Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Déjeme tomarle el pulso

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Así que fui al médico.

—¿Cuánto tiempo hace que metió usted algo de alcohol en su organismo? —me preguntó.

—Pues hace ya un buen rato —contesté, meneando la cabeza.

Era un médico joven y podía tener cualquier edad entre los veinte y los cuarenta. Llevaba calcetines de color heliotropo, pero se parecía a Napoleón. Me gustó muchísimo.

—Y ahora —dijo—, le voy a mostrar el efecto del alcohol sobre su circulación.

Creo que lo que dijo fue “circulación”, aunque muy bien podría haber sido “propaganda”.

Desnudó hasta el codo mi brazo izquierdo, sacó una botella de whisky y me sirvió una copa. Empezó a parecerse más todavía a Napoleón. Y empezó a gustarme aún más.

Luego me comprimió la parte superior del brazo con una especie de faja, me tomó el pulso con los dedos y se puso a apretar una pera de goma conectada a un aparato que parecía un termómetro. El mercurio saltaba de arriba abajo y daba la impresión de no detenerse en ningún sitio, pero el médico dijo que marcaba doscientos treinta y siete o ciento sesenta y cinco, o algún número semejante.

—¿Ve usted ahora —preguntó— los efectos del alcohol sobre su tensión sanguínea?

—Es maravilloso —dije—, pero ¿cree usted que es suficiente esa prueba? Déme otro trago, y vamos a probar con el otro brazo.

Pero se negó.

Luego me cogió la mano con fuerza. Creí que ya estaba desahuciado y que me estaba diciendo adiós. Pero todo lo que pretendía era clavarme una aguja en la yema de un dedo y comparar la roja gota con una serie de fichas de póquer de cincuenta centavos que tenía colocadas sobre una tarjeta.

—Es el test de la hemoglobina —explicó—. El color de su sangre no es el que debería tener.

—Bueno —dije—, ya sé que tendría que ser azul, pero éste es un país de mucha mezcla. Algunos de mis antepasados fueron caballeros, pero se mezclaron con gente de la isla de Nantucket, así que…

—Lo que quiero decir —aseveró el médico— es que el tono de rojo es demasiado claro.

—¡Ah! —dije—. Entonces es una cuestión de hacer juego y no de raza.

A continuación, el médico me golpeó severamente la región pectoral. Cuando hizo tal cosa no sé si me recordó más a Napoleón que a Battling o al almirante Nelson. Luego adoptó una mirada grave y empezó a enumerar toda una cadena de dolencias de las cuales la carne es heredera, la mayoría terminadas en “itis”. Inmediatamente le di quince dólares en pago.

—¿Es alguna de ellas inevitablemente fatal? —pregunté.

Me pareció que mi implicación en el asunto justificaba la manifestación de un cierto grado de interés.

—Todas ellas —contestó animosamente—. Pero su proceso se puede detener. Con cuidados y un adecuado e ininterrumpido tratamiento puede usted llegar a vivir hasta los ochenta y cinco o los noventa años.

Empecé a pensar en la factura.

—Estoy seguro de que me basta con llegar a los ochenta y cinco —fue mi comentario. Le pagué otros diez dólares más.

—Lo primero que hay que hacer —explicó con renovados ánimos— es encontrar un sanatorio donde pueda usted vivir en reposo absoluto durante algún tiempo, para que sus nervios se pongan en mejores condiciones. Yo mismo le acompañaré y elegiré el más adecuado.

Y así fue cómo me llevó a un manicomio en los Catskills.

Se alzaba sobre una pelada montaña frecuentada tan solo por muy raros visitantes. No se veía más cosa que piedras y cantos rodados, algunas manchas de nieve y unos cuantos pinos desperdigados. El joven médico que estaba al frente de aquello era francamente agradable. Me dio un estimulante sin comprimirme el brazo con faja alguna. Era la hora del almuerzo y nos invitaron a comer. Había en el comedor como unos veinte enfermos sentados en mesas pequeñas. El joven médico jefe se acercó a nuestra mesa y dijo:

—Tenemos la costumbre de tratar a nuestros invitados no como pacientes, sino como simples damas y caballeros fatigados que necesitan un descanso. Por leves que sean las enfermedades que puedan tener, nunca se alude a ellas en la conversación.

Mi médico llamó en voz alta a una camarera para que me trajese un poco de fosfoglicerato de cal, galleta de perro, tortitas de sales de bromo y té de nuez vómica como refrigerio. De repente surgió un sonido que parecía un súbito huracán en los pinares. Era producido por los elevados susurros de todos los comensales, que exclamaban al mismo tiempo: “¡Neurastenia!”, excepto un hombre con una soberbia nariz, a quien oí claramente decir: “Alcoholismo crónico.” Tuve la esperanza de volver a encontrarme con él. El médico jefe dio media vuelta y se marchó.

Aproximadamente una hora después de la comida nos condujo al taller de trabajo, a unas cincuenta yardas de la casa. Los demás huéspedes habían sido llevados allí por el suplente y mano derecha del médico, un hombre de grandes pies y jersey azul. Era tan alto que no llegué a estar seguro de que tuviera cara, pero la Compañía de Embalaje del Acero se habría sentido extasiada ante sus manos.

—Aquí —explicó el médico jefe— es donde nuestros huéspedes se relajan de sus pasadas preocupaciones mentales mediante la entrega al trabajo físico, a la reacción.

Había tornos, útiles de carpintería, instrumentos para modelar la arcilla, ruecas, telares, ruedas de afilador, tambores de tam-tam, caballetes con retratos al carboncillo, fraguas de herrero y otras cosas por el estilo que pudieran entretener a los lunáticos huéspedes de pago en un sanatorio de lujo.

—La señora que está haciendo tortas de barro en aquella esquina —susurró el médico jefe— no es otra que Lula Lulington, autora de la novela titulada Por qué ama el amor. Lo que está haciendo ahora es sencillamente descansar su cerebro después de llevar a cabo semejante obra.

Yo conocía aquel libro.

—¿Y por qué no descansa escribiendo otro? —pregunté.

Como pueden ver, no estaba yo tan ido como creían.

—El caballero que está echando agua en ese embudo —continuó el médico— es un corredor de Bolsa de Wall Street, desquiciado por la sobrecarga de trabajo.

Me abotoné la chaqueta.

Otros, según nos contó, eran arquitectos que jugaban con arcas de Noé, pastores que leían la Teoría de la evolución, de Darwin, abogados que aserraban madera, aburridas damas de sociedad recitando a Ibsen para el ayudante del jersey azul, un millonario neurótico dormido en el suelo y un artista de renombre que arrastraba un pequeño vagón por toda la habitación.

—Parece usted estar bastante fuerte —me dijo el médico jefe—. Creo que el mejor relajamiento mental para usted sería arrojar pequeños pedruscos montaña abajo y volver a subirlos otra vez.

Me había alejado ya unas cien yardas cuando mi médico logró darme alcance.

—¿Qué sucede? —me preguntó.

—Lo que sucede —dije— es que no hay aviones a mano. Así que voy a recorrer apresurada y alegremente el camino que lleva a la estación y a coger el primer expreso para la ciudad.

—Bueno —admitió el médico—, puede que tenga usted razón. Este no parece ser precisamente el lugar más adecuado para usted. Pero lo que necesita es tranquilidad, tranquilidad absoluta y ejercicio.

Aquella noche me fui a un hotel y le dije al recepcionista:

—Necesito tranquilidad absoluta y ejercicio. ¿Podría darme una habitación con una de esas altas camas plegables y unos cuantos botones para que la muevan arriba y abajo mientras yo descanso?

El recepcionista se sacudió una mota de una de sus uñas y miró de reojo a un hombre alto con sombrero blanco que estaba sentado en el vestíbulo. Aquel hombre se me acercó y me preguntó cortésmente si había visto los arbustos de la entrada oeste. Yo no los había visto, así que me los enseñó y luego me miró de arriba abajo.

—Creí que los habría visto —dijo amablemente—. Pero no se preocupe. De todas maneras, será mejor que vaya a ver a un médico.

Una semana más tarde, mi médico me volvió a tomar la presión sanguínea sin el estimulante preliminar. Ya no se me pareció tanto a Napoleón. Y sus calcetines eran de un tono tostado que no me atrajo nada.

—Lo que usted necesita —decidió— es el aire del mar y compañía.

—¿Cree que serviría una sirena…? —empecé a decir.

Pero él se escudó tras sus maneras profesionales.

—Yo, personalmente —dijo—, le llevaré al hotel Bonair, cerca de la costa de Long Island, y le vigilaré hasta que se encuentre en forma. Es un lugar tranquilo y confortable, donde pronto se recuperará,

El hotel Bonair resultó ser un hostal de moda de novecientas habitaciones sobre una isla alejada de la costa. A todo aquel que no se vestía para cenar se le metía en un comedor trasero y se le daba por toda comida tortuga de agua dulce y champán. La bahía era el lugar ideal para ricos con yate. El corsario estaba anclado allí el día que llegarnos. Vi a míster Morgan de pie sobre cubierta comiéndose un sándwich de queso y contemplando el hotel con melancolía. Con todo, era un sitio muy caro. Nadie podía permitirse pagar aquellos precios. Al marcharse uno, se limitaba a dejar allí el equipaje, robaba un esquife y zarpaba en él de noche hacia tierra firme.

Cuando llevaba un día allí, cogí un mazo de impresos de telegrama del despacho del recepcionista y les puse un cable a todos mis amigos pidiéndoles dinero. Mi médico y yo jugamos una partida de croquet en el campo de golf y nos quedamos dormidos sobre el césped.

Al volver a la ciudad, pareció ocurrírsele una idea de repente.

—Por cierto —preguntó—, ¿qué tal se encuentra?

—Muy aliviado —contesté.

Ahora conviene decir que un médico consultor es otra cosa. Nunca está muy seguro de si se le va a pagar o no, y esta incertidumbre le garantiza a uno la más cuidadosa o bien la más negligente de las atenciones.

Mi médico me llevó a ver a un médico consultor. Este hizo una desafortunada conjetura y me dedicó una cuidadosa atención. Me gustó muchísimo. Me puso a hacer algunos ejercicios de coordinación,

—¿Le duele a usted la nuca? —preguntó. Le dije que no.

—Cierre los ojos —me ordenó—, junte bien los pies y empiece a saltar hacia atrás lo más lejos que llegue. Siempre se me dio muy bien saltar hacia atrás con los ojos cerrados, así que le obedecí. Me di con la cabeza contra el filo de la puerta del cuarto de baño, que habían dejado abierta y estaba solo a tres pies de distancia. El médico se sintió muy compungido. Había pasado por alto el detalle de la puerta abierta. La cerró.

—Ahora tóquese la nariz con el índice de la mano derecha —dijo.

—¿Dónde está? —pregunté.

—En su cara —contestó él.

—Me refiero al índice de mi mano derecha —aclaré.

—Ay, cuánto lo siento —dijo.

Volvió a abrir la puerta del cuarto de baño y sacó mi dedo, que había quedado atrapado en la ranura. Después de haber llevado a cabo la maravillosa proeza dígito-nasal, dije:

—Doctor, no quiero engañarle en cuanto a los síntomas; la verdad es que tengo una especie de dolor en la nuca.

Ignoró aquel síntoma y auscultó cuidadosamente mi corazón con un fonendoscopio que recordaba una máquina musical de tragaperras. Me sentí como una balada.

—Y ahora —dijo— galope como un caballo durante unos cinco minutos por toda la habitación.

Hice la mejor imitación posible de un percherón descalificado y expulsado del Madison Square Garden. Luego, sin echar ninguna moneda, volvió a auscultarme el pecho.

—No hay glandulitis equina en nuestra familia, doctor —dije.

El médico consultor levantó su índice a tres pulgadas de mi nariz.

—Míreme el dedo —ordenó. —¿Ha probado usted alguna vez las peras de…? —empecé a decir.

Pero él prosiguió rápidamente con su test.

—Ahora mire hacia la bahía. A mi dedo. Hacia la bahía. A mi dedo. A mi dedo. Hacia la bahía. A mi dedo. Hacia la bahía.

Y así durante tres minutos.

Explicó que aquel era un test para comprobar la acción del cerebro. Me pareció muy fácil. Ni una sola vez confundí su dedo con la bahía. Estoy seguro de que si hubiese usado las frases: “Espíe hacia afuera con sus ojos, como con despreocupación, más bien lateralmente, en dirección a la línea del horizonte, superpuesta, por así decirlo, al fluido adyacente a la ensenada”, y luego: “Ahora, volviendo a su atención, o, mejor aún, haciéndola retroceder, pósela sobre mi levantado dígito”, estoy seguro, repito, de que en ese casi ni el mismísima Harry James habría superado con éxito la prueba.

Después de preguntarme si había tenido alguna vez algún antepasado con una desviación de columna o algún primo con los tobillos inflamados, los dos doctores se retiraron al cuarto de baño y se sentaron en el borde de la bañera a deliberar. Me comí una manzana, y clavé la vista primero en mi dedo y luego en la bahía.

Los médicos aparecieron con aire grave. Es más, parecían losas mortuorias y manuscritos de Tennessee Williams. Escribieron una lista con la dieta a la que había de restringirme. En ella figuraba todo aquello cuanto yo consideraba comestible, excepto caracoles. Y jamás me comería un caracol a no ser que primero me atacase y luego me mordiese.

—Tiene que seguir estrictamente esta dieta —dijeron los médicos.

—La seguiría al milímetro si pudiese conseguir tan solo una décima parte de los alimentos que en ella figuran —respondí.

—De máxima importancia son también —prosiguieron— el aire libre y el ejercicio. Y aquí tiene una receta que le será altamente beneficiosa.

Luego todos cogimos algo. Ellos sus sombreros y yo el camino de regreso.

Fui a una farmacia y mostré la receta.

—Una botella de una onza le costará dos dólares con ochenta y siete centavos —anunció el farmacéutico.

—¿Me puede dar un trocito de su cuerda de envolver? —pregunté.

Hice un agujero en la receta, pasé por allí la cuerda, me la até al cuello y la doblé hacia dentro. Todos tenemos nuestras supersticiones y la mía es la de tener fe en los amuletos.

Por supuesto que todo aquello no tenía nada que ver conmigo, pero estaba muy enfermo. No podía trabajar, ni dormir, ni comer, ni jugar a la pelota. La única forma de merecer alguna compasión era pasarme cuatro días sin afeitar. Aun así, siempre había alguien que decía: “Muchacho, estás más fuerte que un roble. ¿Has estado de excursión por los bosques de Maine?”

Entonces me acordé de repente de que tenía que tomar el aire libre y hacer ejercicio. Y así fue como bajé al sur, a casa de John. John es un pariente cercano, por obra y gracia del veredicto de un predicador que permaneció con un misal en las manos bajo una bóveda de crisantemos ante la mirada de cien mil personas. John tiene una casa de campo a siete millas de Pineville. Está a bastante altitud y sobre la cordillera de las montañas Azules, y se halla en un estado con demasiada dignidad para ser introducido en esta controversia. John es de mica, que es más valiosa y más limpia que el oro.

Me fue a buscar a Pineville, y tomamos el tranvía hasta su casa. Es una gran casa de campo muy aislada sobre una colina rodeada de cientos de montañas. Nos bajamos en su pequeña estación privada, donde la familia de John y Amaryllis habían ido a nuestro encuentro para darnos la bienvenida. Amaryllis me miró con una sombra de ansiedad.

Un conejo saltó cruzando la colina entre nosotros y la casa. Tiré al suelo mi maleta y empecé a perseguirlo a toda prisa. Cuando hube recorrido veinte yardas, desapareció. Me senté sobre la hierba y empecé a llorar desconsoladamente.

—Ya no soy capaz de perseguir a un conejo —sollocé—. Ya no sirvo de nada en este mundo. Más me valdría estar muerto.

—Pero bueno, ¿qué te pasa, dime, qué te pasa, hermano John? —le oí decir a Amaryllis.

—Tiene los nervios un poco alterados —explicó John con su acostumbrada calma—. No te preocupes. Y tú levántate, caza–conejos, y ven a la casa antes de que se enfríen los pasteles.

Estaba anocheciendo, y las montañas se alzaban con toda la nobleza de las descripciones de miss Murfree. Poco después de cenar anuncié que me creía capaz de dormir durante uno o dos años seguidos, incluyendo las fiestas de guardar. Así que me condujeron a una habitación tan grande y fresca como un jardín de flores, donde había una cama del tamaño de un trozo de césped. Poco después se retiró a sus habitaciones el resto de la familia y el silencio cayó sobre la tierra.

Hacía muchos años que yo no oía un silencio como aquél. Era absoluto. Me erguí apoyándome en el codo, y me dediqué a escucharlo. ¡Dormir! Pensé que si al menos pudiese oír el parpadeo de una estrella o una brizna de hierba afilándose a sí misma podría disponerme a descansar. En una ocasión me pareció oír la vela de un barquito virando en la brisa, pero decidí que no debía ser más que una tachuela de la moqueta. Seguí escuchando.

De repente, algún pajarillo tardío se posó sobre el alféizar de la ventana y, en lo que sin duda él consideraba tonos arrulladores, enunció ese ruido que se transcribe generalmente como “pío”.

Pegué un enorme respingo.

—¡Eh! ¿Qué pasa ahí? —gritó John desde su habitación, que estaba encima de la mía.

—Nada, nada —contesté—; simplemente que me he golpeado accidentalmente la cabeza contra el techo.

A la mañana siguiente salí al porche y miré hacia las montañas. Había cuarenta y siete a la vista. Me estremecí, entré en el enorme salón de la casa, cogí el manual de Medicina práctica familiar de Pancoast de la librería y me puse a leer. John entró, me quitó el libro y me llevó afuera. Tiene una granja de trescientos acres abastecida con los accesorios habituales: establos, mulas, campesinos y enormes rastrillos con tres dientes delanteros rotos. Había visto cosas como aquellas en mi infancia y mi corazón empezó a languidecer.

Entonces John me habló de alfalfa y se me iluminó el rostro de repente.

—Ah, sí —dije—, ¿no estaba ella en el coro de…? Vamos a ver…

—Es verde, no sé si sabrás —aclaró John—, y tierna, y se la siembra después de la primera estación.

—Ya sé —dije—, y la hierba crece sobre ella.

—Exacto —asintió John—. Después de todo, sabes algo de agricultura.

—Sé algo acerca de algunos granjeros —aseguré, y una guadaña certera los segará el día menos pensado. En el camino de regreso a casa, una hermosa e inexplicable criatura se nos cruzó por delante. Me detuve, irresistiblemente fascinado, sin dejar de contemplarla. John esperó pacientemente, fumándose un cigarrillo. Es un granjero moderno. Al cabo de diez minutos, dijo:

—¿Te vas a quedar todo el día ahí mirando a ese pollo? El desayuno está casi a punto.

—¿Un pollo dices? —dije yo.

—Una gallina Orpington blanca, si quieres particularizar.

—¿Una gallina Orpington blanca? —repetí, con gran interés.

El ave se alejó lentamente con graciosa dignidad, y yo la seguí como un chiquillo detrás del Flautista Moteado. John me concedió cinco minutos más, y luego me cogió de la manga y me llevó a desayunar.

Cuando ya llevaba allí una semana, empecé a alarmarme. Estaba durmiendo y comiendo bien y empezaba a disfrutar de la vida. Para un hombre en mi desesperada condición aquello no podía ser bueno. Así que corrí a la estación del tranvía, tomé el vehículo hasta Pineville y fui a ver a uno de los mejores médicos de la ciudad. A aquellas alturas ya sabía exactamente lo que tenía que hacer cuando necesitaba tratamiento médico. Colgué mi sombrero del respaldo de la silla, y dije de un tirón:

—Doctor, tengo cirrosis del corazón, esclerosis en las arterias, neurastenia, neuritis, indigestión aguda y convalecencia. Voy a seguir una dieta estricta. También me daré un baño de agua tibia por la noche y uno frío por la mañana. Prometo ser agradecido y ocupar mi mente con pensamientos gratos. En cuanto a las drogas, tengo intención de tomar la píldora de fósforo tres veces al día, preferiblemente después de las comidas, y un tónico compuesto de tintura de genciana, chinchona, calisaya y cardamomo. En cada cucharadita de dicha mezcla echaré unas gotitas de nuez vómica, empezando con una gota y aumentándola cada día hasta alcanzar la máxima dosis. Esto lo tomaré con un cuentagotas, que puede ser adquirido por un precio irrisorio en cualquier farmacia. Buenos días.

Cogí el sombrero y salí. Después de cerrar la puerta me acordé de que me había olvidado de decir una cosa. El médico no se había movido de posición, pero dio un pequeño respingo nervioso cuando me vio aparecer otra vez.

—Olvidé mencionar —dije— que también haré reposo absoluto y ejercicio.

Después de aquella consulta me sentí mucho mejor. El volver a instalar en mi mente el pensamiento de que estaba enfermo sin esperanza me dio tanta satisfacción que casi tuve que volver a ponerme melancólico. No hay nada más alarmante para un neurótico que el sentirse mejorar y de buen humor.

John me cuidaba con esmero. Como había demostrado tanto interés por su pollo Orpington blanco, hizo todo lo que pudo para entretener mi mente, y se preocupó especialmente por cerrar bien el gallinero todas las noches. Progresivamente, el tonificante aire de la montaña, la buena alimentación y los paseos diarios por las colinas aliviaron de tal modo mi mal que me sentí abatido y enfermo en grado sumo. Oí hablar de un médico rural que vivía cerca en las montañas. Fui a visitarle y le conté toda la historia. Era un hombre de barba gris, con ojos claros, azules y arrugados, que llevaba un traje casero de tela vaquera gris.

Para ahorrar tiempo le diagnostiqué mi caso, me toqué la nariz con el índice de la mano derecha, me golpeé encima de la rodilla para hacer saltar el pie, hice resonar el pecho, saqué la lengua y le pregunté el precio de una parcela en el cementerio de Pineville. Encendió la pipa y me miró durante tres minutos.

—Hermano —dijo al fin—, está usted muy mal. Tiene una oportunidad de salir adelante, pero es francamente pequeña.

—¿Qué puede ser? —pregunté ansiosamente—. He tomado oro y arsénico, fósforo, ejercicio, nuez vómica, baños hidroterapéuticos, descanso, excitación, codeína y vapores aromáticos de amoníaco. ¿Acaso queda algo en la farmacopea?

—En algún lugar de estas montañas —dijo el médico— crece una planta, una planta con flores, que le curará; y es la única cosa que podrá lograrlo. Pertenece a una especie tan vieja como el mundo, pero en los últimos tiempos es tremendamente escasa y muy difícil de encontrar. Usted y yo tendremos que ir a buscarla. Ahora no estoy ya en la práctica activa de mi profesión, tengo ya muchos años, pero me ocuparé de su caso. Tendrá que venir todas las tardes y ayudarme a buscar esa planta hasta que la encontremos. Los médicos de la ciudad puede que sepan mucho de cosas científicas, pero no saben gran cosa de los remedios que la naturaleza nos trae en sus zurrones.

Así que todos los días el médico y yo nos íbamos en busca de la planta milagrosa por las montañas y los valles de la cordillera Azul. Juntos trepábamos afanosamente por las empinadas pendientes, tan resbaladizas por las hojas caídas del otoño que nos teníamos que agarrar a todo arbolito o rama al alcance de la mano para no caernos. Íbamos vadeando por fraguas y abismos, recubiertos de frondosos helechos y laureles, seguíamos las orillas de los arroyos de montaña durante millas, éramos como indios buscando nuestro camino a través de bosquecillos de pinos. Por el sendero y la colina, bordeando el riachuelo y siguiendo la ladera de la montaña fuimos explorando en nuestra búsqueda de la planta milagrosa.

Como había dicho el viejo doctor, se había vuelto muy escasa y difícil de encontrar. Pero proseguimos nuestra persecución. Día tras día sondeábamos los valles, escalábamos las alturas, y recorríamos las mesetas tras las huellas de la planta milagrosa. Nacido en la montaña, el viejo no parecía cansarse nunca. Yo llegaba con frecuencia a casa tan fatigado que solo era capaz de dejarme caer sobre la cama y dormir hasta la mañana siguiente. Y así estuvimos durante un mes entero.

Una tarde, cuando acababa de regresar de una excursión de seis millas con el viejo médico, Amaryllis y yo dimos un pequeño paseo bajo los árboles que bordeaban la carretera. Contemplábamos las montañas envueltas en sus regios mantos de púrpura para el reposo nocturno.

—Me alegro de que vuelvas a estar bien —dijo—. Cuando llegaste, me asusté. Creí que estabas seriamente enfermo.

—¡Volver a estar bien! —exclamé casi con un chillido—. ¿Sabes que no tengo más que una oportunidad entre mil. de seguir viviendo?

Amaryllis me miró sorprendida.

—Pero bueno —dijo—, estás tan robusta como una de las mulas de labor, duermes de diez a doce horas todas las noches y estás acabando con todas las existencias de la casa. ¿Qué más quieres?

—Te diré que, a menos que encontremos a tiempo la magia, es decir, la planta que estamos buscando, nada podrá salvarme. Así me lo ha dicho el médico.

—¿Qué médico?

—El doctor Tatum, el viejo doctor que vive en la ladera de la montaña del Roble Negro. ¿Lo conoces?

—Lo conozco desde que tengo uso de razón. ¿Y ahí es donde vas todos los días? ¿Es él quien te lleva a dar esas largas caminatas y escaladas que te han devuelto la salud y la fortaleza? Dios bendiga al viejo doctor.

Y en aquel preciso instante el viejo doctor en persona apareció lentamente por la carretera, conduciendo su destartalada calesa. Le saludé con la mano y le grité que estaría disponible al día siguiente a la hora acostumbrada. Detuvo el caballo y le dijo a Amaryllis qué se acercase. Hablaron durante cinco minutos mientras yo esperaba. Luego el viejo doctor siguió su camino.

Cuando llegamos a la casa, Amaryllis sacó un pesado tomo de una enciclopedia y buscó en él una palabra.

—Me ha dicho el doctor —explicó— que ya no es necesario que vuelvas a acudir a él como paciente, pero que estará encantado de verte como amigo siempre que lo desees. Luego me dijo que buscara mi nombre en la enciclopedia y que te dijera lo que significa. Parece ser el nombre de un género de plantas con flor, y también es el nombre de pila de una campesina que aparece en Teócrito y Virgilio. ¿Qué crees que quiso dar a entender con eso?

—Sé muy bien lo que quiso decir —aseguré—. Ahora lo sé.

Y ahora unas palabras para el hermano que pueda haber caído bajo el embrujo de la inquieta Dama Neurastenia.

La fórmula era auténtica. Aunque a tientas algunas veces, los médicos de las ciudades amuralladas habían acertado con el medicamento específico.

Y en cuanto al ejercicio, el que quiera acudir al buen doctor Tatum de la montaña del Roble Negro habrá de tomar el camino que bordea por la derecha la casa de reunión metodista en el bosquecillo de pinos.

Calma absoluta y ejercicio.

¿Y qué calma más curativa que la de sentarse con Amaryllis en la sombra y, con un sexto sentido, leer el idilio no escrito de Teócrito sobre las montañas Azules cubiertas de oro, caminando apaciblemente hacia los dormitorios de la noche?

*FIN*


“Let Me Feel Your Pulse”,
Cosmopolitan, 1910


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