo cuanto contenía el terrible sobre era un papel bastante sucio con algunas líneas escritas.

Las mismas personas que habían sido las primeras en apartarse fueron también las primeras en volver a acercarse riendo tan pronto como hubo desaparecido todo amago de peligro.

—¿Qué significa esta impertinencia? —exclamó Coligny enfadado y deshaciéndose al fin del abrazo de Bonissan—: ¡abrir una carta que viene dirigida a mí!

—Señor Almirante —dijo Mergy—, si por casualidad hubiera contenido ese papel algún veneno bastante sutil para mataros al respirarlo, habría sido preferible que la víctima fuese un joven como yo que no vos, cuya existencia es tan preciosa para la religión.

Un murmullo de admiración se elevó a su alrededor. Coligny le estrechó la mano con ternura, y tras un momento de silencio le dijo bondadosamente: «Pues ya que la has abierto, léenos lo que contiene.»

Mergy leyó lo que sigue:

«El cielo está iluminado por Occidente de resplandores sangrientos. Han desaparecido estrellas en el firmamento y se han visto por los aires espadas inflamadas. ¡Hay que estar ciego para no comprender lo que presagian esas señales! ¡Gaspard, cíñete la espada, calza las espuelas, o bien dentro de pocos días los grajos se alimentarán con tu carne!»

—Los grajos designan a los Guisa —dijo Bonissan—; se ha puesto el nombre del pájaro en lugar de la letra que tiene la misma pronunciación.

El Almirante se encogió de hombros, desdeñosamente, y todos guardaron silencio; era evidente que la profecía había causado una cierta impresión en la asamblea.

—¡Cuánta gente hay en París que se ocupa en tonterías! —dijo fríamente Coligny—. ¿No dicen que hay en París cerca de diez mil pillos que sólo viven del oficio de predecir el futuro?

—El aviso, como tal, no es de despreciar —dijo un capitán de infantería—. El duque de Guisa ha dicho bastante públicamente que no dormiría tranquilo hasta que os hubiese hundido la espada en el vientre.

—¡Es tan fácil a un asesino llegar hasta vos! —añadió Bonissan—. Si yo estuviera en vuestro lugar, no iría al Louvre sin coraza.

—¡Vamos, amigo mío —dijo el Almirante—. Los asesinos no atacan a veteranos como nosotros. Nos temen más que nosotros a ellos.

Habló luego un rato de la campaña de Flandes y de los asuntos de la religión. Varias personas le entregaron memoriales para que los presentase al rey; él los recibía todos bondadosamente, dirigiendo afables palabras a cada solicitante. Dieron las diez, y pidió el sombrero y los guantes para ir al Louvre. Algunos de los presentes se despidieron de él; muchos lo acompañaron para servirle de comitiva y de guardia a la vez.

VII

Tan pronto como el capitán divisó de lejos a su hermano, le gritó: «¿Qué tal? ¿has visto a Gaspard I? ¿Cómo te ha recibido?

—Con una bondad que no olvidaré jamás.

—Me alegro mucho.

—¡Oh, Jorge, qué hombre!…

—¡Qué hombre! Un hombre poco más o menos como otro cualquiera; un hombre que tiene más de ambición y paciencia que mi lacayo, esto sin hablar de la diferencia de origen. El nacimiento del señor de Châtillon ha hecho mucho en su favor.

—¿Es su cuna la que le ha enseñado el arte de la guerra y la que lo ha convertido en el primer capitán de nuestro tiempo?

—Claro que no, pero su mérito no le ha librado siempre de ser vencido… ¡Bah! dejemos eso. Hoy has visto al Almirante, está muy bien; a tal señor, tal honor, y había que comenzar por hacer la corte al señor de Châtillon. Ahora… ¿quieres venir mañana de caza? te presentaré allí a alguien que merece la pena de ser conocido; me refiero a Carlos, rey de Francia.

—¿Voy a ir a la cacería del rey?

—Sin duda, y allí verás las mujeres más hermosas y los mejores caballos de la corte. La cita es en el castillo de Madrid, y allí debemos estar mañana bien temprano. Te daré mi caballo tordo, y te garantizo que no tendrás que picar espuelas para estar siempre tras los perros.

Un lacayo entregó a Mergy una carta que acababa de llevar un paje del rey. Mergy la abrió, y su sorpresa fue igual que la de su hermano al hallar en ella su nombramiento de portaestandarte. El documento llevaba el sello real y estaba completamente en regla.

—¡Caramba —exclamó Jorge— he aquí un favor repentino! Pero, ¿cómo demonios te nombra portaestandarte Carlos IX, que no sabe que existes en el mundo?

—Creo debérselo al señor Almirante —respondió Mergy. Y entonces contó a su hermano la historia de la carta misteriosa que con tanto valor había abierto. Al capitán le hizo mucha gracia el final de la aventura, y se burló de ella despiadadamente.

VIII.- DIÁLOGO ENTRE EL LECTOR Y EL AUTOR

—¡Ah, señor autor, qué buena ocasión se os presenta para trazar retratos! ¡Y qué retratos! Vais a conducirnos al palacio de Madrid,  en medio de la corte. ¡Y qué corte! ¿Vais a mostrarnos esa corte franco-italiana? Dadnos a conocer, uno tras otro, cada uno de los caracteres que allí se distinguen. ¡Cuántas cosas vamos a aprender! ¡Qué interesante debe ser una jornada pasada entre tantos grandes personajes!

—¡Ah, señor lector! ¿Qué me estáis pidiendo? Me gustaría mucho tener el talento necesario para escribir una Historia de Francia; entonces no escribiría cuentos. Pero, decidme, ¿por qué queréis que os dé a conocer a personas que no deben tener ningún papel en mi novela?

—Pues, cometéis un gran error al no hacerles representar ningún papel. ¡Cómo! ¡vos me transportáis al año 1572, y pretendéis ahorraros los retratos de tantos hombres notables! Vamos, no debéis dudar. Comenzad; os proporciono la primera frase: La puerta del salón se abrió, y apareció…

—Pero, señor lector, no hay ningún salón en el palacio de Madrid; los salones…

—Bueno pues: La gran sala estaba repleta de gente… etc… entre la que se distinguía… etc.

—¿Quién queréis que se distinga allí?

—¡Pardiez, primo, Carlos IX!…

—¿Secundo?

—Alto ahí. Describa primero sus ropas, luego me haréis su retrato físico, y por fin, su retrato moral. Ése es en la actualidad el camino que debe seguir cualquier autor de novelas.

—¿Sus ropas? Estaba vestido con ropa de cazador, con un gran cuerno de caza colgado del cuello.

—Sois demasiado breve.

—Por lo que respecta a su retrato físico… esperad… ¡Caramba!, más valdría que fuerais a ver su busto en el museo de Angulema. Se encuentra en la sala segunda, con el número 98.

—Pero, señor autor, yo vivo en provincias, ¿queréis que vaya a París expresamente para ver un busto de Carlos IX?

—¡Está bien!, imagínese un joven bastante atlético, con la cabeza algo hundida entre los hombros; estira el cuello, y presenta torpemente la frente hacia adelante; la nariz es algo gruesa; tiene los labios finos, largos, y el labio superior muy sobresaliente; su tez es blanquecina, y sus grandes ojos verdes no miran jamás a la persona con la que está hablando. Por lo demás, no se lee escrito en sus ojos: SAN BARTOLOMÉ, ni nada parecido. Punto; sólo su expresión es más estúpida e inquieta que dura o huraña. Podéis imaginarlo bien si pensáis en un joven inglés que entra solo en un amplio salón donde todo el mundo está sentado. Cruza una fila de mujeres bien vestidas, que se callan a su paso. Enganchándose en el vestido de la una, golpeando la silla de la otra, con gran esfuerzo logra llegar hasta la anfitriona; y es entonces cuando se percata de que, al bajar del coche, la manga de su chaqueta ha rozado la rueda y se encuentra cubierta de barro. Sólo vos no habéis visto esas caras sorprendidas; tal vez, vos mismo os habéis mirado en un espejo antes de que la costumbre os haya tranquilizado respecto a vuestra entrada…

—¿Y Catalina de Médicis?

—¿Catalina de Médicis? ¡Diablos! no me acordaba de ella. Creo que es la última vez que escribo su nombre: es una mujer gruesa aún lozana, y, como suele decirse, bastante bien para su edad, con una nariz gruesa y los labios apretados, como alguien que empieza a notar los primeros síntomas de un mareo. Tiene los ojos medio cerrados y bosteza constantemente; su voz es monótona, y pronuncia con el mismo tono: ¡Ah! ¿quién me librará de esta odiosa bearnesa? y Madeleine, déle leche azucarada a mi perro de Nápoles.

—¡Bueno! pero hágale decir algunas palabras un poco más interesantes. Acaba de ordenar que envenenen a Juana de Albret, al menos ésos son los rumores que corren, y eso debe notarse.

—En absoluto; pues si notara, ¿qué sería del célebre disimulo? Además, ese día, estoy muy bien informado, no habló sino del tiempo.

—¿Y Enrique IV? ¿Y Margarita de Navarra? Mostradnos a Enrique, valiente y sobre todo galante; a Margarita deslizando una cartita de amor en la mano de un paje mientras Enrique, por su parte, aprieta la mano de una de las damas de honor de Catalina.

—Por lo que respecta a Enrique IV, nadie adivinaría en ese muchacho aturdido al héroe y futuro rey de Francia. Se ha olvidado ya de su madre que, sin embargo, murió hace sólo quince días. No habla nada más que con un montero, lanzado en una interminable disertación sobre los excrementos del ciervo que van a perseguir. Se la ahorro, sobre todo si, como espero, no es usted cazador.

—¿Y Margarita?

—Estaba algo indispuesta y no salió de su habitación.

—¡Qué buena forma de salir del paso! ¿Y el duque de Anjou? ¿y el principe de Condé? ¿y el duque de Guisa? ¿y Tavannes, Retz, La Rochefoucauld, Téligny? ¿y Thoré? ¿y Méru? ¡y tantos otros?

—A fe mía que los conocéis mejor que yo. Voy a hablaros de mi amigo Mergy.

—¡Ah! veo bien que no encontraré en vuestra novela lo que buscaba.

—Temo que así es.

IX.- EL GUANTE

La corte se encontraba en el palacio de Madrid. La reina madre, rodeada de sus damas, esperaba en su aposento que el rey fuera a almorzar con ella antes de montar a caballo; y el rey, acompañado de los príncipes, cruzaba lentamente una galería en donde se hallaban todos los hombres que habían de acompañarlo a cazar. Escuchaba distraídamente las frases que le dirigían los cortesanos, y, a veces, les contestaba con brusquedad. Al pasar por delante de los dos hermanos, el capitán dobló la rodilla y presentó al nuevo portaestandarte. Mergy, inclinándose profundamente, agradeció a Su Majestad el honor que acababa de recibir antes de haberlo merecido.

—¡Ah! ¿Luego sois vos de quien me ha hablado el Almirante? ¿Sois hermano del capitán Jorge?

—Sí, señor.

—¿Sois católico o hugonote?

—Señor, soy protestante.

—Os lo pregunto sólo por curiosidad; que el diablo me lleve si me importa la religión de los que me sirven bien.

Tras pronunciar tan memorables palabras, el rey entró en el aposento de la reina.

Momentos después se diseminaba por la galería un enjambre de mujeres, que parecía enviado para que tuviesen paciencia los caballeros. No hablaré más que de una de las bellezas de aquella corte, tan fértil en bellezas: me refiero a la condesa de Turgis, que tiene un gran papel en esta historia. Lucía un traje de amazona vistoso y galante a la vez, y aún no se había puesto el antifaz. El cutis, de deslumbrante blancura y uniformemente pálido, hacía resaltar más sus cabellos, negros como el azabache; las cejas, bien arqueadas y que se tocaban ligeramente por su extremo, daban a la fisonomía cierto matiz de dureza, o más bien de orgullo, sin disminuir en nada la gracia del conjunto de sus facciones. Al principio, en sus grandes ojos azules no se distinguía sino una expresión de desdeñosa arrogancia; pero en una conversación animada pronto se veía agrandarse sus pupilas y dilatarse como las de un gato; sus miradas se tornaban ardientes, y era difícil, incluso para un fatuo consumado, sostener un rato su mágica acción.

—¡La condesa de Turgis! ¡Qué hermosa está hoy! —murmuraban los cortesanos. Y todos se acercaban para verla mejor. Mergy, que se hallaba a su paso, quedó tan sorprendido de su belleza, que permaneció inmóvil y no pensó en retroceder para dejarla pasar hasta que las anchas mangas de seda de la condesa le rozaron el jubón.

Ella notó su emoción, que tal vez le halagara, y se dignó fijar un momento sus bellos ojos en los de Mergy, que se bajaron inmediatamente, mientras sus mejillas se cubrían de un intenso rubor. La condesa sonrió, y al pasar dejó caer ante nuestro héroe uno de sus guantes, que, aún inmóvil y fuera de sí, ni siquiera pensó en recoger. Al momento, un joven rubio (que no era sino Comminges), que se hallaba detrás de Mergy, lo empujó rudamente para pasar delante de él, se apoderó del guante y después de besarlo con respeto se lo entregó a la señora de Turgis. Ésta, sin darle las gracias, se volvió hacia Mergy, a quien miró un buen rato, aunque con expresión de desprecio, y luego, al ver junto a él al capitán Jorge, preguntó a éste en voz alta:

—Decidme, capitán, ¿de dónde ha salido este gran pazguato? Seguramente es algún hugonote, a juzgar por su cortesía.

Una carcajada general acabó por desconcertar al desdichado que era objeto de ella.

—Es mi hermano, señora, —contestó Jorge algo más bajo—; hace tres días que está en París, y os aseguro por mi honor que no es más torpe de lo que era Lannoy antes de que vos os ocuparais de pulirlo.

La condesa se ruborizó un poco.

—Capitán —le dijo— ésa es una broma de mal gusto. No habléis mal de los muertos. Dadme la mano; tengo que hablaros de una señora que no está muy contenta de vos.

El capitán le dio respetuosamente la mano y la condujo al hueco de una ventana apartada; pero, al andar, ella se volvió una vez más para mirar a Mergy.

Aún completamente deslumbrado por la aparición de la bella condesa, a quien ardía en deseos de mirar, y sobre la cual no se atrevía a alzar los ojos, Mergy notó que le golpeaban suavemente en el hombro. Se volvió y vio al barón de Vaudreuil que, cogiéndole de la mano, lo condujo aparte para hablarle sin temor de ser interrumpido, según decía.

—Querido amigo —le dijo el barón— sois nuevo en esta ciudad, y quizá no sepáis cómo portaros.

Mergy le miró con extrañeza.

—Vuestro hermano está ocupado, y no puede daros consejos; si permitís, yo lo reemplazaré.

—No sé, señor, lo que…

—Habéis sido gravemente ofendido, y al veros en esa actitud meditabunda no dudo de que estaréis pensando en la forma de vengaros.

—¿Vengarme? ¿y de quién? —preguntó Mergy, sonrojándose hasta el blanco de los ojos.

—¿No os ha empujado rudamente hace un instante Comminges? Toda la corte lo ha visto, y espera que vais a tomarlo muy a pecho.

—Pero —dijo Mergy— en una sala donde hay tanta gente, nada tiene de extraño que alguien me haya empujado involuntariamente.

—Señor Mergy, no tengo el honor de ser muy conocido de vos, pero vuestro hermano es íntimo amigo mío, y puede deciros que practico cuanto puedo el divino precepto de olvidar las ofensas. No quisiera embarcaros en una mala querella; pero al mismo tiempo creo que es mi deber deciros que Comminges no os ha empujado por descuido. Os ha empujado porque quería afrentaros; y, aunque no os hubiera empujado, os habría ofendido igualmente, porque al recoger el guante de la Turgis ha usurpado un derecho que os pertenecía. El guante estaba a vuestros pies, ergo sólo vos teníais derecho a recogerlo y devolverlo… Además, mirad, volveos, y veréis al extremo de la galería a Comminges, que os señala con el dedo y se burla de vos.

Mergy se volvió, y vio a Comminges rodeado de cinco o seis jóvenes, a quienes contaba riendo algo que ellos parecían escuchar con curiosidad. Nada probaba que en aquel grupo se hablase de él, pero ante las palabras de su caritativo consejero, Mergy sintió una violenta cólera deslizarse en su corazón.

—Después de la cacería iré a verlo —dijo— y por él sabré…

—¡Oh, no aplacéis nunca una resolución tan buena como ésta!; además, ofendéis mucho menos a Dios llamando a vuestro adversario inmediatamente después de la ofensa que después de haber tenido tiempo de reflexionar. En un momento de irritación, lo cual no es más que pecado venial, os dais cita para batiros; y si luego os batís, es por no cometer un pecado mucho mayor, como sería faltar a la palabra dada. Pero me olvido de que estoy hablando con un protestante. Sea como fuere, citaos con él al momento; voy a poneros al habla inmediatamente.

—Espero que no se niegue a darme las satisfacciones que me debe.

—Por lo que respecta a ese asunto, desengañaos, compañero. Comminges nunca ha dicho: He actuado mal. Por lo demás, es hombre muy galante, y os dará completa satisfacción.

Mergy hizo un esfuerzo para calmar su emoción y aparentar indiferencia.

—Si he sido insultado —dijo— necesito una satisfacción. Sea cual fuere, sabré exigirla.

—¡Muy bien, amigo! me agrada comprobar vuestra audacia, pues no ignoráis que Comminges es una de nuestras mejores espadas. A fe mía, es un hidalgo que domina perfectamente las armas. En Roma fue discípulo de Brambilla, y Petit-Jean no quiere ya combatir con él.

Mientras hablaba miraba atentamente el rostro algo pálido de Mergy, que parecía no obstante más emocionado por la ofensa que asustado por sus consecuencias.

—Me agradaría serviros de segundo en este asunto; pero, además de que tengo que comulgar mañana, estoy comprometido con el señor de Rhency, y no puedo batirme nada más que con él.

—Os lo agradezco, caballero; pero si llegamos a extremar las cosas, mi hermano me servirá de segundo.

—El capitán conoce a fondo esta clase de asuntos. Mientras tanto, os voy a traer a Comminges para que os expliquéis con él.

Mergy se inclinó, y volviéndose de cara a la pared, se ocupó en preparar los términos de su desafío y en poner el rostro de acuerdo con las circunstancias.

Para desafiar a alguien se requiere cierta gracia que, como otras muchas, se adquiere con la costumbre. Para nuestro héroe era su primer asunto, y por consiguiente, estaba algo turbado; pero en aquel momento temía menos recibir una estocada que decir algo impropio de un gentilhombre. Apenas había conseguido redactar mentalmente una frase enérgica y cortés, cuando el barón de Vaudreuil, cogiéndolo por el brazo, se la hizo olvidar al instante.

Comminges, con el sombrero en la mano e inclinándose con impertinente cortesía, le dijo con voz melosa:

—¿Deseáis hablarme, caballero?

El rostro de Mergy enrojeció de cólera, y al instante respondió con voz más firme de lo que él mismo habría esperado:

—Os habéis portado impertinentemente conmigo, y deseo que me déis una satisfacción.

Vaudreuil hizo con la cabeza un movimiento de aprobación; Comminges se irguió, y poniendo un brazo en jarras, postura de rigor en semejantes casos, dijo con mucha gravedad:

—Venís como demandante señor, y me corresponde la elección de armas en calidad de demandado.

—Decid las que os convienen.

Comminges pareció meditar un momento, tras el cual contestó:

—La espada de dos filos es un buen arma, pero sus heridas pueden desfigurar, y a nuestra edad, —añadió sonriendo— nadie quiere enseñar a su amante una cicatriz en medio del rostro. El estoque no produce más que un agujerito, pero es suficiente (Y volvió a sonreír). Elijo, pues, el estoque y el puñal.

—Muy bien —respondió Mergy. Y dio un paso para marcharse.

—¡Un  momento! —exclamó Vaudreuil— olvidáis citaros.

—Toda la corte va al Pré-aux-Clercs —dijo Comminges—, y si el señor no tiene algún otro sitio predilecto…

—¡De acuerdo! en el Pré-aux-Clercs.

—En cuanto a la hora… no me levantaré antes de las ocho, por razones que yo sé… ¿Me oís?… Esta noche no duermo en mi casa, y no podré estar en el Pré-aux-Clercs hasta eso de las nueve.

—Hasta las nueve, pues.

Al desviar Mergy los ojos vio bastante cerca de él a la condesa de Turgis, que acababa de dejar al capitán en conversación con otra dama. Como puede suponerse, al ver a la bella causante de tan mal asunto, nuestro héroe reforzó la gravedad de sus facciones y su fingida despreocupación.

—Desde hace algún tiempo —dijo Vaudreuil—, está de moda batirse con calzón rojo. Si no tenéis ninguno, os enviaré uno. Así no se ve la sangre y es más limpio.

—Eso me parece una puerilidad —respondió Comminges.

Mergy sonrió de bastante mala gana.

—Pues bien, amigos míos —dijo el barón de Vaudreuil, que parecía en su elemento—, ahora sólo se trata de buscar segundos y terceros para vuestro encuentro.

—Este señor acaba de llegar a la corte —dijo Comminges— y tal vez le cueste trabajo hallar un tercero; por esta razón, por condescendencia para con él, me contentaré con un segundo nada más.

Mergy contrajo con algún esfuerzo los labios para sonreír.

—No se puede ser más cortés —dijo el barón—. Y en verdad que da gusto entenderse con un caballero tan acomodaticio como el señor de Comminges.

—Como necesitáis un estoque de igual longitud que el mío —prosiguió —, os recomiendo la tienda de Laurent, El Sol de Oro, en la calle de la Ferronnerie; es el mejor armero de la ciudad. Decidle que vais de mi parte, y os servirá bien.

Al terminar estas palabras, hizo una pirueta y volvió con mucha calma al grupo de jóvenes que acababa de dejar.

—Os felicito, señor Bernardo —dijo Vaudreuil—; habéis salido bien de vuestro desafío. ¡Ya lo creo, muy bien! Comminges no está acostumbrado a que le hablen de ese modo. Le temen más que al fuego, sobre todo desde que mató al gran Canillac; porque en cuanto a Saint-Michel, que mató hace dos meses, no sacó de ello gran honor. Saint-Michel no era de los más diestros, mientras que Canillac había matado ya a cinco o seis caballeros, sin recibir ni un arañazo. Había estudiado en Nápoles con Borelli, y se decía que Lansac, al morir, le había legado la estocada secreta con la que tanto mal había hecho. En verdad, —prosiguió, como hablando consigo mismo—, Canillac había saqueado la iglesia de Auxerre y echado por tierra las hostias consagradas; no es sorprendente, pues, que fuese castigado por ello.

Mergy, a quien esos detalles distaban mucho de divertir, se creía obligado, no obstante, a continuar la conversación, por miedo a que acudiera a la imaginación de Vaudreuil alguna sospecha ofensiva para su valor.

—Por fortuna —dijo— no he saqueado ninguna iglesia, ni he tocado en mi vida una hostia consagrada; así que corro un peligro menos.

—Es necesario que os haga otra advertencia. Cuando crucéis el acero con Comminges, tened mucho cuidado con una de sus fintas, que le costó la vida al capitán Tomaso. Dijo que la punta de su espada se había roto. Tomaso puso entonces la punta de su espada por encima de la cabeza, esperando un fendiente; pero la espada de Comminges estaba muy entera, porque entró hasta un pie del pomo en el pecho de Tomaso, que éste descubría por no esperar una estocada de punta… Mas vosotros os batís con estoques, y no hay tanto peligro.

—Haré lo mejor que pueda.

—¡Ah, otra cosa! Escoged un puñal que tenga una cazoleta sólida; esto es muy útil para parar. ¿Veis esta cicatriz de mi mano izquierda? la tengo por haber salido un día sin puñal. El joven Tallard y yo tuvimos una pelea, y al carecer de puñal, creí perder la mano.

—¿Y él quedó herido? —preguntó distraídamente Mergy.

—Le maté, gracias a una promesa que hice a San Mauricio, mi patrón. Llevad también encima trapos e hilas; eso nunca está de más. No siempre queda uno muerto en el acto. También haríais bien en mandar que pongan vuestra espada en el altar durante la misa… Pero sois protestante… Una palabra más. No convirtáis en cuestión de honor el no empezar el ataque; al contrario, fatigad al adversario; si le falta aliento, ahogadle, y cuando veáis la cosa a punto, una buena estocada en el pecho, y vuestro hombre irá al suelo.

Habría continuado aún largo rato dando tan buenos consejos, si un gran ruido de trompas que se dejó oír no hubiera anunciado que el rey iba a montar a caballo. La puerta del aposento de la reina se abrió, y Sus Majestades, en traje de caza, se dirigieron a la escalinata.

El capitán Jorge, que acababa de dejar a su dama, volvió hacia su hermano, y dándole un golpecito en el hombro, le dijo alegremente:

—¡Por la misa! ¡Eres un pillo con suerte! ¡Miren al guapo de bigote de gato! no hace más que presentarse, y ya están locas por él todas las mujeres. ¿Sabes que la bella condesa acaba de hablarme de ti durante un cuarto de hora? ¡Vamos, ánimo! Durante la cacería galopa siempre a su lado y sé lo más galante que puedas. Pero ¿qué diablo tienes? se diría que estás enfermo; tienes la cara más larga que un ministro a quien vayan a quemar. ¡Vamos, caramba, alegría!.

—No tengo muchas ganas de ir de caza, y quisiera…

—Si no asistís a la cacería, —dijo en voz baja el barón de Vaudreuil— Comminges creerá que tenéis miedo de encontrarlo.

—Vamos —dijo Mergy, pasándose la mano por su ardiente frente. Consideró que era preferible esperar el final de la cacería para confiar la aventura a su hermano—. ¡Qué vergüenza —pensó— si la señora de Turgis llegase a creer que tengo miedo…, si pensase que la idea de un duelo próximo me impidiese recrearme en la caza!

X.- LA CACERÍA

Buen número de damas y caballeros ricamente vestidos, montados en caballos soberbios, se agitaba en todas direcciones en el patio del palacio. El sonido de las trompas, los ladridos de los perros, las ruidosas bromas de los jinetes, formaban un estrépito delicioso para los oídos de un cazador y execrable para cualquier otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a su hermano al patio, y, sin saber cómo, se encontró junto a la bella condesa, ya enmascarada y montada en un fogoso caballo andaluz que golpeaba el suelo con sus patas y mordía con impaciencia el bocado; pero, en aquel caballo, que habría requerido toda la atención de un jinete ordinario, ella parecía tan tranquila como sentada en un sillón de su cuarto.

El capitán se acercó, con el pretexto de apretar la barbada del andaluz.

—Aquí está mi hermano —dijo a media voz a la amazona, aunque lo bastante alto como para que lo oyera Mergy—. Tratad dulcemente al pobre muchacho; está chiflado desde cierto día que os vio en el Louvre.

—Ya he olvidado su nombre —contestó bastante bruscamente la condesa—. ¿Cómo se llama?

—Bernardo. ¿Observáis, señora, que su banda es de los mismos colores que vuestras cintas?

—¿Sabe montar a caballo?

—Vos juzgaréis.

La saludó y corrió tras una dama de honor de la reina, a la cual llevaba algún tiempo cortejando. Inclinado en el arzón de la silla y con la mano en la brida del caballo de la dama, pronto se olvidó de su hermano y de su arrogante compañera.

—¿Así que conocéis a Comminges, señor de Mergy? —preguntó la señora de Turgis.

—¿Yo, señora?… muy poco —respondió balbuceando.

—¡Pero estabais hablando con él hace un momento!

—Era la primera vez.

—Creo haber adivinado lo que le habéis dicho. —Y bajo su antifaz, sus ojos parecían querer leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama, que se acercó a la condesa, interrumpió la conversación, para gran satisfacción de Mergy, a quien ésta empezaba a incomodar demasiado. No obstante, continuó detrás de la condesa, sin saber muy bien por qué; tal vez esperaba así molestar un poco a Comminges, que lo observaba de lejos.

Salieron del palacio. Soltaron un ciervo, que se internó en el bosque; toda la comitiva corrió tras él, y Mergy notó, no sin cierto asombro, la destreza de la señora de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que le hacía franquear todos los obstáculos que le salían al paso. Mergy debió a la bondad del caballo árabe en que cabalgaba el no separarse de ella; pero, con gran mortificación suya, el conde de Comminges, tan bien montado como él, la acompañaba también, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, y de la particularísima atención con que seguía la caza, hablaba frecuentemente con la amazona, mientras Mergy envidiaba en silencio su ligereza, su despreocupación y, sobre todo, su talento para decir naderías agradables, que, a juzgar por lo que a él le disgustaban, debían divertir a la condesa. Por lo demás, ambos rivales, animados de noble emulación, no hallaban empalizadas bastante altas, ni fosos suficientemente anchos para detenerles, y veinte veces se expusieron a romperse el cuello.

De pronto, la condesa, separándose del grueso de la comitiva, entró en una senda del bosque que formaba ángulo con aquélla por donde el rey y la reina habían entrado.

—¿Qué hacéis —preguntó Comminges—; perdéis el camino; ¿no oís por este lado las trompas y los perros?

—¡Pues bien! id por la otra vereda; ¿quién os detiene?

Comminges no contestó y la siguió. Mergy hizo lo mismo y, cuando llevaban unos cien pasos por la senda, la condesa aminoró la marcha de su caballo. Comminges, a su derecha, y Mergy, a su izquierda, la imitaron inmediatamente.

—Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy, —dijo Comminges—; no se le ve ni una gota de sudor.

—Es un caballo árabe que un español le vendió a mi hermano. Mire la cicatriz de un espadazo que recibió en Moncontour.

—¿Vos habéis participado ya en la guerra? —preguntó la condesa a Mergy.

—No, señora.

—¿Así que no habéis recibido aún un arcabuzazo?

—No, señora.

—¿Ni una estocada?

—Tampoco.

Mergy creyó observar que ella se sonreía. Comminges levantaba su bigote con aire burlón.

—No hay nada que siente mejor a un joven hidalgo que una hermosa cicatriz —dijo— ¿qué opináis, señora?

—Sí, si ha sido bien ganada.

—¿Qué entendéis por «bien ganada»?

—Sí, una cicatriz es gloriosa si se ha ganado en el campo de batalla; pero no lo es si lo ha sido en un duelo; no conozco nada más despreciable.

—¿El señor de Mergy, imagino, os ha hablado antes de montar a caballo?

—No —dijo secamente la condesa.

Mergy conducía su caballo junto a Comminges:

—Señor, —le dijo muy bajo— tan pronto como alcancemos la caza podremos meternos por una espesura y allí os probaré, espero, que no quiero hacer nada para evitar nuestro duelo.

Comminges lo miró con una expresión en la que se dibujaba una mezcla de piedad y de placer.

—¡Santo y bueno! quiero creeros —respondió—; pero no puedo aceptar lo que me proponéis; no somos goujats para batirnos a solas; y nuestros amigos, que deben participar en el duelo, no nos perdonarían no haberlos esperado.

—Como gustéis, señor —dijo Mergy. Y volvió a colocarse al lado de la señora de Turgis, cuyo caballo iba unos pasos por delante del suyo. La condesa marchaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía sumida en sus pensamientos. Llegaron los tres en silencio a un cruce en el que terminaba la alameda por la que habían venido.

—¿No se oye la trompa? —preguntó Comminges.

—Creo que el sonido viene de ese macizo de árboles a nuestra izquierda —dijo Mergy.

—Sí, es el cuerno; ahora estoy seguro, un cuerno de Bolonia. ¡Que Dios me confunda si no es el cuerno de mi amigo Pompignan! No podríais creer, señor de Mergy, la diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican nuestros mediocres artesanos de París.

—Éste se oye desde lejos.

—Y ¡qué sonido! ¡qué intensidad! Los perros al oírlo olvidarían que han corrido diez leguas. Mire, hablando claro, sólo se fabrican cosas de calidad en Italia y en Flandes. ¿Qué opináis de este cuello a la valona? Va estupendamente con un traje de caza; tengo otros cuellos y golas à la confusion para ir al baile; pero este cuello, tan sencillo como es, ¿creéis que podrían bordarlo en París? en absoluto. Me lo han traído de Breda. Si queréis, haré que alguno de mis amigos de Flandes os traiga uno… Pero… (Se interrumpió riendo a carcajadas) ¡Qué distraído soy! ¡Dios mío! ¡ya no me acordaba de que…!

La condesa detuvo su caballo.

—Comminges, la caza está ante vos, y, a juzgar por el cuerno, el ciervo acorralado.

—Creo que tenéis razón, hermosa dama.

—¿Y no queréis asistir al acoso del ciervo?

—Sin duda; de otra manera nuestra reputación de cazadores y corredores estaría perdida.

—¡Pues bien! hay que darse prisa.

—Sí, nuestros caballos han resoplado. Vamos, dadnos la señal.

—Yo estoy cansada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Vamos, marchaos.

—Pero…

—¿Tengo que decíroslo dos veces? Picad espuelas.

Comminges permanecía inmóvil; su rostro enrojeció, y miraba alternativamente a Mergy y a la condesa con un aspecto furioso.

—La señora de Turgis necesita una conversación a solas —dijo con una amarga sonrisa.

La condesa tendió la mano hacia el seto de donde venía el sonido del cuerno, y le hizo con la punta de los dedos un gesto muy significativo. Pero Comminges no parecía muy dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

—Por lo visto, hay que explicarse claramente con vos. ¡Dejadnos, señor de Comminges, vuestra presencia me incomoda! ¿Me entendéis ahora?

—Perfectamente, señora —respondió furioso. Y más bajo añadió—: En cuanto a ese galán de pacotilla…, no podrá entreteneros mucho tiempo. ¡Adiós, señor de Mergy, hasta la vista! —Pronunció las últimas palabras con particular énfasis y luego, picando espuelas, partió a galope.

La condesa detuvo su caballo, que quería imitar a su compañero, lo puso al paso y caminó primeramente en silencio, levantando de vez en cuando la cabeza para mirar a Mergy, como si fuera a hablarle, y desviando luego los ojos, avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a empezar.

—Me enorgullece la preferencia que me concedéis, señora.

—Señor Bernardo… ¿sabéis usar las armas?

—Sí, señora —respondió extrañado.

—Pero quiero decir si sabéis bien… muy bien.

—Bastante bien para un hidalgo, y mal sin duda para un profesor de esgrima.

—Es que, en el país en que vivimos, los hidalgos saben más de armas que los maestros de profesión.

—Efectivamente, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otro sitio.

—¿Mejor?

—Sí, sin duda. ¿No vale más hablar con las damas —dijo sonriendo— que derretirse de sudor en una sala de esgrima?

—Decidme, ¿os habéis batido a menudo?

—¡Nunca, gracias a Dios, señora! Pero ¿a qué vienen esas preguntas?

—Sabed, para vuestro conocimiento, que no se debe preguntar nunca a una mujer por qué hace tal o cual cosa; al menos, esa es la costumbre de los caballeros bien educados.

—Me adaptaré a ella —dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello de su caballo.

—Entonces… ¿cómo os arreglaréis mañana?

—¿Mañana?

—Sí; no os hagáis el sorprendido.

—Señora…

—¡Contestadme, lo sé todo! —exclamó, tendiendo la mano hacia él con ademán de reina. La punta de su dedo rozó la manga de Mergy, y le hizo estremecer.

—Haré todo lo que pueda  —dijo Bernardo.

—Me gusta vuestra respuesta; no es de cobarde ni de espadachín. Pero sabed que, para estrenaros, tenéis que habéroslas con un hombre temible.

—¿Qué queréis? sin duda me veré muy turbado, como lo estoy ahora, —añadió sonriendo—; nunca he visto más que campesinas, y para mi estreno en la corte, me hallo a solas con la más hermosa dama de la corte de Francia.

—Hablemos seriamente. Comminges es la mejor espada de esta corte, tan fértil en espadachines. Es el rey de los refinados.

—Eso dicen.

—¿Y no estáis intranquilo?

—Repito que haré todo cuanto pueda. Nunca se debe desesperar con una buena espada, y sobre todo con la ayuda de Dios…

—¿La ayuda de Dios?… —interrumpió ella con tono de desdén—; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

—Sí, señora, —respondió gravemente Bernardo, como solía responder a semejante pregunta.

—Entonces corréis más peligros que otros.

—¿Y por qué?

—Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida: vuestra alma.

—Razonáis, señora, según las ideas de vuestra religión; las mías son más tranquilizadoras.

—Vais a jugar mal juego. Una eternidad de padecimientos a una jugada de dados, y los seises están contra vos.

—En todos los casos, sucedería lo mismo; porque si mañana muriera yo católico, moriría en pecado mortal.

—Habría mucho que decir, y la diferencia es grande —dijo la condesa, ofendida de que Mergy le opusiera un argumento sacado de su propia creencia—; nuestros doctores os explicarán…

—¡Oh! sin duda, porque lo explican todo, señora; se toman la libertad de cambiar el Evangelio siguiendo sus caprichos. Por ejemplo…

—Dejemos eso. No se puede hablar ni un instante con un hugonote sin que os cite constantemente las Sagradas Escrituras.

—Es que nosotros las leemos, mientras que ni vuestros mismos sacerdotes las conocen. Pero cambiemos de tema. ¿Creéis que esté ya cogido el ciervo a estas horas?

—¿Estáis pues muy apegado a vuestra religión?

—Vos sois quien comienza, señora.

—¿La creéis buena?

—Más aún, la creo la mejor, la única buena; si no la cambiaría por otra.

—Vuestro hermano la ha cambiado.

—Tenía sus razones para hacerse católico; yo tengo las mías para seguir siendo protestante.

—¡Todos son obstinados y sordos a la voz de la razón! —exclamó ella irritada.

—Mañana va a llover —dijo Mergy mirando al cielo.

—Señor de Mergy, la amistad que tengo con vuestro hermano y el peligro que vais a correr, me inspiran interés por vos…

Mergy se inclinó respetuosamente.

—¿Ustedes los herejes no tienen fe en las reliquias?

Él sonrió.

—¿Y os creeríais manchados al tocarlas? —prosiguió ella—… ¿Os negaríais a llevarlas, como solemos hacer los católicos romanos?

—A nosotros, ese uso nos parece, cuando menos, inútil.

—Escuchad. Un primo mío ató una vez una reliquia al cuello de un perro de caza; luego, a unos doce pasos de distancia, le disparó un arcabuz cargado de perdigones.

—¿Y mató al perro?

—Ni un solo perdigón lo alcanzó.

—¡Eso es admirable! Me gustaría tener una reliquia similar.

—¿De verdad?… ¿Y la llevaríais?

—Sin duda; ya que la reliquia protegía a un perro, con mayor razón… Pero, un momento, ¿es seguro que un hereje valga tanto como el perro… de un católico?

Sin escucharlo, la señora de Turgis se desabrochó la parte superior del estrecho corpiño y sacó de su seno una cajita de oro muy plana, atada con una cinta negra.

—Tened, —dijo—; me habéis prometido llevarla. Algún día me la devolveréis.

—Si puedo, seguramente.

—Pero, escuchad, la necesitaréis… ¡Nada de sacrilegios! ¡La necesitaréis mucho!

—¡Viene de vos, señora!

Le dio la reliquia, que él cogió y se colgó al cuello.

—Un católico habría dado las gracias a la mano que le entrega este santo talismán.

Mergy se apoderó de su mano y quiso llevársela a los labios.

—No, no; es demasiado tarde.

—Pensadlo bien; ¡tal vez no tenga nunca esa suerte!

—Quitadme el guante  —dijo la señora de Turgis, tendiéndole la mano.

Al quitar el guante, Mergy creyó sentir una ligera presión. Imprimió un ardiente beso en aquella hermosa y blanca mano.

—Señor Bernardo, —dijo la condesa con voz conmovida— ¿seréis obstinado hasta el fin, y no habrá ningún medio de convenceros? ¿Os convertiréis, por último, gracias a mí?

—No lo sé —respondió él riendo—; suplicadme mucho y durante mucho tiempo. Lo único cierto es que no me convertirá otra sino vos.

—Decidme francamente… si una mujer… que hubiera sabido… Y se detuvo.

—¿Que hubiera sabido?…

—Sí; es que… el amor, por ejemplo… ¡Pero sed franco! habladme en serio.

—¡En serio!  —E intentaba cogerle de nuevo la mano.

—Sí. ¿Es que el amor que tuvieseis a una mujer de distinta religión que la vuestra… es que ese amor no os haría cambiar?… Dios se sirve de toda clase de medios.

—¿Y queréis que os responda franca y seriamente?

—Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y titubeaba para contestar. En realidad, buscaba una respuesta evasiva. La señora de Turgis le hacía declaraciones que él no rechazaba. Pero, como llevaba pocas horas en la corte, su conciencia provinciana era aún muy quisquillosa.

—¡Oigo el toque de triunfo! —exclamó de pronto la condesa, sin esperar esta difícil respuesta. Dio un fustazo al caballo y partió al galope; Mergy la siguió, pero sin poder obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

Al instante alcanzaron a los cazadores. El ciervo se había metido primero en medio de un estanque, de donde costó gran esfuerzo hacerle salir. Varios caballeros habían echado pie a tierra y, armados de largos palos, habían obligado al animal a continuar la carrera. Pero el frescor del agua había acabado de agotar sus fuerzas. Salió del estanque jadeante, con la lengua fuera y corriendo con brincos irregulares. Los perros, al contrario, parecían redoblar su ardor. A poca distancia del estanque, el ciervo, sintiendo que le era imposible escapar, pareció realizar un último esfuerzo, y aculándose contra una gruesa encina, hizo frente a los perros valientemente. Los primeros que lo atacaron fueron arrojados al aire, reventados. Un caballo y su jinete fueron rudamente derribados. Hombres, caballos y perros, ahora más prudentes, formaban un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar ponerse al alcance de sus amenazadoras astas.

El rey se apeó ágilmente, y, cuchillo de caza en mano, dio hábilmente la vuelta por detrás de la encina, y de un tajo cortó al ciervo el corvejón. El ciervo lanzó una especie de lamentable silbido y cayó en el acto. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él. Cogido del cuello, del hocico, de la lengua, quedó inmovilizado. Grandes lágrimas le caían de los ojos.

—¡Haced que se acerquen las señoras! —ordenó el rey.

Las damas se acercaron; casi todas se habían apeado de sus cabalgaduras.

—¡Ten, parpaillot! —dijo el rey, hundiendo el cuchillo en el costado del ciervo, y giró la hoja en la herida para agrandarla. La sangre brotó con fuerza y manchó el rostro, las manos y las ropas del rey.

Parpaillot era un término de desprecio con el que los católicos solían designar frecuentemente a los calvinistas. Esa palabra y la forma en que fue empleada, desagradaron a muchos, mientras que otros las acogieron con aplausos.

—El rey parece un carnicero, —dijo bastante alto y con expresión de repugnancia, el yerno del Almirante, el joven Téligny.

Varias almas caritativas, de las que abundan especialmente en la corte, no tardaron en comunicar la reflexión al monarca, que no la olvidó.

Después de haber gozado del espectáculo de los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el regreso a París. Durante el trayecto, Mergy contó a su hermano el insulto que había recibido y la provocación que le siguió. Los consejos y reprimendas eran inútiles, y el capitán le prometió acompañarlo al día siguiente.

XI.- EL ESPADACHÍN Y EL PRÉ-AUX-CLECRS

Pese al cansancio de la cacería, Mergy pasó gran parte de la noche sin dormir. Una fiebre ardiente lo agitaba en el lecho y daba a su imaginación una actividad desesperante. Mil pensamientos accesorios e incluso ajenos al acontecimiento que se preparaba, venían a asaltar y turbar su cerebro; más de una vez imaginó que el acceso de fiebre que sufría no era sino el preludio de una enfermedad grave que iba a declararse en sólo unas horas, y a clavarlo en el lecho. ¿Qué sería entonces de su honor? ¿qué diría la gente? ¿qué dirían sobre todo la señora de Turgis y Comminges? Le habría gustado poder adelantar el instante fijado para el duelo.

Afortunadamente, al salir el sol, notó que se le calmaba la sangre, y pensó con menos emoción en el encuentro que iba a tener lugar. Se vistió tranquilamente, e incluso se esmeró algo en su atuendo. Se imaginó que la bella condesa acudía al campo del honor, y que hallándolo herido, lo curaba con sus propias manos, sin disimular ya su amor. El reloj del Louvre, que daba las ocho, lo sacó de sus pensamientos, y casi en el mismo instante su hermano entró en la habitación.

Una profunda tristeza se dibujaba en su rostro, y se veía bastante a las claras que él tampoco había pasado buena noche. No obstante,  se esforzó por adoptar una expresión de buen humor y por sonreír al dar la mano a Mergy.

—He aquí una espada  —le dijo— y un puñal de cazoleta, ambos de Luno de Toledo; comprueba si te conviene el peso de la espada. —Y echó sobre la cama de Mergy una larga espada y un puñal.

Mergy desenvainó la espada, la dobló, miró la punta y pareció satisfecho. Luego le llamó la atención el puñal: la cazoleta estaba perforada por infinidad de agujerillos destinados a detener la punta de la espada enemiga, y a engancharla en ellos de manera que no pudiera salir fácilmente.

—Con tan buenas armas —dijo— creo poder defenderme. Luego, enseñando la reliquia que le había dado la condesa de Turgis, y que él guardaba en su seno, añadió sonriendo: «He aquí, además, un talismán que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.»

—¿De dónde ha salido ese juguete?

—Trata de adivinarlo. Y la vanidad de parecer un favorito de las damas le hacía olvidar en aquel momento tanto a Comminges como la espada de combate que tenía desenvainada ante sí.

—¡Apuesto que es la loca de la condesa quien te lo ha dado! ¡Que el diablo se la lleve a ella y a su cajita!

—¿No sabes que es un talismán que me da dado expresamente para que lo lleve hoy?

—¡Más le habría valido mostrarse enguantada, en vez de procurar lucir su blanca mano!

—Dios me libre —dijo Mergy, sonrojándose mucho— de creer en estas reliquias de papistas; pero, si he de sucumbir hoy, quiero que ella sepa que al caer llevaba esta prenda sobre mi pecho.

—¡Qué fatuidad! —exclamó el capitán, encogiéndose de hombros.

—He aquí una carta para mi madre —dijo Mergy con voz algo temblorosa. Jorge la cogió sin decir nada, y acercándose a una mesa abrió una pequeña Biblia y leyó, para tranquilizarse, mientras su hermano, terminando de vestirse, se dedicaba a atar una infinidad que cordones que entonces llevaba la ropa.

En la primera página que se presentó a sus ojos leyó estas palabras, escritas por la mano de su madre: «El primero de mayo de 1547 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por tus sendas! ¡Señor, presérvalo de todo mal!». Se mordió fuertemente los labios y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó su gesto, creyó que le había pasado por la cabeza algún pensamiento impío; cogió de nuevo la Biblia con expresión grave, la volvió a introducir es un estuche bordado, y la guardó en un armario con gran respeto. «Es la Biblia de mi madre» —dijo.

El capitán se paseó por el cuarto sin responder.

—¿No sería ya hora de partir? —dijo Mergy, abrochándose el cinto de la espada.

—Aún no, y tenemos tiempo de desayunar.

Se sentaron ante una mesa llena de dulces de varias clases, acompañados de una gran jarra de plata llena de vino. Mientras comían discutieron detenidamente, y al parecer con interés, el mérito de aquel vino comparado con otros de la bodega del capitán, esforzándose ambos por ocultar a su compañero con tan fútil conversación los verdaderos sentimientos de su alma.

El primero que se levantó fue el capitán. «Vámonos», dijo con voz ronca. Se caló el sombrero hasta los ojos y bajó precipitadamente.

Subieron a una barca y cruzaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus rostros el motivo que los llevaba al Pré-aux-Clercs, fingió tener prisa, y, al tiempo que remaba con fuerza, les contó detalladamente que, el mes pasado, dos caballeros, uno de los cuales se llamaba conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilar su barca para ir a batirse, a gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario del señor de Comminges, cuyo nombre lamentaba no recordar, había sido traspasado de un lado al otro y además, arrojado al río, de donde él, barquero, no había podido sacarlo jamás.

Al llegar a la otra orilla vieron otra barca con dos hombres que cruzaba el río unos cien pies más abajo. «Ahí viene nuestra gente —dijo el capitán— quédate aquí»; y salió al encuentro de la barca que traía a Comminges y al vizconde de Béville.

—¡Eh! ¡Tú aquí! —exclamó este último—. ¿Es a ti o a tu hermano, a quien Comminges va a matar? Mientras hablaba así lo abrazaba riendo.

El capitán y Comminges se saludaron gravemente.

—Caballero —dijo el capitán a Comminges tan pronto como se hubo librado de los abrazos de Béville— creo que es mi deber hacer un esfuerzo más para impedir las funestas consecuencias de una querella que no está fundada en motivos concernientes al honor; seguro estoy de que mi amigo (señalaba a Béville) unirá sus esfuerzos a los míos.

Béville hizo un gesto negativo.

—Mi hermano es muy joven —prosiguió Jorge—; sin nombre como sin experiencia en las armas, se ve, por consiguiente, obligado a mostrarse más susceptible que otro cualquiera. Vos, señor, al contrario, tenéis ya adquirida vuestra fama, y vuestro honor no hará sino ganar si os dignáis reconocer ante el señor de Béville y ante mí que fue por descuido…

Comminges lo interrumpió con una sonora carcajada.

—¿Bromeáis, mi querido capitán, y me creéis hombre capaz de dejar tan temprano la cama de mi amante… de cruzar el Sena… y todo para presentar excusas a un mocoso?

—Olvidáis,  que la persona de quien habláis es mi hermano, y eso es insultar…

—Aunque fuera vuestro padre ¿qué me importa? Me preocupa muy poco toda vuestra familia.

—¡Pues bien!, señor, con vuestro permiso, tendréis que habéroslas con toda la familia. Y como yo soy el mayor, empezaréis por mí, si gustáis.

—Perdonadme, señor capitán; siguiendo las reglas del duelo, estoy obligado a batirme primero con la persona que me ha provocado. Vuestro hermano tiene derechos de prioridad imprescriptibles, como dicen en el Palacio de Justicia; en cuanto termine con él estaré a vuestras órdenes.

—¡Eso es perfectamente justo! —exclamó Béville— y, por mi parte, no toleraré que se proceda de forma distinta.

Mergy, sorprendido por la duración del coloquio, se había acercado lentamente. Llegó exactamente a tiempo de oír a su hermano colmar de insultos a Comminges, hasta el punto de llamarle cobarde, en tanto que éste respondía con imperturbable sangre fría: «Después de vuestro hermano, me ocuparé de vos.»

Mergy cogió del brazo al capitán. «Jorge —le dijo— ¿así es como me ayudas? ¿te gustaría que hiciera yo por ti lo que tú pretendes hacer por mí? — Caballero —añadió dirigiéndose a Comminges—, estoy a vuestras órdenes; comenzaremos cuando gustéis.

—Ahora mismo —respondió éste.

—Admirable, querido —dijo Béville, estrechando a Mergy la mano—. Si no tengo hoy el pesar de enterrarte aquí, llegarás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el jubón y se desabrochó las cintas de los zapatos, para hacer ver con ello que no tenía intención de retroceder ni un solo paso. Eso era una moda entre los duelistas de profesión. Mergy y Béville hicieron lo mismo; sólo el capitán se dejó puesta la capa.

—¿Qué haces pues, Jorge, amigo mío? —dijo Béville—. ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? Nosotros no somos de esos segundos que se cruzan de brazos mientras se baten sus amigos, y practicamos la costumbre de Andalucía.

El capitán se encogió de hombros.

—¿Crees pues que bromeo? Te juro por mi honor que es menester que te batas conmigo. ¡Que el diablo me lleve si no te bates!

—Eres un loco y un necio  —dijo fríamente el capitán.

—¡Pardiez, me darás satisfacción por esas dos palabras, o me obligarás a alguna…! Y blandía la espada envainada, como si quisiera pegarle a Jorge con ella.

—Lo quieres —dijo el capitán— Pues sea. En un momento quedó en mangas de camisa.

Comminges, con una gracia muy particular, sacudió la espada en el aire, y de un solo golpe arrojó la vaina a veinte pasos. Béville quiso hacer otro tanto, pero la vaina se quedó en mitad de la hoja, lo que era a la vez una torpeza y un mal presagio. Los dos hermanos sacaron las espadas con menos aparato, pero tiraron también las vainas, que habrían podido molestarles. Cada cual se situó ante su adversario, con la espada en la mano derecha y el puñal en la izquierda. Los cuatro aceros se cruzaron al mismo tiempo.

Por esa maniobra que, por entonces, los profesores italianos llamaban liscio di spada è cavare alla vita, y que consiste en oponer el fuerte al débil, con el fin de apartar y bajar el arma del adversario, Jorge fue el primero que hizo saltar la espada de manos de Béville y le aplicó la punta de la suya contra el pecho; pero en vez de atravesarlo, bajó fríamente el arma.

—No tienes la misma fuerza que yo —dijo— detengámonos; no hagas que me enfade.

Béville había palidecido al ver la espada de Jorge tan cerca de su pecho. Algo confuso, le tendió la mano y, clavando ambas espadas en el suelo, no pensaron ya sino en mirar a los dos protagonistas principales de esta escena.

Mergy era valiente y tenía sangre fría. Entendía bastante de esgrima, y su fuerza corporal era muy superior a la de Comminges, que, además, parecía resentirse del cansancio de la noche anterior. Durante un buen rato se limitó a parar con extrema prudencia, rompiendo el compás cuando Comminges se acercaba demasiado y presentándole siempre a la cara la punta de la espada, mientras que con el puñal se cubría el pecho. Esta inesperada resistencia irritó a Comminges. Se le vió palidecer. En un hombre tan valiente, la palidez no anunciaba sino un exceso de cólera. Redobló sus ataques con furor. En un quite, levantó con gran destreza la espada de Mergy y, tirándose a fondo con ímpetu, lo habría traspasado infaliblemente de parte a parte a no ser por una circunstancia que fue casi un milagro, y que desvió el golpe: la punta de la espada tropezó con el relicario de oro bruñido, que la hizo resbalar y seguir una dirección algo oblicua. En vez de penetrar en el pecho, la espada no perforó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, volvió a salir a dos pulgadas de distancia de la primera herida. Antes de que Comminges pudiese retirar su arma, Mergy le dio con el puñal en la cabeza con tanta violencia, que perdió él mismo el equilibrio y cayó al suelo. Comminges cayó al mismo tiempo sobre él, de tal modo que los segundos los creyeron muertos a los dos.

Mergy se puso pronto en pie, y su primer movimiento fue recoger su espada, que había dejado escapar en la caída. Comminges no se movía. Béville lo levantó. Su rostro estaba cubierto de sangre; y después de limpiárselo con el pañuelo, vio que el puñal había penetrado en el ojo y que su amigo había muerto instantáneamente, pues sin duda el acero le había llegado hasta el cerebro.

Mergy contemplaba el cadáver con la mirada perdida.

—Estás herido, Bernardo —dijo el capitán— corriendo hacia su hermano.

—¿Herido? —dijo Mergy—; y sólo entonces se dió cuenta de que su camisa estaba ensangrentada.

—No es nada —dijo el capitán—; el golpe ha resbalado. Secó la sangre con el pañuelo y pidió el de Béville para acabar el vendaje. Béville dejó caer en la hierba el cuerpo que sujetaba y dio inmediatamente su pañuelo, así como el de Comminges, que sacó de su jubón.

—¡Dios! amigo, ¡qué puñalada! ¡Tenéis un brazo terrible! ¡Por mi vida! ¿qué van a decir los espadachines de París, si les llegan de provincias campeones de vuestra talla? Decidme, por favor, ¿cuántos duelos habéis realizado?

—¡Ay! —exclamó Mergy— éste es el primero!… Pero, ¡en nombre de Dios!, id a socorrer a vuestro amigo.

—¡Pardiez! de la forma en que lo habéis dejado no necesita socorro; el puñal ha entrado en el cerebro, y el golpe era tan bueno y asestado con tanta fuerza, que… Mirad su ceja y su mejilla: la cazoleta del puñal ha quedado impresa en ellas como un sello en la cera.

A Mergy empezó a temblarle todo el cuerpo, y gruesas lágrimas le corrían una tras otra por las mejillas.

Béville recogió el puñal y miró atentamente la sangre que llenaba sus ranuras. «He aquí una herramienta a la que el hermano menor de Comminges le debe un buen cirio. Este hermoso puñal lo hace heredero de una cuantiosa fortuna.

—Vámonos… Llévame de aquí… —dijo Mergy con voz apagada, cogiendo del brazo a su hermano.

—No te aflijas —dijo Jorge— ayudándole a ponerse el jubón. Después de todo, ese hombre que ha muerto no es digno de que se le eche de menos.

—¡Pobre Comminges! —exclamó Béville—. ¡Y pensar que te ha matado un joven que se bate por primera vez, a ti, que te has batido más de cien veces! ¡Pobre Comminges! Éste fue el final de su oración fúnebre.

Y echando una última mirada a su amigo, Béville vio el reloj que el difunto llevaba al cuello, según la moda de entonces.  «¡Pardiez! —exclamó— ¡ya no necesitas saber qué hora es! Le quitó el reloj y se lo metió en el bolsillo, pensando que el hermano de Comminges sería ya bastante rico, y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Cuando los dos hermanos iban a marcharse les gritó, poniéndose el jubón a toda prisa: «¡Esperadme! ¡Eh, señor de Mergy, que olvidáis el puñal! No lo perdáis al menos.» Secó la hoja con la camisa del muerto y corrió a reunirse con el joven espadachín. «Consolaos, querido —le dijo entrando en la barca—. No pongáis una cara tan triste. Creedme, en vez de lamentaros, id a ver hoy mismo a vuestra amante, y trabajad tan bien, que dentro de nueves meses podáis dar a la república un ciudadano a cambio del que hoy le habéis hecho perder. De ese modo el mundo no habrá perdido nada por vuestro acto. Vamos, barquero, rema como si quisieras ganarte un escudo. He ahí a gente con alabardas que viene hacia nosotros. Son los señores sargentos que vienen de la torre de Nesle, y no queremos derimir nada con ellos.»

XII.- MAGIA BLANCA

Aquellos hombres armados de alabardas eran los soldados de la ronda, de los que siempre había una patrulla en los alrededores del Pré-aux-Clercs para poder entrometerse en las querellas que constantemente se dirimían en aquel terreno clásico de duelos. Según su costumbre, habían avanzado muy lentamente, para no llegar hasta que todo hubiera terminado. En efecto, sus tentativas para restablecer la paz eran frecuentemente mal recibidas; y más de una vez se había visto a enemigos encarnizados suspender un duelo a muerte para cargar contra los soldados que intentaban separarlos. Por esto, las funciones de dicha guardia se limitaban generalmente a socorrer a los heridos o bien a retirar a los muertos. Esta vez, los arqueros no tenían más que este último deber que cumplir, y lo cumplieron según su costumbre, es decir, después de haber vaciado cuidadosamente los bolsillos del desdichado Comminges y de haberse repartido sus ropas.

—Querido amigo —dijo Béville volviéndose hacia Mergy—, os aconsejo que os hagáis llevar, lo más secretamente posible, a casa de maese Ambrosio Paré, que es un hombre admirable para coser heridas y recomponer un miembro roto. Aunque hereje como el mismo Calvino, es tal su reputación de sabio, que los más fervorosos católicos recurren a él. Hasta ahora, la marquesa de Boissières es la única que ha preferido morir valientemente antes que deber la vida a un hugonote. Por lo que apuesto diez escudos a que está en el paraíso.

—La herida no es grave —dijo Jorge—; dentro de tres días estará cerrada. Pero Comminges tiene parientes en París y temo que tomen demasiado a pecho su muerte.

—¡Ah, sí! tiene una madre que, por guardar las formas, se creerá obligada a procesar a nuestro amigo. ¡Bah! haz que el señor de Châtillon pida el indulto, y el rey lo concederá al momento: el rey es como blanda cera en manos del Almirante.

—Desearía, si fuera posible —dijo entonces Mergy con voz débil—, desearía que el señor Almirante no supiera nada de lo que acaba de suceder.

—¿Por qué, pues? ¿Creéis que la anciana barba gris se enfadaría al saber de qué gallarda manera acaba de despachar un protestante a un católico?

Mergy sólo respondió con un profundo suspiro.

—Comminges era bastante conocido en la corte como para que su muerte sea sonada —dijo el capitán—. Pero tú has cumplido tu deber de caballero, y en todo esto no hay nada que no sea honroso para ti. Desde hace mucho tiempo no he visitado al viejo Châtillon, y he aquí una ocasión de reanudar mis relaciones con él.

—Como es siempre desagradable pasar algunas horas tras los cerrojos de la justicia —prosiguió Béville— voy a llevar a tu hermano a una casa en donde no se les ocurrirá buscarlo. Allí estará totalmente tranquilo a la espera de que se arregle su asunto; pues no sé si siendo hereje podría ser recibido en un convento.

—Agradezco vuestro ofrecimiento, caballero —dijo Mergy— pero no puedo aceptarlo. Podría comprometeros si lo hiciera.

—Nada de eso, nada de eso, mi querido amigo. Además, ¿no hay que hacer algo por los amigos? La casa en donde os alojaré pertenece a un primo mío que no se encuentra en París en este momento. La casa está a mi disposición. Y hasta hay en ella alguien a quien he permitido vivir allí, y que os cuidará; es una vieja muy útil a la juventud y que me es muy fiel. Entiende de medicina, de magia, de astronomía. ¡Qué será lo que no haga! Pero su mayor talento es el de celestina. Que me parta un rayo si no es capaz de llevar una carta de amor a la reina, si yo se lo pidiera.

—¡Está bien! —dijo el capitán— lo llevaremos a esa casa tan pronto como maese Ambrosio le haya hecho la primera cura.

Hablando así, llegaron a la orilla derecha. Después de haber subido a Mergy a un caballo, no sin cierta dificultad, lo condujeron a casa del famoso cirujano, y de allí a una casa aislada del barrio de San Antonio, y no lo dejaron hasta la noche, acostado en buena cama, y recomendado a los cuidados de la vieja.

Cuando se acaba de matar a un hombre, y ese hombre es el primero que se mata, le atormenta a uno algún tiempo, sobre todo de noche, el recuerdo de la imagen de la última convulsión que precedió a su muerte. Se tiene el espíritu tan preocupado con ideas negras, que difícilmente puede uno participar en la conversación más simple; ésta fatiga y aburre; y, por otra parte, se teme la soledad, porque da aun más energía a esas ideas abrumadoras. A pesar de las frecuentes visitas de Béville y del capitán, Mergy pasó en una horrible tristeza los primeros días que siguieron a su duelo. Una fiebre bastante alta, causada por la herida, le quitaba el sueño por las noches, y entonces es cuando se sentía más desgraciado. Únicamente le consolaba algo, aunque no le calmaba, la idea de que la condesa de Turgis pensaba en él y habría admirado su valor.

Una noche, oprimido por el calor sofocante, pues era el mes de julio, quiso salir del cuarto para pasearse y respirar el aire por un jardín plantado de árboles, en medio del cual estaba situada la casa. Se echó una capa por los hombros y quiso salir; pero vió que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave por fuera. Pensó que debía tratarse de una equivocación de la vieja que le servía; y como ésta dormía lejos de él, y a aquella hora debía estar profundamente dormida, consideró completamente inútil llamarla. Además, su ventana estaba poco elevada; abajo, la tierra era blanda, por haber sido removida recientemente. En un instante se halló en el jardín. El cielo estaba nublado; ni una sola estrella mostraba la punta de su nariz, y de vez en cuando alguna ráfaga cruzaba, como con esfuerzo, el aire cálido y pesado. Serían aproximadamente las dos de la mañana, y el más profundo silencio reinaba por los alrededores.

Mergy se paseó un rato absorto en sus ensoñaciones. Éstas fueron interrumpidas por un golpe dado en la puerta de la calle. Era un aldabonazo débil y como misterioso, el que llamaba parecía suponer que alguien estaría atento para abrirle. Una visita en una casa aislada, y a semejante hora, tenía motivos para sorprender. Mergy permaneció inmóvil en un lugar oscuro del jardín, desde donde podía observarlo todo sin ser visto. Una mujer, que no podía ser sino la vieja, salió al instante de la casa con una linterna sorda en la mano; abrió, y entró alguien cubierto con una gran capa negra provista de capucha.

La curiosidad de Bernardo se excitó mucho. La estatura y, por lo que podía juzgar, los vestidos de la persona que acababa de llegar indicaban una mujer. La vieja la saludó con grandes muestras de respeto, mientras que la mujer de la capa negra apenas le hizo una inclinación de cabeza. En cambio, le puso en la mano algo que la vieja pareció recibir con gran alegría. Un ruido claro y metálico que se dejó oír y el apresuramiento de la vieja en bajarse y buscar por el suelo, llevaron a Mergy a concluir que la vieja acababa de recibir dinero. Las dos mujeres se dirigieron al jardín, yendo delante la vieja, que escondía su linterna. Al fondo del jardín, había una especie de cenador formado por tilos plantados en círculo y unidos por una empalizada muy tupida que bien podía sustituir a un muro. Dos entradas, o dos puertas, conducían a este bosquecillo, en medio del cual había una mesita de piedra. Allí entraron la vieja y la dama velada. Mergy, conteniendo la respiración, las siguió cautelosamente y se colocó detrás de la empalizada, de modo que pudiera oír bien y ver cuanto le permitiese la poca luz que alumbraba la escena.

La vieja empezó por encender algo que ardió enseguida en un hornillo colocado en medio de la mesa, esparciendo una luz pálida y azulada, como la del espíritu de vino mezclado con sal. Luego apagó u ocultó el farol, de modo que al resplandor tembloroso que salía del hornillo, difícilmente hubiera podido reconocer Mergy las facciones de la forastera, aunque no hubiesen estado tapadas por un velo y una capucha. Por la estatura y complexión de la vieja, no le fue difícil reconocerlas; sólo observó que su rostro estaba embadurnado de un color oscuro que, bajo su blanca cofia, la hacía parecerse a una estatua de bronce. La mesa estaba cubierta de cosas raras que apenas divisaba. Parecían colocadas en un orden extraño, y creyó distinguir frutas, huesos y trozos de ropa ensangrentados. Una pequeña figura de hombre, de un pie de altura a lo sumo, y hecha de cera, según parecía, estaba colocada sobre esas ropas repugnantes.

—¿Y bien, Camila —dijo en voz baja la dama velada— ¿dices que está mejor?

Esa voz hizo estremecer a Mergy.

—Un poco mejor, señora, —respondió la vieja— gracias a nuestro arte. Sin embargo, con estos harapos y con la poca sangre que hay en esas compresas, me ha sido difícil hacer gran cosa.

—¿Y qué dice Ambrosio Paré?

—¿Ese ignorante? ¿qué importa lo que diga? Yo os aseguro que la herida es profunda, peligrosa, terrible, y que sólo puede curar por las reglas de la simpatía mágica; pero hay que sacrificar con frecuencia a los espíritus de la tierra y del aire…, y para sacrificar…

La dama la comprendió al instante.

—Si se cura, —dijo— tendrás el doble de lo que acabo de darte.

—Tened esperanza y contad conmigo.

—¡Ah, Camila, si se muriese!

—Tranquilizaos; los espíritus son clementes, los astros nos protegen, y el último sacrificio del carnero negro ha dispuesto favorablemente al Autre.

—Te traigo lo que tanto trabajo me ha costado conseguir. He mandado que se lo comprasen a uno de los arqueros que despojaron al cadáver. Sacó algo de debajo de la capa, y Mergy vio relucir la hoja de una espada. La vieja la cogió, y la acercó a la luz para examinarla.

—¡Gracias al cielo, la hoja está ensangrentada y manchada! Sí, su sangre es como la del basilisco de Catay, deja en el acero una huella que nada puede borrar.

Miraba la hoja, y era evidente que la dama velada sentía una emoción extraordinaria.

—Mira, Camila, qué cerca del pomo está la sangre. Esta herida tal vez sea mortal.

—Esta sangre no es del corazón; se curará.

—¿Se curará?

—Sí; pero para contraer una enfermedad incurable.

—¿Qué enfermedad?

—El amor.

—¡Ah! Camila, ¿de verdad?

—¡Eh! ¿cuándo he faltado yo a la verdad? ¿cuándo han fallado mis predicciones? ¿No os había predicho yo que saldría vencedor del combate? ¿No os había anunciado que los espíritus combatían junto a él? ¿No enterré en el mismo lugar en que había de batirse una gallina negra y una espada bendecida por un sacerdote?

—Es cierto.

—Y vos misma, ¿no agujereásteis en el corazón la imagen de su adversario, dirigiendo así las estocadas del hombre por quien he empleado mi ciencia?

—Sí, Camila, he agujereado en el corazón la imagen de Comminges; pero dicen que ha muerto de un golpe en la cabeza.

—Sin duda, el acero le dió en la cabeza; pero si ha muerto, ¿no es porque la sangre del corazón se le ha coagulado?

La dama velada pareció convencida por la fuerza del argumento. Se calló. La vieja rociaba con aceite y bálsamo la hoja de la espada, y la cubría con vendas con el mayor cuidado.

—Ved, señora: este aceite de escorpión con el que froto la espada, es conducido por una virtud simpática hasta la llaga de ese joven. Siente los efectos de este bálsamo africano, como si lo vertiese en su herida; y, si me viniera en ganas enrojecer al fuego la punta de la espada, el pobre enfermo sentiría tanto dolor como si lo quemasen vivo.

—¡Oh!, ¡guárdate bien de hacerlo!

—Cierta noche, me encontraba junto al fuego, muy ocupada frotando con bálsamo una espada, con el fin de curar a un joven hidalgo al que ésta le había producido dos horribles heridas en la cabeza. Me quedé dormida. Y, de pronto, el lacayo del enfermo vino a llamar a mi puerta; me dijo que su señor sufría muerte y pasión y que, en el instante en que él lo había dejado, estaba como sobre un brasero ardiente. ¿Sabéis qué había ocurrido? Que la espada, por descuido, había resbalado y la hoja se encontraba en ese momento sobre las brasas. La retiré inmediatamente, y le dije al lacayo que, cuando regresara, su señor se encontraría completamente tranquilo. Efectivamente, sumergí de inmediato la espada en agua helada con una mezcla de algunas drogas, y fui a visitar al enfermo. Cuando entré, me dijo: «¡Ah, mi buena Camila, ¡qué bien me encuentro en este momento! Parece como si estuviera en un baño de agua fresca, mientras que hace un rato estaba como san Lorenzo sobre la parrilla.»

Terminó el vendaje de la espada y dijo con aire de satisfacción: «Ya está bien. Ahora estoy segura de su curación, y a partir de este momento podéis ocuparos ya de la última ceremonia.» Echó algunas pizcas de un polvo aromático sobre la llama, y pronunció extrañas palabras, haciendo la señal de la cruz repetidas veces. Entonces la dama cogió con temblorosa mano la imagen de cera y, manteniéndola por encima del hornillo, pronunció estas palabras con voz emocionada: ¡Así como esta cera se reblandece y arde al calor de este hornillo, así, oh Bernardo Mergy, pueda tu corazón ablandarse y arder de amor por mí!

—Bien. Tenga ahora una vela verde, fabricada a media noche, según las reglas del arte. Encendedla mañana ante el altar de la Virgen.

—Lo haré; pero, a pesar de todas tus promesas, estoy terriblemente inquieta. Ayer soñé que estaba muerto.

—¿Estabais acostada del lado derecho o del izquierdo?

—Del… ¿de qué lado se tienen sueños verdaderos?

—Decidme primero sobre qué lado dormíais. Veo que quisiérais engañaros a vos misma y haceros ilusiones.

—Siempre duermo del lado derecho.

—Tranquilizaos, vuestro sueño no anuncia sino cosas muy felices.

—¡Dios lo quiera!… Pero se me ha aparecido muy pálido, ensangrentado, envuelto en una mortaja…

Mientras hablaba volvió la cabeza y vio a Mergy de pie en una de las entradas del bosquecillo. La sorpresa le hizo dar un grito tan penetrante, que el mismo Mergy se asombró. La vieja, bien adrede, bien por descuido, derribó el hornillo y al instante se alzó hasta la copa de los tilos una llama brillante que cegó a Mergy durante unos instantes. Las dos mujeres se escaparon inmediatamente por la otra salida del bosquecillo. Tan pronto como Mergy pudo distinguir el portillo de la empalizada, empezó a perseguirlas; pero de buenas a primeras estuvo a punto de caer, por habérsele enredado algo en las piernas. Reconoció que era la espada a la que debía su curación. Perdió tiempo en apartarla y en encontrar su camino; y en el momento en que, llegado a una alameda ancha y recta, pensaba que nada le impediría alcanzar a las fugitivas, oyó cerrarse la puerta de la calle. Estaban fuera de su alcance.

Algo mortificado por haber dejado escapar tan bella presa, volvió a tientas a su cuarto y se echó sobre la cama. Ya había desechado de su mente todas las ideas lúgubres, y los remordimientos, si los tenía, o las inquietudes que pudiera causarle su posición, habían desaparecido como por encanto. No pensaba más que en la dicha de amar a la mujer más bella de París y ser amado por ella; pues no podía dudar de que la dama velada fuera la señora de Turgis. Se durmió poco después del amanecer, y no se despertó hasta que hacía ya varias horas que era de día. Sobre la almohada encontró una nota sellada que habían dejado allí sin que él supiera cómo. La abrió, y leyó estas palabras: «Caballero, el honor de una dama depende de vuestra discreción».

Momentos después entró la vieja para llevarle un caldo. En contra de su costumbre, aquel día llevaba colgado de la cintura un rosario de grandes cuentas. Su piel, cuidadosamente lavada, no tenía ya el aspecto de bronce, sino de pergamino ahumado. Caminaba a pasos lentos con los ojos bajos, como una persona que teme que la visión de las cosas terrestres la turbe en sus contemplaciones divinas.

Mergy creyó que, para practicar más meritoriamente la virtud que la misteriosa misiva le recomendaba, debía, ante todo, enterarse a fondo de lo que había de callar a todo el mundo. Teniendo el caldo en la mano, y sin dar tiempo a la vieja Marta de llegar a la puerta, le preguntó:

—No me habéis dicho que os llamáis Camila…

—¿Camila?… Me llamo Marta, señor mío… Marta Micheli, —dijo la anciana, fingiendo estar muy sorprendida por la pregunta.

—Bien, de acuerdo; hacéis que los hombres os llamen Marta; pero los espíritus os conocen por el nombre de Camila.

—¿Los espíritus?… ¡Dios santo! ¿qué queréis decir? —Hizo la señal de la cruz.

—Vamos, basta de disimulo conmigo; no le diré nada a nadie, todo quedará entre nosotros. ¿Quién es la dama que tanto se interesa por mi salud?

—¿La dama que…?

—Vamos, no repitáis todo lo que digo, y habladme francamente. ¡Palabra de caballero!, no os traicionaré.

—De verdad, señor mío, que no sé lo que queréis decir.

Mergy no pudo impedir reírse al verla manifestar sorpresa y ponerse la mano en el corazón. Sacó una moneda de oro de su bolsa, colgada a la cabecera de la cama, y se la enseñó a la vieja.

—Tened, mi buena Camila, cuidáis tanto de mí y os tomáis tanto trabajo en frotar espadas con bálsamo de escorpiones, y todo por curarme que, de verdad, hace ya tiempo que hubiera debido haceros un regalo.

—¡Ay! mi señor, de verdad, que no comprendo nada de cuanto me decís.

—¡Demonio! ¡Marta o Camila, no me enfurezcáis, y contestad! ¿Quién es la dama para quien habéis hecho tantas brujerías anoche?

—¡Oh, dulce Salvador mío! Se enfada… ¿Estará delirando?

Mergy, impaciente, cogió la almohada y se la arrojó a la cabeza. La vieja la volvió a poner sumisamente en la cama, recogió el escudo de oro, que había caído al suelo; y, como entraba en aquel momento el capitán, se libró del temor de un interrogatorio, que habría podido acabar desagradablemente para ella.

XIII.- LA CALUMNIA

Jorge había ido aquella misma mañana a ver al Almirante para hablarle de su hermano. En dos palabras le había contado la aventura.

El Almirante, mientras lo escuchaba, trituraba entre los dientes el palillo que tenía en la boca: esto era en él señal de impaciencia.

—Ya conozco este asunto —dijo— y me sorprende que me habléis de él porque es bastante público.

—Si os importuno, señor Almirante, es porque conozco el interés que os dignáis tomar por nuestra familia, y me atrevo a esperar que tendréis a bien abogar ante el rey en favor de mi hermano. Vuestra influencia para con su Majestad…

—Mi influencia, si la tengo —interrumpió con viveza el Almirante— mi influencia exige que no dirija a su Majestad sino peticiones justas. Y pronunciando esta palabra, se descubrió respetuosamente.

—La circunstancia que obliga a mi hermano a recurrir a vuestra bondad no es desgraciadamente sino demasiado frecuente hoy en día. El rey firmó el año pasado más de mil quinientas cartas de perdón, y el adversario de Bernardo mismo gozó frecuentemente de su inmunidad.

—Vuestro hermano fue el agresor. Tal vez, y me gustaría que esto fuera cierto, no hizo sino seguir detestables consejos.

Miraba fijamente al capitán mientras hablaba.

—Hice bastantes esfuerzos para impedir las consecuencias funestas de la querella; pero vos sabéis que el señor de Comminges no era de humor a conceder cualquier otra satisfacción que no fuera sino la que se da con la punta de la espada. El honor de un gentilhombre y la opinión de las damas han…

—¡Ése es el lenguaje que le enseñáis a ese joven! ¿sin duda aspiráis a convertirlo en un raffiné? ¡Oh! ¡cómo gemiría su padre si supiera el desprecio que su hijo siente por sus consejos! — ¡Dios santo! hace apenas dos años que se apagaron las guerras civiles, y ya han olvidado las riadas de sangre que en ellas se vertieron. ¡No están aún contentos; es necesario que cada día unos franceses maten a otros!

—Si hubiera sabido, señor, que mi demanda os iba a resultar desagradable…

—Escuche, señor de Mergy, yo podría violentar mis sentimientos como cristiano y excusar la provocación de vuestro hermano; pero su conducta en el duelo que le siguió, según la opinión pública, no fue…

—¿Qué queréis decir, señor Almirante?

—Que el duelo no se ha efectuado lealmente y como es costumbre entre caballeros franceses.

—Y ¿quién ha osado difundir tan infame calumnia? —exclamó Jorge, con los ojos encendidos de furor.

—Calmaos. No tendréis que enviar ninguna cita, porque no se bate uno aún con las mujeres… La madre de Comminges le ha dado al rey detalles que no favorecen en nada al honor de vuestro hermano. Estos explicarían cómo un campeón tan experimentado ha sucumbido tan fácilmente a los golpes de un niño salido apenas de su situación de paje.

—¡El dolor de una madre es tan grande y tan justo! ¿Hay que extrañarse de que no pueda ver la verdad cuando sus ojos están aún bañados en lágrimas? Espero, señor Almirante, que no juzguéis a mi hermano de acuerdo con el relato de la señora de Comminges.

Coligny pareció emocionado, y su voz perdió un poco de su amarga ironía.

—No podéis negar pese a todo que Béville, el segundo de Comminges, no sea vuestro íntimo amigo.

—Lo conozco desde hace mucho tiempo, e incluso le debo muchas cosas. Pero Comminges también era su amigo. Y además, fue Comminges quien lo eligió como su segundo. Por fin, la valentía y el honor de Béville lo libran de cualquier sospecha de deslealtad.

El Almirante apretó su boca con un gesto de profundo desprecio.

—¡El honor de Béville! —repitió encongiéndose de hombros—; ¡un ateo! ¡un hombre perdido en la depravación!

—Sí, Béville es un hombre de honor —exclamó Jorge con fuerza—. ¿Pero a qué vienen tantos discursos? ¿No estaba yo también presente en ese duelo? ¿Sois vos, señor Almirante, quien cuestiona nuestro honor y nos acusa de asesinato?

Había en su tono algo de amenazante. Coligny no comprendió o despreció la alusión al asesinato del duque Francisco de Guisa, que el odio de los católicos le había atribuido. Sus rasgos retomaron incluso una tranquila inmovilidad.

—Señor de Mergy —dijo con tono frío y desdeñoso— un hombre que ha renegado de su religión no tiene derecho a hablar de su honor, pues nadie lo creerá.

El rostro del capitán se puso rojo como la púrpura, y un instante después de una palidez mortal. Retrocedió dos pasos, como para no sucumbir a la tentación de golpear a un anciano.

—¡Señor! —exclamó— vuestra edad y vuestro rango os permiten insultar impunemente a un pobre gentilhombre en lo que tiene de más preciado. Pero, os lo suplico, ordenad a cualquiera de vuestros hidalgos o a varios mantener las palabras que acabáis de pronunciar. Juro por Dios que se las haré tragar hasta que les asfixien.

—Ésta es sin duda la práctica de los señores refinados. Yo no sigo en absoluto sus reglas, y expulso a mis hidalgos si los imitan.

Y hablando así le volvió la espalda. El capitán, con la rabia en el alma, salió del palacio de Châtillon, montó a caballo y, como para aplacar su furor, hizo galopar desesperadamente al pobre animal, hiriéndole los flancos con las espuelas. En su impetuosa carrera estuvo a punto de atropellar a muchos pacíficos transeúntes, y fue una suerte que no hallase a su paso a ningún espadachín; porque, dado el humor que llevaba, es seguro que habría cogido por los cabellos la primera ocasión para desenvainar la espada.

Llegado a Vincennes, la agitación de su sangre empezaba a calmarse. Volvió grupas y encaminó a París el caballo ensangrentado y bañado en sudor. «¡Pobre amigo,—decía con amarga sonrisa— te castigo a ti por el insulto que él me ha hecho!» Y acariciando el cuello de su víctima inocente, volvió al paso hasta la casa de su hermano. Se limitó a decirle que el Almirante se había negado a intervenir en su favor, y suprimió los detalles de su conversación.

Pero poco después entró Béville, que saltó a Mergy al cuello, diciéndole: «Os felicito, querido; he aquí vuestra gracia, y la habéis obtenido a instancias de la reina.»

Mergy mostró menos sorpresa que su hermano. En su corazón atribuía ese favor a la dama velada, es decir, a la condesa de Turgis.

XIV.- LA CITA

Mergy volvió a compartir el domicilio de su hermano; fue a dar las gracias a la reina madre y reapareció en la corte. Al entrar en el Louvre, observó que había heredado, en cierto modo, la consideración que le tenían a Comminges. Personas a quienes él conocía sólo de vista, le saludaban con aire humilde y familiar. Al hablarle, los hombres ocultaban mal su envidia bajo las apariencias de atenta cortesía, las mujeres lo miraban y halagaban, porque la reputación de duelista era entonces un medio seguro de llegarles al corazón. Tres o cuatro hombres muertos en combate singular sustituían a la belleza, la riqueza y el ingenio. En una palabra, cuando nuestro héroe aparecía en la galería del Louvre oía elevarse a su alrededor un murmullo. «Aquí está el joven Mergy, que ha matado a Comminges. — ¡Qué joven es! ¡Qué figura tan esbelta! —¡Qué bien peinado lleva el bigote! —¿Se sabe quién es su amante?»

Y Mergy buscaba vanamente entre la multitud los ojos azules y las cejas negras de la señora de Turgis. Se presentó incluso en su casa; pero allí supo que al poco tiempo de la muerte de Comminges ella se había marchado a una de sus fincas, a veinte leguas de París. Si había que creer a las malas lenguas, el dolor que le había causado la muerte del hombre que la cortejaba la había obligado a buscar un retiro en donde pudiera consolar sus penas en paz.

Una mañana, mientras que el capitán, tendido en un lecho de reposo leía, en espera del desayuno, La muy horrorífica vida de Pantagruel, y que su hermano tomaba una lección de guitarra que le impartía el señor don Uberto Vinibella, un lacayo vino anunciar a Bernardo que una vieja muy bien vestida lo esperaba en la sala, y que, con aire de misterio, había solicitado hablar con él. Bajó al momento, y de las curtidas manos de una anciana, que no era ni Marta ni Camila, recibió una carta que exhalaba un suave perfume; estaba cerrada con un hilo de oro y un ancho sello de cera verde, en el cual, en vez de armas, se veía un Amor llevándose el dedo a los labios, con esta divisa castellana: «Callad». La abrió, y no encontró sino una línea escrita en español, que le costó algo entender: Esta noche, una dama espera a V.M.

—¿Quién os ha dado esta carta?— preguntó a la vieja.

—Una señora.

—¿Su nombre?

—No lo sé; según dice, es española.

—¿De qué me conoce?

La vieja se encogió de hombros y respondió con tono burlón: «Vuestra reputación y vuestra galantería os han proporcionado este asunto; pero respondedme: ¿vendréis?

—¿Adónde hay que ir?

—Estad esta noche, a las ocho y media, en la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois, al lado izquierdo de la nave.

—¿Y en la iglesia es donde debo ver a esa dama?

—No; alguien os conducirá a su casa. Pero sed discreto e id solo.

—Sí.

—¿Lo prometéis?

—Os doy mi palabra.

—Adiós, pues. Y sobre todo, no me sigáis.

Hizo una profunda reverencia, y se marchó inmediatamente.

—¡Y bien! ¿qué quería esa noble celestina? —preguntó el capitán cuando subió su hermano y se hubo marchado el profesor de guitarra.

—¡Oh, nada! —respondió Mergy con aire de indiferencia y mirando con mucha atención la Virgen de la que ya hemos hablado.

—¡Vamos! ¡nada de misterios conmigo! ¿Hay que acompañarte a una cita, guardar la calle y recibir a los celosos a espaldarazos?

—Nada, te digo.

—¡Oh! como gustes. Guárdate el secreto, si quieres; pero, mira, apostaría a que tienes por lo menos tantas ganas de contármelo como yo de saberlo.

Mergy tocó distraídamente algunas cuerdas de la guitarra.

—A propósito, Jorge, esta noche no puedo ir a cenar a casa  de Vaudreuil.

—¡Ah! ¿luego es para esta noche? ¿Es bella? ¿es alguna dama de la corte? ¿una ciudadana? ¿una tendera?

—De verdad, no lo sé. Tengo que ser presentado a una señora… que no es de este país… Pero ¿a quién?… Lo ignoro.

—Pero al menos, sabrás dónde has de encontrarte con ella.

Bernardo mostró la misiva y repitió lo que la vieja acababa de decirle.

—La letra está desfigurada —dijo el capitán— y no sé qué pensar de todas estas precauciones.

—Debe ser alguna gran dama, Jorge.

—Así son nuestros jóvenes, que por el menor motivo se imaginan que van a lanzarse a sus brazos las damas más encopetadas.

—Pero huele el perfume que exhala esta esquelita.

—¿Qué prueba eso?

De pronto la frente del capitán se oscureció y tuvo una idea siniestra.

—Los Comminges son rencorosos —dijo— y tal vez esta carta no sea sino una invención suya para atraerte a algún rincón apartado, en donde te hagan pagar caro la puñalada que les ha hecho heredar.

—¡Bueno! ¡Qué idea!

—No sería la primera vez que se ha usado el amor para la venganza. Has leído la Biblia; acuérdate de Sansón traicionado por Dalila.

—¡Tendría yo que ser muy cobarde para que tan improbable conjetura me hiciera faltar a una cita que quizá sea deliciosa! ¡Una española!…

—Al menos, ve bien armado. Si quieres, haré que te sigan mis dos lacayos.

—¡Nada de eso! ¿Para qué hacer a la ciudad testigo de mi buena suerte?

—Ésa es la costumbre, hoy en día. ¡Cuántas veces he visto a Ardelay, mi gran amigo, ir a ver a su amante, con una cota de malla y dos pistolas al cinto!… y detrás de él cuatro soldados de su compañía, con un mosquetón cargado. Tú no conoces aún París, amigo mío; y créeme, tomar demasiadas precauciones no perjudica nunca. Siempre puede uno quitarse la cota de malla si se convierte en molesta.

—No estoy inquieto. Si los parientes de Comminges me odiaran, habrían podido atacarme fácilmente por la noche, en la calle.

—En fin, no te dejaré salir sino con la condición de que cojas tus pistolas.

—¡Santo y bueno!, pero se burlarán de mí.

—Ahora eso no es todo; hay que cenar bien, comerse dos perdices y numerosas crestas de gallo en pasta, con el fin de honrar esta noche a la familia de los Mergy.

Bernardo se retiró a su cuarto, donde pasó lo menos cuatro horas peinándose, rizándose y perfumándose, y, estudiando los elocuentes discursos que se proponía decir a la bella desconocida.

Dejo al lector adivinar si fue puntual a la cita. Llevaba más de media hora paseándose por la iglesia. Ya había contado tres veces los cirios, las columnas y los ex-voto, cuando una mujer anciana, cuidadosamente envuelta en una capa parda, lo tomó de la mano, y sin decir una palabra, lo condujo a la calle. Observando siempre el mismo silencio, lo llevó, después de varios rodeos, a una calleja muy estrecha y aparentemente deshabitada. Se detuvo al fondo, ante una puertecita ojival y muy baja, que abrió con una llave que sacó del bolsillo. La vieja entró primero, y Mergy la siguió, asiéndola por la capa a causa de la oscuridad. Una vez dentro, oyó cerrar tras él enormes cerrojos. Entonces su guía le advirtió en voz baja que estaba al pie de una escalera, y que tenía que subir veintisiete peldaños. La escalera era muy estrecha, y sus peldaños, gastados y desiguales, estuvieron más de una vez a punto de hacerle caer. Al fin, tras el vigésimo séptimo escalón, que terminaba en un pequeño rellano, abrió la vieja una puerta, y una luz intensa deslumbró por un instante los ojos de Mergy. Entró enseguida en una habitación amueblada mucho más elegantemente de lo que anunciaba el aspecto exterior de la casa.

Las paredes estaban cubiertas de tapices de flores, un poco ajados, es verdad, pero todavía muy limpios. En medio de la habitación vio una mesa iluminada por dos teas de cera rosa y cubierta de varias clases de frutas y dulces, con vasos y frascos de cristal llenos, según parecía, de vinos de distintas clases. Dos grandes sillones colocados en los dos extremos de la mesa parecían esperar invitados. En una alcoba medio cerrada por cortinas de seda, había una cama muy adornada y cubierta de raso carmesí. Varios perfumadores esparcían un aroma voluptuoso por la habitación.

La vieja se quitó la capa y Mergy la suya. Éste reconoció enseguida a la mensajera que le había llevado la carta.

—¡Santa María! —exclamó la anciana al ver las pistolas y la espada de Mergy— ¿creíais acaso que tendríais que traspasar gigantes? Señor mío, aquí no se trata de dar grandes estocadas.

—Así quiero pensarlo; pero pudiera suceder que algunos hermanos o un marido de mal humor viniesen a turbar nuestra conversación, y esto serviría para lanzarles pólvora a los ojos.

—Aquí no tenéis que temer nada semejante. Pero, decidme, ¿qué os parece esta habitación?

—Muy bonita, sin duda; pero me aburriría en ella si tuviera que permanecer solo.

—Alguien va a venir a haceros compañía. Pero,  tenéis que hacerme una promesa.

—¿Cuál?

—Si sois católico, extenderéis la mano sobre este crucifijo (sacó uno de un armario); si sois hugonote, juraréis por Calvino… por Lutero, en fin, por vuestros dioses…

—¿Y qué tengo que jurar? —interrumpió él riendo.

—Juraréis no hacer ningún esfuerzo para intentar conocer a la dama que va a venir aquí.

—La condición es rigurosa.

—Vos veréis. Juráis, o vuelvo a conduciros a la calle.

—Vamos, os doy mi palabra, que vale más que esos juramentos ridículos que me proponéis.

—Está bien. Esperad con paciencia; comed, bebed, si os viene en gana; dentro de poco veréis llegar a la dama española.

Cogió su capa y salió, cerrando la puerta con llave.

Mergy se dejó caer en un sillón. Su corazón latía con violencia; sentía una emoción tan intensa y casi de la misma naturaleza que la que había sentido días antes en el Pré-aux-Clercs, en el momento de encontrarse con su enemigo.

En la casa reinaba el más profundo silencio y un mortal cuarto de hora transcurrió, durante el cual su imaginación le hacía ver alternativamente a Venus saliendo de los tapices para echarse en sus brazos; a la condesa de Turgis en traje de caza; a una princesa de sangre real; una banda de asesinos y, por último, la idea más horrible de todas: a una vieja enamorada.

De pronto, sin que el menor ruido hubiera anunciado que alguien acababa de entrar en la casa, la llave giró en la cerradura; la puerta se abrió y se volvió a cerrar como por sí misma, tan pronto como una dama enmascarada entró en la habitación.

Era de elevada estatura y bien proporcionada. Un vestido de cuerpo ajustado hacía resaltar la elegancia de sus formas; pero ni un pie diminuto calzado con zapatilla de terciopelo blanco, ni una manita tapada por desgracia con un guante bordado podían permitir adivinar con exactitud la edad de la desconocida. No sé qué, tal vez una influencia magnética, o si se quiere, un presentimiento, hacían creer que no tenía más de veinticinco años. Su vestido era rico, elegante y sencillo a la vez.

Mergy se levantó inmediatamente y postró una rodilla en tierra ante ella. La dama avanzó un paso hacia él y le dijo con voz dulce: «Dios os guarde, caballero. Sea vuestra merced bien venido».

Mergy hizo un movimiento de sorpresa.

—¿Habla su merced español?

Mergy no hablaba español, y apenas lo comprendía.

La dama pareció contrariada. Se dejó acompañar hasta uno de los sillones donde se sentó, haciendo un gesto a Mergy para que ocupara el otro. Entonces empezó la conversación en francés, pero con un acento extranjero que, unas veces era intenso, casi exagerado, y por momentos cesaba por completo.

—Señor, vuestro gran valor me ha hecho olvidar la reserva habitual de nuestro sexo; he querido ver a un perfecto caballero, y lo encuentro tal como lo pregona la fama.

Mergy se sonrojó e hizo una reverencia. «¿Tendréis, señora, la cruedad de conservar ese antifaz, que, como nube envidiosa, me oculta los rayos de sol?» (Había leído esta frase en un libro traducido del español).

—Caballero, si quedo satisfecha de vuestra discreción, me veréis más de una vez a cara descubierta; pero por hoy contentaos con el placer de hablarme.

—¡Ah, señora! por muy grande que sea ese placer, no hace sino aumentar con mayor fuerza mi deseo de veros.

Estaba de rodillas, y parecía dispuesto a levantarle el antifaz.

—¡Poco a poco, señor francés!, sois demasiado impulsivo. Volved a sentaros, u os dejo al momento. Si supierais quién soy y a lo que me atrevo para veros, os daríais por satisfecho con el honor que os concedo al venir aquí.

—En verdad, me parece que vuestra voz me es conocida.

—Es, no obstante, la primera vez que la oís. Decidme, ¿sois capaz de amar con constancia a una mujer que os ame?…

—Ya siento por vos…

—Nunca me habéis visto; por consiguiente, no podéis amarme. ¿Sabéis si soy bella o fea?

—Estoy seguro de que sois encantadora.

La desconocida retiró la mano, de la que él se había apoderado, y se la llevó al antifaz, como si fuera a quitárselo.

—¿Qué haríais si vierais aparecer ante vos a una mujer de cincuenta años, que asustase de fea?

—Eso es imposible.

—Aún se ama a los cincuenta años. (Ella suspiró, y el joven se estremeció.)

—Este talle elegante, esta mano que inútilmente intentáis ocultarme, todo me demuestra vuestra juventud.

En esta frase había más galantería que convicción.

—¡Ay!

Mergy empezó a concebir cierta inquietud.

—Para vosotros los hombres el amor no basta. Necesitáis además la belleza. (Y suspiró de nuevo.)

—Permitid, por favor, que os quite ese antifaz.

—No, no; —y lo empujó con viveza—. ¡Acordaos de vuestra promesa! Luego añadió con tono más alegre: Me arriesgaría demasiado si me descubriera. Siento gran placer al veros a mis pies, y si por casualidad no fuera yo joven ni bella…, por lo menos para vuestro gusto…, tal vez me dejarais aquí completamente sola.

—Mostradme sólo esa pequeña mano.

La dama se quitó un guante perfumado y  tendió una mano blanca como la nieve.

—¡Conozco esta mano! —exclamó él—; no hay más que una tan bella en París.

—¿De veras? ¿Y de quién es esa mano?

—De… una condesa.

—¿De qué condesa?

—De la condesa de Turgis.

—¡Ah!… sé lo que queréis decir. Sí, la Turgis tiene bonitas manos, gracias a las cremas de almendras de su perfumista. Pero yo presumo de que las mías son más suaves que las suyas.

Todo eso lo dijo en un tono muy natural, y Mergy, que había creído reconocer la voz de la bella condesa, concibió algunas dudas y estuvo a punto de abandonar esa idea.

«Dos en vez de una, —pensó—; ¿estoy pues protegido por las hadas?» Intentó reconocer en tan linda mano la huella de una sortija que le había visto a la Turgis; pero estos dedos redondos y perfectamente formados no tenían la menor señal de presión, ni la más ligera deformidad.

—¡La Turgis! —exclamó la desconocida riendo—. ¡En verdad, debo agradeceros que me toméis por la Turgis! Pero a Dios gracias, creo que valgo un poco más.

—Por mi honor os digo que la condesa es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Estáis pues enamorado de ella? —preguntó vivamente.

—Tal vez; pero, por favor, quitaos el antifaz y mostradme una mujer más bella que la Turgis.

—Cuando esté segura de que me amáis… entonces me veréis a rostro descubierto.

—¡Amaros!… Pero ¡pardiez!, ¿cómo podré amaros sin veros?

—Esta mano es bonita; figuraos que mi rostro está en armonía con ella.

—Ahora estoy seguro de que sois encantadora, porque acabáis de descubriros no fingiendo la voz. La he reconocido, estoy seguro.

—¿Y es la voz de la Turgis? —dijo riendo y con un acento español muy marcado.

—Precisamente.

—Es un error, un error de vuestra parte, señor Bernardo; me llamo doña María…, doña María de… Más adelante os diré el apellido. Soy una dama de Barcelona; mi padre, que me vigila muy estrictamente, está de viaje desde hace algún tiempo, y yo aprovecho su ausencia para divertirme y ver la corte de París. En cuanto a la Turgis, cesad os ruego de hablarme de esa mujer; aborrezco su nombre; es la mujer más mala de la corte. Además, ¿sabéis cómo enviudó?

—Algo me han dicho.

—Pues bien, hablad… ¿Qué os han dicho?

—Que habiendo sorprendido a su marido en tierno coloquio con la doncella, asió una daga y lo hirió gravemente. El pobre hombre murió un mes más tarde.

—¿Y esa acción os parece… horrible?

—Os confieso que la disculpo. Amaba a su marido,  y yo aprecio los celos.

—Habláis así porque creéis estar ante la Turgis; pero sé que en el fondo del corazón la despreciáis.

Había en esa voz algo triste y melancólico; pero no era la voz de la Turgis. Mergy no sabía qué pensar.

—¡Cómo! —exclamó— ¿sois española y no apreciáis los celos?

—Dejemos eso. ¿Qué es ese cordón negro que lleváis colgado al cuello?

—Es una reliquia.

—Os creía protestante.

—Así es. Pero esta reliquia me la ha dado una dama, y la llevo en su recuerdo.

—Mirad, si queréis complacerme, no penséis más en las damas; yo quiero ser para vos todas las damas. ¿Quién os ha dado ese relicario? ¿También la Turgis?

—No, de verdad.

—¡Mentís!

—¿Sois, pues, la señora  deTurgis?

—¡Os habéis descubierto, señor Bernardo!

—¿Cómo?

—Cuando vea a la Turgis le preguntaré por qué comete el sacrilegio de dar una cosa santa a un hereje.

La incertidumbre de Mergy redoblaba a cada instante.

—Quiero el relicario; dádmelo.

—No, no puedo darlo.

—Lo quiero. ¿Os atrevéis a negármelo?

—He prometido devolverlo.

—¡Bah! ¡esa promesa en una niñería! La promesa hecha a una mujer falsa no compromete. Además, tened cuidado, tal vez sea un encantamiento, un talismán peligroso lo que lleváis ahí. La Turgis, según dicen, es una gran maga.

—No creo en la magia.

—¿Ni en los magos?

—Creo un poco en las magas. Y subrayó la última palabra.

—Escuchad, dadme ese relicario, y tal vez me quite el antifaz.

—¡Ahora sí, es la voz de la señora de Turgis!

—Por última vez, ¿queréis darme el relicario?

—Os lo devolveré, si queréis quitaros el antifaz.

—¡Ah! me estáis impacientando con vuestra Turgis; amadla tanto como os plazca; ¿qué me importa?

La dama se volvió en el sillón, como enfurruñada. El raso que cubría su pecho se elevaba y descendía rápidamente.

Por espacio de unos minutos guardó silencio; luego, volviéndose de pronto, dijo con acento burlón: «Válgame Dios, vuestra merced no es un caballero, es un monje.»

De un puñetazo derribó las dos velas que ardían sobre la mesa y la mitad de las botellas y bandejas. Las velas se apagaron al instante. Al mismo tiempo se quitó el antifaz. En la más completa oscuridad, Mergy sintió unos labios ardientes que buscaban los suyos y dos brazos que lo estrechaban con fuerza.

XV.- LA OSCURIDAD

El reloj de una iglesia cercana dio cuatro campanadas.

—¡Jesús, las cuatro! No tendré tiempo de volver a  casa antes de que sea de día.

—¡Cómo! perversa, ¿dejarme tan pronto?

—Es preciso; pero volveremos a vernos dentro de poco.

—¡Volveremos a vernos! Acordaos, querida condesa, de que no os he visto.

—Dejad en paz a la condesa y no seáis niño. Soy doña María, y cuando tengamos luz, veréis bien que no soy la que creéis.

—¿A qué lado está la puerta? Voy a llamar.

—No; dejadme bajar; conozco esta habitación y sé dónde encontrar un eslabón.

—Tened cuidado, no piséis los trozos de cristal; ayer rompisteis muchos.

—Dejadme hacer.

—¿Lo encontráis?

—¡Ah, sí, mi corsé! ¡Virgen santa! ¿cómo me las arreglaré? He cortado todas las cintas con vuestro puñal.

—Pedid otras a la vieja.

—No os mováis; dejadme a mí… ¡Adiós, querido Bernardo!

La puerta se abrió y volvió a cerrarse inmediatamente. Fuera se oyó una prolongada carcajada. Mergy comprendió que su conquista se le acababa de escapar. Intentó perseguirla, pero, en la oscuridad, tropezaba con los muebles, se enredaba entre ropas y cortinas sin poder hallar la puerta. De pronto la puerta se abrió y entró una persona con una linterna sorda. Mergy cogió al punto en sus brazos a la persona que la llevaba.

—¡Ah, ya os tengo! ¡ahora no escaparéis! —exclamó, abrazándola tiernamente.

—Dejadme pues, señor de Mergy —dijo una voz ronca—. ¡Vaya un modo de abrazar a la gente!

Reconoció a la vieja.

—¡Que el diablo os lleve!  —exclamó. Se vistió en silencio, cogió sus armas y su capa y salió de aquella casa en el estado de un hombre que, después de haber bebido excelente vino de Málaga, se traga, por distracción del criado que le sirve, un vaso de una botella de jarabe antiscorbútico, olvidada desde hace muchos años en la bodega.

Mergy fue bastante discreto con su hermano; habló de una dama española de la mayor belleza, según había podido juzgar a oscuras; pero no dijo nada de las sospechas que había concebido acerca de su desconocida.

XVI.- LA DECLARACIÓN

Dos días pasaron sin tener noticias de la supuesta española. Al tercero, los dos hermanos supieron que la señora de Turgis había llegado la víspera a París, y que sin duda iría aquel día a cumplimentar a la reina madre. Fueron inmediatamente al Louvre, y la hallaron en una galería, en medio de un grupo de damas con quienes estaba hablando. Ver a Mergy no pareció causarle la menor emoción. Sus mejillas, habitualmente pálidas, no se sonrojaron ni lo más mínimo. En cuanto lo vio le hizo una seña con la cabeza, como a un antiguo amigo, y después de las primeras frases de cumplido le dijo al oído: «Supongo que ahora la tenacidad hugonote se habrá tambaleado un poco. Para convertiros hacían falta milagros.

—¿Cómo?

—¡Qué! ¿no habéis experimentado por vos mismo los sorprendentes efectos del poder de las reliquias?

Mergy sonrió con aire incrédulo.

—El recuerdo de la linda mano que me ha dado esta cajita y el amor que me ha inspirado, duplicaron mis fuerzas y mi destreza.

Riéndose, ella lo amenazó con el dedo.

—Os volvéis impertinente, señor oficial. ¿Sabéis con quién estáis hablando?

Mientras hablaba se quitó los guantes para arreglarse el cabello, y Mergy miraba la mano, y de la mano llevaba sus miradas a los vivísimos y casi perversos ojos de la bella condesa. El aspecto de extrañeza del joven le hizo reír a carcajadas.

—¿De qué os reís?

—Y vos, ¿por qué me miráis así con tanto asombro?

—Dispensadme, pero desde hace unos días, sólo encuentro motivos de asombro.

—¿De veras? eso deber ser curioso. Contadnos pronto, pues, algunas de esas cosas sorprendentes que os suceden a cada momento.

—No puedo hablaros de ellas ahora, ni en este lugar; además, guardo en la memoria cierta divisa española que me han enseñado hace tres días.

—¿Qué divisa?

—Una sola palabra: Callad.

—¿Qué quiere decir?

—¡Cómo! ¿vos no sabéis español? —preguntó, mirándola con atención. Pero ella soportó el examen sin dejar traslucir que había comprendido el doble sentido de sus palabras; y hasta los ojos del joven, primero fijos en los suyos, se bajaron de pronto, obligados a reconocer el poder superior de aquellos que habían osado desafiar.

—En mi infancia, —respondió ella con un tono de perfecta indiferencia— supe algunas palabras de español, pero ahora creo haberlas olvidado. Así es que, si queréis que os comprenda, debéis hablarme en francés. Veamos, ¿qué dice vuestra divisa?

—Aconseja discreción, señora.

—¡A fe mía que nuestros jóvenes cortesanos deberían adoptar esa divisa, sobre todo si pudieran lograr justificarla con su conducta! Pero sabéis mucho, señor de Mergy. ¿Quién os ha enseñado pues español? Apuesto que es una dama.

Mergy la miró con aire tierno y sonriente.

—No sé más que algunas palabras de español —dijo en voz baja— y es el amor el que las ha grabado en mi memoria.

—¡El amor! —repitió la condesa con tono burlón. Como hablaba muy alto, varias damas volvieron la cabeza al oír esa palabra, como para preguntar de qué se trataba. Mergy, un poco ofendido por su burla y molesto por verse tratado de ese modo, sacó del bolsillo la carta española que había recibido la víspera, y entregándosela a la condesa: «No dudo —dijo— de que vos sepáis tanto como yo, y sin duda  comprenderéis fácilmente ese español.»

Diana de Turgis cogió el papel, lo leyó o fingió leerlo, y riéndose con todas sus fuerzas, se lo dio a la dama que tenía más cerca.

—Tened, señora de Châteauvieux, leed esta carta amorosa que el señor de Mergy acaba de recibir de su amante, y que, según dice, tiene a bien sacrificarme. Lo mejor del caso, es que reconozco la mano que la ha escrito.

—No lo dudo —dijo Mergy con cierta acritud, pero siempre en voz baja.

La señora de Châteauvieux leyó la carta, se rió y se la pasó a un caballero, éste a otro, y en un instante no hubo nadie en la galería que ignorara el buen trato que Mergy recibía de una dama española.

Cuando se calmaron un poco las carcajadas, la condesa preguntó con tono burlón a Mergy si encontraba guapa a la dama que había escrito la carta.

—Os aseguro por mi honor, señora, que no me parece menos bella que vos.

—¡Cielos! ¿qué estáis diciendo? ¡Jesús! Sin duda la habréis visto sólo de noche; porque yo la conozco bien, y… ¡a fe mía! os felicito por vuestra buena suerte. Y se echó a reír más fuerte aún.

—Mi bella amiga —dijo la Châteauvieux— nombradnos pues a esa dama española lo bastante afortunada como para poseer el corazón del señor de Mergy.

—Antes de nombrarla, os ruego que digáis delante de todas estas damas, señor de Mergy, si habéis visto de día a vuestra amante.

Mergy se hallaba verdaderamente incómodo, y la inquietud y el mal humor se dibujaban de forma bastante cómica en su fisonomía. No contestó.

—Sin más misterio —dijo la condesa— esa carta es de la señora doña María Rodríguez; conozco su letra lo mismo que la de mi padre.

¡María Rodríguez! —exclamaron todas las damas riendo—. María Rodríguez era una persona de más de cincuenta años. Había sido dueña en Madrid. No sé cómo vino a Francia ni por qué mérito Margarita de Valois la había recibido en su casa. Quizá tuviera junto a sí a esa especie de monstruo para hacer resaltar más sus encantos por la comparación, del mismo modo que los pintores incluyeron en el mismo lienzo el retrato de una belleza de su época y la caricatura de su enano. Cuando la Rodríguez aparecía en el Louvre, divertía a todas las damas de la corte por su aspecto afectado y su ropa a la antigua.

Mergy se estremeció. Había visto a la dueña, y recordó con horror que la dama enmascarada había dado el nombre de María; sus recuerdos se tornaron confusos. Estaba absolutamente desconcertado, y las risas aumentaban.

—Es una dama muy discreta —decía la condesa de Turgis— y no podíais haber hecho mejor elección. Tiene, sin duda, buen aspecto en cuanto se pone la dentadura postiza y la peluca negra. Además, no tiene más de sesenta años.

—¡Le habrá dado algún filtro! —exclamó la de Châteauvieux.

—¿Os gustan pues las antigüedades? —preguntaba otra señora.

—¡Qué lástima! —decía muy bajito suspirando una dama de la reina— ¡qué lástima que los hombres tengan caprichos tan ridículos!…

Mergy se defendía como podía. Las felicitaciones irónicas llovían sobre él y hacía un triste papel, cuando el rey, surgiendo de pronto por el extremo de la galería, hizo cesar de repente las risas y las bromas. Todos se apresuraron a alinearse a su paso, y el silencio siguió al tumulto.

El rey acompañaba al Almirante, con el que había conversado mucho rato en su despacho. Apoyaba familiarmente la mano en el hombro de Coligny, cuya barba gris y ropas negras contrastaban con el aspecto juvenil de Carlos y con sus ropas relucientes de bordados. Al verlos, se habría podido decir que el joven rey, con un discernimiento raro en el trono, había escogido por favorito al más virtuoso y sabio de sus súbditos.

Cuando recorrían la galería y todas las miradas estaban fijas en ellos, Mergy oyó en su oído la voz de la condesa, que susurraba: «¡No me guardéis rencor! Tened, no lo miréis hasta que estéis fuera de aquí.»

Al mismo tiempo algo cayó en su sombrero, que él tenía en la mano. Era un papel lacrado que envolvía algo duro. Lo guardó en el bolsillo, y un cuarto de hora después, tan pronto como estuvo fuera del Louvre, lo abrió, y encontró una llavecita con estas palabras: «Esta llave abre la puerta de mi jardín. Hasta esta noche a las diez. Os amo. Ya no volveré a tener antifaz para vos, y veréis al fin a doña María y a DIANA»

El rey acompañó al Almirante hasta el otro extremo de la galería. «Adiós, padre —le dijo— estrechándole las manos. Sabéis que os amo, y yo sé que me pertenecéis en cuerpo y alma, tripas e intestinos» Acompañó esta frase de una gran carcajada. Luego, cuando volvía a su despacho, se detuvo ante el capitán Jorge: «Mañana, después de misa —le dijo— vendréis a hablarme a mi despacho.» Se volvió y dirigió una mirada algo inquieta hacia la puerta por donde acababa de salir Coligny, luego abandonó la galería para encerrarse con el mariscal de Retz.

XVII.- LA  AUDIENCIA PARTICULAR

El capitán Jorge acudió al Louvre a la hora indicada. En cuanto dio su nombre, el ujier, levantando una cortina, lo introdujo en el despacho del rey. El monarca, que estaba sentado junto a una mesita, en actitud de escribir, le hizo con la mano una seña para que permaneciera quieto, como si al hablar temiese perder el hilo de las ideas que, en esos momentos, le ocupaban. El capitán, en actitud respetuosa, permaneció de pie a seis pasos de la mesa, y tuvo tiempo de pasear su mirada por la habitación y observar detalladamente la decoración.

Era muy sencilla, pues apenas consistía en instrumentos de caza colgados sin orden en la pared. Un cuadro de bastante calidad que representaba una Virgen, con una gran rama de boj encima, estaba colgado entre un arcabuz y un cuerno de caza. La mesa sobre la que escribía el monarca estaba cubierta de papeles y de libros. En el suelo, un rosario y un librito de horas yacían mezclados con redes y cascabeles de halcón. Un gran lebrel dormía en un cojín cercano.

De pronto, el rey tiró la pluma al suelo con un movimiento de furor pronunciando una gran blasfemia entre dientes. Con la cabeza inclinada, recorrió dos o tres veces con paso irregular el despacho; luego, deteniéndose de pronto ante el capitán, le dirigió una mirada sorprendida, como si lo viera por primera vez.

—¡Ah! ¿sois vos?  —dijo, retrocediendo un paso.

El capitán se inclinó hasta el suelo.

—Me alegra veros. Tengo que hablaros, pero…. Se detuvo.

Con la boca entreabierta, el cuello estirado, el pie izquierdo seis pulgadas delante del derecho, en fin, en una posición que, en mi opinión, daría un pintor a una figura que representase la atención, así estaba Jorge, esperando el final de la frase comenzada. Pero el rey había inclinado de nuevo la cabeza sobre el pecho, y parecía preocupado por ideas que distaban mil leguas de las que había estado a punto de expresar momentos antes.

Hubo un silencio de algunos minutos. El rey se sentó y se llevó la mano a la frente, como una persona cansada.

—¡Demonio de rima! —exclamó dando una patata, y haciendo resonar las largas espuelas de que estaban provistas sus botas.

El gran lebrel, despertándose sobresaltado, interpretó la patada como una llamada dirigida a él: se levantó, se acercó al sillón del rey, puso las dos patas sobre las rodillas, y, alzando su afilada cabeza, que sobrepasaba en mucho de la de Carlos, abrió una ancha boca y bostezó sin el menor protocolo, hasta tal punto es difícil enseñarle a un perro modales de corte.

El rey echó al perro, que volvió a recostarse suspirando. Y como sus ojos, encontraron de nuevo al capitán como por casualidad, le dijo: «Excusadme Jorge, es una… rima que me está haciendo sudar sangre y agua.

—Tal vez importuno a Vuestra Majestad —dijo el capitán con una gran reverencia.

—No, no —dijo el rey. Se levantó y puso la mano familiarmente en el hombro del capitán. Al mismo tiempo sonreía, pero su sonrisa era sólo de labios, sin que en ella participaran sus ojos distraídos.

—¿Estáis cansado aún de la cacería del otro día? —dijo el rey, evidentemente incómodo para entrar en materia—. El ciervo se hizo batir mucho rato.

—Señor, yo sería indigno de mandar una compañía de caballería ligera de Vuestra Majestad, si me fatigase una carrera como la de anteayer. Durante las últimas guerras, el señor de Guisa, al verme siempre sobre la silla, me había apodado el albanés.

—En efecto, me han dicho que eres buen jinete. Pero ¿sabes tirar  con arcabuz?

—Señor, lo uso bastante bien; no obstante, disto mucho de tener la puntería de Vuestra Majestad. Pero no todos pueden tenerla.

—Mira, ¿ves ese largo arcabuz? cárgalo de doce postas. ¡Que me aspen si a sesenta pasos queda una sola fuera del pecho del pagano que tomes por blanco!

—Sesenta pasos es una distancia bastante grande; pero no me gustaría hacer la prueba en mí mismo con un tirador tal como Vuestra Majestad.

—Y a doscientos pasos mandaría un balazo a un hombre, siempre que la bala fuese de calibre.

El rey puso el arcabuz en manos del capitán.

—Parece tan bueno como rico —dijo Jorge después de examinarlo minuciosamente y haber hecho funcionar el gatillo.

—Veo que entiendes de armas, muchacho. Apunta, que yo vea cómo lo haces.

El capitán obedeció.

—Un arcabuz es una cosa hermosa, —continuó Carlos, hablando lentamente—. ¡A cien pasos de distancia, y con el movimiento de un dedo, puede uno librarse seguramente de un enemigo, y ni cota de malla ni coraza resisten a una buena bala!

Como ya he dicho, Carlos IX, bien por efecto de una costumbre de la infancia, bien por timidez natural, casi nunca miraba de frente a la persona con la que hablaba. Esta vez, no obstante, miró fijamente al capitán con una expresión extraña. Jorge bajó los ojos involuntariamente, y el rey hizo lo mismo casi simultáneamente. Hubo aún un momento de silencio; Jorge fue el primero en romperlo.

—Por mucha destreza que se tenga en el manejo de las armas de fuego, la espada y la lanza son, sin embargo, más seguras…

—Sí, pero el arcabuz… —Carlos sonrió de un modo extraño. Luego prosiguió—: Dicen, Jorge, que has sido gravemente ofendido por el Almirante.

—Señor…

—Lo sé, estoy seguro de ello. Pero me gustaría…, quiero que tú me lo cuentes.

—Es verdad, Señor; yo le hablaba de un desdichado asunto que me interesaba mucho…

—El duelo de tu hermano. ¡Pardiez! es un guapo mozo, que traspasa bien a un hombre; lo aprecio; Comminges era un fatuo; tuvo lo que merecía. Pero, ¡voto a!, ¿cómo diablos esa vieja barba gris ha podido hallar en ello materia para ofenderte?

—Temo que desdichadas diferencias de creencias, y mi conversión, que yo creía olvidada…

—¿Olvidada?

—Como Vuestra Majestad ha dado el ejemplo del olvido de las disensiones religiosas, y su rara e imparcial justicia…

—Aprende, amigo mío, que el Almirante no olvida nada.

—Ya me he dado cuenta, Señor. Y la expresión de Jorge se entristeció.

—Dime, Jorge, ¿qué piensas hacer?

—¿Yo, Señor?

—Sí; habla francamente.

—Señor, soy un pobre caballero, y el Almirante es demasiado viejo para que yo le exija reparación; y, además, Señor —dijo inclinándose como si con una frase de cortesano quisiera reparar la impresión que lo que creía un atrevimiento había producido en el rey— si pudiera hacerlo, temería perder el favor de Vuestra Majestad.

—¡Bah!  —exclamó el rey. Y posó la mano derecha en el hombro de Jorge.

—Afortunadamente —prosiguió el capitán— mi honor no está en manos del Almirante; y, si alguno de mi condición osara dudar de mi honor, entonces suplicaría a Vuestra Majestad que me permitiese…

—¿Quieres decir que no te vengarás del Almirante? ¡Sin embargo, el muy … se vuelve sumamente insolente!

Jorge abría desmesuradamente los ojos con asombro.

—No obstante —prosiguió el rey— te ha ofendido. Sí, ¡que el diablo me lleve! te ha ofendido gravemente, según me han dicho… Un caballero no es un lacayo, y hay cosas que no pueden tolerarse ni siquiera por parte de un príncipe.

—¿Cómo podría vengarme de él? tendría a menos batirse conmigo.

—Tal vez. Pero… —El rey cogió de nuevo el arcabuz y apuntó con él.

—¿Me entiendes?

El capitán retrocedió dos pasos. El gesto del monarca era bastante evidente, y la expresión diabólica de su fisonomía no lo explicaba sino demasiado bien.

—¡Qué! ¿Señor, Vos me aconsejaríais…?

El rey golpeó el suelo con fuerza con la culata del arcabuz y exclamó, mirando con ojos furiosos al capitán:

—¡Aconsejarte! ¡vientre de Dios! yo no te aconsejo nada.

El capitán no sabía qué responder; hizo lo que muchos  habrían hecho en su lugar: se inclinó y bajó los ojos. Carlos prosiguió enseguida, con un tono más amable:

—No es que si le disparases un buen arcabuzazo para vengar tu honor… me sería indiferente. ¡Por las tripas del Papa! un hidalgo no tiene don más preciado que su honor, y no hay nada que no pueda hacer para repararlo. Además, esos Châtillon son arrogantes e insolentes como ayudantes de verdugo; los muy canallas desearían retorcerme el cuello, lo sé, y ocupar mi puesto… ¡Cuando veo al Almirante, siento a veces ganas de arrancarle los pelos de la barba!

Ante este torrente de palabras de un hombre que, por lo general, no las prodigaba, el capitán no respondió.

—¡Y bien! ¡por la sangre y la cabeza! ¿qué es lo que quieres hacer? Mira, yo, en tu lugar, lo esperaría al salir de su… predicación, y desde alguna ventana le lanzaría un buen arcabuzazo a los riñones. ¡Pardiez!, mi primo el de Guisa te lo agradecería, y habrías hecho mucho por la paz del reino. ¿No sabes que ese parpaillot es más rey de Francia que yo mismo? Y eso me fastidia… Te digo claramente lo que pienso; hay que enseñar a ese … a no destrozar el honor de un hidalgo. A destrozo en el honor, un destrozo en la piel, el uno paga el otro.

—El honor de un caballero, en vez de componerse, se desgarra por un asesinato.

Esta respuesta fue como un rayo para el monarca. Inmóvil, con las manos tendidas hacia el capitán, tenía aún el arcabuz que parecía ofrecerle como instrumento de su venganza. Su boca estaba pálida y medio abierta, y se habría dicho que sus ojos huraños clavados en los de Jorge le lanzaban y recibían a la vez una horrible fascinación.

Al fin, el arcabuz escapó de las manos temblorosas del rey, e hizo retumbar el suelo en su caída: el capitán se precipitó al instante para recogerlo, y entonces el rey se sentó en su sillón y bajó la cabeza con aire sombrío. Los tics rápidos de la boca y las cejas anunciaban los combates que se libraban en el fondo de su corazón.

—Capitán —dijo tras un largo silencio— ¿dónde está tu compañía?

—En Meaux, Señor.

—Dentro de pocos días irás a incorporarte a ella, y la traerás tú mismo a París… Dentro de… unos días recibirás la orden. Adiós. —Había en su voz un tono duro e irritado. El capitán saludó con una reverencia, y Carlos, mostrándole con la mano la puerta del despacho, le anunció que su audiencia había terminado.

El capitán salía de espaldas, con las reverencias de rigor, cuando el rey, levantándose con ímpetu, lo agarró por un brazo.

—¡Boca cerrada, al menos! ¡Ya me entiendes!

Jorge se inclinó y se llevó la mano al pecho. Cuando salió de la habitación, oyó al rey que llamaba con voz dura al lebrel, y hacía chasquear el látigo de caza, como si estuviese dispuesto a descargar su mal humor sobre el inocente animal.

De regreso a su casa, Jorge escribió la siguiente carta, que envió al Almirante:

«Alguien que no os ama, pero que ama el honor, os aconseja desconfiar del duque de Guisa, e incluso tal vez de alguien más poderoso que él. Vuestra vida está en peligro.»

Esta carta no produjo ningún efecto en el alma intrépida de Coligny. Sabido es que poco tiempo después, el 22 de agosto de 1572, fue herido de un arcabuzazo por un asesino llamado Maurevel, que por ese motivo recibió el sobrenombre de matador del rey.

XVIII.- EL CATECÚMENO

Cuando dos amantes son discretos, pasan a veces más de ocho días, antes de que la gente entre en su confidencia. Pasado ese tiempo, la prudencia se relaja y se consideran ridículas las precauciones; entonces fácilmente se sorprende una mirada, fácilmente se la interpreta, y al final se sabe todo.

Así, las relaciones de la condesa de Turgis y del joven Mergy pronto dejaron de ser un secreto para la corte de Catalina. Un montón de pruebas evidentes habrían abierto los ojos hasta a los ciegos. Por ejemplo, la señora de Turgis llevaba normalmente lazos de color lila, y la guarda de la espada de Mergy, la parte inferior del jubón y los zapatos, estaban adornados con rosetas de cintas de color lila. La condesa había declarado en público su horror de la barba, pero le gustaba el bigote galantemente levantado; desde hacía poco, Mergy iba siempre afeitado con esmero y su bigote, desesperadamente rizado, untado de pomada y peinado con peine de plomo, formaba como una media luna cuyos puntas se alzaban muy por encima de la nariz. Y, por fin, hasta se llegó a decir que cierto caballero que salió muy de madrugada, y pasaba por la calle de Asís, había visto abrirse la puerta del jardín de la condesa, y salir de él a un hombre que, aunque iba embozado hasta la nariz con la capa, el otro lo había reconocido sin esfuerzo como el señor de Mergy.

Pero lo que parecía aún más concluyente y sorprendía a todo el mundo, era ver al joven hugonote, que antes se burlaba sin piedad de todas las ceremonias del culto católico, frecuentar ahora con asiduidad las iglesias, no faltar a ninguna procesión, e incluso mojar los dedos en agua bendita, cosa que, pocos días antes, habría considerado como horrible sacrilegio. Todos susurraban que Diana había ganado un alma para Dios, y los jóvenes caballeros de la religión reformada declaraban que tal vez pensasen formalmente en convertirse si, en vez de capuchinos y franciscanos, les enviasen para predicarles jóvenes y bellas devotas, como la señora de Turgis.

Faltaba mucho, sin embargo, para que Bernardo se convirtiera. Es verdad que acompañaba a la condesa a la iglesia; pero se colocaba a su lado, y mientras duraba la misa, no cesaba de hablarle al oído, con gran escándalo de los fieles devotos. Así, no sólo él no escuchaba el oficio, sino que, además, impedía que los fieles prestasen la debida atención. Es sabido que entonces una procesión era una partida de recreo tan divertida como una mascarada. Y, por último, Mergy no tenía escrúpulo alguno en mojar los dedos en agua bendita, puesto que eso le daba derecho a estrechar en público una linda mano que temblaba al tocar la suya. Por lo demás, aunque conservaba su creencia, tenía que sostener rudos combates, y Diana argumentaba contra él con tanta más ventaja cuanto que para entablar sus discusiones teológicas elegía, por lo general, los momentos en que más difícil le era a Mergy negarle cualquier cosa.

—Querido Bernardo, —le decía una noche, apoyando la cabeza en el hombro de su amante, mientras enlazaba el cuello con sus largas trenzas de cabellos negros—;  hoy has estado en el sermón conmigo. ¡Y bien! ¿tantas hermosas palabras no han producido ningún efecto en tu corazón? ¿Quieres pues permanecer insensible?

—¡Bueno, amiga querida! ¿cómo quieres que la voz gangosa de un capuchino pueda obrar lo que no han podido hacer tu dulce voz ni tus argumentos religiosos, tan bien subrayados por tus miradas amorosas, mi querida Diana?

—¡Malo! voy a estrangularte. —Y, apretando ligeramente una de sus trenzas, le atraía aún más hacia ella.

—¿Sabes en qué me he entretenido durante el sermón? En contar todas las perlas que llevabas en el pelo. Mira cómo las has esparcido por el cuarto.

—Estaba segura de ello. No has oído el sermón; siempre sucede lo mismo. ¡Vale! —dijo con un poco de tristeza—, veo bien que no me amas como yo a ti; si así fuera, hace tiempo que te habrías convertido.

—¡Ah! Diana  ¿por qué estas eternas discusiones? Dejémoslas para los doctores de la Sorbona y para nuestros ministros; nosotros empleemos mejor el tiempo.

—Déjame… ¡Qué feliz sería si pudiese salvarte! Mira, Bernardo, por salvarte aceptaría duplicar el número de años que deba pasar en el purgatorio.

Él la estrechó en sus brazos sonriendo, pero ella le rechazó con una expresión de indecible tristeza.

—Tú, Bernardo, no harías eso por mí; no te inquietas por el peligro que corre mi alma al entregarme a ti… —Y de sus bellos ojos brotaban lágrimas.

—Querida amiga, ¿no sabes que el amor disculpa muchas cosas, y …?

—Sí, lo sé muy bien. Pero, si pudiera salvar tu alma, todos mis pecados serían perdonados; todos los que hemos cometido juntos, todos los que podamos seguir cometiendo aún… todo eso quedaría perdonado. ¿Qué digo? ¡nuestros pecados habrían sido el instrumento de nuestra salvación!

Mientras hablaba, lo estrechaba entre sus brazos con toda su fuerza, y la vehemencia del entusiasmo que la animaba al hablar tenía algo tan cómico en su situación, que Mergy tuvo que contenerse para no soltar la carcajada ante tan extraña manera de predicar.

—Esperemos un poco más para convertirnos, Diana mía. Cuando los dos seamos viejos… cuando seamos demasiado viejos para hacer el amor…

—Me disgustas, malo; ¿por qué esa diabólica sonrisa en tus labios? ¿Crees que siento deseos de besarlos ahora?

—Bien ves que ya no sonrío.

—Vamos, estáte quieto. Dime, querido Bernardo, ¿has leído el libro que te di?

—Sí, lo terminé ayer.

—¿Qué te ha parecido? ¡Eso es razonar!, y los incrédulos tienen la boca cerrada.

—Tu libro, Diana mía, no es sino una sarta de mentiras e impertinencias. Es el más estúpido que hasta hoy haya salido de una prensa papista. ¡Apostaría a que tú, que con tanta seguridad hablas de él, no lo has leído!

—No, aún no, —respondió sonrojándose un poco—; pero estoy segura de que está lleno de razón y de verdad. No quiero más prueba de ello que el ensañamiento que los hugonotes ponen en despreciarlo.

—¿Quieres, como pasatiempo, que con las Escrituras en la mano, te demuestre…?

—¡Oh! ¡Guárdate mucho de hacerlo, Bernardo! ¡Dios me libre! no leo las Escrituras, como hacen los herejes. No quiero que debilites mis creencias. Además, perderías el tiempo. Vosotros, los hugonotes, siempre estáis armados de una ciencia que desespera. Nos la arrojáis a la cara en la discusión, y los pobres católicos, que no han leído, como vosotros, a  Aristóteles y la Biblia, no saben qué responderos.

—¡Ah! es que vosotros, los católicos, queréis creer a cualquier precio, sin tomaros la molestia de examinar si eso es o no es razonable. Nosotros, al menos, estudiamos nuestra religión antes de defenderla, y sobre todo antes de querer propagarla.

—¡Ah! ¡cómo quisiera tener la elocuencia del padre Giron, franciscano

—Es un tonto y un charlatán. Pero por más que gritó hace seis años en una conferencia pública, nuestro ministro Houdard lo derrotó a quia.

—¡Mentira! ¡mentira de herejes!

—¡Cómo! ¿no sabes que en el curso de la discusión se vieron caer gruesas gotas de sudor de la frente del buen padre sobre un Crisóstomo, que tenía en la mano? Acerca de lo cual un bromista hizo estos versos…

—No quiero oírlos. No me envenenes los oídos con tus herejías. ¡Bernardo, mi querido Bernardo, te suplico que no escuches a esos secuaces de Satanás, que te engañan y te llevan al infierno! Te lo ruego, ¡salva tu alma, y vuelve a nuestra Iglesia! —Y como, a pesar de sus instancias, leyera en los labios de su amante una sonrisa de incredulidad—: ¡Si me amas, —exclamó— renuncia por mí, por mi amor, a tus condenables creencias!

—Me resultaría mucho más fácil, querida Diana, renunciar por ti a la vida que a lo que mi razón me ha mostrado como verdadero. ¿Cómo quieres que el amor pueda impedirme creer que dos y dos son cuatro?

—¡Cruel!…

Mergy tenía un medio infalible para terminar las discusiones de esta índole, y lo empleó.

—¡Ay, querido Bernardo! —dijo con voz lánguida la condesa cuando el día, que despertaba, obligó a Mergy a retirarse— ¡me condenaré por ti, y veo bien que no tendré el consuelo de salvarte!

—¡Vamos, pues, ángel mío! El padre Giron nos dará una buena absolución in articulo mortis.

XIX.- EL FRANCISCANO

Al día siguiente de la boda de Margarita con el rey de Navarra, el capitán Jorge, por una orden de la corte, salió de París para ponerse al frente de su compañía de caballería ligera, de guarnición en Meaux. Su hermano se despidió de él bastante jovialmente y, esperando volver a verlo antes del fin de las fiestas, se resignó gustoso a vivir solo durante unos días. La señora de Turgis le ocupaba lo suficiente como para que no pudieran asustarle algunos momentos de soledad. De noche Mergy nunca estaba en casa, y de día dormía.

El viernes 22 de agosto de 1572, el Almirante fue gravemente herido de un arcabuzazo por un facineroso llamado Maurevel. El rumor público atribuyó el cobarde atentado al duque de Guisa por lo que este señor salió de París al día siguiente, como para librarse de las quejas y amenazas de los reformados. Al principio, el rey parecía querer perseguirlo con el mayor rigor, pero no se opuso a su regreso, que iba a señalarse por la horrible matanza del 24 de agosto.

Un número considerable de jóvenes caballeros protestantes bien montados, después de haber visitado al Almirante, se diseminaron por las calles con la intención de buscar al duque de Guisa o a sus amigos y de provocarlos si los encontraban. Sin embargo, al principio todo transcurrió pacíficamente. El pueblo, asustado por el número, o quizá reservándose para otra ocasión, guardaba silencio al verlos pasar, y sin parecer conmovido, los oía gritar: ¡Mueran los atacantes del señor Almirante! ¡Abajo los guisardos!

Al volver una calle, una docena de jóvenes hidalgos católicos, y entre ellos muchos servidores de la casa de Guisa, se presentaron inopinadamente ante la tropa protestante. Se esperaba una seria pelea, pero no ocurrió nada. Los católicos, tal vez por prudencia, quizá porque actuaran siguiendo órdenes concretas, no respondieron a los gritos injuriosos de los protestantes, y un joven de buena presencia que iba a la cabeza se acercó a Mergy y, saludándolo cortésmente le dijo con tono familiar y amistoso: «¡Buenos días, señor de Mergy! ¿Habéis visto al señor de Châtillon? ¿Cómo está? ¿Han detenido al atacante?»

Los dos grupos se detuvieron. Mergy reconoció al barón de Vaudreuil, le devolvió el saludo y contestó a sus preguntas. Se entablaron varias conversaciones particulares, mas como duraron poco, se separaron sin disputas. Los católicos cedieron el paso, y cada cual siguió su camino.

El barón de Vaudreuil había retenido a Mergy un rato, de modo que éste había quedado algo rezagado respecto a sus compañeros. Al separarse, Vaudreuil le dijo, examinando la montura del caballo: «¡Tened cuidado! O mucho me engaño, o vuestro caballo está mal cinchado. Prestadle atención». Mergy echó pie a tierra y arregló la cincha de su cabalgadura. Apenas había vuelto a montar, cuando oyó a alguien que venía detrás de él a trote largo. Volvió la cabeza, y vio a un joven cuya cara le era desconocida, pero que formaba parte de los que acababan de encontrar.

—¡Válgame Dios! —dijo éste abordándolo—; me encantaría encontrar a solas a alguno de los que hace un momento gritaban ¡abajo los guisardos!

—No tendréis que ir muy lejos para encontrar a uno, —respondió Mergy—. ¿Qué se os ofrece?

—¿Seréis acaso del número de eso bribones?

Mergy desenvainó de inmediato, y con la espada de plano dio en el rostro a aquel amigo de los Guisa. Éste sacó al punto una pistola del arzón y la disparó a quemarropa contra Mergy. Por fortuna, sólo ardió la espoleta. El amante de Diana contestó dando a su enemigo un tajo en la cabeza que le hizo caer del caballo, bañado en sangre. El pueblo, hasta entonces espectador impasible, salió en favor del herido. El joven hugonote fue atacado con piedras y palos, y, considerando inútil toda resistencia contra semejante multitud, decidió picar espuelas y escapar al galope. Al querer volver rápidamente una esquina, su caballo se cayó y lo derribó, sin herirlo, pero sin permitirle volver a montar lo bastante pronto para impedir que lo rodease el populacho enfurecido. Entonces se recostó contra una pared y rechazó un buen rato a los que se ponían al alcance de su espada. Pero un estacazo le rompió la hoja, fue derribado, y lo habrían hecho pedazos, si un franciscano, que se puso ante la gente que lo acorralaba, no lo hubiera cubierto con su cuerpo.

—¿Qué hacéis, hijos míos? —gritó—; dejad a ese hombre, que no es culpable.

—¡Es hugonote! —rugieron cien voces furiosas.

—¡Pues bien! dadle tiempo para arrepentirse. Aún puede hacerlo.

Las manos que sujetaban a Mergy lo soltaron. Éste se levantó, recogió el trozo de su espada y se preparó a vender cara su vida si tenía que repeler un nuevo ataque.

—Dejad vivir a este hombre —prosiguió el fraile— y tened paciencia. Dentro de poco, los hugonotes irán a misa.

—¡Paciencia, paciencia! —repitieron muchas voces de mal humor—. Hace demasiado tiempo que nos recomiendan paciencia, y mientras tanto, cada domingo, en sus capillas, escandalizan con sus cantos a todos los cristianos honrados.

—¿Y? ¿no conocéis el refrán Tanto canta la lechuza que al final se pone ronca? ——dijo el fraile en tono jocoso—. Dejadles berrear un poco más; pronto, por la gracia de la Virgen de Agosto, les oiréis cantar misa en latín. En cuanto a este joven hugonote, dejádmelo, que voy a convertirlo en buen cristiano. Marchaos, y no queméis el asado por comerlo antes.

La muchedumbre se dispersó murmurando, pero sin dirigir el menor insulto a Mergy. Incluso le devolvieron el caballo.

—Ésta es la primera vez en mi vida que me gusta ver vuestro hábito, padre —dijo Mergy—. Creed en mi agradecimiento y dignaos aceptar esta bolsa.

—Si la destináis a los pobres, muchacho, la acepto. Sabed que me intereso por vos. Conozco a vuestro hermano, y deseo vuestro bien. Convertíos hoy mismo; venid conmigo, y pronto será cosa hecha.

—En cuanto a eso, padre, os lo agradezco. No tengo ninguna intención de convertirme. Pero ¿de qué me conocéis? ¿Cómo os llamáis?

—Me llaman hermano Lubin… y… bribonzuelo, os veo rondar muy a menudo alrededor de cierta casa… ¡Chitón! Decidme, señor de Mergy, ¿créis ahora que un fraile pueda practicar el bien?

—Publicaré por todas partes vuestra generosidad, padre Lubin.

—¿No queréis dejar la prédica por la misa?

—No, una vez más; no iré a la iglesia sino para oír vuestros sermones.

—Sois hombre de buen gusto, según parece.

—Y, además, vuestro mayor admirador.

—A fe mía que siento que queráis seguir en la herejía. Os he prevenido, he hecho lo que he podido; que ocurra lo que tenga que ocurrir: yo me lavo las manos. Adiós.

—Adiós, padre.

Mergy montó de nuevo a caballo y se fue a casa algo molido, pero contento de haber salido tan bien librado de semejante trance.

XX.- LA CABALLERÍA LIGERA

La tarde del 24 de agosto, una compañía de caballería ligera entraba en París por la puerta de San Antonio. Las botas y los uniformes de los jinetes, cubiertos de polvo, indicaban que habían hecho un largo trayecto. Los últimos resplandores del día que expiraba iluminaban los curtidos rostros de aquellos soldados; en ellos podía leerse esa vaga inquietud que se siente al acercarse un acontecimiento que no se conoce aún, pero que se intuye que ha de ser de naturaleza funesta.

La tropa se encaminó a paso corto hacia un amplio espacio sin casas, que se extendía junto al antiguo palacio de Tournelles. Allí, el capitán mandó hacer alto, luego envió de reconocimiento a una docena de hombres, mandados por su portaestandarte, y apostó centinelas a la entrada de las calles contiguas, a quienes ordenó encender la mecha, como si estuvieran en presencia del enemigo. Tras haber tomado esta precaución extraordinaria, volvió al frente de su compañía.

—¡Sargento! —dijo con voz más dura e imperiosa que de costumbre.

Un veterano, cuyo sombrero lucía un galón dorado y que llevaba banda bordada, se acercó respetuosamente a su jefe.

—¿Todos nuestros jinetes están provistos de mecha?

—Sí, mi capitán.

—¿Están abastecidas sus mochilas? ¿Tienen suficiente cantidad de balas?

—Sí, mi capitán.

—Bien. —Hizo caminar al paso a su yegua ante la pequeña tropa. El sargento le seguía a un caballo de distancia. Se había percatado del mal humor del capitán, y no se atrevía a hablarle. Al final se decidió.

—Mi capitán, ¿puedo decir a los soldados que den de comer a los animales? Sabéis que desde esta mañana no han comido.

—No.

—¿Ni siquiera un puñado de avena? se haría rápidamente.

—Que no quiten la brida ni a un solo caballo.

—Es que si hay que hacerles trabajar esta noche… como dicen… que tal vez….

El oficial hizo un gesto de impaciencia, y dijo secamente: «Volved a vuestro puesto». Y continuó paseándose. El sargento volvió en medio de sus soldados

—Y bien, sargento, ¿qué vamos a hacer? ¿qué ocurre? ¿qué ha dicho el capitán?

Una veintena de preguntas le fueron dirigidas a la vez por veteranos, cuyos servicios y larga experiencia autorizaban esa familiaridad para con su superior.

—Vamos a ver cosas buenas —respondió el sargento con el tono de suficiencia de un hombre que sabe más de lo que dice.

—¿Cómo? ¿cómo?

—No hay que dejar la brida ni un solo instante…, porque, ¿quién sabe?, de un momento a otro nos pueden necesitar.

—¡Ah! ¿vamos a batirnos? —preguntó el corneta—. Y ¿contra quién, por favor?

—¿Contra quién? —dijo el sargento repitiendo la pregunta para tener tiempo de reflexionar—. ¡Pardiez! ¡vaya una pregunta! ¿Contra quién quieres que nos batamos, sino contra los enemigos del rey?

—Sí, pero ¿quiénes son esos enemigos? —continuó el obstinado corneta.

—Los enemigos del rey!… ¡no sabe quiénes son los enemigos del rey! Y se encogió de hombros piadosamente.

—Los enemigos del rey son los españoles, pero no habrán venido así, en catimini, sin que nadie se haya dado cuenta  —dijo otro de los jinetes.

—¡Bah! —exclamó otro— ¡yo conozco a enemigos del rey que no son españoles!

—Bertrand tiene razón —dijo el sargento—; y sé muy bien a quién se refiere.

—¿A quién, pues?

—A los hugonotes —respondió Bertrand—. No hay que ser brujo para darse cuenta. Todos saben que los hugonotes han tomado su religión de Alemania; y estoy bien seguro de que los alemanes son enemigos nuestros, porque muchas veces he disparado mi pistola contra ellos, especialmente en San Quintín, donde luchaban como demonios.

—Todo eso es muy cierto —dijo el corneta—; pero se firmó la paz con ellos, y bastante música se oyó con tal motivo para que lo recuerde.

—La prueba de que no son enemigos nuestros —dijo un joven mejor vestido que los demás— es que será el conde de La Rochefoucauld, quien mande la caballería ligera en la guerra que vamos a hacer en Flandes; ¿y quién no sabe que La Rochefoucauld pertenece a la religión? ¡Que el diablo me lleve si no lo es de pies a cabeza! Lleva espuelas a la Condé y un sombrero a la hugonote.

—¡Que la peste lo reviente! —exclamó el sargento—. Tú no sabes eso, Merlín; no estabas aún con nosotros; La Rochefoucauld dirigía la emboscada en la que estuvimos a punto de perecer todos en La Robraye, en Poitou. Es un individuo muy ducho en intrigas.

—Y ha dicho —añadió Bertrand— que una compañía de reitres valía más que un escuadrón de caballería ligera. Estoy seguro como de que este caballo es rodado. Lo sé por un paje de la reina.

Un movimiento de indignación se manifestó en el auditorio; pero pronto cedió ante la curiosidad de saber contra quién iban dirigidos los preparativos de guerra y las extraordinarias precauciones que veían adoptar.

—¿Es verdad, sargento, que ayer quisieron matar al rey? —preguntó el corneta.

—Apostaría a que son esos… de herejes.

—El hostelero de la Cruz de San Andrés, en cuya hostería hemos comido —dijo Bertrand— nos ha contado que querían deshacer la misa.

—En ese caso, comeremos carne todos los días —observó  Merlín—; ¡un trozo de carne en lugar de la olla de habas! No hay, pues, por qué afligirse.

—Sí; pero si los hugonotes imponen la ley, lo primero que harán será romper, como si fuera un vaso, todas las compañías de caballería ligera, para sustituirlas por los perros de reitres alemanes.

—Si es así, gustoso les cortaría gruperas. ¡Por mi vida! esto me hace buen católico. Decid pues, Bertrand, vos que habéis servido con los protestantes, ¿es cierto que el Almirante no daba más que ocho sueldos a sus soldados de caballería?

—¡Ni un céntimo más, el viejo tacaño! Por eso lo dejé después de la primera campaña.

—¡De qué mal humor está hoy el capitán! —dijo el corneta—. Él, que por lo general es tan amable, y que habla sin problemas con los soldados, no ha abierto la boca en todo el camino.

—Son las noticias que circulan las que lo disgustan —dijo el sargento.

—¿Qué noticias?

—Sí; al parecer, lo que quieren hacer los hugonotes.

—La guerra civil va a volver a empezar —dijo Bertrand.

—Mejor para nosotros —dijo Merlín que siempre veía el lado bueno de las cosas—; habrá golpes que dar, pueblos que incendiar y hugonotes que maltratar.

—Parece ser que han querido recomenzar el viejo asunto de Amboise, —dijo el sargento—; por eso nos han hecho venir. Ya pondremos buen orden.

En aquel momento volvió el portaestandarte con su escuadrón; se acercó al capitán y le habló en voz baja, mientras que los soldados que lo habían acompañado se mezclaban con sus compañeros.

—¡Por éstas! —dijo uno de los que habían ido de exploración— no sé lo que sucede hoy en París. No hemos visto ni un gato por las calles; pero, en cambio, la Bastilla está llena de tropas: he visto picas de suizos que abundaban en el patio como espigas de trigo.

—No habría más de quinientas —dijo otro.

—Lo cierto —añadió el primero— es que los hugonotes han querido asesinar al rey, y que el Almirante ha sido herido en la refriega por la propia mano del gran duque de Guisa.

—¡Ah, bandido!, ¡bien hecho! —exclamó el sargento.

—Tanto es así —prosiguió el soldado— que esos suizos decían, en su endiablada jerga, que hace ya mucho tiempo que toleran en Francia a los herejes.

—Es cierto que desde hace algún tiempo se muestran muy arrogantes —dijo Merlín.

—Cualquiera creería que nos han vencido en Jarnac o en Moncontour, al verlos presumir y alardear.

—Querrían comerse el jamón y no dejarnos más que el hueso —dijo el corneta.

—Ya es hora de que los católicos les den un buen repaso.

—Yo, —dijo el sargento— si el rey me dijera: «¡Mata a esos pillos!», que pierda el tahalí si me lo hacía repetir dos veces.

—Belle-Rose, dinos algo de lo que ha hecho el portaestandarte —dijo Merlin.

—Ha hablado con una especie de oficial de suizos; pero no he podido oír lo que decía. Debía ser muy importante, porque a cada momento exclamaba: «¡Ah, Dios mío!, ¡ah, Dios mío!.»

—Mira, ahí llegan varios jinetes al galope…; sin duda nos traen alguna orden.

—Me parece que sólo son dos; y el capitán y el portaestandarte les salen al encuentro.

Dos jinetes se dirigían velozmente hacia la compañía de caballería ligera. Uno de ellos, vestido ricamente y con sombrero cubierto de plumas y banda verde, montaba un caballo de batalla. Su compañero era un hombre grueso, bajito, rechoncho; iba vestido de negro y llevaba un gran crucifico de madera.

—Vamos a batirnos, seguro —dijo el sargento—; ahí viene un capellán, que nos mandan para confesar a los heridos.

—No es muy agradable batirse sin cenar, —murmuró en voz baja Merlín.

Los dos jinetes aminoraron la marcha de los caballos, de modo que, al alcanzar al capitán, pudieron detenerlos sin esfuerzo.

—Beso la mano al señor de Mergy —dijo el hombre de la banda verde. ¿Reconocéis a vuestro servidor, Tomás de Maurevel?

El capitán ignoraba aún el nuevo crimen de Maurevel; sólo lo conocía como asesino del valiente Mouy. Y le contestó secamente: «No conozco al señor de Maurevel. —  Supongo que venís a decirnos por fin para qué estamos aquí.

—Se trata, señor, de salvar a nuestro buen rey y a nuestra santa religión del peligro que les amenaza.

—Pero ¿qué peligro es ése? —preguntó Jorge con tono de desprecio.

—Los hugonotes han conspirado contra Su Majestad; pero sus conspiraciones han sido descubiertas a tiempo, gracias a Dios, y todos los buenos cristianos deben reunirse esta noche para exterminarlos mientras duermen.

—Como fueron exterminados los Madianitas por Gedeón, dijo el hombre vestido de negro.

—¡Qué estoy oyendo! —exclamó Mergy,  temblando de horror.

—Los ciudadanos están armados —prosiguió Maurevel—; en la ciudad están los guardias franceses y tres mil suizos. Tenemos cerca de sesenta mil hombres nuestros; a las once se dará la señal y comenzará el zafarrancho.

—¡Miserable asesino! ¿qué infame impostura vienes a contarnos? El rey no ordena asesinatos… a lo sumo, los paga.

Pero, mientras hablaba así, Jorge recordó la extraña conversación que días antes había mantenido con el rey.

—Nada de arrebatos, señor capitán; si el servicio del rey no reclamase todos mis cuidados, respondería a vuestros insultos. Escuchadme: vengo de parte de Su Majestad para pediros que me acompañéis con vuestra tropa. Estamos encargados de la calle de San Antonio y del distrito de alrededor. Os traigo una lista exacta de las personas que tenemos que despachar. El reverendo padre Malebouche va a exhortar a vuestra gente y a distribuirle las cruces blancas que llevarán todos los católicos, con el fin de que no se confunda en la oscuridad a los fieles por herejes.

—¡Y yo voy a consentir en prestar mis manos para asesinar a gente dormida!

—¿Sois católico y reconocéis a Carlos IX por vuestro rey? ¿Conocéis la firma del mariscal de Retz, a quien debéis obediencia? —Y le entregó un papel que llevaba al cinto.

Mergy mandó a un soldado acercarse, y, a la luz de una antorcha de paja encendida en la mecha de un arcabuz, leyó una orden en regla, ordenando en nombre del rey al capitán de Mergy  ayudar a la guardia ciudadana y obedecer al señor de Maurevel para un servicio que el susodicho debía explicarle. A esta orden iba unida una lista de nombres con este título: Lista de los herejes que deben ser ajusticiados en el barrio de San Antonio. La luz de la antorcha que ardía en manos del soldado mostraba a toda la tropa la profunda emoción que causaba a su jefe aquella orden que ellos no conocían aún.

—Nunca querrán mis soldados ejercer el oficio de asesino —dijo Jorge arrojando el papel a la cara de Maurevel.

—No se trata de asesinatos —dijo fríamente el sacerdote—; son herejes, y lo que se va a hacer con ellos es justicia.

—¡Muchachos! —exclamó Maurevel levantando la voz y dirigiéndose a los soldados— los hugonotes quieren asesinar al rey y a los católicos; hay que anticiparse a ellos; esta noche vamos a matarlos a todos mientras estén durmiendo… ¡y el rey os concede el saqueo de sus casas!

Un grito de alegría feroz partió de todas las filas: «¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes!»

—¡Silencio en las filas! —exclamó el capitán con voz de trueno—. Soy el único que tiene derecho a mandar a estos soldados. Compañeros, lo que dice este miserable no puede ser cierto, y aunque el rey lo hubiera ordenado, mi tropa nunca querría matar a gente que no se defiende.

Los soldados guardaron silencio.

—¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes! —exclamaron a la vez Maurevel y su compañero. Y los soldados repitieron un instante después de ellos: «¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes!»

—¡Y bien, capitán! ¿obedeceréis ahora? —preguntó Maurevel.

—¡Ya no soy capitán! —respondió Jorge. Y arrancó el alzacuello y la banda, insignias propias de su grado.

—¡Atrapad a este traidor! —exclamó Maurevel desenvainando la espada— ¡matad a este rebelde, que desobedece a su rey!

Pero ni un solo soldado osó levantar la mano contra su jefe… Jorge hizo saltar de manos de Maurevel la espada; pero en vez de traspasarlo con la suya, se contentó con darle en el rostro con el pomo, tan violentamente, que lo derribó del caballo.

—¡Adiós, cobardes! —dijo a su tropa—; yo creía tener soldados, y no tenía sino asesinos. —Luego, volviéndose hacia el portaestandarte, añadió—: «Alfonso, si queréis ser capitán, ésta es la gran ocasión. Poneos al frente de esos bandidos.»

Dichas estas palabras picó espuelas y se alejó al galope, dirigiéndose hacia el interior de la ciudad. El portaestandarte dio algunos pasos, como para seguirlo; pero pronto aminoró la marcha de su caballo, lo puso al paso y, finalmente, se detuvo, volvió grupas y regresó a su compañía, considerando, sin duda, que el consejo de su capitán no por haber sido dado en un momento de ira, dejaba de ser bueno.

Maurevel, algo aturdido por el golpe que había recibido, subió de nuevo al caballo blasfemando; y el fraile, alzando el crucifijo, exhortaba  a  los  soldados, animándolos a no perdonar a un solo hugonote, a ahogar la herejía en oleadas de sangre.

Los soldados habían quedado un rato paralizados por los reproches de su capitán; pero al verse libres de su presencia, y teniendo ante sí la perspectiva de un buen pillaje, blandieron los sables por encima de sus cabezas y juraron realizar todo cuanto Maurevel les ordenase.

XXI.- EL ÚLTIMO ESFUERZO

Aquella noche, a la hora acostumbrada, Mergy salió de su casa, y bien envuelto en una capa de color gris pardo, con el sombrero calado hasta los ojos, y la debida discreción, se dirigió hacia la casa de la condesa. Apenas había dado unos pasos cuando encontró al cirujano Ambrosio Paré, que conocía por haberle éste curado cuando fue herido. Paré volvía sin duda del palacio de Châtillon; y Mergy, dándose a conocer, le preguntó por el Almirante.

—Sigue mejor —respondió el cirujano—. La herida es benigna, y el enfermo está sano. Dios mediante, curará. Espero que la poción que le he recetado para esta noche le sea saludable y pase la noche tranquilo.

Un hombre del pueblo, que pasaba junto a ellos, oyó que hablaban del Almirante. Cuando estuvo lo bastante lejos para mostrarse insolente sin temer castigo alguno, exclamó: «¡Pronto irá a bailar la zarabanda a Montfaucon, vuestro Almirante del demonio!» Y echó a correr.

—¡Miserable canalla! —dijo Mergy—. Lamento que nuestro Almirante se vea obligado a permanecer en una ciudad donde tiene tantos enemigos.

—Afortunadamente, su palacio está bien custodiado, —respondió el cirujano—. Cuando he salido de él, las escaleras estaban llenas de tropa, que ya encendían las mechas. ¡Ah! señor de Mergy, la gente de esta ciudad no nos quiere… Pero se hace tarde, y he de volver al Louvre.

Se separaron dándose las buenas noches, y Mergy prosiguió su camino, entregado a pensamientos de color de rosa que pronto le hicieron olvidar al Almirante y el odio de los católicos. No obstante, no pudo dejar de observar un movimiento inusitado en las calles de París, siempre poco concurridas después de la llegada de la noche. Lo mismo encontraba a traperos que llevaban a cuestas fardos de forma extraña, que en la oscuridad le parecían haces de picas; que veía un destacamento de soldados marchando en silencio, con las armas al hombro y las mechas encendidas; en otros lugares se abrían las ventanas, algunos rostros se asomaban un instante llevando luces y luego desaparecían rápidamente.

—¡Eh, buen hombre! —gritó a un trapero— ¿adónde lleváis esa armadura tan tarde?

—Al Louvre, caballero, para la fiesta de esta noche.

—Compañero —dijo Mergy a un sargento que mandaba una patrulla— ¿dónde vais así armados?

—Al Louvre, caballero, a la fiesta de esta noche.

—Hola, paje, ¿no pertenecéis al rey? ¿Dónde vais, pues, con vuestros compañeros, llevando esos caballos enjaezados como para la guerra?

—Al Louvre, caballero, a la fiesta de esta noche.

«¡La fiesta de esta noche! —se decía Mergy—. Parece que todos están enterados menos yo. Después de todo, me importa poco; el rey puede divertirse sin mí, y no tengo gran curiosidad por ver su fiesta.»

Algo más allá vio a un hombre mal vestido que se detenía ante algunas casas y marcaba las puertas trazando una cruz blanca con tiza.

—Buen hombre, ¿sois acaso furriel para marcar así los domicilios?

El desconocido desapareció sin contestar.

Al volver una calle, cuando entraba en la que vivía la condesa, estuvo a punto de tropezar con un hombre embozado, como él, en una gran capa, y que doblaba la misma esquina, pero en sentido contrario. A pesar de la oscuridad y del cuidado que ambos parecían poner para esconderse uno del otro, se reconocieron de inmediato.

—¡Ah, buenas noches, señor de Béville! —dijo Mergy, tendiéndole la mano.

Para darle la mano derecha, Béville hizo un raro movimiento bajo su capa: pasó de la mano derecha a la izquierda algo bastante pesado que llevaba. La capa se entreabrió un poco.

—¡Salud al valiente campeón mimado por las damas! —exclamó Béville—. Apostaría a que mi noble amigo va ahora a alguna buena aventura.

—¿Y vos, señor?… Parece que los maridos están de mal humor, en contra vuestra: pues o mucho me engaño, o lo que veo sobre vuestros hombros es una cota de malla y lo que guardáis bajo la capa se parece mucho a las pistolas.

—Hay que ser prudente, señor Bernardo, muy prudente, —dijo Béville. Al pronunciar estas palabras, se arreglaba la capa de manera que ocultase totalmente las armas que llevaba.

—Lamento infinito no poder ofreceros esta noche mis servicios y mi espada para guardar la calle y estar de centinela a la puerta de vuestra amante. Hoy me es imposible hacerlo, pero en cualquier otra ocasión tener a bien disponer de mí.

—Esta noche no podéis venir conmigo, señor de Mergy. Y acompañó con una sonrisa extraña estas escuetas palabras.

—¡Buena suerte! Adiós.

—¡Yo también os deseo buena suerte! Había cierto énfasis en su manera de pronunciar ese adiós.

Se separaron, y Mergy había dado ya algunos pasos cuando oyó que Béville lo llamaba de nuevo. Se volvió y vio que el otro venía hacia él.

—¿Vuestro hermano está en París?

—No, pero lo estoy esperando todos estos días. — ¡Ah! decidme, ¿vais a la fiesta de esta noche?

—¿A la fiesta?

—Sí; por todas partes se dice que esta noche hay una gran fiesta en la corte.

Béville pronunció en voz baja algunas palabras entre dientes.

—Adiós de nuevo, —dijo Mergy—. Tengo prisa… Ya sabéis lo que quiero decir.

—¡Escuchad, escuchad!, una palabra más. No puedo dejaros marchar sin daros un consejo de verdadero amigo.

—¿Qué consejo?

—No vayáis a casa de ella esta noche. Creedme, mañana me lo agradeceréis.

—¿Es ése vuestro consejo? No os comprendo. ¿Quién es ella?

—¡Bah! nos entendemos. Pero si sois prudente, cruzad el Sena esta misma noche.

—¿Todo esto termina en alguna broma?

—En absoluto. Nunca he hablado más en serio. Os digo que crucéis el Sena. Si el diablo os acosa demasiado, id junto al convento de los Jacobinos, en la calle de Saint-Jacques. A dos puertas de los buenos frailes, veréis un crucifijo grande de madera, clavado en una fachada de aspecto mediocre. Es un extraño rótulo, pero ¡qué importa! Llamáis, y hallaréis una vieja muy amable que os recibirá muy bien… Id a apagar vuestro ardor al otro lado del Sena. La tía Brûlard tiene sobrinas bonitas y bien educadas… ¿Me comprendéis?

—Sois muy amable. Os beso la mano.

—No,  seguid el consejo que os doy. ¡A fe de caballero que os agradará!

—Muchas gracias, otro día lo aprovecharé. Hoy alguien me espera… Y Mergy avanzó un paso.

—Cruzad el Sena, amigo mío; es mi última palabra. Si os sucede algo malo por no haber querido escucharme, yo me lavo las manos.

Había en el tono de Béville una seriedad inusual que chocó a Mergy. Béville había dado ya media vuelta, y esta vez fue Mergy quien lo detuvo. «¿Qué demonios queréis decir? Explicaos, señor de Béville, y no me habléis más con enigmas.

—Amigo mío, tal vez no debiera hablaros tan claramente; pero cruzad el río antes de la medianoche, y adiós.

—Pero…

Béville estaba ya lejos. Mergy lo siguió un momento; pero pronto, avergonzado de perder un tiempo que podía ser mejor empleado, volvió sobre sus pasos y se acercó al jardín en el que debía entrar. Tuvo que pasearse un rato arriba y abajo, esperando que se alejasen algunos transeúntes. Temía que les sorprendiera verlo entrar a aquellas horas por la puerta de un jardín. La noche era hermosa, un suave céfiro había calmado el calor; la luna aparecía y desaparecía tras unas ligeras nubes blancas. Era una noche hecha para el amor.

La calle quedó un momento desierta: abrió inmediatamente la puerta del jardín y la cerró sin hacer ruido. El corazón le latía con fuerza, pero no pensaba más que en los placeres que le aguardaban en casa de Diana; y las siniestras ideas que la extraña conversación de Béville había hecho surgir en su imaginación se encontraban ya bien lejos.

Se acercó a la casa de puntillas. Una lámpara detrás de una cortina roja brillaba en una ventana entreabierta: era la señal convenida. En un abrir y cerrar de ojos estuvo en el oratorio de su amante.

Ella estaba medio acostada en una cama muy baja y cubierta de damasco azul oscuro. Sus largos cabellos negros en desorden cubrían todo el cojín sobre el que apoyaba la cabeza. Sus ojos estaban cerrados, y parecía hacer un esfuerzo para mantenerlos así. Una sola lámpara de plata colgada del techo alumbraba la habitación y proyectaba toda su luz sobre el pálido rostro y los labios ardientes de Diana de Turgis. No dormía; pero, al verla, se habría dicho que le atormentaba una horrible pesadilla. Al primer crujido de las botas de Mergy sobre la alfombra del oratorio, levantó la cabeza, abrió los ojos y la boca, se estremeció, y ahogó con dificultad un grito de espanto.

—¿Te he asustado, ángel mío? —dijo Mergy, arrodillado ante ella e inclinándose sobre el cojín en el que la bella condesa acababa de posar de nuevo la cabeza.

—¡Al fin estás aquí! ¡Loado sea Dios!

—¿Me he hecho esperar? Aún falta mucho para las doce.

—¡Ah! dejadme… Bernardo… ¿No os han visto entrar?

—Nadie… Pero ¿qué tienes, amor mío? ¿Por qué esos  labios evitan los míos?

—¡Ah! Bernardo, ¡si supieras!… ¡Oh! no me atormentes, te lo suplico… Padezco horriblemente; tengo una jaqueca horrorosa… Mi cabeza está ardiendo…

—¡Pobre amiga!

—Siéntate a mi lado… y por favor, no me pidas hoy nada… Estoy muy enferma. Hundió su bella cara en uno de los cojines de la cama y dejó escapar un doloroso gemido. Luego, de pronto, se incorporó apoyándose en el codo, sacudió los abundantes cabellos que le cubrían el rostro, y, asiendo la mano de Mergy, se la posó en la sien. Él sintió latir la arteria con fuerza.

—Tienes fría la mano: me hace bien  —dijo ella.

—¡Mi buena Diana! ¡cómo quisiera tener la jaqueca en tu lugar! —dijo, besando aquella frente ardiente.

—¡Ah, sí!… y yo quisiera… Coloca la punta de los dedos en mis párpados, eso me aliviará… Creo que si llorase sufriría menos; pero no puedo llorar.

Hubo un largo silencio, sólo interrumpido por la respiración irregular y oprimida de la condesa. Mergy, de rodillas junto al lecho, frotaba suavemente y a veces besaba los párpados cerrados de la bella Diana. Su mano izquierda estaba apoyada sobre el cojín, y los dedos de su amante, enlazados con los suyos, los apretaban de vez en cuando y como con un movimiento convulsivo. El aliento de Diana, dulce y ardiente a la vez, venía a acariciar voluptuosamente los labios de Mergy.

—Querida amiga —le dijo al fin— me parece que lo que te atormenta es algo más que una jaqueca. ¿Tienes algún disgusto?… ¿Por qué no me lo dices? ¿No sabes que, si nos amamos, es para compartir tanto nuestras penas como nuestras alegrías?

La condesa movió la cabeza sin abrir los ojos. Sus labios se movieron, pero sin formar un sonido articulado; luego, como agotada por ese esfuerzo, dejó caer la cabeza sobre el hombro de Mergy. En aquel momento el reloj dio las once y media. Diana se estremeció y se incorporó temblorosa.

—¡De verdad que me asustáis, bella amiga!

—Nada…, nada aún —dijo ella con voz sorda—… ¡El sonido de ese reloj es horroroso! A cada campanada, siento que un hierro candente me perfora la cabeza.

Mergy no halló mejor remedio ni más respuesta que besar la frente que ella inclinaba hacia él. De pronto, ella extendió las manos y las puso sobre los hombros de su amante, mientras que, aún medio acostada, clavaba en él unas miradas intensas que parecían querer atravesarle:

—Bernardo —le dijo— ¿cuándo te convertirás?

—Ángel querido, no hablemos de eso hoy, que te enfermaría aún más.

—Es tu obstinación la que me pone enferma…, pero te importa poco. Además, el tiempo apremia; y, aunque estuviera moribunda, me gustaría emplear hasta mi último suspiro para exhortarte…

Mergy quiso cerrarle la boca con un beso. Es un argumento bastante bueno, y que sirve de respuesta a todas las preguntas que un hombre puede oír de su amante. Pero Diana, que por lo general le ahorraba la mitad del camino, lo rechazó esta vez con fuerza y casi con indignación.

—Escuchadme, señor de Mergy, todos los días vierto lágrimas de sangre pensando en vos y en vuestro error. ¡Sabéis bien cuánto os amo! Juzgad cuáles deben ser los sufrimientos que padezco al pensar que quien me es más querido que la vida puede perecer en cuerpo y alma acaso dentro de un instante.

—Diana, recordad que hemos convenido en no hablar nunca de semejantes temas.

—¡Es preciso! ¿Quién te dice que tienes aún una hora para arrepentirte?

El tono extraordinario de su voz y su extraño lenguaje recordaron a Mergy el singular consejo que acababa de darle Béville. No pudo menos de emocionarse, sin embargo se contuvo; y atribuyó a la devoción aquel  fervor por convertirlo.

—¿Qué queréis decir, bella amiga? ¿Creéis que para matar a un hugonote va a hundirse expresamente el techo sobre su cabeza, como se hundió anoche el dosel de vuestra cama? Por fortuna, todo se redujo a llenarnos de un poco de polvo.

—¡Vuestra terquedad me desespera!… Mirad, he soñado que vuestros enemigos se disponían a mataros…, y os veía, ensangrentado y desgarrado por sus manos, entregar el alma antes que yo pudiera llevar mi confesor junto a vos.

—¿Mis enemigos? no creía tenerlos.

—¡Insensato! ¿no tenéis por enemigos a todos cuantos detestan vuestra herejía? ¿No es toda Francia? Sí, todos los franceses deben ser vuestros enemigos mientras vos seáis enemigo de Dios y de la Iglesia.

—Dejemos eso, reina mía. En cuanto a vuestros sueños, acudid a la vieja Camila para que os los explique; yo no entiendo nada de eso. Hablemos de otra cosa. Creo que habéis estado hoy en la corte; supongo que será de ahí de donde habéis traído esa jaqueca que os hace padecer y a mí rabiar.

—Sí, vengo de la corte, Bernardo. He visto a la reina, y he salido de palacio… determinada a intentar un último esfuerzo para haceros cambiar… ¡Es preciso, absolutamente preciso!…

—Creo  —interrumpió Bernardo—, creo, mi bella amiga, que ya que tenéis fuerzas para predicar con tanta vehemencia pese a vuestra enfermedad, podríamos, si quisiérais permitirlo, podríamos emplear mejor el tiempo.

Ella recibió esta broma con una mirada de desdén mezclada de cólera.

—¡Réprobo! —dijo en voz baja y como hablando consigo misma— ¿por qué he de ser tan débil con él? —Luego, continuando más alto, dijo—: Veo bastante claro que no me amáis, y que merezco de vuestra parte la misma estima que un caballo. ¡Con tal de que sirva a vuestros placeres, no importa que padezca mil sufrimientos!… Por vos, sólo por vos, he consentido en padecer los tormentos de mi conciencia, junto a los cuales no son nada las torturas que puede inventar la rabia de los hombres. Una sola palabra de vuestra boca me devolvería la paz del alma; pero esa palabra, no la pronunciaréis jamás. No querréis sacrificarme uno de vuestros prejuicios.

—Querida Diana, ¡qué persecución tengo que padecer! Sed justa, y que no os ciegue el celo por vuestra religión. Respondedme: ¿hallaréis un esclavo más sumiso que yo, en todo cuanto mi brazo y mi espíritu pueden hacer? Pero, os repetiré una vez más si es necesario, podría morir por vos, pero no podría creer determinadas cosas.

Ella se encogía de hombros al oírle y lo miraba con una expresión cercana al odio.

—No podría —prosiguió él— cambiar por vos mis cabellos castaños en rubios. No podría cambiar la forma de mis miembros por complaceros. Mi religión es uno de mis miembros, querida amiga, y un miembro que sólo podrían arrancarme con la vida. Por más que me predicasen durante veinte años, nunca me harán creer que un pedazo de pan sin levadura…

—¡Cállate! —interrumpió ella con tono autoritario—; nada de blasfemias. Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado. Todos vosotros, los que estáis infectados del veneno de la herejía, sois un pueblo de cabeza dura y cerráis los ojos y los oídos a la verdad: teméis ver y oír. Pues bien, ha llegado la hora en que ya no volveréis a ver, ni volveréis a oír… No había más que un medio para destruir esa llaga en la Iglesia, y ese medio va a ser empleado.

Dio algunos pasos, agitada, por el cuarto, y luego continuó:

—Dentro de una hora escasa, van a cortar las siete cabezas del dragón de la herejía. Las espadas están afiladas y los fieles preparados. Los impíos van a desaparecer de la faz de la tierra. —Luego, extendiendo el dedo hacia el reloj situado en uno de los rincones de la habitación, añadió—: Mira, aún tienes un cuarto de hora para arrepentirte. Cuando esta aguja llegue a este punto, tu suerte estará echada.

Aún estaba hablando, cuando un ruido sordo semejante al de rugido de una multitud que se agita en torno a un gran incendio se escuchó, primero confusamente; luego pareció aumentar con rapidez; y al cabo de pocos minutos, se reconocía ya en lontananza el tañido de las campanas y las detonaciones de las armas de fuego.

—¿Qué horrores me anunciáis? —preguntó Mergy.

La condesa se había precipitado hacia la ventana y la había abierto.

Entonces el ruido, que los cristales y las cortinas ya no amortiguaban, llegó con nitidez. Parecían distinguirse gritos de dolor y rugidos de alegría. Una humareda rojiza subía hacia el cielo, saliendo de todas las partes de la ciudad tan lejos como la vista podía extenderse. Se habría dicho que era un inmenso incendio, si el olor de resina, que sólo podía estar producido por millares de antorchas encendidas, no hubiera invadido de repetente la habitación. Al mismo tiempo, el fogonazo de una descarga de arcabuces que parecía disparada en la calle iluminó por un instante los cristales de una casa vecina.

—¡La matanza ha comenzado! —exclamó la condesa, llevándose las manos a la cabeza, horrorizada.

—¿Qué matanza? ¿Qué queréis decir?

—Esta noche degüellan a todos los hugonotes; el rey lo ha ordenado. Todos los católicos han tomado las armas, y no deben perdonar ni un a solo hereje. La Iglesia y Francia se han salvado; pero tú estás perdido si no abjuras de tu falsa creencia.

Mergy sintió que un sudor frío se extendía por todos los miembros. Miraba con ojos atónitos a Diana de Turgis, cuyos rasgos expresaban una mezcla singular de angustia y de triunfo. El ruido horroroso que resonaba en sus oídos e invadía toda la ciudad, le demostraba la verdad de la espantosa noticia que ella acababa de darle. Durante algunos instantes la condesa permaneció inmóvil, con los ojos fijos en él, sin hablar; sólo tendiendo el dedo hacia la ventana, parecía querer llamar a la imaginación de Mergy para que le representara las sangrientas escenas que permitían adivinar aquellos clamores y aquella iluminación de caníbales. Poco a poco, su expresión fue suavizándose; la alegría salvaje desapareció, y quedó el terror. Al fin, cayendo de rodillas, exclamó con tono suplicante: «¡Bernardo, te ruego que salves tu vida! ¡Conviértete! ¡Salva tu vida, salva la mía, que depende de ella!»

Mergy le lanzó una mirada terrible, mientras ella lo seguía por el cuarto, andando de rodillas y con los brazos tendidos. Sin responder una palabra, corrió al fondo del oratorio y cogió la espada, que, al entrar, había dejado en un sillón.

—¡Desdichado! ¿qué quieres hacer? —exclamó la condesa, corriendo hacia él.

—¡Defenderme! ¡No me degollarán como a un cordero!

—¡Ni mil espadas podrían salvarte, insensato! Toda la ciudad está en armas. La guardia del rey, los suizos, los ciudadanos, la plebe, todos  participan en la matanza, y no hay un hugonote que no tenga en este momento diez puñales sobre el pecho. No hay más que un solo medio de arrancarte de la muerte: hazte católico.

Mergy era valiente; pero, al pensar en los peligros que aquella noche parecía prometer, sintió, por un momento, un miedo cobarde bajarle al fondo del corazón; e incluso se le presentó al espíritu con la rapidez de un relámpago la idea de abjurar de su religión.

—Respondo de tu vida si te haces católico —dijo Diana juntando las manos.

—Si yo abjurara —pensaba Mergy— me despreciaría a mí mismo toda la vida. Este pensamiento bastó para devolverle el valor, que fue duplicado por la vergüenza de haber desfallecido por un instante. Se caló el sombrero, abrochó el cinto, y enrollándose la capa en el brazo izquierdo a manera de escudo, dio un paso hacia la puerta con aire decidido.

—¿Adónde vas, desdichado?

—A la calle. No quiero que tengáis el pesar de verme degollar ante vuestros ojos y en vuestra casa.

Había en su voz algo tan desdeñoso, que la condesa se sintió abrumada. Se había colocado delante de él. Él la empujó rudamente. Mas ella se agarró al jubón y se arrastraba de rodillas detrás de él.

—¡Dejadme! —exclamó Bernardo—. ¿Queréis entregarme vos misma al puñal de los asesinos? La amante de un hugonote puede rescatar sus pecados ofreciendo a su Dios la sangre de su amante.

—¡Detente, Bernardo, te lo suplico! sólo quiero tu salvación ¡Vive por mí, ángel mío! ¡Sálvate, en nombre de nuestro amor!… Consiente en pronunciar una sola palabra, y te juro que te salvarás.

—¿Yo? ¿adoptar yo una religión de asesinos y bandidos? ¡Santos mártires del Evangelio, voy a unirme a vosotros!

Y se desasió con tanto ímpetu que la condesa cayó violentamente al suelo. Iba ya a abrir la puerta para marcharse, cuando Diana, levantándose con la agilidad de una joven tigresa, se abalanzó sobre él y lo estrechó en sus brazos con un abrazo más fuerte que el de un hombre robusto.

—¡Bernardo! —exclamó fuera de sí y con lágrimas en los ojos— ¡te amo más así que si te hicieras católico! Y, llevándolo hasta la cama, cayó con él en ella, cubriéndolo de besos y lágrimas.

—Quédate aquí, amor mío; quédate conmigo, mi buen Bernardo, —decía, apretándolo y envolviéndolo con su cuerpo como una serpiente que se enrosca alrededor de su presa—. No vendrán a buscarte aquí, en mis brazos; para llegar hasta tu seno tendrán que matarme. Perdóname, amor mío; no he podido advertirte antes del peligro que te amenazaba. Estaba comprometida por un juramento terrible. Pero te salvaré o pereceré contigo.

En aquel momento, llamaron a la puerta de la calle. La condesa lanzó un grito penetrante, y Mergy, que se había desprendido de su abrazo, sin dejar la capa enrollada en el brazo izquierdo, se sintió entonces tan fuerte y resuelto, que no habría vacilado en arrojarse de cabeza en medio de cien asesinos, si se hubiesen presentado.

En casi todas las casas de París, había en la puerta de la entrada una pequeña abertura cuadrada, con tupido enrejado de hierro, de modo que los habitantes de la casa pudiesen reconocer previamente si había seguridad para ellos al abrir. Con frecuencia, ni siquiera las puertas de encina macizas, provistas de grandes clavos y de barras de hierro, tranquilizaban a la gente precavida y que no quería rendirse antes de un asedio en regla. Por consiguiente, a ambos lados de la puerta había troneras estrechas, y desde allí, sin ser visto, podía uno matar a su gusto a los asaltantes.

Un viejo escudero de confianza de la condesa, después de examinar por un enrejado parecido a la persona que se presentaba, y después de someterla al correspondiente interrogatorio, fue a decir a su ama que el capitán Jorge de Mergy solicitaba con insistencia ser introducido. Cesó el temor y se abrió la puerta.

XXII.- EL VEINTICUATRO DE AGOSTO

Después de haber abandonado su compañía, el capitán Jorge corrió a su casa, esperando encontrar en ella a su hermano; pero ya había salido éste, diciendo a los criados que se ausentaba por toda la noche. Jorge había deducido sin gran esfuerzo que estaría en casa de la condesa, y allí se había apresurado a ir a buscarlo. Pero ya había comenzado la matanza; el tumulto, la masa de asesinos y las cadenas tendidas en medio de las calles lo detenían a cada paso. Se vio obligado a pasar junto al Louvre, y allí era donde el fanatismo desplegaba todas sus furias. Un gran número de protestantes habitaba en ese distrito invadido en aquellos momentos por los ciudadanos católicos y los soldados de las guardias, acero y mecha en mano. Allí, según la enérgica expresión de un escritor contemporáneo, la sangre corría por todas partes buscando el río, y no se podían cruzar las calles sin correr el riesgo de ser aplastado a cada momento por los cadáveres que eran arrojados desde las ventanas.

Por una previsión infernal, la mayoría de los barcos que generalmente estaban amarrados a lo largo del Louvre habían sido conducidos a la otra orilla, de manera que muchos fugitivos que corrían al borde del Sena con la esperanza de embarcarse allí y librarse de los golpes de sus enemigos, se veían obligados a escoger entre el agua o las alabardas de los soldados que los perseguían. Mientras tanto, en una de las ventanas del palacio real, se veía, según dicen, a Carlos IX armado de un largo arcabuz, disparar contra los pobres transeúntes.

El capitán, saltando por encima de los cadáveres y salpicándose de sangre, continuaba su camino, expuesto a cada paso a caer víctima del error de algún asesino. Había observado que la tropa y los ciudadanos armados llevaban todos una banda blanca en el brazo y una cruz blanca en el sombrero. Habría podido fácilmente hacerse con esa señal de reconocimiento; pero el horror que le inspiraban los asesinos se extendía hasta las marcas que les servían para darse a conocer.

A la orilla del río, junto al Châtelet, oyó que lo llamaban. Volvió la cabeza y vio a un hombre armado hasta los dientes, pero que no parecía hacer uso de las armas, que llevaba la cruz blanca en el sombrero y enrollaba un trozo de papel entre los dedos, con un aspecto relajado. Era Béville. Miraba fríamente los cadáveres y los hombres vivos que arrojaban al Sena desde el puente del Meunier.

—¿Qué diablos haces aquí, Jorge? ¿Es un milagro o es la gracia la que te da ese buen celo, pues parece que vas a caza de hugonotes?

—Y tú, ¿qué haces en medio de estos desdichados?

—¿Yo? ¡Pardiez!, yo miro; es un espectáculo. ¿Sabes la jugarreta que he hecho? ¿Conoces al viejo Miguel Cornabon, el usurero hugonote que tanto me ha sangrado?

—¿Lo has matado, desgraciado?

—¿Yo? ¡Quita allá! Yo no me meto en asuntos de religión. Lejos de matarlo, lo he escondido en mi bodega, y él me ha dado un recibo de cuanto le debo. Así es que he hecho una buena acción y me la han recompensado. Es verdad que, para que firmase el recibo, he tenido que ponerle dos veces la pistola en la cabeza, pero que el diablo me lleve si hubiera disparado… — Oye, mira esa mujer enganchada por las faldas a una de las vigas del puente. Va a caer… ¡no, no caerá! ¡Cáspita!, esto es interesante, y merece verse de cerca.

Jorge se separó de él y se dijo golpeándose la cabeza: «¡He aquí uno de los nobles más honrados que conozco hoy en esta ciudad!»

Entró en la calle de Saint-Josse, que se hallaba desierta y a oscuras; sin duda no habitaba en ella ningún reformado. Sin embargo, se oía claramente el tumulto que partía de las calles cercanas. De pronto, la luz roja de las antorchas iluminó los muros blancos. Oye gritos penetrantes, y ve una mujer medio desnuda, con el cabello en desorden, y llevando un niño en brazos. La mujer huía con velocidad sobrenatural. La perseguían dos hombres que se animaban uno a otro con gritos, como cazadores que persiguen una bestia salvaje. La mujer iba a entrar en una calle abierta, cuando uno de los perseguidores hizo fuego contra ella con el arcabuz que llevaba. La bala la alcanzó en la espalda y la derribó. Se levantó de inmediato, dio un paso hacia Jorge, y volvió a caer de rodillas; luego, haciendo un último esfuerzo, alzó el niño hacia al capitán, como si lo confiara a su generosidad. Expiró sin proferir una palabra.

—¡Una perra hereje menos! —gritó el hombre que le había disparado con el arcabuz—. No descansaré hasta que haya exterminado a una docena.

—¡Miserable!  —exclamó el capitán, y le disparó a quemarropa un pistoletazo.

La cabeza del bandido dio en la pared opuesta. Abrió los ojos de modo horroroso, y deslizándose sobre los talones, como una plancha mal apoyada, cayó muerto al suelo.

—¡Cómo! ¡matar a un católico! —exclamó el compañero del muerto, que llevaba una antorcha en la mano y una espada ensangrentada en la otra—. ¿Quién sois, pues? ¡Por la misa! ¡si sois de la caballería ligera del rey! ¡Pardiez! ha habido un error, mi capitán.

El capitán sacó de su cinto una segunda pistola y la armó. Ese movimiento y el ligero ruido del gatillo fueron comprendidos al instante. El asesino arrojó la antorcha y puso pies en polvorosa. Jorge no se molestó en dispararle. Se agachó, examinó a la mujer tendida en el suelo y comprobó que estaba muerta. La bala la había atravesado; su hijo, con los brazos echados al cuello de la madre, gritaba y lloraba; estaba cubierto de sangre, pero por milagro no había sido herido. El capitán tuvo algunos problemas para separarlo de su madre a la que el niño se agarraba con todas sus fuerzas, luego lo envolvió en su capa; y, más prudente por el encuentro que acababa de tener, recogió el sombrero del muerto, retiró la cruz blanca que llevaba y la puso en el suyo. De ese modo, llegó a casa de la condesa sin ser detenido.

Los dos hermanos se abrazaron, y durante buen rato permanecieron así estrechamente enlazados, sin poder decir una palabra. Al fin, el capitán explicó en pocas palabras el estado en que se hallaba la ciudad. Bernardo maldecía el rey, a los Guisa y a los curas; quería salir y tratar de reunirse con sus hermanos, por si éstos intentaban oponer resistencia en algún sitio. La condesa lloraba y lo retenía, y el niño gritaba y llamaba a su madre.

Después de perder mucho tiempo en gritos, gemidos y llantos fue necesario tomar una decisión. Por lo que respecta al niño, el escudero de la condesa se encargó de encontrar a una mujer que cuidara de él. Mergy no podía huir en aquel momento. Además, ¿adónde iría? ¿Quién sabe si la matanza no se extendería de un extremo al otro de Francia? Numerosos cuerpos de guardia ocupaban los puentes por donde los reformados hubieran podido pasar al barrio de Saint-Germain, por donde podían escaparse más fácilmente de la ciudad y huir a las provincias del Sur, siempre fieles a su causa. Por otra parte, parecía poco probable, e incluso imprudente, implorar la piedad del monarca en un momento en que, enardecido por la carnicería, no pensaba sino en causar nuevas víctimas. La casa de la condesa, por su fama de devoción, no se hallaba expuesta a indagaciones detenidas por parte de los asesinos, y Diana creía estar segura de su gente. Por consiguiente, en ningún sitio podía hallar Mergy un retiro en el que corriera menos riesgos. Decidieron que se ocultaría allí, en espera de los acontecimientos.

El día, en vez de hacer cesar las matanzas, pareció aumentarlas y regularizarlas. No hubo católico que, so pena de ser tachado de herejía, no adoptase la cruz blanca, y no se armase o denunciase a los hugonotes que aún vivían. Mientras tanto el rey, encerrado en palacio, estaba inaccesible para todos menos para los jefes de los asesinos. El populacho, atraído por la esperanza del saqueo, se había unido a la guardia ciudadana y a la tropa, y los predicadores exhortaban a los fieles en las iglesias a redoblar su crueldad. «Aplastemos de una vez, decían, todas las cabezas de la hidra, y pongamos fin para siempre a las guerras civiles.» Y para persuadir a aquel pueblo ávido de sangre y de milagros de que el cielo aprobaba su furia y que había querido alentarlos por un prodigio asombroso, gritaban: «Id al cementerio de los Inocentes; id a ver esa oxiacanta que acaba de volver a florecer, como rejuvenecida y fortalecida por haber sido regada con sangre hereje.»

Numerosas procesiones de asesinos armados iban con toda pompa a adorar el santo espino, y salían del cementerio animados de nuevo celo para descubrir y dar muerte a aquéllos a quienes el cielo condenaba de forma manifiesta. Todas las bocas pronunciaban una frase de Catalina; todos repetían, degollando niños y mujeres: Che pietà lor ser crudele, che crudelta lor ser pietoso: hoy hay humanidad en ser cruel, y crueldad en ser humano.

¡Cosa extraña! entre todos aquellos protestantes, había pocos que no hubieran hecho la guerra y no hubiesen asistido a batallas encarnizadas, donde habían intentado, frecuentemente con éxito, equilibrar la ventaja del número con el valor; y, no obstante, durante aquella matanza, sólo dos opusieron alguna resistencia a los asesinos, y de los dos, sólo uno había participado en la guerra. Tal vez la costumbre de combatir en grupo y de manera regular los había privado de esa energía individual que podía excitar a cada protestante a defenderse en su casa como en una fortaleza. Se veía, como víctimas abnegadas, a guerreros veteranos presentar su garganta a miserables que, la víspera, habrían temblado ante ellos. Tomaban su resignación por valor y preferían la gloria de los mártires a la de los soldados.

Cuando la primera sed de sangre se calmó, se vió a los asesinos más clementes ofrecer la vida a sus víctimas a cambio de su abjuración. Muy pocos calvinistas aprovecharon este ofrecimiento y consintieron en librarse de la muerte e incluso de los tormentos por una mentira quizá disculpable. Las mujeres, los niños, repetían su símbolo en medio de las espadas alzadas sobre sus cabezas y morían sin proferir una queja.

Después de dos días, el rey intentó detener la carnicería; pero, cuando se ha dado rienda suelta a las pasiones de la multitud, no es posible detenerla. No sólo no dejaron de herir los puñales, sino que el mismo soberano, acusado de compasión impía, se vió obligado a revocar sus palabras de clemencia y a exagerar hasta la maldad, que, no obstante, constituía uno de los principales rasgos de su carácter.

Durante los primeros días que siguieron a la noche de San Bartolomé, Mergy fue visitado regularmente en su retiro por su hermano, que cada vez le daba nuevos detalles de las horribles escenas de las que era testigo.

—¡Ah! ¿cuándo podré salir de este país de asesinatos y crímenes? —exclamaba Jorge—. Preferiría vivir entre fieras salvajes que entre franceses.

—Ven conmigo a La Rochela —decía Mergy—; supongo que los asesinos no la habrán conquistado aún. Ven a morir conmigo y a hacer olvidar tu apostasía defendiendo ese último baluarte de nuestra religión.

—¿Y qué será de mí? —decía Diana.

—Vámonos más bien a Alemania o a Inglaterra, —respondía Jorge—. Allí, al menos, no nos degollarán, ni degollaremos nosotros.

Estos proyectos no se llevaron a cabo. Jorge fue encarcelado por haber desobedecido las órdenes del rey; y la condesa, temerosa de que su amante fuese descubierto, no pensó más que en hacerle salir de París.

XXIII.- LOS DOS MONJES

En una taberna, a orillas del Loira, a poca distancia de Orléans, bajando hacia Beaugency, un monje joven de hábito pardo provisto de una gran capucha, que tenía medio echada, estaba sentado ante una mesa, con los ojos clavados en su breviario con una atención absolutamente edificante, aunque hubiera elegido un rincón algo oscuro para leer. Llevaba en la cintura un rosario cuyas cuentas eran mayores que huevos de paloma, y una copiosa provisión de medallas de santos suspendidas del mismo cordón, que sonaban a cada movimiento que él hacía. Cuando levantaba la cabeza para mirar hacia la puerta, se le veía una boca bien dibujada, adornada con un bigote retorcido en forma de arco turco, tan galante, que habría honrado a un capitán de gendarmes. Sus manos eran muy blancas, las uñas largas y cortadas con esmero; y nada mostraba que el joven fraile, siguiendo la costumbre de su Orden, hubiera manejado en su vida el azadón o el rastrillo.

Una campesina gruesa y mofletuda, que desempeñaba funciones de criada y cocinera en aquella taberna, de la que era además propietaria, se acercó al joven monje, y después de hacerle una torpe reverencia le dijo:

—¡Y bien!, padre ¿no queréis nada para comer? Son más de las doce, ¿sabe?

—¿Tardará mucho aún la barca de Beaugency?

—¡Quién sabe! El agua está baja, y no se navega como se quisiera. Además, aún no es la hora. Mirad, yo, en vuestro lugar, comería aquí.

—Bueno, comeré; pero ¿no hay otra sala más que ésta, en donde pueda comer? Aquí percibo un olor que no es muy agradable.

—Sois muy delicado, padre. Yo no noto nada.

—¿Queman cerdos cerca de esta hostería?

—¿Cerdos? ¡Ah! ¡ésa sí que es buena! ¿Cerdos? Sí, más o menos; en realidad, cerdos son, porque como decía el otro, en vida estaban vestidos de seda; pero esos cerdos no se comen. Son hugonotes, dicho sea con perdón, padre, los que queman a la orilla del agua, a cien pasos de aquí, y es su tufillo lo que oléis.

—¡Hugonotes!

—Sí, hugonotes. ¿Qué os importa? Eso no debe quitaros el apetito. En cuanto a cambiar de sala para comer, no tengo más que una; por tanto, tendréis que contentaros con ésta. ¡Bah! el hugonote no huele ya tal mal. Además, tal vez hederían más si no los quemasen. Había un montón esta mañana en la arena, un montón tan alto… ¡qué! tan alto como esa chimenea.

— ¿Y vos vais a ver esos cadáveres?

—¡Ah! ¿lo decís porque estaban desnudos? Los muertos no importa, reverendo; no me producían más efecto que un montón de ranas muertas. Parece que ayer trabajaron de lo lindo en Orléans, porque el Loira nos ha traído muchos de esos peces herejes; y, como el agua está baja, todos los días quedan muchos en seco sobre la arena. Ayer mismo, cuando el molinero miraba si había peces en sus redes, he aquí que se encuentra dentro una mujer muerta, que tenía en el estómago una hermosa herida de alabarda. Mirad, le entraba por ahí y le salía por los hombros. Le habría gustado más hallar una buena carpa… Pero ¿qué tenéis pues, reverendo?… ¿Vais a marearos? ¿Queréis que os dé un trago de vino de Beaugency, mientras está lista la comida? eso os reanimará.

—Os lo agradezco.

—¡Y bien! ¿qué queréis para comer?

—Lo primero que encontréis, no importa…

—¡Cómo! Tengo una despensa bien surtida.

—Pues bien, traedme un pollo, y dejadme leer el breviario.

—¡Un pollo, un pollo, reverendo! ¡ah, ésta sí que es buena! No tejerán las arañas sus telas en vuestros dientes en tiempo de ayuno… ¿Tenéis dispensa del papa para comer pollo los viernes?

—¡Ah, qué distraído soy!… Sí, sin duda, estamos a viernes… En viernes no comerás carne. Dadme huevos. Os agradezco mucho el haberme advertido a tiempo para evitar tan gran pecado.

—¡Ya véis! —dijo la hostelera a media voz—, estos señores, si no se les advirtiera, comerían pollo en día de vigilia, y, por un miserable trozo de tocino que encontrasen en la sopa de una pobre mujer harían un ruido capaz de revolveros la sangre.

Dicho esto, se ocupó en preparar los huevos, y el monje volvió a leer el breviario.

—¡Ave, Maria!  hermana, —dijo otro monje entrando en la taberna en el momento en que Margarita asía el mango de la sartén y se disponía a darle la vuelta a una voluminosa tortilla.

El recién llegado era un hermoso anciano de barba gris, alto, grueso y fornido; tenía la cara alegre; pero lo primero que llamaba la atención era un enorme emplasto que le ocultaba un ojo y le cubría la mitad de  mejilla. Hablaba francés con facilidad, pero en su lenguaje se notaba un ligero acento extranjero.

En el momento en que éste entró, el fraile joven se bajó aún más su capucha, de modo que no pudieran verlo; y lo que más sorprendió a Margarita es que el fraile que acababa de llegar, que llevaba levantada la capucha a causa del calor, se apresuró a bajársela en cuanto vio a su hermano de religión.

—¡Pardiez! padre —exclamó la tabernera— llegáis a propósito para comer; no tendréis que esperar, y vais a hallaros en país conocido. —Y hablando al fraile joven añadió—: ¿Verdad, reverendo, que estáis encantado de comer con este otro reverendo? El olor de mi tortilla acaba de atraerlo. ¡Claro!, ¡es que no escatimo la manteca!

El joven respondió tímidamente, musitando: «Temo molestar a ese señor.»

Por su parte, el viejo dijo, bajando mucho la cabeza: «Soy un pobre fraile alsaciano… hablo mal en francés…, y temo que mi compañía no sea grata a ese señor.»

—¡Vamos, pues! —exclamó Margarita— ¿vais a hacer cumplidos? Entre frailes, y frailes de la misma Orden, no debe haber más que una sola mesa y una sola cama. Y, cogiendo un taburete, lo colocó junto a la mesa, precisamente enfrente del monje joven. El anciano se sentó de lado, muy de mala gana; parecía luchar entre el deseo de comer y cierta repugnancia de hallarse cara a cara con un colega.

Sirvieron la tortilla. «Vamos, padres, pronunciad pronto la bendición, y luego me diréis si está buena mi tortilla.»

Al oír la palabra bendición, los dos frailes parecieron más cohibidos aún. El más joven dijo al otro: «A vos os corresponde decirla; sois más antiguo que yo, y os corresponde ese honor.

—No, nada de eso. Estabais aquí antes que yo, a vos, pues, os corresponde.

—No, os lo ruego.

—Desde luego, yo no lo haré.

—Es absolutamente necesario.

—Veréis —dijo Margarita—, como van a dejar que se enfríe mi tortilla. ¿Habráse visto alguna vez a dos franciscanos tan ceremoniosos? Que el más anciano pronuncie la bendición, y el más joven diga la acción de gracias.

—No sé decir el Benedicite más que en mi idioma  —dijo el viejo.

El joven pareció sorprendido, y dirigió a hurtadillas una mirada a su compañero. Mientras tanto, este último, juntando las manos de manera muy devota, comenzó a mascullar bajo su capucha algunas palabras que nadie entendió. Luego se volvió a sentar, y en menos de nada, sin decir una palabra, engulló las tres cuartas partes de la tortilla y vació la botella de vino que tenía delante. Su compañero, con la nariz en el plato, no abrió la boca más que para comer. Terminada la tortilla, se levantó, unió las manos y pronunció muy de prisa y farfullando algunas palabras latinas, las últimas de las cuales eran: Et beata viscera virginis Mariae. Éstas fueron las únicas que oyó Margarita.

—¡Qué acción de gracias más rara dice, padre! Creo que no es como la que dice nuestro párroco.

—Es la que decimos en nuestro convento  —contestó el joven franciscano.

—¿Vendrá pronto la barca? —preguntó el otro fraile.

—¡Paciencia! Debe estar a punto de llegar  —contestó la señora Margarita.

El fraile joven pareció contrariado, al menos a juzgar por un movimiento que hizo con la cabeza. Sin embargo, no hizo la menor observación, y cogiendo el breviario se puso a leer redoblando la atención.

Por su parte, el alsaciano, de espaldas a su compañero, desgranaba entre el índice y el pulgar las cuentas del rosario, mientras movía los labios, sin que de ellos saliera el menor sonido.

«He ahí los dos frailes más extraños que he visto en mi vida y los más silenciosos», pensó la señora Margarita, colocándose junto a su rueca, que pronto puso en movimiento.

Hacía un cuarto de hora que el silencio sólo era interrumpido por el ruido de la rueca, cuando entraron en la hostería cuatro hombres armados y de bastante mala catadura. Se llevaron levemente la mano al ala del sombrero al ver a los dos monjes, y uno de ellos, que saludó familiarmente a Margarita llamándola «mi pequeña Margot», le pidió primero vino y luego comida, «porque, decía, me ha crecido moho en la garganta por no mover las mandíbulas.»

—¡Vino, vino! —murmuró Margarita—, pronto lo decís, señor Bois-Dauphin. Pero ¿sois vos quien pagará la cuenta? Ya sabéis que san Se Fía ha muerto y, además, me debéis tanto en vino como en comida, más de seis escudos ¡tan cierto como soy una mujer honrada!

—Tan cierto es lo uno como lo otro —respondió riendo Bois-Dauphin—; es decir, que no os debo más que dos escudos, tía Margot y ni un céntimo más. Él empleó un término más enérgico

—¡Ah! ¡Jesús! ¡María!, habráse visto…

—Vamos, vamos, no os quejéis más, vieja amiga. Sean los seis escudos. Ya te los pagaré, Margot, con lo que gastemos ahora; pues hoy tengo dinero contante y sonante, aunque apenas ganamos en el oficio que ejercemos. No sé qué hacen esos pícaros con su dinero.

—Tal vez se lo traguen, como hacen los alemanes —dijo uno de los compañeros.

—¡Pardiez! —exclamó Bois-Dauphin— hay que rebuscarlo bien. Las buenas monedas sobre un esqueleto hereje no hay que echarlas a los perros.

—¡Cómo gritaba  la hija de ese ministro de esta mañana! —dijo el tercero.

—¡Y el ministro gordo! —añadió el último—; ¡cómo me he reído! Estaba tan gordo, que no podía hundirse en el agua.

—¿Con que habéis trabajado bien esta mañana? —preguntó Margarita, que volvía de la bodega con unas botellas llenas.

—Más o menos —dijo Bois-Dauphin—. Hombres, mujeres y niños, en total han sido doce los que hemos arrojado al agua o al fuego. Pero lo malo es, Margot, que no llevaban un sueldo encima; salvo la mujer, que tenía algunas fruslerías, los demás valían menos que las cuatro herraduras de un perro. Sí, padre —prosiguió, dirigiéndose a uno de los frailes— hemos ganado muchas indulgencias esta mañana matando a esos perros herejes, vuestros enemigos.

El fraile lo miró un instante y continuó su lectura; pero su breviario temblaba visiblemente en la mano izquierda, y apretaba el puño derecho, como un hombre agitado por una emoción contenida.

—A propósito de indulgencias —dijo Bois-Dauphin, volviéndose hacia sus compañeros— ¿sabéis que me gustaría tener una para comer de carne hoy? Veo en el corral de la señora Margot unos pollos que me están tentando mucho.

—¡Pardiez! —repuso otro de los bandidos—, comámoslos, no nos condenaremos por eso. Mañana iremos a confesarnos, y eso será todo.

—Escuchad, compadres —dijo otro— se me ocurre una idea. Pidamos a estos gordos frailucos que nos den permiso para comer carne.

—Sí, ¡como si pudieran darlo! —replicó el compañero.

—¡Por las tripas de la Virgen! —exclamó Bois-Dauphin— conozco un medio mejor, y voy a decíroslo al oído.

Los cuatro bribones se acercaron aproximando sus cabezas, y Bois-Dauphin les explicó en voz baja su proyecto, que fue acogido con grandes carcajadas. Sólo uno de los bandidos mostró cierto escrúpulo.

—Has tenido una mala idea, Bois-Dauphin, y puede traernos desgracia; yo no participo en eso.

—Cállate pues, Guillemain. ¡Como si fuera un gran pecado hacer oler a alguien la hoja de un puñal!

—¡Sí, pero a un tonsurado!…

Hablaban en voz baja, y los frailes parecían querer adivinar sus planes por algunas palabras de la conversación, que oían.

—¡Bah! Casi no hay diferencia —dijo más alto Bois-Dauphin—. Además, así será él quien cometa el pecado, y no yo.

—¡Sí, sí, Bois-Dauphin tiene razón!  —exclamaron los otros dos.

De repente, Bois-Dauphin se levantó y salió de la sala. Un instante después, se oyó gritar a las gallinas, y pronto reapareció el bandido llevando una gallina muerta en cada mano.

—¡Ah, maldito! —exclamó Margarita—. ¡Matar mis gallinas! ¡y en viernes! ¿Qué quieres hacer con ellas, bandido?

—Silencio, señora Margot, y no me calentéis los oídos; ya sabéis que soy un chico malo. Preparad los asadores y dejadme hacer. —Luego, acercándose al fraile alsaciano le dijo—: ¿Véis bien estos dos animales? ¡pues bien! quisiera que me hicierais el favor de bautizarlos.

El monje retrocedió sorprendido; el otro cerró el libro, y Margarita comenzó a decir improperios a Bois-Dauphin.

—¿Que los bautice?  —preguntó el fraile.

—Sí, padre. Yo seré el padrino, y Margot la madrina. Y éstos son los nombres que le doy a mis ahijadas: ésta se llamará Carpa, y ésta Perca. Son  nombres bonitos.

—¡Bautizar gallinas! —exclamó el monje riendo.

—¡Claro que sí, caramba,  padre!; ¡vamos, póngase rápido manos a la obra!

—¡Ah, granuja! —dijo Margarita— ¿crees que voy a dejarte hacer esas cosas en esta casa? ¿Crees estar entre judíos o en el aquelarre, para bautizar animales?

—Libradme de esta gruñona —dijo Bois-Dauphin a sus compañeros—; y vos, padre, ¿sabríais leer el nombre del armero que ha fabricado esta hoja?

Mientras hablaba, pasaba el puñal por las narices del anciano fraile. El fraile joven se levantó del banco; pero casi inmediatamente, como por efecto de una reflexión prudente, volvió a sentarse, decidido a tener paciencia.

—¿Cómo queréis que bautice aves, hijo mío?

—¡Pardiez! es muy sencillo; lo mismo que nos bautizáis a nosotros, los hijos de las mujeres. Echadle un poco de agua por la cabeza y decid: Baptizo te Carpam et Percham, pero decidlo en vuestra jerga. ¡Vamos, Petit-Jean, tráenos ese vaso de agua, y todos vosotros quitaos el sombrero y recogeos, noble Dios!

Ante la sorpresa general, el viejo franciscano cogió un poco de agua, la derramó por la cabeza de las gallinas y pronunció muy a prisa y muy confusamente algo parecido a una oración. Acabó diciendo: Baptizo te Carpam et Percham. Luego volvió a sentarse, cogió de nuevo el rosario con mucha calma, como si no hubiera hecho sino una cosa normal.

La sorpresa había dejado muda a la señora Margarita. Bois-Dauphin triunfaba.

—Vamos, Margot —dijo éste, arrojándole los dos pollos—, prepáranos esta carpa y esta perca; es muy buena comida de vigilia.

Pero, a pesar del bautizo, Margarita se negaba a considerarlos como comida de cristianos. Fue preciso que los bandidos la amenazasen con malos tratos para que se decidiera a poner en el asador aquellos pescados improvisados. Mientras tanto, Bois-Dauphin y sus compañeros bebían abundantemente; brindaban y armaban gran jaleo.

—¡Escuchad! —gritó Bois-Dauphin dando un gran puñetazo en la mesa para conseguir silencio—, propongo que bebamos a la salud de nuestro santo padre el Papa, y por la muerte de todos los hugonotes; y es menester que también beban con nosotros los dos frailes y la señora Margot.

La proposición fue aceptada unánimemente por los tres compañeros.

Se levantó tambaleándose un poco, porque ya estaba medio borracho, y, con una botella que tenía en la mano, llenó el vaso del fraile joven.

—¡Vamos, buen padre —dijo—, a la santidad de su salud!… Me equivoco. ¡A la salud de Su Santidad! y por la muerte de..

—Yo no bebo nunca entre comidas  —respondió fríamente el joven.

—¡Oh, pardiez, tenéis que beber, o que me lleve el diablo si no me decís por qué!

Diciendo esto, colocó la botella sobre la mesa, y, cogiendo el vaso, lo acercó a los labios al fraile, que se inclinaba sobre el breviario, al parecer con gran calma. Cayeron algunas gotas de vino sobre el libro. Al instante el fraile se levantó y cogió el vaso; pero, en vez de bebérselo, arrojó su contenido al rostro de Bois-Dauphin. Todo el mundo se echó a reír. El fraile, recostado contra la pared y cruzado de brazos, miraba fijamente al bandido.

—¿Sabéis, padrecito, que esta broma no me gusta nada? ¡Día de Dios!, si no fueseis fraile, por todo recurso, os enseñaría a conocer mejor a la gente.

Mientras hablaba, extendió la mano hasta el rostro del joven y, le rozó el bigote con la punta de los dedos.

La cara del monje se puso de intenso color púrpura. Con una mano agarró al insolente bandido por el cuello, y con la otra cogió la botella, y se la rompió en la cabeza con tanta violencia, que Bois-Dauphin cayó sin conocimiento al suelo, inundado de sangre y de vino al mismo tiempo.

—¡Perfecto, valiente! —dijo el fraile viejo—  y para ser un clérigo, hacéis estragos.

—¡Bois-Dauphin está muerto! —exclamaron los tres bandidos al ver que su compañero no se movía—. ¡Ah, granuja, ahora te vamos a zurrar a gusto! Cogieron sus espadas; pero el fraile joven levantó con sorprendente agilidad las largas mangas de su hábito, se apoderó de la espada de Bois-Dauphin, y se puso en guardia de la manera más resuelta del mundo. Al mismo tiempo, su colega sacó de debajo del hábito un puñal cuya hoja tendría por lo menos dieciocho pulgadas de largo, y se puso a su lado con aire muy marcial.

—¡Ah, canallas! —exclamó—, ¡vamos a enseñaros a vivir y aprender el oficio!

En un santiamén, los tres bandidos, heridos o desarmados, se vieron obligados a saltar por la ventana.

—¡Jesús! ¡María! —exclamó Margarita—, ¡qué campeones sois, padres! Honráis a la religión. Con todo, he aquí un hombre muerto, y eso es desagradable para la reputación de esta hostería.

—¡Oh, nada de eso, no está muerto! —dijo el fraile anciano—; lo veo moverse; pero voy a darle la extremaunción. Y se acercó al herido, al cual agarró de los cabellos, y aproximándole el afilado puñal a la garganta, le habría cortado la cabeza, si Margarita y su compañero no lo hubiesen retenido.

—¡Qué hacéis, Dios santo! —decía Margarita— ¡matar a un hombre! y ¡a un hombre que pasa por ser buen católico, aunque, por lo que parece, no lo sea en absoluto!

—Supongo —dijo el fraile joven a su colega— que asuntos urgentes os reclaman, como a mí, en Beaugency. Ya está aquí la barca. Apresurémonos.

—Tenéis razón, y os acompaño. Secó el puñal y lo volvió a esconder bajo el hábito. Entonces, los dos valientes frailes, después de pagar su cuenta, se encamiraron juntos hacia el Loira, dejando a Bois-Dauphin en manos de Margarita, que comenzó por cobrar registrándole los bolsillos; luego se cuidó de quitarle los trozos de vidrio de que tenía erizada la cabeza, y de curarle con todas las reglas usadas en tales casos por las comadres.

—O mucho me engaño, o yo os he visto en algún sitio, —dijo el joven al viejo franciscano.

—¡Que me lleve el diablo si me es desconocida vuestra cara! Pero…

—Cuando os vi por primera vez creo que no llevabais ese hábito.

—Ni vos tampoco…

—Sois el capitán…

—Dietrich Hornstein, para serviros; y vos sois el joven con quien cené cerca de Étampes.

—El mismo.

—¿Os llamáis Mergy?

—Sí; pero ahora no es ése mi nombre. Soy el hermano Ambrosio.

—Y yo, el hermano Antonio de Alsacia.

—Bien. ¿Y adónde vais?

—A La Rochela, si puedo.

—Yo también.

—Me alegro mucho de volver a encontraros… Pero, ¡demonios! me habéis confundido mucho con vuestra bendición. Es que yo no sabía una palabra, y, al principio, os tomaba por un fraile de verdad.

—Lo mismo os digo.

—¿De dónde os habéis escapado?

—De París. ¿Y vos?

—De Orléans. Me he visto obligado a esconderme durante más de ocho días. Mis pobres reitres… mi portaestandarte…, están en el Loira.

—¿Y Mila?

—Se ha hecho católica.

—¿Y mi caballo, capitán?

—¡Ah, vuestro caballo! Mandé azotar al pillo portaestandarte que os lo había robado… Pero como no sabía por dónde andabais, no os lo pude devolver… Y lo guardaba esperando el honor de volver a veros. Ahora pertenecerá, sin duda, a algún papista bribón.

—¡Chitón! no pronunciéis tan alto esa palabra. ¡Vamos, capitán! unamos nuestras suertes y ayudémonos mutuamente como acabamos de hacer hace un momento.

—Ése es mi deseo; y mientras Dietrich Hornstein tenga una gota de sangre en las venas, estará pronto a dar cuchilladas a vuestro lado. Y se estrecharon las manos alegremente.

—¡Ah! explicadme ¿qué condenada historia vinieron a contarme con sus pollos y su Carpam y Perchan? Hay que reconocer que esos papistas son una especie muy necia.

—¡Silencio una vez más!: ahí está la barca.

Y hablando así llegaron a la barca a la que subieron. Llegaron a Beaugency sin más contratiempo que el de ver flotar en el Loira numerosos cadáveres de sus correligionarios.

Un barquero observó que la mayoría estaban tumbados boca arriba.

—Piden al cielo venganza, —dijo en voz baja Mergy al capitán de reitres.

Dietrich le estrechó la mano sin responder.

XXIV.- EL SITIO DE LA ROCHELA

La Rochela, la mayoría de cuyos habitantes profesaba la religión reformada, era entonces como la capital de las provincias del Mediodía y el más firme baluarte del partido protestante. El intenso comercio con Inglaterra y España había introducido allí considerables riquezas, como también el espíritu de independencia que éstas engendran y sostienen. Los ciudadanos, pescadores o marineros, a veces corsarios, familiarizados desde temprana edad con los peligros de una vida aventurera, poseían una energía que hacía las veces de disciplina y de hábito de guerra. Por esto, al tener noticia de la masacre del 24 de agosto, lejos de abandonarse a la resignación estúpida que se había apoderado de la mayoría de los protestantes y les había hecho desesperar de su causa, los de La Rochela fueron animados por ese valor activo y temible que da a veces la desesperación. De común acuerdo, decidieron soportar los últimos extremos antes que abrir las puertas a un enemigo que acababa de darles tan clara prueba de su mala fe y de su barbarie. Mientras los ministros mantenían ese celo con discursos fanáticos, mujeres, niños y ancianos trabajaban a porfía para reparar las antiguas fortificaciones y construir otras nuevas. Reunían víveres y armas, equipaban barcas y navíos; en fin, no perdían un solo instante para organizar y preparar todos los medios de defensa de que la ciudad era capaz. Numerosos nobles, que habían escapado de la masacre, se unieron a los de La Rochela, y por la descripción que hacían de los crímenes de la noche de San Bartolomé, daban ánimos a los más pusilánimes. Para hombres salvados de una muerte que parecía segura, la guerra y sus avatares eran como un ligero viento para marineros que acaban de escapar de una tormenta. Mergy y su compañero formaban parte del número de los refugiados que fueron a engrosar las filas de los defensores de La Rochela.

La corte de París, alarmada por esos preparativos, se arrepentía de no haberlos prevenido. El mariscal Biron llegó a La Rochela llevando proposiciones de acuerdo. El rey tenía motivos para suponer que la elección de Biron agradaría a los de La Rochela; porque este mariscal, lejos de haber participado en las matanzas de la noche de San Bartolomé, había salvado a numerosos protestantes notables, e incluso había orientado los cañones del Arsenal, que él dirigía, hacia los asesinos que llevaban las insignias reales. No pedía más que ser recibido en la ciudad y reconocido como gobernador por el rey, prometiendo respetar los privilegios y franquicias de los habitantes y dejarles el libre ejercicio de su religión. Pero después del asesinato de sesenta mil protestantes, ¿podía creerse aún en las promesas de Carlos IX? Además, durante el curso mismo de las negociaciones, continuaban las matanzas en Burdeos, los soldados de Biron saqueaban el territorio de La Rochela, y una escuadra real detenía los buques mercantes y bloqueaba el puerto.

Los rocheleses se negaron a recibir a Biron y respondieron que no podrían tratar con el rey mientras éste fuese cautivo de los Guisa, bien porque considerasen a estos últimos únicos autores de los males que padecía el calvinismo, bien porque quisieran tranquilizar con esa ficción, tantas veces repetida, la conciencia de quienes creyeran que la fidelidad a su rey debía pasar por encima de los intereses de su religión. Desde entonces no hubo ya medio de entenderse. El rey buscó otro negociador, y envió a La Noue. La Noue, apodado Brazo de hierro por el brazo postizo con el que había sustituido el que perdió en una batalla, era un calvinista celoso, que, en las últimas guerras civiles, había dado pruebas de gran valor y de talento militar.

El Almirante, de quien era amigo, no había tenido lugarteniente más hábil ni más fiel. Cuando ocurrieron los sucesos de la noche de San Bartolomé, él se encontraba en los Países Bajos, dirigiendo las indisciplinadas bandas de flamencos rebelados contra el poder español. Traicionado por la suerte, se había visto obligado a rendirse ante el duque de Alba, que lo había tratado bastante bien. Luego, cuando tanta sangre vertida hubo excitado algunos remordimientos, Carlos IX lo reclamó, y, en contra de lo esperado, lo recibió con la mayor afabilidad. Aquel monarca, exagerado en todo, colmaba de caricias a un protestante y acababa de mandar degollar a cien mil. Una especie de fatalidad parecía proteger el destino de La Noue; ya en la tercera guerra civil había sido hecho prisionero, primeramente en Jarnac, luego en Moncontour, y puesto siempre en libertad sin rescate por el hermano del rey, a pesar de las instancias de muchos de sus capitanes, que le presionaban para que sacrificase a un hombre demasiado peligroso para ser perdonado y demasiado honrado para ser seducido. Carlos pensó que La Noue se acordaría de su clemencia, y le encargó que exhortase a los rocheleses a someterse. La Noue aceptó, pero a condición de que el rey no exigiera de él nada que fuera incompatible con su honor. Partió, acompañado de un sacerdote italiano que debía vigilarlo.

Al principio sintió la mortificación de notar que desconfiaban de él. No logró ser admitido en La Rochela, sino que le asignaron como punto de entrevista una aldea de los alrededores. Fue en Tadon donde se entrevistó con los diputados de La Rochela. A todos los conocía, como se conoce a antiguos compañeros de armas; pero al verlo, ni uno solo le tendió una mano amiga, ni uno solo pareció reconocerlo; se dio a conocer y expuso las proposiciones del rey. La síntesis de su discurso era: «Confiad en las promesas del monarca; la guerra civil es el peor de los males.»

El alcalde de La Rochela respondió con sonrisa amarga: «Estamos viendo a un hombre que se parece a La Noue, pero La Noue no habría propuesto a sus hermanos que se sometieran a los asesinos. La Noue amaba al difunto señor Almirante, y habría querido vengarlo antes que pactar con sus asesinos. No, vos no sois La Noue.»

El desdichado embajador, a quien tales reproches llegaban al alma, recordó los servicios que había prestado a la causa de los calvinistas, mostró el brazo mutilado e hizo protestas de fidelidad a su religión. Poco a poco se disipó la desconfianza de los rocheleses; abrieron sus puertas a La Noue; le mostraron sus recursos y hasta le instaron para que se pusiera al frente del pueblo. El ofrecimiento era muy tentador para un soldado viejo. El juramento hecho a Carlos había sido prestado con una condición, que podía interpretarse según su conciencia. La Noue esperó que al ponerse al frente de los rocheleses le sería más fácil orientarlos hacia soluciones pacíficas; creyó que podría conciliar al mismo tiempo la fidelidad jurada a su rey y la que debía a su religión. Pero se equivocaba.

Un ejército real fue a atacar La Rochela. La Noue dirigía todas las salidas, mataba gran número de católicos; luego, de vuelta a la ciudad, exhortaba a los habitantes a firmar la paz. ¿Qué sucedió? Los católicos decían que había faltado a la palabra dada al rey, los protestantes lo acusaban de haberlos traicionado.

En semejante situación, La Noue, harto de disgustos, intentaba hacerse matar exponiéndose veinte veces al día.

XXV.-  LA NOUE

Los sitiados acababan de efectuar una salida feliz contra las  avanzadillas del ejército católico. Habían colmado varias toesas de trincheras, derribado gaviones y matado a un centenar de soldados. El destacamento que había logrado esa victoria regresaba a la ciudad por la puerta de Tadon. Primero iba el capitán Dietrich con una compañía de arcabuceros, todos con el rostro encendido, jadeantes y pidiendo de beber, prueba evidente de que no habían escatimado esfuerzos. Venía detrás una nutrida tropa de ciudadanos, entre los cuales se veía a varias mujeres que parecían haber participado en el combate. Seguían luego unos cuarenta prisioneros, la mayor parte llenos de heridas y colocados entre dos filas de soldados, a quienes les costaba mucho trabajo defenderlos del furor del pueblo reunido a su paso. La retaguardia iba formada por unos veinte jinetes. La Noue, a quien Mergy servía de ayudante de campo, caminaba el último. Tenía la coraza abollada por una bala, y su caballo estaba herido en dos sitios. En la mano izquierda llevaba aún una pistola descargada, y por medio de un gancho que le salía del brazo derecho y le hacía las veces de mano, guiaba la brida del caballo.

—Dejad paso a los prisioneros, amigos míos, —gritaba a cada momento—. Sed humanos, buenos rocheleses. Están heridos, no pueden defenderse: ya no son enemigos.

Mas la gente le respondía con clamores salvajes: «¡A la horca con los papistas! ¡al patíbulo! ¡viva La Noue!»

Mergy y sus caballeros, distribuyendo a propósito algunos golpes con el astil de sus lanzas, aumentaron el efecto de las generosas recomendaciones de su capitán. Los prisioneros fueron por fin conducidos a la cárcel de la ciudad y puestos a buen recaudo en un lugar en el que nada podían temer de la furia del populacho. El destacamento se dispersó, y La Noue, sólo con algunos caballeros, se apeó delante del Ayuntamiento en el instante en que salía de él el alcalde, acompañado de numerosos ciudadanos y de un ministro anciano llamado Laplace.

—¡Y bien! valiente La Noue —dijo el alcalde, tendiéndole la mano, acabáis de demostrar a esos asesinos que no todos los valientes murieron con el señor Almirante.

—La cosa ha salido bastante bien, señor, —dijo con modestia La Noue—. No hemos tenido más que cinco muertos y pocos heridos.

—Puesto que vos dirigíais la salida, señor de La Noue, —prosiguió el alcalde—, todos estábamos seguros del triunfo por anticipado.

—¡Ah! ¿qué haría La Noue sin la ayuda de Dios?, —exclamó con acritud el viejo ministro. El Dios fuerte es quien ha luchado hoy a nuestro favor; ha escuchado nuestras súplicas.

—Dios es quien da y quita la victoria, según su voluntad, —dijo con voz serena La Noue—, y sólo a Él deben agradecerse los éxitos de la guerra. —Luego, volviéndose al alcalde añadió—: ¡Y bien!, señor, ¿el consejo ha deliberado sobre las nuevas proposiciones de Su Majestad?

—Sí, —respondió el alcalde—; acabamos de despedir al mensajero del Señor, rogándole que se ahorre la molestia de dirigirnos nuevas intimidaciones. En lo sucesivo no responderemos más que a arcabuzazos.

—Habríais debido mandar ahorcar al mensajero, —observó el ministro—, porque está escrito: «Algunos bribones malvados han salido de en medio de ti, que han querido seducir a los habitantes de su ciudad… Pero tú no dejarás de darles muerte: tu mano será la primera sobre ellos, y luego la mano de todo tu pueblo.» La Noue suspiró y alzó los ojos al cielo sin responder.

—¡Cómo! ¡rendirnos! —prosiguió el alcalde— ¡rendirnos, cuando nuestras murallas están aún en pie, cuando el enemigo no se atreve siquiera a atacarlas de cerca, mientras que nosotros vamos todos los días a insultarlo en sus trincheras! Creedme, señor de La Noue, si no hubiera soldados en la Rochela, bastarían las mujeres solas para rechazar a los matarifes de París.

—Caballero, cuando uno es el más fuerte, hay que hablar moderadamente del enemigo, y cuando uno es el más débil…

—¡Eh! ¿quién os dice que somos los más débiles? —interrumpió Laplace—. ¿No combate Dios a nuestro lado? ¿No fue Gedeón, con trescientos israelitas, más poderoso que todo el ejército de los madianitas?

—Vos mejor que nadie sabéis, señor alcalde, cuán insuficientes son las provisiones. La pólvora escasea, y he tenido que prohibir a los arcabuceros que disparen de lejos.

—Montgomery nos la enviará desde Inglaterra, —respondió el alcalde.

—El fuego del cielo caerá sobre los papistas, —dijo el ministro.

—El pan se encarece de día en día, señor alcalde.

—Un día u otro veremos aparecer la flota inglesa, y entonces la abundancia renacerá en la ciudad.

—¡Y si es preciso, Dios hará caer el maná! —exclamó impetuosamente Laplace.

—En cuanto a los socorros de los que habláis —prosiguió La Noue—, basta un viento del sur durante algunos días para que no puedan arribar a nuestro puerto. Y, además, pueden detenerlos.

—¡El viento soplará del norte! Yo te lo predigo, hombre de poca fe, —replicó el ministro—. Perdiste el brazo derecho y el valor al mismo tiempo.

La Noue parecía decidido a no responderle, y prosiguió hablando siempre al alcalde:

—Perder un hombre es para nosotros más grave que para el enemigo perder diez. Temo que, si los católicos estrechan el cerco con rigor, nos veamos obligados a aceptar condiciones más duras que las que ahora rechazáis con desprecio. Si, como supongo, el rey se contenta con que se reconozca en esta ciudad su autoridad, sin exigir sacrificios que ella no puede hacer, creo que es nuestro deber abrirle nuestras puertas; porque, después de todo, es nuestro señor.

—¡No tenemos más señor que Jesucristo, y sólo un impío puede llamar señor suyo al feroz Achab, Carlos, que bebe la sangre de los profetas!…

Y el furor del ministro aumentaba al ver la imperturbable sangre fría de La Noue.

—Yo —dijo el alcalde— recuerdo bien que la última vez que el señor Almirante pasó por nuestra ciudad nos dijo: «El rey me ha dado su palabra de que sus súbditos protestantes serán tratados lo mismo que sus súbditos católicos.» Seis meses después, el rey, que le había dado su palabra, mandaba asesinarlo. Si abrimos nuestras puertas, aquí ocurrirá lo mismo que en París la noche de San Bartolomé.

—El rey ha sido engañado por los Guisa. Se arrepiente de ello, y quisiera rescatar la sangre derramada. Si irritáis a los católicos por vuestra obstinación en no pactar, os caerán encima todas las fuerzas del reino, y entonces quedará destruido el único refugio de la religión reformada. ¡Paz! ¡paz! creedme, señor alcalde.

—¡Cobarde! —exclamó el ministro—; deseas la paz porque temes por tu vida.

—¡Oh!, ¡señor Laplace!… —dijo el alcalde.

—En resumen, —continuó fríamente La Noue— mi última palabra es que si el rey consiente en no instalar guarnición en La Rochela y en dejar libres nuestras capillas, hay que entregarle las llaves y asegurarle nuestra sumisión.

—¡Eres un traidor! —gritó Laplace—; y estás vendido a los tiranos.

—¡Dios mío! ¿qué estáis diciendo, señor Laplace? —exclamó el alcalde.

La Noue sonrió ligeramente, y con aire de desprecio dijo: «Ya véis, señor alcalde, el tiempo en que vivimos es muy extraño: la gente de guerra habla de paz, y los ministros predican la guerra. — Señor mío, —continuó, dirigiéndose por fin a Laplace—, me parece que es hora de comer, y vuestra mujer os espera, sin duda, en vuestra casa.»

Estas últimas palabras acabaron de enfurecer al ministro. No supo encontrar ninguna injuria que decir; y, como un bofetón dispensa de una respuesta razonable, dio uno en la mejilla al viejo capitán.

—¡Día de Dios! ¿qué hacéis? —exclamó el alcalde—. ¡Pegar al señor de La Noue, el mejor ciudadano y el soldado más valiente de La Rochela!

Mergy, que estaba presente, se disponía a darle a Laplace un correctivo del que habría guardado recuerdo; pero La Noue lo retuvo.

Cuando su barba gris fue tocada por la mano de ese viejo loco, hubo un instante, rápido como el pensamiento, en el que sus ojos brillaron con un rayo de indignación y cólera. Pero al instante, su fisonomía recobró la impasibilidad: se habría dicho que el ministro había golpeado el busto de mármol de un senador romano, o bien que La Noue no había sido tocado sino por una cosa inanimada y movida por la casualidad.

—Llevad este anciano a su esposa, —dijo a uno de los ciudadanos que acompañaban al viejo ministro—. Decidle que lo cuide; que seguramente no se encuentra bien hoy. —Señor alcalde, os suplico que me concedáis ciento cincuenta voluntarios de entre los habitantes, pues quisiera emprender mañana al despuntar el día una expedición, en el momento en que los soldados que han pasado la noche en las trincheras están aún entorpecidos por el frío, como los osos atacados durante el deshielo. He comprobado que las personas que han dormido bajo techo vencen fácilmente por la mañana a las que acaban de pasar la noche al raso… — Señor de Mergy, si no tenéis mucha prisa por cenar, ¿queréis dar conmigo una vuelta por el bastión del Evangelio? quisiera ver cómo van las obras del enemigo.

Saludó al alcalde, y apoyándose en el hombro del joven se dirigió hacia el bastión.

Entraron en él instantes después de que un cañonazo acabara de herir mortalmente a dos hombres. Las piedras estaban teñidas de sangre y uno de aquellos desgraciados gritaba a sus compañeros que lo rematasen. La Noue, con el codo apoyado en el parapeto, miró un rato en silencio las obras de los sitiadores; luego, volviéndose a Mergy:

—¡Toda guerra es algo horrible! —dijo—; ¡pero una guerra civil…! Esa bala ha sido cargada en un cañón francés; un francés es quien ha apuntado el cañón y quien acaba de disparar, y la bala ha matado a dos franceses. Y aún no es nada matar a media milla de distancia; pero, señor de Mergy, ¡cuando hay que hundir la espada en el cuerpo de un hombre que os pide clemencia en vuestro propio idioma…! Y, no obstante, acabamos de hacerlo esta misma mañana.

—¡Ah, señor, si hubieseis visto la matanza del veinticuatro de agosto! si hubierais cruzado el Sena cuando estaba rojo y arrastraba más cadáveres que témpanos después del deshielo, poca compasión tendríais de los hombres contra quienes luchamos. Para mí, todo papista es un asesino…

—No calumniéis a vuestro país. En ese ejército que nos asalta hay muy pocos monstruos como esos que mencionáis. Los soldados son campesinos franceses que han dejado el arado para ganarse la paga del rey; y los hidalgos y capitanes se baten porque han prestado juramento de fidelidad al rey. Tal vez tengan razón… y nosotros seamos rebeldes.

—¡Rebeldes! Nuestra causa es justa; luchamos por nuestra religión y por nuestra vida.

—Por lo que veo, tenéis pocos escrúpulos; sois feliz, señor de Mergy.

Y el viejo guerrero suspiró profundamente.

—¡Caramba! —exclamó un soldado que acababa de disparar su arcabuz— ¡ese demonio debe de tener algún encantamiento! hace tres días que le estoy apuntando, y no consigo darle.

—¿Quién pues? —preguntó Mergy.

—Mirad, ¿veis ese individuo de jubón blanco, con banda y plumas rojas? Todos los días se pasea en nuestras barbas, como si quisiera burlarse de nosotros. Es una de esas espadas doradas de la corte que han venido con el rey.

—La distancia es grande —dijo Mergy—; pero no importa, dadme un arcabuz.

Un soldado le puso su arma en las manos. Mergy apoyó la punta del cañón en el parapeto y apuntó detenidamente.

—¿Y si fuera algún amigo vuestro? —dijo La Noue—. ¿Por qué queréis actuar de arcabucero?

Mergy iba a apretar el gatillo; retuvo su dedo.

—No tengo amigos entre los católicos, excepto uno solo… Y ése, estoy segurísimo, que no viene a asaltarnos.

—Si fuera vuestro hermano, que, habiendo acompañado al rey…

El tiro salió; pero la mano de Mergy había temblado, y se vió alzarse el polvo producido por la bala bastante lejos del que paseaba. Mergy no creía que su hermano pudiese estar en el ejército católico; no obstante, se alegró mucho de haber errado el tiro. La persona contra la cual acababa de disparar continuó andando a paso lento, y desapareció luego tras los montones de tierra recién removida que se alzaban por todas partes en torno a la ciudad.

XXVI.- LA SALIDA

Una lluvia fina y fría, que había caído sin interrupción durante toda la noche, acababa de cesar en el momento en el que el nuevo día se anunciaba en el cielo por una luz pálida por Oriente. Traspasaba con esfuerzo una niebla densa y a ras de tierra, que el viento desplazaba de un lado a otro, produciendo en ella anchos claros; pero esas masas grisáceas pronto volvían a reunirse, como las olas separadas por un navío caen y llenan el surco que éste acaba de trazar. Cubierta de ese denso vapor perforado por las copas de algunos árboles, la campiña parecía una vasta inundación.

En la ciudad, la luz indecisa de la mañana, mezclada con el resplandor de las antorchas, iluminaba una tropa bastante numerosa de soldados y voluntarios agrupados en la calle que conducía al bastión del Evangelio. Golpeaban el suelo con los pies y se agitaban sin desplazarse como gente invadida por ese frío húmedo y penetrante que acompaña a la salida del sol en invierno. No escatimaban juramentos e imprecaciones enérgicas contra el que les había hecho tomar las armas tan de mañana; pero, a pesar de los insultos, se notaba en sus conversaciones el buen humor y la esperanza que anima a soldados mandados por un jefe apreciado. Decían con tono medio de broma, medio de cólera:

—¡Ese maldito Brazo de hierro, ese Juan sin sueño, no podría almorzar sin despertar a los asesinos de niños! — ¡Que la fiebre lo atrape! ¡Demonio de hombre! con él nunca está uno seguro de pasar una buena noche. — ¡Por las barbas del difunto señor Almirante! si no oigo pronto silbar los arcabuzazos, voy a dormirme como si estuviera aún en la cama. — ¡Ah! ¡Viva! aquí llega el aguardiente, que va a confortarnos y a impedir que atrapemos un resfriado en esta niebla del demonio.

Mientras se distribuía aguardiente a los soldados, los oficiales, rodeando a La Noue, que estaba de pie bajo el sobradillo de una tienda, escuchaban atentamente el plan de ataque que se proponía dar contra el ejército sitiador. Por fin se escuchó un redoble de tambores; cada cual ocupó su puesto; avanzó un ministro, bendijo a los soldados, exhortándolos a trabajar bien, prometiéndoles la vida eterna en caso de que la muerte les impidiera volver a la ciudad y obtener las recompensas y el agradecimiento de sus conciudadanos. El sermón fue breve, pero La Noue lo encontró demasiado largo. Ya no era el mismo hombre que, la víspera, lamentaba cada gota de sangre francesa vertida en esa guerra. No era sino un soldado, y parecía tener prisa por volver a ver una escena de carnicería. Tan pronto como terminó la admonición del ministro y que los soldados respondieron Amén, exclamó con voz firme y dura: «¡Compañeros! Este señor acaba de deciros la verdad; encomendémonos a Dios y a Nuestra Señora de Pega-Fuerte. Al primero que tire antes de que su taco entre en la barriga de un papista, lo mataré, si me salvo.

—Señor —le dijo por lo bajo Mergy—, he ahí un discurso muy distinto de los de ayer.

—¿Sabéis latín? —le preguntó La Noue con tono brusco.

—Sí, señor.

—Pues bien, recordad el hermoso dicho: Age quod agis.

Hizo una seña; dispararon un cañonazo, y toda la tropa se encaminó a paso largo hacia la campiña; al mismo tiempo, pequeños pelotones de soldados, saliendo por diferentes puertas, fueron a dar la alarma a varios puntos de las filas enemigas, con el fin de que los católicos, creyéndose asaltados por todas partes, no se atrevieran a llevar socorros contra el ataque principal, por miedo a desguarnecer un lugar de sus trincheras, amenazadas por todas partes.

El bastión del Evangelio, contra el cual habían dirigido sus esfuerzos los ingenieros del ejército católico, tenía que soportar los embites de una batería de cinco cañones, instalada sobre un pequeño promontorio coronado por un edificio ruinoso que, antes del sitio, había sido un molino. Un foso con un parapeto en tierra defendía las cercanías por el lado de la ciudad, y delante del foso habían colocado numerosos arcabuceros de centinela. Pero, tal como lo había previsto el capitán protestante, sus arcabuces, expuestos durante horas a la humedad, debían estar casi inservibles, y los asaltantes, bien provistos de todo, preparados para el ataque, tenían una gran ventaja sobre la gente atacada de improviso, fatigada por la vigilia, empapada de lluvia y transida de frío.

Los primeros centinelas son degollados. Algunos arcabuzazos, disparados por milagro, despiertan a la guardia de la batería a tiempo para ver al enemigo dueño ya del parapeto y subiendo al montículo del molino. Algunos intentan resistir; pero las armas escapan de sus manos, rígidas por el frío; casi todos sus arcabuces fallan, mientras que los asaltantes no pierden un solo disparo. No es dudosa la victoria, y los protestantes, dueños ya de la batería, lanzan el grito feroz de: ¡Sin cuartel! Recordad el 24 de agosto.

Una cincuentena de soldados con su capitán se habían alojado en la torre del molino; el capitán, con gorro de dormir y calzón, llevando en una mano una almohada y su espada en la otra, abre la puerta y sale preguntando de dónde procede el tumulto. Lejos de pensar en una incursión del enemigo, se imaginaba que el ruido provenía de alguna disputa entre sus propios soldados. Fue cruelmente desengañado; un golpe de alabarda lo derribó por tierra bañado en sangre. Los soldados tuvieron tiempo de levantar barricadas en la puerta de la torre, y durante un rato se defendieron con ventaja disparando por las ventanas; pero junto a ese edificio había un gran montón de paja y heno, así como ramajes que debían servir para construir gaviones. Los protestantes les prendieron fuego, que en un momento envolvió la torre y subió hasta su cima. Pronto se oyeron salir de ella gritos lamentables. El tejado estaba ardiendo e iba a desplomarse sobre la cabeza de los desdichados a quienes cubría. La puerta ardía, y las barricadas que habían levantado les impedían huir por esa salida. Si intentaban saltar por las ventanas, caían a las llamas o eran recibidos por las puntas de las picas. Se vio entonces un espectáculo terrible. Un oficial, revestido de una armadura completa, intentó saltar como los demás por una ventana estrecha. Según una moda de entonces, la armadura terminaba en una especie de falda de hierro que cubría los muslos y el vientre y se ensanchaba como la parte superior de un embudo, de modo que permitía andar fácilmente. La ventana no era lo bastante ancha para que pudiese pasar esa parte de la armadura, y el oficial, en su turbación, se había precipitado tan violentamente, que se encontró con la mayor parte del cuerpo fuera, sin poder moverse y cogido como en un torno. Mientras tanto, las llamas llegaban hasta él, calentaban su armadura y lo quemaban lentamente, como en una hoguera o como en el famoso toro de fuego inventado por Fálaris. El desdichado lanzaba gritos horrosos, y agitaba en vano los brazos como para pedir socorro. Hubo un momento de silencio entre los asaltantes; luego, todos juntos, y como de común acuerdo, levantaron un clamor de guerra como para aturdirse y no oír los gemidos del hombre que ardía. Desapareció en un torbellino de llamas y humo, y se vio caer en medio de los despojos de la torre un casco rojo y humeante.

En medio de un combate, las sensaciones de horror y de tristeza son de corta duración: el instinto de la propia conservación habla demasiado intensamente al espíritu del soldado como para que se muestre mucho tiempo sensible a las desgracias de los demás. Mientras una parte de los rocheleses perseguía a los fugitivos, otros clavaban los cañones, les destrozaban las ruedas y precipitaban al foso los gaviones de la batería y los cadáveres de sus defensores.

Mergy, que había sido de los primeros en escalar el foso y el espolón, tomó aliento un instante para grabar con la punta del puñal el nombre de Diana en una de las piezas de la batería; luego ayudó a los demás a destruir las obras de los sitiadores.

Un soldado había cogido por la cabeza al capitán católico, que no daba ninguna señal de vida; otro lo tenía por los pies, y ambos se preparaban, balanceándolo acompasadamente, a lanzarlo al foso. De pronto, el supuesto muerto, abriendo los ojos, reconoció a Mergy, y exclamó: «¡Señor de Mergy, tened piedad! ¡estoy prisionero, salvadme! ¿No reconocéis a vuestro amigo Béville?» Aquel desgraciado tenía la cara cubierta de sangre, y a Mergy le costó trabajo reconocer en aquel moribundo al joven cortesano a quien había dejado lleno de vida y alegría. Mandó que lo colocaran con precauciones sobre la hierba, vendó él mismo su herida, y, poniéndole atravesado sobre un caballo, dio orden de que lo llevaran suavemente a la ciudad.

Cuando se despedía de él y ayudaba a guiar el caballo fuera de la batería, divisó en un claro un grupo de caballería que venía al trote avanzando entre la ciudad y el molino. Al parecer, era un destacamento del ejército católico que quería cortarles la retirada. Mergy corrió inmediatamente a avisar a La Noue. «Si queréis confiarme sólo cuarenta arcabuceros —dijo— voy a arrojarme tras el seto que bordea ese camino por donde van a pasar, y que me ahorquen si no vuelven grupas a toda prisa.

—Muy bien, muchacho, algún día serás un buen capitán. Vamos, vosotros, seguid a este caballero, y haced lo que él os ordene.

En un momento Mergy dispuso a sus arcabuceros a lo largo del seto; les hizo poner una rodilla en tierra, preparar las armas, y, sobre todo, les prohibió disparar antes que él lo ordenase.

La caballería enemiga avanzaba con rapidez, y se oía ya claramente el trote de los caballos en el barro del camino hundido.

—Su capitán —dijo Mergy en voz baja—, es ese bribón de pluma roja a quien no logramos alcanzar ayer. No fallemos hoy.

El arcabucero que estaba a su derecha bajó la cabeza, como para decirle que él se encargaba de hacerlo. Los jinetes estaban ya a veinte pasos, y su capitán, volviéndose a ellos, parecía pronto a darles una orden, cuando Mergy, levantándose de pronto, gritó: «¡Fuego!»

El capitán de la pluma roja volvió la cabeza, y Mergy reconoció a su hermano. Extendió la mano hacia el arcabuz de su vecino para desviarlo; pero, antes de que pudiera tocarlo, el tiro había salido. Los jinetes, sorprendidos por tan inesperada descarga, se dispersaron por el campo; el capitán Jorge cayó atravesado por dos balas.

XXVII.- EL HOSPITAL

Un antiguo convento de religiosos, primero confiscado por el consejo de la ciudad de La Rochela, había sido transformado durante el sitio en hospital para heridos. El pavimento de la capilla, de donde habían retirado los bancos, el altar y todos los ornamentos, estaba cubierto de paja y heno: allí transportaban a los simples soldados. El refectorio estaba destinado a los oficiales y caballeros. Era una sala bastante grande, con artesonados de encina vieja y con anchas ventanas ojivales que daban suficiente luz para las operaciones quirúrgicas que allí se practicaban sin interrupción.

Allí estaba el capitán Jorge, acostado en un colchón manchado con su sangre y la de otros muchos desgraciados que le precedieron en aquel lecho de dolor. Un haz de paja le servía de almohada. Acababan de quitarle la coraza y desgarrarle el jubón y la camisa. Estaba desnudo de cintura para arriba; pero su brazo derecho llevaba aún el brazal y el guantelete de acero. Un soldado restañaba la sangre que le brotaba de las heridas, una en el vientre, justo debajo de la coraza; la otra, leve, en el brazo izquierdo. Mergy estaba tan abatido por el dolor, que era incapaz de socorrerlo eficazmente. Unas veces llorando de rodillas ante él, otras revolcándose por el suelo con gritos de desesperación, no cesaba de acusarse de haber matado al hermano más cariñoso y su mejor amigo. El capitán, mientras tanto, estaba tranquilo y se esforzaba por moderar sus arrebatos.

A dos pies de su colchón, había otro sobre el cual yacía el pobre Béville en la misma molesta posición. Sus facciones no expresaban la resignación tranquila que se percibía en las del capitán. De vez en cuando dejaba escapar un gemido sordo, y volvía los ojos hacia su vecino, como para pedirle un poco de su valor y entereza.

Un hombre de unos cuarenta años, seco, delgado, calvo y con muchas arrugas, entró en la sala y se acercó al capitán Jorge, llevando en la mano una bolsa verde de donde salía cierto ruido espantoso para los pobres enfermos. Era maese Brisart, cirujano bastante hábil para su época, discípulo y amigo del célebre Ambrosio Paré. Acababa de practicar alguna operación, porque llevaba los brazos remangados hasta el codo y tenía además un gran delantal completamente ensangrentado.

—¿Qué queréis y quién sois? —le preguntó Jorge.

—Soy cirujano, caballero, y si el nombre de maese Brisart no os es conocido, es que ignoráis muchas cosas. ¡Vamos, ánimo de oveja! como dijo el otro! Entiendo de arcabuzazos, a Dios gracias, y quisiera tener tantos sacos de mil libras como balas he extraído del cuerpo a personas que hoy se encuentran tan bien como yo.

—Bueno, doctor, decidme la verdad. Si no me engaño, la herida es mortal.

El cirujano examinó primero el brazo izquierdo, y dijo: «¡Esto no es nada!». Luego empezó a sondar la otra herida, operación que pronto obligó al herido a hacer horribles gestos. Con el brazo derecho rechazó con bastante fuerza aún la mano del cirujano.

—¡Pardiez, no paséis más adelante, doctor del demonio! —exclamó—; veo bien en vuestra cara que se me acaba la vida.

—Mire, caballero, mucho me temo que la bala haya atravesado el pequeño oblicuo del bajo vientre y que al subir se haya alojado en la espina dorsal, que en griego llamamos rachis. Lo que me hace pensar así, es que vuestras piernas están sin movimiento y frías ya. Tal sintomatología no engaña; en ese caso…

—¡Un disparo a quemarropa y una bala en la espina dorsal! ¡Cáspita!, doctor, eso es más que suficiente para enviar ad patres a un pobre diablo. Así que no me atormentéis más, y dejadme morir tranquilo.

—¡No! ¡vivirá, vivirá! —exclamó Mergy, clavando sus desesperados ojos en el cirujano y asiéndolo fuertemente por el brazo.

—Sí, una hora, tal vez dos —dijo fríamente maese Brisart— porque es un hombre robusto.

Mergy volvió a caer de rodillas, cogió la mano derecha del capitán y regó con un torrente de lágrimas el guantelete que la cubría.

—¿Dos horas? —repitió Jorge—. Menos mal, temía tener que padecer durante más tiempo.

—¡No, eso no es posible! —exclamó Mergy sollozando—. No morirás, Jorge. Un hermano no puede morir por la mano de su hermano.

—Vamos, tranquilízate y no me muevas. Cada uno de tus movimientos me repercute aquí. Ahora no me duele mucho; con tal de que dure… Es lo que decía Zany al caer de lo alto del campanario.

Mergy se sentó junto al colchón, con la cabeza apoyada en las rodillas y oculta entre las manos. Estaba inmóvil y como amodorrado; pero, a intervalos, unos movimientos convulsivos le estremecían todo el cuerpo como cuando se tirita a causa de la fiebre, y de su pecho se escapaban con esfuerzo gemidos que nada tenían de voz humana.

El cirujano le había colocado unas vendas, sólo para detener la hemorragia, y secaba la sonda con mucha sangre fría.

—Os recomiendo mucho que hagáis vuestros preparativos —dijo—; si queréis un ministro, no faltan por aquí. Si preferís un sacerdote, os mandaremos uno.  Hace poco he visto a un fraile que nuestra gente acaba de hacer prisionero. Mirad, está allí, confesando a ese oficial papista que va a morir.

—Que me den de beber —dijo el capitán.

—¡Guardaos mucho de hacerlo, o moriréis una hora antes!

—Una hora de vida no vale un vaso de vino. ¡Vamos!, adiós, doctor; ahí, a mi lado tenéis a uno que os aguarda con impaciencia.

—¿Debo enviaros un ministro, o un fraile?

—Ni uno ni otro.

—¿Cómo?

—Dejadme en paz.

El cirujano se encogió de hombros y acercóse a Béville. «¡Por mi barba! —exclamó—. ¡esta sí que es una buena herida! Esos demonios de voluntarios pegan fuerte.

—¿Me salvaré, verdad? —preguntó el herido con voz débil.

—Respirad un poco —dijo maese Brisart.

Entonces se oyó una especie de silbido débil; era producido por el aire que salía del pecho de Béville, por la herida al mismo tiempo que por la boca, y la sangre corría de la herida como musgo rojo.

El cirujano silbó, como para imitar aquel ruido extraño; luego le puso una compresa a toda prisa, y, sin decir una palabra, cogió su estuche y se disponía a salir. Mientras tanto, los ojos de Béville, brillantes como teas, seguían todos sus movimientos. «¿Y bien, doctor? —preguntó con voz temblorosa.

—Preparad vuestro equipaje —respondió con frialdad el cirujano. Y se alejó.

—¡Ay! ¡morir tan joven! —exclamó el desdichado Béville dejando caer de nuevo la cabeza sobre el haz de paja que le servía de almohada.

El capitán Jorge pedía de beber; pero nadie quería darle un vaso de agua, por miedo a apresurar su fin. ¡Extraña humanidad, que no sirve sino para prolongar el dolor! En aquel momento, La Noue y el capitán Dietrich, así como muchos otros oficiales, entraron en la sala para ver a los heridos. Se detuvieron todos ante el colchón de Jorge, y La Noue, apoyándose en el pomo de la espada, miraba alternativamente a los dos hermanos con ojos en los que se pintaba toda la emoción que tan triste espectáculo le producía.

Una cantimplora que el capitán alemán llevaba al costado llamó la atención de Jorge. «Capitán —le dijo— ¿sois soldado viejo?

—Sí, soldado viejo soy. El humo de la pólvora blanquea una barba más rápido que los años… Soy el capitán Dietrich Horntein.

—Decidme, ¿qué haríais si estuvieseis herido como yo?

El capitán Dietrich miró un momento las heridas, como hombre habituado a verlas y a juzgar su gravedad. «Pondría orden en mi conciencia —respondió— y pediría un buen vaso de vino del Rhin, si hubiera alguna botella por los alrededores.

—Pues bien, yo, yo no les pido más que un poco de su mal vino de La Rochela, y estos imbéciles no quieren dármelo.

Dietrich desató su cantimplora, que era de tamaño imponente, y  se disponía a dársela al herido.

—¡Qué hacéis, capitán! —exclamó un arcabucero—; el médico dice que morirá enseguida si bebe.

—¿Qué importa? al menos, habrá tenido un pequeño placer antes de su muerte. Tened, amigo, y siento no poder ofreceros un vino mejor.

—Sois un hombre amable, capitán Dietrich —dijo Jorge después de haber bebido. Luego, ofreciendo la cantimplora a su vecino añadió: «¿Y tú, mi pobre Béville, quieres beber?»

Pero Béville movió la cabeza sin responder.

—¡Ah, ah! —dijo Jorge—. ¡Otro tormento! ¡Cómo! ¿No me dejarán morir en paz?

Acababa de ver a un ministro que se acercaba con la Biblia bajo el brazo.

—Hijo mío —dijo el ministro— cuando vais…

—¡Basta! ¡Basta! Sé lo que vais a decirme, pero es trabajo inútil. Soy católico.

—¡Católico! —exclamó Béville—. ¿Ya no eres pues ateo?

—Pero antes —dijo el ministro— fuisteis educado en la religión reformada; y en este momento solemne y terrible, cuando os halláis próximo a comparecer ante el supremo juez de las acciones y las conciencias…

—Soy católico ¡Por los cuernos del demonio! ¡dejadme tranquilo!

—Pero…

—¡Capitán Dietrich, apiadaos de mí! Me habéis prestado ya un gran servicio; ahora os pido otro. Haced que pueda yo morir sin exhortaciones ni lamentaciones.

—Retiraos —dijo el capitán al ministro—; ya véis que no tiene humor para oíros.

La Noue hizo una seña al fraile, que se le acercó inmediatamente.

—He aquí un sacerdote de vuestra religión —dijo al capitán Jorge—; no pretendemos en absoluto violentar las conciencias.

—¡Fraile o ministro, que se vayan al diablo!  —respondió el herido.

El monje y el ministro estaban cada uno a un lado del lecho, y parecían dispuestos a disputarse el moribundo.

—Este caballero es católico  —dijo el monje.

—Pero nació protestante  —replicó el ministro—; me pertenece.

—Es que se ha convertido.

—Pero quiere morir en la religión de sus padres.

—Confesaos, hijo mío.

—Decid vuestro símbolo, hijo mío.

—¿Verdad que morís siendo buen católico?…

—¡Apartad de aquí a este enviado del Anticristo! —exclamó el ministro, que se sentía apoyado por la mayoría de los presentes.

Al instante un soldado, hugonote fanático, asió al fraile por el cordón del hábito y le empujó gritando: «¡Fuera de aquí, tonsurado! ¡Carne de horca! Ya hace tiempo que no se cantan misas en La Rochela.»

—¡Basta! —dijo La Noue—, si este caballero quiere confesarse, juro por mi honor que nadie se lo impedirá.

—Muchas gracias, señor de La Noue…, —dijo con voz débil el moribundo.

—Todos sois testigos, —interrumpió el monje— quiere confesarse.

—¡No, que el diablo me lleve!

—¡Vuelve a la fe de sus antepasados! —exclamó el ministro.

—¡No, por mil truenos! Dejadme los dos. ¿Estoy ya muerto, para que los cuervos se disputen mi cadáver? No quiero ni vuestras misas ni vuestros salmos.

—¡Blasfema!  —dijeron a la vez los dos ministros de cultos enemigos.

—Hay que creer en algo, —dijo el capitán Dietrich con una flema imperturbable.

—Creo… que sois un buen hombre, que me libraréis de estas arpías… Sí, retiraos y dejadme morir como un perro.

—¡Sí, muere como un perro! —dijo el ministro, retirándose indignado. El monje hizo la señal de la cruz y se acercó al lecho de Béville.

La Noue y Mergy detuvieron al ministro. «Un último esfuerzo —dijo Mergy—. ¡Compadeceos de él y de mí!»

—Caballero —dijo La Noue al moribundo—, creed a un viejo soldado, las exhortaciones de un hombre que se ha consagrado a Dios pueden suavizar las últimas horas de un moribundo. No escuchéis los consejos de una vanidad culpable, y no perdáis vuestra alma por una bravata.

—Señor —respondió el capitán—, no es sólo hoy cuando he pensado en la muerte. No necesito exhortaciones de nadie para prepararme a ella. Nunca me han gustado las bravatas y en este momento menos que nunca. Pero, ¡demonios!, de nada me sirven sus monsergas.

El ministro se encogió de hombros. La Noue suspiró. Los dos se fueron a paso lento y cabizbajos.

—Compañero —dijo Dietrich—, debéis padecer endiabladamente, para decir lo que decís.

—Sí, capitán, padezco endiabladamente.

—En ese caso, espero que el buen Dios no se ofenda por vuestras palabras, que se parecen mucho a blasfemias. Pero cuando se tiene un arcabuzazo a través del cuerpo, ¡pardiez!, bien puede permitirse jurar un poco para consolarse.

Jorge sonrió, y tomó de nuevo la cantimplora. «¡A vuestra salud, capitán! Sois el mejor enfermero que pueda tener un soldado herido.» Y al hablar le tendía la mano.

El capitán Dietrich la estrechó con visible emoción. «Teufel —murmuró en voz baja—. ¡Y, sin embargo, si mi hermano Hennig fuese católico, y le hubiera yo dado un arcabuzazo en el vientre!… He aquí la explicación de la profecía de Mila.

—Jorge, amigo mío —dijo Béville con voz lastimera— dime algo. Vamos a morir; ¡éste es un momento terrible!… ¿Piensas ahora como pensabas cuando me convertiste al ateísmo?

—Por supuesto; ¡ánimo! dentro de poco ya no sufriremos más.

—Pero ese cura me habla de fuego… de demonios… ¿qué sé yo?… me parece que todo eso no es muy tranquilizador.

—¡Pamplinas!

—¿Y si fuera cierto?

—Capitán, os lego mi coraza y mi espada; quisiera tener algo mejor que ofreceros por el buen vino que tan generosamente me habéis dado.

—Jorge, amigo mío, —prosiguió Béville—, sería horroroso si fuese verdad lo que dice… ¡la eternidad!

—¡Cobarde!

—Sí, cobarde,… eso se dice muy pronto; pero está permitido ser cobarde cuando se trata de sufrir por toda la eternidad.

—Pues, confiésate.

—Dime, te lo ruego, ¿estás seguro de que no hay infierno?

—¡Bah!

—No, respóndeme; ¿estás muy seguro de ello? Júrame por tu honor que no hay infierno.

—Yo no estoy seguro de nada. Si hay algún diablo, ya veremos si es muy negro.

—¡Cómo! ¿No estás seguro?

—Te digo que te confieses.

—Es que vas a burlarte de mí.

El capitán no pudo impedir sonreírse; luego, con grave acento, dijo:

—Yo, en tu lugar, me confesaría; es siempre lo más seguro, y, confesado, ungido, queda uno preparado para cualquier acontecimiento.

—Bueno, haré lo que tú hagas. Confiésate tú primero.

—No.

—¡Por mi fe!…, tu dirás lo que quieras, pero yo moriré como buen católico. Vamos, padre, mandadme decir el Confiteor y sopladme, pues lo he olvidado un poco.

Mientras él se confesaba, el capitán Jorge bebió otro trago de vino, luego reclinó la cabeza sobre su mala almohada y cerró los ojos. Estuvo tranquilo cerca de un cuarto de hora. Después apretó los labios y se estremeció, exhalando un largo gemido que el dolor le arrancaba. Mergy, creyendo que estaba expirando, lanzó un gran grito y le alzó la cabeza. El capitán abrió inmediatamente los ojos.

—¿Otra vez? —dijo empujándole suavemente—. Por favor, Bernardo, tranquilízate.

—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Y mueres por mi mano!

—¿Qué quieres? No soy el primer francés matado por un hermano…, y no creo ser el último. Pero sólo debo acusarme a mí mismo… Cuando el rey, sacándome de la cárcel, me trajo consigo, juré no desenvainar la espada… Pero cuando supe que ese pobre diablo de Béville era atacado,… cuando oí el ruido de los disparos, quise ver la cosa de cerca.

Cerró de nuevo los ojos y los abrió poco después, diciendo a Mergy:

—La señora de Turgis me ha encargado que te diga que continúa amándote. Y sonrió suavemente.

Éstas fueron sus últimas palabras. Murió al cabo de un cuarto de hora, sin que pareciera sufrir mucho. Minutos después expiró Béville en brazos del monje, que luego aseguró haber oído claramente en el aire el grito de alegría de los ángeles que recibían el alma de ese pecador arrepentido, mientras que bajo tierra los demonios respondieron con un rugido de triunfo al llevarse el alma del capitán Jorge.

En todas las historias de Francia se ve cómo salió La Noue de La Rochela, hastiado de guerra civil y atormentado por su conciencia, que le reprochaba el combatir contra su rey; se ve también que el ejército católico se vió obligado a levantar el sitio, y cómo se logró la cuarta paz, a la que pronto siguió la muerte de Carlos IX.

¿Se consoló Mergy? ¿Tuvo Diana otro amante? Lo dejo a la decisión del lector, quien, de ese modo, terminará la novela a su gusto.

*FIN*


Traducción de Esperanza Cobos Castro


Más Cuentos de Próspero Mérimée