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Cuarenta y cinco cuentos breves comentados


Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada

Desde hace mucho tiempo y debida a nuestra larga experiencia, tenemos la certeza de que el objetivo fundamental del profesor de Lengua y Literatura es lograr que los alumnos se aficionen a la lectura. Si esto se consigue, todo lo demás se dará por añadidura. La buena lectura es el medio definitivo y único para que los niños, adolescentes y jóvenes, además de llegar a dominar la lengua vernácula, puedan romper los límites de espacio y de tiempo y se abran a los mundos infinitos de la fantasía, y para que aprendan cómo es la vida, la conozcan, la confronten con sus reducidos ámbitos vitales y piensen sobre ella. Porque la lectura nos enseña a mirar dentro de nosotros mismos, pero también a ir más allá de nuestra corta mirada y de nuestra experiencia personal o, dicho con una acertada metáfora, la lectura es una ventana pero también un espejo. En palabras de Borges, el ejercicio de un profesor es hacer que sus alumnos se enamoren de una obra, de una página o de una línea, porque, como estamos diciendo, la lectura es la llave que abre y transporta a otros mundos, fantásticos o reales, que enseñan sobre la vida y estimulan el pensamiento, además de incrementar la competencia lingüística.

Pues bien, los viejos profesores de Lengua y Literatura, que siempre hemos encontrado en los grandes relatos breves un medio idóneo para acercar a los alumnos magníficos ejemplos de la más alta literatura, sabemos, por experiencia, que los buenos cuentos literarios pueden convertirse, por su brevedad y concentración y por su capacidad de sugerir, en el mejor camino de iniciación al placer de la lectura y al conocimiento de la literatura y del buen uso de la lengua. Si, desde distintos planteamientos (temas, estructuras, personajes, épocas y ambientes, estilos y técnicas narrativas, etc.) se hace una buena selección, los cuentos pueden ser un material vivo del trabajo en clase.

Con este propósito y durante varios años hemos estado preparando una antología comentada que recogiera cien cuentos breves -brevedad comprendida en una horquilla entre media página y siete u ocho, aproximadamente- de autores europeos y americanos de los siglos XIX y XX, con especial preferencia por los que escriben en español, dirigida a estudiantes de Enseñanza Media -Secundaria y Bachillerato-, aunque también, por supuesto, a cualquier  lector interesado.

Buscábamos relatos de alta calidad literaria que atraparan el interés de los posibles jóvenes lectores y les pudieran provocar un efecto de deslumbramiento, de satisfacción y empatía, que les hicieran vivir con intensidad situaciones risueñas, curiosas, impresionantes o trágicas, y, todo ello, en una lectura temporalmente muy breve.

Después de la lectura de varios cientos de cuentos y de una rigurosa y discutida labor de selección, dejamos cerrado el proyecto y comenzamos a gestionar los preceptivos permisos de publicación a las editoriales o a los autores y herederos que poseyeran los derechos. En algunos casos recibimos buena atención y se nos concedieron gentilmente los permisos. Así, varios autores como el estadounidense Paul Lisicky por “Instantánea, Harvey Cedars: 1948”, el puertorriqueño Luis López Nieves por “El gran secreto de Cristóbal Colón”, el boliviano Edmundo Paz Soldán por “La puerta cerrada” y el venezolano Ednodio Quintero por “Venganza”; y los españoles Carlos Alfaro por “Paternidad responsable”, Luis Mateo Díez por “Hotel Bulnes”, Juan Antonio Masoliver Ródenas por “Ausencias”, José María Merino por “El desertor”, Ángel Olgoso por “Daiquiri”, Rafael Sánchez Ferlosio por “Dientes, pólvora, febrero” y Juan Eduardo Zúñiga por “La rosa”.

También algunas editoriales fueron generosas con nuestro proyecto: Espasa Calpe, de Madrid (“El miedo” de Valle-Inclán), Alpha Decay, de Barcelona (“La puerta abierta” de Saki), Editorial Universitaria, de Santiago de Chile (“Espuma y nada más” de Hernando Téllez), Destino, de Barcelona (“El paraguas Jacinto” de Cunqueiro), Circe, de Barcelona (“Caperucita Roja” de Garner), Zig-Zag, de Santiago de Chile (“El padre” de Lazo Baeza) y, por supuesto, Cátedra, de Madrid, que iba a publicar la antología, (“El mar. Cuentecito” de Mihura, “La migala” de Arreola, “Aceite de perro” de Bierce, “Una hoja vieja” de Kafka y “El retrato” de Rodríguez Castelao).

Hemos de expresar también nuestro agradecimiento a los herederos del argentino Girondo por [“Si hubiera sospechado lo que se oye…”], del chileno Huidobro por “La hija del guardagujas” y del español Fernández Santos por “Cabeza rapada”. Con la Agencia Literaria Carmen Balcells, de Barcelona, la editorial Cátedra llegó a un acuerdo económico razonable por los cuentos “La mujer” del dominicano Bosch, “Muebles El Canario” del uruguayo Hernández y “No oyes ladrar los perros” del mexicano Rulfo.

Sin embargo, otras muchas veces el resultado fue descorazonador, y no sólo porque las exigencias pecuniarias resultaran desorbitadas, sino porque, en numerosas ocasiones, fue imposible establecer contacto con los poseedores de los derechos de publicación; en otras, por el silencio reiterado de muchas de las editoriales que poseían dichos derechos,  pues ni se dignaron responder a nuestras reiteradas peticiones; pero, lo que es todavía más incomprensible, fue la callada por respuesta de algunos de los herederos de los autores ya fallecidos, herederos que en toda la Unión Europea conservan esos derechos durante muy generosos -y a todas luces desmesurados- setenta años después del fallecimiento de su antepasado autor[i]. Permítansenos algunos casos dignos de recordación.

Una de las joyas de nuestra posible antología era “La tercera orilla del río” (“A terceira margem do rio”), perteneciente al libro Primeiras estórias (1962), del autor brasileño João Guimarães Rosa (Brasil, 1908-1967), considerado uno de los mejores escritores brasileños y, desde luego, digno de entrar en la más rigurosa selección de cuentos literarios universales. Se trata de un relato mítico, muy difícil y complejo por la prosa tan especial del autor -recuérdese su novela Gran Sertón: Veredas, 1956y, por lo tanto, complicado de traducir al español o a cualquier otra lengua. En Internet estaban “colgadas” algunas versiones de este cuento y también se publicó en Primeras historias (Barcelona, Seix Barral, 1982), pero casi todas son penosas y dificultosas de leer por “demasiado pegadas” al texto de Guimarães Rosa.

Pues bien, Paz Díez Taboada empleó muchas horas tratando de conseguir una traducción de dicho cuento que, traicionando lo menos posible el estilo tan elaborado y extraño de Guimarães Rosa, pudiera leerse con cierta soltura en español, y, modestia aparte, creemos que se logró una versión más que aceptable. Satisfechos con el resultado, nos pusimos en contacto con los herederos del gran escritor brasileño. Les expusimos el proyecto de la antología, sus destinatarios y el esfuerzo que habíamos hecho por conseguir una digna traducción que sirviera para dar a conocer un cuento tan hermoso y tan desconocido por estos pagos. Pidieron una “compensación económica” y Cátedra les hizo una generosa propuesta, más el envío de varios ejemplares de la Antología una vez publicada. No aceptaron la oferta y tuvimos que eliminar de nuestro proyecto un texto tan significativo. Creímos hacer justicia a un autor tan importante al publicar aquí, en Ciudad Seva, nuestra traducción española digna -creemos- de un cuento tan extraordinario.

De la escritora argentina Sara Gallardo (Argentina, 1931-1988) habíamos seleccionado un breve relato titulado “Los trenes de los muertos”, una pequeña obra maestra perteneciente al único libro de cuentos publicado por ella –El país del humo, 1977-, desconocido en España. Pensábamos que podría ser una buena representación de la gran narrativa breve argentina y una opción distinta a la de los autores clásicos de allá -Borges, Bioy Casares, Ocampo, Cortázar…- en boca de todos. La editorial argentina que había publicado el libro citado no contestó a nuestros numerosos mensajes electrónicos e incluso postales que le enviamos. Removimos cielo y tierra para conseguir ponernos en contacto con los herederos de la escritora y, aunque “llamamos a la puerta” de algunas personas próximas a ellos, un muro impenetrable se opuso a nuestros deseos. Tras la lectura en Internet, mediante un clic en el enlace de dicho cuento proporcionado en este artículo, cualquier lector curioso puede leer el impresionante relato de Sara Gallardo y, seguramente estar de acuerdo con nosotros en su categoría literaria y de la justicia que se hace a la fallecida autora argentina al darlo a conocer.

Pero lo más chocante -ya lo hemos indicado- fueron los silencios de algunos “herederos” de los derechos de autor a los que personalmente enviamos repetidos e insistentes mensajes, que nunca fueron respondidos, como fue el caso de Salvador Elizondo (México, 1932-2006), cuyo cuento “Aviso” nos interesaba mucho por su excelencia literaria.

En conclusión, la antología quedó reducida a cincuenta cuentos e incluso para conseguir esta cifra tuvimos que aumentar la selección del siglo XIX y así poder introducir más relatos de dominio público. (Cincuenta cuentos breves: una antología comentada,  Madrid, Cátedra, 2011).

*   *   *

Cuarenta y cinco de los cuentos escogidos en nuestro proyecto inicial, e imposibilitados de publicar en aquel momento por los motivos indicados, se encuentran “colgados” en Internet, esa gigantesca red de redes en la que todo lo peor y todo lo mejor en todos los órdenes está a disposición de todo hijo de vecino, un territorio de libertad en donde se alojan multitud de posibilidades para cualquier lector amante de los buenos cuentos y, desde luego, para los profesores y alumnos, que pueden “bajar” con suma facilidad los textos que más les interesen para su lectura y trabajo en clase. Ciudad Seva es la más extensa plataforma digital  en español y la que mejor posibilita la demanda de profesores y lectores, como lo demuestra el  apabullante número de entradas diarias.

Ofrecemos, pues, a nuestros colegas, a sus discípulos y a cualquier buen lector interesado, la dirección o enlace (el URL) de los cuarenta y cinco cuentos, que no pudimos publicar en aquel momento, acompañados de breves comentarios, preparados en su mayoría por nosotros, aunque, en algunos casos puntuales, también realizados por amigos profesores y estudiosos de la literatura cuyos nombres aparecen a pie de página. El orden que seguimos es el cronológico de creación de los cuentos o, en su defecto, el de publicación.

En fin, queridos lectores, con referencia a Internet y a los, muchas veces, exagerados derechos de autor y frecuentemente inasequibles permisos de publicación, viene de perlas aquello de que “no pueden ponerse puertas al campo” y en cuanto a nosotros, viejos profesores, lo único que tenemos es una larga y rica experiencia que ponemos gratis et amore a disposición de todo el mundo.

Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada

 


 

  1. EL LOBO (1903) de Hermann HESSE (Alemania, 1877-1962)

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Comentario

Aunque más conocido por novelas tan inolvidables como Peter Camenzind (1902), Shiddarta (1922), El lobo estepario (1927) o El collar de abalorios(1943) entre otras, Hermann Hesse, uno de los autores más importantes de la literatura alemana, continuador de la línea del romanticismo alemán e intérprete al mismo tiempo de los problemas de la sociedad moderna, también cultivó con asiduidad cuentos de temática muy variada en los que se evidencia una inconfundible sensibilidad estética al expresar los valores éticos y humanistas característicos de toda su obra.

El cuento que nos ocupa tiene un escenario muy concreto: las montañas francesas durante un invierno en el que los hombres y los animales son azotados con extrema dureza. El relato se centra en una famélica manada de lobos que ha de dispersarse en busca de la supervivencia hasta que queda sólo “el más joven y hermoso, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente”. Acosado y herido por los lugareños, emprende una penosa huida hasta ser despedazado por sus perseguidores en la cima de la montaña.

Llaman la atención, ya desde el primer párrafo, las hermosas descripciones del paisaje, el escenario en donde se desarrolla la historia, una  naturaleza sumida en la inclemencia invernal y en medio de la cual van pintándose también magistralmente las vicisitudes de la diezmada manada de lobos.

Es curioso observar cómo el lobo solitario y moribundo parece apreciar la belleza de la naturaleza y sentirse integrado en ella, cuando al final, en la escena culminante, dirige su  mirada hacia “la luna gigantesca y de color rojo sangre que subía lentamente por el cielo”; al contrario que el grupo perseguidor de los campesinos, que sólo pensaban en la recompensa del aguardiente que beberían, sin que ninguno de ellos se diera cuenta de “la belleza del bosque nevado, ni del brillo de la alta meseta, ni de la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto”.

 

  1. LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE (1904) de Stefan ZWEIG (Austria, 1881-1942)

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Comentario

La obra literaria de Stefan Zweig -biografías, ensayos, novelas y cuentos-, traducida a más de cincuenta idiomas, ha convertido a su autor en uno de los más leídos del siglo XX. Él mismo, en su autobiografía El mundo de ayer –publicación póstuma, 1944-, nos da la clave: “El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página, sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo”.

“La estrella sobre el bosque” es una extraña y trágica historia de amor no correspondido en la que el autor, como es frecuente en sus obras narrativas, realiza una indagación en el laberinto del alma humana del protagonista.

Un camarero, eficiente y profesional, de un lujoso gran hotel de la Riviera francesa se enamora repentinamente de la bella condesa Ostrovska y, sin que ella se entere, la sirve con una adoración discreta, feliz y satisfecho al sentirse embriagado con ese amor silencioso y sin límites. Pero un día ella se dispone a viajar a Polonia y, al no poder seguirla, François, el misterioso y fiel amante, que no quiere pensar en la vulgar y vacía vida que le espera sin ella, se arroja bajo las ruedas del tren expreso en que su amada se aleja para siempre.

Es la historia de un intenso amor en la distancia, repentino y pasional, idealizado, que no es conocido por la mujer amada, pero que transforma y cambia la vida anodina y metódica del amante. Y esta profunda e irrefrenable pasión le conduce a la muerte como sacrificio silencioso en aras de ese amor imposible. Pero un amor tan sublime no podía quedar sin respuesta y, misteriosamente, como una extraña sacudida, una especie de angustia llega a la mujer amada. Al detenerse el tren y enterarse de que ha sido a causa de un suicidio, la condesa, asomada a la ventanilla del vagón, mira brillar en el cielo la estrella sobre el bosque, la misma que François había contemplado antes de inmolarse, y “siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano”. Es de notar, además del magistral desenlace de la historia, la extremada belleza formal de la prosa, de ritmo elegante, que, mediante la riqueza descriptiva y múltiples figuras léxicas y semánticas, consigue el tono acusadamente poético de todo el relato.

 

  1. EL BESO (1907) de Hjalmar SÖDERBERG (Suecia, 1869-1941)

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     Comentario

Éranse una vez dos adolescentes inexpertos, inseguros y llenos de prejuicios que una tarde de verano descubren cómo arrastra la irrefrenable fuerza de un beso. Éste es, en una frase, el argumento de este precioso cuento de Söderberg, quien consigue recoger el universo desconocido y sobrecogedor del primer beso de amor en un puñado de líneas.

Los héroes de esta historia no necesitan nombre ni cara: ella y él, y basta,  todo lo demás sobra. Ella, por un lado, cumple a rajatabla con su rol de adolescente de buena familia, mojigata y melindrosa, con la cabeza llena de caprichos y tonterías; no es difícil imaginarla frunciendo el ceño y haciendo mohines. Él, un pobre estudiante enamorado de “otra”, desafía por su parte las convenciones sociales y, llevado por un conocimiento instintivo e inocente, acierta en todos sus movimientos sutiles de acercamiento hacia ella. Al lograr el beso deseado, ambos se conocen de un modo maravilloso en el que no se conocían antes: ella olvida sus frívolas convicciones como si nunca antes las hubiera tenido y se rinde al beso; él se descubre una maravillosa debilidad antes desconocida, se somete a los encantos de su compañera y abandona feliz su inocencia. La luna descubre a los dos jóvenes embelesados ajenos al mundo que les rodea, con ojos sólo el uno para el otro, diciéndose dulces palabras al oído mientras Söderberg abandona la escena, y el lector con él.

El autor consigue el difícil reto de reflejar intactas la inocencia y la inseguridad de los protagonistas en los prolegómenos de su beso, retratándolos como simples adolescentes (lo cual tiene una dificultad añadida al tratarse de una clara contradicción en los términos) víctimas de sus propios sentimientos, miedos y reacciones. Con tacto y naturalidad presenta el proceso hacia lo inevitable como un florecimiento lento y minucioso en el que cada momento, cada pensamiento, cada duda son esenciales. El lector no puede evitar reconocerse en él o en ella, y es que Söderberg no está contando la historia de un beso cualquiera, sino de ese beso en el que se descubre cómo la mente entrega las exiguas armas con las que intenta defenderse, el cuerpo toma las riendas y se da uno cuenta de que ya está perdido.

Blanca Ballester

 

  1. A LA DERIVA (1917) de Horacio QUIROGA (Uruguay, 1879-1937)

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     Comentario

Además de excelente autor de cuentos, Horacio Quiroga fue también un importante teórico sobre este breve género literario. Es muy conocido su “Decálogo del perfecto cuentista”, cuyo quinto mandamiento dice: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. Y en un famoso texto de su artículo “Ante el tribunal” anota: “El cuento es, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo”.

Muchos de los cuentos de Quiroga tienen como tema principal la muerte, que cruza de cabo a rabo toda su narrativa, tal vez porque la vivió y sufrió muy de cerca en una cadena interminable de desgracias violentas de familiares y amigos. La provincia argentina de Misiones es una región multifronteriza que limita con Paraguay, Uruguay y Brasil y allí, en donde el autor vivió gran parte de su vida, empezó a escribir desde 1912 los que llamó “Cuentos del Monte”, cuyos mejores relatos tienen como tema principal la muerte trágica, resultado de la lucha del hombre con el medio natural de la selva y el río Paraná. En esta selva y en este río se desarrolla el cuento “A la deriva”, una huida vertiginosa de la muerte y el inexorable encuentro con ella en “la tercera orilla del río” de la que nunca se puede volver, como en el famoso cuento del brasileño Joao Guimaraes Rosa.

Algunos de los valores narrativos de este escritor de cuentos uruguayo-argentino se encuentran en este relato de merecida fama por la intensa brevedad, la pintura de personas, paisajes y situaciones con certeza y deslumbrante rapidez, el manejo del suspense como elemento motor de lo inevitable y el final que cierra tajantemente la narración. Pues bien, esto es lo que sucede desde el comienzo hasta el final en “A la deriva”, un cuento perfectamente planificado en el que nada sobra y nada falta. El lector avanza al mismo ritmo acelerado de los sucesos, llevado de la mano del autor e identificado con el protagonista hasta que en la última línea, y con sólo cuatro palabras, se informa indirectamente de lo que ha sucedido.

En un magnífico comentario, que resumimos a continuación, M.A. Feliciano Fabre señala la excelencia de este cuento entre los de su autor y lo califica como uno de los mejores ejemplos del género en las letras hispanoamericanas, porque es realmente una obra maestra de brevedad e intensidad. El tema es, si generalizamos, la muerte y, visto más específicamente, la lucha inútil del hombre ante las fuerzas naturales, a través de uno de sus peligros mayores: la mordedura de una víbora.

Al igual que “El hombre muerto”, otro inolvidable cuento de Quiroga, “A la deriva” es eminentemente dramático. Todos los elementos -narración de incidentes, personajes, diálogo, descripciones- responden a la necesidad de intensificar la acción concentrada en un hecho único y fundamental: el intento desesperado del hombre por salvarse de la muerte. Igualmente, la brevedad del cuento, así como su estilo preciso, directo, en el que cada palabra denota el pensamiento o la acción con la mayor exactitud, responden cabalmente a este tipo de narración.

La estructura es excelente. El cuento tiene una línea de acción doble. Por una parte, la descripción de las reacciones físicas provocadas por el efecto del veneno de la víbora; por la otra, la lucha del hombre por no dejarse morir. Ambas líneas, a modo de contrapunto, llevan progresivamente la acción hasta el final sin que se permita distracción alguna.

El ambiente del cuento está creado con acierto por las descripciones de la naturaleza (las precisas en todo instante), y por la sobriedad de la prosa, que contribuye a dotar al cuento de la mayor efectividad. El autor, atento como está al desarrollo dramático del asunto, cuando recurre a la descripción, como es el caso de la del río Paraná -la más extensa del cuento-, nunca se excede y, además la utiliza como un recurso adicional para la creación de atmósfera. Nótese, al efecto, en esa descripción, el empleo de términos y frases que acentúan el presagio de muerte cercana: fúnebremente, eterna muralla lúgubre, silencio de muerte, sombría.

Otro breve apunte sobre la naturaleza, muy hermoso, corresponde al momento en que el hombre moribundo se siente invadido por una sensación de bienestar. La belleza de la corta descripción, en vez de debilitar la acción dramática, se enlaza con ella al intensificar la sensación de placidez y bienestar que experimenta el hombre.

Nos parece, asimismo, que el final del cuento es de sumo acierto. No es una sorpresa; lo esperamos así si nos atenemos a la lógica del asunto y a la atmósfera  que crea el autor. Pero Quiroga hace resaltar la nota dramática al concluir el relato con una caída fuerte del telón, con una frase cortante y de gran efecto. Todo el final se resume brevemente, sin que ningún apunte adicional desvíe en modo alguno la intensidad dramática de la acción.

 

  1. EL TERRIBLE ANCIANO (1920) de Herbert P. LOVECRAFT (Estados Unidos, 1890-1937)

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     Comentario

Lovecraft pasa por ser uno de los autores de los dos últimos siglos capaz de erigir y dotar de sustancia plástica, amén de simbólica, una mitología que tiene mucho de contemporánea. Lo ominoso toma carne en Los mitos de Chtulu, porque su terror sórdido no puede ser sino premonitorio, como lo fueron las fábulas de Kafka. Había en este último un terror tan inusitado, si bien más sutil y mundano, como el que habita los pavorosos relatos del gran heredero de Poe, Herbert P. Lovecraft, nacido en 1890, año de grandes desórdenes políticos en Europa, con una fuerte Alemania recién consolidada como gran nación-estado. Lovecraft murió en 1937, probablemente en la inopia, como buen estadounidense, respecto del Viejo Continente, seguramente extraviado en los vapores de la absenta, pero acaso no del todo ajeno a que Hitler estaba al frente de Alemania, y a que la suerte estaba echada para el mundo.

En “El viejo terrible” brilla por su ausencia la barroca y desquiciada forma literaria de esta gran y postrera mitología del horror por la que Lovecraft ha pasado a la historia. Aquí se parte de un cuento de miedo de honda raigambre popular, el cuento de una casa cuyo morador tiene la fama, o más bien la reputación legendaria, de hacer cosas atroces a los que osan profanarla. Un grupo de ladrones no cree en esas paparruchas; simplemente ha oído que este anciano misántropo esconde en su casa grandes riquezas. El relato tiene forma desde su inicio de parábola: no te aproveches de alguien indefenso y senil, no te adentres en un lugar del que la leyenda dice que las apariencias engañan.

Los ladrones son ingenuos. Al igual que el común de los mortales, no dudan cuando la Fortuna les ofrece una vía fácil de enriquecerse. La senilidad es extravío, locura, extravagancia. ¿Acaso es censurable birlarle su tesoro a alguien que ha perdido cualquier capacidad para apreciarlo? Por su cabeza no pasa hacer daño al viejo desahuciado por los venenosos líquidos de su avanzada edad…

Y entonces Lovecraft, maestro en plasmación detallada de lo ominoso, cuenta la historia del robo sin contarla, desde la perspectiva de uno de los ladrones, Czanek, que, mientras vigila fuera, oye ruidos inquietantes. Czanek termina viendo los ojos del viejo desvalido, que es el Viejo Terrible de ojos amarillos. Y ya después sólo tenemos murmuraciones acerca de la aparición de tres cuerpos mutilados, los de los confiados ladrones, incluido Czanek.

Todo sigue su curso normal en los alrededores, un suceso en el fondo nimio para el viejo, un “capitán tan anciano” que, desde luego, con su vida aventurera tendría en su memoria cosas “mucho más interesantes” que contar si hablara de “los lejanos días de su olvidada juventud”.

Lo que elude contar Lovecraft en este cuento, su voluntad de dejarlo de contar, obliga a que sea el lector el que se haga una idea de lo que ha pasado. Utiliza la elipsis, la sugerencia, como principal recurso expresivo, un fabuloso legado para gran parte del cine del siglo XX, o, por ejemplo, para una novela como A sangre fría, de Truman Capote, que versa sobre unos asesinatos que jamás llegan a contarse. En fin, un silencio elocuente el de un autor que, con pelos y señales, solía describir el ámbito mitológico de las fuerzas del mal.

Jaime Díez Álvarez

 

  1. EL GATO BAJO LA LLUVIA (1925) de Ernest HEMINGWAY (Estados Unidos, 1899-  1961)

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Comentario

Para mi gusto -escribió García Márquez- el cuento donde mejor se condensan las virtudes de Hemingway es uno de los más cortos: “El gato bajo la lluvia, y era uno de los cuentos favoritos de Raymond Carver, cuyo relato titulado “La esposa del estudiante” (“The Student´s Wife”) trata un tema muy parecido al de Hemigway.  En fin, muchos eminentes críticos o lectores fervorosos se suman a estas valoraciones y, desde luego, “El gato bajo la lluvia” siempre aparece en los primeros puestos entre los mejores relatos del escritor estadounidense. Sin embargo, el lector apresurado puede recibir como primera impresión la de encontrarse ante una pequeña historia trivial e intrascendente. Tal vez necesite una segunda lectura para descubrir el sentido último del relato, las claves de cada uno de los dos anodinos protagonistas encerrados en la habitación de un hotel y, sobre todo, la del gato bajo la lluvia. Lo que ha construido Hemingway –ya lo señaló Cortázar- es un micromundo muy cerrado en sí mismo para que el lector, como sigiloso voyeur, pueda espiarlo detenidamente.

La situación de aislamiento y soledad de la pareja está a propósito muy reforzada: el hotel vacío y triste, en un país extranjero, fuera de la temporada turística, la lluvia persistente y el tiempo desapacible, la falta de amigos y conocidos y, sobre todo, el espacio cerrado de la habitación; todo, en fin, contribuye a crear una profunda sensación de claustrofobia y aburrimiento. Esta sensación de aislamiento la utiliza el autor para poner de manifiesto los sentimientos que subyacen en la pareja. Y así el lector llega al sentido más profundo del relato que no es otro que el de la frustración de un matrimonio a punto de naufragar por la desilusión y la insatisfacción de sus precarias relaciones. Ya no queda nada de pasión ni de sensualidad; se ha perdido el afecto, el cariño, la comprensión y la verdadera comunicación y, sin embargo,  debajo del lenguaje banal y superficial, de puras fórmulas externas y estereotipadas, está disimulada la interioridad de los personajes.

El personaje masculino, George -el único con nombre propio- tiene en la escena un papel desvaído, apático e indiferente; parece ser un intelectual egoísta, refugiado y aislado en la lectura de un libro que le sirve de parapeto para apenas hacer caso de lo que su mujer dice o hace y a la que considera como una niña caprichosa. Los personajes secundarios del cuento, el dueño del hotel y la criada, aparecen contrapuestos a George, en cuanto que muestran un mínimo de atención y afecto a la mujer

En este cuento, al contrario de otros del autor, la historia se plantea desde la perspectiva del personaje femenino, convertido en protagonista, aunque tan anulada que ni nombre tiene. Ella se siente abandonada, necesitada de la atención y del cariño que su pareja no le da. Sus deseos ocultos se van a conocer a partir de la apertura al exterior, al contemplar desde la ventana el pequeño gato abandonado en la calle bajo la lluvia, del que se compadece y al que quiere proteger.

La importancia del gato en el relato aparece ya en el título y sin duda está cargado de ocultos significados, que se pueden reducir a dos. En primer lugar, ese gatito abandonado y necesitado de ayuda y cariño, parece identificarse con la propia mujer que también necesita ser amada y atendida, que alguien la proteja y acaricie. Además, el gato simboliza tal vez una ausencia mucho más importante, la del niño que ella no tiene y en el que pudiera volcar sus caricias y su cariño materno.

Los deseos que la mujer expresa al final del relato evidencian lo que en su vida actual echa en falta y que podrían traducirse por hogar, amor, calor, distracción e hijo. Es decir, una vida distinta y nueva con todos los ingredientes de un matrimonio feliz. La respuesta tajante de George: “¡Oh! ¿Por qué no te callas la boca y lees algo?“, es, además del final real de la historia -aunque esta se prolongue un poco más-, la clave que explica todo lo anteriormente dicho, lo que el autor está queriendo manifestar.

Mediante un estilo sobrio, muy poco llamativo, Hemingway pretende llamar la atención del lector a través de la sencilla y objetiva narración de unos anodinos instantes de vida, pero que desvelan una historia humana mucho más profunda.

Además, este cuento de Hemigway se considera como un título muy importante en cuanto que abre el camino directo a una tendencia narrativa de mediados del siglo XX en Estados Unidos, “el minimalismo”. Una tendencia que se remonta a una autor tan importante como el ruso Anton Chéjov, de finales del siglo XIX,  seguido por su fiel admiradora la neozelandesa Katherine Mansfield, cuyo cuento “La mosca” (“The Fly”, 1922) -tres años anterior al de Hemingway- se muestra ya como minimalista avant la lettre, de manera tan acusada que bien habría podido firmarlo el mismo Raymond Carver, máximo representante del minimalismo estadounidense.

En general, se trata de narraciones muy breves, dominadas por la frase y el párrafo corto y la ausencia de retoricismo, con una puesta en escena mínima y una trama muy simple, sin finales deslumbrantes y con pocos personajes, de vida vulgar y convencional. En este tipo de literatura se cumple uno de los principios de Chéjov, seguido fielmente por Mansfield: “lo más importante de un cuento es la historia que no se cuenta, la que está por debajo de lo que se dice”. Y, recogiendo el testigo de ambos escritores, Hemingway afirmaba que el texto de un buen relato es como la punta visible de un iceberg cuyas nueve décimas partes de hielo permanecen ocultas bajo el agua. Lo más importante de la historia no es lo que se cuenta, sino lo que el cuento esconde, lo que se sobrentiende, lo que en él está implícito, lo que sugiere.

Los cuentos de los grandes escritores miniminalistas, como el ya citado Raymond Carver, Richard Ford o Tobias Wolff, son pequeños trozos de vida aparentemente insignificantes y narrados con total sencillez, pero que dejan entrever o apuntan a temas tan importantes como la desolación, el sufrimiento, la desesperanza, la soledad o, como en el caso del cuento de Hemingway, la incomunicación.

***

El escritor español Enrique Vlla-Matas escribió en el periódico español El País (jueves, 8 de junio de 2000) el siguiente artículo:

El gato bajo la lluvia en Bellaterra

Fui a Bellaterra a dar una charla sobre el cuento. Me había olvidado de lo agradable que es el trayecto en tren por esos lugares -Vallvidrera, Sant Cugat- que antaño tuvieron un cierto encanto. Durante el trayecto, por otra parte, recuperé la memoria de aquellos tiempos en los que me fascinaban las niñas que vestían uniformes de colegios caros.Parece que va a llover, dije al entrar en el aula. Era un mediodía gris de primavera, pero no existía amenaza clara de lluvia. Si dije que parecía que iba a llover fue para que los estudiantes empezaran a entrar en el cuento que pensaba leerles. No voy a limitarme a hablaros del relato breve en general, dije a los estudiantes, pienso aprovechar que os tengo aquí para que me ayudéis a entender un cuento de Hemingway que nunca he entendido del todo. Es más, añadí (aquí más de uno me miró con espanto), voy a convertiros en carne de cuento, o tal vez de crónica, porque lo que suceda a lo largo de la próxima hora en esta aula pienso contarlo por escrito.

Me pareció que, conscientes de que podían convertirse en material literario, los estudiantes se olvidaron de cualquier tentativa de dormirse en clase, y algunos hasta me sostuvieron la mirada, desafiantes; otros parecían preguntarse qué me proponía hacer con ellos. El cuento de Hemingway, dije, se titula El gato bajo la lluvia. Hace ya muchos años, cuando leí que García Márquez consideraba este cuento el mejor que había leído en toda su vida, me precipité a leerlo, y no lo entendí, volví a leerlo de nuevo y aún lo entendí menos. Durante años me quedaba medio avergonzado si recordaba de pronto que un día había leído el mejor (según García Márquez) cuento del mundo y no había sido capaz de entenderlo o, mejor dicho, de no entenderlo mucho, siempre lo había entendido algo, pero no del todo, y lo que, en cualquier caso, ni poco ni mucho había podido entender nunca era que ese cuento fuera el mejor del mundo.

Como es muy breve, no tardé casi nada en leerles el cuento, no sin antes advertirles de que, tratándose de un relato de Hemingway, había que tener presente que el autor fue un maestro en el arte de la elipsis y que lograba siempre que lo más importante de la historia nunca se contara. Es decir, que la historia secreta del cuento se construía con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión. Eso explicaría que el relato pudiera parecer trivial -una pareja de jóvenes americanos, de viaje por Italia, están en un cuarto de hotel: mientras él lee en la cama, ella se encandila de un pobre gato al que ve bajo la lluvia y dice que le gustaría tener un gatito que se acostara en su falda-, aunque no lo es si sabemos que Hemingway puso toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta.

Les dije a los estudiantes que, por favor, me ayudaran a encontrar cuál podía ser la historia secreta que se desprendía de aquel cuento aparentemente tan banal y que siempre me había resultado bastante incomprensible. Tras un minuto de silencio, una chica rompió el fuego hablándonos de otro cuento parecido de Hemingway en el que se hablaba de turones y elefantes blancos y en realidad la historia secreta era el embarzao de una mujer y su deseo callado de abortar. Otra chica nos habló de la insatisfacción (tal vez sexual) de la joven que quería un gato. Tal vez esa insatisfacción, dijo, era lo que recorría de arriba a abajo el cuento. Un estudiante añadió que tal vez en la protagonista de El gato bajo la lluvia había un deseo oculto de maternidad. Ella, dijo por último otra estudiante, ya ha visto satisfecho su deseo y va en busca de otro nuevo: en este caso, un gato.

Me di cuenta de que, gracias a los estudiantes, entendía mejor que antes el cuento, aunque seguía sin entender que pudiera ser el mejor cuento del mundo. De pronto, se me ocurrió pensar que tal vez no había que interpretar nada en aquel relato de Hemingway, quizás el cuento era completamente incomprensible, y ahí radicaba la gracia. Les conté a los estudiantes el final del cuento o de la crónica que escribiría por la tarde: yo regresaba a casa y daba vueltas a sus interpretaciones del cuento y de pronto descubría que aquel relato era simplemente incomprensible. Cuando leo algo que entiendo perfectamente, les dije, lo abandono desilusionado. No me gustan los relatos que se balancean peligrosamente en el abismo de lo obvio. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre.

La segunda estudiante que había hablado levantó la mano y me dijo que le parecía muy bien que hubiera encontrado el final de mi cuento o de mi crónica, pero que me recomendaba que lo que escribiera fuera comprensible para el lector. Y aquí estoy yo ahora sin entender nada, ¡pero nada!, salvo esta crónica.

 

  1. ACERCA DE LA MUERTE DE BIEITO (1926) de Rafael DIESTE (España, 1899-1981)

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Rafael Dieste, narrador, autor dramático, poeta y pensador gallego escribió parte de su obra en su lengua materna, como es el caso del libro de relatos Dos Arquivos do Trasno,  publicado en 1926 y cuyo primer relato lleva por título en la traducción española “Acerca de la muerte de Bieito”.

La forma elegida para contar esta historia es el monólogo; el protagonista narra el entierro de Bieito y tiene como elemento central la duda a partir de una inquietante sospecha.

Un cortejo fúnebre se dirige al cementerio para dar tierra sagrada al difunto Bieito. El nombre ya nos sugiere que estamos en tierras gallegas. De pronto, uno de los portadores del ataúd, el protagonista, cree percibir un movimiento extraño dentro del féretro. Imposible evitar que le asalte un temor, ¿estará vivo el difunto o habrá sido sólo una ilusión suya?

A partir de aquí se suceden los episodios encadenados que inexorablemente llevan al imprevisto final. Una duda angustiosa, proveniente de una inquietante sospecha, es el epicentro de todo el texto. Se trata de un problema moral, surgido en la conciencia del narrador, que ha de ser solventado antes de que el posible difunto pueda encontrarse definitivamente con la muerte real, pero que no se resuelve por el miedo del protagonista a poder aparecer ante sus convecinos como un fantaseador absolutamente inoportuno.

Frente a las historias tradicionales del mundo galaico como las apariciones de la “Santa Compaña”, tan arraigadas en el pueblo, aquí Rafael Dieste da un cambio de timón radical a los hechos: no son los difuntos que vienen del más allá los que se aparecen, sino que un muerto al que llevan a enterrar posiblemente esté vivo, he ahí la novedad de esta historia, y lo que centra todo el discurrir de la misma es el deseo de querer salvar a esa persona de la fosa, y la constante duda de cuándo y cómo hacerlo.

Esta historia narrada por el protagonista se puede encuadrar entre los cuentos de terror. Pero no se trata del terror causado por apariciones de muertos, cementerios, etc., propios del romanticismo y del mundo gallego, sino por el miedo padecido por una persona que somatiza una sospecha de la cual en ningún momento está segura. Más que un cuento de terror, es el cuento de alguien aterrado por la duda, porque todo ocurre en la mente del protagonista: allí surge la sospecha y allí ocurre el proceso dubitativo que acaba en la inacción culpable. Magnífico cuento de misterio, pues, de principio a fin, la atmósfera creada absorbe al lector, sin permitirle distracción alguna hasta llegar al término totalmente coherente de la narración.

No estará de más añadir que la historia aquí narrada no sólo posee rasgos de verosimilitud, sino que alguna vez, en algún lugar, hemos oído contar casos semejantes ocurridos en épocas pasadas, cuando terribles epidemias diezmaban desgraciadamente nuestros pueblos.

José Jiménez Oliva

  1. EL GUAJE (1936) de Ramón J. SENDER (España, 1901-1982)

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Hemos seleccionado dos historias muy breves -ésta y la siguiente- que pueden recibir la denominación de “cuentos ciertos”, las dos situadas en dramáticas situaciones de la España de los años treinta del pasado siglo y que, aunque sean “ciertas”, están contadas con toda la fuerza literaria digna de esos impresionantes sucesos. La primera es “El guaje” de Ramón J. Sender a quien, en el verano de 1934 y en la terraza de la Granja del Henar, le decía Valle-Inclán que la amenaza asomaba en España por todas partes y que iban a llegar días siniestros, días de violencia, fealdad y hambre. Pues bien, la Revolución de Asturias, en octubre de ese mismo año, fue la primera confirmación de aquellas palabras y el presagio de lo que iba a venir poco después. Parece ser que el escritor aragonés recorrió “como simple informador” toda la zona del conflicto asturiano, disfrazado y con mucha precaución porque la policía tenía orden de detenerlo. Entre los recuerdos y acontecimientos vividos por él en aquel viaje sobresale este relato estremecedor cuyo protagonista es un muchacho de quince años, huérfano de padre y madre, que estaba al cuidado de su hermanito de dos años. Esta historia real está narrada con la sencilla desnudez de una tragedia clásica en la que la valiente y digna actitud del anónimo protagonista se impone a la inmisericorde violencia de la guerra.

 

  1. EN LA SIERRA (1938) de Arturo BAREA (España, 1897-1957)

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“En la sierra” es uno de los veinte relatos breves pertenecientes al libro Valor y miedo (1938) de Arturo Barea. Excepto este título, todos los demás están ubicados en la ciudad de Madrid durante los bombardeos de la aviación franquista y pueden ser considerados como documentos testimoniales, pues son verdaderas crónicas periodístico-literarias sobre el sitio de Madrid, ya fueran hechos vividos por el autor o que a él le fueron referidos por personas cercanas. El título alude a la valerosa lucha por seguir viviendo de muchos personajes, en su mayoría innominados, a pesar del miedo ante las amenazas y desgracias de la guerra.

“En la sierra” es el segundo “cuento cierto” al que aludíamos en el comentario anterior. Si Ramón J. Sender narraba un trágico suceso de la Revolución Asturiana de 1934, Barea cuenta en tercera persona otro no menos trágico de la guerra civil de 1936. Se trata de la versión brevísima y escueta, casi telegráfica -media página apretada-, de una intensa historia, con dos únicos personajes anónimos, padre e hijo, arrastrados irremisiblemente por la violencia desatada en el frente de combate de la sierra madrileña, en un frío otoño. El estilo es directo, de frases cortas sin rodeos, sin florituras. Y Barea remata su condensada tragedia con una frase que actúa como epifonema, “El frío de la Sierra hacía llorar a los hombres”, que vela delicadamente el verdadero motivo de las lágrimas de aquellos rudos milicianos.

 

  1. EL CAVACO (1941) de Miguel TORGA (Adolfo Correia da Rocha; Portugal, 1907-1995)

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Cuentos de la montaña (1941), el libro al que pertenece “El cavaco”, es un conjunto de relatos ambientados en la comarca de Tras-os-Montes, al noroeste del Portugal más profundo, una tierra pobre pero llena de dignidad en una de cuyas aldeas (So Martinho de Anta, Vila Real) había nacido Miguel Torga. Los personajes se identifican irremediablemente con este paisaje duro y hostil, de clima y terreno atormentados, y la voz del autor toma partido siempre, sin la menor vacilación, por los más desvalidos. Precisamente es esta tierra concreta y sentida y esos personajes tan reales, apegados a ella, los que confieren a los cuentos de Torga una de sus principales características: el sentido de verdad y autenticidad que de ellos se desprende. “Sería capaz -escribió el autor portugués- de vivir lejos de mi patria, en la situación de un emigrante; pero nunca podré vivir lejos de ella como escritor. Me faltaría el diccionario de la tierra, la gramática del paisaje”. A ello se une en Cuentos de la montaña el aire de crónica oral, como si se tratara de un contador de historias populares que recoge los sucesos reales que los paisanos se cuentan, y los reelabora, pero sin perder nunca el tono sencillo y directo de la oralidad popular.

En palabras de Jeocaz Lee-Meddi, analizar los cuentos de Torga es como analizar aspectos sociales del interior de Portugal. Sus personajes representan el genuino habitante de la montaña. Con él nos adentramos por el paisaje humano de las aldeas de Tras-os-Montes, encontramos en cada esquina los rostros descritos en el mundo de Torga. ¡Cuántas leyendas y costumbres no nos cuenta esa gente que registró la narrativa de Torga! Son personajes pertenecientes al mundo rústico y pobre de las aldeas. Son personajes nacidos en las dificultades del frío cortante de las montañas y pasan por la vida con la mirada irónica propia de un ambiente del que emanan las tradiciones, las creencias, el trabajo, la religión. En los cuentos de Torga las acciones discurren en una maraña de emociones, en donde los personajes viven tales acciones en un tiempo ilimitado, casi descrito como una vida. En ellos el devenir temporal acontece siempre del presente hacia el futuro, en donde el narrador adquiere una existencia textual, casi como quien cuenta la vida de los personajes y asume la forma de cómo ellos piensan.

“El cavaco”, cuyo verdadero título en portugués es “O cavaquinho” -popular instrumento musical de cuatro cuerdas y en forma de guitarra, pero de dimensiones mucho más reducidas- es uno de los relatos más significativos de Cuentos de la montaña. Sensibilidad, intensidad, emotividad y ternura se aúnan para describir la pobreza, la tierra dura de inviernos intensos y sin fin, y, sobre todo, la presencia de esa humilde y respetable familia de campesinos muy pobres, en la que destaca el niño ilusionado con un desconocido regalo que significa algo nuevo que modifica y transforma su dura y precaria vida, pero que fatídicamente se frustra en el trágico final. El estilo es esencial, sencillo y austero, sin ninguna concesión al adorno superfluo, como el trozo de vida que cuenta.

Es curioso observar cómo el regalo que espera el niño protagonista es el mismo que el autor, que también procedía de una familia muy humilde, recibió de pequeño, como dejó escrito en su  Diario: “Cuando hice el examen para acceder al cuarto grado y quedé destacado, mi padre, un pobre labrador muy sensible, lloró de alegría y me compró un cavaquiño en el bazar de “Três Vinténs”. Fue el primer regalo que recibí…”

 

  1. LOS LARGOS AÑOS (1948) de Ray BRADBURY (Estados Unidos, 1920-2012)

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Ray Bradbury es conocido como “el poeta de la ciencia-ficción” no sólo por la calidad de su prosa poética sino también porque en sus numerosos cuentos sobre mundos extraterrestres se destacan la imaginación, la sensibilidad y los valores humanos en las situaciones más fantásticas; por tanto, su tratamiento de los mundos futuros es más poética que científica al desviarse de la fría tecnología y atender a la psicología de unos personajes solitarios y, sobre todo, a sus temores y esperanzas. Su obra más conocida es Crónicas marcianas (1950), un clásico de la ciencia-ficción que es una recopilación de veinticinco relatos escritos a lo largo de varios años, publicados en diferentes revistas del género y, posteriormente, reunidos bajo el título citado. A propósito de esta obra escribió Borges: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?” Porque en verdad el escritor estadounidense no trata de teorías científicas o de inventos futuros, sino que se sirve de la colonización del Planeta Rojo para expresar lo que es propio del espíritu del hombre, como el afán de aventuras, el odio y el rencor, la soledad y el miedo, el amor y la imaginación y demás potencias y sentimientos humanos. Como se ha dicho, “allá a donde vayamos, sea el Nuevo Continente, Marte o el rincón más alejado del Universo, los hombres seremos siempre iguales a nosotros mismos.”

“Los largos años” es uno de esos relatos de Crónicas marcianas sobre la soledad o, mejor dicho, sobre el intento de vencer la soledad. En un Marte desolado del que ya han desaparecido los marcianos y los colonizadores han vuelto apresuradamente a la Tierra, Hathaway, cuya familia ha muerto, permanece en el Planeta Rojo, en medio del sombrío paisaje y en la más absoluta soledad. Pero dispone de todos los conocimientos y medios técnicos, y crea, con habilidad y paciencia, unos robots a imagen y semejanza de su mujer y sus hijos desaparecidos, con los que mantiene una convivencia virtual que le sirve para mitigar la soledad de náufrago en aquel mundo extraterrestre.

Nada teme tanto el hombre como la soledad y, curiosamente, el lenguaje, el instrumento del que se ha dotado para comunicarse con los demás, es lo que le rescata de su soledad. Pues es sabido que no hay peor castigo para un prisionero que el aislamiento total y la incomunicación, y, si ella se impone, que por lo menos le dejen algo que leer o usar un lápiz y un papel. La situación planteada en el cuento de Bradbury es la de un hombre en tiempos futuros, que, además de poder escribir y así autocomunicarse, tiene el poder de crear androides, seres con apariencia de hombres con los cuales puede comunicarse como si realmente fueran hombres; porque ciertamente no son tales, sino creaciones de su propia inteligencia y de su capacidad manipulativa, pero, en definitiva, criaturas ciegas que nunca pueden salir de las líneas y límites de que se les ha dotado; seres sin sentimientos ni libertad. Cuando Hathaway muere y los astronautas visitantes emprenden el viaje de regreso a la Tierra, allí quedan aquellos hermosos y patéticos muñecos realizando sus faenas cotidianas, charlando y riendo sin saber qué dicen, ni por qué lo dicen, ni para qué o quién lo dicen.

 

  1. TERCERA HISTORIA (1948) de Giovanni GUARESCHI (Italia, 1908-1968)

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Guareschi publicó en 1948 una novela titulada Don Camilo, un mundo pequeño, en la que se relatan en clave de humor las divertidas y curiosas relaciones entre don Camilo, el cura párroco de un pequeño pueblo del Norte italiano, y Peppone, el alcalde comunista. Como pórtico de la novela el autor presentaba tres relatos con los que pretendía situar al lector y dar el tono de ese muy especial “mundo pequeño” -“la tierra baja”, una llanura entre el río Po y los montes Apeninos- en donde se desarrollaban las peculiares historias de la novela y, en palabras suyas, “pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos […]. Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique, al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella”.

En este escenario tan especial “basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo y enseguida” vuelan sin ningún motivo aparente y del modo más natural, sorprendentes y divertidas historias, como esta “tercera”: un extraño y hermoso relato de amor cuyo acusado realismo desemboca, con total normalidad, en un final fantástico.

El lector asiste como espectador privilegiado a los sucesos que la primera persona, tan próxima, real y cercana, va contándole con total sencillez, y se deja atrapar gustosamente por los golpes de humor, la fluidez y la frescura narrativa, por la conjunción de realismo y fantasía y por las deliciosas figuras contrapuestas de los dos personajes: el narrador protagonista, brutote, terco y machista, pero absolutamente fiel; y la dulce, sumisa, sensata y misteriosa muchacha. El tema eterno “del amor más poderoso que la muerte” aparece una vez más, pero renovado y actualizado en una historia cercana y cotidiana incluso en su final fantástico, sin el tono dramático y trascendente de otras viejas versiones.

 

  1. EMMA ZUNZ (1949) de Jorge Luis BORGES (Argentina, 1899-1986)

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Esta es la historia de una venganza: la que trama y ejecuta una joven con un elaborado, minucioso y complicado plan para castigar al culpable de un desfalco del que, injustamente, fue acusado su padre; ello lo cubrió de oprobio y lo arrastró al exilio, dejando a su hija Emma desamparada, sin familia, afectada en su bienestar y con un nombre con sospecha ante la sociedad.

“Emma Zunz” está organizado como un cuento policíaco en que el narrador asume el papel de un detective que va desgranando la apariencia de los hechos y la esencia de lo realmente ocurrido: el ser y el parecer, las dos premisas que deben regir todo buen relato policíaco. Todos los elementos del relato encajan en la trama planteada, son dependientes de esta y la van construyendo frase a frase hasta el final sorpresivo en el que se revela el plan de la protagonista, tal como ocurre en los buenos cuentos policiales.

Se trata en apariencia de un cuento realista y, sin embargo, aparecen algunos elementos narrativos que le confieren una atmósfera de irrealidad, un carácter hasta cierto punto fantástico que el mismo narrador expresa de este modo: “referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?”

En la mayor parte del relato, el narrador es omnisciente, es decir, manifiesta un conocimiento total tanto de la interioridad de los personajes como de los acontecimientos, incluyendo las fechas y horas precisas en que estos han ocurrido. Narra la mayor parte del relato utilizando la tercera persona de singular, pero algunas veces adopta la primera persona de singular o de plural. No hay descripciones superfluas ni de personajes ni de lugares y, aunque se puede inferir que la acción ocurre en Buenos Aires, esto nunca se enfatiza.

Todos los personajes son de ascendencia judía, seguramente procedentes de las inmigraciones europeas, muy numerosas en Argentina. Emma teme faltar a la sacralidad del sabath y Loewenthal, a la hora de morir, injuria a Emma en español y en yídish, y, aunque sea un estereotipo antihebreo -extraño en Borges, porque, como es sabido, él era de origen judío-, éste es mostrado como un avaro que no goza con el empleo -o la producción- de dinero, sino, sobre todo, con su acumulación.

El personaje de la protagonista llena toda la historia y sorprende por su complejidad. Se trata de una mujer desvalida, carente de poder, pero es astuta, calculadora y, precisamente, según el conocido y muy antiguo aforismo hebreo, “en su debilidad está su fortaleza” para urdir y ejecutar su plan: aunque aparentemente rechaza toda violencia, mata con fría premeditación movida por el odio a quien dañó a su padre, al que amaba sobre todas las cosas; y aunque es virgen, se hace pasar por prostituta y acepta venderse por dinero cuando lo que en realidad pretendía era conseguir una prueba incriminatoria.

 

  1. NACIDO DE HOMBRE Y MUJER (1950) de Richard MATHESON (Estados Unidos, 1926-2013)

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Richard Matheson fue uno de los autores de ficción estadounidenses más importantes del siglo XX. Escritores de la talla de Ray Bradbury o Stephen King han reconocido haber sido influidos por él. Su obra literaria se caracteriza por la mezcla frecuente de los géneros de ciencia-ficción, horror y fantasía; y, además de docenas de relatos, ha escrito guiones de cine y televisión e importantes novelas, como Soy leyenda (I am Legend, 1954) o El hombre menguante (The shrinking man, 1956), ambas llevadas al cine.

“Born of Man and Woman” fue el primer cuento que escribió, cuando tenía 24 años, y que le hizo famoso inmediatamente. Publicado en Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950, fue uno de los relatos seleccionados en 1970 por los miembros de la asociación Science Fiction Writers of America en una lista de los mejores cuentos de dicho género de todos los tiempos y como tal apareció en The Science Fiction Hall of Fame, I, 1929-1964 (1970), famosa antología que recogía los veintiséis relatos más votados por los miembros de la citada asociación; y téngase en cuenta que, entre estos relatos, se encontraban algunos tan famosos como “A Martian Odyssey” (“Una odisea marciana”, 1934) de Stanley G. Weinbaum; “Nightfall” (“Anochecer”, 1941) de Isaac Asimov; “Mars Is Heaven” (“Marte es el cielo”, 1948) de Ray Bradbury -incluido posteriormente en el capítulo VI de Crónicas marcianas (1950) con el título de “The Third Expedition” (“La tercera expedición”)- y “Flowers for Algernon” (“Flores para Algernon”, 1959) de Daniel Keyes. Ninguno de estos cuentos largos -o en algún caso novelas cortas-  podrían  escamotearse en una rigurosa antología de nuestro tiempo.

“Nacido de hombre y mujer” es un conciso, inquietante y oscuro relato de un niño de ocho años cuyos padres lo mantienen encadenado en el sótano. No existe una descripción física del protagonista, pero se dan algunos datos dispersos sobre su anormalidad o monstruosidad: tiene varias piernas, puede desplazarse por las paredes pues los pies se le pegan a ellas como si fueran ventosas, sus fluidos corporales son verdes, su fuerza es desproporcionada a su edad, etc.

El relato está contado en forma de diario en primera persona, desde el punto de vista, ingenuo y conmovedor, del niño y en un balbuciente lenguaje con curiosas expresiones: “El agua que cae desde arriba” es la lluvia; “el día arriba dorado” es que lucía el sol; “la gran máquina” es el automóvil; “las joyas blancas” son las bombillas; “la madre pequeña” es su hermanita, la “cosa pequeña viva” es el gato de su hermana, etc. El diario muestra el sufrimiento del protagonista por la total incomprensión del mundo en que vive, la soledad y la necesidad que siente de asomarse a “la ventanita” para contemplar la vida exterior o salir del oscuro y frío sótano en el que se encuentra encerrado y encadenado y subir a la casa (“el lugar blanco de arriba”), al hogar, con la familia y los amigos.

Los padres son los verdugos de su hijo. Sienten repugnancia, temor y vergüenza del pobre monstruo; no quieren que nadie sepa que existe, y lo maltratan cruelmente. Los diversos días del diario están encabezados con el signo inicial X que va aumentando progresivamente, pero, al terminar el XXXXX, hay una vuelta a X para introducir el primer enfrentamiento con el padre y el temor de éste que “salió corriendo”. El relato finaliza con ese recuerdo, para volver a la situación actual en la que se expone la llegada al límite de disgusto y desesperación del pequeño monstruo y la amenaza contundente de atacar a sus padres si lo golpearan otra vez: “Si intentan pegarme de nuevo les haré daño. Lo haré”. Y al horrorizado lector no le cabe la menor duda de que realizará sus amenazas; claro que esto sólo podrá suceder en el atemporal vacío postextual…

Como no es raro encontrar en algunos relatos de ciencia-ficción, también este posee un cierto afán de anticipación a la realidad tal y como la concebimos. Quizá podría ser que, alguna vez, aun conservando su inteligencia y capacidad de expresión, el hombre llegara a mutar de tal manera que avergonzara y horrorizara a sus propios padres. Pero no es preciso esperar a tiempos venideros. La ficción de Matheson no está tan alejada de la realidad actual como podría parecer a primera vista. Con frecuencia oímos noticias de padres que, durante muchos años, han mantenido a sus hijos ocultos y encadenados, horrorizados por su deformidad física o por su alienación mental o psíquica. Pero cada vez es más frecuente que los hijos maten a sus padres por creerse que han sido maltratados por ellos, sea verdad o no.

 

  1. EL HAMBRE (1950) de Manuel MUJICA LÁINEZ (Argentina, 1910-1984)

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Misteriosa Buenos Aires es un libro que recoge 42 relatos ordenados cronológicamente desde el siglo XVI hasta principios del XIX. La protagonista es la ciudad de Buenos Aires presentada con una atmósfera de violencia trágica en la que resaltan la magia, el misterio y el fatalismo.

“El hambre” es el primer relato, situado en 1536. Ese año, el Adelantado don Pedro de Mendoza llegó con catorce naves a la costa de un inmenso río y allí realizó la primera fundación de un poblado que por “sus buenos vientos y buenos aires” sería bautizado como Santa María del Buen Ayre (Buenos Aires). Entre los hombres que acompañaban al conquistador se encontraba Ulrico Schmidl, un soldado mercenario alemán que fue uno de los primeros cronistas de Indias. Ulrico permaneció en América hasta 1554 participando intensamente en muchas expediciones con diversos descubridores. Después de su regreso, se publicaron en Alemania (1567) las crónicas de sus aventuras en el Nuevo Continente, tituladas Derrotero y viaje a España y las Indias (1534-1554). En torno a la primera fundación de Buenos Aires, el cronista alemán traza una trágica y certera trama sobre el asedio indígena, la enfermedad, los asesinatos y, sobre todo, el hambre y la antropofagia, como se aprecia en el siguiente texto: “Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se les prendió y se les dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los colgara de una horca. Así se cumplió y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron. También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había muerto”.

Pues bien, cuatrocientos quince años más tarde, Mujica Lainez realiza en este cuento titulado “El hambre” una recreación literaria y muy libre de los hechos de aquel momento, el más desesperado de la campaña, que Schmidl en su crónica había descrito escueta y fielmente.

El relato comienza de lleno con el asedio de los indios que con sus hogueras y gritos rodean al poblado español. Ya dentro de este, en la oscuridad de la fría noche, se desarrollan perfectamente estructurados los temas del relato: el miedo, el odio, la locura y el hambre, presentados con un  ropaje literario urdido con deslumbrantes imágenes y metáforas y que culminan en la atroz escena final. El primer personaje que aparece en el relato es el Adelantado don Pedro de Mendoza que, agonizante en su tienda, en la que contrastan la miseria actual y los restos del antiguo lujo, respira las oleadas de putrefacción de los cadáveres en descomposición. El miedo, el terror y las alucinaciones de sus trágicas acciones acompañan en su final al otrora altivo conquistador. Baitos, el ballestero, verdadero protagonista de esta historia, corroído por el odio a sus superiores a los que considera soberbios y vanidosos incluso en aquellos momentos tan críticos, y, sobre todo, desesperado por el hambre, llega a una situación de locura que desemboca en un final tan sorpresivo y terrorífico que deja conmocionado al lector más avezado. El grito inhumano del ballestero, antes de huir desesperado y enloquecido hacia las hogueras de los indios, irrumpe en aquella verdadera “noche triste” y queda resonando como colofón de tan trágica historia.

 

  1. 16. [EL VERDUGO WANG LUNG] (1954) de Arthur KOESTLER (Hungría, 1905-1983)

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Aunque es habitual exclamar “¡eso es un cuento chino!” cuando algo resulta difícilmente creíble, sin embargo, los antiquísimos cuentos chinos suelen tener profundo sentido y transmiten sabias enseñanzas, como este precioso apólogo que no se sabe de dónde lo tomó Koestler o si sencillamente se lo inventó; pero, como dicen los italianos, “si non è vero, è ben trovato”.

Todo buen profesional trata de alcanzar la máxima maestría en el ejercicio de su profesión, ¿por qué no también un verdugo? Wang Lung tiene una larga experiencia y un bien cimentado prestigio -no se olvide que es el verdugo imperial-; y, como es tan bueno en lo suyo, no pretende hacer sufrir a los condenados sino, por el contrario, darles muerte celéricamente; porque, en definitiva, él es la mano que mata, pero no es quien manda matar. Así, pues, su desiderátum estriba en conseguir decapitar tan rápidamente que el condenado no se aperciba del golpe ni del desplazamiento de la cabeza, ni sienta, por tanto, que le han dado la muerte.

La voz narrativa nos sitúa en la mañana en que Wang Lung alcanza su máximo logro profesional. Ha de ajusticiar a muchos en esa sola mañana, pero será la decapitación del condenado número 12 -número simbólico- la que constituye el culmen profesional de Wang Lung. El verdugo se da cuenta de ello cuando el condenado, que, tras recibir el golpe, ha seguido subiendo las gradas que lo conducen a lo más alto del patíbulo, lo acusa de crueldad por no haberlo ejecutado en cuanto lo tuvo a su alcance, alargando así su sufrimiento de manera innecesaria. Por toda respuesta y esbozando una amable sonrisa, el más grande verdugo del que se tiene noticia le pide al condenado que tenga la bondad de inclinar la cabeza.

La vida es un camino largo o breve durante el que, poco a poco, recibimos numerosos y sucesivos golpes -“muchos tragos es la vida y un solo trago la muerte”, dijo Miguel Hernández-; no obstante, aún podemos seguir nuestro camino durante un cierto tiempo, pero, sin duda, habrá de llegar el golpe definitivo ante el cual no habrá ninguna otra opción más que inclinar la cabeza.

 

  1. LOS MERENGUES (1954) de Julio Ramón RIBEYRO (Perú, 1929-1995)

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Comentario

Ribeyro se definía como “escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: He allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”. Pero en esta última afirmación se equivocó, ya que muchos estudiosos de su obra lo consideran no sólo el más grande maestro del cuento y la narración corta del Perú, sino uno de los mayores de la lengua española del siglo XX; y, con toda justicia, su nombre debe figurar al lado del de Borges, Rulfo, Cortázar, Onetti o García Márquez.

Además de numerosos cuentos, el escritor peruano dejó varias manifestaciones teóricas sobre el relato breve, como ésta sobre el  punto de partida: “Un cuento, gracias a su brevedad, puede concebirse en su totalidad. El punto de partida es muy variado: una experiencia que me haya sucedido o impresionado, una conversación que escuché de casualidad, una lectura o un sueño. En realidad no hay una receta mágica”.

Pero es en los mandamientos de su “Decálogo para cuentistas” en donde condensa con absoluta claridad y lucidez las características necesarias para conseguir un buen cuento. Recordemos algunos de ellos: 1. “El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo”. […] 4. “La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender; si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento”. 5. “El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela”. […] 7. “El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral”. […] 10. “El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado”.

A propósito del libro de cuentos Los gallinazos sin plumas, comentaba Ribeyro;Me propuse referir en cada relato la historia de una decisión. Los cuentos que yo había escrito antes eran en realidad resúmenes de una vida. Y entretanto me di cuenta que lo importante no era resumir una vida, lo que en realidad era escribir una novela comprimida, sino escoger de cada vida el momento más importante, el momento álgido, en el cual se decide el destino”.

Aunque no pertenezca al libro arriba citado, esto es lo que sucede en “Los merengues”, la narración del momento más importante y decisivo que, hasta ese momento, le ha sucedido al protagonista. Se trata de una pequeña y sencilla historia de tono costumbrista contada en tercera persona y en la que predomina la técnica del flash-back que contribuye a que el lector pueda tener un panorama espacio-temporal de lo que está leyendo. El protagonista, Perico, es un niño de familia humilde, obsesionado por los merengues que nunca ha probado pero que “conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines”. El cuento narra los denodados intentos del pequeño protagonista por conseguir, como sea, aquellos dulces y cómo fracasa una y otra vez. El tema resulta muy atrayente por el modo en que está tratado, por las descripciones de la conducta y comportamiento de los personajes y cómo se van poniendo en contraposición la ilusión del niño y la terca realidad contra la que se estrella. Al final, decepcionado por su fracaso, a Perico, el pobre e inocente niño, sólo le resta el odio, el resentimiento y la espera “en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor”.

 

  1. LA MUERTE TIENE PERMISO (1955) de Edmundo VALADÉS (México, 1915-1994)

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Comentario

Dedicado plenamente al género del cuento, el escritor Edmundo Valadés ha pasado a la historia de la literatura mexicana por tres motivos. En 1964 fundó la revista y fue director hasta su muerte de El Cuento, una importante y reputada palestra de la cuentística breve universal en los más de cien números publicados; también fue autor del Libro de la imaginación (1970), selección de centenares de textos muy breves: fragmentos literarios de todos los géneros y de todos los tiempos, anónimos unos y, otros de muy diversos autores y, principalmente, brevísimas narraciones extraordinarias, fantásticas, terroríficas y de humor. Su difusión ha sido constante hasta nuestros días, especialmente en la edición aumentada del FCE (1976). Y, por último, la importancia de Valadés proviene del cuento que nos ocupa, “La muerte tiene permiso”, uno de los títulos más importantes de la cuentística mexicana.

Cuando lo escribió, a mediados del siglo XX, todavía resonaban en México los ecos de la Revolución y de la Reforma Agraria en la que se enmarca esta breve historia que, con tono realista, plantea el problema de una comunidad de campesinos que levantan la voz contra los abusos insoportables -robo, usura, violación y asesinato- del Presidente Municipal y cacique de su pueblo, y que se toman la justicia por su mano, de modo muy semejante a como sucede en Fuenteovejuna, la famosa comedia dramática de Lope de Vega.

Cuento muy breve y de trama muy simple, con unos pocos y esquemáticos personajes, se centra en dicho único tema y busca, según la teoría de Poe, “el efecto único” en el final tan acusadamente sorpresivo. La historia se reduce a la escena de dos grupos de personas reunidas en asamblea en una sala de audiencia pública, colocados uno enfrente del otro: sobre el estrado, los ingenieros y el presidente. Aquellos se muestran, al principio, frívolos, prepotentes, paternalistas y, en realidad, muy por encima de los graves problemas que allí se plantean, aunque al final, cambian de actitud. El presidente de la asamblea, visto positivamente por el narrador, procede del campo, “su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos”. Los de abajo, el pueblo,  los pueblerinos humildes, respetuosos y silenciosos, “con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo”, hasta que poco a poco, con respeto pero con pertinaz insistencia, van planteando sus problemas. Es de notar cómo la intensidad dramática, conseguida únicamente por medio de los parlamentos de unos y de otros, va subiendo de tono hasta llegar al clímax: “La asamblea da permiso para matar al presidente”.

Si este fuera el final y aquí terminara el cuento, no alcanzaría el efecto contundente que se consigue con la frase de uno de los campesinos que de manera directa, nítida y tajante, no exenta de socarronería, funciona como efectivo cierre del relato y que contribuye a la perfección de un cuento tan preciso y breve. Como apunta José Luis Martínez Morales: “He leído y oído en varias ocasiones que “La muerte tiene permiso” es un cuento clásico. Y yo añadiría que no sólo es uno de los mejores y de los más citados y antologados, sino de los más clásicos y ejemplares precisamente por su final tan sorprendente”. Se cumple al pie de la letra lo dicho por el propio autor con respecto al cierre de los grandes relatos: “Si me remito a las minificciones que más me han cautivado, sorprendido o deslumbrado, encuentro en ellas una persistencia: que contienen una historia vertiginosa que desemboca en un golpe sorpresivo de ingenio.”

 

  1. CONTINUIDAD DE LOS PARQUES (1956) de Julio CORTÁZAR (Argentina, 1914-1984)

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Este brevísimo cuento de apenas página y media tal vez sea el más leído y admirado y quizá también el más perfecto de los que escribió Cortázar a pesar de lo que de él dijo su autor: “Yo, que no escribo nunca dos veces un cuento, éste lo he escrito quince veces y todavía no estoy satisfecho. Creo que le faltan aún elementos de ritmo y tensión para que pueda llegar a ser diminutamente perfecto.” Porque se trata, en efecto, de un cuento en el que el principio, el medio y el desenlace totalmente inesperado son un modelo de perfecta estructura, de ritmo y tensión, de construcción formal milimétrica y, en definitiva, de altísima creación artística mediante un lenguaje eficaz y directo, al servicio exclusivo de la trama y alejado de toda ostentación innecesaria.

Se relatan dos historias. En la primera, al comienzo del cuento, un hombre de negocios llega a su finca, se arrellana en el sillón de su estudio y se enfrasca en la lectura de una novela. La segunda historia es la de la propia novela en la que se narra la preparación de un crimen pasional por dos amantes. Aparentemente todo está muy claro: situación verídica y supuestamente real por una parte, la del lector de la novela, y, por otra, ficción de la ficción, lo que se narra en la novela que está leyendo el hombre de negocios (aunque, sin olvidar que para los lectores del cuento todo sea ficción). Leídas individualmente, ninguna de las dos historias impresiona; ambas son perfectamente normales Lo extraordinario del cuento, lo sorprendente y asombroso, sobreviene cuando en algún momento del relato, en una especie de truco de magia narrativa o de juego de espejos, ambas historias se unen y se funden magistralmente, diluyendo los límites de lo que es el mundo real y lo que es ficción y se integran en un solo relato y en un único universo, al convertirse el hombre de negocios en la víctima, la persona que va a ser asesinada por uno de los personajes de la novela que está leyendo. Es muy importante observar cómo el personaje-lector vive tan intensamente la narración de los amantes, entra tan de lleno en ella, que parece estar facilitando su inclusión dramática como tercer personaje en la acción de la novela. El parque, que actúa como frontera y al mismo tiempo como conexión -o continuidad- de las dos historias, le da significado al título del cuento.

Se ha dicho de este texto, que, en su corta extensión y aparte de lo anteriormente comentado, es una especie de parodia del cuento policial y de las novelas del clásico “triángulo amoroso” y, desde luego, es también una mirada diferente, muy propia de Cortázar, de lo que es vivir y lo que es leer.

 

  1. EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO (1956) de Ana María MATUTE (España, 1926-2011)

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Comentario

Decía el poeta austríaco Rainer Maria Rilke que “la infancia es la patria perdida del hombre”; así que salir de la infancia, único paraíso conocido, abandonarla para siempre, es doloroso y traumático, aunque ineludible. En este cuento de Ana María Matute el factor y síntoma de que el protagonista ha dejado de ser un niño es una experiencia tan importante como vivir por primera vez la muerte de un ser querido; en este caso, como indica el título, la del amigo. Esta experiencia y la conciencia de la ausencia definitiva explican la evolución psicológica del niño y su entrada en la madurez. La breve historia, narrada en tercera persona, objetiva y linealmente, está estructurada en cinco partes: la noticia de la muerte del amigo; la incredulidad del niño ante el hecho para él inimaginable; la búsqueda del amigo durante la noche; la toma de conciencia; la vuelta a casa y el reconocimiento de su madurez.

La autora adopta a propósito un carácter universal propio de un cuento muy cercano al apólogo, con personajes sin nombre -el niño, el amigo, la madre-, sin especial precisión temporal o espacial y construido sobre signos externos claramente simbólicos, como la larga noche de la ausencia, los juguetes definitivamente tirados al pozo y, sobre todo, el traje, pues, cuando la madre se da cuenta de que ya no es el niño de antes, decide comprarle un traje de hombre. La enseñanza que se transmite es que crecemos a golpes y superándolos; así se pasa de niño a adulto; y, desde luego, así se adquiere la dura certeza de que ser adulto es aprender a vivir solo.

 

  1. LEVITACIÓN (1958) de Joseph P. BRENNAN (Estados Unidos, 1918-1990)

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“Levitación” da nombre al cuento sobre uno de los fallos cardiacos más inoportunos que imaginarse pueda. Escrito con pinceladas de tragicomedia y de cuento de terror, “Levitación” cuenta la formidable historia de una sesión de hipnotismo, escenificada sobre las tablas corroídas de un circo ambulante en un remoto pueblucho estadounidense, que termina con la ascensión de un campesino a los cielos ante la mirada atónita del pueblo entero.

Brennan hace gala de una brillante maestría al conseguir sorprender al lector creándole unas expectativas que no sólo no cumple sino que supera con creces. El planteamiento prepara para un acontecimiento escalofriante: un anochecer de octubre con luna llena, en un pueblo remoto, el Circo Ambulante Morgan presenta, aparte de su colección de freaks, una sesión a cargo del Hipnotizador, personaje pálido y a la vez oscuro que, según la descripción, tiene más de monstruo que de humano y de muerto que de vivo. El lector, cual campesino ávido e ingenuo, mantiene la atención esperando lo inesperado de las artes de aquel ser, pero el Hipnotizador tiene dificultades para representar su número: los habitantes del pueblo, paletos maleducados, se burlan de sus poderes e interrumpen su espectáculo causándole una gran irritación. Sin embargo, consigue al fin acabar con las molestias invitando al estrado al causante de las mismas, y entonces comienza el verdadero show.

Mientras el hipnotizado obedece la orden de elevarse y el público contiene el aliento, el Hipnotizador resulta mucho más vivo y más humano de lo que parecía y cae fulminado por lo que parece ser un infarto antes de poder ordenar a su inconsciente súbdito que deje de ascender. Sumiso sólo a las palabras del Hipnotizador, el joven Frank (que hasta entonces no era más que un campesino) continúa su subida a la estratosfera entre los gritos de sus vecinos, que, horrorizados, se debaten entre revivir al Hipnotizador o recuperar al muchacho.

Curioso e irónico final: la cadena de acontecimientos, que prometía un viaje a lo sobrehumano de la mano del espeluznante Hipnotizador, se “desinfla” hasta perder toda pátina sobrenatural gracias a la impertinencia del público para luego mostrar cómo es precisamente la humanidad de ese Caligari de pacotilla (su mortalidad, en otros términos), lo que confiere a la historia un giro trágico e inesperado. Quedan, no obstante, multitud de interrogantes para que el lector los resuelva, si puede: ¿provocó el joven Frank su propia desgracia al interrumpir la primera sesión del Hipnotizador, sumiéndole en la excitación y en la ira que desembocaron luego en infarto? ¿Salvó, por tanto, a la primera “víctima” al tirarle la bolsa de palomitas a la cabeza? ¿Pagó con su “desaparición” su inocente falta de respeto a las artes ocultas del nigromante? ¿Se detuvo Frank en algún momento? Y, tal vez la más importante, la pregunta que contiene toda la ironía de este magnífico cuento: ¿cómo puede resultar el Hipnotizador tan inquietante y, con todo, tan desgraciada e inoportunamente humano?

Blanca Ballester

 

  1. UN DÍA DE ESTOS (1962) de Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ (Colombia, 1927-2014)

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Este relato sorprende por su capacidad de síntesis, de economía de medios tan perfectamente calculada que nada le sobra ni nada le falta como sucede en los buenos cuentos. El autor es un observador externo que mediante breves pinceladas narrativas, descriptivas y la transcripción de escuetos diálogos presenta una pequeña y aparentemente sencilla anécdota, recogida de la vida cotidiana de un pueblo colombiano. Un día tibio sin lluvia, un dentista trabajando en su gabinete, la irrupción del alcalde atormentado por un dolor de muelas, la intermediación del hijo mediante un rápido y burlesco diálogo, la extracción como núcleo central del cuento y el final de la escena con la despedida del alcalde.

El cuento ofrece diversos y oportunos matices significativos que delatan la atmósfera de violencia y tensión, la intimidación, el mutuo recelo y, en fin, el odio, la desconfianza y la enemistad en que se mueven los dos personajes. La clave explicativa de la situación tensa y dramática del relato es la frase del dentista en el momento de la dolorosa extracción: “Aquí nos paga veinte muertos, teniente”, en clara alusión a la represión política violenta dirigida por el alcalde que por primera y única vez recibe el tratamiento militar.

El cuento de García Márquez se relaciona muy directamente con otro magnífico, “Espuma y nada más” de Hernando Téllez: http://www.literatura.us/tellez/espuma.html. Los dos transcurren durante la misma época colombiana, la llamada de La Violencia -con mayúscula- en Colombia, que comenzó el año 1948 con “el bogotazo”, y fue una largo y penoso periodo de crisis y continuos conflictos sangrientos.

El barbero y el capitán de aquel relato son ahora un dentista y un alcalde militar. Aunque en el cuento de Tellez  se planteaba en toda su crudeza el conflicto moral del protagonista entre el cumplimiento de su labor profesional y su deber como revolucionario, “En un día de estos” todo queda mucho más aminorado, en una escena menos trágica y con ciertos tintes irónicos. Lo que sí, tal vez, se pueda afirmar es que este relato del premio nóbel colombiano es, doce años después, un implícito homenaje al de Téllez.

 

  1. LA TERCERA ORILLA DEL RÍO (1962) de João GUIMARÃES ROSA (Brasil, 1908-1967)

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Comentario

Para Guimarães Rosa, el más destacado e innovador estilista de los escritores brasileños del siglo XX, la libertad de forma y expresión literarias fue una constante preocupación. Su prosa posee una serie de características cercanas al lenguaje poético: ritmo, sonoridad, musicalidad, uso de aliteraciones y metáforas, etc. Además, su estilo se nutre del habla rural de la región brasileña del Sertão (del portugués desertão, “desierto”), tanto en tono como en vocabulario, con expresiones y frases cortas; si a esto se añade el uso de audaces estructuras sintácticas y de un vocabulario erudito y arcaico, a un tiempo, más los neologismos rosianos y el recurso a otras lenguas, no es de extrañar lo que afirman los estudiosos de su obra: la dificultad de la traducción a otro idioma, pues la de Guimaraes Rosa es una prosa de tan alta calidad que su lectura resulta difícil incluso para los propios lectores brasileños.

En la traducción de este cuento he pretendido, modestamente, que el texto brasileño-portugués pueda ser leído en un español correcto e inteligible, pero lo más cercano posible al muy dificultoso original, porque, además de lo anteriormente dicho sobre el estilo del autor, se añade en este caso el habla balbuceante, entrecortada y confusa del atormentado narrador-protagonista, que, en general, se expresa coloquialmente.

“La tercera orilla del río” es tal vez el relato más famoso y representativo del autor brasileño, el más complejo y misterioso, hasta alcanzar consideración mítica. Cualquier lector avispado en seguida se da cuenta de que, más allá de la historia externa, con sus notas realistas y regionalistas, la narración entera es simbólica. El propio autor, refiriéndose al libro Primeiras estórias, al que pertenece este relato, decía que debía leerse desde un ángulo “poético, antirracionalista y antirrealista”. Y en una carta a su traductor alemán, Curt Meyer-Clason, decía Guimarães Rosa: “Todos mis libros son simples tentativas de rodear y desvelar un poquito el misterio cósmico, esta cosa inestable, imposible, perturbante, rebelde a cualquier lógica, que es llamada “realidad”, que es la gente misma, el mundo, la vida. […] Toda lógica contiene una inevitable dosis de mistificación. Toda mistificación contiene una buena dosis de inevitable verdad. Precisamos también de lo oscuro”.

Como en los otros veinte relatos de Primeiras estórias -y también en su famosa novela Gran Sertón: Veredas-, el escenario del cuento es un territorio y un ambiente marcadamente rural al que Rosa siempre se sintió muy apegado: el Brasil profundo del Sertão, extensa comarca natural perteneciente a varios estados del nordeste del país, desértica y despoblada, alejada de la costa y de las grandes ciudades. El eje que vertebra dicha región y también este relato es el caudaloso São Francisco, río que nace en el estado de Minas Gerais, atraviesa otros varios y desemboca en el Atlántico, después de un recorrido de casi 3.000 kms. En una entrevista, el autor brasileño afirmó que le habría gustado ser un yacaré que viviera en el San Francisco, porque el yacaré es un maestro de la metafísica al vivir en ese río, que es como un océano, un mar de sabiduría.

Un padre y su hijo son los protagonistas del cuento. Un día, el padre innominado -en todo el relato no hay ni un nombre propio- decide abandonar a la familia y a sus conocidos e irse a vivir en medio del río, en una canoa que nunca más tocará tierra. Pero -según su hijo, que es el narrador de la historia- nunca se fue del todo, pues se mantenía siempre en medio del cauce, sin comunicarse con nadie, aunque sin desaparecer totalmente. Esa canoa detenida en medio del río puede entenderse, en estructura superficial, como “la tercera orilla” en donde el padre asienta su morada para no estar ni próximo ni alejado. Y la imagen de este hombre que, durante años y años y en mitad del río, permanece solitario en su canoa, sin explicación posible, se graba persistente en la imaginación del lector.

El hijo narra en primera persona -con frecuencia en el plural familiar- la extraña historia de la marcha de su padre desde muchos años antes hasta cuando ya el propio narrador está “al comienzo de la vejez”. En tono confidencial y sin un ápice de diálogo, ¿a quién va dirigido este monólogo?, ¿a sí mismo, como necesidad de desahogo, justificación o aclaración personal?, o, tal vez e indirectamente, ¿al propio padre, como si necesitara imperiosamente explicarse y romper la incomunicación insoportable? Toda su vida es la búsqueda del padre ausente al que necesita y al que también quiere ayudar; pero ¡está tan lejos, invisible e inalcanzable!… Al final, cuando parece que va a producirse el encuentro y que el padre será reemplazado en la canoa por el hijo, éste huye despavorido.

Todos los personajes del cuento son sencillas gentes del campo, casi siempre aludidas con el posesivo plural más el nombre de la relación familiar: nuestro padre, nuestra madre, nuestro tío… La madre, sensata y práctica, era la que gobernaba a los hijos y dirigía la casa, sobre todo, después de la marcha del padre. El deseo de la hermana casada de mostrarle a su padre su hijito recién nacido y la frustración consiguiente, es un momento clave en la historia porque marca el definitivo rompimiento con el padre -excepto el hijo narrador- y la separación de la familia.

Todos los sucesos narrados en esta historia caben dentro de lo posible, salvo la tan dura y prolongada permanencia del padre en la canoa en medio del río. Pero esto es lo de menos, pues el relato de Guimarães Rosa apunta a un plano más profundo, a una segunda y soterrada historia, simbólica y misteriosa, que, como es normal en este tipo de relatos, ha suscitado muy diversas interpretaciones.

Tratando de esclarecer su simbolismo, dice Lenina M. Méndez que el cuento narra la visión de un hijo que, de niño, ha perdido a su padre y que, por el dolor de la pérdida, lo ha revestido de un halo de misterio insondable, llegando incluso a truncar su vida entera por permanecer fiel a su recuerdo, hasta llegar al momento final en que el padre anuncia la propia muerte del hijo al señalarle su lugar en la canoa.

El padre jamás vuelve al seno familiar porque es tan sólo una sombra que ya no pertenece a este mundo; pero, al mismo tiempo, se resiste a abandonarlo completamente, porque permanece obsesivamente presente en la mente de su hijo, como un espectro intangible que él cree ver dentro de la canoa y en el medio del río aún muchos años después de su marcha: “…apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito…”. Como dijo Valle-Inclán, nadie muere por completo mientras es recordado.

Tanto o más obsesiva que la figura del padre lo es la insoslayable y perenne presencia del río, que todo lo inunda, como también la mente del hijo narrador que, desde el comienzo de su relato rememorativo y desde el momento mismo de la marcha del padre, los identifica, superponiéndolos, de tal manera que ambos, padre y río, resultan ser uno y lo mismo. Aquel “hombre cumplidor, de orden, positivo”, con su sombrero en la cabeza…, aquel “hombre que era un árbol, ya es un río” -como dijo Blas de Otero-; y en el río está “como un yacaré”, el filósofo del río, según dice Rosa.

Pero esta amplia corriente de agua, dadora de vida, es también el peligroso espacio de frío y hambre, de crecidas y remolinos, por el que descienden “aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles” cuyo encontronazo da espanto sólo de pensarlo, o sea, que es el río de la muerte en que habita el padre para siempre. Para el narrador, el río es, sobre todo, el “pondo perpetuo” -curioso neologismo de Rosa sobre el latino pondus-, el constante pesar o la permanente pesadumbre de su vida, que es el tiempo que fluye constante como el río. Así que tanto el padre como el hijo habrían podido decir con Borges: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es el río que me arrebata, pero yo soy el río…”.

Al fin, el lector llega a comprender que Guimarães Rosa está contando cómo la angustiosa obsesión por la muerte y consiguiente ausencia del padre, que fluía pertinaz en la memoria de su hijo -como, ante sus ojos, fluían constantes las aguas del caudaloso São Francisco-, arruina para siempre la vida de un hombre.

 

  1. MUERTE DEL CABO CHEO LÓPEZ (1963) de Ciro ALEGRÍA (Perú, 1909-1967)

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El peruano Ciro Alegría, periodista y político, es uno de los escritores más representativos de la narrativa indigenista, que se distinguía por su interés en reflejar la opresión sufrida por los pueblos indígenas americanos. Escribió, entre otras, las novelas La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno (1941). Esta última, considerada su obra maestra, constituye, en palabras de Vargas Llosa, “el punto de partida de la literatura narrativa moderna peruana y su autor, nuestro primer novelista clásico

A principios de los años 50, en Puerto Rico, y ambientado en este país, escribió este breve cuento en primera persona en el que una voz anónima se dirige a don Pedro, su patrón y antiguo capitán en la guerra de Estados Unidos contra Japón, en el Pacífico, para que asista al velatorio de un amigo, muerto en un accidente, el cual también había participado, como el propio narrador, en aquella contienda de los años 40.

A través de este monólogo, que solamente ocupa dos páginas, se narra la muerte del pobre Cheo López, el velorio y el recuerdo de la guerra contra los japoneses, con un elemento persistente que es el olor del muerto y, a continuación e intermitentemente, el de los cadáveres boricuas y japoneses de aquella evocada lucha en una isla del Pacífico.

En la narración de la acción bélica se pone de relieve la valentía y la buena suerte del cabo Cheo López, lo que contrasta con la vida mísera que vivió posteriormente, marcada por la mala suerte. La voz que habla muestra un acendrado interés por que su antiguo capitán, que también lo fue de López, acuda a su pobre velorio, casi sin gente, y ello no sólo para darle al acto cierta prestancia, sino, sobre todo, como un acto de justicia para con el heroico soldado. En la continua insistencia del narrador parece percibirse la acusación del autor al poder -cualquier poder, todo poder, y no sólo el militar- por sus reiteradas y flagrantes injusticias con los más débiles y pequeños, aunque los valores de éstos hayan sido y sean realmente notables.

En este tan breve cuan intenso relato, la voz narrativa, reiterativa y acuciante, lo convierte en un emocionado canto a la amistad.

 

  1. LA MONTAÑA (1965) de Enrique ANDERSON IMBERT (Argentina, 1910-2000)

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Es este brevísimo cuento un excelente texto de aquel teórico  y gran cuentista él mismo que fue el argentino Ánderson Ímbert. La historia, tan simple, es una síntesis de la vida humana. Ese niño que trepa sobre el corpachón de su padre, arrellanado en el sillón y amodorrado, es figura y símbolo del hombre, pues ¿quién no ha soñado, y ya desde su infancia, con crecer tanto que llegue a alcanzar la talla de su padre, superarlo, sobrepasarlo? Por supuesto, no sólo alzándose sobre la realidad física y psíquica que a él -mejor, a ellos, sus padres- les debe, sino también sobre su bagaje intelectual, cultural, moral… El hombre “trepa” -es un decir- por sobre sus padres tratando de alcanzar su altura, lo cual, desde luego, no siempre logra; pero, lo consiga o no, comprobará que hace frío en la ya nevada cumbre, que el avance es imposible porque los miembros no responden al deseo y, sobre todo, le acompañará la más irreductible soledad y ya ni sus padres ni nadie responderá a su llamada. Porque, si ser adulto es estar solo, la vejez es la edad de la desolación.

 

  1. EL RUISEÑOR (1966) de Marco DENEVI (Argentina,1922-2000)

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El escritor argentino Marco Denevi, autor de Rosaura a las diez (1955), novela de éxito en su momento, fue también un interesante narrador de cuentos brevísimos de una calidad lingüística y literaria cercana al ámbito de la excelencia. Este cuento pertenece al más famoso de sus libros de cuentos, Falsificaciones (1966), que, en palabras de Luis Gregorich, es “un conjunto de relatos muy breves que Denevi atribuye a autores imaginarios, ilustres o desconocidos”, y que “aprovecha para deslizar una concepción de la literatura y de la vida opuesta a toda solemnidad.” Sin embargo, se hace necesario matizar que la “oposición a toda solemnidad” a la que alude Gregorich no es, en absoluto, falta de seriedad o profundidad. Unas declaraciones del propio autor a este respecto son reveladoras de sus pretensiones literarias: “Mi mayor ambición es que el acto de la lectura sea de disfrute, de goce para quienes me leen. En estos tiempos en que tanto dolor y humillaciones nos inferimos unos a otros, hacer feliz a alguien es tan hermoso… A mí no me importa más que eso. Mis fieles lectores no me harán rico, pero me hacen feliz”.

Este cuento de Denevi es un apócrifo de un breve apólogo, género habitual y preferente de la cuentística oriental. He aquí un rey persa que vive hechizado por el bello canto de un ruiseñor -ave nocturna que ni cría ni sobrevive en cautividad- y obsesionado con hacerlo suyo: magnífica imagen del poder que pretende apoderarse de todo lo ajeno; también de la belleza y, especialmente, de la libertad. Construido como un poema en prosa, destacan, como ritornello, las constantes referencias al canto nocturno del ruiseñor y a la angustia del poderoso que escucha, embelesado, una armonía que jamás podrá poseer, pues todas las armas, las riquezas y el poder de este sátrapa no son bastantes a reducir la libertad de ese pajarillo que se oculta en la fronda en las noches de verano, ni suficientes para hacerle rendir la belleza de su canto en los salones del palacio real. Para su desasosiego y su desdicha, todas las noches, el rey oye inevitablemente aquel canto bellísimo que emite un ser libre, no sometido a su dominio y que, una y otra vez, se evade de sus garras. Y, como nos cuenta el autor al final, el rey sabe que, cuando muera -porque todo su enorme poder no ha de librarle de la muerte-, la libertad y la belleza han de seguir ennobleciendo y embelleciendo el mundo.

 

  1. LA NOCHE DE LOS FEOS (1968) de Mario BENEDETTI (Uruguay, 1920-2009)

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Este es, probablemente, uno de los mejores y más intensos cuentos de Benedetti, cuyo narrador es también el protagonista que cuenta una bella, original y profunda historia de amor de dos seres deformes que encuentran en su relación un nuevo sentido a sus vidas. Los dos eran tan horriblemente feos que sentían odio por su propio rostro y su fealdad total era un estigma que, al imposibilitarles la relación con los demás, les sumía en la más profunda soledad (“Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas”). La superación de la fealdad para conseguir la aceptación, la comprensión y el amor debe pasar por una especie de ceguera, como sucede en el enamoramiento, y esto lo consigue la pareja en la oscuridad, porque la falta de luz oculta la visión de las deformidades aunque no las borra; y entonces es cuando la mano del protagonista acaricia el cuerpo de la chica y va ascendiendo hasta tocar suavemente el pómulo hundido, brutalmente deformado, y su mano recibe las lágrimas conmovedoras de ella, que, a su vez, también inicia la caricia, y la mano recorre delicadamente el rostro de él hasta llegar a la marca de la quemadura “asquerosa” en sus labios deformados. Y, por medio de este minucioso reconocimiento táctil de los defectos, ya pueden ahondar e ir más lejos hasta encontrar el fondo de la persona, más allá de las marcas externas tan monstruosas. Después de este proceso, difícil como una noche oscura, les será posible descorrer las cortinas para que la luz los ilumine y puedan reconocerse tal como son por fuera, en su realidad física, y también por dentro.

 

  1. MI HIJO EL ASESINO (1968) de Bernard MALAMUD (Estados Unidos, 1914-1986)

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Un padre lo desconoce todo sobre su hijo y eso le sume en una profunda e insuperable aflicción. Todo intento de acercamiento, de indagación, de seguimiento detectivesco redobla la lejanía del hijo, y también su malhumor. El hijo, aunque siempre reacciona de forma violenta ante su padre, tampoco hace nada por tenerlo en consideración, ni tan siquiera atisba qué pueda significar entenderlo, ni de qué le serviría. No hay tampoco un narrador ecuánime que nos aclare qué es lo que va mal entre estos dos seres. En una muestra extrema de virtuosismo literario por parte de Malamud, las voces narrativas van acumulándose, mezclándose y surgiendo cada una de la otra, pareciendo todas ellas cansadas, sin que se sepa muy bien por qué, como si su encomienda fuera dar distintas perspectivas de relato, de las tribulaciones del padre, de las agresiones del hijo, de la inconsciente presión del padre al hijo, de la vulnerabilidad sin cura ni cuidado de éste.

En pocos momentos de la historia de la literatura, las diversas voces en primera persona (la del padre, la del hijo), y una voz en tercera persona tan perdida como ellas, van sucediéndose con tanta naturalidad, de modo que en ningún caso son perspectivas tranquilizadoras que acierten a dar una visión caleidoscópica de los hechos; antes bien, cada una suscita una incomodidad respecto de la anterior, y todas ellas son, para el lector, insufribles en conjunto. No hay armonía. La naturalidad de la narración precisa y fragmentaria de Malamud contribuye a uno de los desasosiegos más terroríficos y cotidianos que haya logrado cualquier escritor.

En la pantalla del televisor, la mano del hijo palpando el horror de una guerra a la que ha sido llamado a filas… Las guerras tristes de los Estados Unidos (Vietnam, Corea), tan alejadas del gran triunfo de 1945, recogidas emotivamente en el filme The last picture show, de Peter Bogdanovich, son el símbolo y el llanto desesperado de este cuento magistral. Guerras que como realidad y como símbolo escapan de lo que un país como EE.UU. puede asumir como un país grandioso o, tan siquiera, como un país congruente. Ello explica los cambios de voz y de punto de vista por los que el relato transita con aparente naturalidad: el referente simbólico que articula cualquier comunidad se ha roto en mil pedazos. Al final, Malamud compone un puzzle, pero uno de esos a los que no pueden sino faltarles piezas. La imagen final del sombrero del padre perdiéndose en el viento desapacible de la playa, y del hijo detenido ante una nada disfrazada de nada con los pies en el agua, no nos dan ninguna clave. Tan sólo acaso la imagen de un padre que percibe que su hijo pertenece al tipo psicológico de los psicópatas, y que llegará a ser lo que es o en el campo de una guerra matando sin convicción o en el frío de una ciudad triste que no es otra cosa que la ciudad del alma. Las perspectivas de la narración se desarrollan con el desorden propio de la vida, y, habitualmente, en la vida nada se clarifica, y todo nos impregna de un miedo sordo, un eco de soledad, de aislamiento, de desolación.

Jaime Díez Álvarez

 

  1. SIN PERDÓN (1968) de István ÖRKENY (Hungría, 1912-1979)

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En “Sin perdón” (1968) del húngaro Örkeny, el narrador es un hijo que muestra una amorosa solicitud con su padre que, ya anciano y muy enfermo, está en el hospital, a punto de morir. Con dicha actitud el hijo trata de romper -ya demasiado tarde- una quizá larga historia de incomunicación e incomprensión que el autor mantiene en silencio, como también implacablemente silenciosa e incluso desdeñosa es la actitud del padre ante las atenciones del hijo, lo que parece revelar un empecinado rencor “sin perdón”. ¿Cuáles fueron las ofensas del uno al otro?, ¿cuáles los disgustos que el hijo le dio al padre o los pesares y castigos que éste le infligió a aquél? Nada de ello importa ya. Un sentimiento irreparable de culpabilidad, que el narrador-protagonista trata de acallar con las visitas y los obsequios a su padre, y con las propinas a sanitarios y funerarios, quizá le persiga durante lo que le quede de vida, porque los muertos no dan cuenta ni razón de sus actos y sentimientos; pero, sin duda, el padre, en su silencio, ya estaba muerto para el hijo desde mucho antes de morir.

Junto con Frigyes Karinthy (18..-1938), se considera a Örkeny como uno de los grandes escritores húngaros poseedores de un acre sentido del humor; pero resulta difícil encontrar humor en el panorama de incomprensión, incomunicación y desolación que presenta este cuento. Sin embargo, parece que Örkeny hubiera pretendido fijar un sutil punto de humor -casi negro de tan cínico- en la servil y ya inútil actitud del hijo que, con dádivas que su padre rechaza y el personal del hospital acepta codiciosamente, trata de “quedar bien” ante el uno y los otros, y, sobre todo, ante sí mismo, cuando ya no hay remedio. Esfuerzos y gastos inútiles, pues, de un hijo que ha perdido el tiempo y ha perdido a su padre, pero al que le queda un vago sentimiento de culpa que, perdiendo también el respeto por sí mismo, trata de acallar con su dinero.

 

  1. LA FELICIDAD CLANDESTINA (1971) de Clarice LISPECTOR (Ucrania-Brasil, 1920-2009)

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Esta historia infantil, que puede entender y degustar fácilmente cualquier apasionado de la  lectura, es un episodio que recuerda lo vivido en Recife por la propia escritora, aunque narrado con todas las libertades literarias que se quieran. Si la protagonista es la propia Clarice, “mona, delgada, alta”, la antagonista es una compañera suya, “gorda, baja, pecosa”, pero que tiene “lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería”. La hija del librero es mezquina y sádica; y, movida por su envidia, quiere vengarse de Clarice. Le promete un libro tan maravilloso que el lector puede quedarse “a vivir con él, para comer, para dormir con él”. Se trata de El reinado de Naricita (As Reinaçöes de Narizinho, 1931) del autor Monteiro Lobato (1882-1948), libro compuesto por varias historias, muy conocido de los niños de Brasil, en donde, por entonces, era un clásico de la literatura infantil.

La dueña del libro le dice a Clarice que vaya a su casa y le prestará las aventuras de Naricita, pero siempre busca distintas excusas para no hacerlo. Durante días y días, movida por un goce perverso, mortifica y humilla a la pobre niña que corre entusiasmada, una y otra vez, en busca del libro soñado y siempre recibe la cruel negativa de su compañera; hasta que un día la madre de ésta, que, varias tardes, ha encontrado a Clarice a la puerta de su casa, averigua el juego de vilezas que se trae su hija y le entrega el libro a nuestra protagonista para que lo tenga todo el tiempo que quiera. En contra de lo que se podría pensar, la niña no se enfrasca en la lectura, sino que busca sólo el placer de tener el libro, que es para ella mucho más que un simple objeto o un juguete: es el regalo más fantástico que pudiera poseer. El relato termina sin que Clarice lo haya leído, porque lo que intenta con todas las astucias posibles es dilatar la lectura para así disfrutar con un placer secreto e íntimo que consiste en mantener siempre viva la felicidad del encuentro a solas con el objeto deseado. Esta es “la felicidad clandestina” a la que alude el título del cuento.

La escritora neozelandesa Katherine Mansfield (1888-1923) tuvo un influjo muy temprano en nuestra autora, como ella reconoció: «A los 15 años entré en una librería y uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, atrapada, allí mismo. Emocionada, pensé: “Pero si este libro soy yo”. Sólo después me enteré de que K.M. está entre los mejores escritores de su época.» En el magnífico prólogo a la edición de Clarice Lispector, Cuentos reunidos (Madrid, Siruela, 2008), Cossío Woodward observa que «este cuento, que en su primera versión se llamó “Tortura y gloria”, es también un pequeño homenaje a la célebre escritora neozelandesa. Aunque son dos historias totalmente distintas [ésta y la de “Bliss” (“Felicidad”) de Mansfield], el placer estético que experimenta la Bertha de Mansfield al contemplar desde su ventana un peral en pleno florecimiento, es igualmente íntimo, imposible de compartir. Así lo comprende, en otro contexto, la Clarice narradora que, al sentarse sobre la hamaca y balancearse con el libro abierto sobre el regazo, se convierte “en una mujer con su amante”. Hermosa metáfora del acto de leer que es, como dice Gloria Prado, «“hacer el amor con el texto”, una cópula que Clarice Lispector va a sostener, infinita, ardiente y libremente, con el ser genético que está hecho, vive y perdura en las palabras.»

 

  1. AVISO (1972) de Salvador ELIZONDO (México, 1932-2006)

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Cuenta la Odisea que, llegado Ulises, náufrago y semidesnudo, a la tierra de los feacios, les contó al rey Alcínoo y a la bella princesa Nausicaa las aventuras que él y sus compañeros habían vivido en su viaje de vuelta a Ítaca, desde las costas de Troya. Entre dichas aventuras, dos episodios particularmente célebres: su estancia en los dominios de la diosa Circe y la posterior navegación cerca de la isla de las sirenas -que, en la mitología griega, eran aves con cuerpo de mujer, y no mujeres-peces, como las imaginamos desde, probablemente, la Edad Media-. La diosa le previno de que en su viaje habría de pasar cerca de la hermosa isla, pero que, para no caer en el hechizo del malévolo canto de aquellos seres, debería taponar con panal de cera los oídos de sus compañeros y pedirles que lo amarraran al mástil, por si acaso él estuviera tentado de hacer virar la nave hacia la isla. Así, pues, sólo él las oiría cantar y, si quisiera, podría escucharlas, embelesado y deseoso, pero sus compañeros no oirían el mágico canto ni las órdenes de Ulises.

Hace ya tiempo que el checo Franz Kafka (1883-1924) dio una curiosa interpretación de la mítica aventura de Ulises, suponiendo que aún más peligroso que su canto es “El silencio de las sirenas” (“Das Schweigen der Sirenen”, h. 1917). Siguiendo al gran escritor checo, pero sin olvidar ciertos detalles del texto clásico, el mejicano Julio Torri (1889-1969), en su brevísimo texto “A Circe” (Ensayos y poemas, 1917), imaginó a un “otro Ulises” que se dirige a la diosa y le hace saber que, aunque ha seguido todos sus consejos, sin embargo, no se hizo amarrar al mástil porque estaba “resuelto a perderse”; no obstante lo cual su destino se impuso fatalmente y Ulises no fue seducido por el canto de las sirenas porque ellas no cantaron para él su mágico canto; por eso Ulises se lamenta de la crueldad de su destino:

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

El también mexicano Elizondo basó este su precioso cuento “Aviso”, de doble intertextualidad, tanto en el pasaje clásico como en el texto de su compatriota, al que se lo dedicó in memoriam. En primera persona, con sorprendente estructura y un esmerado lenguaje lírico que lo aproximan a un bellísimo poema en prosa, un anti-Ulises narra para nosotros, sus lectores y navegantes de la vida, su trágica aventura por haber desoído los consejos de Circe. Ejerciendo su libertad y persiguiendo su deseo, este moderno Ulises ha logrado romper la cadena del destino que para él habían marcado los dioses. Pero con ello, como él mismo dice, cambió “libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria”, porque nadie puede burlar los designios de los dioses y oponerse al propio destino; ni siquiera Ulises, el amado de Atenea, que, como ningún otro mortal, había descendido al Hades y cruzado dos veces -al entrar y al salir- el campo de asfódelos de la entrada. Y de su amarga aventura extrae una valiosa enseñanza para los demás: “Sabedlo, navegantes…”, son nuestra insensatez la que nos pierde / nuestros locos / insensatos deseos los que nos pierden.

 

  1. LAS PANTERAS Y EL TEMPLO (1976) de Abelardo CASTILLO (Argentina, 1935)

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Aunque este escritor argentino ha cultivado varios géneros -teatro, ensayo, novela-, es conocido, sobre todo, por ser autor de cuentos en los que, con temática y situaciones diversas, destacan las tensiones internas en los límites de la angustia. En palabras suyas, “de Edgar A. Poe creí haber aprendido su gran lección sobre el cuento. Ese universo cerrado y autónomo que sigue siendo para mi, después del verso, la forma poética más exigente y perfecta”; a lo que añade que “un buen cuento es una historia contada de la única manera posible”.

A propósito del extraño título del cuento seleccionado -que también lo es del libro al que pertenece-, el autor escribió que “la frase de la que lo tomé es de Kafka y, en las dos traducciones que poseo, no dice panteras sino leopardos. Ignoro si alguna vez leí otra versión, o si sencillamente mi memoria mezcló los nombres de dos animales que fundamentalmente son el mismo -ya que la pantera no es sino un leopardo negro-, pero sé que desde los veinte años no puedo dejar de imaginarme a esas nocturnas joyas de Dios bebiéndose el vino de los cántaros.”

Se trata de un cuento en el que en primera persona y con un excelente registro lingüístico, se narra cómo un escritor escribe un relato sobre un personaje que va a  asesinar a su esposa con un hacha, pero, cuando dicho personaje está con el hacha en alto, el escritor se da cuenta de que la historia quedaría más “bella y perversa” si en ese momento el protagonista se arrepintiera; así el horror se mantendría en el secreto de aquel juego al lado de su mujer, como muestra de su infinita venganza.

En la segunda parte del relato, el escritor siente que, de pronto, “las panteras han entrado en el templo”, lo que metaforiza la curiosa sensación de que él mismo se transforma en el fantasma de su invención y la historia por él imaginada “se arma contra él”, es decir, se le impone de tal manera que la hace suya y revive personalmente el odio, el terror y la angustia del protagonista de aquella ficción no escrita que se le ha convertido en realidad.

El autor argentino reconoció que “Las panteras y el templo” estaba influida por “El corazón delator” de Edgar Allan Poe, porque se trata también de un cuento de horror psicológico narrado en primera persona que posee el mismo ambiente inquietante y maléfico y se aproxima a la fuerte tensión narrativa de aquél. Además de la irrupción de la fantasía delirante, proveniente de los laberintos de la mente, pueden observarse concretas trasposiciones como la calculada, obsesiva y fría preparación del crimen, la hipnotización por el resplandor del pelo de su mujer -en Poe será el ojo de buitre del viejo- y, especialmente, la descripción al final del tercer párrafo muy semejante a algunos momentos del cuento de Poe.

 

  1. LOS TRENES DE LOS MUERTOS (1977) de Sara GALLARDO (Argentina, 1931-1988)

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Este cuento y el siguiente tienen como objeto prioritario el tren, vehículo romántico por excelencia. En los dos el tren es mucho más que un vehículo: es un símbolo tanto de la muerte como del destino, lo que, en cierto modo, viene a ser uno y lo mismo, porque, de tejas abajo, ¿qué otro destino tiene el hombre sino la muerte?

Al hijo del capataz que arregla las vías el tren le ha dejado cojo pero, sobre todo, “ausente” de este mundo, pues el impacto le ha trastornado hasta el punto de sufrir una terrible y continua alucinación: le parece contemplar el paso de innumerables trenes-fantasma en los que viajan ya para siempre todos los muertos. Salvando las distancias, el asunto tiene cierto parecido con lo que cuenta, en su obra Viaje en torno de mi cráneo (1938), el escritor húngaro Frigyes Karinthy (1887-1938), que, antes de ser intervenido quirúrgicamente del tumor cerebral que padecía, se quejaba de que oía continuamente el traqueteo de trenes en marcha.

Pero, en este cuento, no es lo que oye el hijo del capataz, sino lo que ve lo que le lleva a encender por todas partes luces y pequeñas fogatas para guiar en su marcha a una multitud de trenes fantasmagóricos cuyos viajeros llaman con voz que nadie oye, recabando la piedad de los vivos. Curiosamente, en dichos trenes no sólo viajan los ya fallecidos, sino también los vecinos y conocidos del protagonista, aún vivos pero que un día habrán de morir. Así, pues, tras el accidente del que ha quedado rengo, el hijo del capataz ha sido dotado de la facultad de contemplar el mundo post-mortem por el que, en incansable movimiento, marchan, avanzan, se cruzan y entrelazan las vías misteriosas de las vidas sometidas al destino universal de la muerte.

 

  1. TREN DE LA MAÑANA (1978) de Thomas BERNHARD (Holanda-Austria, 1931-1989)

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Quizá sorprenda a los lectores entusiastas de este autor que, entre sus diversos cuentos, hayamos elegido éste, tan breve, y, contra lo que es habitual en él, en absoluto amargo o cínico. Pues precisamente por eso, porque es un cuento que diverge de los temas y tonos habituales en Bernhard, y en el que, aunque con brevedad y concisión, hay piedad y melancolía.

El cuento es un flash rememorativo, en primera persona, de un trágico suceso ocurrido en el lejano ayer, cuando el narrador era un muchacho. Lo que ha permanecido en su memoria es la obsesionante sensación auditiva que todas las mañanas asaltaba a los chicos que viajaban a la ciudad al pasar por el lugar en el que, años atrás, había sucedido un descarrilamiento a causa del cual habían fallecido otros compañeros suyos; y a todos ellos les parecía que en esos momentos oían de nuevo los gritos de dolor y de pánico de los que en aquella ocasión habían perdido la vida; pero, mezclados con aquellos gritos, oían también y para siempre los suyos propios: los permanentes pero aún callados gritos de dolor ante la ineludible muerte futura que a todos habrá de alcanzarlos.

 

  1. EL PAN AJENO (1978) de Varlam SHALÁMOV ((Rusia, 1907-1982)

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Relatos de Kolymá son un amplio conjunto de pequeñas historias, organizadas en varios ciclos, en las que el autor recoge las terribles e inhumanas experiencias que, como condenado por sus ideas políticas, hubo de sufrir en el gulag soviético durante la ominosa época estalinista. Además de contar las dramáticas condiciones de la vida en los campos de trabajo, los Relatos son un grito de quien, como Shalámov, dotado de una inquebrantable firmeza moral, encuentra en su interior la fuerza de espíritu necesaria para no doblegarse ni dejarse caer en el último escalón de la degradación humana. Es el triunfo moral del individuo sobre la fuerza brutal del más oprobioso sistema totalitario. “Cada relato -dice el autor ruso- cada una de sus frases, previamente las grité en mi vacía habitación; siempre hablo conmigo mismo cuando escribo. Grito, amenazo, lloro. No puedo detener el llanto. Y sólo después, cuando he terminado el relato o un fragmento de este, me seco las lágrimas”. Y así es como están escritas estas historias, sin retoricismo, con verdad y sinceridad, en un estilo sencillo, terso y directo, pero tan perfectamente medido y trabajado que el lector percibe en ellas un halo de belleza sólo conseguido en la mejor literatura.

“El pan ajeno” es una breve narración que cuenta la lucha interna del famélico protagonista ante el trozo de pan que un compañero de fatigas, tan hambriento como él, le ha pedido que le guarde. La descripción de la escena es muy sencilla y lo que más llama la atención es la minuciosidad con que están captadas las dudas y vacilaciones del protagonista, y, al fin, la satisfacción moral por el triunfo del respeto y la amistad por encima del hambre y la necesidad más acuciantes.

 

  1. VEINTISIETE [“Un señor que poseía un caballo…”] (1979) de Giorgio MANGANELLI (Italia, 1922-1990)

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Hay quienes viven toda su vida obsesionados por adivinar su destino y toman por signos admonitorios los hechos más fortuitos de la cotidianeidad. Esto es lo que, según cuenta Manganelli, le pasaba, en tiempos del Imperio Romano, a un señor de Cornualles. Los cirros observados una tarde, un viejo esqueleto con el hombro atravesado por una flecha, la extraña figura de un supuesto gigante, la peste que asolaba una región por la que pasó…, todo le inquietaba. Sin embargo, viajó por múltiples regiones y ciudades, llegó a Roma y admiró la gran urbe, e incluso conoció al Emperador, que lo miró con odio, quizá porque previó que iba a morir en breve y que el señor de Cornualles le sucedería…; y, en efecto y para su sorpresa, fue aclamado como Emperador. “Pero no era feliz”, a pesar de tan rica experiencia vital y de tan buena suerte. La intranquilidad de aquel caballero procedía de no haber podido hallar el sentido cierto de aquellos cirros entrevistos otrora y de los otros fenómenos que impresionaron su sensibilidad en el largo camino de su vida.

La tranquilidad le llegó el día de su muerte. Entonces sí estuvo cierto de su destino, que, en definitiva, es el mismo que el de todos los demás hombres. Es lástima que aquel señor de Cornualles no hubiera recordado la famosa oda de Horacio, en la que el gran poeta romano le da a su interlocutora una suprema lección de vida: “No pretendas saber -es peligroso- / qué fin, a mí y a ti, los dioses nos reservan, / ni consultes, Leucónoe, las tablas babilonias. / ¡Mejor será sufrir lo que viniere!”… Por tanto, aprendamos la lección: ¡carpe diem!

 

  1. REDACCIÓN (1980) de Quim MONZÓ (España, 1952)

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Como ha dicho Ana Mª Pérez Cañamares, Quim Monzó es un creador en el sentido más estricto de la palabra, porque, para él, el lenguaje es un material maleable con el que, sin ninguna solemnidad, juega, explora y provoca. Como un hábil maestro de las capas profundas de la lengua y de los más escondidos estratos significativos, también juega con el lector, que, a veces, se encuentra leyendo con una leve sonrisa de connivencia sin darse cuenta de que lo que tiene entre sus manos, como este cuento, es una bomba de relojería que explota en el último momento, cuando al fin tiene conciencia del desajuste entre la realidad narrada y el lenguaje narrativo.

El profesor ha puesto como tarea a sus alumnos una redacción que responda al título “Qué hice el domingo”. En ese marco textual y comunicativo, perfectamente reconocible, el receptor del texto habría de ser únicamente el maestro que ha pedido a sus alumnos este deber escolar para realizarlo en casa y entregarlo el lunes al llegar a clase. Y, sin embargo, el lector del cuento de Monzó es quien se convierte en narratario accidental de un texto aparentemente ingenuo, escrito por el autor catalán como un divertimento de imitación de la manera de contar simple y totalmente inocente propia de un escolar. Pero, poco a poco, al darse cuenta de la carga de profundidad subyacente, el desprevenido lector traspasa la situación comunicativa inicial y elabora su propia interpretación. En definitiva, todo el cuento contrapone la visión que el niño tiene de la realidad y la del lector adulto que va entendiendo los sucesos narrados de manera muy distinta a como lo hace el inocente narrador de la redacción.

El escritor catalán imita, acertadamente, la elemental manera de escribir del pequeño escolar; y el contenido de la redacción es el desarrollo ordenado, mimético y tópico, sin ningún atisbo de interpretación, de las vicisitudes de una familia de clase media a lo largo de un domingo. Aunque gradualmente van perfilándose referencias a la grave desavenencia de los padres, es al final cuando el lector se da cuenta de que el niño, sin darle especial importancia, con total candidez y sin comprender lo que ha pasado, expone las secuencias de una trágica escena de violencia machista, que remata en el uxoricidio.

 

  1. LA REVOLUCIÓN (1980) de Slawomir MROZEK (Polonia, 1930-2013)

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Sorprende que en un cuento tan breve como “La revolución” se haya sintetizado, y con excelente sentido del humor, el devenir de los últimos tiempos de la historia de Europa, tanto en su evolución político-social como artístico-cultural. Pero, sobre todo, destaca la gracia inteligente del autor polaco que narra, en primera persona, las peripecias de un hombre que, un buen día, insatisfecho por el orden y monótona disposición de los muebles de su habitación y para hacer más interesante su cotidianeidad, decidió cambiarlos de lugar, suponiendo que así él mismo podría renovarse, pues la transformación de su hábitat comportaría la renovación de su propia existencia. El resultado fue que, por ello, se sometió primero a lo novedoso, más tarde, a lo insólito -ambos, valores máximos y aun míticos de la modernidad-, y, después, por supuesto, a lo incómodo, llegando incluso al sufrimiento insoportable.

No hay que ser un lince para darse cuenta de que estamos ante una parodia brevísima, pero excelente, de las innovaciones del arte moderno, de los experimentos culturales y, también y sobre todo, de los inhumanos y brutales sistemas políticos del último siglo. Si colocar la cama en medio de la habitación resulta indudablemente inconformista, poner en dicho lugar el armario se transmuta en un acto de vanguardia. Como el armario entorpece el paso y no permite llegar hasta la cama, nuestro hombre toma la decisión de dormir de pie dentro de él, o sea, justo lo más incómodo, absurdo y doloroso: “Esto sí era ya un acto revolucionario”.

Al fin el buen sentido se impone, porque ni pueblos ni hombres pueden soportar por largo tiempo el dolor o el absurdo; y, por tanto, se vuelve al orden primigenio. Pero, ¡ay!, de vez en cuando, nuestro hombre se aburre y siente nostalgia de su pasado revolucionario; así, pues, es posible que, sentado en su silla, ante la mesa, con rostro lánguido y mano en mejilla, esté esperando a los bárbaros…

 

  1. BOLSAS (1981) de Raymond CARVER (Estados Unidos, 1938-1988)

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Carver es el más importante representante del Minimalismo -preferimos este nombre al de “Dirty Realism”, realismo sucio- tendencia narrativa norteamericana  surgida entre los años setenta y ochenta  del  siglo XX, a la que pertenecen escritores tan señalados  como Richard Ford o Tobias Wolff y especialmente Raymond Carver, y aunque él rechazaba esta adscripción, sin embargo, el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, al que pertenece el relato seleccionado, fue calificado como “la biblia del minimalismo”.  Admiraba a Chéjov, al que consideraba su maestro –se le ha llegado a llamar “el Chéjov americano”- y, en su homenaje, escribió un cuento excelente, “Tres rosas amarillas”, reconstrucción literaria de los últimos momentos del escritor ruso y en el que según los preceptos minimalistas, la carga emotiva del cuento surge del conjunto de pequeños incidentes y situaciones que acompañan la muerte del escritor ruso.

Unas observaciones del autor norteamericano extraídas de su ensayo On writing nos ponen en la pista de sus presupuestos literarios: “Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos vulgares utilizando un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos (una silla, unas persianas, un tenedor, una piedra, un anillo) con un inmenso, incluso asombroso, poder. Es posible escribir una línea de un aparentemente inofensivo diálogo, y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector.  Ésa es la clase de literatura que me interesa”.

Sus relatos cumplen modélicamente las características del movimiento minimalista: parquedad en las descripciones, narraciones muy breves, dominadas por la frase y el párrafo corto y la ausencia de retoricismo, con una puesta en escena mínima y una trama muy simple, sin finales deslumbrantes. El estilo es seco, escueto, elíptico, sin adornos estilísticos, engañosamente simple y coloquial, aunque, en verdad, se trata de una prosa muy trabajada, límpida y transparente. Sus historias son, en su mayoría, pequeños trozos de vida, casi siempre como fragmentos o instantáneas de la vida cotidiana norteamericana, reducidos a sus elementos básicos, sin planteamiento ni nudo y carentes de finales propiamente dichos, en los que aparentemente no ocurre nada que se salga de lo trivial y cuyos protagonistas son anónimos perdedores, seres emocionalmente derrotados, sombras sin esperanzas ni proyectos, la otra cara de una sociedad opulenta, volcada en los triunfadores. Carver observa y describe sin ninguna implicación esos ambientes grises, esas situaciones vulgares, nunca se muestra como narrador omnisciente; es más bien un documentalista o fotógrafo de la palabra, objetivo, neutral y externo que no se adentra en los sentimientos de los personajes; son ellos quienes hablan y se mueven y es el lector quien debe darse cuenta, quien debe captar el sentido profundo del relato, implícito en el conjunto de esos pequeños incidentes y situaciones, reveladores de los comportamientos humanos y que dejan entrever o apuntan a temas tan importantes como la desolación, el sufrimiento, la desesperanza, la soledad o la incomunicación.

Este tipo de literatura tiene como insignes precedentes a Chéjov y a Katherine Mansfield y más inmediatamente  a Heminway, como se indicaba en el comentario nº 7 de “El gato bajo la lluvia” de este ´ultimo autor.

“Bolsas”  es una clara muestra del acendrado minimalismo de Carver. Sería interesante compararlo con una versión anterior, “The Fling” (1977), y observar el meticuloso proceso de depuración y ocultación que el autor realiza para llegar en esta segunda versión al conocido precepto “menos es más” del más acendrado minimalismo.

El padre es una figura patética, entre trágica y ridícula; un casi anciano que trata de justificarse ante su hijo, ya adulto y padre a su vez, narrándole la vieja y vulgar historia de la infidelidad conyugal que dio origen al divorcio y, por tanto, a la disolución de la familia. La escena, aparentemente tan banal y anodina, lleva una carga de pesadumbre y congoja, pues el padre es, sin duda, un pobre diablo que busca ser comprendido por su hijo que, convertido en un vendedor frío y desdeñoso, es  incapaz de comunicarse ni de entender que, indirectamente, su padre está pidiéndole perdón y necesitando su atención. Es de notar, como ejemplo de ocultación o elipsis tan frecuente en esta corriente literaria, la oscura referencia final a la mujer del protagonista y, por otra parte, cómo la bolsa de caramelos abandonada en la cafetería del aeropuerto cobra especial importancia –recuérdese el texto de On writing arriba citado-  pues es la metáfora de esas dos vidas vacías, rotas, olvidadas y abandonadas, que, en plural, da título al relato.

 

  1. EN LA PELUQUERÍA (1983) de Kjell ASKILDSEN (Noruega, 1929)

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Comentario

Askildsen es uno de los grandes maestros de la narrativa breve actual y, tal vez, el más conocido autor noruego. Sus aspectos más característicos son la brevedad y la concisión formal -frases cortas, estilo preciso y sencillo- para expresar con ironía y sarcasmo una ácida visión de la realidad: la soledad, la incomunicación, la vida desolada de los hombres en la absurda “sociedad del bienestar”. Según Winston Manrique, “minimalismo, asfixia, vacío, soledad, sombrío o despiadado son palabras que suelen acompañar las reseñas y críticas sobre la obra de este narrador noruego. Mientras que Hemingway y Carver, por el estilo, y Kafka, Beckett y Camus, por el contenido, son los nombres con los cuales se le suele comparar”.

El cuento que nos ocupa pertenece a Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, libro compuesto por una serie de relatos muy cortos cuyo protagonista, alter ego del autor, es un anciano de más de ochenta años que vive solo, desengañado y decepcionado. Mediante un lúgubre monólogo, en estos breves textos va anotando las experiencias y reflexiones que el frío y solitario vivir de cada día le suscitan y que se pueden resumir en indiferencia, desengaño y soledad. “En la peluquería” es una amarga narración sobre un suceso trivial, aparentemente insignificante pero que encierra y desvela, como en los mejores referentes del minimalismo norteamericano, la tragedia de la desolación del viejo protagonista que ya no encuentra ningún lugar para vivir con dignidad en un mundo tan cambiante y hosco. Su última reflexión resume la situación: “Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse”.

 

  1. EL CHIQUITÍN (1984) de Luigi MALERBA (Italia, 1927-2008)

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Comentario

En “El chiquitín”, Malerba le da no sólo voz, sino también unas ideas muy claras a un bebé todavía en el seno materno que se enfrenta a la injusticia de tener que nacer contra su voluntad.

El lector no puede evitar sonreír, compadeciéndose de la pobre criatura. Sin embargo, una segunda lectura sugiere una pregunta molesta: ¿quién compadece a quién? El tono aparentemente humorístico de Malerba contiene una durísima crítica social: por los murmullos que le llegan al bebé saben tanto él como el lector que la vida que le espera fuera de su cálido escondrijo está marcada por el frío, el hambre, la carencia, la fragilidad y el peligro. El mundo allende las fronteras del cuerpo de su madre no le gusta; de hecho, no le gusta a nadie: ni siquiera el lector puede evitar sentir lástima de sí mismo por creerse libre y afortunado viviendo “aquí afuera”. Sin embargo, llegado su tiempo, la Naturaleza inexorable hace de las suyas y acaba obligando al chiquitín a salir al mundo cruel, donde unos desconocidos que parecen muy contentos, quién sabe por qué, lo cogen por los tobillos y le reciben con unos azotes. ¡Menudos energúmenos! ¿Cómo no va a llorar el chiquitín?

La habilidad de Malerba se hace especialmente patente en el uso del asíndeton, del paralelismo y de la anáfora para contraponer el mundo ruidoso y caótico de “fuera” con la tranquilidad y la armonía del de “dentro”: al amontonar en dúos y cuartetos lo que falta y lo que sobra en el mundo exterior, el autor consigue que el lector comparta claramente el agobio del chiquitín y su rechazo a salir. Igualmente, a la hora de describir los angustiosos momentos del nacimiento, la fluidez del lenguaje y la sustitución de las conjunciones por comas transmiten fielmente la sensación de vorágine y desconcierto de un modo que resulta casi poético.

En suma, el cuento de Malerba combina la diversión con la máxima existencialista de que nacer es sufrir. El chiquitín es la voz de un pasado que todos hemos tenido: a la vista de cómo son las cosas “aquí fuera”, el lector no sabe si alegrarse o entristecerse de haberlo olvidado.

Blanca Ballester

 

  1. LOS OJOS DE CELINA (1986) de Bernardo KORDÓN (Argentina, 1915-2002)

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Comentario

“Los ojos de Celina” es un ejemplo magistral de cuento breve realista escrito con una prosa fluida y efectiva, muy elaborada, aunque sin pretensiones estilísticas y carente de artificios literarios. La trama se desarrolla linealmente y con acusada rapidez mediante una ajustada estructura que presenta todos los ingredientes de una “crónica negra”, pues el autor escribió este cuento después de haber leído en un periódico el caso de una mujer que había envenenado a su nuera.

Posiblemente, el mayor valor literario resida en su acertada focalización. Todo está contemplado y narrado por el marido de Celina y, a través de él, el lector recibe directa y escuetamente todas las claves de la historia. La figura central es la de la madre, dominante y castradora, que dirige con mano dura la casa, el trabajo y la vida de la familia sin permitir la más mínima discrepancia y que, desde el principio, odia a su nuera Celina porque “no encaja” en su papel de hembra sumisa. El hijo y narrador, de débil personalidad, sin capacidad de decisión y con una notable componente edípica, es manejado y aplastado por el carácter fuerte de la madre a la que nunca se atreve a oponerse o contradecir. Desde luego, está enamorado de Celina, su mujer, maravillado o embrujado por sus ojos grandes como “dos pozos de agua fresca”, cuya expresión jamás podrá olvidar tras el trágico suceso al que tampoco entonces se opuso y en el que, incluso, fue colaborador del plan criminal de su madre; y, por tanto, también él víctima viva, sin muerte o para siempre.

Esta su condición de varón castrado y victimado por su propia madre se pone de relieve sobre todo al final, pues, a pesar de tanto horror, sigue siendo inconsciente de su propia tragedia y hace explícito que lo más lamentado por su hermano mayor y por él, en el penal en donde cumplen condena por colaboradores del crimen, es que les hayan separado de su madre, internada en la cárcel de mujeres.

 

  1. EL CERDITO (1986) de Juan Carlos ONETTI (Uruguay, 1915-2002)

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Comentario

Nadie duda hoy de que el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti es el creador de un universo literario propio, capaz de conmover y de cautivar desde fuera por su magia narrativa y desde dentro por su perplejo pesimismo. En ese universo narrativo ocupan un lugar central sus cuentos, inconfundibles por lo sugestivos, poderosos por lo inquietantes, clásicos ya, de tan singulares.

El cerdito lo es, sugestivo, poderoso e inquietante, desde las primeras líneas; antes incluso, desde el mismo título, con esa engañosa apariencia de cuento infantil. No se puede contar más con menos palabras: el relato entero es un alarde de contención, un magistral ejercicio de austeridad, una muestra de cómo la economía de medios puede dar el más sazonado fruto narrativo.

Un escueto narrador en tercera persona que practica el arte de la sugerencia presenta hechos y personajes: una anciana vestida de negro (poco más sabemos de ella) que trata de llenar el vacío de su nieto perdido (ningún dato sobre él, aparte del recuerdo imborrable que en la anciana abuela ha dejado); tres niños que acuden al reclamo diario de los tazones de café con leche y dulce de membrillo con que la anciana los agasaja a la hora perezosa de la siesta, y que esa tarde bromean entre sí y ríen antes de que un ruido sordo imponga el silencio; el registro anhelante en todos los muebles y el reparto tranquilo de las monedas y billetes que luego guardarán en la alcancía de yeso en forma de cerdito. El fulgor de la concisión, los primores del detalle realzan el escenario, un dormitorio y una sala en los que resuenan los pasos reumáticos de la anciana, y las casas en ruinas de los niños al otro lado de la placita.

La historia arranca con apariencias de amable discurrir, precisa y segura de sí misma. Nada hace presagiar el sobresalto que aguarda cuando los niños son el principal y enseguida único foco de atención. ¿O anunciaba ya algo la atención con que la anciana observa el movimiento de las manos de Emilio, un detalle que al lector le pasa casi desapercibido y al que solo vuelve cuando a renglón seguido sobreviene la brutalidad? Es lo que tiene la sencillez, la dificilísima sencillez, y el dominio superior del laconismo y de la elipsis: que se cuentan las cosas y, aun después de bien contadas, asoman las preguntas, sobre la anciana y su soledad, sobre el nieto perdido en su memoria, sobre los niños y los motivos de su crueldad.

Por no hablar del poso de reflexiones que la conclusión de la lectura sedimenta: la candidez de la  benefactora y la maldad de los que no parecen haber perdido la temprana edad de la inocencia, el pago de la generosidad, el destino de quien se aferra al recuerdo de un nieto para seguir viviendo, la realidad social (¿quién ha hecho así a esos niños?) y el desamparo moral que nítidamente se dibujan y, sin levantar la voz, con el silencio elocuente de los hechos contados, se denuncian.

David Fernández Villarroel

 

  1. LA NIÑA (1987) de Donald BARTHELME (Estados Unidos, 1931-1989)

http://narrativabreve.com/2014/08/cuento-donald-barthelme.html

            Comentario

Contado por el padre y en primera persona, este cuento narra una historia muy sencilla: el caso de unos padres de nuestro tiempo, gente moderna, que no tienen ni idea de cómo ha de educarse a una criatura. Sería de esperar que si la niña, como es normal, no sabe lo que hace, los padres sí lo supieran; pero tampoco. En definitiva, ella afirma su presencia y su incipiente voluntad oponiéndose tercamente a los mandatos desmesurados de sus padres. Pero son ellos los que tienen realmente un comportamiento inmaduro e infantiloide, ya que, en vez de aplicar discernimiento y buen sentido, se empecinan en un aberrante presupuesto educativo, pretendiendo que la criatura se doblegue a unas medidas excesivas que ella no puede comprender -y los demás tampoco-, poniendo así en riesgo su salud y, desde luego, un buen aprendizaje de las normas que habrían de valerle en el futuro para integrarse en la sociedad.

La niña adquiere el mal hábito de arrancar páginas enteras -o, cuando menos, un trocito- de todos los libros que encuentra a su alcance y sus padres tratan de impedírselo. La medida correctiva que aplican es enloquecidamente desmesurada en cualquier caso y más para una nena de poco más de un año, pues la encierran en su habitación un determinado número de horas proporcional al destrozo que haya causado; el sentido de lo cual, por supuesto, la niña no puede comprender en absoluto; así que, en cuanto se le levanta el castigo y puede salir de su cuarto, la muchacha se lanza enfebrecida sobre el primer libro que encuentra para seguir con su manía.

Para incidir en el comportamiento repetitivamente neurótico de los padres y, consiguientemente, también de su pequeña, el autor alterna en la narración frases de, más o menos, idéntica estructura sintáctica, tanto para referirse a los unos como a la otra. Hasta que se llega a un punto de reversión, cuando la madre no soporta ya más el que su hija esté permanentemente castigada, sola en su habitación horas y horas, mal alimentada y descuidada, ni el padre tiene ya más deseos de imponer su ridícula autoridad. Así que al buen señor no le queda otra salida que aceptar el comportamiento de su hija, ya que es incapaz de corregirlo o reconducirlo a buen puerto; más aún, él mismo adopta este comportamiento antisocial, por lo que ambos, padre e hija, acaban por constituirse en una pareja de gamberros a la que habría que expulsar de cualquier sociedad bien organizada, pero no se puede porque en nuestros tiempos democráticos estos padres desmadrados y estos hijos maleducados son mayoría.

 

  1. EL HOMBRE AL QUE MATÉ (1990) de Tim O´BRIEN (Estados Unidos, 1946)

http://narrativabreve.com/2014/03/cuento-tim-o-brien-hombre-mate.html

Comentario

Es éste uno de los cuentos que componen el catártico libro sobre la guerra de Vietnam publicado en 1990 con el sugestivo título Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. 

Muy probablemente, los relatos de O’Brien habría que situarlos en la estela de la tradición surgida a partir del llamado New Journalism a finales de la década de los sesenta del siglo pasado. Esa corriente, cuyos pioneros y más conspicuos representantes son escritores de la talla de Tom Wolfe, Norman Mailer y Truman Capote, partía de una premisa: la realidad social -la norteamericana de aquella época, en su caso- supera la capacidad imaginativa del escritor. De ahí que el afán documental, la obsesión por fotografiar esa realidad se convirtiera en postulado literario esencial. Ese método narrativo aportaba además de cara al lector el aliciente añadido de que lo narrado “había sucedido realmente”. Nada tiene de extraño en este contexto que Truman Capote reivindicara la “novela de no-ficción” que él se propuso llevar a cabo en A sangre fría.

Si hubo un hecho que claramente podía establecer “una competencia desleal” (son palabras de otro novelista, Philip Roth) con la capacidad imaginativa del escritor, ese fue sin duda la guerra de Vietnam, que marcó a toda una generación norteamericana. Tim O’Brien, nacido en 1946, sirvió como soldado en esa guerra que su país mantuvo en el país asiático desde finales de los cincuenta hasta 1975. Y “El hombre a quien maté” describe con verídica crudeza uno de tantos estremecedores y crueles episodios de los que a buen seguro fue testigo.

Dramatismo y angustia conforman la trama, y la interioridad de los personajes se erige en el verdadero protagonista. La objetividad se diluye desde la primera línea en el abismo de la desolación. La descripción inicial del muchacho vietnamita que yace muerto en un sendero posee tal fuerza narrativa (“un ojo estaba cerrado, el otro era un agujero en forma de estrella”) que ahoga al instante cualquier otra consideración. Nada importa que el retrato que de él se nos da sea fruto de la invención o de la investigación: ese “tal vez había nacido en 1946”, por ejemplo. También el otro protagonista, anonadado combatiente y silencioso narrador, ha nacido en ese año. De hecho, mucho de lo que explícitamente se dice sobre uno puede aplicarse al otro: la condición (“tal vez”) de estudiante, la afición por los libros y la desafección por las armas (“No tenía madera de soldado”), el miedo a la guerra…

El silencio del atónito verdugo es un homenaje póstumo a su víctima y un clamor contra los horrores de la guerra. Abatido hasta la raíz, ni siquiera se atreve a dejar la huella de su autoría, solo esa primera persona del verbo que aparece en el título y el nombre con que su compañero le interpela en un par de ocasiones. Su mutismo inmóvil es el grito apagado de la perplejidad y la incomprensión ante lo irreparable (y acaso también el de todo su país ante las atrocidades de la guerra). Por respeto al que todo lo ha perdido, calla. La voz que le llega de fuera, lejos de proporcionarle consuelo, ahonda su aniquilamiento y acrecienta la sinrazón. Ensimismado en el espanto, desasido de su ser, sus ojos ven por aquellos que ya no le pueden ver. Y guiándose por ellos y por los de la imaginación va rescatando una historia de inocencia y honradez, de esfuerzo y pobreza, de continuada y temerosa espera. La historia de la vida que él acaba de arrancar. Es la única manera de salvar al otro y de salvarse a sí mismo. Contando expía su culpa. La realidad vista y la realidad fabulada se alían y complementan. Los ojos de la segunda son los únicos capaces de borrar el “agujero en forma de estrella” de la primera. Ese, por lo demás, y no otro, suele ser el oficio -y el servicio- de la literatura.

David Fernández Villarroel

 


1. En España, la ley es incluso más “generosa” con los herederos, pues para los autores fallecidos antes de 1987, sean españoles o no, los derechos se prorrogan 10 años más, hasta  los 80 posmortem.


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