Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

De Grey: un relato romántico

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

Corría el año 1820, y la señora De Grey, tal como dicen en Irlanda (y también fuera de allí), había cumplido sesenta y siete primaveras. No obstante, seguía siendo una mujer atractiva y, lo que es mejor aún, una mujer amable. El plácido y tranquilo curso de su vida le había dejado tan pocas arrugas en el carácter como en el rostro. Era alta y rellenita, con los ojos oscuros y un abundante cabello blanco que se retiraba de la frente mediante una pinza u otro artificio semejante. La frescura de su salud y juventud no había desaparecido en absoluto de sus mejillas, ni había expirado en sus labios la sonrisa de su imperturbable cortesía. Vestía de negro, tal como correspondía a una mujer de su edad y además viuda, aunque aliviaba el luto con mucho blanco y un gran número de hermosos anillos en sus bellas manos. A menudo, en primavera, llevaba una florecilla o una ramita de hojas verdes en la pechera del vestido. La habían acusado de recibir esos pequeños adornos florales de manos del señor Herbert (de quien hablaré más adelante), pero la acusación era infundada, ya que su doncella los seleccionaba cuidadosamente de los manojos recogidos en el jardín.

A ojos del mundo en general, y pese a la abundancia de pruebas a favor de tal resultado, que la señora De Grey fuese la plácida y elegante dama que era constituía a la vez un misterio y un problema. Es bien cierto que todas aquellas personas que algo sabían de ella estaban enteradas de que había disfrutado de una gran prosperidad material y no había sufrido desgracias. Era propietaria por derecho propio de una hermosa finca y una hermosa casa. Sin embargo, había perdido a su esposo solo un año después de la boda, aunque, dado que el difunto George De Grey poseía un temperamento tan huraño y melancólico que generaba sospechas de locura, su pérdida, que la había dejado bien provista, podía considerarse en rigor una ganancia. Su hijo, por su parte, jamás le había producido un instante de preocupación; había crecido hasta convertirse en un joven encantador, atractivo, ingenioso y sensato, y además era un modelo de devoción filial. La dama gozaba de buena salud, tenía media docena de criados perfectos, contaba con la compañía perpetua del incomparable señor Herbert y era la anciana más admirada de la ciudad. Por todo ello, bien podía ser feliz y demostrarlo. No obstante, de todos era sabido que una docena de mujeres juiciosas habían declarado con énfasis que ni a cambio de todos sus tesoros y de su dicha habrían consentido en ser la señora De Grey. Como era de esperar, las damas se mostraban incapaces de dar una razón lógica para una aversión tan intensa. Pero lo cierto es que sobre la historia y las circunstancias de la señora De Grey flotaba una especie de neblina, una sombra de misterio que causaba escalofríos en unas imaginaciones que con facilidad podrían haber sentido envidia de su buena fortuna. «Vive en la oscuridad», había dicho alguien. Los observadores atentos le hacían el honor de creer que existía un secreto en su vida, aunque de una naturaleza indefinida. ¿Era víctima de una pena escondida o dueña de una alegría clandestina? Podría pensarse que estas acusaciones se explicaban en parte por ser ella católica y alojar en su casa a un sacerdote. La actitud, además, de todo punto sincera y complaciente de la señora De Grey podría muy bien restar crédito a esas especulaciones. Desde luego, al hablar con ella resultaba difícil imaginar en qué parte de su persona cabría localizar un misterio, si en sus ojos redondos y claros o en sus labios hermosos y benévolos. Digamos, pues, desafiando a la voz de la sociedad, que no era ninguna reina de la tragedia. Era una mujer buena, una mujer aburrida, una dama perfecta. Se había tomado la vida como le gustaba una taza de té: floja, con un aroma exquisito y abundante leche y azúcar. Nunca había perdido los nervios, por la excelente razón de que no los tenía. No la perturbaba miedo, duda ni escrúpulo alguno, ni disfrutaba de certezas sagradas. Sentía cariño por su hijo, por la Iglesia, por su jardín y por su aseo personal. Poseía el mejor de los gustos, pero, desde un punto de vista moral, cabría decir que no había tenido historia.

La señora De Grey había vivido siempre recluida. Durante los dos años anteriores a la época de la que hablo había vivido sola. Al cumplir veintitrés años, su hijo se había marchado a Europa en una estancia prolongada, siguiendo un plan debatido a intervalos entre su madre y el señor Herbert durante toda su niñez. Los adultos no habían intentado prever su futura carrera profesional ni prepararlo para ella. Lo cierto era que, estrictamente hablando, era libre de prescindir de una profesión, como su difunto padre. No es que desearan que tomara su ejemplo. El mundo en general, y por supuesto la señora De Grey y su compañero en particular, comprendían que la existencia del joven había sido arruinada en sus primeros pasos por una aventura amorosa desafortunada, y era sabido que, en consecuencia, había pasado los pocos años de su madurez en una triste ociosidad y disipación. La señora De Grey, cuyo padre era un inglés empobrecido de alta alcurnia, se declaraba incapaz de entender por qué no podía Paul vivir con toda decencia de sus propios recursos. El señor Herbert declaraba que en Estados Unidos, con independencia de la situación, la ociosidad resultaba indecente, y esperaba que el joven eligiese una carrera profesional, al menos de palabra. Sin embargo, se acordó por ambas partes que no había necesidad de apresurarse y que lo primero y más adecuado era que viese mundo. El mundo, para la señora De Grey, era poco más que un nombre, pero para el señor Herbert, aunque fuese sacerdote, representaba una vívida realidad. No obstante, tenía la sensación de que el joven generoso e inteligente a cuya educación había dedicado todos los tesoros de su ternura y sagacidad no era incapaz, ni por su naturaleza ni por su cultura, de protegerse de sus pruebas y tentaciones, y de que lo querría aún más por volver a casa a los veinticinco años siendo un cumplido caballero y un buen católico, sosegado y madurado por la experiencia, escéptico en asuntos menores, seguro de sí en mayores, y repleto de buenas anécdotas. Cuando alcanzó la mayoría de edad, Paul se vio puesto de patitas en la calle, como suele decirse, mediante una carta de crédito por una hermosa suma contra ciertos banqueros de Londres. Pero el joven se metió la carta en el bolsillo y se quedó en casa devorando libros, descansando en el jardín y escribiendo versos heroicos. Al cabo de un año hizo acopio de un poco de ambición y recorrió el país, en buena parte a caballo. Volvió hecho un fervoroso estadounidense y pensó que podía irse al extranjero sin peligro. Durante su estancia en Europa les había escrito un sinnúmero de largas cartas, composiciones tan elaboradas (al gusto de aquellos días, aunque sean recientes) y tan encantadoras que, entre el orgullo que sentían del talento epistolar del joven y los deseos de ver su rostro, a su madre y a su viejo preceptor les habría costado determinar si les proporcionaba más satisfacción en el hogar o en el extranjero.

Con su marcha, la casa se sumergió en un reposo ininterrumpido. La señora De Grey no salía ni recibía. Su única concesión a la hospitalidad era alguna que otra visita por la mañana. El señor Herbert, que era un gran erudito, se pasaba todo el tiempo estudiando, y la dueña de la casa permanecía casi siempre sola, arreglada con una pulcritud perfecta que nadie admiraba (salvo su doncella, para quien representaba una constante fuente de admiración), leyendo un libro piadoso o tejiendo ropa interior para los necesitados. Es cierto que en ocasiones escribía largas cartas a su hijo, cuyo contenido le resultaba al señor Herbert difícil de adivinar. Esa vida se habría juzgado aburrida cuarenta años atrás; ahora, sin duda, no se consideraría vida en absoluto. Por lo tanto, no es de extrañar que por fin, una mañana de abril, cuando contaba sesenta y siete años, como ya he dicho, la señora De Grey empezara de pronto a sospechar que se sentía sola. Aún debía transcurrir al menos un año entero hasta que Paul regresara. Tras meditar un rato en silencio, la señora De Grey decidió pedirle consejo al padre Herbert.

Este caballero, inglés de nacimiento, había sido íntimo amigo de George De Grey, quien lo conoció durante una visita a Europa, antes de su boda. El señor Herbert era el hijo menor de una excelente familia católica, y en aquel tiempo iniciaba, con pocos recursos, la práctica de la ley. De Grey lo conoció en Londres, y los dos experimentaron una fuerte simpatía mutua. Herbert no sentía gusto por su profesión ni ambición aparente de ninguna clase. Por otra parte, tenía mala salud, y su amigo no tuvo dificultad en convencerlo para que aceptase el puesto de compañero de viaje por Francia e Italia. De Grey andaba sobrado de fondos y era un amigo muy generoso. Los dos jóvenes llegaron hasta Venecia con la mejor disposición y en los mejores términos. Pero en esa ciudad, por razones que solo ellos conocían, riñeron de forma agria e irreparable. Unos dijeron que fue ante una mesa de juego y otros afirmaron que se trataba de una mujer. Sea como fuere, en consecuencia, De Grey regresó a Estados Unidos y Herbert se trasladó a Roma. Lo aceptaron en un monasterio, estudió teología y por último recibió las órdenes sacerdotales. Cuando contaba treinta y tres años, De Grey se casó en Estados Unidos con la dama que he descrito. Pocas semanas después de su boda escribió a Herbert expresando un deseo vehemente de reconciliación. Herbert tuvo la sensación de que esa carta era la de un hombre muy desdichado. Ya lo había perdonado; se compadeció de él y, después de algún tiempo, consiguió obtener una misión eclesiástica en Estados Unidos. Llegó a Nueva York y se presentó en la casa de su amigo, que a partir de entonces se convirtió en su hogar. La señora De Grey había dado a luz un hijo hacía poco, y su esposo estaba confinado en su habitación por enfermedad, reducido a una sombra de lo que fue por sus reiterados excesos sensuales. No sobrevivió más que un par de meses a la llegada de Herbert, y a su muerte se extendió el rumor de que había dejado en su testamento una cuantiosa renta al sacerdote a condición de que este continuara residiendo con su viuda y se ocupara por completo de la educación de su hijo.

Dicho rumor resultó confirmado por los hechos. Durante veinticinco años, hasta el momento sobre el que escribo, Herbert había vivido bajo el techo de la señora De Grey en calidad de amigo, compañero y consejero, y también como preceptor de su hijo. Una vez reconciliado con su amigo, había ido abandonando la práctica del sacerdocio. Era de temperamento devoto, pero no anhelaba una parroquia ni un púlpito. Por otro lado, se había convertido en un estudiante infatigable. Su difunto amigo le había legado una valiosa biblioteca, que fue ampliando poco a poco. Sin embargo, su pasión por el estudio parecía desinteresada, pues durante muchos años su pequeño compañero Paul fue el único testigo y beneficiario de su aprendizaje. Es cierto que compuso gran parte de una historia de la Iglesia católica en Estados Unidos, cuyo manuscrito nunca ha visto la luz y, supongo, nunca la verá. Y es mejor que sea así, porque contiene un enorme despliegue de datos. La obra no está escrita desde un punto de vista benévolo sino de modo estricto y serio, pero tiene un defecto imperdonable: carece de unción.

Podría haberse expresado la misma queja acerca del carácter del padre Herbert. Era la educación en persona, pero se trataba de una cortesía fría y formal. Cuando sonreía, lo hacía, como dicen los franceses, con la punta de los labios, y al estrecharte la mano solo empleaba el extremo de los dedos. En sus tiempos de juventud había tenido un rostro agradable, y cuando los caballeros se empolvaban el pelo sus bellos ojos negros debían producir el mejor de los efectos. Pero había perdido el cabello, y un gorrito de seda negra cubría su calva. Llevaba un simple pañuelo negro con muchos pliegues, sin ningún alzacuello. Era bajito y menudo, con los hombros encorvados y unas hermosas manos.

—Si no fuera por un triste indicio de lo contrario —dijo la señora De Grey, poniendo en práctica su decisión de pedirle consejo a su amigo—, creería que estoy rejuveneciendo.

—¿Cuál es el indicio de lo contrario? —preguntó Herbert.

—Estoy perdiendo la vista. No puedo leer. Supongo que me quedaré ciega.

—¿Y qué le hace sospechar que está rejuveneciendo?

—Me siento sola. Me falta compañía. Echo de menos a Paul.

—Tendrá a Paul de vuelta dentro de un año.

—Sí, pero mientras tanto seré desgraciada. Ojalá conociera a alguien agradable a quien pudiera pedirle que viviera conmigo.

—¿Por qué no toma a una compañera, alguna dama pobre en busca de un hogar? Podría leerle y hablar con usted.

—No, eso sería terrible —respondió la señora De Grey—. Seguro que sería vieja y fea. Me gustaría tener a alguien que ocupara el lugar de Paul, alguien joven y lozano como él. Todos somos tremendamente viejos en esta casa. Usted tiene al menos setenta años, y yo tengo sesenta y cinco —añadió, complacida—. Deborah tiene sesenta, y la cocinera y el cochero tienen cincuenta y cinco cada uno.

—Entonces ¿quiere una muchacha?

—Sí, alguna muchacha agradable y llena de vida, que se ría de vez en cuando y toque algo de música, que se oiga algún sonido en la casa.

—Bueno —dijo Herbert, tras reflexionar unos momentos—, pues más vale que la busque antes de que Paul vuelva. Solo dispone de un año.

—¡Madre mía! —exclamó la señora De Grey—. No debería sentirme obligada a echarla por el regreso de Paul.

El padre Herbert dedicó a su compañera una mirada penetrante.

—No obstante, querida señora —dijo—, ya sabe a qué me refiero.

—¡Oh, sí! Ya sé a qué se refiere. Y usted, padre Herbert, sabe lo que pienso.

—Sí, señora, y permítame añadir que no me importa mucho. ¿Por qué debería importarme? Espero con todo mi corazón que nunca se sienta obligada a pensar de otro modo.

—No cabe duda de que Paul ha tenido tiempo de representar su pequeña tragedia una docena de veces —dijo la señora De Grey.

—Su padre tenía veintiséis años —replicó Herbert en tono grave.

Al oír estas palabras, la señora De Grey miró al sacerdote con el ceño un poco fruncido y las mejillas encendidas. Pero él no se tomó la molestia de mirarla a los ojos, y al cabo de unos momentos la dama había recuperado, en medio del silencio, su calma habitual.

Una semana después de esta conversación, estando en la iglesia, la señora De Grey observó a dos personas que parecían nuevas en la congregación: una anciana pobremente vestida y de salud frágil, pero muy refinada en sus modales y en su persona, y una muchacha que la señora De Grey tomó por la hija. El domingo siguiente volvió a verlas dedicadas a sus oraciones, y le llamó la atención la tristeza y preocupación que expresaban tanto su semblante como su actitud. El tercer domingo no estaban presentes, pero resultó que cuando iba a confesarse se encontró con la muchacha, pálida, sola y vestida de luto, que al parecer abandonaba el confesionario en ese momento. Algo en su aspecto y su forma de caminar le indicó a la señora De Grey que estaba sola en el mundo, desvalida y sin amigos, y la buena dama, que en ocasiones era muy sensible a su propio aislamiento de la sociedad, sintió el fuerte impulso compasivo de hablar con la desconocida y preguntarle el secreto de su pena. Así pues, la detuvo antes de que saliera de la iglesia y, dirigiéndose a ella con la mayor amabilidad, consiguió ganarse su confianza tan deprisa que en media hora estaba al tanto de toda su historia. Acababa de perder a su madre y se encontraba en la gran ciudad sin un penique y casi sin hogar. Procedían del sur, y el padre de la joven, oficial de la marina, había muerto en servicio dos años antes. A su madre le había fallado la salud y habían tomado la decisión un tanto insensata de viajar a Nueva York para consultar a un eminente facultativo. El médico había sido muy amable y no les había cobrado nada, pero su habilidad había sido aplicada en vano. El dinero de las dos mujeres se había desvanecido en otras necesidades, como la comida, el alojamiento y la ropa. Solo había quedado lo suficiente para darle a la pobre señora un entierro decente, y la muchacha no disponía de ningún medio de subsistencia que no fuese su propio esfuerzo. Carecía de parientes a los que acudir, pero mostró una gran voluntad de trabajar.

—Parezco débil y estoy pálida —dijo—, pero soy muy fuerte. Solo que estoy cansada y triste. Estoy dispuesta a hacer lo que sea, pero no sé dónde buscar.

Había perdido el color y las formas redondas y flexibles de la juventud. Además, estaba delgada e iba mal vestida. Sin embargo, la señora De Grey vio que en mejores condiciones debía de ser una criatura muy bonita, y que era, desde luego, una muchacha encantadora. Esta miraba a la anciana dama con unos brillantes y atractivos ojos azules, desde debajo del horrible gorro negro en el que había recogido su suave cabellera rubia. Le aseguró que había recibido una excelente educación y que tocaba el piano. La señora De Grey la imaginó despojada de su deslucida ropa de luto y ataviada con un vestido blanco y un lazo azul, leyendo en voz alta ante una ventana abierta o tocando las teclas de su melodiosa espineta. Porque, si se la quedaba (así lo formuló mentalmente), estaba decidida a no dejarse acosar por la visión de sus prendas negras. Era evidente que, asustada, débil y nerviosa como estaba, la pobre niña aceptaría cualquier servicio sin condiciones. La dama la besó con ternura dentro del sagrado recinto y se la llevó a su carruaje, olvidando por completo su asunto con el confesor. Al día siguiente, Margaret Aldis (así se llamaba la muchacha) era trasladada en el mismo vehículo a la residencia de la señora De Grey.

Ese edificio fue derribado hace unos años, y en su lugar se encuentra hoy en día el centro mismo de una turbulenta vía pública. Pero en el período del que hablo se hallaba a las afueras de la ciudad, con una perspectiva tan vasta de campo abierto en una dirección como de abarrotadas callejuelas en la otra. Por otra parte, era una excelente mansión antigua, construida de acuerdo con el mejor gusto de aquel entonces, con amplias habitaciones cuadradas, anchos corredores y ventanas profundas, y, por encima de todo, un jardín grande y precioso, separado de la calle por unos muros de denso verdor. Allí, sumergida en el reposo y las comodidades, rescatada de la turbia corriente de la vida común, apartada al resplandor de un sol atenuado, valorada, apreciada, acariciada, y no obstante sintiendo que no era un mero objeto pasivo de la caridad, sino que hacía todo cuanto estaba en su mano para compensar a su protectora, la pobre señorita Aldis prosperó y floreció de nuevo. Con el descanso, el lujo y el ocio recuperó su alegría y belleza naturales. Es cierto que su belleza no era deslumbrante, ni su alegría estridente; sin embargo, unidas, eran la flor de la gracia femenina. Todavía conservaba cierta delicadeza y fragilidad de aspecto, una ligereza en el paso, una suavidad en la voz y una levedad en el color que sugerían una íntima familiaridad con el sufrimiento. No obstante, en sus profundos ojos azules parecía brillar la luz de una vitalidad casi apasionada, y en sus labios firmes y pálidos se encontraba la expresión de una voluntad fervorosa y audaz. Algunas veces parecía entregarse con una libertad sensual, excesiva y casi ingrata a la mera conciencia de la seguridad. Era evidente que sentía un amor innato por el lujo. A veces permanecía sentada, inmóvil, durante horas, con la cabeza echada hacia atrás y una mirada lenta y errante, en un éxtasis silencioso de satisfacción. En esos instantes el padre Herbert, que la observaba con atención desde su llegada (pues, aunque fuese un erudito solitario, no había perdido la facultad de apreciar la gracia femenina), en esos instantes, como digo, el viejo sacerdote la observaba con furtividad y se maravillaba de la fantástica y desalmada criatura que la señora De Grey había admitido en su casa. Una tarde, tras un estupor de esa clase en que la muchacha no había hablado ni hecho movimiento alguno, sentada como alguien cuya alma se hubiera desprendido y vagase por el espacio, se levantó cuando la señora De Grey le dio por fin una orden y avanzó como si fuese a cumplirla. Entonces, precipitándose de pronto hacia la anciana, cayó de rodillas, enterró la cabeza en su regazo y estalló en un paroxismo de sollozos. Herbert, que estaba de pie a un lado, se acercó a ella y apoyó una mano sobre su cabeza, y con la otra hizo encima la señal de la cruz a modo de bendición, de consagración de la apasionada gratitud que había acabado por manifestarse. La amó desde ese momento.

Margaret leía para la señora De Grey, y los domingos por la tarde entonaba con voz dulce y clara los cantos de su Iglesia y realizaba sin cesar excelentes bordados, para los que poseía una gran habilidad. Pasaron las largas mañanas de verano juntas, leyendo, trabajando y hablando. Margaret le contó a su compañera los detalles simples y tristes de la historia que ya le había resumido, y la señora De Grey, para quien resultaba natural considerarlos una especie de relato práctico organizado para su entretenimiento, la obligó a repetirlos más de una docena de veces. También la vieja dama honró a la muchacha con un recital de su propia biografía, que en su vasta vacuidad produjo en la mente de Margaret una vaga impresión de grandeza. Es cierto que esa vacuidad se veía aliviada por la figura de Paul, que la señora De Grey nunca se cansaba de describir y en quien Margaret acabó pensando con mucho gusto. La joven escuchaba con suma atención los elogios que su benefactora dedicaba a su hijo, y le parecía una gran lástima que no estuviese con ellas. Y entonces empezó a anhelar su regreso, pero luego, de pronto, empezó a temerlo. Tal vez le desagradara su presencia en la casa y la echara a la calle. Era evidente que su madre no estaba dispuesta a llevarle la contraria. Tal vez, y eso era aún peor, se casara con alguna extranjera, la trajese a casa y ella se pusiera terriblemente celosa de Margaret (como suelen hacer las extranjeras). Mientras recorría Europa, De Grey daba por hecho, con acierto, que nunca estaba ausente de los pensamientos de su bondadosa madre. Sin embargo, desconocía por completo la dignidad que había usurpado en las meditaciones de su humilde compañera. En realidad, sabemos dónde empieza nuestra vida, pero ¿quién puede decir dónde acaba? Allí había un joven caballero despreocupado cuya existencia disfrutaba de un eco perpetuo en el alma de una pobre muchacha que le era del todo desconocida. La señora De Grey poseía dos retratos de su hijo y no tardó en enseñárselos a Margaret: uno, pintado en su niñez, mostraba al muchacho con un brillante pelo rojo y las mejillas encendidas, con el cuerpo encajado en una chaqueta de una viva tonalidad azul y el cuello rodeado de un volante muy bajo; el otro, ejecutado antes de su partida, presentaba a un joven guapo de semblante animado, recién afeitado, con chaleco marrón claro, pelo ensortijado de color caoba oscuro y unos ojos preciosos. El primero de esos retratos le pareció a Margaret el de un niño muy lindo, pero al otro la pobre muchacha le entregó su corazón enseguida, sobre todo porque la señora De Grey le aseguró que, aunque la imagen era bastante atractiva, solo transmitía una vaga idea de la adorable apariencia de su hijo en carne y hueso. Al cabo de un par de meses llegó una carta muy esperada de Paul, y con ella otro retrato: una miniatura, pintada en París por un famoso artista. Aquí Paul aparecía como una figura mucho más elegante que en la obra del pintor estadounidense. Era difícil decir en qué consistía el cambio, pero su madre declaró que se notaba que había pasado dos años en Europa rodeado de la mejor sociedad.

—¡Oh, la mejor sociedad! —exclamó el padre Herbert, que conocía la fuerza de esa expresión.

Y, sonriendo un momento con un desdén inofensivo, regresó a su seriedad habitual.

—Creo que parece muy triste —dijo Margaret con timidez.

—¡Paparruchas! —clamó Herbert, impaciente—. Parece un petimetre. Por supuesto, es culpa de los franceses —añadió, en un tono más tierno—. ¿Por qué nos envía su retrato? Es una impertinencia. ¿Acaso cree que nos hemos olvidado de él? Cuando quiero recordar a mi muchacho, no me hace falta mirar ese ostentoso trozo de marfil.

Al oír esas palabras las dos damas se marcharon, llevándose el retrato, para leer la carta de Paul en privado. Ocupaba ocho páginas, y Margaret la leyó en voz alta. Cuando hubo acabado, la leyó otra vez, y por la tarde la leyó una vez más. Al día siguiente, la señora De Grey, confiándose a la muchacha, sacó un gran paquete que contenía sus cartas anteriores, y Margaret se pasó toda la mañana leyéndolas en voz alta. Esa noche dio un paseo a solas por el jardín, ese jardín donde él había jugado de niño, donde había descansado y soñado siendo ya un joven. Encontró su nombre, su hermoso nombre, grabado con tosquedad en un banco de madera. A la muchacha se le antojó que sus cartas la habían introducido dentro de los límites de su personalidad, del misterio de su ser, del círculo mágico de sus sentimientos, opiniones y fantasías; que vagaba a su lado, sin ser vista, por Europa, y pisaba, sin ser oída, los resonantes pavimentos de iglesias y palacios famosos. Tuvo la sensación de que saboreaba por primera vez la esencia y la dulzura de la vida. Margaret caminó más o menos durante una hora bajo la luz de las estrellas, entre los senderos oscuros y perfumados. La señora De Grey, indispuesta, se había retirado a su habitación. La chica oyó cómo disminuía y expiraba el lejano rumor de la ciudad, y luego, cuando la quietud de la noche fue absoluta, volvió al salón a través de la alargada puerta vidriera y encendió uno de los grandes candelabros que decoraban los extremos de la repisa de la chimenea. Lo acercó a la pared donde la señora De Grey había colgado la miniatura de su hijo tras colocarla en un inmenso marco de oro, del que había extraído una pintura menos valiosa. Margaret deseaba ver el retrato antes de acostarse. Contemplarlo en privado a la luz de una vela la dejó encantada y embelesada. Había empezado a soplar un caluroso viento del oeste, y las largas cortinas blancas de las ventanas abiertas oscilaban y se hinchaban de modo espectral en la penumbra. Margaret protegió con la mano la llama de la vela y miró la superficie pulida del retrato, cálida bajo la luz, en su centelleante lámina de vidrio. ¡Qué inmensidad de vida y pasión se concentraba en esas pocas pulgadas cuadradas de color artificial! Los ojos del joven parecían mirarla con una expresión de profundo reconocimiento. Se quedó allí fascinada, quieta, incapaz de moverse. De pronto, el reloj de la chimenea dio una sola y clara campanada. Margaret se dio la vuelta sobresaltada al pensar que ya eran las diez y media. Alzó la vela para mirar la esfera y se percató de tres cosas: que era la una de la madrugada, que la vela se había consumido hasta la mitad y que alguien la observaba desde el otro lado de la habitación. Mientras dejaba la luz sobre la repisa, reconoció al padre Herbert.

—Bueno, señorita Aldis —dijo, acercándose a la luz—, ¿qué te parece?

Margaret estaba sorprendida y confusa, pero no avergonzada.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó con naturalidad.

—No tengo la menor idea. Yo llevo aquí media hora.

—Ha sido muy amable al no molestarme —dijo Margaret en un tono que ya no sonaba tan natural.

—Es un cuadro muy bonito —dijo Herbert.

—¡Oh, es precioso! —exclamó la muchacha, echando otra ojeada al retrato por encima del hombro.

El anciano sonrió con tristeza y le volvió la espalda. Acto seguido se dirigió de nuevo hacia ella:

—¿Qué te parece nuestro joven, señorita Aldis? —preguntó, haciendo al parecer un doloroso esfuerzo.

—Creo que es muy guapo —dijo Margaret con franqueza.

—No es tan guapo como aparece en el retrato —aseguró Herbert.

—Su madre dice que es más guapo todavía.

—En estos casos el testimonio de una madre vale muy poco. Paul es agraciado, pero no es ningún dechado de la naturaleza.

—Creo que parece triste —dijo Margaret—. Su madre dice que es muy alegre.

—Puede haber cambiado mucho en dos años —le respondió el anciano, y preguntó tras una breve pausa—: ¿Crees que parece un hombre enamorado?

—No lo sé —respondió Margaret en voz baja—. Jamás he visto a ninguno.

—¿Jamás? —insistió él, con una gravedad que sorprendió a la muchacha.

Ella se ruborizó un poco.

—Jamás, padre Herbert.

Los ojos oscuros del sacerdote se clavaron en ella con una extraña intensidad en la mirada.

—Espero, hija mía, que jamás lo veas —dijo, solemne.

El tono de su voz no era desagradable, pero a Margaret le pareció que había algo cruel y estremecedor en ese deseo.

—¿Por qué no he de verlo? —preguntó.

El anciano se encogió de hombros.

—Es una larga historia —dijo.

Pasó el verano y llegó el otoño, y el otoño fue apagándose poco a poco y por fin expiró en el frío abrazo de diciembre. La señora De Grey le había escrito a su hijo que había tomado a Margaret a su servicio. En ese momento llegó una carta en la que el joven se complacía en expresar su satisfacción ante esta medida. «Saluda de mi parte a la señorita Aldis —decía la carta—, y exprésale mi gratitud por el consuelo que ha proporcionado a mi querida madre, de la que, desde luego, espero informarla dentro de poco tiempo en persona». Poco sospechaba Paul De Grey al escribir esas palabras bondadosas la infinita reverberación que tendrían en el corazón de la pobre Margaret. Un mes más tarde llegó una carta que le entregaron a la señora De Grey en el desayuno. «Habréis recibido mi carta del 3 de diciembre —empezaba (una carta que se había extraviado y que no había llegado)—, y os habréis formado vuestras respectivas opiniones sobre su contenido». Mientras la señora De Grey leía esas palabras, el padre Herbert miró a Margaret, que había empalidecido. «Sean o no favorables —continuaba la carta—, lamento verme obligado a pediros que las borréis. Se ha roto mi compromiso con la señorita L. Se había vuelto imposible. Del mismo modo que no intenté explicaros cómo se había producido ni exponeros mis motivos, no intentaré ahora entrar en la lógica de la ruptura. Sin embargo, os aseguro que se ha roto de forma definitiva. Amén». Y la carta pasaba a otros asuntos dejando a nuestros amigos tristes y perplejos. Aguardaron la llegada de la carta desaparecida, pero fue en vano. Nunca llegó. La señora De Grey escribió de inmediato a su hijo solicitándole con urgencia una explicación de los acontecimientos a los que se había referido. No obstante, su siguiente carta no contenía la información deseada. La señora De Grey reiteró su petición. En su respuesta, Paul escribió que le contaría la historia cuando regresara. Detestaba hablar de ello. «No te preocupes, madre querida —añadía—. El cielo me ha garantizado la imposibilidad de echarme atrás. La señorita L. murió hace tres semanas en Nápoles». Cuando la señora De Grey leyó esas palabras, dejó la carta encima de la mesa y miró al padre Herbert, a quien había llamado para que la oyera. La faz pálida del sacerdote se puso blanca de espanto, y correspondió a la mirada de la anciana con los labios apretados y una inmovilidad pétrea en los ojos. Luego, de pronto, un grito feroz e inarticulado brotó de su garganta, y, cerrando el puño, lo descargó con un terrible golpe sobre la mesa. Sin levantarse de la silla, Margaret lo miró atónita. Él se puso en pie, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su cuello.

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —gritó con la voz quebrada—. ¡Siempre te he querido! Me he mostrado severo, frío y malhumorado. Tenía miedo. ¡Ha estallado el trueno! Perdóname, niña. Vuelvo a ser yo mismo.

Margaret se zafó de sus brazos, asustada, pero el sacerdote no le soltó la mano.

—¡Pobre muchacho! —exclamó con un trémulo susurro.

La señora De Grey permanecía sentada oliendo su frasquito de sales, aunque no parecía descompuesta.

—¡Pobre muchacho! —repitió la madre en voz alta, lo que dio a sus palabras un sonido irónico—. Ella había dejado de importarle.

—¡Ay, señora! —le gritó el sacerdote—. ¡No blasfeme usted! ¡Póngase de rodillas y agradezca a Dios que se nos haya ahorrado a nosotros esa repugnante visión!

Desconcertada y horrorizada, Margaret retiró la mano de la de él y dirigió una mirada de sorpresa a la señora De Grey. Esta sonrió con levedad, se llevó el índice a la frente, se dio unos golpecitos en ella, enarcó las cejas y sacudió la cabeza.

De contar los meses que faltaban para el regreso de Paul, nuestros amigos pasaron a contar las semanas y luego los días. Llegó el mes de mayo. Paul había zarpado de Inglaterra. En ese momento la señora De Grey abrió la habitación de su hijo y ordenó que la preparasen para ser ocupada. Estaba tal como él la había dejado, y la dama le pidió a Margaret que entrara a verla. Margaret contempló su propio rostro en el espejo de él, se sentó unos instantes en su sofá y examinó los libros que descansaban en sus estanterías. Le pareció que componían un conjunto prodigioso: los había en varios idiomas, y causaban una profunda impresión acerca de los logros de su propietario. En la chimenea estaba colgado un pequeño boceto a lápiz que Margaret se apresuró a inspeccionar: era el retrato de una muchacha, dibujado con bastante habilidad. La modelo parecía muy bella, aunque su hermosura resultaba tenebrosa. En una esquina del boceto aparecía escrito el apellido del artista: «De Grey». Margaret miró el retrato en silencio y con el corazón latiendo acelerado.

—¿Es del señor Paul? —acabó preguntándole a la dama.

—Pertenece a mi hijo —dijo la señora De Grey—. Le tenía mucho cariño e insistió en colgarlo ahí. Su padre lo dibujó antes de nuestra boda.

Margaret exhaló un suspiro de alivio.

—¿Y quién es la dama? —preguntó.

—No lo sé muy bien. Una extranjera, creo, que causó gran impacto en el señor De Grey. Hay algo escrito sobre ella detrás del dibujo.

En efecto, Margaret detectó al otro lado del boceto, escritas en caracteres minúsculos, las palabras «obiit, 1786».

—Supongo que no sabes latín, querida —aventuró la señora De Grey mientras Margaret leía la inscripción—. Significa que murió hace treinta y cuatro años.

—¡Pobre muchacha! —dijo Margaret con voz suave.

Al salir de la habitación se entretuvo en el umbral y miró a su alrededor, deseando poder dejar un pequeño recuerdo de su visita.

—Si supiéramos cuándo llega —añadió—, colocaría unas flores sobre su mesa. Pero podrían marchitarse.

Como la señora De Grey le aseguró que el momento de su llegada resultaba muy incierto, dejó su ramillete de flores imaginario sin cortar y pasó el resto del día en un delicioso terremoto de expectación, preparada para ver la deslumbrante figura de un joven, equipado con un extraño esplendor extranjero, aparecer ante ella, mirarla con una fría sorpresa y alejarse a toda prisa en busca de su madre. Cada vez que oía unas pisadas o una puerta que se abría dejaba su labor y escuchaba con curiosidad. Por la tarde, como si obedecieran a un instinto común, el padre Herbert y la señora De Grey se reunieron expectantes en el salón principal, una estancia dedicada en exclusiva a aquellas fiestas que nunca se celebraron en los anales de aquella apacible morada.

—Hoy hace un año, señora —dijo Margaret mientras los tres permanecían sentados entre las crecientes sombras—, que llegué a su casa. Hoy termina un año muy feliz.

—Esperemos que el día de mañana dé comienzo a otro —sentenció el padre Herbert.

—¡Ay, querida señora, mi buen padre, mis únicos amigos! —exclamó Margaret, emocionada—. ¿Qué daño puedo sufrir en su compañía? Fueron ustedes quienes me rescataron.

Su corazón estaba henchido de gratitud, y las lágrimas afloraban a sus ojos. Se estremeció de forma prolongada al pensar en la vida que podría haber sido su destino. Sin embargo, dado que sentía una aversión natural a imponer sus peculiares sensaciones a la atención de unas personas tan fervientemente absortas en la idea de una alegría inminente, se levantó de su asiento y salió al jardín. Al poco rato se abrió una portezuela en la cerca, a menos de seis yardas de donde se encontraba ella. Entró un hombre, y la joven vio en la escasa luz del jardín que se trataba del mismísimo Paul De Grey. Este se le acercó enseguida e hizo el ademán de saludarla, pero se detuvo de pronto y se quitó el sombrero.

—Ah, es usted la señorita… la joven —dijo.

Había olvidado su nombre. Aquello era algo distinto, algo menos oportuno que la fría sorpresa que Margaret había imaginado. No obstante, ella le respondió de forma audible:

—Se encuentran en el salón. Le están esperando.

Él echó a andar con energía por el sendero y entró en la casa. La muchacha lo siguió despacio hasta la puerta vidriera y se quedó fuera, escuchando. Por el silencio de la bienvenida pudo adivinar su calidez.

Paul De Grey había aprovechado bien su estancia en Europa: no había perdido ninguno de sus viejos méritos y había ganado muchos nuevos. Era por su naturaleza y cultura un hombre despierto, amable y talentoso. Tenía la suerte de poseer un peculiar e indefinible encanto en sus modales y en su persona. Era alto y de constitución delgada, pero sólido, firme y activo, con una tez clara, una frente amplia y prominente, pelo ondulado de color caoba y unos ojos radiantes de juventud e inteligencia cuya mirada equivalía a una sonrisa. Su forma de hablar era franca, varonil y directa, y sin embargo le pareció a Margaret que su porte, caracterizado por cierta dignidad y una elegancia que en ocasiones rozaba la formalidad, lo distinguía de otros hombres. No detectó en su carácter ningún indicio de ese extraño principio de melancolía que había ejercido una acción tan poderosa en los demás habitantes de la casa (y, por lo que podía deducir, en su padre). Por el contrario, a la joven le parecía no haber visto nunca menos frivolidad asociada con un alborozo más exquisito. Si Margaret hubiera poseído una disposición mental más analítica, se habría dicho a sí misma que el temperamento de Paul De Grey era eminentemente aristocrático. Pero la muchacha se conformaba con entender menos su naturaleza y, en secreto, amar más, y cuando le faltaba un epíteto escogía un término más simple. Paul fue como un rayo de sol espléndido en la vida aburrida y monótona de las dos mujeres. Llenó la casa de luz, calor y alegría. Para Margaret, el joven se movía en un círculo de gloria casi sobrenatural. Al brotar de sus labios, sus palabras parecían perlas y diamantes, y, a decir verdad, durante el primer mes posterior a su regreso su conversación resultó en extremo grata. La casa de la señora De Grey era par excellence la morada del ocio, un castillo de indolencia, y cuando Paul hablaba y sus compañeros escuchaban nadie sufría la tensión celosa de sórdidas tareas. Los días de verano eran largos, y el repertorio diario de la locuacidad de Paul resultaba inagotable. Una semana después de su llegada, el padre Herbert tomó la costumbre de llevárselo a su estudio tras el desayuno, y cada mañana Margaret oía la música cambiante de su voz al pasar ante la puerta entornada. En esas ocasiones envidiaba al anciano el disfrute exclusivo de tanta elocuencia. Intuía que al hablar con su preceptor las palabras de Paul eran mucho más sensatas y vivas que al hacerlo con dos mujeres simplonas, y la muchacha sentía el apasionado anhelo de oírlo y verlo en las mejores condiciones. Y esas condiciones eran brillantes en opinión del padre Herbert, ya que Paul había superado con creces sus mayores esperanzas. Había acumulado grandes reservas de conocimiento, y había aprendido todo lo capital que el anciano le había exigido. Y, aunque no había ignorado del todo el mal contra el que el sacerdote lo había prevenido, ¡lo juzgaba con acierto e ingenio! Por regla general, ni las mujeres ni los sacerdotes aprecian menos a un hombre porque no sea inocente del todo. El padre Herbert experimentaba una satisfacción indescriptible por la feliz evolución del carácter de Paul. Era más que el hijo de sus entrañas: era el producto de su intelecto, de su paciencia y devoción.

Por la tarde y por la noche Paul tenía plena libertad para dedicarse a su madre, que, fuera de su habitación, nunca prescindía durante más de una hora de la compañía de Margaret. Gracias al delicado tacto y a la comprensión de la muchacha, esa compañía se había convertido ya en una necesidad absoluta. Margaret se sentaba con su labor mientras Paul hablaba, y ella se maravillaba de sus inagotables reservas de chismes, anécdotas y descripciones enérgicas y vívidas. El joven hacía refulgir ante sus sentidos fascinados un hervidero de ciudades, iglesias, museos y teatros, y reproducía a las gentes que había conocido y los paisajes que había recorrido hasta que a la muchacha le daba vueltas la cabeza por la rápida sucesión de imágenes y panoramas. Y luego, en ocasiones, él parecía cansarse y se sumía en el silencio, y Margaret, al levantar la vista con recelo de su labor, veía sus ojos fijos y ausentes y una leve sonrisa en su rostro, o bien una fría gravedad, y se preguntaba qué recuerdo lejano había atraído sus pensamientos hacia aquel desconocido mundo europeo. A veces, con menor frecuencia, al alzar la mirada se lo encontraba contemplando su propia figura, su cabeza gacha y el ajetreado movimiento de sus manos. Sin embargo, al menos hasta el momento, nunca apartaba la vista turbado, sino que dejaba la mirada posada sobre ella y justificaba su examen con algún comentario sencillo y natural.

No obstante, a medida que transcurrían las semanas y el verano llegaba a su plenitud, la señora De Grey tomó la costumbre de retirarse después de comer a su habitación, donde, según podemos conjeturar con todos los respetos, pasaba la tarde a medio vestir y echando la siesta. Pero De Grey y la señorita Aldis acordaron de manera tácita que, estando en la plenitud y en la primavera de la vida, era un estúpido disparate desperdiciar de ese modo las horas más largas y luminosas del año. Por eso ellos, por su parte, tomaron la costumbre de sentarse en el salón con las cortinas echadas y pasar el tiempo charlando hasta que faltara una hora para el té. En ciertas ocasiones, para variar, atravesaban el jardín y entraban en una especie de cenador que ocupaba un punto central del recinto y se situaba de espaldas a la mansión, de cara al norte, con los lados cubiertos de densas y apiñadas enredaderas. En el interior, contra la pared, había un amplio banco de jardín, y en el centro una mesa, sobre la que Margaret dejaba su cesta de labores y el joven el libro que, con la excusa de desear leerlo, solía llevar en la mano. Allí había frescor, sombra profunda y silencio, y fuera el deslumbramiento general del inmenso cielo de verano. Cuando digo que había silencio, quiero decir que no había nada que interrumpiera la conversación de aquellos ociosos felices. Sus charlas adquirieron enseguida ese carácter voluble y desganado que es indicio de una gran intimidad. Margaret tenía ocasión de hacerle a Paul muchas preguntas que no se había sentido libre de plantearle en presencia de su madre, y de reclamarle una luz adicional sobre diversas cuestiones de escasa importancia que la señora De Grey se había conformado con dejar a oscuras. Paul se mostraba en extremo comunicativo. Si la señorita Aldis deseaba oír, él, desde luego, estaba encantado de hablar. Pero de pronto se le ocurrió que la actitud de ella suponía una provocación singular para el egoísmo, y que, en efecto, durante seis semanas no había hecho otra cosa que hablar de sí mismo, de sus propias aventuras, sensaciones y opiniones.

—¡He de decir, señorita Aldis —exclamó—, que está haciendo de mí un monstruoso egoísta! Eso se les da muy bien a ustedes, las mujeres. No pienso decir ni una palabra más sobre el señor Paul De Grey. Ahora le toca a usted.

—¿Hablar del señor Paul de Grey? —preguntó Margaret con una sonrisa.

—No, de la señorita Margaret Aldis, que, dicho sea de paso, es un nombre muy bonito.

—¡Dicho sea de paso, desde luego! —señaló Margaret—. Dicho sea de paso para usted, tal vez. Sin embargo, para mí, mi bonito nombre es todo lo que tengo.

—¡Si pretende decir, señorita Aldis —exclamó Paul—, que toda su belleza está en su nombre…!

—Estoy muy equivocada. Bueno, pues no lo voy a decir. El resto se queda en mi imaginación.

—Quizá. Sin duda, no en la mía.

En efecto, en ese momento Margaret estaba especialmente bonita. Se la veía un poco pálida por el calor, pero sus formas se habían redondeado y desarrollado gracias al descanso y al bienestar. La muchacha se hallaba animada, y casi podría decirse que inspirada, por una tierna gratitud. Al mirarla mientras pronunciaba esas palabras, De Grey quedó impactado por el interesante carácter del rostro de la muchacha. Sí, sin duda alguna su belleza constituía una poderosa realidad. El atractivo de su rostro se renovaba y vivificaba sin cesar por el profundo encanto de su alma.

—Me refiero de forma literal, señorita Aldis —dijo el joven—, a que deseo que me hable de sí misma. Quiero escuchar sus aventuras. Lo exijo y lo necesito.

—¿Mis aventuras? —se sorprendió Margaret—. Nunca he vivido ninguna.

—¡Bien! —exclamó Paul—. Eso en sí mismo ya es una aventura.

Fue así como Margaret llegó a relatarle a su compañero la breve historia de su joven vida. Sin embargo, aunque fuese breve, no se la contó toda en una sola tarde. Es decir, una semana después de que empezara, la muchacha se encontró enmendando a Paul con respecto a un asunto del que el joven había recibido una falsa impresión.

—No, él está casado —le aseguró Margaret—. Ya se lo dije a usted.

—¿Así que está casado? —preguntó Paul.

—Sí. Su esposa es una mujer gordísima.

—¿Así que su esposa es una mujer gordísima?

—Sí, y él la tiene en muy alta estima.

—¡Así que la tiene en muy alta estima!

Resultaba natural que de ese modo, con los constantes comentarios de Paul, la narración avanzara despacio. Sin embargo, además de las observaciones aquí citadas, el joven realizaba otras menos audibles y más profundas. Mientras escuchaba a aquella rubia y sincera doncella y reflexionaba que en el ancho mundo ella habría podido entregar su confianza y comprensión a otras mentes distintas de la suya, mientras comprendía que la muchacha sometía a su criterio sus recuerdos y sus pensamientos más francos del mismo modo que habría podido apoyarle en el brazo aquella mano tan blanca, le pareció que las intenciones puras que ella atribuía a su alma adquirían bajo su mirada un matiz más grave y elevado. Desapareció de sus recientes reminiscencias y penas europeas todo aquel color maravilloso, y solo fue consciente de la presencia de Margaret y del tierno resplandor rosado que la envolvía como una especie de aureola terrenal. ¿Era posible, se preguntaba en secreto, que mientras él recorría Europa en una vaga y agitada búsqueda de su futuro, su fin y su objetivo, esas cosas lo estuvieran esperando en silencio en su propio hogar, reunidas en la inmaculada persona de la más dulce y buena de las mujeres? Al fin, un día, esa perspectiva lo conmovió hasta tal punto que gritó en un éxtasis de confianza y alegría.

—Margaret —dijo—, mi madre la encontró en la iglesia, y allí, ante el altar, la besó y la estrechó entre sus brazos. He pensado mucho en esa escena. Supone una adopción nada común.

—Yo también lo he pensado, desde luego —admitió Margaret.

—Esa adopción es sagrada y eterna —declaró Paul—. En ese bendito día llegó usted a nuestro lado para quedarse para siempre.

Margaret lo miró con el rostro tembloroso, entre sonrisas y lágrimas.

—Siempre que me quieran aquí —añadió—. ¡Ah, Paul!

Y es que en un instante el joven había expresado todo su anhelo y su pasión.

A pesar del gran afecto y aprecio que sentía hacia su madre, a Paul siempre le había parecido natural dar preferencia al padre Herbert cuando se trataba de pedir consejo y hacer confidencias. El anciano poseía un delicado tacto intelectual que daba tanto a su comprensión como a sus recomendaciones un carácter muy agradable. Pocos días después de la conversación algunos de cuyos puntos principales he comentado con brevedad, Paul y Margaret renovaron sus respectivas promesas en el cenador. Ahora experimentaban una profunda fe en la sinceridad de sus propios sentimientos y una clara satisfacción en sus reiteradas declaraciones mutuas, por lo que no les restaba más que confiarse a sus mayores. Cruzaron el jardín juntos, y al llegar al umbral Margaret descubrió que se había dejado las tijeras en el cobertizo del jardín. Paul volvió a buscarlas. La muchacha entró en la casa, llegó al pie de la escalera y se dispuso a esperar a su amado. En ese preciso instante el padre Herbert apareció en la puerta de su estudio y miró a Margaret con una sonrisa melancólica. Se quedó allí, pasándose despacio una mano por encima de la otra y contemplándola con una expresión amable y afligida.

—Me parece, señorita Margaret —dijo—, que al pobre y viejo doctor Herbert le estáis ocultando un bonito secreto.

En presencia de aquel erudito venerable y gentil, Margaret sintió que debía prescindir de la vulgaridad del rubor, las sonrisas afectadas y la negación.

—Querido padre Herbert —repuso con divina sencillez—, ahora mismo le estaba suplicando a Paul que se lo contara.

—¡Ay, hija mía! —Y el anciano ahogó un suspiro—. Todo es un misterio extraño y terrible.

Llegó Paul y cruzó el vestíbulo con el paso ligero de un enamorado.

—Paul —dijo Margaret—, el padre Herbert ya lo sabe.

—¡El padre Herbert ya lo sabe! —repitió el sacerdote—. El padre Herbert lo sabe todo. Para ser unos enamorados, sois muy inocentes.

—Y usted es muy sabio, señor, para ser sacerdote —comentó Paul, ruborizándose.

—Lo sé desde hace una semana —dijo el anciano con seriedad.

—Bueno, señor —dijo Paul—, no le queremos menos por querernos el uno al otro. Espero que usted tampoco nos quiera menos a nosotros.

—El padre Herbert opina que es «terrible» —señaló Margaret con una sonrisa.

—¡Ay, Señor! —exclamó Herbert, alzando la mano hasta su cabeza como si le doliera.

Se dio la vuelta y entró en su habitación.

Paul se pasó la mano de Margaret por el brazo y siguió al sacerdote.

—Sufre usted, señor —dijo—, ante la idea de perdernos, de que le dejemos. Desde luego, no tiene por qué preocuparse. ¿Adónde iríamos? Mientras usted viva, mientras viva mi madre, todos formaremos una sola familia.

El anciano parecía haber recuperado la compostura.

—¡Ah! —exclamó—. Sed felices, sea donde sea, y yo seré feliz. Sois muy jóvenes.

—No tan jóvenes —dijo Paul, riéndose, aunque con cierta renuencia natural a ser considerado un muchacho—. Tengo veintiséis años. J’ai vécu, he vivido.

—Le ha pasado de todo —dijo Margaret, apoyada en su brazo.

—De todo no.

Y Paul la miró a los ojos con una sonrisa.

—Es muy modesto —murmuró el padre Herbert.

—Paul ya ha estado prácticamente casado —dijo Margaret.

El joven hizo un gesto de impaciencia. Herbert se puso en pie y lo miró con fijeza.

—¿Por qué hablas de esa pobre chica? —preguntó Paul.

Cualesquiera que fuesen las explicaciones que le había dado a Margaret sobre el tema de sus planes de matrimonio en Europa, desde su regreso se había negado a comentar el asunto con su madre o con su viejo preceptor con la excusa de que le resultaba en extremo doloroso.

—Tal vez la señorita Aldis esté celosa —dijo Herbert con astucia.

—¡Oh, padre Herbert! —exclamó Margaret.

—No tiene motivos para estar celosa —repuso Paul.

—¡Qué joven más bueno! —clamó Herbert—. Cabría pensar que esa muchacha nunca le importó.

—Es del todo cierto.

—¡Oh! —dijo Herbert en un tono de profundo reproche, apoyando la mano sobre el brazo del joven—. No digas eso.

—Pues lo diré, señor. Nunca la engañé. Me cautivó, me hechizó, ¡pero el Cielo es testigo de que nunca la quise!

—¡Oh, que Dios te ayude! —exclamó el sacerdote.

Se sentó y se tapó el rostro con las manos.

Margaret empalideció terriblemente y recordó la escena que se había producido al recibir la carta de Paul en la que anunciaba la ruptura de su compromiso.

—¡Padre Herbert! —gritó—. ¿Qué horrible y espantoso misterio mantiene usted encerrado en sus entrañas? Si me concierne a mí, si concierne a Paul, le exijo que nos lo cuente.

Movido, al parecer, por el tono de angustia de la muchacha, Herbert recuperó el dominio de sí mismo, se descubrió el rostro y le dirigió a Margaret una rápida mirada de súplica. La joven comprendió que era de vital importancia que guardase silencio. Luego, en un sublime intento por disimular, el sacerdote extendió las manos y las apoyó sobre los hombros de ambos jóvenes.

—Perdóname, Paul —dijo—. Soy un viejo insensato. Los ancianos eruditos somos una casta sentimental y supersticiosa. Seguimos creyendo que todas las mujeres son ángeles y que todos los hombres…

—Que todos los hombres son tontos —dijo Paul con una sonrisa.

—Eso es. Aunque, ¿sabes?, los únicos tontos somos nosotros —susurró el padre Herbert.

Margaret escuchaba este diálogo absurdo con el corazón desbocado, muy decidida a no conformarse con una explicación tan poco creíble de las trágicas alusiones del anciano. Mientras tanto, Herbert le rogaba con ardor a Paul que esperara unos días para informar del compromiso a su madre.

Al día siguiente era domingo, el último de agosto. Esa semana había hecho un calor sofocante, y ahora la atmósfera estaba cargada y resultaba amenazadora, como si se avecinara una tormenta. Cuando abandonaba la mesa del desayuno, Margaret notó que el padre Herbert le tocaba el brazo.

—No vayas a la iglesia —le dijo este en voz baja—. Busca un pretexto y quédate en casa.

—¿Un pretexto?

—Di que tienes que escribir unas cartas.

—¿Unas cartas? —Margaret esbozó una sonrisa amarga—. ¿A quién iba a escribírselas?

—¡Madre mía! Pues di que estás enferma. Te doy la absolución. Cuando se hayan ido, ven a verme.

De modo que, a la hora de acudir a la iglesia, Margaret fingió una leve indisposición. La señora De Grey agarró a su hijo del brazo, se subió al antiguo carruaje de asientos robustos y salió por la puerta. Margaret se dirigió de inmediato a los aposentos del padre Herbert. Al llegar, vio en el rostro del anciano el augurio de una espantosa confesión. Toda su figura revelaba el peso de una necesidad inexorable.

—Hija mía —dijo el sacerdote—, eres una muchacha valiente y piadosa…

—¡Ay! —gritó Margaret—. Tiene que ser algo horrible, o no diría eso. ¡Cuéntemelo ahora mismo!

—Necesitas todo tu valor.

—¿Es que él no me ama? ¡Ah, hable usted, en nombre del cielo!

—Si él no te amase con una pasión abrumadora, yo no tendría nada que decir.

—¡Entonces diga lo que tenga que decir!

—Pues bien, debes abandonar esta casa.

—¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Y adónde he de ir?

—Ahora mismo, si es posible. Debes irte a cualquier parte, mejor cuanto más lejos, cuanto más lejos de él. Escúchame, criatura —dijo el anciano. La expresión perpleja y anonadada de Margaret le retorcía las entrañas—. Es inútil que protestes, llores y te resistas. ¡Es la voz del destino!

—Dígame, señor —le pidió Margaret—, ¿de qué me acusa?

—No acuso a nadie. Ni siquiera acuso al Cielo.

—Pero tiene que haber una razón, tiene que haber un motivo…

Herbert se llevó la mano a los labios, señaló un asiento y, tras volverse hacia un antiguo cofre que descansaba encima de la mesa, lo abrió y extrajo de él un pequeño volumen encuadernado en vitela, al parecer un viejo misal iluminado.

—No tengo más remedio que contarte toda la historia —declaró.

Se sentó ante la muchacha, que permanecía rígida y expectante. La habitación se ensombreció con las crecientes nubes de tormenta, y un trueno retumbó a lo lejos.

—Permite que te lea unas pocas palabras —dijo el sacerdote abriendo el volumen por la guarda, en la que una gran variedad de letras, todas menudas y algunas apenas legibles, habían inscrito una memoria o registro—. ¡Que el Señor esté contigo! —El anciano se santiguó, y Margaret hizo lo mismo sin darse cuenta—. «George De Grey —empezó a leer— conoció y amó en septiembre de 1786 a Antonietta Gambini, de Milán. Ella murió el 9 de octubre del mismo año. John De Grey se casó el 4 de abril de 1749 con Henrietta Spencer. Ella murió el 7 de mayo. George De Grey se comprometió en octubre de 1710 con Mary Fortescue. Ella murió el 31 de octubre. Paul De Grey, de diecinueve años, se prometió en junio de 1672, en Bristol, Inglaterra, con Lucretia Lefevre, de treinta y un años, del mismo lugar. Ella murió el 27 de julio. John De Grey pidió la mano de Blanche Ferrars, de Castle Ferrars, Cumberland, el 10 de enero de 1649. Ella falleció asesinada por su prometido el 12 de enero. Stephen De Grey solicitó relaciones a Isabel Stirling en octubre de 1619. Ella murió al cabo de un mes. Paul De Grey intercambió promesas con Magdalen Scrope en agosto de 1586. Ella murió de parto en septiembre de 1587». —El padre Herbert hizo una pausa—. ¿Es suficiente? —preguntó, alzando una mirada encendida—. Hay dos páginas más. Los De Grey son una antigua estirpe y conservan sus registros.

Margaret lo había escuchado con una expresión de horror cada vez más profunda, feroz y apasionada, más de ira y de orgullo herido que de terror. Se abalanzó hacia el sacerdote con la ligereza de un gato joven, le arrebató de las manos el repugnante registro y lo arrojó al suelo.

—¡Qué abominable despropósito es este! —clamó—. ¿Qué significa? Apenas lo he oído. Lo desprecio, ¡me río de él!

El anciano la agarró con firmeza del brazo y dijo con una voz temible:

—Paul De Grey intercambió promesas con Margaret Aldis en agosto de 1821. Ella murió… al caer las hojas.

La pobre Margaret miró a su alrededor en busca de ayuda, inspiración o alguna clase de consuelo. La habitación no contenía más que hileras apretadas de viejos libros con cubiertas de pergamino, y cada uno de ellos parecía una inquietante repetición del volumen que se encontraba a sus pies. El fragor del trueno interrumpió la quietud del mediodía. De pronto, sus fuerzas la abandonaron. Notó su debilidad y soledad, sintió cómo la aferraba la mano del destino. El padre Herbert extendió los brazos, ella le rodeó el cuello y estalló en llanto.

—¿Te niegas a dejarle? —preguntó el sacerdote—. Si le dejas, estás salvada.

—¿Salvada? —preguntó Margaret, llorosa, levantando la cabeza—. ¿Y Paul?

—Esa es la cuestión. Te olvidará.

La muchacha reflexionó unos momentos.

—Para que haga eso, al parecer yo tendría que morir. —Entonces se retorció las manos en un nuevo arrebato de pena—. ¿Está seguro de que no hay excepciones? —exclamó.

—Ninguna, criatura. —Recogió el volumen del suelo—. Como ves, se trata del primer amor, la primera pasión. A partir de ese momento no sucede ningún mal. Fíjate en la señora De Grey. La estirpe está maldita. Es un misterio horrible e inescrutable. Supuse que estabas a salvo, hija mía, y que esa pobre señorita L. había cargado con la peor parte, pero Paul se empeñó en desengañarme. He escudriñado su vida, he sondeado su conciencia: es un corazón virgen. ¡Ay, criatura, me lo temí desde el principio! Cuando entraste en esta casa me eché a temblar. Quise que la señora De Grey te despidiera. Pero ella se ríe, lo llama cuentos de viejas. Ella estaba a salvo, a su marido no le importaba un comino. Pero hay una joven doncella de ojos oscuros enterrada en suelo italiano que podría contarle otra historia. Ella se marchitó, criatura. Era la vida misma, la personificación de un rayo de su particular sol meridional. Murió por los besos de De Grey. No me preguntes cómo empezó, siempre ha sido así. Se remonta a la noche de los tiempos. Un miembro de la estirpe, dicen, volvió a casa procedente del este, de las cruzadas, infectado con los gérmenes de la peste. Antes de su marcha se había comprometido con una muchacha, y se había acordado que la boda se celebraría inmediatamente después de su regreso. Sintiéndose enfermo, consultó a un hermano mayor de la novia, un hombre versado en un inmenso saber médico y al que se suponía dotado de habilidades mágicas. Él le aseguró que estaba apestado y que su obligación era aplazar la boda. El joven caballero se negó a ceder, y el doctor, furioso, arrojó una maldición sobre su estirpe. Se celebró la boda, y al cabo de una semana expiró su prometida en medio de una horrible agonía. El joven se recuperó tras una leve enfermedad: se había cumplido la maldición.

Margaret tomó el singular y viejo misal y buscó el macabro registro de muerte. Al pensar en su propia y triste hermandad con todas aquellas mujeres desdichadas del pasado se le heló el corazón. Mujeres desdichadas, pero, ¡ay!, hombres diez veces más desdichados, víctimas indefensas de su propio corazón maléfico. Permaneció en silencio con los ojos clavados en el libro, abstraída. Con gesto mecánico, por así decirlo, volvió la página y leyó una oración familiar a la santísima Virgen. Luego alzó la cabeza. Sus ojos de un azul profundo brillaban con la fría luz de una inmensa determinación, un prodigioso acto de voluntad.

—Padre Herbert —dijo con voz grave y solemne—, yo revoco la maldición. La deshago. ¡La maldigo!

A partir de ese momento, nada la induciría a pensar ni un instante en salvarse huyendo. Era demasiado tarde, declaró. Si estaba destinada a morir, ya había absorbido el mortal contagio. Pero ya se vería. No ponía en entredicho la existencia o el poder del espantoso hechizo; solo suponía, con una profunda confianza en sí misma que llenaba al viejo sacerdote de una mezcla de asombro y angustia, que la maldición derrocharía en vano su fuerza mística de una vez por todas en su propia vida ferviente y apasionada. Resignado, el padre Herbert entrelazó sus dedos temblorosos. Había cumplido con su deber, el resto dependía de Dios. En ocasiones, viviendo como había hecho durante años con miedo al momento que ahora había llegado, con toda su vida oscurecida por esa sombra, le parecía que pudiera hallarse entre las extrañas posibilidades de la naturaleza la de que aquella muchacha frágil y pura hubiese surgido de verdad, según el mandato del amor ultrajado, al rescate del desgraciado linaje al que había dedicado su madurez. Pero en otros momentos le parecía que la joven se arrojaba con alegría al oscuro abismo. Sea como fuere, la sensación de peligro había aumentado el encanto y energía de la propia Margaret. Si Paul no hubiese estado demasiado fascinado con su febril alborozo y gracia para preocuparse por el motivo y origen de esta, le habría costado explicar su repentina intensidad morbosa. Enseguida, a petición de ella, le anunció el compromiso a su madre, que puso muy buena cara y honró a Margaret con una especie de beso oficial.

—¡Ay de mí! —murmuró el padre Herbert—. ¡Y ahora cree que están atados y bien atados!

Al día siguiente, cuando salió el tema a colación, la señora De Grey admitió que le costaba aceptar como hija a una chica a la que había pagado un sueldo.

—¡Un sueldo, señora! —exclamó el sacerdote, y soltó una amarga carcajada—. ¡Virgen Santa! Creo que era lo mínimo que podía hacer.

—Nous verrons —dijo la señora De Grey sin perder la compostura.

Transcurrió una semana sin malos augurios. Paul se encontraba en un éxtasis varonil de dicha. En algunos momentos casi le dejaba perplejo la intensidad con la que su amor y su fe se habían visto correspondidos. Margaret estaba transfigurada, glorificada por la pasión que ardía en su corazón. Dale un enamorado a una chica sin atractivo, una chica vulgar, pensaba Paul, y se vuelve guapa, encantadora. Dale un enamorado a una chica encantadora… Y si Margaret estaba presente, su mirada elocuente pronunciaba el resto; si estaba ausente, sus pasos inquietos vagaban en busca de ella. En los últimos diez días la belleza de la joven parecía haber adquirido una calidez y una viveza sin precedentes. Paul llegaba a creer incluso que su voz se había vuelto más profunda y suave. Parecía mayor, daba la impresión de haberse saltado en un instante un año de su desarrollo y haber alcanzado la plenitud absoluta de su juventud. Cabría imaginar que, en lugar de hallarse en la antesala del matrimonio, había cruzado ya ese umbral. Mientras tanto, Paul tomaba conciencia de un delicado cambio en sus propias emociones que apenas podía discernir. El exquisito sentimiento de compasión, la sensación de la atractiva debilidad de la muchacha, su celestial dependencia, cuya tierna presión había engrosado el concierto de su afecto, se había desvanecido para dar lugar a un vago aunque profundo instinto de respeto. Al fin y al cabo, Margaret no era una persona tan sencilla, su naturaleza también tenía sus misterios. En realidad, pensaba Paul, la ternura y la amabilidad son su propia recompensa. Se había inclinado para coger esa pálida flor brotada en una casa sin sol; había sumergido su delicado tallo en las aguas vivas de su amor, y hete aquí que la flor había levantado la cabeza, había extendido sus pétalos y había adquirido unos espléndidos y vivos tonos de púrpura y verde. Esa potencia resplandeciente de hermosura lo llenaba de un temblor que casi le producía desasosiego. Anhelaba poseerla, la miraba con ojos codiciosos, deseaba considerarla suya por completo.

—Margaret —le dijo—, me colmas de un tremendo gozo. Te vuelves más hermosa cada día. Debemos casarnos de inmediato, o a este paso, cuando llegue el día de nuestra boda, me inspirarás un miedo terrible. ¡Por el alma de mi padre, no me esperaba esto! Mírate en ese espejo.

Y él la ayudó a volverse hacia un espejo alargado que estaba en el vestidor de su madre, que se encontraba en una habitación contigua.

Margaret se vio reflejada de pies a cabeza en las vítreas profundidades y percibió el cambio en su apariencia. Su cabeza se alzaba con una especie de serenidad orgullosa desde la redondeada curva de sus hombros. Le brillaban los ojos, le temblaban los labios, su pecho subía y bajaba con toda la insolencia de su honda entrega. Blanche Ferrars, de Castle Ferrars, repitió en silencio, Isabel Stirling, Magdalen Scrope: ¡pobres mujeres insensatas! No erais mujeres, erais niñas.

—¡Si mi aspecto no es el que debería, tuya es la culpa, Paul! —exclamó en voz alta—. ¿Por qué existe tanto amor entre nosotros? —Pero entonces, al contemplar el rostro del joven, reflejado en el espejo junto al suyo, le pareció que estaba pálido—. Mi querido Paul, estás pálido —le dijo la muchacha, tomando sus manos entre las suyas—. ¡No es esa la cara que corresponde a un feliz enamorado! Estás impaciente. ¡Vaya, vaya! Que sea, pues, cuando tú quieras.

La boda se fijó para finales de septiembre, y las dos mujeres empezaron de inmediato a ocuparse de la compra de la vestimenta nupcial. Margaret había ahorrado de su sueldo una suma suficiente para comprar un hermoso vestido de novia; sin embargo, para los demás artículos de su guardarropa se vio obligada a recurrir a la generosidad de la señora De Grey. De hecho, no tuvo escrúpulo alguno en gastar grandes sumas de dinero, y, cuando las hubo gastado, en pedir más. Se deleitaba de forma activa e intensa adquiriendo grandes cantidades de los más lujosos tejidos. Le parecía que, por el momento, se había deshecho de su frágil dignidad y de la reticencia y timidez convencionales, como si hubiese arrojado su conciencia para que pudieran recogerla las mujeres vulgares, felices y a salvo de todo peligro. Reunía sus galas de novia en una especie de feroz desafío hacia la desgracia inminente. Le entusiasmaba tomarle la delantera, confundirla, mirarla a la cara hasta hacerle perder la compostura.

Un día cruzaba el vestíbulo con una pieza de tela que acababan de enviar de la tienda. Era un trozo alargado de satén de un vívido tono rosado, y, mientras lo sostenía sobre el brazo, una parte cayó hasta sus pies. La puerta del padre Herbert se hallaba entornada. Ella se detuvo y entró.

—Disculpe, padre —dijo Margaret—, pero me ha parecido una lástima no enseñarle esta hermosa pieza de satén. ¿No es de un rosa precioso? Es casi rojo, es coral. Es del color de nuestro amor, del color de mi muerte. ¡Padre Herbert, es mi sudario! —gritó, y soltó una carcajada aguda y resonante—. ¿No le parece que sería un bonito sudario, satén rosado, encaje de blonda y perlas?

El anciano la miró con el rostro demacrado.

—Hija mía —dijo—, Paul tendrá una esposa incomparable.

—Desde luego, si me compara con esas damas de su libro de oraciones. ¡Ah! Paul tendrá una esposa, al menos. De eso no cabe duda.

—Bueno —dijo el anciano—, eres más valiente que yo. Me asustas.

—Querido padre Herbert, ¿no me asustó usted a mí una vez?

El anciano miró a Margaret con una mezcla de ternura y horror.

—Dime, criatura, en medio de todo esto, ¿rezas alguna vez?

—¡Dios no lo quiera! —exclamó la pobre muchacha—. No tengo valor para rezar.

La joven y su prometido conversaban mucho acerca de sus futuros placeres y de la existencia feliz que llevarían. Paul afirmaba que cambiarían sus costumbres y que la familia dejaría de permanecer inmersa en el silencio y en la tristeza. Era una situación absurda, y se maravillaba de que se hubiese llegado a ese punto. Debían empezar a vivir como otras personas y a ocupar el lugar que les correspondía en la sociedad. Debían recibir invitados, viajar y acudir al teatro. Margaret nunca había asistido a una representación. Después de la boda, si ella lo deseaba, lo haría una vez por semana durante un año.

—¡No tengas miedo, querida! —exclamó Paul—. No pretendo enterrarte viva, no estoy cavando tu tumba. Si esperara que te conformases con vivir como vive mi pobre madre, tanto daría que nos casáramos con una misa de difuntos.

Cuando Paul hablaba con esa energía optimista contemplando con una mirada firme y libre de dudas el largo y dichoso futuro, Margaret obtenía de sus palabras fortaleza y alegría, así como desdén frente a todo peligro. El secreto del padre Herbert parecía una visión, una fantasía, un sueño, hasta que, al cabo de un tiempo, la muchacha se encontraba de nuevo cara a cara con el anciano y leía en sus rasgos demacrados lo que, al menos para él, era una profunda realidad. No obstante, entre todas sus transiciones febriles de la esperanza al miedo y de la exaltación a la desesperación, no dejó de vigilar con perspicacia ni por un momento sus sensaciones físicas ni de esperar síntomas mórbidos. Con esa horrenda carga sobre su conciencia, le extrañaba no haber enloquecido ni haberse vuelto idiota. Creía que, por muy triste que hubiera resultado permanecer en la ignorancia del misterio que afectaba a su vida, conocerlo resultaba aún más terrible. Durante la semana que siguió a su entrevista con el padre Herbert no durmió ni media hora de las veinticuatro que tenía el día; y sin embargo, lejos de echar en falta el sueño, se sentía, como he intentado mostrar, embriagada y electrizada por la vigilancia y tensión constante de su voluntad. Pero sabía muy bien que aquello no podía durar para siempre. Una tarde, dos días después de que Paul le hubiese hecho aquellas brillantes promesas, el joven montó a caballo para dar un paseo. Margaret se quedó en la verja, mirándolo con pesar, y, antes de alejarse al galope, Paul le envió un beso. Una hora antes del té la muchacha salió de su habitación y entró en el salón, donde la señora De Grey se había acomodado para pasar la tarde. Momentos después el padre Herbert, que estaba encendiendo la lámpara de su estudio, oyó un grito desgarrador que resonó por toda la casa.

Al anciano se le paró el corazón.

—Ha llegado la hora —dijo—. Sería una lástima perdérselo.

Se precipitó al salón junto a los criados, también sobresaltados por el grito. Margaret yacía tendida en el salón, pálida, inmóvil, jadeante, con los ojos cerrados y la mano en el costado. Herbert intercambió una mirada rápida con la señora De Grey, que estaba inclinada sobre la muchacha y le sostenía la otra mano.

—Al menos evitemos el escándalo —dijo con dignidad, y enseguida despidió a los criados.

Margaret revivió con rapidez, declaró que no era más que un simple dolor repentino y que se encontraba mejor, y suplicó a sus compañeros que no armaran revuelo. La señora De Grey se fue a su habitación en busca de un frasquito de sales, dejando a Herbert a solas con Margaret. El hombre estaba arrodillado en el suelo y le sostenía la otra mano. La muchacha se incorporó.

—¡Sé lo que va a decir —exclamó—, pero es falso! ¿Dónde está Paul?

—¿Acaso piensas contárselo? —preguntó Herbert.

—¿Contárselo? —Margaret se puso de pie—. Si yo muriera, le partiría el corazón; si se lo contase, se lo rompería en mil pedazos.

Como decía, se levantó. Había oído y reconocido el paso rápido de su amado en el corredor. Paul abrió la puerta y entró con precipitación, sin aliento y muy pálido. Margaret fue hacia él con la mano aún en el costado mientras el padre Herbert abandonaba maquinalmente su postura arrodillada.

—¿Qué ha pasado? —gritó el joven—. ¡Has estado enferma!

—¿Quién te ha dicho que haya pasado nada? —dijo Margaret.

—¿Qué está haciendo Herbert de rodillas?

—Estaba rezando, señor —dijo Herbert.

—Margaret, en nombre del cielo —repitió Paul—, ¿qué pasa?

—¿Qué te pasa a ti, Paul? Me parece que soy yo quien debería preguntarlo.

De Grey clavó en ella una mirada sombría e inquisitiva. Luego cerró los ojos y se agarró al respaldo de una butaca como si le diera vueltas la cabeza.

—Hace diez minutos —dijo despacio—, cabalgaba junto a la orilla del río. De repente he oído a lo lejos el sonido de un grito y he sabido que era tuyo. He dado la vuelta y he venido al galope. He recorrido tres millas en ocho minutos.

—¿Un grito, querido Paul? ¿Por qué iba yo a gritar? ¡Y cómo ibas a oírme a tres millas de distancia! Un bonito cumplido para mis pulmones…

—Bueno, pues habrán sido imaginaciones mías —repuso el joven—, pero mi caballo también lo ha oído, ha alzado las orejas y se ha sobresaltado.

—¡También deben haber sido imaginaciones suyas! Eso demuestra que eres un jinete excelente. ¡Tú y tu caballo sentís como un solo hombre!

—¡Ay, Margaret, déjate de bromas!

—¡Pues como un solo caballo!

—Bueno, sea como fuere no me avergüenza confesar que estoy conmocionado. Tengo los nervios destrozados.

—¡Por el amor de Dios, no te quedes ahí tambaleándote y temblando como si tuvieras fiebre! Ven a sentarte en el sofá.

La muchacha lo agarró del brazo y lo llevó hasta el diván. Él, a su vez, le apretó el brazo con su propia mano e hizo que se sentara a su lado. El padre Herbert salió en silencio sin que nadie se percatase. En el corredor se encontró con la señora De Grey, que traía las sales.

—Creo que ya no las necesita —señaló el sacerdote—. Tiene a Paul.

Y ambos fueron a tomar el té. Cuando estaban a medias, entró Margaret con Paul.

—¿Cómo te encuentras, querido? —dijo la señora De Grey.

—Se encuentra mucho mejor —se apresuró a responder Margaret.

La señora De Grey sonrió con afabilidad. «Con toda seguridad —pensó—, mi futura nuera tiene una forma muy bonita de decir las cosas».

Al día siguiente, Margaret entró en la habitación de la señora De Grey y encontró juntos a Paul y a su madre. Los ojos de esta se hallaban enrojecidos, como si hubiese llorado, y Paul tenía una expresión alterada, como si hubiese hecho alguna confesión dolorosa. Cuando pasó Margaret, el joven fue hasta la ventana y dirigió la mirada hacia el exterior, sin hablarle. Ella fingió haber ido allí en busca de un bordado, lo cogió y se retiró. No obstante, se sentía profundamente dolida. ¿Qué había hecho y dicho Paul? ¿Por qué no le había hablado? ¿Por qué le había vuelto la espalda? La velada anterior, cuando estaban a solas en el salón, le había mostrado una ternura indescriptible. Era un cruel misterio, no descansaría hasta averiguarlo, aunque, en realidad, apenas lo hacía ya. Por la tarde Paul volvió a pedir su caballo y se vistió para montarlo. Ella lo abordó cuando llegaba al pie de la escalera con sus botas y sus espuelas, y, dado que su caballo no estaba en la puerta todavía, se lo llevó al jardín.

—Paul —dijo de pronto—, ¿qué le estabas diciendo a tu madre esta mañana? Sí —continuó, tratando en vano de sonreír—, lo confieso: estoy celosa.

—¡Válgame el cielo! —exclamó el joven con aire de cansancio, llevándose ambas manos al rostro.

—Querido Paul —dijo Margaret agarrándolo del brazo—, eso es muy bonito, pero no es una respuesta.

Paul se detuvo en el sendero, tomó las manos de la muchacha y la miró con fijeza a la cara con una expresión que, en verdad, era de hastío. Peor que de hastío: de desesperación.

—¿Dices que estás celosa?

—¡Ay, ya no! —exclamó ella apretándole las manos.

—Es la primera necedad que te oigo decir.

—Ha sido una tontería por mi parte sentir celos de tu madre, pero sigo teniéndolos de tu soledad, de los placeres que no comparto contigo: tu caballo y tus largos paseos.

—¿Deseas que renuncie a mis paseos?

—Querido Paul, ¿dónde está tu inteligencia? Desearlo es… desearlo. Decir que lo deseo sería ridículo.

—Mi inteligencia está con… ¡con algo que ha desaparecido para siempre! —El joven cerró los ojos y contrajo la frente como si sintiera un gran dolor—. Mi juventud, mi esperanza… ¿Cómo llamarlo? Mi felicidad.

—¡Ah! —exclamó Margaret en tono de reproche—. Tienes que cerrar los ojos para decir eso.

—¿Qué es la felicidad sin juventud?

—¡Cómo! ¡Cualquiera diría que tengo cuarenta años! —clamó Margaret.

—¡Si soy yo el que tiene sesenta!

La muchacha intuyó algo muy grave detrás de aquellas palabras ligeras.

—Paul —dijo—, el problema es simplemente que estás enfermo.

El joven asintió, y al ver su confirmación le pareció a ella que una mano invisible le había arrancado la vida del corazón.

—¿Es eso lo que le has dicho a tu madre?

Él volvió a afirmar con la cabeza.

—¿Y no querías decírmelo a mí?

—En efecto —dijo Paul, enrojeciendo.

Margaret dejó caer las manos de Paul y se sentó, por puro desfallecimiento, en un banco del jardín. Luego se levantó de pronto y dijo:

—Ve a dar tu paseo, pero antes de irte dame un beso.

Paul la besó y montó en su caballo. Al entrar en la casa, la chica se encontró con el padre Herbert, que había estado observando desde el porche cómo se alejaba el joven y ahora regresaba a su estudio.

—Mi querida criatura —dijo el sacerdote—, Paul está muy enfermo. ¡Quiera Dios que, si tú te las arreglas para no morir, no sea a costa de él!

Por toda respuesta, al pasar por su lado Margaret volvió hacia el anciano un rostro tan tremendamente angustiado que respondía por sí solo al miedo descorazonador que este sentía. Al llegar a su habitación, la muchacha se sentó en su estrecha cama y se esforzó por pensar despacio y con claridad. Las palabras del padre Herbert habían despertado un profundo eco en las vastas soledades espirituales de su ser. Al final, después de tantas emociones intensas, acababa de descubrir que la maldición era absoluta, inevitable y eterna. Podía ser transferida, pero no eludida. A pesar de llevar el dolor humano al extremo, exigía insaciable a su víctima. Las fuerzas de la muchacha se habían agotado. ¿Qué hacer? Todo aquel esplendor de luminosidad y coraje que no le pertenecía la abandonó de pronto y se quedó sola, estremecida en su debilidad. ¡Había sido una tonta, una ilusa, al ocultarle a su amado la aflicción que sentía! A mayor carga, mayor debería haber sido la confianza. Lo que ninguno de los dos podía soportar solo sin duda habrían podido soportarlo juntos. Pero ella, ciega, sin sentido y sin remordimientos, vaciaba de vida el ser de Paul. Ella florecía y prosperaba, él decaía y languidecía. Mientras ella vivía por él, él moría por su causa. ¡Comedia execrable e infernal! ¿Con qué ayuda contaría ahora? Pensó en el suicidio y en la huida, pues ambas cosas eran equivalentes. De haber tenido la certeza de que podía salvar a Paul, liberarlo con la extinción repentina de su propia vida, se habría hundido un cuchillo en el corazón sin tardar un instante. Pero ¿quién decía que, debilitado y desfallecido como estaba, la conmoción de su muerte no fuera a desencadenar su propio fin? Lo peor de todo era la sospecha de que Paul había empezado a sentir aversión hacia ella, de que una vaga percepción de su influencia nociva se había apoderado ya de sus sentidos. Sin duda, se mostraba frío y distante. Además, si no fuese así, ¿por qué no había hablado primero con ella al sentirse enfermo? Ella le resultaba repugnante, aborrecible. No obstante, Margaret seguía aferrándose con toda el ansia de la desesperación a la idea de que todavía no era demasiado tarde para confiarse a él y revelarle todo el horror de su secreto. Así, al menos, afrontarían juntos lo que viniera, ya fuese la muerte o la libertad.

Ahora que le había sido arrebatada la emoción de su triunfo imaginario, la muchacha se sentía por completo exhausta y abrumada. Todo su organismo anhelaba el sueño y el olvido. Cerró los ojos y se hundió en el letargo del reposo. Cuando recobró el sentido, la habitación estaba a oscuras. Se levantó, fue hasta la ventana y vio las estrellas. Tras encender una vela, descubrió que el pequeño reloj de pared indicaba las nueve. Había dormido cinco horas. Se vistió a toda prisa y bajó las escaleras.

En el salón, junto a una ventana abierta, envuelta en un chal, con una vela encendida, se hallaba sentada la señora De Grey.

—¡Tienes suerte, querida —exclamó—, al poder dormir tan bien cuando todos nos hallamos en este estado!

—¿Qué estado, querida señora?

—Paul no ha vuelto.

Margaret no respondió, escuchaba con atención las pisadas lejanas de un caballo. Salió de la sala corriendo, llegó a la puerta principal y cruzó el patio hasta la verja. Allí, a la luz de las estrellas, vio avanzar una figura y la rápida oscilación de unos cascos. La pobre muchacha solo sufrió un instante de suspense. El caballo de Paul se acercaba por el camino al galope… sin jinete. Con un grito, Margaret se abalanzó hacia él y lo agarró por la brida, pero el animal dio una espantada con un fuerte relincho y, sin apenas aflojar el paso, se deslizó en el recinto por una entrada más baja. Margaret oyó el estrépito de los cascos contra las piedras, y luego las voces y exclamaciones del mozo de cuadra.

Alocada y precipitadamente, Margaret se adentró en la oscuridad, a lo largo del camino, llamando a Paul. No había recorrido ni un cuarto de milla cuando oyó una voz que le respondía. Repitió su grito y reconoció el acento de su amado.

Estaba de pie, apoyado contra un árbol y en apariencia ileso, pero su rostro brillaba blanco a través de la noche como una máscara de reproche, con las fosforescentes gotas de sudor de la muerte. De pronto se había sentido débil y mareado, y al esforzarse por mantenerse en la silla había espantado a su caballo, que se había encabritado y lo había arrojado al suelo. Se apoyó en el hombro de Margaret y habló con voz titubeante:

—He estado cabalgando como un loco. Cuando he salido me sentía enfermo, aunque sin tener la menor idea de la causa. Estaba decidido a arrancarme esa sensación con el movimiento y el aire libre.

Se detuvo jadeante.

—¿Y ya te encuentras mejor, cariño? —murmuró Margaret.

—No, me encuentro peor. Soy hombre muerto.

Margaret estrechó a su amado entre sus brazos con un gemido penetrante y prolongado que resonó a través de la noche.

—Ya no soy tuyo, querida alma desdichada. Pertenezco, no sé mediante qué lazos fatales e inexorables, a la oscuridad, la muerte y la nada. Me ahogan. ¿Oyes mi voz?

—¡Ay, soy una necia sin sentido! ¡Te he matado!

—Creo que es verdad, aunque es raro. ¿De qué se trata, Margaret? ¡Estás hechizada! ¡Eres maligna, mortal!

Hablaba apenas en un susurro, como si su voz lo abandonase. Su aliento resultaba frío contra la mejilla de ella, y su brazo le pesaba sobre el cuello.

—¡Continúa, en nombre del cielo! —exclamó la muchacha—. Di algo que me mate.

—¡Adiós, adiós! —dijo Paul antes de desplomarse.

El grito de Margaret había sido, para la sobresaltada familia que había dejado a sus espaldas, un indicio del lugar en el que se había detenido. El padre Herbert se acercó a toda prisa con criados y luces. Encontraron a Margaret sentada junto al camino, con los pies en la cuneta, sujetando entre los brazos la cabeza inanimada de su amado y cubriéndola de besos mientras gemía enloquecida. El sentido había abandonado su mente igual que había dejado el cuerpo de Paul, y era poco probable que volviera a la una como al otro.

 

Como es natural, transcurrieron muchísimos meses hasta que la señora De Grey se encontró con ánimo para aludir de forma directa a la inmensa calamidad que había conmovido su casa. Y, cuando lo hizo, el padre Herbert se sorprendió al ver que la dama seguía negándose a aceptar la idea de una presión sobrenatural sobre la vida de su hijo, y que albergaba en silencio la creencia de que había muerto debido a su caída del caballo.

—¿Y si Margaret hubiera muerto? ¡Ojalá lo hubiera hecho! —dijo el sacerdote.

—¡Ay, me imagino que sí! —repuso la señora De Grey—. ¿Expresa usted ese deseo por el bien de su teoría?

—Suponga que Margaret hubiese tenido un enamorado, un enamorado apasionado que le hubiese ofrecido su corazón antes de que Paul la conociera, y que luego hubiese llegado Paul, trayendo amor y muerte.

—¿Y qué?

—¿Cuál de los tres, cree usted, habría tenido mayor motivo de tristeza?

—Son siempre los supervivientes de una calamidad quienes deben ser compadecidos —dijo la señora De Grey.

—Sí, señora, son los supervivientes. Incluso al cabo de cincuenta años.

*FIN*


“De Grey: a Romance”,
The Atlantic Monthly, 1868


Más Cuentos de Henry James