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Cuento de Navidad

[Cuento - Texto completo.]

Juan Bosch

Capítulo I

Más arriba del cielo que ven los hombres había otro cielo; su piso era de nubes, y después, por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo infinito. Allí vivía el Señor Dios.

El Señor Dios debía estar disgustado, porque se paseaba de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada suya era como de cincuenta millas, y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. El Señor Dios llevaba las manos a la espalda; unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía, y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios.

Era que las cosas no iban como Él había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos los mundos que Él había creado; y en la Tierra los hombres se comportaban de manera absurda, guerreaban, se mataban entre sí, se robaban, incendiaban ciudades; los que tenían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban ejércitos y solían atacarlos. Unos se declaraban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras y los ganados ajenos; apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera cómo ni debido a qué causa, y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba hacerlas; y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda a Él, que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor Dios se quedaba asombrado.

El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa; y especialmente había hecho la Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz, como si fueran hermanos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras que Él había puesto en las montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que todos trabajaran, a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para vivir; y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre sí y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas, y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios; nadie se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las casas, los vestidos, y hasta los hijos y los padres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había hecho la noche con las tinieblas, y su idea era que los hombres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus siembras.

Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía de sí el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las tinieblas de la tierra, y el Señor Dios creó la Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios, y el Señor Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, El hacía un agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía hacia abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta maldad, acabó disgustándose y un buen día dijo:

—Ya no es posible sufrir a los hombres.

Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cielos que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho viviente, con la excepción de un anciano llamado Noé, que no tomaba parte en los robos, ni en los crímenes ni en los incendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de una arca de madera que debía flotar sobre las aguas.

Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos, y los nietos a su vez tuvieron hijos, y después los bisnietos y los tataranietos. Terminado el diluvio, cuando estuvo seguro de que Noé y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre había sido Él dormilón y un sueño del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comenzaba a roncar. En la tierra se oían sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos.

El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que Él mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sorprendido. Aquel pequeño globo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas aldeas, muchos en chozas perdidas por los bosques y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre sí, se robaban, se hacían la guerra.

Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado; por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre sí, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería acabar otra vez con ellos; al fin y al cabo eran sus hijos, Él los había creado, y no iba Él a exterminarlos porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos, tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios, que nunca se los había explicado.

—Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse —dijo el Señor Dios para sí.

Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico sin buscarle solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se puso a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendiera a vivir en paz, y resultó que esos descendientes del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por miedo o gracias al ejemplo de Noé; por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo?

El Señor Dios pensó un rato, que podía ser un día, un año, o un siglo, pues para Él el tiempo no tiene valor porque Él mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga ni principio ni fin. Pensó, y de pronto halló la solución:

—El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío.

¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Solo una Señora Diosa como Él; y resulta que no la había ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario; y sin duda si hubiera estado casado nunca habría podido hacer los mundos, y todo lo que hay en ellos, en la forma en que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido —aun la más dulce e inteligente— habría intervenido alguna que otra vez en su trabajo, y debido a su intervención las cosas habrían sido distintas; por ejemplo, la mujer hubiera dicho: “¿Pero por qué le pones esa trompa tan fea al pobrecito elefante, cuando le quedaría mejor un ramo de flores?” O quizá habría opinado que la jirafa fuera de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre que cualquier mujer convence a su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella; y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas, y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga.

Pero el Señor Dios era solitario, y tal vez por eso puso mayor atención en los animales machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó más fuerte que la leona, el gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que como El no tenía necesidades como la gente, ni sentía la falta de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que debía casarse. No se casó, y solo en aquel momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería.

—Caramba, debería casarme —dijo.

Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiera con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmente; entre otras debilidades le gustaba dormir de un tirón montones de siglos, y a las mujeres no les agradan los maridos dormilones.

La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no podía seguir así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en ese mundo de locos la ley del amor, la del perdón, la de la paz.

—¡Ya está! —dijo el Señor Dios; pero lo dijo con tal alegría, tan vivamente, que su vozarrón estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra.

Hubo miedo porque los hombres, que van a la guerra como a una fiesta, son, sin embargo temerosos de lo que no comprenden ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante y produjo un resplandor que iluminó los cielos a la vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El Señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es decir, un hombre, y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería como los hijos de todos los hombres; nacería en la Tierra y su madre sería una mujer.

Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra; observó las grandes ciudades, una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusalén, y muchas más que eran pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres; mujeres de gran belleza y ricamente ataviadas, o humildes en vestir; emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás se hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y de dulzura que Su Hijo pudiera crecer viendo la belleza y la ternura reflejada en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así; y de no hallarla toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a los hombres. De una mujer dependía entonces el género humano; y sucede que de la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos buenos, y son los buenos los que hermosean la vida y la hacen llevadera.

Iba el Señor Dios cansándose de su posición, ya que estaba tendido de pechos mirando por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios, que está siempre enterado de todo, sabía que se llamaba María, que era pobre y laboriosa, que tenía el corazón lleno de amor y el alma pura. El Señor Dios tenía la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo:

—Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando mujeres en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que María estaba en Nazaret?

Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que Él había nacido viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos, y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado, y esa era la verdad aunque Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó a verla y de inmediato la reconoció; en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus guerras y sus rapiñas, y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras; veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los mercaderes discutiendo a voces y a los sacerdotes de las más variadas religiones dirigiendo los cultos, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pedradas con los leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba El: “Pronto esos locos van a oír la voz de Mi Hijo”.

Para el Señor Dios decir “pronto” era como para nosotros decir “dentro de un momento”, solo que el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años las locuras del género humano, ¿qué le importaba esperar unos años más?

Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo; y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos, y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que Él no debía perder tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. Y ahora tenía uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos oyeran por la boca de ese hijo la palabra de Dios.

Sucedía que María estaba casada desde hacía poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros ni moriría jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería su rostro; no serían sus ojos ni su nariz, sino parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero para que la gente lo viera y lo oyera debería tener figura humana, y para tener figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no hacía falta que Él se casara con María; solo era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu del Señor Dios. Y eso había que hacerlo inmediatamente.

De vez en cuando el Señor Dios tiene buen humor; le gusta hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. Él pudo haber soplado sobre sus manos y decir:

—Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María, la mujer del carpintero José, en la aldea de Nazaret, y dile que va a tener un hijo mío.

Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor; y sucede además que Él conocía el corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo. Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo:

—Tú vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás el Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder tiempo!

Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco pelo se transformó; creció, le salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto.

—Buenos días, Señor… —empezó a decir, temblando de arriba abajo.

—Señor Dios es mi nombre, joven —aclaró el Señor Dios—, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme.

—Sí, Señor Dios; se hará como Usted manda.

—Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una misión diplomática.

—No sé qué es eso, Señor Dios; pero en vista de que Usted lo dice, debe ser así.

—Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fíjate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien; es la Tierra, y allá vas a ir sin perder tiempo.

El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran velocidad, y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo atinado cuando señaló a uno de esos mundos mientras preguntaba:

—¿Es aquélla de color rojizo que va allá?

Eso no le gustó al Señor Dios, pues Él nunca había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres.

—Jovenzuelo —dijo—, haga el favor de poner atención cuando se le habla, y no tendrá que oír las cosas dos veces. Le he señalado la otra bola, la que está a la izquierda.

El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había tenido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremanera que el Señor Dios le tratara unas veces de “tú” y otras de “usted”, y se puso a temblar de miedo.

—¡Eso sí que no! —tronó el Señor Dios—. Estás lleno de miedo, y nadie que lo tenga puede hacer obra de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la serenidad y la confianza en sí mismo son indispensables para vivir conmigo; no quiero ni a los tímidos, porque todo lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías, sino a los que son serenos, porque la serenidad es un aspecto de la bondad, y la bondad es una parte de mí mismo. ¿Entiendes?

El Arcángel dijo que sí, pero la verdad es que no entendió palabra; se sentía confundido, sorprendido de lo que le estaba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de barba. Solo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios.

—Bueno —prosiguió el Señor Dios—, pues si entendiste ya sabes que esa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo; te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Hace un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez no haya llegado todavía; vestía de azul claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de botijos de agua. Te doy todos esos detalles para que no te confundas. Podrás conocería además por la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero José; es seguro que te dirán dónde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo?

—Sí, Señor Dios.

—Entonces queda poco que decirte. Al llegar allá te dirigirás a María con mucha urbanidad, y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre; que se prepare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo. Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada.

San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar:

—¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá?

—Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que solo ha de distinguirse de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu; que será humilde, bondadoso y puro; que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón. Le dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que El padecerá y porque solo sufriendo mucho enseñará a perdonar también mucho.

El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta, porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.

Capítulo II

Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto de las colinas y a orillas de los mares; admirando el esplendor con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba asnos cargados de agua por caminos polvorientos. ¿No era el Señor Dios el verdadero rey de los mundos, el dueño del universo, el padre de todo lo creado? ¿No debía ser su hijo, pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por qué Él no había escogido para madre suya a una reina, a la hija de un emperador, a la heredera de un príncipe poderoso? A juicio de San Gabriel el Hijo de Dios debía nacer en lecho adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y perlas, rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbrantes, y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos listos a servirle; así, todos los pueblos le rendirían homenaje y veneración desde su nacimiento, y los grandes y los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados desde hacía muchos siglos a respetar y honrar a quienes nacían en cunas de reyes. ¿Había dicho el Señor Dios que Su Hijo estaba llamado a mostrar al género humano el camino de la paz, del amor y del perdón, o había él oído mal? De ser así, ¿no le sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo mismo obedecido por millares de soldados que harían lo que Él les ordenara?

El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a meditar. Pensó que tal vez él estaba equivocado; a lo mejor se había confundido y el Señor Dios no le había hablado de choza ni de mujer pobre ni de asno ni de botijos de agua. Volvería allá arriba a preguntarle al Señor Dios, y hasta de ser posible discutiría con Él el asunto.

Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba mirándolo; e ignoraba también que el Señor Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imaginar, pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole. He aquí lo que le dijo el Señor Dios:

—Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la miseria y el padecimiento de los que nada tienen que son más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú que Mi Hijo conozca el dolor de los niños con hambre si El crece harto? Mi Hijo va a ofrecer a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de los palacios? Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pronto, que estoy cayéndome de sueño y no me hallo dispuesto a perdonarte si me desvelo por tu culpa. ¡Ya lo sabes!

¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a punto de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió a la choza del carpintero José; y tan asustado iba que pegó un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chichón. Para suerte suya la choza no era uno de esos palacios de mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se habría roto un hueso.

Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bondadosa, que aserraba un madero. “Este debe ser el carpintero José”, pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cerca de él había un rústico banco de carpintero y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio.

—¿Qué desea usted? —le preguntó el carpintero, a quien le pareció muy raro que el visitante, en vez de tocar a la puerta como lo hace todo el mundo, llamara golpeando con la cabeza en la pared.

—Deseo saber dónde vive el carpintero José —explicó el Arcángel.

—Aquí mismo, joven; yo soy José. Le advierto que si viene a buscarme para algún trabajo, me halla con muchos compromisos.

Esa era una manera de estimular el interés del visitante, pues la verdad es que José estaba por esos días sin trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que decía:

—No, señor; se trata de otra cosa. Yo vengo a hablar con María, su mujer.

—¿María? —dijo José, como un eco—. Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla un poco. ¿Desea sentarse?

—No, prefiero esperarla aquí.

José no perdió del todo la esperanza, y se puso a hablarle al visitante de su oficio.

—A mí siempre me están buscando para trabajos de carpintería —afirmaba— porque nadie hace mesas y reclinatorios tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me mantengo ocupado todo el año.

José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que se habían producido los hechos desde su aparición al conjuro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan de prisa que todavía María no había vuelto de la fuente. El señor Dios la había visto arreando el asno, y antes de que ella retornara a su casa había nacido el arcángel, había oído las recomendaciones del Señor Dios, había viajado a la Tierra, había pensado disparates, se había casi descabezado contra la pared de la choza y había cambiado frases con José.

—Caramba —se dijo él lleno de asombro—, la verdad es que mi jefe actúa sin perder tiempo.

¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor Dios, si ocurre que a la vez El es el tiempo y está más allá del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los mundos, y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene a ser la respiración del Señor Dios; ideas muy complicadas, desde luego, para San Gabriel. Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza de su embajador, y pensaba: “A este Gabriel le valdrá más recordar mis instrucciones y no meterse en honduras, porque ya va llegando María”.

Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de muchacha, María iba acercándose a la choza. De solo verla, el Arcángel la conoció; lo cual no tuvo buenos resultados, porque como estaba pensando en aquello del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor le había recomendado usar modales urbanos para dirigirse a la joven señora. También es verdad que él nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante había pasado de la nada a la vida y había viajado de los cielos a la Tierra; en fin, que había tenido muchas emociones y muchas experiencias en corto rato, lo cual tal vez podría explicar su turbación. Es el caso que cuando María llegó se le puso delante y solo atinó a decir esto:

—Si no me equivoco usted es María, la mujer de ese señor que está ahí aserrando madera. Bueno, yo tengo que hablar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en presencia de su marido, porque según me dijo el Señor Dios la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas las cosas, y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que decirle es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser la mamá. Con que ya lo sabe. Si tiene algo que preguntar hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sueño y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías con usted.

La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, muda del asombro. Pero el que se asustó más fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel soltó la sierra y salió detrás del Arcángel, que ya se iba.

—¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir mucho, según dicen las Escrituras, y que van a matarlo en una cruz?

San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando:

—Todo lo que usted quiera, señor; pero yo he venido a cumplir una misión que me encomendó el Señor Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que le suceda al Hijo de Dios no es asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quiere que le pongan el nombre de Jesús.

Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió en el cielo, a tal velocidad que ningún ojo humano podía seguirlo.

El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano con la otra, elevó las dos a lo alto y después se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino.

—¡Ay María, María! —exclamó—. ¿Cómo se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los hombres, que será escarnecido, torturado y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué va a ser de nosotros, María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin hablar antes conmigo?

La pobre María oía a su marido sin lograr comprender por qué hablaba así. ¿Pues qué tenía ella que ver con lo que disponía el Señor Dios; qué sabía ella de lo que había hablado San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nombre ignoraba?

El Señor Dios veía a la joven señora confundida, a José con el rostro desfigurado por el sufrimiento, y solo atinó a intervenir diciendo:

—¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento de Mi Hijo no es cosa suya ni tuya, sino mía!

Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que los hombres comenzaron a poblar la Tierra habían adquirido la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque Él nunca había visto de cerca cómo se comportaban los matrimonios; debido a que lo ignoraba le habló así a José. De haber estado al tanto de pequeñeces como ésa habría pasado por alto las palabras del marido de María, pues es lo cierto que tenía sueño y quería echar una siesta.

Una siesta del Señor Dios puede ser de días, de meses o de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy larga. Porque he aquí que El estaba en lo mejor del sueño cuando de pronto despertó diciendo:

—Caramba, si ya va a nacer Mi Hijo. Por poco lo olvido.

Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. Nacían hijos de reyes, de labriegos, de pastores, de guerreros; nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras y varones, unos robustos, otros débiles; unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres, unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de todas clases, de todas las figuras; niños que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y caballos, y niños que nacían en los bosques, rodeados de árboles, de pajarillos y de mariposas; niños que nacían en los caminos, mientras sus padres viajaban, y niños que nacían en las barcas, sobre los ríos y los mares; niños que nacían en grandes casas llenas de alfombras y niños que nacían en las cuevas de los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás se había visto era el nacimiento de un niño que fuera el Hijo del Señor Dios. El Señor Dios no tenía experiencia en casos de nacimientos, lo cual explica que el de Su Hijo le tomara de sorpresa.

Así sucedió. El Señor Dios despertó cuando ya Su Hijo estaba a punto de nacer. Ahora bien, Él había resuelto que el niño nacería pobre, y nacer pobre es tanto como nacer desconocido. Si el alumbramiento de María se hubiese dado en Nazaret, alguna gente iría a ayudarla, a ver a la criatura; no faltarían los vecinos, los parientes y los conocidos de María y José. En ese caso no se cumpliría la voluntad del Señor Dios. El niño, pues, no nacería en la aldea de Nazaret; y a fin de que así fuera el Señor Dios hizo correr la voz de que María y José tenían que hacer un viaje a Belén porque el emperador de Roma, que gobernaba en esos lugares, había ordenado que todo el mundo debía inscribirse en el sitio de donde procedía su familia. La familia de María era de Belén de Judá, un pueblo que estaba al sur de Nazaret. En Belén había nacido, muchos cientos de años antes, un rey llamado David. En Belén debía nacer el Hijo de Dios.

Montando el asno que usaba para llevar agua de la fuente a la casa, María iba hacia Belén por caminos llenos de polvo y de piedras rojizas. El sol de los inviernos calentaba toda la llanura; casi hacía hervir el aire. María cubría su rostro con un paño de color rojo, el asno caminaba despacio y detrás iba José agitando una rama seca con la cual pegaba de vez en cuando al paciente borrico. Cada cinco o seis horas se detenían; era cuando llegaban a las cercanías de un pozo, donde debían coger agua para el camino. Pues en las tierras donde nació el Hijo de Dios apenas hay ríos; la sed atormenta a las bestias y a las gentes; en escasos lugares se ven árboles y solo se hallan con profusión arbustos espinosos; los vientos levantan nubes de tierras quemadas por la sequía y las ovejas se refugian a la sombra de las montañas, donde el rocío nocturno permite que crezcan los yerbajos que necesitan para sustentarse.

Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas vecinas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy estrechas y torcidas, de manera que el borrico, cargado con María, apenas podía pasar por entre los montones de quesos, de pieles de carneros; de higos y de botijos que los vendedores extendían sobre las piedras. Mientras pasaba, José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habitación para él y para su mujer, que llegaban de lejos y necesitaban albergue. Pero nadie pudo ofrecerles techo, ni aun por una noche. Las casas, en su mayoría pobres, estaban llenas desde hacía días con los visitantes de los contornos. Nadie ponía atención en los gritos de José, que estaba angustiado porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas las mujeres, en una habitación. José no sabía que el Señor Dios había dispuesto que Su Hijo debía nacer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ternero o un potrillo.

Siguieron, pues, María y José cruzando las callejuelas. Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas habían tejido; de vez en cuando cruzaban grupos de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lleno de mercaderes.

No habiendo hallado albergue para él y para María, José fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En el establo descansaban las bestias de labor de los campesinos que iban a Belén, y se veían allí muías, bueyes, jumentos y caballos, cabras y ovejas. Como José y María llegaron tarde, casi todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el techo en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno de excremento de los animales. Pero había calor, el calor que despedían las bestias, y un olor fuerte, que resultaba a la vez grato, parecía llenar el aire del lugar.

Cuando el Señor Dios despertó, ya estaba naciendo Su Hijo. Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente; pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó, y un viejo buey que estaba cerca volvió los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo en su lengua, y su mugido hizo que una muía que estaba a su lado se volviera también para ver al recién nacido. En ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá arriba las nubes y dijo:

—¡Pero si ya nació Mi Hijo!

De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca había El pasado por un caso igual, pues aunque los mundos y todo lo que en ellos hay habían sido creados por Él, jamás había tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse qué debía Él hacer para que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra.

El punto no era para ser resuelto a la ligera. Pues sucedía que el Señor Dios quería que se supiera que Su Hijo había nacido, pero que solo lo supieran aquellos escasos seres capaces de comprender lo que ello significaba; más aún, los muy contados que podían conmoverse por el nacimiento de un niño sin tener que estar enterados de que ese niño era el Hijo de Dios. Al Señor Dios le hubiera sido fácil crear de un soplo diez docenas de ángeles y enviarlos a la Tierra armados de trompetas para que fueran por todas partes pregonando que había nacido Su Hijo, que acababa de nacer en el establo de Belén y que el Señor Dios iba a proclamarlo como su heredero. En ese caso, grandes multitudes habrían corrido, atropellándose y hasta dándose muerte, cada quien empeñado en llegar antes que los otros, unos cargados de oro, otros de mirra y de perfumes, o llevando rebaños de corderos y de vacas, pajarillos y plantas raras. Porque sucede que el género humano es así, y acostumbra rendir homenaje a los poderosos y a sus hijos, a aquellos de quienes puede esperar algún bien o de quienes teme un castigo. ¿Y quién es más poderoso que el Señor Dios?

O pudo Él anunciarlo con anticipación, mediante un cataclismo, secando un gran río o mudando de lugar una montaña, pues que todo eso y mucho más podía hacer. Pudo incluso haberlo dicho con su gran vozarrón, gritando desde allá arriba:

¡Hombres locos, ahora está naciendo Mi Hijo, que va a predicar en mi nombre entre ustedes!

Y pueblos enteros, con sus ganados y sus esclavos, habrían salido apresuradamente hacia Belén. Podemos imaginarnos a grandes multitudes trasladándose a través de los desiertos y los lugares poblados, cocinando bajo el sol, durmiendo a campo raso, enfermándose, muriendo, naciendo, dejando los pozos y los estanques sin agua y dando muerte, para alimentarse, a toda clase de animales.

El Señor Dios no aspiraba a tal movilización. Todo lo que Él quería era que unos cuantos hombres, muy pocos —los que tuvieran el alma limpia y generosa— supieran que ya había nacido Su Hijo. Quería decirlo y que solo lo entendieran algunos habitantes de la Tierra.

Como hacía siempre que se veía en aprietos, el Señor Dios meditó; nunca hizo Él cosa alguna sin antes pensarlo dos veces, y en algunos casos hasta tres veces.

Sentado en medio del enorme piso de nubes, el Señor Dios veía los cielos llenos de estrellas que iluminaban la inmensidad. Todas esas estrellas eran soles que Él había hecho millones de años antes. Era de noche ya, pero nunca es de noche allá arriba, donde Él está, porque los espacios están bañados por un resplandor indescriptible. En medio de ese resplandor estaba el Señor Dios, sentado como un rey, cogiéndose las rodillas con las manos y contemplando las estrellas. De pronto llamó a una, un hermoso lucero de color azul claro, casi más blanco que azul. Le dijo:

—¡Ven acá, tú!

Y aunque el lucero estaba a una distancia fantástica, se le vio salir de golpe, a gran carrera, si bien era difícil apreciar que se movía; se le vio acercarse, con su luz cegadora y espléndida, y correr y correr por los cielos en derechura hacia el Señor Dios.

—Vete a la Tierra —le dijo Él cuando lo tuvo cerca— y pósate sobre un establo que hay en un pueblo llamado Belén. Hay tres establos allí, uno a la salida del camino que va a Jerusalén, que queda al norte: otro a la salida del camino del oeste y otro a la salida del camino de Hebrón, que queda al sur. En este último acaba de nacer Mi Hijo, y es sobre ese establo donde debes colocarte. Atiende bien, que no quiero equivocaciones. Ustedes los luceros son bastante alocados y no ponen la debida atención en lo que se les dice, de donde provienen luego grandes errores. Lo primero es atender para poder entender. Así es que ya lo sabes: te posas sobre el establo que está hacia el sur.

En un instante se vio al lucero alejarse; iba hacia la tierra a tal velocidad que en pocos segundos su tamaño pasó a ser el de una naranja, y después el de una moneda, y después el de un anillo.

En un salto se hallaba sobre el establo, aunque bastante alto desde luego. Cuando se situó allí dirigió un rayo hacia el establo.

No era muy tarde, y mucha gente estaba despierta; buen número se hallaba en las pequeñas calles; algunas charlaban y en muchos sitios las gentes encendían hogueras para amortiguar el frío, que era fuerte aquella noche.

Pues bien, de toda esa gente que todavía estaba despierta en Belén, ninguna vio al lucero. Es costumbre de los hombres no ver aquellas cosas que antes no se les han anunciado, sobre todo si esas cosas son de apariencia humilde o se confunden con las que nos rodean. A pesar de su significación especial, el lucero parecía uno más, una de las tantas estrellas que llenan los cielos, y la gente que había en Belén no se detuvo a verlo.

Capítulo III

Pero cuatro personas vieron el lucero y se sintieron atraídas por él, cada una, desde luego, según su manera de ser, pues no todo el mundo es igual.

Una de ellas se hallaba a gran distancia, a distancia tan enorme que solo se explica que viera el lucero porque veía con ojos de bondad, capaces de penetrar hasta lo increíble, y con alma sencilla que adivinaba lo extraordinario por muy oculto que estuviera. Esa persona era un viejecito rechoncho, alegre, de constante buen humor, que tenía su vivienda en un lejano país donde en invierno los campos se cubrían de nieve y los árboles se quedaban sin hojas y los pajarillos tenían que huir a otros climas para no morir de frío. El viejo señor acostumbraba vestir de rojo para que los niños de las cabañas que había por allí le reconocieran en medio de la nieve cuando él iba a visitarlos; usaba adornos blancos en las mangas y en la chaqueta, gran cinturón negro y altas botas también negras; tenía copiosa barba blanca y llevaba gorro rojo con adornos blancos. Era el anciano más simpático que nadie podía ver jamás. Se reía siempre y tanto, que la risa le había arrugado la cara. El frío del invierno le enrojecía la nariz y el viento le azotaba la barba, pero a él no le importaba. Iba de choza en choza para entretener con sus cuentos a los niños; les llevaba regalos, y todo el mundo lo quería, todos lo recibían con alegría y alborozo, todos se llenaban de animación cuando veían su estampa rechoncha y roja luchando con la ventisca y con la nieve. Tenía varios nombres el buen viejo; unos le llamaban Nicolás y los niños muy pequeños, que no sabían pronunciar su nombre, le llamaban Colás o Claus, pero había otros que le decían Papá Noel.

Pues bien, el simpático don Nicolás fue uno de los que vio el lucero. Iba él con un saquito de juguetes de madera, que él mismo hacía en sus ratos de ocio para regalar a los niños, cuando vio a la distancia aquella luz. A don Nicolás todo le parecía hermoso; nada le desagradaba porque pensaba que cuanto hay en la Tierra tiene algún fin, y que la gente que solo ve el lado feo de las cosas afea la vida de los demás y se amarga la suya. Por eso le agradó ver aquella luz y se quedó con la vista fija en ella.

—Me gustaría saber qué quiere decir ese lucero —dijo en voz alta—, pues por alguna razón está alumbrando tanto. Nunca se ha visto que un lucero dé tal cantidad de luz y eso significa algo bueno.

Lo que no se imaginaba el viejo era que el Señor Dios estaba allá arriba mirándole a él, y que el Señor Dios oye a las gentes hasta cuando solo piensan, razón por la cual Él sabe lo que hay en el corazón y en la cabeza de cada quien.

Don Nicolás contemplaba la luz y apreciaba la distancia a que se hallaba.

—Está muy lejos —dijo—, pero voy a ir allá. Es verdad que no tengo animal que me lleve, mas no importa; iré a pie.

El Señor Dios oyó aquello y pensó: “¡Caramba con el viejo! Si sale a pie, cuando llegue Mi Hijo tendrá barbas. Debo ayudarle a hacer ese viaje con la mayor rapidez posible”. Y como a la hora de ayudar el Señor Dios no anda dudando, sino que actúa inmediatamente, se arrancó un pelo de la ceja derecha y le gritó:

—¡Conviértete en reno ahora mismo, y además en trineo, y vete a buscar a don Nicolás, un viejo que está allá, en medio de esa llanura blanca que se ve por el norte! Te vas sin perder tiempo y le dices que suba en el trineo, que tú lo vas a llevar a donde se halla el lucero. Fíjate bien en lo que oyes, porque ustedes los renos son muy dados a estar pensando solo en el pasto de las primaveras y no ponen la debida atención en lo que se les dice. Recoges al viejo don Nicolás y lo llevas hasta donde está el lucero, y ahí lo dejas a la puerta del establo de Belén, y esperas que él salga para que lo transportes otra vez a su tierra. No quiero equivocaciones; observa que en Belén hay tres establos, uno a la salida de…

—Sí —le interrumpió el reno, un hermoso animal todo blanco, con la cornamenta como dos ramas nevadas—, ya oí cuando se lo decía al lucero: uno a la salida para Jerusalén, otro hacia el oeste y otro hacia el sur.

El Señor se quedó mudo de asombro. ¿Cómo podía explicarse que ese animal hubiera oído lo que Él le decía al lucero, si no había nacido todavía cuando Él hablaba con el lucero? Por primera vez el Señor Dios tenía un misterio que resolver.

—Es que tú olvidas que yo era ceja tuya hasta hace poco, y por eso oí lo que hablaste con la estrella —explicó el reno como si supiera lo que el Señor Dios se preguntaba en silencio.

—¿Qué es eso de tratarme de “tú”, atrevido?

El Señor Dios estaba simulando una indignación que en verdad no sentía. Buscaba confundir al reno para que éste no se diera cuenta de la turbación en que lo había dejado la inteligente observación del animal. Pero no consiguió su propósito, porque el reno seguía mirándole con la mayor frescura. Entonces el Señor Dios le gritó que no perdiera el tiempo y que se marchara en seguida, a lo que el precioso animal respondió pegando un brinco de más de cien millas, seguido del blanco trineo que llevaba atado por blancas correas. En cosa de segundos se perdió en la inmensidad.

Mientras el reno se lanzaba a los espacios, tres personas discutían sobre el lucero. Se trataba de unos reyes del desierto, cada uno de los cuales reinaba en un oasis, los lugares donde hay agua en medio de las arenas, allí donde crecen las palmeras de dátiles y los pastores se reúnen de noche junto con los peregrinos y los mercaderes y los guerreros para descansar de los trabajos del día.

Los tres oasis eran vecinos, y eso explica que los reyes pasaran muchas horas j untos. Acostumbraban contarse historias entre sí, relatarse los acontecimientos de cada uno de los pequeños reinos, explicar cómo cobraban los impuestos y cómo administraban justicia; se entretenían jugando ajedrez, a lo que eran muy aficionados, y mientras jugaban iban comiendo dátiles, que colocaban en una gran bandeja de plata, y discutían durante horas enteras el movimiento de algunas piezas.

Entre ellos había uno de muchos años, rostro flaco y barba blanca, llamado Gaspar. Era todo un rey por el porte, la mirada de sus ojos, negros como el carbón, y la hermosa nariz aguileña. Se ponía un brillante manto azul lleno de piedras preciosas y un turbante de tela de oro y parecía más que un rey. Pero tenía mal humor y era muy tacaño, casi avaro. Nunca hubo rey que hablara menos que él, ni ninguno que amara más las monedas de oro. Le gustaba contar él mismo sus tesoros y a nadie perdonaba una dilación en pagar los impuestos, por pequeña que fuera la suma que debía pagar. Gastaba lo menos posible, y por eso era flaco, pues hasta para comer era económico. Su gran preocupación era tener más camellos que nadie, y más ovejas y más oro y piedras preciosas. A pesar de lo cual en el fondo era un buen hombre, y huía de los que sufrían porque si veía a alguien sufriendo acababa ablandándose y dándole algunos dátiles o un pedazo de queso. Se contaba que cierta vez ordenó que le dieran a un mendigo un vaso de leche y a una vieja que ya no podía trabajar le regaló una moneda de plata. Aquello fue un acontecimiento de gran significación, y el propio rey Gaspar se disgustó por su debilidad, al extremo de que prohibió que se hablara de ello en su presencia, tan mal se sentía cada vez que recordaba que por esa causa en su tesoro había una moneda menos.

Pero eso sí, el rey Gaspar era justo; no admitía que se cometiera ninguna crueldad con sus súbditos, no aceptaba que a nadie se le cobrara de más ni un pelo de camello, y cuando sabía que alguien había procedido mal montaba en cólera y mandaba darle veinte azotes, o cincuenta, o cien, de acuerdo con el delito que hubiera cometido.

Otro de los reyes era Melchor, muy distinto de Gaspar en su figura, puesto que no tenía tanta estatura pero sí más carnes, ni tanta edad aunque también llevaba barba, una barba negra muy bonita, muy bien arreglada y de no más de una pulgada de largo. Melchor era de rostro redondo y de nariz también redonda; y no tenía la mirada altanera, pues sus ojos castaños eran dulces y bondadosos; el pelo, menos oscuro que la barba, le caía sobre los hombros. Ese pelo tan largo no le quedaba tan bien como el suyo blanco al rey Gaspar, hay que reconocerlo, pero él se lo mantenía limpio y perfumado con los mejores aceites.

El rey Melchor se parecía a Gaspar en una cosa: en que hablaba poco. Pero jamás tenía mal humor. No era parlanchín porque acostumbraba decir solo aquello que le parecía que era necesario y verdadero, razón por la cual antes de hablar se medía mucho y meditaba una por una las palabras que iba a usar. Era un rey observador y disciplinado, que se levantaba siempre a la misma hora, hacía cada día lo que había hecho el día anterior y estudiaba cuidadosamente todo problema. No había manera de que entrara en guerra con otros reyes. Él vivía en paz con todo el mundo y afirmaba que respetando los derechos de los demás reyes jamás tendría que ir a la guerra. Eso no quiere decir que era tímido o cobarde; de ninguna manera. Cierta vez que unos guerreros atacaron a gente de su tribu y les quitaron unas cuantas ovejas y dos camellos, el Rey Melchor montó a caballo —un hermoso caballo blanco que era su favorito— y se fue solo a enfrentarse con los asaltantes. Cuando éstos le vieron llegar sin compañía alguna pensaron que el rey Melchor había dejado sus guerreros ocultos en algún sitio para después exterminarlos por sorpresa, y resolvieron devolverle las ovejas y los camellos. Pero la verdad es que Melchor no se había hecho acompañar de nadie. Desde ese día todas las tribus del desierto le cobraron gran respeto. Como su amigo Gaspar, Melchor era rico, pero no tenía mucha estima por sus riquezas; más que el oro amaba la paz, y más placer que llevar encima piedras preciosas le producía ver a su pueblo alegre y saludable.

Cuando el rey Gaspar y el rey Melchor estaban solos resultaba divertido oírles hablar, y sobre todo oírles discutir sobre las jugadas de ajedrez. Pues en sus discusiones no decían más de tres palabras cada uno, y pasaba tanto tiempo entre lo que uno decía y lo que le respondía el otro, que a veces los que estaban cerca no se acordaban de lo que había dicho Gaspar cuando oían lo que contestaba Melchor, o viceversa. Pero esas discusiones se animaban mucho si estaba presente el rey Baltasar. Ese sí que hablaba, y se divertía él solo, y él solo se decía y se respondía, se reía y se ponía serio. Se trataba de un personaje animado, lleno de vitalidad y alegría, que muy difícilmente dejaba a nadie terminar de hablar sin que le interrumpiera para contestarle o hacer un chiste. Aun mismo tiempo jugaba ajedrez, comía dátiles y contaba una historia. Era el rey más raro del mundo, porque a la vez que se movía mucho y hablaba más, tenía majestad, sobre todo cuando quería tenerla. Entonces erguía la cabeza, le brillaban los ojos y abría las aletas de la nariz; se ponía altivo y hermoso y parecía crecer.

Baltasar era negro. Pero no un negro tosco, como mucha gente imagina que son todos los negros, sino más bien de bella presencia, muy bien proporcionado, más alto que bajo, más delgado que grueso. No tenía el color brillante; su piel era de un negro apagado. Tenía la frente pequeña, las cejas muy dibujadas, los ojos muy grandes, la nariz recta; no achatada como la de muchos negros, ni aguileña como la del rey Gaspar, ni redonda como la del rey Melchor. Sus labios eran gruesos y largos y sus dientes fuertes y blancos. Tenía la cara bien cortada, el cuello poderoso, los hombros llenos de músculos, y también los brazos. Hablaba a grandes voces, se reía por nada, y por nada se ponía bravo, y entonces imponía temor, porque era agresivo y muy astuto. Probablemente no había en toda la tierra rey mejor que Baltasar. Si oía llorar a un niño mandaba sus guardias a preguntar qué ocurría; si un anciano se sentía enfermo, él mismo iba a darle las medicinas; si alguien no podía pagar sus impuestos, decía:

—No importa, otro día será.

Se contaba que una vez que fue a la guerra venció a su enemigo, el rey que había atacado su oasis, y que sus guerreros le llevaron un niño prisionero y le dijeron:

—Mira, rey Baltasar, éste es el hijo de tu enemigo y su heredero. Mátalo para que te quedes con su reino y repartas sus riquezas entre nosotros.

Esa era la costumbre de la época; así actuaban todos los reyes y por tanto nadie hubiera tomado a mal que Baltasar decapitara al niño. Pero Baltasar se indignó, dijo que lo que le pedían era un crimen, y tomando su cimitarra gritó a sus guerreros que el primero que volviera a darle consejo parecido iba a quedarse sin cabeza en el acto.

—¡En el acto! —gritaba, con los grandes ojos enrojecidos de cólera.

Baltasar vestía con lujo; le gustaba usar un blanco turbante que prendía con un rubí del tamaño de un huevo de paloma; se ponía en las muñecas y en los tobillos ajorcas de oro, se colgaba al cuello un gran collar lleno de monedas y se ponía un cinturón cuajado de piedras preciosas. Pero no usaba manto.

—El manto no les queda bien a los negros —decía riéndose.

Era un hermoso grupo el de los tres reyes; Gaspar con su manto azul tachonado de piedras y su turbante dorado, Melchor con su turbante rojo y su manto amarillo, si bien este último no llevaba piedras u oro, porque al rey no le agradaba el lujo; Baltasar con su turbante blanco y su traje verde, su collar, sus ajorcas y su cinturón.

Como los tres eran muy limpios, llevaban todo el tiempo pantalones blancos, de seda brillante, muy pegados a las piernas, y los tres usaban rojas babuchas, que son zapatos de tela de punta larga y hacia arriba. Daba gusto verlos en las noches claras, cuando se sentaban sobre una gran alfombra bajo las palmeras a jugar ajedrez. Como reyes de Oriente, no usaban sillas ni sillones, sino cojines y las propias piernas cruzadas bajo ellos.

Una de esas noches fue cuando apareció el lucero. Jugaban Gaspar y Baltasar; junto a ellos, comiendo dátiles en silencio, estaba Melchor. Baltasar iba a mover una pieza, pero se distrajo mirando algo a través de las palmeras. Estuvo un momento deslumbrado, un momento nada más, y de pronto exclamó:

—¡Majestades, algo raro está sucediendo en el mundo! ¡Miren ese lucero, vean esa luz! ¡Nunca se ha visto un lucero como ése!

Melchor se volvió para ver, pero Gaspar no. Gaspar solo atendía al tablero y estudiaba la posible jugada de su contrincante.

—Juega, Baltasar —dijo.

Pero Baltasar no tenía intención de jugar, pues seguía mirando hacia el lucero.

—Sí, algo pasa —comentó muy calmadamente Melchor.

—Y a nosotros, ¿qué nos importa lo que pase? —preguntó con su habitual aspereza Gaspar—. Lo que tenemos que hacer es seguir jugando.

El rey negro no hizo caso; peor aún, se puso de pie y abandonó su puesto frente al tablero.

—¡No, señor! —dijo—. Tú estás equivocado, rey Gaspar. Lo que anuncia ese lucero debe ser algo muy grande, y yo no me lo pierdo. ¡Hay que ir ahora mismo para allá a ver qué está sucediendo!

-¿Ir?

Esa pregunta de una sola palabra sonó como un relincho, y quien la hizo fue Gaspar. Del disgusto que le causó la proposición del rey Baltasar tiró el tablero a diez varas de distancia; inmediatamente, como le sucedía cada vez que montaba en cólera, se puso a masticar el aire y la blanca barba iba y venía como el rabo de una paloma.

—Espérate,Gaspar; cálmate y atiende. Creo que vale la pena saber qué pasa.

Ese que habló fue el rey Melchor, lo cual indignó más a Gaspar, ¿pues cómo se explica que un hombre sensato, un rey tranquilo y metódico como Melchor hablara de ir a ver qué ocurría?

—¿Te has vuelto loco? —respondió Gaspar—. Ve tú, si quieres, y acompaña a este curioso entrometido. Yo no me muevo de aquí.

—Pues vas a moverte, sí señor —terció Baltasar gesticulando a diestra y siniestra—. Tienes que ir, porque si se trata de algo bueno nosotros queremos compartirlo contigo.

—¿Qué bueno ha de ser? ¿Cuándo has visto tú que ocurra nada bueno en el mundo? Además, yo no voy a dejar mi reino abandonado. ¿Qué sería de mis tesoros?

El calmoso rey Melchor puso una mano en el hombro de Gaspar, y habló:

—Algo me dice que conviene que vayamos, Gaspar. En cuanto a tus tesoros, llévatelos contigo. Yo voy a ir de todas maneras y me llevaré los míos, porque no sé qué tiempo gastaré en el viaje.

—¡No hay más que hablar! ¡Pronto, traigan dos camellos! —gritaba ya Baltasar; y casi antes de terminar, decía:

—Te quedarás aquí solo, rey Gaspar. Si te ataca alguna tribu guerrera perderás la vida y los tesoros, porque Melchor y yo vamos a ver qué significa ese lucero.

A regañadientes, sin ningún entusiasmo, el rey Gaspar admitió ir él también. Pidió un camello más, el mejor de los suyos; hizo que le colocaran sus tesoros en dos cofres y vigiló atentamente esa operación. Viéndole actuar, Baltasar y Melchor mandaron a buscar sus tesoros y en poco tiempo los tres reyes se hallaban sobre sus ricos arneses.

Los guardias reales quisieron acompañarles, pero ellos dijeron que no, que irían solos. Ya al salir, Baltasar dijo:

—Melchor, tú que eres el más juicioso, di hacia dónde alumbra el lucero.

—Es hacia Belén.

—Bien, ¡pues ya estamos andando hacia Belén! —gritó Baltasar.

Y así fue. Sus súbditos se agolparon para verlos partir en la clara noche, y les gritaban adioses. Los reyes notaron que se alejaban muy de prisa, y después observaron que los camellos no trotaban, sino que parecían saltar, y cada vez eran más grandes los saltos, mayores las distancias que recorrían en el aire. Apenas podía afirmarse que ponían las patas en tierra. Aquello era la cosa más rara que jamás le había sucedido a un grupo de reyes.

Es oportuno consignar aquí que hasta el propio rey Gaspar se impresionó, y a tal punto que se vio en el caso de confesar:

—En verdad, parece que el lucero anuncia algo extraño. Palabras a las que el rey negro respondió con una gran risotada, lo cual le hizo tragar mucho aire, porque a esa altura volaban a tremenda velocidad.

Capítulo IV

Había sucedido que el Señor Dios también se enteró a tiempo de que los tres reyes iban camino de Belén. El Señor Dios estaba esa noche lleno de curiosidad, cosa que no debe causar asombro porque se trataba de que Su Hijo acababa de nacer, y quería saber quiénes estaban dispuestos a honrar a ese niño. El Señor Dios era de esta opinión: “Los hombres son locos y por eso parecen malos, pero uno solo, o dos o tres capaces de ser cuerdos, buenos y puros, justifican todo mi trabajo, y con que haya dos o tres en la Tierra me basta para pensar que mi obra no ha sido un fracaso”. Esa noche del nacimiento de Su Hijo halló que había cuatro, esto es, el simpático don Nicolás y los tres reyes. A los cuatro los veía Él con gran ternura; y de la misma manera que pensó que don Nicolás no iba a poder hacer el viaje desde sus lejanas tierras nevadas hasta Belén a pie, y le envió el blanco reno y el trineo, asimismo pensó que si los reyes se atenían únicamente al trote de sus camellos llegarían con algunos días de retraso, trasnochados y bastante estropeados. Por eso desde allá arriba Él dijo:

—Vamos, camellitos, apuren el paso y vuelen un poco.

Ni que decir que los propios camellos no sabían lo que les pasaba, porque a poco ya ni ponían las patas en tierra. Sobre ellos, sus jinetes se llenaban de asombro, tal vez con la excepción de Baltasar, a quien los sucesos extraños le producían alegría.

De esa manera, volando en vez de trotar, las hermosas bestias del desierto llegaron como exhalaciones a Belén; y a un tiempo, como si supieran qué hacían, doblaron sus rodillas en la puerta del establo. El primero de los tres reyes que se tiró de su camello fue Baltasar. Al asomarse a la puerta vio a una hermosa y joven mujer que envolvía a un recién nacido en blancas telas, a un hombre de negra barba que le ayudaba en su tarea, a un calmoso buey echado, que rumiaba y parecía reflexionar sobre lo que estaba a su vista, y a una muía que mordisqueaba pasto seco. Por el roto techo del establo entraba la vivísima luz del lucero, llenaba de resplandor al grupo de la mujer, el hombre y el niño, y daba tal transparencia al cuerpo del niño que éste parecía hecho en el más fino de los cristales.

El rey Baltasar, el alegre y bondadoso rey del desierto, tenía un corazón puro, un corazón de esos que reconocen la verdad y no la niegan. En un segundo había observado que a pesar de estar recién nacido, aquel niño tenía los ojos abiertos e iluminados, ojos a la vez claros y profundos, como los de los seres que han visto cuanto hay que ver en la vida. Entonces Baltasar gritó, volviéndose a Gaspar y a Melchor, que todavía estaban sentados sobre sus camellos:

—¡Majestades, aquí hay un niño que debe ser el Hijo de Dios!

Esas palabras sorprendieron a José, quien no pudo menos que preguntar:

—¿Tan pronto le llegó la noticia, señor?

Melchor se asomó a la puerta antes que Gaspar. También él miró, solo que lo hizo con su acostumbrada calma, estudiando la escena con mucho detenimiento. Ya se sabe que Melchor no se aventuraba a dar opiniones si no estaba muy seguro de lo que diría.

—¿Es o no es ese niño el Hijo de Dios? —le preguntó, lleno de entusiasmo, el rey Baltasar.

Pero Melchor meditó todavía un poco más; alzó los ojos para cerciorarse de que la luz que alumbraba al hermoso grupo era la del lucero; contempló con verdadero interés al niño, y terminó admitiendo:

—Sí, ese niño es el Hijo de Dios.

Al oír al sereno y juicioso Melchor hablar así, el corazón del rey Baltasar se desbordó de alegría. En verdad, parecía haberse vuelto loco. Corrió hacia la puerta exclamando:

—¡Es el Hijo de Dios, rey Gaspar! ¡Tenemos que darle nuestros tesoros! ¡Ha sido una suerte traer los tesoros para que podamos ofrendárselos ahora al niño!

Oír a Gaspar tales exclamaciones y saltar como si lo hubiese picado un animal venenoso, fue obra de un segundo.

—¿Qué dislates son ésos, rey Baltasar? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees tú que yo voy a darle mis tesoros al primer niño que encuentre? ¡Señor! —agregó, elevando los brazos al cielo y levantando su cabeza, lo cual era un espectáculo bastante cómico, visto que todavía estaba sobre el camello y éste se hallaba arrodillado—, ¡este desdichado rey negro ha perdido el juicio y quiere que lo pierda yo también!

Pero el rey Baltasar no ponía atención en las quejas de su amigo y compañero. Se dirigió a su camello y comenzó a descargar los tesoros. Viéndole actuar, el rey Gaspar casi enloquecía.

—¡Melchor, rey Melchor! —gritaba, apelando al buen juicio de su amigo y colega—. ¡Este loco va a darle sus tesoros a ese niño porque dice que es el Hijo de Dios!

Con su gran paciencia, Melchor le contestó:

—Sí señor, es el Hijo de Dios, y yo también voy a poner mis tesoros a sus pies.

A poco más pierde la razón el rey Gaspar. Estaba lívido. Era, en verdad, un rey de mal humor, que necesitaba de muy poca cosa para sentirse colérico, y cuando se ponía así la barba le subía y le bajaba sin cesar, del cuello a la nariz y de la nariz al cuello. Preguntaba ahogándose:

—¿Pero cómo es posible que le den a ese niño todos sus tesoros? ¿No comprenden que van a quedarse en la miseria? ¿Y yo, qué va a ser de mí? ¿Creen ustedes que yo voy a arruinarme porque ustedes se empeñen en creer que ese recién nacido es el Hijo de Dios? ¿Quién me lo asegura?

—No charles tanto, rey Gaspar —dijo Baltasar—; nos lo asegura el corazón, que nunca se equivoca. Ve tú a verlo y después di lo que quieras.

—¡Claro que iré. Y ya verán ustedes que ése no es el Hijo de Dios!

Ocupado en descargar sus tesoros, Melchor no hablaba.

El rey Gaspar se lanzó de su camello, y tanta ira llevaba que se enredó los pies y cayó de narices en el polvo. Pero se levantó de prisa y entró al establo dispuesto a probar que sus dos amigos estaban equivocados. Sin embargo, he aquí que al cruzar la puerta quedó alelado, allí estaba el grupo. El hombre y la mujer se veían en actitud de adoración; el niño sonreía al viejo rey malhumorado; el buey y la muía parecían observarlo, como si dijeran: “Vamos a ver cuál es ahora tu opinión”.

Algo sintió el rey en su corazón; como una música, como una luz, como un calor suave y bienhechor. Elevó los ojos hacia el techo y creyó que hasta el lucero esperaba sus palabras. Poco a poco fue acercándose al grupo; cayó de rodillas, tomó una mano del niño y dijo:

—El Señor te bendiga, preciosa criatura.

Y entonces se puso de pie y caminó hacia su camello. El rey Baltasar y el rey Melchor iban entrando ya con sus tesoros; el primero sonrió con bastante indiscreción, casi burlándose del viejo rey Gaspar. Pues el rey negro del desierto era más franco de lo necesario y con sus ribetes de burlón. Pero Melchor ni siquiera alzó los ojos. Ya afuera, Gaspar sacó de uno de los cofres dos monedas de oro y se las guardó en su cinturón.

—El Señor Dios me perdonará si me quedo con éstas —dijo—, pero yo no quiero exponerme a estar completamente arruinado como este par de locos. A lo mejor más tarde hacen falta estas monedas para que ellos mismos no se mueran de hambre.

Después cogió sus tesoros y los llevó hasta los pies del niño. Muy silenciosamente, los tres reyes abrieron sus cofres, y la luz del lucero sacaba brillo de los rubíes, las esmeraldas, los brillantes y el oro que había en ellos. Tanto era el brillo que el buey volvió sus pesados ojos hacia la muía, como queriendo decirle: “fíjate cuántas cosas hermosas han traído estos tres reyes”. Con lo cual pareció estar de acuerdo la muía, porque también ella miró al buey y después fijó la vista en los abiertos cofres.

No solo el buey y la muía, sin embargo, contemplaban aquel montón de riquezas; también el Señor Dios las veía desde arriba. Las veía y sonreía moviendo de un lado a otro la gran cabeza. Se sentía feliz el Señor Dios, no por los tesoros, sino porque su ofrenda significaba un homenaje a Su Hijo. Y como de vez en cuando al Señor Dios le gustaban las travesuras, se reía de que el colérico y viejo Gaspar hubiera guardado dos monedas de oro.

—Ese rey es un gran tipo —decía, y por la blanca barba de Gaspar le llegó a la memoria la de don Nicolás, razón por la cual se preguntó:

—¿Pero qué será de ese otro viejo? ¿Por qué no habrá llegado todavía? ¡De seguro que el tonto del reno se ha distraído! Los renos solo piensan en el pasto. ¿Dónde estará ahora?

Buscando con la mirada alcanzó a verlo: volaba a velocidad increíble. El brioso animal partía los aires, con las patas de atrás juntas y extendidas, las delanteras dobladas por las rodillas y también juntas, el poderoso cuello erguido, la linda cabeza derecha y abiertas las ventanas de la nariz. Atrás, en el trineo, muy sonreído y muy tranquilo, iba don Nicolás. Llevaba sobre las piernas el saquito lleno de juguetes de madera, con el cual, echado al hombro, iba de choza en choza cuando cayó del cielo, a su lado, el reno con el trineo. El reno habló para decir: —Me parece que tú eres don Nicolás, ¿no?

—Sí, soy yo —oyó que le respondieron.

A lo que, sin perder tiempo, replicó el reno:

—Entonces súbete aquí, porque el Señor Dios dice que si haces el viaje a pie hasta donde ves la luz, llegarás un poco cansado.

Don Nicolás no era hombre de formular muchas preguntas, ni andaba buscándole dificultades a las cosas, de manera que le pareció lo más natural del mundo aprovechar la oportunidad que le ofrecían, y ni corto ni perezoso se acomodó en el trineo. A poco notó que iban volando, cosa que no le sorprendió porque tampoco tenía él la costumbre de sorprenderse: en esta vida todo puede suceder, hasta lo más inesperado. Pero creyó del caso hacer algún comentario; así es que le preguntó al blanco animal:

—¿Tú eres un reno o un avión?

A pesar del ruido del aire, que era mucho, el reno le oyó porque volvió la cabeza para responderle:

—No hagas preguntas, porque no puedo perder tiempo. El Señor Dios es muy estricto cuando da órdenes y yo recibí la de llevarte cuanto antes a Belén. Por esa razón vamos volando, no porque yo sea avión ni cosa parecida.

—Bueno, bueno —explicó don Nicolás—, no es mi intención causarte enojos. Si lo del avión te ha molestado, dalo por no dicho. Lo que sí desearía que me explicaras es eso de Belén. ¿Qué es Belén?

—Siento no poder decírtelo, pero ni yo mismo lo sé. Agárrate, no vayas a caerte, porque dentro de poco vamos a llegar y en Belén no hay nieve. Si te caes te rompes por lo menos una costilla.

—¿De manera que me traes volando tan lejos para que me rompa una costilla? No esperaba eso. Pero en fin, hágase la voluntad de Dios —comentó Nicolás.

—Eso mismo digo yo y eso es lo que estoy haciendo —afirmó el reno.

Fue exactamente cuando terminó de decir esas palabras cuando el Señor Dios acertó a verlos desde su altura.

Cuando el reno y su pasajero se acercaban, el lucero parecía despedir mayor luz. Era una fuente de resplandor, una creciente semilla de claridad, el más espléndido espectáculo que podía disfrutarse en la Tierra. Hasta el reno quedó deslumbrado.

—¡Qué luz tan limpia! —dijo.

Don Nicolás opinó en alta voz que mejor que ver al lucero en ese momento era ver la tierra para saber dónde iban a bajar. Estaba preocupado por la integridad de sus costillas.

—Ese es un problema mío que resolveré por mí mismo. Y no me distraigas, que ya estamos llegando —explicó el reno.

Así era. Un instante después el hermoso animal ponía sus cuatro patas a la puerta del establo, y el trineo, que había descendido con tanta suavidad como si se hallara sobre montones de algodón, chirriaba ligeramente al sentirse frenado por el suelo.

—¿Aquí es? —preguntó don Nicolás.

—Aquí —respondió el reno.

Don Nicolás descendió, con alguna dificultad porque era grueso y de bastantes años. Súbitamente el reno se deshizo en el aire, con todo y trineo. Don Nicolás lo vio deshacerse, pero tampoco eso le resultó extraño. Era costumbre suya no asombrarse de nada. Con su saco al hombro, se dispuso a entrar en el establo.

Pero en ese momento salían de allí tres hombres vestidos lujosamente, con trajes que él jamás había visto ni imaginado. El primero en salir fue un negro de arrogante estampa, vestido de verde con turbante blanco; le seguía un anciano flaco, muy altivo, de manto azul y turbante dorado, en cuyo rostro destacaba una barba blanca; por último, iba un señor de talla mediana, también medianamente grueso, de barba negra y corta y manto amarillo y turbante rojo. Los tres salían con expresión feliz.

—¿Quiénes serán estos señores? —se preguntó don Nicolás, y se quedó mirándoles, a la vez que los tres le miraban a él, tal vez sorprendidos por su figura, su ropa tan desusada en esos parajes, su barriga saliente y su semblante alegre.

Los reyes comenzaron a hablar entre sí. El negro avanzó hacia su camello y de pronto se puso a gritar:

—¡Majestades, vengan a ver; aquí ha sucedido algo raro! ¡Los camellos están cargados de tesoros!

Melchor y Gaspar corrieron a comprobar lo que decía su compañero Baltasar, y los dos se quedaron mudos de asombro ante aquellas riquezas. Allí había muchas veces más tesoros de los que ellos habían dejado a los pies del niño. No podían comprenderlo. Melchor, siempre sensato, estudió la situación en silencio y después dijo:

—Aquí debe haber un error, majestades. Propongo que averigüemos quiénes son las personas que olvidaron estas riquezas, y que se las devolvamos cuanto antes. Es posible que haya habido un cambio de camellos y que éstos no sean los nuestros, sino otros.

¿Para qué dijo tal cosa? El rey Gaspar por poco lo fulmina. Saltó con la agilidad de un mono y quería meterle los puños por los ojos.

—¿Estás loco? —decía—. ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Qué persona con dos dedos de frente va a dejar abandonados tres camellos cargados de riquezas? ¿No ves, además, que éstos son nuestros camellos? ¿Estás tan ciego que no los reconoces?

Baltasar terció para decir:

—Majestades, puede ser que sea un regalo del Señor Dios en vista de que le hemos dado a Su Hijo cuanto teníamos.

El rey Gaspar no necesitaba explicación tan estimulante para estar de acuerdo con su amigo, y olvidando las muchas veces que él había criticado a Baltasar por ligero, afirmó:

—Así es, sin duda alguna. Baltasar siempre acierta porque este negro es muy inteligente. Además, ya es tarde, nosotros estamos cansados, y yo opino que lo más prudente es que volvamos a nuestros reinos y allá hagamos las averiguaciones del caso. Yo, por lo menos, me voy ahora mismo.

Dicho y hecho: se trepó en su camello y en el acto salió al trote. Baltasar dijo:

—No lo dejemos ir solo, Melchor, porque podría suceder que un grupo de bandoleros le asaltara en el camino.

Y como Melchor estuviera de acuerdo, con la salvedad de que al llegar debían investigar el origen de los tesoros, montaron y se fueron.

Tuvieron que hacer trotar a las bestias para alcanzar a Gaspar, que iba ya bastante lejos, siempre murmurando:

—¡Pero qué cambio el de Melchor! ¡Ha perdido el buen juicio ese pobre rey! ¡Proponer que hiciéramos averiguaciones a esta hora!

Mientras ellos se alejaban, el bueno de don Nicolás los veía desde la puerta del establo y el Señor Dios desde su agujero en las nubes. Don Nicolás pensaba: “Son raros, pero simpáticos”. Y el Señor Dios: “La verdad es que Mi Hijo ha sido honrado debidamente por esos reyes”.

En su satisfacción, Él no sabía a cuál prefería. Le habían gustado el entusiasmo del negro y la tranquilidad de Melchor, pero le habían hecho sonreír las inquietudes y la picardía de Gaspar.

Estaba sonriéndose todavía el Señor Dios cuando don Nicolás decidió entrar al establo. Quería ver qué había en el destartalado caserón en cuyo interior entraba a raudales la luz del lucero. Se oían adentro balidos de ovejas y ruidos de animales que se movían. Don Nicolás se asomó a la puerta, ¡y qué conmovedora escena la que vieron sus ojos! Del lucero caía un rayo de luz sobre el niño; éste dormía de la manera más plácida imaginable sobre un montón de heno seco; a su lado, contemplándole con arrobo, estaba una joven y bella mujer en cuyo rostro se adivinaba la dicha maternal; cerca de ambos, un señor de negra barba preparaba pedazos de madera para encender una hoguera, porque la noche era fría. Sin embargo no era en el grupo humano, y en su honda paz, donde estaba la parte conmovedora de la escena; era en su fondo. Pues tras la mujer, el hombre y el niño se hallaban varios de los animales del establo —el buey, una vaca, un asno y una oveja—, y todos miraban fija y dulcemente hacia el niño, con ojos casi humanos, como si comprendieran que esa criatura que dormía sobre el montón de heno no era igual que todos los niños del mundo. En su candor de viejo bondadoso, a don Nicolás no se le escapó la extraña atención de los animales. Pensó: “Los animales solo se sienten atraídos por las almas puras, y eso quiere decir que este niño ha nacido con un alma excepcional”, pero no dijo eso ni nada parecido; solo dijo:

—Buenas noches, señores.

José levantó la cabeza y dejó de atender su hoguera. La figura de don Nicolás le causó verdadera sorpresa. ¿De dónde llegaba ese viejo gordo y bonachón? Jamás había visto él a nadie que vistiera así ni que tuviera ese aspecto; ese cutis tan rojizo, esos ojos tan azules, esas cejas tan largas y tan blancas. El rostro del recién llegado tenía un aire fuera de lo común. Por lo demás, hablaba con voz pausada y alegre.

—Bienvenido a este lugar —dijo José.

—Creo que esto es Belén; por lo menos, eso explicó el reno —expuso don Nicolás por decir algo para empezar la conversación.

José pensó: “¿De qué reno hablará? ¿Qué será un reno?” Pero se tranquilizó con la idea de que tal vez “reno” era el nombre de alguna persona a quien él no conocía.

—Sí, esto es Belén —explicó— y esta casa es el establo, mejor dicho, uno de los establos de Belén.

—Yo he venido aquí sin saber cómo ni por qué, señor —dijo don Nicolás—, pero lo cierto es que me alegro de haber venido porque en mi vida había visto niño tan bello, tan sano y tan tranquilo. Me parece que si Dios tiene un hijo deberá ser así.

José miró entonces a María y ambos sonrieron.

—Señor —dijo José—, usted no anda errado, porque ese niño que duerme ahí es el Hijo de Dios.

—Ah, claro. Tenía que ser. Eso es lo que me ha traído hasta aquí, el sentimiento de que algo grande había sucedido por estos lados —explicó don Nicolás como si hablara consigo mismo y como si no hubiera más gente allí.

José se puso de pie y se acercó a don Nicolás; luego, mostrándole los cofres abiertos, dijo:

—Mire lo que le han traído los reyes del desierto.

Don Nicolás contempló las joyas, las piedras preciosas, el marfil, las monedas; pero lo miró todo sin mayor interés.

—Sí, muy hermoso. También yo le traigo algo. No son tesoros porque soy pobre. Se trata de juguetes de madera que yo mismo hago, ovejas y patos y caballitos tallados en pedazos de árbol.

Con movimientos muy naturales don Nicolás se descolgó el saco del hombro, lo abrió y comenzó a sacar sus juguetes. María tomó uno de ellos y se lo llevó a la cara.

—¡Qué lindos son, señor! —dijo.

—Gracias, señora, pero yo sé que no son lindos ni ricos; solo que se los ofrezco al niño de todo corazón.

—¿No quiere calentarse y tomar algo? —preguntó José, que se sentía conmovido y no hallaba qué decir ni qué hacer.

—No, porque el reno me espera y tenemos que hacer un viaje muy largo.

—Pero debería descansar un rato aquí con nosotros, señor —opinó María.

—No, no puedo. Debo irme. Quisiera darle un encargo, señor; quisiera que le dijera al Señor Dios de mi parte que tiene el hijo más bello y más sano del mundo, que me ha dado mucha alegría conocerlo y que si ese niño va alguna vez por mis tierras yo le guardaré muchos juguetes.

Y buenas noches, señores. Muy buena suerte para usted, señora.

En diciendo esto, don Nicolás dio la espalda y salió. Se sentía feliz; había visto un niño hermoso y una escena delicada, y a él lo bello le hacía dichoso. Además siempre recordaría esa extraordinaria luz que bañaba el establo y hacía transparente el cuerpo del Hijo de Dios. Al salir vio que del aire mismo se formaba el reno.

—Vámonos, que se hace tarde y no quiero líos. Por aquí jamás han visto un reno y la gente podría asustarse si me ve —dijo el animal.

Don Nicolás trepó en el trineo, con la misma tranquilidad de antes a pesar del mal rato que pasó cuando se acercaban al establo. Instantes después iban volando a centenares de millas por minuto y a alturas que daban vértigo. En medio de su vuelo, el reno pensaba: “Me dan ganas de pasar cerca del Señor Dios para que nos vea y sepa que ya está hecho todo lo que me pidió”. Lo cual era gran tontería del reno, porque pasara lejos o cerca, el Señor Dios estaba mirándole; le seguía a través de los espacios, desde su agujero en las nubes. Al paso del animal, el Señor Dios se puso a pensar así: “dentro de un momento don Nicolás se hallará de nuevo en sus tierras y quizá piense que ha soñado. Pero no ha soñado. Ha ofrendado a Mi Hijo sus juguetes, le ha dado el cariño de su corazón. De acuerdo con su carácter y sus medios, ha estado a la altura de los tres reyes. Mi Hijo ha sido debidamente honrado”.

En eso bostezó. Tenía sueño el Señor Dios. El Señor Dios era un consumado dormilón, y hay personas que piensan que con ello Él ha dado mal ejemplo a algunos hombres, lo cual es señal de gran ignorancia. Pues sucede que antes, millares de siglos antes, el Señor Dios estuvo millones de años sin dormir un segundo, trabajando día y noche. Fue cuando hizo los mundos. Hay miles de millones de mundos, y El los hizo uno a uno. Él soplaba y decía: “Tú, soplo, hazte un mundo”. Y ya estaba. Primero hacía un sol, después varios mundos para que rodaran alrededor de ese sol. Creó millones de soles y miles de millones de mundos. Cada vez que hacía uno de éstos lo lanzaba bien lejos, y le decía “Tú girarás en esa dirección y de ahí no te saldrás nunca. Ten cuidado, porque ustedes los mundos son dados a no atender cuando se les habla y después se ponen a hacer disparates, y si tú haces alguno te convierto en cometa para que viajes sin cesar de un extremo a otro del firmamento. O te hago reventar”. Y de sus manos salieron soles y soles, mundos y mundos, todas esas estrellas que se ven de noche e infinito número que no pueden verse. Jamás descansaba. Cada uno de ellos le consumía por lo menos un día y una noche de trabajo, de manera que el Señor Dios estuvo millares de millones de días y de noches sin descansar y sin dormir, lo cual explica que después sintiera sueño constantemente. Era, pues, una gran tontería de algunos hombres echarle en cara que fuera dormilón.

Pero además de todas esas razones, el Señor Dios no tenía por qué estar despierto siempre. Pues ocurre que después de haber hecho tantos mundos Él escogió la Tierra y en ella creó los animales, las aves, y los peces, los insectos y los microbios, creó las plantas desde los grandes árboles hasta las rosas y las yerbas, hizo los mares, los lagos y los ríos; y al fin creó al hombre y a la mujer. Cuando éstos estuvieron creados, el Señor les dijo: “Ahí tienen la Tierra para que la pueblen”. Y les dio inteligencia a fin de que la usaran en conquistar la felicidad. Hecho todo eso, ¿de qué más tenía que ocuparse? La verdad es que de nada más, y como se aburría mucho sin compañía alguna allá arriba, lo mejor que podía hacer era dormir.

Esa noche del nacimiento de Su Hijo, sin embargo, no se durmió inmediatamente porque estaba pensando en los tres reyes y en don Nicolás. Pensaba Él que algo debía hacerse para que ellos le recordaran siempre a la humanidad el nacimiento de Su Hijo. Y de pronto halló la solución; la halló y la dijo en voz alta, a pesar de que era innecesario puesto que nadie le oía. He aquí lo que dijo:

—A partir de este momento los cuatro serán inmortales y cada año irán de casa en casa repartiendo juguetes entre los niños.

Acabando de hablar, empezó a acomodarse para dormir. Mas resultó que alguna idea le bulló en la gran cabeza. Pensó: “Pero los pobres reyes van a resfriarse si recorren las tierras de las nieves, y el buen viejo don Nicolás se ahogará de calor si tiene que visitar a los niños de los países cálidos”. Y ese pensamiento le desveló un poco. Tornó a dar vueltas, se arropó con una nube, bostezó de nuevo.

—Ah, caramba —dijo de pronto, golpeándose la frente con una mano, y de nuevo en alta voz—, si la solución es tan fácil. Lo mejor es que don Nicolás visite las casas de los niños que viven en los países de nieves y los reyes las de los que viven en las tierras calurosas. Así se les evitan a los cuatro enfermedades y contratiempos.

El Señor Dios, sin embargo, olvidó que don Nicolás viajaría en trineo y llevado por un reno veloz, mientras los reyes cabalgarían camellos, animales más lentos, razón por la cual el primero podría llegar siempre el día de la Navidad mientras que los segundos perderían tiempo y llegarían más tarde, quizá dos semanas después. Pero ese era un detalle casi sin importancia. El Señor Dios tenía demasiado sueño para detenerse en detalles. Se dispuso, pues, a dormir, y en el acto estaba roncando.

Allá abajo, en Belén, se oyeron ruidos que procedían del cielo.

—¡Va a llover, va a haber tormenta! —decía la gente mientras se apresuraba a recoger sus cosas y buscar abrigo—. ¡Ya está tronando!

Pero no había tales truenos. Lo que ellos oían eran los ronquidos del Señor Dios, que duraron toda esa noche. A la salida del sol dejaron de oírse, lo cual no significa, en manera alguna, que el señor Dios había despertado; al contrario, dormía más profundamente. Ese sueño duró, por cierto, varios años.

Capítulo V

Mientras el Señor Dios dormía, Su Hijo crecía en la Tierra, se hacía hombre y salía a predicar la palabra de Su Padre.

—Amaos los unos a los otros —decía a las multitudes—, no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti, y recuerda que serás medido con la vara con la que midas a los demás.

El Hijo del Señor vestía con humildad, andaba descalzo por los caminos polvorientos de Galilea, visitaba a los pobres y a los enfermos, curaba a los paralíticos y hacía hablar a los mudos; los ciegos recobraban la vista con solo tocar sus vestiduras.

—¡Jesús cura a los enfermos y devuelve la paz a los espíritus, Jesús predica el perdón de los pecadores y la vida eterna! —decían los hombres, las mujeres y los niños, llenos de asombro—. ¡Jesús multiplica los panes y los peces: Jesús el Cristo es el Hijo de Dios!

Cubierto con sus vestiduras humildes, descalzo y quemado por el sol, el Hijo de Dios parecía, sin embargo, un rey, pues tenía el porte digno, la mirada benevolente y señorial, los gestos tranquilos, la voz dulce. Predicaba bajo los árboles, rodeado de gente, o a orillas del lago; dormía en las barcas o en las chozas de los pescadores. Les decía a los hombres que abandonaran la crueldad, que no vieran solo lo feo y malo de los demás, sino lo bello y limpio; que no despojaran a nadie de lo suyo; que todos eran creación de Dios que había hecho la Tierra para la felicidad de todos. Jesús, el niño que había nacido en el establo de Belén aquella noche en que el lucero alumbró la ruta de don Nicolás y de los reyes, hablaba para que los hombres supieran cuál era el deseo del Señor Dios. Él era el maestro que el Señor Dios había elegido para que enseñara a la humanidad a vivir en la paz y en el amor.

—En verdad, de verdad os digo que aquellos que sean buenos y puros de corazón se sentarán conmigo a la diestra de Mi Padre —aseguraba Jesús.

En los atardeceres llegaba de las montañas una brisa que refrescaba cuando pasaba sobre las aguas del lago; las estrellas comenzaban a parpadear a lo lejos, los pajarillos volaban torpemente, aturdidos por el sueño, hacia los nidos donde sus polluelos los esperaban, y Jesús se apartaba entonces de las multitudes, se retiraba un poco, entre las grandes piedras o entre los escasos árboles que de vez en cuando se veían cerca de los caminos, y allí oraba pidiendo a Dios que le diera fuerzas para convencer a los hombres de que cambiaran la cólera por la dulzura, la codicia por la generosidad, la crueldad por la justicia.

Pero el Señor Dios sabía que deberían pasar miles de años antes de que los hombres se dejaran guiar por las palabras de Jesús. Muchos las oirían y las seguirían, pero otros muchos lucharían para que nadie las oyera. Pues en la Tierra había gentes que vivían lujosamente gracias a que eran crueles y atemorizaban a los demás para despojarlos de sus bienes, y que eran codiciosos y querían las riquezas del mundo para ellas solas. Esas gentes tuvieron miedo de las prédicas de Jesús, lo hicieron preso y le acusaron de faltar a la ley de Dios. Así como los reyes y don Nicolás, cuando El nació, creyeron que era el hijo de Dios sin que necesitaran oírselo decir a nadie —porque ellos eran puros de corazón y no temían la llegada del Hijo de Dios a la Tierra—, y así como cuando Él fue hombre mucha gente humilde y buena creyó en Él y le siguió por los caminos y le daba albergue y pan; así los grandes señores, que eran coléricos, codiciosos y crueles, le odiaron porque Él predicaba el perdón, la bondad y la justicia, y eso era lo contrario de lo que ellos llevaban en sus almas. Rodeados de hombres con espadas y lanzas, fueron una noche al huerto donde Él oraba y le hicieron preso. Esa noche le abofetearon; el otro día le vistieron de blanco, que era el traje de los locos, le pusieron en la cabeza una corona de espinas y en el hombro una pesada cruz de madera, y a latigazos y pedradas le hicieron subir un cerro. Desfallecido de hambre y agotado por el maltrato, Jesús caía a menudo bajo la cruz, pero a golpes le obligaban a levantarse de nuevo. Cuando llegaron a la cima lo clavaron sobre la cruz, por las manos y los pies, y después metieron la cruz en un hoyo. A ambos lados pusieron en dos cruces a dos ladrones, como para que la gente creyera que Jesús era también un ladrón. En el extremo de una caña de bambú colocaron una esponja llena de hiel y vinagre, y cada vez que Jesús se desmayaba a causa del dolor le hacían beber esa mezcla. Muchos desdichados que ignoraban por qué lo hacían daban gritos de contento al pie de la cruz; otros, asustados, se escondían en las faldas del cerro; otros lloraban en silencio. Al fin le dieron una lanzada a Jesús en un costado, y entonces Él dijo, con voz de moribundo:

—Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?

La queja de Su Hijo subió velozmente a los cielos y despertó al Señor Dios. De inmediato miró hacia la Tierra y vio allá abajo, sobre un cerro pelado, a Su Hijo que pendía de una cruz. La indignación le sacudió. ¡Los locos de la Tierra habían crucificado a Su Hijo mientras El dormía, le habían martirizado, le habían escarnecido y torturado solo porque predicaba la palabra de Dios! Se indignó tanto que hizo temblar aquel cerro; saltaban las piedras por los aires, cruzaban el aire los relámpagos y en medio del día las tinieblas de la noche descendieron sobre las cabezas de los que habían crucificado a Jesús. En ese momento, Jesús expiraba. El dolor del Señor Dios era indescriptible. Y entonces se le oyó decir:

—¡Dentro de tres días resucitarás y vendrás a estar aquí conmigo; y desde aquí juzgarás a hombres y mujeres por los siglos de los siglos!

Eso dijo, y a partir de tal momento el llanto o la queja de cualquier niño de la Tierra removerían sus entrañas. Con ellas removidas se hallaba, y en vista de que su indignación era tan grande que de haber seguido despierto habría acabado con el género humano, prefirió dormir de nuevo dos días más. En el tercero estaría despierto para recibir a Su Hijo.

Llegó Jesús allá arriba, y le tocó entonces atender a los hombres, juzgar cuál de ellos había procedido mal y cuál bien, cuál cumplía la palabra de Dios y cuál no. El Señor Dios no tenía en qué ocuparse. A veces se ponía a recorrer los cielos, fijaba sus ojos en uno de los mundos, lo observaba, seguía su ruta; otras veces volvía la mirada a la Tierra y tomaba cuenta de cómo iban cambiando las cosas allá abajo. Morían los reyes, los imperios desaparecían, se formaban nuevos pueblos. Poco a poco mucha gente iba sumándose al número de los que creían en las prédicas de Jesús, y en lugares distantes se invocaba el nombre del niño que había nacido en Belén y se le llamaba Hijo de Dios. Año tras año Gaspar, Melchor y Baltasar recorrían los países cálidos dejando juguetes en las casas donde había niños, y don Nicolás iba a los países fríos para hacer lo mismo. De cuando en cuando, digamos cada doscientos o cada trescientos años, el Señor Dios se sentía cansado y se dedicaba a dormir.

Así fueron pasando los siglos. Pasaron quinientos años, pasaron mil, mil quinientos, mil novecientos. Ya estaban pobladas casi todas las tierras, hombres de diversas razas cruzaban los mares en barcos; algunos habían inventado máquinas con las cuales se montaban fábricas de numerosos objetos y era grande el número de ciudades que se veían aquí y allá. Pero los hombres no dejaban de matarse entre sí; construían armas para dar muerte, formaban ejércitos para hacerse la guerra, algunos señores se creían dueños del destino, sometían los pueblos al terror y se hacían adorar como jefes insustituibles. De tarde en tarde —es decir, de siglo en siglo— el Señor Dios despertaba, veía a esos desdichados y sentía pena por ellos, ¿pues a qué conducía que alguien se hiciera emperador o amo de los demás, si lo que debe procurar el hombre no es hacerse poderoso, sino bueno? El poder se acaba cuando se acaba la vida, pero la bondad perdura porque produce felicidad en los demás.

Algunas veces los hombres parecían volverse juiciosos; usaban la inteligencia en hacer buenas cosas; cortaban las montañas para ir de un mar a otro, unían las ciudades con caminos de tierra y cemento o por medio de ferrocarriles, levantaban hospitales para curar a los enfermos, inventaban medicinas, hablaban de paz entre los pueblos, de bienestar y felicidad para todos; pero a veces retornaban a sus locuras. En una ocasión el Señor Dios los vio navegando por debajo del agua y en otra oyó ruidos raros, quiso ver y le pareció que pasaban grandes pájaros de metal. Los hombres habían creado el submarino y el avión.

Tras una guerra en que murieron millones de hombres el Señor Dios observó, muy complacido, que en todos los países celebraban la paz con grandes muestras de alegría. Pero veinte años después se oyó un gran estruendo; el Señor Dios hizo su agujero en las nubes y se asomó. Su disgusto no tuvo límites porque la humanidad estaba matándose de nuevo. Las ciudades quedaban destruidas al paso de los aviones, el fondo de los mares se llenaba de barcos hundidos. Gobernantes, filósofos y oradores de uno de los bandos afirmaban que los seres humanos de unos pueblos eran superiores a los restantes habitantes del siglo, que había razas con todos los derechos y otras destinadas a la esclavitud. El Señor Dios no cabía en sí de la indignación. ¿Cómo era posible que olvidaran que todas las razas eran obra suya, creación del señor Dios, único rey verdadero del universo? Su Hijo, su propio Hijo, ¿no había nacido del vientre de una mujer que pertenecía a una de las razas que esos locos llamaban inferiores?

Aquella guerra llevaba años cuando se produjo un ruido inconcebible, que llamó la atención del Señor Dios. Fue una explosión que El solo había oído cuando algún mundo estallaba. A seguidas de la explosión se alzó a las alturas una columna de humo resplandeciente, que parecía un hongo gigantesco.

—Ya hicieron esos locos explotar el átomo —dijo el Señor Dios.

Eso le preocupó mucho, pues si los hombres no se apresuraban a dominar el átomo para ponerlo al servicio del bien, podían hacer volar la Tierra entera. A seguidas oyó otra explosión. Entonces se llenó de cólera.

—¡Paz! —gritó a toda voz—. ¡Paz en la tierra o los hago desaparecer a todos ahora mismo!

¿Oyeron esas terribles palabras los que dirigían la matanza en la Tierra, o sin oírlas sintieron que una hecatombe amenazaba al género humano? No se sabe. El caso es que se hizo la paz. De los frentes de guerra volvieron los buques llenos de soldados; las madres abrazaron a sus hijos, las hermanas a sus hermanos, las mujeres a sus maridos. Muchos millones de jóvenes quedaron enterrados en países lejanos; otros desaparecieron en las arenas de los mares. Pero los cañones ya no tronaban ni se oía el estruendo de las bombas. Ese mismo año, cuando en todas partes se celebraba la Navidad y en los templos se oían los cánticos de Nochebuena, el Señor Dios oyó un llanto. Era el llanto de un niño; subía desde la Tierra y sonaba en el silencio de los cielos en forma desgarradora. “Ese niño sufre”, pensó el Señor Dios lleno de amargura. Recordó el día en que Su Hijo moría en la cruz, sintió que el corazón se le llenaba de dolor; miró hacia abajo, y he aquí lo que vio:

Había en la Tierra un río, y al norte de ese río un país que los hombres llamaban Estados Unidos de América; y allí caía la nieve. Al sur había otro país; se llamaba México y estaba entre los países cálidos. El Señor Dios nunca se había preguntado por qué los hombres se agrupaban en países, los bautizaban con nombres, establecían fronteras entre ellos. Esas costumbres pertenecían a lo que Él llamaba “pequeñeces humanas”, que ningún interés tenían para Él. Ahora bien, como en muchas otras partes del globo donde sucedían cosas parecidas, en esos dos países que estaban juntos los habitantes eran distintos y hablaban lenguas diferentes.

El niño que lloraba era de México; no tenía madre y vivía con su abuela y su padre en una choza de barro, cerca de la frontera. Era una criatura de pelo negro, de negros ojos, de linda piel quemada y blancos dientes. Lloraba porque no tenía juguetes con que celebrar la Navidad de Jesús.

¿Cómo y por qué era posible que un niño sufriera por falta de juguetes en un mundo de gentes que habían destruido en la guerra cientos de ciudades y millones de vidas? ¿Cómo podía explicarse que los hombres fabricaran cañones y bombas en vez de juguetes para los niños? ¿Por qué sufría él; qué le impedía ser feliz esa noche, a él, pequeño retoño de vida, ignorante de las maldades humanas? El Señor Dios no podía comprenderlo y se sentía abrumado por aquel llanto.

—¡Nicolás, por ahí hay un niño que llora a causa de que no tiene juguetes esta noche! —gritó Él con su gran vozarrón.

Don Nicolás, a quien la gente llamaba Santa Claus o Papá Noel, oyó al Señor Dios y j untó las manos sobre la boca para responder, lo más alto que pudo:

—¡Lo sé, Señor, pero no está en mis tierras, sino en las de los Reyes!

—¿Y a mí qué me importa que esté en tierras de los Reyes? ¡Yo no fijé fronteras como han hecho los hombres, y ese niño está cerca de donde tú te hallas! ¡Ponle remedio a eso antes de que me enoje!

Jamás había oído el bueno de Santa Claus lenguaje tan impresionante. Pero comprendió que el Señor Dios tenía razón, puesto que él se hallaba en Tejas, cerca de la frontera con México, y los Reyes Magos andaban lejos, hacia el sur. La conclusión a que llegó Santa Claus fue ésta: “El Señor Dios está de mal humor, y vale más complacerle”. Y como él estaba acostumbrado a hacer las cosas de la mejor manera posible, se metió en una casa donde entendió, por las antenas, que había estación de radioaficionados, y comenzó a llamar a los tres reyes. Al cabo de mucho rato oyó una voz que decía:

—ORK, ORK… Baltasar contestando, Baltasar contestando a don Nicolás, por favor, hagan cadena.

¡Por fin! Parecía que la situación iba a mejorar. Santa Claus no perdió tiempo en informar:

—Hay un niño llorando cerca de aquí, rey Baltasar, en la frontera con México, y el Señor Dios dice que es porque no tiene juguetes. Me pidió que arreglara eso y parece estar de mal humor. A mí se me acabaron ya los juguetes. ¿Crees tú que podríamos hacer algo para complacer al Señor Dios?

La voz de Baltasar cruzó en el acto los aires para explicar que también ellos, los Reyes Magos, habían oído al Señor Dios cuando se dirigía a Santa Claus, pero que no podían hacer nada por el momento en favor del niño porque carecían de juguetes suficientes para toda la población infantil y por eso habían dejado a ese niño fuera de las listas.

—Tuvimos que racionar las entregas este año a causa de la guerra última —decía Baltasar.

El Señor Dios estaba oyendo desde allá arriba, y sin pedir permiso se metió en la conversación.

—¡No quiero explicaciones, quiero soluciones! ¡Si ese niño sigue llorando voy a hacer un escarmiento ejemplar con todos ustedes, con los Reyes y con don Nicolás! ¡Ya lo saben! —tronó.

Es inútil hablar del mal rato que pasaron Santa Claus y el rey Baltasar. Los dos se quedaron mudos; y al fin se oyó la voz de Santa Claus diciendo:

—¿Ya oíste? El Señor Dios pierde la cabeza cuando oye a un niño llorando. Piensen ustedes en alguna manera de resolver el caso, que por mi parte yo haré algo.

Para Santa Claus la situación no era fácil. Pues pasaba ya de medianoche y él había repartido todos los juguetes que había tenido. Volvía de retorno a su hogar cuando oyó hablar al Señor Dios; y he aquí que al oír aquel vozarrón el hermoso reno se había asustado. Hacía más de mil novecientos años que no lo oía. A partir de ese momento se puso nervioso, y cuando Santa Claus tomó su trineo, después de haber localizado por radio a Baltasar, estaba también en estado de nervios a causa de que no tenía práctica en el manejo de la estación de radio y la electricidad le asustaba. No ha de producir asombro, pues, que, nervioso el que le guiaba y nervioso el reno, éste se asustara en un momento dado y cayera en una zanja. En ese incidente el hermoso animal se dislocó una pata. De manera que a la hora de tener que resolver el problema del niño mexicano, Santa Claus se encontraba con que no tenía juguetes y con que no podía trasladarse a otros sitios para buscarlos, porque su reno se había inutilizado.

Hay momentos muy difíciles en toda vida, aun en la vida de un inmortal como Santa Claus; y uno de ellos es cuando debe escogerse entre la forma de hacer algo y el fin con que se hace. Por ejemplo, esa noche, ¿había de pensar en la manera o en el fin? Todas las tiendas estaban cerradas; era inútil, pues, tratar de comprar algo para el niñito mexicano. Sin embargo, algún juguete tenía que aparecer. El fin que perseguía era bueno, sin duda, ¿pero podía él lograrlo con métodos malos? Baltasar le había dicho que los reyes habían dejado al niño fuera de sus listas; además, todo indicaba que estaban muy lejos de la frontera, y por otra parte el Señor Dios había sido muy categórico. “Ponle remedio a eso antes de que me enoje”, había dicho. Ese “ponle” quería decir que le pusiera remedio él, Santa Claus, y nadie más.

En verdad, el momento no era agradable. Santa Claus pensaba, con razón: “Yo no puedo meterme a escondidas en la casa de un niño para llevarme alguno de sus juguetes; eso sería robo”. Y en cuanto a solicitarlo como regalo, ¿qué diría un señor a quien Santa Claus llamara, a esa hora de la noche, para decirle que quitara a uno de sus hijos cualquier juguete y se lo diera a él para llevárselo a un niño mexicano? Santa Claus se exponía a que ese señor no le creyera, a que llamara en su auxilio a la policía pensando que se trataba de un farsante que pretendía entrar en su hogar quién sabe con qué propósitos, o en último término que llamara a un manicomio para que cargaran con él. En tantos siglos conviviendo con ellos, Santa Claus había aprendido a conocer a los hombres y sabía que muchos no creen en la existencia ni de Santa Claus ni de los Reyes Magos.

La única solución que le pareció hacedera fue la de meterse directamente en la habitación de un niño, de uno cualquiera, pues la mayoría de ellos es de alma pura y adivinan la verdad donde la oyen; llegar y decirle: “Vengo a que me des uno de esos juguetes que yo te traje hoy, porque del lado mexicano, cerca de la frontera, hay un niño que no tiene con qué jugar esta noche”.

Esa le pareció la solución correcta. Pero he aquí que tratando de ponerla en práctica pasó el risueño Santa Claus malos momentos. Uno de ellos fue en la primera casa donde entró, porque el padre del niño oyó que alguien abría la ventana y comenzó a dar grandes voces.

—¡Ladrones, ladrones, socorro! —gritaba.

Los gritos eran tan desaforados que Santa Claus tuvo que desistir y buscar otro lugar. Escogió un barrio apartado; y ya estaba abriendo la verja de una de esas graciosas casitas norteamericanas de dos pisos, cuando de buenas a primeras sintió un rugido, oyó a su espalda algo como una exhalación, y se halló a seguidas con tamaño perrazo pegado a sus pantalones. No fue fácil desprenderse de aquel feroz animal. Santa Claus no pudo explicarse nunca, después del episodio, cómo se las arregló él para saltar la verja con todo y perro. Éste, muy persistente, creyó que su deber era seguir prendido, por varias cuadras, de los fondillos de Santa Claus.

Pero alguna vez tenían que terminar las tribulaciones del bondadoso anciano. Un cuarto de hora después de ese mal rato vio una casa abierta y a un matrimonio de mediana edad charlando adentro.

—Buenas noches, señores —dijo Santa Claus con su mejor voz—. Vengo en busca de algún juguete, aunque sea usado, para un niño que se ha quedado sin él.

La señora fue muy gentil y atendió a Santa Claus graciosamente.

—Aquí hay algunos de un sobrino nuestro que no ha venido a buscarlos —dijo—. Están bajo el árbol de Navidad. Escoja usted mismo el que le guste.

Santa Claus escogió un pequeño automóvil. Se despidió de prisa y salió más de prisa aún. Debía tratar de llegar a la frontera antes de que se hiciera tarde, y además tenía que dejar al reno en lugar seguro. Puesto que la noche no había sido afortunada, esperaba nuevos contratiempos antes de dar fin a su misión.

Capítulo VI

Pero no solo el viejo Santa Claus pasó apuros esa noche. También los estaban pasando los Reyes Magos, y no hay que tener mucha imaginación para sospechar que las tribulaciones de los Reyes Magos eran mayores que las de Santa Claus, pues el hecho de que fueran tres personas de caracteres tan distintos complicaba siempre los problemas.

Los Reyes iban saliendo ya de México, en camino hacia La Habana, cuando Baltasar, que estaba dejando un juguete en la casa de un niño cuyo padre tenía estación de radioaficionados, acertó a recibir la llamada de Santa Claus. Salió a saltos en busca de sus compañeros, y dio con Melchor, que disfrutaba, sobre su camello, de un corto sueño. Baltasar le contó en el acto lo que sucedía, a lo que respondió Melchor diciendo:

—Mal se presenta la situación, Baltasar. Yo entregué ya el último de mis juguetes, a ti solo te quedaba ése que dejaste en la casa de donde vienes; en cuanto a Gaspar, tenía tres niños a quienes visitar. Ojalá demos con él antes de que haya ido donde el último.

Baltasar no era rey que se quedara callado; echaba afuera cuanto pensaba y sentía. Por esa causa comenzó a protestar de la costumbre que habían adoptado en los años recientes, la de almacenar con anticipación en cada país los juguetes que iban a repartir en él.

—Eso se llama organización, Baltasar —explicaba Melchor—. No podemos ir contra los tiempos. Es absurdo quedarse atrasado.

—Por no quedarnos atrasados ahora nos vemos en apuros. Propongo que nos metamos en una tienda y nos llevemos cualquier juguete para ese niño.

—Sería un hermoso ejemplo para los niños del mundo que el rey Baltasar amaneciera preso por robo con fracturas.

—Que yo amanezca preso no importa; lo importante es que ese niño no siga llorando.

—A los ojos de alguna gente, puede que tengas razón. Pero hay mucha que vería el asunto por otro lado.

—¿Por qué otro lado?

—Dirían: “Claro, tenía que ser el negro el que cometiera ese robo”.

Baltasar no tardó un segundo en responder:

—Es verdad, pero eso tiene solución; métete tú en la tienda y así no dirán que fue el rey negro.

Melchor miró calmadamente a su compañero al tiempo que decía:

—Ni el negro ni Melchor, rey Baltasar. Nosotros tenemos que actuar en forma correcta. Hablemos con Gaspar y veamos entre los tres cómo resolvemos el caso.

—¡Allá lo veo! —exclamó Baltasar señalando hacia una hermosa avenida.

Y en efecto, allá se veía al rey Gaspar, iluminado por las farolas eléctricas, con su barba blanca agitada por el aire, cabalgando su camello, casi flotando tras él su brillante manto azul.

—Rey Gaspar, acércate, que tenemos que hablar —gritó Baltasar.

—No es hora de hablar, sino de apresurarnos. Se hace tarde y nos esperan en Cuba —respondió Gaspar.

—¿De qué se ríe este loco? —preguntó dirigiéndose a Melchor.

—De que tenemos que hacer un viaje a la frontera del norte, donde hay un niño que llora porque lo dejamos sin juguetes —explicó Melchor.

—¿Cómo? ¿A esta hora y sin tener qué llevarle?

—Sí, compañero, a esta hora, y hay que buscar algo que llevarle. Es orden del Señor Dios —dijo, con muchos movimientos de brazos y manos, el rey Baltasar.

—¡Esto es un desorden, un verdadero desorden! —clamó el rey Gaspar—. Ai Señor Dios le era muy fácil resolver ese asunto sin nuestra intervención.

Entonces se oyó el vozarrón del Señor Dios, que venía desde la altura:

—¡Son ustedes los que tienen que resolverlo, mentecatos, para que otra vez se guarden mucho de sacar de la lista a un niño, por pobre y olvidado que sea!

Al oír esas palabras, hasta los camellos se echaron a temblar. Ni siquiera el rey Gaspar se atrevió a insinuar una protesta. Durante buen rato los tres se quedaron mudos, mirando hacia arriba, donde solo rutilantes estrellas se veían. Una brisa bastante fría pasaba meciendo las copas de los árboles y limpiando el cielo de nubecillas, y se oía, como un zumbido, el rumor de la ciudad.

—Majestades, ya lo han oído. Hay que buscar un juguete, por lo menos uno, y salir en el acto hacia la frontera —afirmó Baltasar.

Pero no era fácil hallar el juguete y no era fácil llegar hasta la frontera a tiempo usando los viejos camellos; puntos ambos que fueron materia de discusión entre los reyes. Al fin Baltasar propuso algo práctico: alquilar un avión que los dejara lo más cerca posible del lugar donde vivía el niño que lloraba.

—¿Y cómo alquilarlo? ¿Dónde está el dinero? ¿No gastaron ustedes todos los tesoros que nos dio el Señor Dios comprando juguetes? ¿No me hicieron gastar también los míos? Ahora ha llegado el momento de lamentar esas locuras.

Como es claro, esto lo dijo el rey Gaspar, por cierto con voz bastante agria.

—La única solución es vender los camellos —apuntó calmosamente el rey Melchor.

—¿Qué has dicho, rey Melchor? ¿Estás perdiendo la razón? ¿Qué se ha hecho de tu antigua cordura? ¿Vender yo mi camello?

Era otra vez el rey Gaspar quien hablaba. La verdad es que al rey Gaspar le ponía fuera de sí oír alguna proposición que significara pérdida. Pero no le sucedió lo mismo al rey Baltasar. Éste era expeditivo; lo que le interesaba era resolver el problema del momento y no se detenía en consideraciones sobre lo que sucedería mañana. Baltasar se agarró a la idea de Melchor como uno que va cayéndose al mar se agarraría a un clavo ardiendo; y tanto argüyó, opinó, habló y gritó que un cuarto de hora después salía con los tres camellos en busca de un circo que había visto poco antes. Quería proponerle al dueño que le comprara los tres animales. Ya iba lejos Baltasar, y todavía oía las protestas del viejo rey Gaspar.

No se sabe cómo se las arregló el rey negro, pero es el caso que en poco tiempo volvió diciendo que ya estaba todo arreglado y que el avión esperaba por ellos. Solo uña cosa no había podido obtener, el juguete para el niño; pero según le dijeron en el circo, al llegar al aeropuerto de destino podrían hallarlo. En suma, antes de que Gaspar pusiera fin a sus protestas, los tres amigos iban volando, camino de la frontera del norte.

Nunca pensaron los tres reyes del desierto, en más de mil novecientos años que tenían repartiendo juguetes, que algún día usarían un pájaro de metal para ir a dar un poco de felicidad a un niño que vivía en choza de barro, a centenares de millas de distancia. Pero las sorpresas que ofrece la vida son muchas y eran incontables las vueltas que había dado el mundo desde la noche en que fueron a Belén; todo había cambiado, todo era distinto. Solo el Señor Dios seguía siendo igual, y Él velaba por la dicha de los pequeños porque también Él había tenido un hijo y nada agradaba más a su corazón que ver felices a los niños.

Los cambios habían sido grandes y los reyes del desierto lo sabían mejor que nadie, porque recorrían año tras año parte de la Tierra y veían cada vez más novedades. El hombre era audaz; usaba su inteligencia en inventar las cosas más raras. No solo fabricó el avión, el teléfono, la radio, la televisión, máquinas que servían para todos los usos y medicinas que curaban casi todas las enfermedades, sino que además, iba extendiéndose la idea de que la verdadera comodidad no se lograba nunca si el alma del hombre se mantenía inquieta, y la manera de tranquilizar el alma no era dando al cuerpo los mejores alimentos; la manera más adecuada era buscando la paz por medio de la bondad. Los hombres iban aprendiendo que no era teniendo más poder o más conocimiento solamente como lograrían la felicidad, sino refinando sus sentimientos y haciéndolos cada vez más firmes y puros. Con la ambición se conquista el poder, con el estudio se conquistan las ciencias; pero solo con la bondad se conquista la dicha.

El Señor Dios persistía en un punto; y he aquí cómo Él lo decía para sí: “Los hombres tienen que aprender a quererse, porque el amor los hará bondadosos y los salvará de ser codiciosos, crueles e injustos”. El Señor Dios ponía toda su ternura en los niños porque ellos saben querer naturalmente, y se llenaba de ira cada vez que oía a un padre decir a sus hijos que para ganar buen éxito en la vida hay que ser duros de corazón, egoístas y fríos. Pero esos padres, por suerte, eran cada vez menos. El Señor Dios veía con placer que cada día la humanidad avanzaba hacia el amor, que cada día era mayor el número de los que deseaban ser bondadosos. Por ejemplo, el dueño del circo que compró los camellos de los Reyes Magos no necesitaba para nada de esos pobres animales, pero le hizo creer a Baltasar que le hacían falta a fin de que el rey negro y sus compañeros tuvieran dinero para el viaje.

El viaje fue rápido, pero no tanto que llegaran a tiempo para hallar gente en el aeropuerto. Era muy poca la que se veía y ya estaban cerradas las pequeñas tiendas. De manera que cuando Baltasar preguntó dónde podría comprar un juguete para un niño que lloraba porque no tenía ninguno, le dijeron que ya no había comercios abiertos. En ese momento se le acercó un hombre humilde, vestido con ropa sencilla de algodón y una especie de cobertor que le cubría los hombros y el pecho. Tenía los pies calzados con pedazos de goma de automóvil. Era pálido, delgado, de pelo muy negro que le caía sobre la frente. Su estampa iba pregonando su pobreza, pero a la vez su rostro reflejaba bondad. Con mucha dulzura en la voz explicó:

—Yo fabrico juguetes de madera para venderlos en estos días. ¿Me permite ofrecerle el único que me queda? Es rústico, hecho a cuchillo, y deseo regalárselo.

Al terminar de hablar echó al suelo un saco que llevaba a la espalda, y de él extrajo ropa sucia, frutas, un paquete de maíz y algunas otras cosas que llevaba a su casa. Revuelto con todo eso estaba el juguete, un precioso caballito de madera que arrastraba tras sí una diminuta carreta.

—Amigo, esto es una belleza. Dios ha de pagarle a usted su bondad —dijo efusivamente el rey Baltasar.

Melchor se acercó, miró con su habitual calma el juguete, y comentó:

—Está muy bien hecho. Gracias.

Pero Gaspar no dijo nada; esto es, no dijo nada acerca del regalo que acababan de recibir, porque habló de otra cosa. Preguntó:

—¿Y el niño? ¿Dónde vive el niño ése?

El malhumorado rey sabía que el niño vivía en la frontera del norte, pero hacía la pregunta porque deseaba que sus dos amigos terminaran cuanto antes de hablar con el hombre que les había obsequiado el juguete. La acción del desconocido le conmovió como pocas veces, desde que vio al Hijo de Dios en el establo de Belén, se había sentido conmovido.

Y al rey Gaspar no le gustaba que le sucediera eso. Recordaba con toda nitidez que por haber experimentado una emoción parecida, casi dos mil años antes, había regalado a una vieja enferma una moneda de plata, y, ¡caramba!, jamás se perdonaría él esa debilidad, aunque viviera diez mil siglos. Baltasar, que a todo esto se hallaba hablando con otra persona, había oído la pregunta de Gaspar y no tardó en contestarle.

—Este señor está explicándome que la frontera queda lejos. Parece que tendremos que alquilar un automóvil para ir allá.

Por lo visto, era la peor noche en la vida de Gaspar. No acababan de darle disgustos.

—¿Alquilar un automóvil? —preguntó—. ¿Y con qué dinero, rey Baltasar?

Y he aquí que de pronto se oyó una gran voz que caía de lo alto y decía:

—¡Con las dos monedas de oro que te guardaste la noche en que nació Mi Hijo, rey Gaspar, avaro del demonio!

Desde luego, es inútil tratar de describir la escena que se produjo allí. De los presentes, solo los tres reyes oyeron la voz. Nunca jamás se vio un grupo real más confundido que ése. El primero en reaccionar fue Baltasar.

—Conque dos monedas de oro, ¿eh?

Tenía un tonillo que era a la vez burlón y colérico. Dejándolo a un lado, se dirigió a Melchor, como un general en jefe que da órdenes en medio de la batalla.

—¡Melchor, busca un automóvil, el primero que pase, y contrátalo sin discutir el precio, que Gaspar tiene dinero!

En verdad, Gaspar estaba tan apenado que tuvieron que empujarlo para que entrara al automóvil. Tardó mucho en hablar. A su lado, mirándole en silencio, con expresión severa, iba Melchor. Probablemente llevaban ya media hora de camino cuando el rey Gaspar dijo:

—¡Ha sido una injusticia lo que el Señor Dios ha hecho conmigo, y ha sido además una tontería obligarme a gastar el último dinero! ¡Yo guardaba esas monedas para un caso de necesidad!

—Sí, claro, las guardaste casi veinte siglos —comentó Baltasar.

Durante todo el viaje, cada diez, a veces cada ocho y hasta cada cinco minutos, se oía a Gaspar murmurar.

—¡Es una injusticia quitarme lo último que me quedaba!

Tanto lo dijo y tanto lo repitió, que oyéndole el rey Melchor acabó por dormirse como si lo arrullara una canción de cuna. Mientras tanto, el automóvil iba a toda marcha hacia la frontera y Baltasar, el rey negro, que no usaba manto, se frotaba los brazos con ambas manos porque la noche era fría. El alegre rey echaba de menos el clima de su oasis, cálido en el día y fresco en la noche. Las temperaturas heladas no se habían hecho para él.

Sin embargo había una persona que estaba pasando más frío que Baltasar, a pesar de que se hallaba acostumbrado a las nieves. Era Santa Claus. Pues el buen viejo, deseoso de llegar lo más pronto posible a la choza del niño mexicano, e imposibilitado de usar su reno, se fue a pie y decidió lanzarse al río y cruzarlo a nado. Mala idea fue esa, porque el risueño Santa Claus no tenía edad para andarse dando chapuzones en agua helada, y menos a las dos de la mañana. Y como su ropa era de lana, conservó la humedad y no se calentó a pesar de la caminata que tuvo que hacer por entre breñales y cerros pelados. Caminó a campo traviesa, orientándose por el llanto del niño, oyendo a ratos ladridos de perros, buscando afanosamente con la mirada, en medio de la oscuridad, la choza adonde se dirigía.

A menudo tropezaba, volvía a levantarse, se caía y gateaba como los niños. Debido a todo ello iba ensuciándose la ropa en forma lamentable. Y no cesaba de sentir frío. En una ocasión estornudó.

—Creo que me he resfriado —dijo el buen viejo en alta voz.

Y así era. Pero resfriado o no, siguió su marcha. Columbró al fin la choza. Había una ventana mal cerrada, y por ella entró Santa Claus. La vivienda era pobre, aunque limpia; su piso era de tierra y solo tenía dos habitaciones, una que debía ser la de recibir a la gente, que hacía a la vez el papel de sala, depósito y comedor, y otra en la que estaban el niño que lloraba y su abuela. La anciana, ya muy gastada por los años, dormía sobre una estera de paja. Al oír el ruido, el niño preguntó:

—¿Quién es? ¿Son los Reyes Magos?

No tenía miedo, sino esperanza, la esperanza de que a esa hora los Reyes Magos llegaran hasta el apartado lugar donde él vivía y embellecieran su soledad con el juguete que él les había pedido. Por primera vez desde que recorría la Tierra en su oficio de Santa Claus, don Nicolás sintió que el corazón se le contraía. Una lágrima le tembló en cada párpado; se secó la derecha con la manga, pero la izquierda cayó, rodó hasta el blanco bigote y allí se perdió. Y por primera vez también dijo una mentira.

—Sí, somos los Reyes Magos —aseguró con voz que casi no se oía.

La habitación estaba oscura, pero él adivinó una sonrisa en los labios del niño.

—Gracias, Reyes queridos —respondió el niño en tono conmovedor.

A seguidas se oyeron conversaciones afuera, algo como una discusión, una voz que murmuraba:

—¡Me han hecho gastar mis últimas monedas y ahora no tengo ni con qué pagar el viaje de retorno!

Santa Claus recordó esa voz; le pareció la de un viejo barbudo, de manto azul, que subía a un camello frente al establo de Belén en el momento en que él llegaba allí casi dos mil años atrás. Era el mismo tono inconfundible de hombre de mal humor. Santa Claus se asomó a la ventana y en tal momento volvió a estornudar. Oyó a alguien decir:

—No discutas más, rey Gaspar, que en la choza están despiertos. ¿No oíste el estornudo?

En ésa le pareció reconocer la voz del hombre que llevaba manto amarillo, aquel que le decía al rey malhumorado que debía averiguar a quién pertenecían los tesoros que hallaron en sus camellos. Sí, estaba en lo cierto, no cabía duda de que los que hablaban eran los Reyes Magos. Pero podía estar equivocado. Después de todo, habían transcurrido casi veinte siglos. De todas maneras, Santa Claus tenía que irse ya; y cuando iba a saltar de la ventana se dio de manos a boca con el rey negro. Éste le miró en esa posición inesperada, trepado en la ventana, y en el acto gritó:

—¡Majestades, déjense de discutir y vean quién está allí! ¡Es Santa Claus, el viejo que estuvo en Belén aquella noche! ¿No se acuerdan de él?

—¿Qué me importa a mí quién sea? Lo que yo digo es que el Señor Dios me ha hecho gastar mis únicas dos monedas y ahora estamos en este hoyo sin que sepamos cómo vamos a salir de él.

Está de más decir que fue el rey Gaspar quien habló. En cambio, Melchor inclinó la cabeza con mucha cortesía y se dirigió a Santa Claus con estas palabras:

—Aunque la ocasión resulte desusada, me complace saludarlo, don Nicolás.

El rey negro lo dijo en otra forma. Fue así:

—¡Venga un abrazo, compañero; porque a pesar de que hemos estado cerca de dos mil años sin vernos, usted es nuestro compañero!

De esa manera, y en tan lejano lugar, volvieron a encontrarse, veinte siglos después, los que la noche del nacimiento de Jesús le rindieron homenaje en su pobre cuna de heno. Mientras Baltasar entraba a la choza para dejar el caballito de madera y la carretita a los pies del niño —que ya en ese momento dormía como un bendito—, Melchor y Santa Claus se fueron andando por una senda llena de piedras. Con los brazos cruzados sin moverse de allí, Gaspar rezongaba sin descanso:

—¡Ha sido una injusticia del Señor Dios; ha sido una injusticia! Así lo halló Baltasar, que prácticamente lo arrastró tras sí. Poco después los tres reyes y Santa Claus iban bajando y trepando cerros, cayéndose, levantándose, en una marcha solo amenizada por los estornudos de Santa Claus y las quejas de Gaspar.

Desde arriba, el Señor Dios los contemplaba. Los veía irse juntos apoyándose entre sí, buscando orientación en medio de la oscuridad.

—Voy a mandar un lucero para que les señale el camino —dijo.

Y a seguidas, como casi dos mil años atrás, llamó a una estrella, una deslumbrante estrella que surcó el firmamento a velocidad increíble para acercarse al Señor Dios, de cuya boca oyó esta orden:

—Vete allá abajo, a la Tierra. Allí hay un sitio que es la frontera entre dos países llamados Estados Unidos y México; cerca de esa frontera van buscando rumbo cuatro tunantes amigos míos. Alúmbrales el camino. Pero atiende bien, porque ustedes las estrellas son tontas, no oyen lo que se les dice y después…

No quiso seguir hablando; sacudió una mano, como indicando que ya estaba dicho todo lo que tenía que decir, y volvió a colocarse de pechos sobre el piso de nubes, la cara en el agujero desde el cual veía hacia la Tierra. Mas he aquí que se durmió. Se durmió un instante nada más.

Y al abrir los ojos vio esta escena:

Por las llanuras de Tejas, tirando de dos cuerdas amarradas a un trineo, iban el rey Baltasar y el rey Melchor; tras el trineo, empujando, uno alegremente, el otro con cara de disgusto, iban Santa Claus y el rey Gaspar. Echado en el trineo se veía el hermoso reno, una de cuyas patas delanteras estaba hinchada. La luz de un naciente sol de invierno iluminaba con pálidos reflejos al curioso grupo. En toda la extensión, las gentes dormían.

—Vaya, vaya, de manera que ahí tenemos juntos a los reyes y a don Nicolás. Se reunieron para hacer feliz a un niño indio y ahora van sudando para aliviar a un reno cojo. No está mal el ejemplo. Ojalá los hombres aprendan la lección y se unan para cosas parecidas.

Eso dijo el Señor Dios. Quería hacerse el humorista porque se sentía conmovido y se daba cuenta de que si no tomaba el asunto a chanza iba a llorar de emoción. Y es el caso que si lloraba sus lágrimas iban a inundar la Tierra; caerían en ella como si se desfondaran las fuentes de los cielos, porque las lágrimas del Señor Dios, que jamás había llorado, debían ser infinitas. Si se pemitía llorar, hombres y animales, valles y montañas se ahogarían, como en los tiempos del diluvio. No; el Señor Dios no lloraría. Pero como estaba emocionado debía hacer algo.

Y se puso a silbar. Silbando se incorporó y comenzó a caminar poco a poco. Sin darse cuenta empezó a danzar. Lo que silbaba era una música celestial, de una finura inconcebible; y su danza era jubilosa y tierna, la danza misma de la felicidad. Abajo, en la Tierra, se oyó aquella música. La oyeron los pajarillos, que entonces despertaban y comenzaban a volar a su ritmo; la oyeron las flores, que en los países fríos se hallaban todavía sin nacer, cubiertas por la nieve, y en los países cálidos estaban mustias.

Y las flores no nacidas, y las mustias, comenzaron a cobrar vida y color, a perfumar el aire, que también danzaba y las hacía danzar. La oyeron Santa Claus y los Reyes Magos que alzaron sus rostros al cielo, sonrieron y dijeron los cuatro a un tiempo:

—Parece que el Señor Dios está contento.

Y la oyó aquel hombre humilde que había regalado a los reyes su caballito y su carretita de madera. Él había llegado a su choza de madrugada, poco antes de que saliera el sol, y había hallado despierta a la anciana madre, una mujer envejecida por los años y por la miseria, de cuerpo mínimo, ligeramente encorvada, cuyos tristes ojos irradiaban bondad.

—Buenos días, mamacita —dijo el hombre.

—Dios me lo bendiga, mi hijo. ¿Cómo te fue?

—Vendí todos los juguetes, menos uno que regalé, y compré maíz y medicinas.

—Falta hacen las dos cosas en esta casa. Dios es bueno. Acuéstate.

—Ahora no. Quiero que le dé la medicina al niño. ¿Cómo sigue?

—Ha estado más tranquilo que anoche. Debe haber delirado algo, porque le oí hablando anoche. Tal vez estaba soñando con los Reyes Magos, el pobrecito.

Clareaba ya, y el hombre entró en la habitación donde dormía su hijo enfermo. Por el tierno rostro moreno se difundía una sonrisa inocente que embellecía en forma indescriptible la miserable covacha de barro. El padre sintió que su corazón aleteaba y se inclinó para besar la pequeña frente.

Pero de pronto vio algo junto al niño; algo que le paralizó. Lo veía y no podía creerlo. Allí había un autito, un regalo de reyes para su hijo, y junto al autito la misma carretita que él había dado horas antes a tres hombres estrafalariamente vestidos, de túnicas y turbantes. Solo que ahora el caballito y la carretita fulguraban, despidiendo reflejos a la naciente luz del día.

Asustado, tomó la carretita en sus manos y se encaminó hacia la anciana, que desde la otra habitación le miraba con la serenidad soberana de sus años. Quiso llamar la atención de la madre, decir algo, explicarle que aquel era el juguete que él mismo había hecho, pero que ahora era distinto, macizo, pesado, de un metal que él conocía pero cuyo nombre no se atrevía a pronunciar en ese momento, y que brillaba porque estaba recubierto de piedras de valor incalculable.

Pero no se dirigió a la madre, sino que dijo:

—¿Qué es esto, Señor?

Alzó los ojos a la altura, como esperando una respuesta. No hubo respuesta. Lo único que oyó fue una música que bajaba de los cielos, una música que iba envolviéndolo todo, como si las nubes hubieran estado cargadas de jilgueros y éstos cantaran celebrando el nacimiento del sol.

*FIN*


Cuento de Navidad,
Editorial Ercilla, 1956


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