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De amores

[Cuento - Texto completo.]

Inés Arredondo

Para Jorge de la Luz

Los grandes amantes no tienen hijos. Ni Isolda la de las blancas manos, ni Isolda la de los rubios cabellos tuvo hijos de Tristán; Nefertiti no dio hijos a Akenatón. La pasión que lo llena todo no obedece a las leyes de la Naturaleza sino a las del Espíritu.

Raquel sin darse cuenta obedecía esta regla y a pesar de que Jacob la amaba todas las noches era estéril. En cambio Lía, la bizca usurpadora, concebía al más desganado contacto al que el deber religioso obligaba a su esposo. Pero Raquel veía crecer los rebaños de su marido, y a los rapazuelos de Lía aprender a mandar a los pastores y perderse buscando en las tierras alejadas el pasto para los ganados y venir, regocijados, a susurrar al oído del padre sus hallazgos. El padre sonreía y los acariciaba levemente.

Raquel fue infiel a su amor al sentir envidia, al renunciar a ser la Única Verdadera para poseer también el amor de Jacob como padre. Sembrar y cosechar como cualquiera, cuando su destino no era trabajar sino gozar. Y vendió por toda una noche el placer que sólo estaba reservado para ella, lo vendió a Lía por una cocción de mandrágora que la hiciera fructificar, y con un dolor insoportable dio a luz a ese que llegó a ser uno de los muchachos más bellos que la humanidad ha conocido nunca, y logró lo que quería: la obra perfecta, de la cual el padre se enamoró. Pero eso no llegó a verlo, porque al parir a Benjamín, al que consolidaría su triunfo, murió. El padre odió al inocente asesino y Raquel no alcanzó a ver el amor desmesurado de Jacob por José. Su victoria fue falsa: José se hizo egipcio y nadie tomó en cuenta a la tribu de Benjamín. En cambio, los hijos de Lía, a pesar de sus pecados, son reyes y sacerdotes de la innumerable descendencia que Yavé prometió a Jacob. Pero éste murió desolado. El Espíritu había tomado venganza.

Historias viejas y sabias consejas literarias: Teodoro, joven poeta, las sabía y sonreía satisfecho porque él y Miriam eran amantes perfectos desde adolescentes y la gente se sorprendía de que aquella pasión durara años y años sin disminuir.

Miriam era hermosa como el sol, no usaba adorno alguno y a pesar de eso, su cuerpo esbelto, su larga cabellera, sus ojos y su altivez suspendían el trajín de las calles y las palabras. Sin embargo, ella trabajaba, en labores delicadas, para los hogares ricos. La casa de un poeta es el lujo y la pobreza.

Lujo aquel de reunirse todas las noches, en casa de Teodoro, sus amigos, sin que faltaran dátiles, aceitunas y oloroso vino fuerte. Leía uno, leía otro, cambiaban de mano los poemas, se reía, se discutía, se callaba. Entonces Miriam tomaba el salterio y su música entraba en las almas de todos. Cantaba los poemas de Teodoro con tal delicadeza y comprensión de sentimientos que letra y música eran una sola cosa. No opinaba cuando discutían los hombres, pero daba su juicio con su cítara y su voz a los mejores poemas de los amigos.

Luego, en la cama enredaba sus rizos en las facciones de Teodoro y quedo, muy quedo, recordaba con su voz musical los poemas que él había compuesto hacía tanto, casi los había olvidado; revivían y corrían por la sangre del joven como hermosamente ajenos. Teodoro la hacía callar con su boca y la apretaba contra sí sabiendo que en ella estaba todo él y más aún: lo que resplandecía de los cantares antiguos, de otras edades y otros países, los paisajes ajenos y —sobre todo— ella, que era un enigma que a veces lo desconcertaba. Buscaba desesperadamente en su cuerpo el secreto, pero nunca encontró, ni haciéndola gozar hasta el grito, la clave de su perfección.

Cuando Miriam lo veía observarla hacer con un ritmo sin quebradura los quehaceres de la casa, lo miraba oblicuamente y sonreía con malicia sin despegar los labios.

Pero cometió el pecado de Raquel: le pidió un hijo. Él se ensombreció. No podía explicarle que era solamente el Espíritu el que lo impedía. Ella suplicó prometiendo que el niño sería tan feliz que no lloraría, que dormiría con los poemas, las palabras y la música, que todo seguiría igual. No comprendió que la Naturaleza entraría rompiendo el Absoluto. Él se encerró en sí mismo y sufrió tanto que sus carnes se enjutaron y la poesía lo abandonó como un hilacho, y no tuvo sed, ni deseo, ni sueño, ni amigos: ella no había comprendido. Entonces, sin decir una palabra, se marchó.

Caminó el desierto con los pies desnudos sobre la arena ardiente, hecha jirones su vestidura y sin encontrar el horizonte en el desierto. Se perdió a sí mismo y no encontró reposo.

Hasta que un día, casi muerto, sin poder abrir los ojos, supo que su cabeza estaba en el regazo de una mujer. Se quedó inconsciente y cuando, pasado algún tiempo, pudo moverse en un lecho, un dolor enorme llenó su ser, pero no pudo recordar nada.

Agradecido, vivió con aquella mujer sin rostro. Ella parió hijos que Teodoro apenas miraba. Lía, nombre lastimoso.

Abandonó a la que le salvó la vida sin darse cuenta. Quizá hubo alguna otra semejante. Lo que es seguro es que fueron numerosas las que por amor sirvieron sus alimentos y compartieron su lecho y él no supo cómo se llamaban, no podía recordarlo ni para nombrarlas.

Pero nada de eso le importaba, ni su trabajo concienzudo que ejecutaba como un autómata en los campos ajenos.

Hasta que un día, al cortar un racimo de uvas el sol se reflejó, como una centella, en una, una sola de las que formaban el racimo. El Espíritu volvió y él supo reconocerlo.

Pasados los años fue el gran poeta de su tiempo. Los jóvenes venían a él para aprender todas las formas, los ritmos, los secretos de la técnica. Pero cuando bebían oloroso vino y comían aceitunas negras sólo recitaban sus versos de juventud y él cerraba los ojos y oía la cítara y la voz cantando. Aunque se negara a admitirlo, aquellos poemas eran sus obras maestras y los insuflaba un dios como Athón, un hijo como José, una muerte por amor.

Ya viejo, se sienta en una roca con los versos que fue escribiendo desde su resurrección, cobijado por el Espíritu, hasta conseguirlos perfectos, estruja las hojas escritas por su mano y las arroja al mar. Ninguno de ellos era el poema de la Naturaleza y el Espíritu. En el fondo nunca pudo domar en su alma a la Naturaleza, aunque la negara, y ahora estaba absolutamente solo, porque los que comprendieron, por el relato de Miriam, la causa de su desdicha, y lloraron hasta agotar sus lágrimas y desgarrarse el pecho, ya no podrían llorar ahora su doble final porque están todos muertos.

*FIN*


Los espejos, 1988


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