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Debo olvidar…

[Cuento - Texto completo.]

Elena Garro

Debo olvidar que encontré estas páginas escondidas entre las tablas sueltas del armario… después de todo la habitación es enorme y en los días que corren es un lujo gozar de espacio. No me molesta la suciedad de los muros, ni las duelas rotas. Tampoco me importan las manchas de humedad que hay en el techo, ni el agua de la lluvia que se cuela a raudales. Me gusta ver llover y las goteras perfuman de frescura el cuarto; quizás solo me asusta el silencio y el ruido de las persianas rotas a las que sacude el viento. Pienso que el viento se escucha demasiado cuando la soledad es absoluta… Será mejor no mirar por las ventanas que dan a la terraza, aunque a pesar mío, mis ojos no se apartan de ellas y trato de adivinar quién me observa desde las sombras a través de las persianas rotas… Sé que hay alguien y trato de leer estas páginas sin que ese alguien vea lo que leo. ¡Alguien!, la palabra me inquieta, sé que alguien tiene la vista fija en mis espaldas…

—Allí mismo en la esquina, hay una pensión. Los dueños son una pareja joven y estará usted muy feliz —me aconsejó la cigarrera.

La cigarrera se llama Carmenchu: es una mujer gorda, vivaz, cordial, que siempre me observó con simpatía o quizás con lástima.

—¡Eh!, no fume tanto, a su edad no conviene. ¿Tiene usted dificultades en la pensión? —agregó con voz bondadosa.

Afirmé con un gesto y su actitud amable me movió a confiarle mi secreto.

—Tengo un gato muy viejo, siempre lo escondo y el pobre ha sufrido mucho… la hostelera lo descubrió ¡y me ha echado!

—Vaya allí, estará como en su propia casa.

Carmenchu me regaló unas cerillas y sonrió. Nos enredamos en una larga charla y me dijo que ha viajado mucho, «tal vez por eso es más generosa», me dije mientras la escuchaba.

—Conozco el mundo y cuando la gente de arriba cae, se queda más sola que la soledad misma. Estoy segura de que usted no cuenta con ningún amigo y que si le sucediera algo nadie se preocuparía en preguntar por usted. Simplemente nadie notaría su ausencia, ¿o no es así? —me preguntó en tono confidencial.

—Así es… —respondí, pues la cigarrera había adivinado mi situación.

—Múdese con ese matrimonio, la gente sola siempre está en peligro —agregó.

Y antes de ayer por la mañana llegué a este hostal, del que nunca sospeché su existencia a pesar de pasar frente a él casi todos los días. Tal vez porque está situado en la última planta de un edificio de ocho pisos en el que únicamente hay comercios. En el portal de entrada hay escaparates con pelucas, muñecas y trajes festivos. No hay ningún anuncio, ningún signo que diga que el hostal está en el último piso. Me sobresalté al ver que la puerta de entrada al hostal carece de cerrojo y permanece abierta de día y de noche. Yo estoy en la primera habitación cuya puerta da a un pasillo que al fondo se bifurca en dos pasillos y sobre los cuales se abren puertas pintadas de color mostaza. Los cuartos de servicio están uno en un rincón del pasillo de la izquierda y el otro en el extremo del pasillo de la derecha. Allí termina o, más bien dicho, no termina el pasillo, pero se interrumpe el paso: unas cortinas sucias ocultan esa parte de la casa. No me he atrevido a ver lo que hay detrás de esos trapos viejos. Para llegar a los cuartos de servicio necesito caminar hasta la bifurcación, iluminada por un foquillo azul, que por las noches proyecta sombras grises e inquietantes. Los cuartos de servicio están bastante aseados, pero esto no impide que me sienta aterrado entre sus muros de mosaicos y la bañadera quizás demasiado honda… Cuando llego a la bifurcación debo escoger entre el baño de la izquierda o el de la derecha; siempre dudo, quizás me asusta el ruido de mis pasos sobre las duelas resecas que crujen con estruendo aunque avance de puntillas. He notado que al llegar al foquillo azul las voces que se escuchan detrás de las puertas pintadas de color mostaza ¡callan! y el silencio que produce mi presencia me acongoja. Ayer por la mañana observé a Jacinto, el dueño del hostal, mientras regaba sus tiestos viejos distribuidos malamente sobre la terraza de losetas rojas y partidas. Jacinto lleva flequillo, camina contoneándose y con esmero, tiende sobre las cuerdas verdes las sábanas lavadas. Se diría que sus labios están carcomidos, no sonríe nunca y su mirada furtiva abarca todo, hasta mis gestos detrás de las persianas rotas. Al verlo, salté a la terraza por la ventana, pero Jacinto huyó por una puertecilla de vidrios situada a la izquierda, junto a una ventana igual a las mías, pero cuyas persianas están intactas y herméticamente cerradas. Debe pertenecer a la habitación de otro huésped a quien nunca he visto. La puertecilla de vidrios comunica con el pasillo de la izquierda y está colocada en un rincón que forma un ángulo recto con el muro desteñido que cierra a la terraza. Sobre ese muro también hay una ventana con las maderas cerradas. Quizás ahí no vive nadie. Ignoro dónde viven los huéspedes que vi ayer por la mañana; todos eran jóvenes, salvo uno, pequeño, viejo y envuelto en un gabán raído. Los demás usan chaquetones verdes con capuchas ribeteadas de peluche gris. Todos llevan cabello largo, pisan fuerte y tienen miradas desafiantes y seguras. Tuve la impresión de que mi presencia les divertía.

—¡Hola, viejo!… ¿cómo va la vida? Por la mañana me pareció que usted solo era un bulto —me dijo un huésped al que encontré en el ascensor. Como tenía acento extranjero, le pregunté por cortesía:

—¿Le gusta Madrid?

—Pintoresco, pintoresco… ¡qué escándalo que arman por dos policías muertos! En mi país morían treinta o cuarenta al día… ¡Qué boludos que son estos gallegos! —contestó.

Su mirada era extraña, se diría que trataba de dormirme o de dormirse él, y el gesto de sus manos era blando, indolente como su voz. Me sentí aliviado cuando alcancé la calle y me separé del personaje de manos pálidas. Supe que su voz quedó vibrando dentro de las paredes del ascensor y en vano me pregunté el motivo de su ira también perezosa.

Conté las pesetas, me alcanzaba para comprar un bocadillo de carne y un café y me instalé en un bar vecino, para hacer tiempo. Siempre estoy haciendo tiempo… La carne era para mi gato, yo comería el pan y bebería el café caliente. Pensé en Miguelín, mi gato, al que dejé encerrado en el armario para que nadie descubriera su presencia en el hostal. Estaría muy calladito esperándome en la oscuridad de su calabozo. ¡Pobre Miguelín, siempre en el calabozo esperando mi regreso! «¿Cuántas palizas ha recibido?», me pregunté y no pude contarlas. Una vez lo encontré vomitando sangre, medio muerto. En otra ocasión lo quemaron con cigarrillos y en el último trataron de rebanarle un ojo, pero supo defenderse y el navajazo lo tenía de la sien a la oreja. Dicen que los animales se parecen a sus dueños. ¡Me parece injusto que Miguelín sufra mi suerte apaleada!

Volví tarde al hostal y encontré la puerta de hierro y de cristales cerrada. Eché mano a la llave que me dio Jacinto y me fui directamente al ascensor. De un recoveco salió el conserje:

—¿Adónde va usted? —me gritó el hombre.

—Al hostal…

—¡Su nombre! —pidió el conserje, mientras consultaba una lista escrita a máquina que mantenía en la mano. Le di mi nombre y el conserje no lo encontró entre la lista de nombres de los huéspedes.

—Al entrar entregué mi carnet… —dije.

El conserje se rascó la cabeza y pareció reflexionar.

—Mañana es sábado, mi día libre, pero trate de que su nombre figure en la lista —me ordenó.

Mientras hablábamos entró un hombre joven, de abrigo oscuro, tez muy pálida y mirada acuosa, que llamó al ascensor y esperó a que yo lo acompañara, pero lo dejé ir solo.

—¿Vive aquí? —le pregunté al conserje.

—Sí, desde hace tres o cuatro años. No es español, sale muy poco y se recoge temprano. ¡Cuidado con él! Es el que manda arriba, la Repa lo quiere demasiado. No entiendo cómo Jacinto lo consiente…

Me explicó que la Repa era la dueña del hostal: «¡Una loba! A usted no lo atacará porque ya es viejo… ella quiere chicos jóvenes. ¡Y él también! Mire, hay algo arriba que no me gusta y cuando cae alguien como usted se marcha en seguida ¡y no regresa nunca! Se ve que huyen asustados. No sé, no sé, además todos los que viven ahí son extranjeros. Ya sabe usted cómo está Madrid…».

Eso me dijo anoche el conserje nocturno; hoy no está, es sábado y en el edificio no hay nadie. Los comercios y los talleres están cerrados y en el hostal solo estoy yo y alguien que me mira… no se escucha ningún ruido, los huéspedes deben hallarse en los cafés, la puerta de entrada sigue abierta y yo encontré estas páginas manuscritas…

Diciembre 19. Alejandro me pagó siete mil quinientas pesetas por el trabajo. Pensábamos regresar a pie, pero llovía tanto y teníamos tanta hambre, que no resistimos la tentación de comer. ¡Qué locura hicimos! «A todo se acostumbra uno menos a no comer», decía alguien y nosotras casi nos hemos acostumbrado; eso sí, bebemos agua en abundancia. El gasto fue estúpido y ahora solo pagaremos la mitad del mes y no podremos marcharnos de este lugar tenebroso. Somos unas necias. Jacinto aceptó el pago de dos semanas atrasadas y sonrió con sus labios disecados. Se acercó Repa, pisando fuerte con sus zuecos: «¿No aceptas que te has bañado siete veces?», dijo arrebatándole la nota a su marido. «Sí, lo acepto…», dije y volvió a sorprenderme que llame baño a esas gotas de agua helada que caen de la ducha y nos dejan enjabonadas. La comida inesperada nos dejó soñolientas; además teníamos mucho frío. Queríamos dormir, pero antes les dimos de comer a los gatos que nos esperaban hambrientos dentro del armario. ¡Pobres de Petrouchka y de Lola, siempre en el calabozo oscuro, para que no los descubran! Han recibido ya tantas palizas… Nos dormimos. La comida da sueño y el hambre da debilidad y sueño… Alejandro nos prometió que no pasaríamos la Nochebuena en ayunas; dijo que llamáramos el jueves y que Felipe me pagaría el otro trabajo. El jueves es el día 21 y la vida nos sonríe: es la primera vez que tenemos trabajo. ¡Se acabaron las hambres! Lucía quedó en llamar a Flor, la sudamericana melancólica que nos observaba en el despacho de Alejandro. Me avergonzaba la suciedad de mi gabardina mojada por la lluvia. Alejandro, tan rubio e impecable en su tricot blanco, procuraba no mirarme; sabía que me sentía avergonzada. Creo que hicimos mal en prolongar la visita, pero su despacho estaba caldeado y en la calle la lluvia y el viento de la sierra nos helaban los huesos. Nos hemos convertido en dos sombras harapientas… ¡Y no hay esperanzas! Un tribunal invisible nos ha condenado…

Diciembre 20. En la taberna que está en la callejuela a espaldas del hostal cenamos patatas con ajo y un café. Continúa lloviendo. La terraza es siniestra, sus balaustradas sucias, sus tiestos con plantas viejas y las ropas tendidas le dan un aire de abandono total. Si no fuera por el débil reflejo de luz que pasa sobre el muro pequeño construido a la derecha para dividir a la terraza de la guarida de Jacinto y de Repa, se diría que nos hallamos en un paraje abandonado… En esa guarida hay siempre mucha fruta y Jacinto y Reparadora dan mordiscos a las manzanas cuando nos acercamos a pedir disculpas por nuestro retraso en el pago de la habitación. No me gusta esta pareja. Ella es enorme; da la impresión de ser capaz de una brutalidad excesiva; su piel cetrina cubierta de cicatrices y su cabello cortado casi al rape la convierten en un ser agresivo; he visto el placer morboso con que lava los calzoncillos manchados de sus huéspedes, y sus manos rojizas por el agua fría recuerdan crímenes… me digo que quizás solo imagino tonterías; sin embargo la agudez estentórea y descarada de su voz confirma el terror que inspira el paso de esta mujer por los pasillos. Jacinto es pequeño, redondo, lleva flequillo, calza zapatos blancos de tenista para evitar el ruido y sus labios y dientes parecen apolillados. No sé por qué nos vigilan y les disgusta que hablemos con los huéspedes. «¿Pero no lo sabés? Nos han dicho que la policía las vigila», nos dijo Mario la otra noche y luego guardó silencio. Mario es un huésped con el que hemos hecho amistad a espaldas de los propietarios del hostal. Lo encontramos en el ascensor, pues al principio creíamos que nosotras éramos las únicas clientes de la pareja, y nos invitó a tomar una bebida caliente en su habitación. Aceptamos y fuimos a su cuarto de puntillas; lo encontramos pulsando una guitarra.

—¿Te gusta la música?

Mario entrecerró los ojos y luego los abrió para contemplarse en el espejo de su armario. Al cabo de un rato de silencio contestó con voz suave:

—Soy compositor…

De una manera curiosa, Mario inspira confianza y le hicimos confidencias que él tomó con afecto. De pronto se cubrió el rostro con sus manos intensamente pálidas: «No puedo escuchar, esa gente es monstruosa…», dijo. Lo hemos visto en la calle, camina como un autómata, lleva la mirada vaga y se diría que de un momento al otro va a caer dormido. Cuando sabe que Lucía no ha comido nada le invita un bocadillo y esto siempre es un gran consuelo. La otra tarde apoyó los codos en la mesa del café y se cubrió el rostro con las manos: «Yo soy muy loco, muy loco… no quiero volver a golpear a nadie. Golpear me vuelve más loco», dijo con voz muy suave y tuve que mirar sus manos pálidas. Es imposible no vérselas, pues siempre está jugando con la enorme cadena de níquel de su reloj pulsera. A pesar de su extrañeza, nos consuela saber que vive aquí, que contamos con un aliado en esta ciudad en la que somos absolutamente nadie. «Pero ¿y no tiene un solo amigo?», pregunta Mario sorprendido y agrega: «Yo en su caso me hubiera vuelto ¡loco!».

El mismo día en que nos instalamos en la fonda, Repa llamó a Lucía a la terraza: «Mira, te voy a presentar a un caballero», le dijo, y llamó a Richti, un huésped al que tomamos por un visitante. Richti apareció metido en su gabán negro, que hace resaltar la palidez de su rostro y el brillo lívido de sus ojos claros bajo la maraña de sus cejas negras, y habló de música. También él es compositor, pero odia a los músicos. En la terraza declaró que Mozart era homosexual y que Beethoven odiaba a su sobrino porque el pobre chico se defendía cuando su tío trataba de violarlo. Lucía trató de protestar y Repa, que lavaba los calzoncillos sucios de sus huéspedes, intervenía en la conversación: «¡Como lo oyes, guapa!». La risa de Richti es teatral y mientras ríe nos observa con malicia. El pobre está amargado porque trabaja de relojero en vez de dirigir una sinfónica. A veces lo escuchamos dar algún do de pecho espectacular y luego calla. Siempre que salimos a la calle lo encontramos, va solo, y parece un desdichado.

Descubrimos a otro huésped: un peruano que lleva chaquetón verde, botas de tacón alto, cabello largo y que pasea por el pasillo siempre carraspeando. Al igual que Mario, posee una guitarra, pero el peruano no es compositor: es cantante a pesar de su voz afónica. El peruano está muy pálido, tiene ojeras y tirita. «¿De qué?», le dije. «¡De frío!», contestó con su voz rota y huyó de la terraza. Siempre nos evita.

A los demás huéspedes no los distingo o quizás no los he visto; salen de noche y vuelven al amanecer y al pasar frente a mi puerta, la primera del pasillo que conduce al interior del hostal, la empujan con fuerza, como si trataran de romper el frágil pestillo corredizo. Al oscurecer se escuchan guitarras eléctricas y Richti entona el principio de un aria; llama por teléfono y grita: «¡Palo a la gallegada!». Pasea por el hostal como si fuera el propietario, arma un bullicio teatral y luego cae el silencio. «Pero ¿no sabés que Richti es el amante de la Repa?… Pero si lo adora. ¡Pobre hombre!… ¡Y claro que no paga!», nos confió Mario. Al decir esto se estremeció de horror, como si algún día él estuviera destinado a ser el sustituto de Richti en la cama de Repa. Yo escucho y apenas entiendo a esta gente tan baja, que parecen caricaturas de seres humanos… Me pregunto: «¿Por qué serán músicos si ignoran hasta lo que significa la palabra ninfa?». «¿Ninfa? ¿Podés decirme su significado?», preguntó Mario con aire molesto.

Diciembre 21. Llamé a Alejandro. Me dijo que todavía no habla con Felipe para que me pague el trabajo. ¡Qué catástrofe! La Gloria está muy alta y los mortales nos morimos de hambre. Tenía razón Carmenchu, la cigarrera, cuando me recomendó este hostal: «Los que caen nunca se levantan. Están condenados a desaparecer y nadie preguntará por ellos». El pueblo es sabio; me pregunto de dónde sacan ese olfato que huele la derrota y nunca se equivoca. Nos quedan trescientas pesetas. ¿Pasaremos la Nochebuena sin cenar? Se acerca la fiesta y se aleja mi pasado poblado de pastorcillos, Belenes, esferas rojas y perfume a cera ardida mezclado con las ramas de un pino. Nos quedan algunos trozos de pollo para los gatos. El pobre Petrouchka parece que se ha vuelto loco: corre por la habitación y se esconde en los rincones más oscuros. Lola, como siempre, me mira con ojos resignados. Su piel está sucia; Lola envejece; he visto su cara arrugada por el sufrimiento y sus ojitos llenos de legañas…

Diciembre 22. Alejandro no estaba en su oficina. Se acerca Nochebuena… Scrooge is an old man; he lives in London… ¿Quién es Scrooge? Sea el que sea ya no cree en los fantasmas. Para olvidar el miedo nos fuimos a la iglesia. Consuela aquello de «los últimos en la tierra serán los primeros en el cielo». Además se reza por los hambrientos y por los que padecen frío… también por los extranjeros. ¿Cómo no agradecerle a Dios que nos abra las puertas azules de la otra Gloria? Allí encontraremos al Padre luminoso que nos hace tanta falta. Jacinto no nos permitió bañamos. En la iglesia encontramos a Mario, inclinado, rezando, a pesar de que pertenece a una hermandad yogui y de que ha aprendido a hipnotizarse frente al espejo, según nos dijo en el bar al que nos invitó después de la misa. Lo vimos colocarse frente al espejo y contemplarse con suma atención. Él va a cenar la Nochebuena con unos amigos. «¿Y ustedes?», preguntó. «En el hostal», contestamos a coro. La suciedad de mi gabardina me avergüenza; atrae las miradas; el abrigo alguna vez lujoso de Lucía está lleno de polvo y el zorro del cuello ¡grasiento! Ahora trato de ignorar la terraza sombría. En este cuarto no solo llueve agua, también polvo… Por el pasillo circulan pasos y voces extranjeras. Mario nos dijo que no conocía a Richti y en la calle los hemos visto juntos, leyendo el mismo diario… Debo reclamarle a Repa mi carnet; lo hago todos los días, pero la mujer lo olvida. «Un carnet o un pasaporte limpio vale varios miles de dólares…», nos dijo hoy Mario mientras se miraba en el espejo manchado del café…

—¿Limpio?… ¿Qué quieres decir? —le pregunté.

Mario jugueteó largo rato con la cadena de níquel de su reloj pulsera; sus ojos se dirigieron al espejo en busca de sí mismo.

—¡Limpio! Sin antecedentes… —aclaró.

Diciembre 23. Sábado. Es inútil llamar a Alejandro; ayunaremos la Nochebuena y la Navidad; quizás el martes Felipe me pague el trabajo. Compré dos bollos grandes de pan y un litro de leche para estos tres días… Lucía no quiso resignarse y llamó a la melancólica Flor, la chica sudamericana que estaba en el despacho de Alejandro. Tenía la esperanza de que la invitara a cenar mañana. «Es una noche familiar. Cenaré con mi esposo…», dijo Flor, y Lucía volvió desconsolada al cuarto. Las tiendas están rebosantes de turrones, vinos, mazapanes, nueces, avellanas, frutas cristalizadas y clientes atareados en llevarse las golosinas. En el hostal todos hablan a gritos de la cena de mañana, pero nosotras no podemos hablar con nadie; Repa y Jacinto nos echarían a la calle. José y Emanuel, los hijos de los hosteleros, gritan por el pasillo: «¿Y cuándo se degüella al maldito cerdo?… ¡Maldito! ¡Maldito, que sangre mucho!»… Es mejor no escucharlos y continuar en silencio encerradas en este cuarto sombrío… Es tarde; han salido todos; el conserje no viene hoy, pero no debemos tener miedo, aunque alguien fisgue a través de las persianas rotas. Jacinto me prohibió colgar las colchas para cubrir las ventanas: «¡Par de cínicas! ¿Por qué os escondéis?», me gritó la otra tarde y por la noche no colgué las colchas…

Diciembre 24. Si yo fuera niña estaría en mi casa oliendo las ramas perfumadas de un pino cubierto de esferas rojas y doradas… La mesa estaría puesta; de la cocina llegarían vapores de manjares; no habría miedo ni hambre. Merezco lo que me sucede por haber desobedecido a mis padres… Fuimos a la iglesia y encontramos a Mario. «Trajeron los restos mortales del terrorista; le hicieron honras fúnebres y los policías están rabiosos…», nos dijo. Nosotras no compramos los diarios ni vemos la televisión. «Gobierno de hipócritas, lo mató la policía», añadió Mario. Volvimos al hostal abandonado por todos. Estamos solas y trato de imaginar a mis amigos sentados alrededor de ricas mesas… «¡Qué raro que celebren la fiesta si detestan a Cristo!», pienso. Lola, Petrouchka y Lucía están inmóviles; tal vez el hambre los deja demasiado tristes. En el hostal crujen las maderas resecas; tenemos miedo; la puerta de entrada está abierta y cualquier cosa puede sucedernos. «Si desaparecen nadie preguntará por ustedes», nos dijo Mario a la salida de la iglesia… El silencio es aterrador. Ahora deben de ser las doce pasadas y alguien ríe a carcajadas en el pasillo de muros grises alumbrado por el foquillo azul… También alguien empuja la puerta del cuarto; trata de asustarnos y es más prudente no salir a ver la cara de ese «alguien». ¿Podremos dormir?… Si fuera niña estaría en mi casa… Nunca imaginé una Nochebuena como ésta ¡y en Madrid! Mi padre me diría indignado: «¡Chica, salte de ahí inmediatamente!», a pesar de que él era muy patriota; pero mi padre nunca sabrá cómo me tratan en su bien amado país; hace ya tiempo que está muerto… Asturias era verde, perfumada a manzana, cuando yo era niña… Ahora no existen los paisajes, solo los muros sucios de este cuarto…

Diciembre 25. Despertamos tarde y no sé para qué despertamos… No nos movimos del cuarto, bebimos unos tragos de leche y comimos unos trozos de pan. Al oscurecer despertaron los huéspedes; deben de ser muchos. Richti ensayó su voz. «¡Canta, canta, que todos vamos a salir y te quedas dueño del hostal!», gritó una voz desconocida. Casi todas las voces pertenecen a cuerpos «invisibles». ¿Quién se atreve a salir para verles la cara? Permanecimos en la cama para defendemos del frío. El viento sopla fuerte a estas alturas; barre la terraza oscura y las persianas rotas hacen ruido. Noche larga, muy larga; me parece que sufrí alucinaciones: mi familia entera se presentó en un luminoso cruce de caminos. «Vinimos a visitarte, no estás sola, dile a tu hija que no llore…». Vi sus cutis solares, sus perlas, sus ojos de gacela; sus miradas azules, sus jacquets, sus trajes escotados, las escalinatas de sus casas, las fuentes de sus patios. Mi prima Tina Sciandra se inclinó sobre mí y me ofreció con sus manos enguantadas Los tres mosqueteros. Tina, perfecta como una camelia, sonrió con sus labios delicados: «La bala de la calumnia…», dijo. Mi tía Dolores Carrión, con sus trenzas rubias, reía bajo el durazno perfumado de su jardín, y su padre, mi tío Juan, cruzó la Plaza España con sus guantes grises en la mano: «La suerte de la fea la bonita la desea», me repitió con sus ojos rubios. Mi tía Carmela, su hija, estaba en traje de gala color melocotón, tierno como su piel. Sentada cerca de una consola negra, bajo la luz de una lámpara, jugaba con sus perlas. Su hermana, mi tía Edelmira, salió de misa, se detuvo en el atrio de la iglesia a pleno sol, con la mantilla negra y los ojos de esmeralda: «No estés triste, todo pasa…». Celia, su hija, tan alta y tan delgada como las demás, columpió su melena negra, muy corta: «Come confites, confites, confites…», y me tendió dulces de color de rosa. Mi abuelo, sentado en una banca del jardín con el cabello y la barba blanquísima, sus ojos parecidos a hojas tiernas: «¡Abate Dios a los humildes!», comentó y continuó fumando su cigarrillo negro. Mi abuela Francisca, afilada como una joya en su mañanita de encajes, con su mirada trágica y sus párpados pesados: «Le avisaré a tu madre…» y cerró el libro de pastas rojas y letras de oro que guarda la Historia de Francia, y supe que todos estaban muertos, hasta Tina, a pesar de sus veinte años. Las lágrimas vertidas por ella formaron un puente pequeño y translúcido, tendido para nosotros, los cuatro olvidados del hostal de muros sucios y noche profundamente oscura. «¡Lucía, Lucia, mi familia me invita a pasar la Nochebuena!», grité… «Aquí están todos, debemos cruzar el puente…».

Diciembre 26. Lucía me escuchó hablar, no la consoló la invitación para cruzar el puente; está muy pálida, tiene hambre y llamó a Alejandro. No lo encontró. Nos quedan tres duros para utilizar el teléfono. El día es largo y la mirada de la Repa, aterradora. Por la noche Mario golpeó con los nudillos a la puerta, la señal convenida para ir a su cuarto. Dudamos; podía ser una trampa urdida por Jacinto y por la Repa para acusarnos de prostitutas. Al final decidimos acudir con la esperanza de alcanzar un bocado. Entramos de puntillas y sin hacer ningún ruido. Mario preparó en un infiernillo de alcohol una sopa Knorr. Habíamos dado unas cuantas cucharadas cuando golpearon a la puerta con furia. Mario perdió el color y abrió la puerta de un golpe. En el dintel apareció Jacinto, metido en un pijama sucio, con los ojos muertos invadidos de una cólera ciega:

—¿Has puesto una pensión para los huéspedes? ¡Te marchas esta misma noche!… En cuanto a vosotras, par de cínicas… —gritó mirándonos con un odio repentino.

Mario se precipitó al pasillo, cogió a Jacinto por un brazo y ambos se alejaron enredados en una discusión. Los escuchamos correr los cerrojos de la puerta situada junto a la puerta de entrada, y entrar a la guarida de la pareja. Lucía escondió el plato de plástico debajo de la cama:

—Esto va contra nosotras… —dijo, temblorosa. Esperamos un rato largo, mirándonos aterradas. Cuando Mario reapareció, se tomó la cabeza entre las manos:

—¡Pero si son más de las doce de la noche!… ¿Pero cómo nos escuchó Jacinto?… Yo no puedo vivir así. Le pregunté a Jacinto: ¿insinúas algo malo sobre las señoras? Les ofrecí una sopa caliente porque hace tres días que no prueban bocado…

Escuché a Mario y lo contemplé derrumbado sobre una silla.

—Me echarán a la calle. Esta gentuza mientras más caída te ve más te patea —le dije.

Me puse de pie; era necesario abandonar la habitación de Mario. Lucía me imitó y volvimos a tientas a nuestro cuarto. El terror de Mario era contagioso.

—Están preparando algo… algo… —repitió Lucía.

Diciembre 27. ¡Es miércoles! Lucía está postrada. Me parece que se muere; un paro cardiaco y todo ha terminado. Fui al bar de la callejuela a llamar a Alejandro: «Llama mañana, no he podido hablar con Felipe». ¡Mañana! ¿Aguantará Lucía a mañana? Volví al hostal. Repa me dio un empellón: «El que no come, cae…», dijo echándose a reír. Su risa forzada atraviesa los muros y rompe los oídos. Eran cerca de las dos de la tarde y recordé al misterioso Rafael. No sabemos quién es ni lo que piensa; lo encontramos una noche en la que mirábamos los libros de un escaparate.

—¿Lectoras?… ¡Vaya, vaya, vaya! —exclamó colocándose cerca de Lucía.

A partir de ese momento entablamos una amistad con él, como todas las amistades que hemos hecho aquí: Rafael sabe quiénes somos y nosotras ignoramos quién es él. Nos invitó cafés algunas veces y en cierta ocasión nos trajo bolsas con comestibles que impidieron que falleciéramos de hambre. Una noche en la que soplaba un viento helado que atravesaba mi gabardina sucia, nos confesó que «sus amigos no le perdonaban que nos frecuentara». ¿Quiénes son sus amigos? Lo ignoramos. Esa misma noche me dijo: «Una mujer de tu edad solo puede aspirar a cuidar los excusados de Barajas». La solución para mi vida me pareció fantástica: «Sería como el descenso a los infiernos», dije. Unos días después, el mismo Rafael nos ofreció dos billetes de segunda clase para irnos a Portugal. Desde entonces no lo hemos visto. Hoy al ver a Lucía tendida en la cama y lívida como una muerta decidí llamarlo. No se sorprendió y nos citamos a las cinco de la tarde en el cafetín. Logré vestir a Lucía y puntuales llegamos al lugar de la cita. Encontramos a Rafael con su misma barba rubia y sus mejillas rosadas.

—Préstame mil pesetas… ¡hace cuatro días que no como! —le espetó Lucía.

Rafael sonrió, sacó su billetera y entregó un billete, mientras comentaba con voz satisfecha:

—Os encuentro mejor, muchísimo mejor; ya os dije que no teníais nada que hacer en España. Veo que empezáis a daros cuenta…

No pudimos decir nada, pues apareció Mario visiblemente agitado, apoyó las manos en la mesa, saludó y me dijo con familiaridad:

—Voy a salir, volveré temprano al hostal y llamaré en su cuarto.

Después se retiró con la misma velocidad con la que había aparecido. Su marcha dejó una estela de agua de colonia. Dos minutos después Rafael lo imitó y nosotras fuimos a una tienda de comestibles en donde Lucía devoró, temblorosa, algunos bocadillos. Aquel que no haya padecido hambre no podrá entenderla jamás… es una especie de vértigo. Volvimos al hostal a encerrarnos en el cuarto. Hacia las once de la noche escuchamos los pasos de Mario seguidos por los zuecos de la Repa. La mujer patrulló los pasillos oscuros del hostal hasta el amanecer. Estaba claro que no deseaba que habláramos con el muchacho. No dormimos.

—Preparan algo —repitió Lucía.

Diciembre 28. Viernes. Llamé a Alejandro y éste me anunció que Felipe nos recibirá en su despacho esta misma noche. «Felipe irá únicamente para verte», me dijo Alejandro con voz acusadora. Al oscurecer salimos a llamar por teléfono para estar seguras de la cita con Felipe y volvimos gozosas al hostal. Fue entonces cuando empezó el terror: el hostal estaba a oscuras y en silencio; un aire pesado lo envolvía; entramos al cuarto cuya puerta estaba abierta y encontramos el armario también con las puertas abiertas, nuestras cosas tiradas en el suelo y Petrouchka dando vueltas como un loco. Alguien había arrancado una manta de la cama: «¿Qué pasó, qué pasó?», dijimos en voz baja y salimos corriendo, no sin antes cerrar la puerta de nuestra habitación con llave. ¡No podíamos perder la cita con Felipe! En los pasillos no había nadie. Tampoco se escuchaban las guitarras de los músicos y la sombra helada del foquillo azul nos congeló la sangre.

—¡Os marcháis ahora mismo! ¡Par de mierdas! ¡Lo que habéis hecho! —nos dijo Jacinto surgiendo de las sombras de la puerta entreabierta de su guarida. Estaba lívido.

—Después, ahora no tengo tiempo —dije tratando de guardar la calma.

—Yo sí tengo tiempo para ahorcar a vuestros gatos —contestó Jacinto con el labio superior recogido sobre los dientes carcomidos.

—¡Cuidado! Lo llevaré a la policía —contesté.

Lucía huyó al ascensor. Miré al individuo con ira y agregué: «Vuelvo en seguida».

Corrimos por la avenida José Antonio. Era urgente alcanzar a Felipe, cobrar y echarse a buscar otro alojamiento. «Lola, Petrouchka… Petrouchka, Lola…», repetíamos…

El despacho de Felipe es acogedor, posee calefacción, sus muros están tapizados de libros. Es increíble que todavía existan lugares así y personas como Felipe. Bajo la benignidad de sus ojos claros Lucía se echó a llorar:

—Van a matar a mis gatos… —repitió sollozando.

Quizás el refinamiento del despacho y de su ocupante le facilitó las lágrimas. Habíamos olvidado que existía el azul purísimo, el aire perfumado, los libros y las voces mesuradas. «Cervantes era un genio», me dije convencida al recordar a la Repa y al ventero y traté de guardar la sangre fría en aquel santuario del que habíamos sido expulsadas hacía ya varios años. Quise hablar del pasado como si existiera todavía, pero un joven me llevó a otro despacho para firmar un recibo por siete mil setecientas pesetas. «Debo cuatro mil doscientas pesetas en el hostal…», me repetí desconsolada. Volví al despacho azul y vi que Lucía continuaba llorando. «¡Hace mal!… Muy mal. A nadie le importan sus lágrimas ni el asesinato de Lola y de Petrouchka», me dije contrariada. Lucía tenía el aire de una joven actriz derrotada: con los cabellos en desorden, el zorro grasiento y el paño del abrigo cubierto de polvo. El carmín de los labios brillaba esplendoroso sobre la palidez intensa de su piel.

—No llores, ya se producirá algún milagro —dije molesta.

—¡Eso, eso, un milagro! —exclamó Felipe con aire de animación.

Felipe tenía prisa. Todos tienen prisa, todos están muy ocupados, han perdido el lujo de gastar el tiempo charlando con mendigos ¡y molestamos! Era un lujo real que ya no se practica, aunque quizás el mendigo pueda ser Jesucristo, como aprendí en la escuela teresiana. Me puse de pie. Lucía continuó sentada; quería charlar un rato de lo que fuera; la belleza del despacho la inmovilizaba.

—Os haré un milagro, voy a concentrarme, volved al hostal y venid a visitarme cuando queráis, después del diez de enero, pues mañana me voy de vacaciones —nos dijo Felipe en la puerta.

Siete mil pesetas son un capital, pero son las fiestas y la ciudad está llena. Es imposible encontrar alojamiento. ¡Las fiestas convertidas en lágrimas y sombras! Las calles están llenas de gente ¡y nosotras debemos encontrar a alguien! Llamar a alguien para que nos ayude… Buscamos un teléfono, pero todos están rotos y en las cafeterías no permiten llamar si no hay consumición. Entramos a un cafetín lleno hasta los topes de clientes comiendo langostinos y tirando al suelo los restos. Conseguimos una mesa de peltre blanco y le permitieron a Lucía utilizar el teléfono. ¡Qué fatiga! Lucía volvió a la mesa:

—Dice que no puede echarnos, ni puede matar a los gatitos… —había envejecido veinte años.

Volvimos al hostal y en la puerta del ascensor nos esperaba Richti. En el pasillo Richti nos detuvo en una charla prolongada. De pie en la oscuridad, habló de Puccini, acusándolo de disoluto. La Repa pasó junto a nosotros varias veces atronando los muros con sus zuecos. Nos asustó su rabia. Richti sonrió y dijo en voz baja:

—Las españolas son brutales, digo sexualmente brutales —y miró hacia el rincón por el que había desaparecido la Repa. Luego se inclinó y dijo en voz aún más baja:

—El suicidio es una fuerza incontenible que viene desde muy adentro. ¡Es inevitable! Conocí a una chica joven venida a menos, como tú y como usted, y una noche se tiró por la ventana… Mirá, como esa terraza que resulta ideal para suicidarse… ¡El impulso es irresistible!… —y nos señaló con el dedo índice, plano como una espátula temible en las tinieblas del pasillo.

Lucía y yo guardamos silencio. ¿Qué quería decir aquel sudamericano de ojos claros, cejas enmarañadas, voz monótona y gabán oscuro? Sorprendidas, lo vimos soltar una carcajada tan falsa como la de un mal actor en un teatro pueblerino. Apareció la Repa.

—¡Te marchas de casa ahora mismo! —me gritó.

La vi acercarse como una fiera enorme, mientras que Richti huía por el pasillo hasta alcanzar su cuarto situado en el pasillo de la izquierda. Entonces apareció Jacinto metido en su pijama amarillento.

—¡Cínicas!… ¡Desvergonzadas!… ¡Fuera! ¡Fuera de mi casa!

—Son las fiestas, no hay habitaciones —contesté.

—¡Mario!… ¡Mario!… —gritó Jacinto.

Se abrió una puerta y por el pasillo oscuro vimos avanzar a Mario, con sus jeans lavados, el cabello esponjado y una sonrisa equívoca en los labios.

—Y… ¿qué sucede, Jacinto? —preguntó con voz suave.

—Dile a esta mierda lo que ha hecho —le ordenó el ventero.

—Y mirá, che, tú me llamaste y entramos a su cuarto, abrimos el armario y encontramos a su gato durmiendo sobre una manta. Y ¿qué querés, che?, la manta estaba llena de meados —dijo Mario y se recostó sobre el muro.

—¡Mierdera! —me espetó Jacinto.

—No entiendo… no entiendo… —me dijo Lucía en inglés.

—¡Mierdera! Sea un poco más educada y no hable en otro idioma —chilló Jacinto.

Nos dimos la vuelta.

—Mi mujer se encargará de vosotras. ¡Ya veréis la paliza que os da! —anunció el hombre contoneando las nalgas.

Entramos a la habitación; si Repa venía a golpearnos…

—¡Bravo! ¡Bravísimo! Jacinto, te felicito, estuviste ¡sublime! ¡Sublime! —gritó Richti hinchando la voz.

Escuchamos aplausos. Los huéspedes estaban excitados: las carcajadas rodaban por los pasillos, las puertas se abrían y se cerraban, escuchamos algunos acordes de guitarra, se diría que se preparaban a lincharnos. Apagamos la luz; era más prudente permanecer a oscuras; tal vez las sombras nos salvarían de la paliza. Después, todo volvió al silencio, tenso, prolongado… El miedo nos mantenía con los ojos abiertos y el oído alerta. La noche se convirtió en una lámina dura, quieta, inamovible y el frío entró por las persianas rotas. Tal vez serían las dos de la mañana cuando escuchamos… Me da miedo escribir lo que escuchamos, pero tengo la esperanza de que si algo sucede alguien lo encuentre… ¡Dios mío!… Dos hombres de pasos pesados arrastraban a un tercero que se resistía a avanzar por el pasillo. Su voz estaba rota; se diría que lo habían golpeado. La furia de sus compañeros hizo temblar las paredes. Lo llevaron al último cuarto del pasillo de la izquierda, cuya ventana de maderas cerradas da sobre el muro que cierra a la terraza. «¡No entran aquí! ¡No, no entran!», exclamó una voz y estalló una lucha sorda, terrible. Los muebles saltaban con estrepito mientras golpeaban a alguien y alguien se quejaba, se defendía de los golpes brutales, que se escuchaban sordos en el silencio del hostal oscuro y quieto. «Están matando a alguien», dije en voz muy baja, y Lucía y yo nos quedamos paralizadas de terror escuchando que las voces y los golpes continuaban.

—No es fácil matar a alguien… —dije en voz aún más baja.

—Siguen… siguen… —murmuró Lucía en un susurro.

Unos pasos pesados se acercaron por el pasillo y se dirigieron a la entrada del hostal; después hubo un silencio. A los pocos instantes los pasos regresaron a la habitación situada en el pasillo de la izquierda. Después salieron otros pasos y alguien cerró una puerta y volvió el silencio.

—¿Y la Repa y Jacinto no escuchan nada? —preguntó Lucía tiritando de miedo.

En ese momento, con mucho sigilo, se abrió la puerta blindada de la guarida de la pareja y ésta se deslizó, tal vez descalza a lo largo del pasillo oscuro. Ambos permanecieron un tiempo enorme en el cuarto donde se efectuó la lucha y luego volvieron a su guarida.

—Diremos que no escuchamos nada… si nos preguntan —le aconsejé a Lucía. ¡No es posible ser testigo de lo sucedido! Por las rendijas de la puerta entró un olor extraño. A las siete de la mañana y todavía noche cerrada se abrió sin ningún sigilo la puerta de la guarida de la pareja y salió Jacinto. Sus pisadas se apagan, pues lleva zapatos de tenista. Lo oímos trajinar, lavar, barrer, ayudado por uno de sus huéspedes. El silencio aumentaba el volumen del diálogo llevado en voz baja:

—Si vienen, tú estás limpio. No viste nada… —aseguró Jacinto.

—Bien, che, bien —contestó la voz de Mario, nuestro antiguo aliado.

Jacinto husmeó por la terraza y nosotras fingimos dormir. Hacia las nueve de la mañana Jacinto dio voces fingiendo sorpresa:

—¡Vaya curda que os habéis puesto! ¡Vaya curda! ¡Coño!… habéis roto una silla. Esto no puede seguir así… —y el hombre continuó chillando y fingiendo enfado.

Lucía temblaba como una hoja y me ordenó:

—¡Sal y ve quiénes están y en dónde fue el crimen!

Al abrir la puerta de mi habitación, ésta rechinó con furia, como de costumbre. «Sabemos cuando salen o entran porque su puerta es la única que rechina», nos había dicho Mario. Avancé fingiendo indiferencia hacia la bifurcación del pasillo y al llegar allí miré hacia la izquierda. Allí estaban Jacinto y Mario y otros a los que nunca había visto; al descubrirme trataron de ocultar con sus cuerpos una mesa de baquelita con las patas de níquel arrancadas, sillas rotas, cubos de plástico azul llenos de agua roja y trapos empapados en sangre… Torcí hacia la derecha para dirigirme al cuarto de servicio situado al fondo del pasillo, cerca de unas cortinas sucias, y quise imaginar que no había visto nada. Allí permanecí mucho tiempo, en espera de que me volviera el color. La sangre me produce vértigos… La imagen que me devolvió el espejo colocado sobre el lavabo era penosa y el brillo blanco de los mosaicos me daba reflejos lívidos alrededor de los labios, también terriblemente blancos. Me arrepentí de haber obedecido la orden de Lucía. No sé cuánto tiempo estuve en ese baño inhóspito… Al salir se me ocurrió mirar detrás de las cortinas sucias que cuelgan al final del pasillo y vi que éste continuaba y que sobre sus muros se abrían puertas condenadas. Quise refugiarme nuevamente en el baño pero lo juzgué imprudente y avancé hacia el lugar del crimen. Al llegar allí ya no estaban los huéspedes, ni los muebles rotos, ni los cubos con agua roja, ni los trapos mojados en sangre. Un hombre con el cabello casi al rape y una gran herida en la frente salió del cuarto de Richti. El hombre se cubría con una bata de baño roja iba descalzo y al verme empezó a dar pasos en redondo; le di los buenos días y torcí hacia el pasillo central, en el que hallé a un huésped que había abandonado el hostal para volver a su país, según nos dijo Mario, que apenas lo conocía. La Repa le había dicho lo del viaje de aquel hombre, que ahora estaba en el pasillo. El hombre me miró con frialdad y yo juzgué conveniente saludarlo con afabilidad:

—¿Qué haces? ¡Qué gusto verte! Pensé que te habías ido de España —le dije tendiéndole la mano.

—Alquilé un piso, che, así uno es más independiente… ¿sabés? —contestó escrutándome con sus ojos azules cubiertos por cejas rubias y espesas.

El hombre era altísimo, corpulento; se había afeitado la barba y solo se dejó el bigote, largo como el de un chino. Llevaba el mismo chaquetón verde, forrado de piel. El hombre pensó que debía explicar su temprana presencia en el hostal.

—Sabés, vine a buscar mi correo… —me dijo.

Mientras hablábamos se abrió una puerta y surgió Mario, que se acercó a nosotros con pasos lentos; el hombre, al verlo, le echó un brazo al cuello:

—¡Pibe!… Tenemos que hablar.

Mario permaneció mudo y juzgué conveniente esconderme en mi cuarto. Era mejor no ver nada… Encontré a Lucía aterrada y le expliqué lo que había visto y oído.

—Hoy es sábado… sábado…

Los sábados no viene el conserje y el edificio permanece vacío; si habían matado a alguien era la noche ideal para sacar el cuerpo… Permanecimos quietas mientras afuera Jacinto, Repa y sus huéspedes se afanaban en poner orden. Los escuchamos barrer, clavar, lavar…

—¡Qué trabajadores están!… ¿Saben que en Moscú hay cuarenta y cinco grados bajo cero? Nada, que si mean se quedan clavados al suelo —gritó una voz desconocida.

La Repa no contestó; estaba atareada en el cuarto del crimen. Al oscurecer, vimos que habían colocado una persiana verde sobre las maderas cerradas de la ventana que da a la terraza. Además colocaron una tabla para condenarla… Nadie podría ver lo que ocultaba aquella habitación. Si salíamos podían decir que íbamos a denunciarlos y el terror nos paralizó. «Iré a llamar a Tomás», anunció Lucía, y en vano traté de detenerla. Oscureció y al ver que no volvía salí a buscarla. La encontré en la avenida José Antonio charlando con un viejo parroquiano del cafetín que frecuentamos. El viejo iba acompañado de su amiga, una mujer siempre vestida de verde y provista de una sonrisa acogedora. Lucía les había confiado parte del secreto y ellos nos apuraron a llamar a la policía.

—¡Es un disparate! Fue solo una riña de homosexuales —dije para cubrir la indiscreción de Lucía.

—¡Eso, una riña de homosexuales! —contestó el viejo parroquiano.

Me asombró la facilidad dichosa con la que el viejo aceptó mi explicación. Pero ¿acaso no era amigo de los huéspedes del hostal? Lo encontré varias veces charlando con ellos, especialmente con un viejo pequeño, de gabán raído y tez pálida, que se hospeda aquí, aunque jamás lo he visto en el pasillo ni en el ascensor. El viejo tiene algo de «víctima». «No puede mudarse», me dijo en una ocasión el parroquiano, amigo de la mujer vestida de verde.

—¿Por qué? —pregunté aquella noche.

La mujer de verde cambió de conversación. Ahora, en José Antonio, me dio una palmada y me regaló una sonrisa:

—Regresad tranquilas. No mostréis miedo. ¡Ningún miedo! —nos dijo.

Volvimos asustadas al hostal… No me gustó esa pareja. Me pareció extraño que Lucía los hubiera encontrado ¡tan a punto! Y ¿para qué? Solo para escuchar lo que nos sucedía… Es la víspera de Noche Vieja y tenemos sábado y domingo sin conserje. La ciudad hierve de gente y es inútil buscar alojamiento en otro hostal. Además no tenemos dinero para mudarnos. ¡Si tuviéramos algún amigo! Pero no hay nadie, ¡absolutamente nadie! Caminamos entre una multitud inexistente preparándose para celebrar la fiesta. «¡Se nos fue el día!… ¡Se nos fue el día!». Pensamos en quedarnos en la calle, pero Lola y Petrouchka nos esperaban encerrados en el armario y tuvimos que volver. Tomamos el ascensor con la sensación extraña de entrar en una carroza fúnebre de tercera clase. El edificio está completamente quieto y la puerta del hostal abierta, como de costumbre. Entramos al pasillo de duelas astilladas; al final, brillaba demoniaco el foquillo azul que reparte sombras grises en los muros. La puerta blindada de la guarida de la Repa y Jacinto estaba cerrada. ¿Adónde se han ido todos? Quizás están atrincherados detrás de sus puertas. Al entrar a nuestra habitación tuvimos la certeza de que había sucedido algo y corrimos al armario para sacar a los gatos. Ambos aullaron de dolor. Casi no hay luz; la bujía eléctrica que cuelga del cordón es de muy baja potencia. Examinamos a Lola y encontramos que tiene la pancita cubierta de pinchazos ¡y quemada! Petrouchka no puede tenerse en pie, le quemaron las patas y tiene un ojo hinchado.

—Hay que irse ahora mismo, ahora mismo… —dijimos.

Los metimos en sus sacos de viaje desgarrados y buscamos alfileres de seguridad para cerrar los desgarrones. Lola y Petrouchka ya están en sus sacos. Voy a ver quién anda por la casa oscura… He vuelto, no encontré a nadie, la puerta de la Repa continúa cerrada y el teléfono tiene el candado puesto; imposible llamar para pedir auxilio. También fui al cuarto de servicio situado en el pasillo de la izquierda; frente a él está la puerta del cuarto del crimen herméticamente cerrada. Hay un silencio absoluto. ¡Todos han salido!… ¿O todos están escondidos?

—¡Vámonos!, deja el equipaje —ordené.

¿Y mi carnet?… ¿Cómo vamos a irnos sin los documentos de identidad? Nadie nos recibirá en ningún lugar. «Los carnets y los pasaportes valen muchos miles de dólares cuando están limpios», dijo Mario. Muchas veces se los pedí a la Repa: «No sé, no sé, ahí los tengo. ¡Por Dios qué prisa! ¿Podéis pagar?», contestaba la mujer alejándose y golpeando las duelas con sus zuecos.

—Nos iremos sin los carnets —dije.

Cogimos los sacos con los gatos y salimos al pasillo oscuro, cruzamos la puerta abierta y llegamos frente a los ascensores. Fue inútil llamarlos: no funcionan. Una flecha encendida indica que en algún piso han dejado abiertas las puertas. Bajar ocho pisos a pie es imposible; sabemos que alguien nos espera en las sombras de la escalera. «¡Se nos fue el día!»…

Volvimos a la habitación. Quisiera que Lucía no temblara tanto; me asusta verla ¡tan pálida! Es necesario salir de aquí, todo está demasiado quieto, ahora he visto claro: hay un pequeño muro en la terraza que separa a ésta de la guarida de la Repa y alguien acaba de saltar esa barda y avanza por la terraza… es Jacinto, es el homosexual… Sí, es él, veo sus zapatos blancos brillar en la oscuridad. Se desliza hacia acá para mirar por las persianas rotas. Esconderé estas notas… fingiré que busco algo en el armario; si logramos salir de aquí me las llevaré… si no…

He vuelto a releer estas páginas manuscritas. La escritura es irregular, están escritas de prisa sobre las hojas arrancadas de un cuaderno. Su lectura me ha asustado… no sé por qué las he leído. «Nadie preguntará por usted», me dijo la cigarrera y yo contesté: «¡Nadie!». Esa mujer es el cebo para atrapar a los derrotados. Si presentara estas hojas o contara lo que he visto nadie me creería; la gente solo le cree a los victoriosos: «¡Vaya viejo loco! ¡Mira, mira, qué historia ha inventado!», me dirían. Así que debo callar y ¡debo olvidar! La memoria de los vencidos es peligrosa para los vencedores… Sí, debo olvidar que leí estas páginas: «Esas mujeres nunca existieron», me dirían. ¿Nunca?… Yo sé que estuvieron aquí, en esta misma habitación, pero eso no le interesa a nadie… ¡Debo olvidar! Y cuando escape de aquí ¡debo callar! «La palabra es plata y el silencio es oro», eso lo aprendí de niño… Solo pueden hablar los vencedores, que nunca callan pues han ganado la palabra; yo soy un viejo cesante, nunca existí y debo olvidar hasta que ahora tengo miedo… Se me ocurre algo: ¿cuántos son los vencedores y cuántos somos los vencidos?… ¡Dios mío!… Hay alguien que me observa desde la terraza a través de las persianas rotas. Fingiré, le echaré un vistazo a Miguelín y guardaré las hojas donde las hallé. ¡No pude guardarlas! Miguelín está aterrado y nadie se mueve en el hostal… ¿Y mi carnet? ¡Mi carnet!, ésa es la única prueba de que existo, allí está mi número… digo, mi nombre, bueno, mi número es más importante porque nos cuentan… ese número prueba que existí… pero no estoy inscrito en el hostal, la policía ignora mi paradero, puedo desaparecer sin dejar ninguna huella… Meteré estas páginas con mucho disimulo en donde las hallé; si escapo me las llevo, si no escapo… Es Jacinto el que está detrás de las persianas, he visto sus zapatos blancos… Pero a nadie le importa lo que vea este viejo cesante. Silbo La violetera y me dirijo nuevamente al armario… ¡debo olvidar!… ¡debo olvidar que alguna vez existí!… porque en realidad no existí nunca…

Lléveme usted señorito
no vale más que un rea
lléveme usted señorito
lléveme usted señorito
pa’lucirme en el ojal…

FIN


Andamos huyendo, Lola, 1980


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