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Del natural

[Cuento - Texto completo.]

Rafael Barrett

En la casa de los tísicos.

Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dio la manía de salir, convencido de que de lo contrario moriría pronto. Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho, pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fijas fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas. A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima. Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de 16 años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento, un disfraz inexplicable. Tenía bucles de oro, y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa. Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido. Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte que viene a sentarse allí todas las noches. El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.

Supimos que era hijo, no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma, y que tenía varios hermanos pequeñitos. Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo le envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el “aislamiento”, ¿qué le restaba?

—Aguardar el turno —según la eterna frase del 18.

El 4 no luchaba ya. No tocaba los dos huevos medio podridos con que le obsequiaba la caridad diariamente, ni la leche infecta, ni las piltrafas de carne recocida. Se dejaba ir. Recto, estoico, mudo, bello, era un lirio agonizando de pie.

Un día, no obstante, brilló para él, por vez postrera, la esperanza.

Hay visita al hospital de tuberculosos cada dos semanas; cada dos semanas se permite a las madres contemplar a sus hijos ocupados en morirse. La del 4 debía estar muy mal para no acudir al lado de los bucles de oro y de los ojos azules. En cambio, aparecía de tarde en tarde el padre, grueso, cabizbajo, sin expresión, lacónico. Traía al enfermo un poco de fruta o dulce, y se marchaba sin un beso, sin volver la cabeza, lo cual a nadie sorprendía. Es la costumbre de la gente pobre.

Aquel domingo, el herrero dijo —con indiferencia— que unos tíos deseaban tener al muchacho y cuidarlo en la campaña.

—¿Quieres ir?

—¡Oh, sí!

Y los ojos azules centellearon.

—Bueno. En la otra visita te llevaré conmigo.

Durante 15 días pasó algo increíble: uno de nosotros era feliz. Al 4 se le había desatado la lengua, y nos describía la casa de sus tíos, los corrales con las gallinas y las vacas, las legumbres del huerto, la sombra de los árboles, la frescura del arroyo, la luz y el aire libre. Se sentía salvado, capaz aún de jugar y correr, y nosotros nos entristecíamos con la envidia de la salud ajena. Hasta se nos figuró que el 4 engordaba… cuando en realidad la impaciencia le acababa de consumir.

Llegó el famoso domingo. Con mucho retraso asomó el herrero. Avanzaba pesadamente, con los ojos inyectados. Su hijo le esperaba, sentado en su lecho; se había vestido la ropita nueva, la suya. Estaba listo.

—¿Vamos?

—¿A dónde? —preguntó el padre.

—A casa del tío… ¿No lo recuerdas? ¿No íbamos a pedir hoy el alta?

El hombre se esforzó por hacer memoria. Su aliento olía a vino.

—Mejor es que te quedes.

—Es que no estoy bien.

—¿Eh?

—Que no estoy bien, en la última quincena bajé dos kilos.

—¿Dos kilos?

—No estoy bien… —insistió el desgraciado.

—Mejor es que te quedes —repitió el herrero. Y balanceaba el hirsuto testuz. Después se fue. El 4 se desnudó y se acostó. Los compañeros se reían del chasco.

—¿Qué tenía tu viejo?

—Estaba tomado y no se acordaba…

Tampoco nos sorprendió esto. El alcohol consuela, ¿verdad?

A la medianoche me despertó un ruido familiar, y en aquel momento, no sé por qué, lúgubre. El 4 tosía y escupía. La claridad era escasa. No se alumbraba el cuarto por espíritu de ahorro y por no tener que limpiar tubos. Me levanté y fui a la cama de enfrente. Una mano flaca y pálida me alargó la salivera. Miré al fondo, estaba negro.

—¡Sangre! —dijo el niño.

Murió el otro domingo. No era día de visita.

FIN


Cuentos breves, 1911


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