Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Después

[Cuento - Texto completo.]

Edith Wharton

1

—¡Oh, por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis.

Aquella afirmación, hecha alegremente seis meses antes en el marco de un radiante jardín en el mes de junio, volvió a la memoria de Mary Boyne con toda la fuerza de su eventual significado cierta noche de diciembre mientras aguardaba en la biblioteca a que le trajesen los candiles.

Tales palabras las había pronunciado una amiga de ambos, Alida Stair, durante una merienda que se había dispuesto sobre la explanada de su casa de Pangbourne, y precisamente hacían referencia a la casa en la que la biblioteca en cuestión constituía el «elemento» más notorio. Cuando a su llegada a Inglaterra Mary Boyne y su marido decidieron emprenderla búsqueda de una casa de campo por los condados del sur o del suroeste, solicitaron la ayuda de Alida Stair, pues ella misma había resuelto con éxito su propia búsqueda. Sin embargo, después de que ellos rechazaran de modo bastante arbitrario varias ofertas rentables y juiciosas, su amiga anunció:

—Bueno, os queda Lyng, en Dorsetshire. Pertenece a los primos de Hugo, y podríais haceros con ella a un precio de ganga.

Los motivos que justificaban que la casa pudiese adquirirse en semejantes condiciones (lejanía de las estaciones de tren, ausencia de luz eléctrica, de agua caliente y de otras necesidades básicas) fueron determinantes para convencer a aquellos dos americanos románticos que, con morbosa obstinación, gustaban de las incomodidades que los de su clase asociaban alborozados con ciertos anacronismos arquitectónicos.

—No creería estar viviendo en una casa antigua a menos que me sintiese absolutamente incómodo —insistía con jocosidad Ned Boyne, el más extravagante de los dos—. Ante la más mínima sensación de confort me invadiría la impresión de haber adquirido la casa en una exposición, con todas sus estancias numeradas y recién montadas de nuevo.

A continuación se pusieron a glosar con cómica precisión sus muchas aprensiones y exigencias, resistiéndose a creer que la casa que su amiga les recomendaba fuese realmente Tudor hasta que les aseguraron que carecía de calefacción, que la iglesia local estaba literalmente en ruinas, o hasta que les corroboraron la deplorable inconstancia del abastecimiento de agua.

—¡Es demasiado incómoda para ser real! —Saltaba Edward Boyne, que cuantos más inconvenientes conseguía sonsacarle a la señora Stair más exultante se mostraba. Sin embargo, interrumpió bruscamente su rapsodia para preguntar con súbita desconfianza—:

¿Y fantasma? ¡Nos has estado ocultando el hecho de que no hay fantasma!

En aquel instante Mary también se había echado a reír, pero dotada como estaba para las percepciones simultáneas y pese a la hilaridad general, no había podido dejar de percibir un repentino desfallecimiento en la burlona respuesta de Alida:

—¡Oh!, en Dorsetshire hay fantasmas por todas partes, ya lo creo.

—Sí, sí, pero eso no me sirve. No quiero tener que viajar quince kilómetros para ver el fantasma de otro. Quiero uno mío en mi propia casa. ¿Hay o no fantasma en Lyng?

Su ocurrencia provocó la carcajada de Alida, y fue entonces cuando ella salió con aquella respuesta inquietante:

—¡Oh, por supuesto que hay uno! Pero jamás lo reconoceréis.

—¿Que nunca lo reconoceremos? Pero ¿qué otra cosa justifica a un fantasma sino el hecho de que se sepa que lo es?

—No lo sé, pero ésa es la leyenda.

—¿Que existe un fantasma pero nadie sabe que lo es?

—Bueno… No hasta después, si acaso…

—¿Hasta después?

—Hasta mucho, mucho después.

—Pero una vez identificado como presencia ultraterrena, ¿cómo es que no se han transmitido sus señas de identidad de generación en generación? ¿Cómo se las ha arreglado el tal fantasma para preservar su anonimato?

Alida se había limitado a menear la cabeza:

—No me preguntéis cómo, pero así ha sido.

—¿Y entonces un buen día… —la voz de Mary irrumpió como si emergiera de las cavernosas profundidades de la adivinación—, un buen día, digo, al cabo del tiempo, se dice uno a sí mismo: «Aquél era el fantasma»?

La estremeció el silencio sepulcral que su pregunta provocó en el regocijo de los otros, y percibió la sombra de aquella misma desazón aleteando en las claras pupilas de Alida:

—Supongo que sí. Uno sólo tiene que esperar.

—Oh, ¡al cuerno con esperar! La vida es demasiado corta para disfrutar de un fantasma de forma retrospectiva. ¿No podríamos encontrar algo mejor, Mary?

Pero al parecer no estaban destinados a encontrarlo, porque tres meses después de su conversación con la señora Stair la pareja se hallaba instalada en Lyng, iniciando la vida con la que habían soñado hasta el punto de haberla planeado hasta en sus mínimos detalles cotidianos. Sentarse en la densa noche de diciembre junto a la chimenea de amplia cornisa, abajo las oscuras vigas de roble; sentir que oscurecía la campiña al otro lado de los cuarterones de cristal de las ventanas contribuyendo a la sensación de aislamiento… Por la recompensa final de placeres como aquéllos había soportado Mary Boyne durante casi catorce años la tediosa fealdad del Medio Oeste, y había resistido estoicamente Boyne en su puesto de ingeniero hasta que, de forma tan intempestiva que a Mary aún le costaba creerlo, el venturoso golpe de suerte de la mina Blue Star les había servido en bandeja la vida y el tiempo para gozar de ella. En ningún momento se habían planteado que su nuevo estado consistiría en sucumbir a la holgazanería absoluta. Sin embargo, sí era intención de ambos dedicarse exclusivamente a actividades placenteras. Ella se veía a sí misma dedicada a la pintura y a la jardinería (en un entorno de paredes grises), y él aspiraba a poner en marcha su libro Fundamento económico de la cultura, largamente planeado. Con un trabajo tan absorbente por delante la existencia no podía ser excesivamente alienante: ni les sería posible apartarse demasiado del mundo ni sumirse demasiado en el pasado.

Dorsetshire les atrajo desde el principio porque parecía más recóndita de lo que correspondía a su ubicación geográfica. Aquella isla increíblemente abigarrada (nido de condados, como lo expresaban ellos…) tenía para los Boyne, entre sus muchos encantos, el de convertir cualquier pequeño detalle en algo decisivo. Así, por ejemplo, unos pocos kilómetros sumaban una considerable distancia, pero, al mismo tiempo, en esa exigua distancia radicaba la diferencia.

—Es como si —había explicado Boyne con entusiasmo en cierta ocasión— se magnificaran sus efectos y se realzaran sus contrastes más insignificantes. Parece igual que si se hubiese untado una generosa capa de mantequilla en cada delicioso bocado.

Y era bien cierto que en Lyng la mantequilla se había untado profusamente. El viejo caserón gris, oculto bajo una loma, conservaba vestigios de una larga relación con el pasado. A ojos de los Boyne, el mero hecho de no ser ni desproporcionado ni en modo alguno excepcional lo hacía más apreciable en un sentido único: el de haber sido a lo largo de los siglos una reserva de existencia íntima y olvidada. Probablemente la vida de que gozó en su día no habría sido de las más apasionantes. Sin duda, durante largas temporadas, el tiempo habría descendido sobre la casa, tan calladamente como habría caído la llovizna de otoño hora tras hora sobre el estanque rodeado de tejos.

Pero, de cuando en cuando, en el parsimonioso abismo de aquel remanso de vida se producirían inesperados chispazos de emoción, y, desde el primer momento, Mary Boyne había podido sentir el roce accidental de un pasado más intenso.

Nunca había sido dicha percepción más aguda que la tarde de diciembre que Mary se levantó de donde había estado sentada y permaneció un rato de pie entre las sombras que proyectaba la lumbre de la biblioteca esperando la llegada de los mencionados candiles. Su marido había salido después del almuerzo a dar una de sus largas caminatas por la campiña.

Últimamente ella había notado que prefería no ir acompañado en tales ocasiones y, con la convicción fruto de la larga convivencia, había llegado a la conclusión de que estaba preocupado con el libro y que necesitaba las tardes para reflexionar a solas sobre cuestiones no resueltas durante las mañanas de trabajo. A decir verdad, el tema del libro no marchaba tan bien como ella había imaginado, y las líneas de ansiedad que ahora se habían instalado en el ceño de su esposo no habían sido visibles durante sus días como ingeniero. Por aquel entonces el cansancio le dejaba a menudo al borde de la enfermedad, pero el demonio interior de la desazón jamás había hecho mella en su frente. No obstante, las escasas páginas que hasta el momento le había leído a ella (la introducción y una sinopsis del capítulo inicial) evidenciaban una firme posesión de su persona por parte de aquel demonio, así como una creciente fe en sus poderes.

Aquello la tenía sumida en un profundo desconcierto, porque, ahora que él había liquidado el negocio y sus molestas contingencias, quedaba eliminado el único motivo de ansiedad posible. A no ser que se tratase de su salud… Pero su aspecto físico había mejorado considerablemente desde que se mudaron a Dorsetshire. Se le veía más saludable, más lozano, con la mirada más despejada. Hacía apenas una semana que Mary había advertido en él aquel cambio indescriptible que la desasosegaba durante su ausencia y que en su presencia la dejaba taciturna como si fuese ella quien tuviese algún secreto que guardar.

De repente, en un rapto de lucidez, la asaltó la duda de que pudiese existir un secreto entre ellos. Contempló la amplia habitación en penumbra que la rodeaba.

«¿Será la casa?», se preguntó pensativa.

Incluso aquella misma habitación podría contener indecibles misterios. A medida que caía la tarde éstos parecían acumularse, como sucesivas capas de aterciopeladas sombras cayendo desde el techo, desde las sombrías paredes repletas de libros, desde la escultura de la chimenea ennegrecida por el humo…

«Claro…, ¡la casa está encantada!», pensó.

El fantasma, el esquivo fantasma de Alida, había sido objeto de divertidas especulaciones durante los dos primeros meses de su estancia en Lyng, pero ambos lo fueron olvidando poco a poco por considerarlo escasamente estimulante para su fantasía.

Por supuesto, nada más convertirse en huésped de una casa encantada, Mary había hecho las oportunas averiguaciones entre sus exiguos vecinos rurales, pero, más allá de un lacónico «eso cuentan, señora», los lugareños no parecían tener mucho que decir. Por lo visto el escurridizo fantasma no había llegado a adquirir entidad suficiente como para consolidar una leyenda, y al cabo de cierto tiempo los Boyne anotaron entre bromas el asunto en su cuenta de pérdidas y ganancias, coincidiendo ambos en que Lyng era una de las pocas casas suficientemente satisfactorias en sí mismas como para poder prescindir de alicientes sobrenaturales.

—Y supongo, pobre e ineficaz demonio —bromeó Mary zanjando la cuestión—, que ése es el motivo por el cual haces batir en vano tus hermosas alas en medio del vacío.

—O tal vez sea —secundó Ned en el mismo tono— que entre tanto elemento fantasmagórico no consigue reivindicar una existencia autónoma como el fantasma.

Su inquilino fue así desapareciendo de sus temas de conversación, tan numerosos por otra parte que poco tardaron en dejar de echarlo en falta.

En aquel instante, sin embargo, de pie junto al fuego, la curiosidad inicial de Mary renacía con una percepción distinta respecto a sus implicaciones, una percepción adquirida paulatinamente a través del contacto diario con la escena del eventual enigma. Era la casa en sí, no cabía duda, la que poseía la facultad de revelar sus fantasmas, la que conectaba visual pero secretamente con su propio pasado. Y si uno era capaz de compenetrarse lo suficiente con la casa podría atrapar su misterio y adquirir a su vez la facultad de detectar fantasmas. Quizá su marido la hubiese adquirido ya durante sus largas horas en aquella habitación en la que ella no solía entrar hasta después del almuerzo y estuviese cargando él solo con el peso del espanto de lo que le hubiese sido revelado. Mary estaba lo bastante versada en el código del mundo espectral como para saber que uno no habla de los fantasmas que ve. Hacerlo supondría una falta de buen gusto comparable a la de mencionar a una dama en un club. Pero, en realidad, aquella explicación no la satisfacía mucho.

Después de todo, ¿para qué iba a querer su marido unos viejos fantasmas sino para divertirse un poco con el escalofrío que provocan? Sin embargo, una vez más se dio de bruces contra el dilema fundamental: poco importaba la mayor o menor sensibilidad de uno hacia las influencias espectrales, porque cuando alguien llegase a ver un fantasma en Lyng no sería capaz de reconocerlo.

«No hasta mucho después», había dicho Alida Stair. Bueno, bien pudiera ser que Ned hubiese visto uno nada más llegar a la casa, pero que hiciera tan sólo una semana que era consciente de lo que le había sucedido. Más sugestionada a medida que caía la noche, volvió sus inquisitivos pensamientos a los primeros días de su estancia, en principio únicamente con el propósito de recordar la alegre algarabía que había supuesto desembalar, ordenar, organizar los libros y llamarse el uno al otro desde remotas esquinas de la casa a medida que se les iban mostrando los sucesivos tesoros de su residencia. En aquella particular retrospección, le vino a la memoria cierta cálida tarde del pasado octubre en la que, superada ya la fase inicial de exploración frenética, se encontraba ella efectuando una inspección más sosegada del viejo caserón cuando, cual heroína de novela, presionó un panel que se abrió a su contacto, dejando al descubierto unas angostas escaleras que conducían a un saliente del tejado; el mismo tejado que, visto desde abajo, parecía desplegarse en empinadas pendientes a uno y otro lado, demasiado abruptas como para que se aventurasen a trepar por ellas unos pies inexpertos.

La vista desde aquel secreto balcón resultó ser deliciosa, y Mary se había lanzado escaleras abajo para arrancar a Ned de sus papeles y brindarle el regalo de su descubrimiento. Todavía recordaba cómo, de pie sobre el estrecho alféizar, la había rodeado él con sus brazos mientras las miradas de ambos volaban hacia la larga y ondulada línea del horizonte de la campiña, para luego volver a posarse complacidas en el arabesco de los tejos que bordeaban el estanque y en la sombra que el cedro proyectaba sobre el césped.

«Y ahora del otro lado», había dicho él haciéndola girar con suavidad en el hueco de su brazo. Pegada al cuerpo de él, Mary se había quedado ensimismada ante lo que se le antojaba un bonito y enorme boceto, ante el panorama del patio de paredes grises, ante los gordezuelos leones de las cancelas y ante la avenida de tilos que se prolongaba hasta la carretera bajo las lomas.

Justo entonces, mientras miraban abrazados, sintió ella que se relajaba el brazo de Boyne, y escuchó un enérgico «¡vaya!» que hizo que se volviera a mirarle.

Sí, recordaba claramente haber percibido entonces una sombra de angustia, de estupor más bien, atravesando su semblante. Siguiendo la mirada de él había podido divisar la figura de un hombre vestido (según le pareció distinguir) con ropa gris y desaliñada descendiendo a paso lento por la avenida de tilos en dirección al patio, con los andares vacilantes de quien busca el camino de entrada. Su corta vista no alcanzó sino a componer la borrosa impresión de alguien de aspecto anodino y constitución enjuta, con cierto aire extranjero, o al menos no local, en su persona y en su atuendo. Pero parecía que su marido había visto más allá, tanto como para apartarla a un lado con un brusco «¡espera aquí!», y precipitarse por la escalera de caracol sin preocuparse de tenderle una mano para ayudarla a bajar.

Un ligero vértigo la obligó a detenerse unos instantes, sujetándose a la chimenea contra la que ambos habían estado apoyados previamente para luego seguir a su marido hasta abajo extremando la cautela. Una vez en el ático se detuvo de nuevo por algún motivo más difícil de precisar y, reclinada sobre la barandilla de roble, aguzó la mirada hacia abajo, hacia la profundidad oscura y moteada por el sol. Permaneció allí hasta que oyó cerrarse una puerta en algún rincón de aquella sima. A continuación bajó mecánicamente los tramos de escalera hasta alcanzar el vestíbulo de la planta baja.

La puerta de entrada permanecía abierta a la tibia luz del patio, y tanto el vestíbulo como el patio parecían vacíos. La puerta de la biblioteca se encontraba asimismo abierta y, tras aguardar en vano por si escuchaba el sonido de voces provenientes del interior, cruzó en un instante el umbral y encontró a su marido solo, hurgando distraídamente entre los papeles de su mesa.

Él alzó la vista, como sorprendido por su entrada repentina, pero había desaparecido de su expresión la sombra de angustia. Incluso le pareció a Mary que se le veía algo más radiante y relajado de lo habitual.

—¿Qué pasaba? ¿Quién era? —preguntó ella.

—¿Quién? —repitió él sin haberse repuesto aún del sobresalto.

—El hombre que vimos caminando en dirección a la casa.

Pareció meditarlo largamente:

—¿El hombre? Ah, creí haber visto a Peters. Corrí tras él para comentarle un par de cosas sobre los desagües de los establos, pero cuando bajé ya se había esfumado.

—¿Esfumado? Pero si cuando le vimos desde arriba venía caminando muy lentamente…

Boyne se encogió de hombros:

—Eso mismo pensé yo, pero en el intervalo debió de entrarle prisa. ¿Qué te parece si intentamos subir hasta el monte Meldon antes de que se ponga el sol?

Ahí había quedado la cosa. En un principio, el incidente apenas significó nada. La fascinación que experimentó ante la que fuese su primera panorámica desde el monte Meldon, una cima que habían deseado ascender desde que habían divisado su limpio contorno alzándose sobre los achaparrados tejados de Lyng, hizo que a Mary se le borrase instantáneamente de la memoria. Sin duda, que aquel suceso hubiese tenido lugar el mismo día del ascenso al Meldon fue la causa de que hubiese permanecido retenido en el pliegue del subconsciente del que ahora emergía. Porque, en sí mismo, nada había tenido de particular. En aquel momento le había parecido lo más natural que Ned bajase corriendo desde el tejado para dar alcance a los informales técnicos que llegaban a la casa. Era la fase en la que continuamente estaban a la espera de alguno de los peritos que trabajaban en la comarca, siempre aguardándoles sentados y asediándoles a preguntas, recriminaciones o recordatorios. Y, a decir verdad, vista desde lejos, la figura gris se parecía bastante a Peters.

Sin embargo ahora, al repasar la fugaz escena, Mary se percataba de que la explicación de su marido contradecía la inquietud que había visto reflejada en su semblante.

¿Por qué habría de ponerle tenso la familiar presencia de Peters? Y si tan urgente era tratar con aquel perito el tema de los desagües de los establos, ¿por qué pareció aliviado de no haber podido encontrarle? Mary admitía que inicialmente no había reparado en tales consideraciones. Sin embargo, dada la prontitud con que ahora reaparecían en sus cavilaciones, tuvo la repentina impresión de que siempre habían estado ahí, aguardando su momento.

2

Abrumada con tales pensamientos, se acercó a la ventana. La biblioteca se encontraba ahora completamente a oscuras y le sorprendió que el mundo exterior aún retuviera tanta luz crepuscular. Mientras miraba hacia fuera, a través del patio, una figura

cobró forma en afilada perspectiva de escuetas líneas: parecía una mancha gris oscura contra fondo gris y, por un instante, a medida que se aproximaba hacia ella, se le aceleró el corazón con una repentina ocurrencia: «¡Es el fantasma!».

En el lapso de aquel largo instante, Mary tuvo tiempo de presentir que el hombre que viese dos meses atrás de forma fugaz y borrosa estaba a punto de manifestarse ahora, en su predestinado momento, como alguien bien distinto a Peters. Se le cayó el alma a los pies ante el miedo de aquel descubrimiento inminente. Pero, casi coincidiendo con el sonido del segundero del reloj y a medida que iba cobrando densidad y personalidad, la difusa silueta se fue perfilando ante su precaria vista como la de su marido. Se volvió hacia él en cuanto entró para hacerle partícipe de su tonto error.

—¡Es completamente ridículo —bromeó ella desde el umbral—, pero nunca me acuerdo!

—¿De qué? —preguntó Boyne cuando estuvo a su lado.

—De que uno nunca reconoce al fantasma de Lyng cuando lo ve.

Mary había apoyado la mano en su manga y allí la dejó él sin que ninguna respuesta modificara su gesto o la expresión de su semblante preocupado y exhausto.

—¿Creíste verlo? —preguntó al cabo de una pausa considerable.

—¡Bueno, en realidad, querido, en mi loca obsesión por descubrirlo te confundí a ti con él!

—¿A mí…, ahora? —Dejó caer los brazos y se apartó de ella coreando débilmente su risa—. Realmente, querida, será mejor que desistas, es lo que deberías hacer.

—Sí, desisto, desisto. ¿Y tú? —preguntó volviéndose súbitamente hacia él.

Acababa de entrar la doncella con unas cartas y un candil, por lo que la luz cayó de lleno sobre el rostro de Boyne al inclinarse este sobre la bandeja que había traído aquélla.

—¿Y tú? —insistió malévolamente Mary cuando la criada se retiró para proseguir con su tarea de iluminar el resto de la casa.

—¿Yo, qué? —contestó Boyne como ausente. Mientras inspeccionaba las cartas la luz realzaba el inconfundible signo de ansiedad de su entrecejo.

—Si tú ya has renunciado a ver al fantasma. —A ella le latía un poco de más el corazón a causa del experimento que estaba realizando.

Su marido, apartando las cartas a un lado, avanzó hacia la penumbra de la chimenea.

—Yo nunca lo he intentado —dijo desprendiendo el envoltorio de uno de los periódicos.

—Bueno, claro —insistió ella—. Lo desesperante es que no sirve de nada intentarlo, puesto que uno no tiene constancia de que lo ha visto hasta mucho después.

Él comenzó a desplegar el diario como si apenas le prestase atención pero, tras una pausa durante la cual no dejaban de crujir espasmódicamente entre sus manos las hojas del periódico, levantó la cabeza para preguntar de forma intempestiva:

—¿Tienes idea de cuánto tiempo después?

Mary se había sentado en una silla baja junto al fuego. Alzó la mirada desde su asiento, sobrecogida al comprobar cómo el perfil de su marido se proyectaba sombríamente contra el aro de luz del candil.

—No, ninguna. ¿Y tú? —repuso ella, retomando su anterior pregunta con mayor ahínco.

Boyne estrujó el periódico doblándolo una y otra vez y, contra toda lógica, se aproximó con él hacia el candil.

—No, por el amor de Dios —se explicó con cierta impaciencia—, sólo me refería a si existe alguna leyenda o tradición al respecto.

—No que yo sepa —respondió ella. El impulso de añadir «por qué lo preguntas» se vio interrumpido por la reaparición de la doncella portando el té y un segundo candil.

Al disiparse las sombras, gracias a la repetición de la diaria rutina doméstica, Mary Boyne logró atenuar la angustia que le producía aquella sensación de algo acechante y oculto que la había consternado durante la tarde. Permaneció unos minutos enfrascada en los detalles de su labor de punto y, al levantar la vista, el cambio operado en el semblante de su marido la desconcertó causándole un profundo desasosiego. Se había sentado junto al candil más apartado y estaba absorto en la inspección de su correspondencia. Pero ¿fue algo que había leído las cartas o un mero cambio en la percepción de Mary lo que hizo que el rostro de Boyne recobrase su expresión habitual? Cuanto más le observaba, más se afianzaba dicho cambio. Se había disipado la penosa tensión, y los únicos signos de fatiga que quedaban eran claramente atribuibles a la concentración mental. Como atraído por la pertinaz observación de su mujer, levantó los ojos y la miró con una sonrisa.

—¿Sabes qué? Me muero por un té. Y hay una carta para ti —dijo.

Ella tomó la carta que le tendía, al tiempo que le ofrecía a él su taza. De nuevo en su sillón, despegó el lacre con el lánguido ademán del lector cuyos intereses se circunscriben al círculo de una única y estimada presencia.

Su siguiente movimiento consciente fue ponerse en pie de un salto para mostrarle a su marido un amplio recorte de prensa, dejando caer la carta al suelo.

—¡Ned! ¿Qué es esto? ¿Qué significa?

Él se levantó a la vez, como si hubiese escuchado el grito antes incluso de que ella lo profiriera. Durante un perceptible espacio de tiempo se midieron el uno al otro, como adversarios buscando ventaja, en la distancia que mediaba entre el sillón de ella y el escritorio.

—¿Qué es qué? ¡Casi salto del susto! —dijo Boyne al fin, avanzando hacia ella con una risa repentina y medio exasperada. De nuevo se apoderó de su rostro la sombra de aprensión, patente no sólo en la mirada de presentimiento ineludible, sino también en aquella oscilante tensión de labios y ojos, como si se sintiera atenazado por algo invisible.

Tanto le temblaba a ella la mano que apenas podía entregarle el recorte.

—Este artículo…, del Waukesha Sentinel…, dice que un hombre llamado Elwell ha interpuesto una demanda contra ti, que hubo algo raro en el asunto de la mina Blue Star.

Apenas entiendo nada más.

Mientras hablaba, ambos continuaban frente a frente, y ella advirtió con estupor que sus palabras lograban disipar al instante la suspicacia que había detectado en la mirada de Boyne.

—¡Ah, eso! —Él echó un vistazo al recorte impreso y lo dobló con el ademán de quien maneja un asunto inocuo y familiar—: ¿Qué te pasa esta tarde, Mary? Imaginé que habías recibido malas noticias.

Ella permaneció de pie ante él, sintiendo que su impreciso terror remitía lentamente ante su reconfortante serenidad.

—Entonces, ¿—ya lo sabías?… ¿No pasa nada?

—Naturalmente que lo sabía. Y no pasa nada.

—Pero ¿de qué se trata? No lo entiendo. ¿De qué te acusa ese hombre?

—Oh, prácticamente de todos los delitos habidos en lo que va de año… —Boyne había soltado el recorte y se había acomodado en una butaca junto al fuego—. ¿Quieres escuchar la historia? No es particularmente fascinante… Un conflicto de intereses en la Blue Star.

—Pero ¿quién es el tal Elwell? No me suena ese nombre.

—Eh…, es un tipo al que metí en el negocio, le eché una mano. Te hablé de él en su momento.

—¡Qué raro! Lo habré olvidado. —En vano intentó ella forzar la memoria—. Pero si le ayudaste, ¿por qué te corresponde él de esta forma?

—¡Oh! Seguramente lo enganchó algún picapleitos listillo y lo convenció. Todo es bastante técnico y complejo. Creía que te aburrían ese tipo de cosas.

Su mujer sintió una punzada de culpabilidad. En teoría, desaprobaba la inhibición de las esposas americanas respecto de los asuntos profesionales de sus maridos, pero en la práctica siempre le había costado seguir con atención la información de Boyne sobre las transacciones que llevaba a cabo. Por otra parte, desde el primer momento había sido de la opinión de que, en un entorno donde las comodidades de la existencia únicamente se podían lograr a costa de esfuerzos tan titánicos como los invertidos por su esposo en sus asuntos profesionales, los escasos momentos de ocio que uno podía disfrutar debían emplearse en evadirse de las preocupaciones inmediatas, escapando hacia la vida que siempre soñaron vivir. Una o dos veces, desde que esta nueva vida les envolviera en su círculo mágico, se había preguntado Mary si había hecho bien. Pero, hasta la fecha, tales conjeturas no habían sido más que incursiones retrospectivas propias de una imaginación vigorosa. Ahora, por primera vez, la asombraba descubrir lo poco que en realidad sabía acerca de los pilares materiales sobre los que se asentaba su felicidad.

Volvió a mirar de soslayo a su marido, aliviada por la placidez de su semblante.

Pese a ello, sintió la necesidad de apuntalar su tranquilidad con argumentos más sólidos.

—Pero ¿no te inquieta esa demanda? ¿Por qué no me has hablado nunca de ello?

Él respondió a ambas preguntas a la vez:

—Al principio no te hablé de ello precisamente porque me preocupaba… Me irritaba, mejor dicho. Pero todo es ya agua pasada. Quien te escribe debe de haber cogido un número atrasado del Sentinel.

Mary sintió un alivio instantáneo:

—¿Quieres decir que ya pasó todo? ¿Perdió el caso?

La respuesta de Boyne se hizo esperar un poco:

—Se retiró la demanda… Eso es todo.

Ella volvió a insistir, como para evitarse el remordimiento de haberse dejado convencer con excesiva facilidad:

—¿La retiró porque sabía que no tenía posibilidades?

—Oh, no tenía ninguna posibilidad.

Ella aún trataba de vencer una vaga incredulidad rezagada en sus pensamientos:

—¿Cuánto hace que fue retirada?

Él vaciló, como si retornaran fugazmente sus anteriores recelos:

—Acaban de notificármelo, pero lo esperaba desde hace tiempo.

—¿Ahora mismo… en una de tus cartas?

—Sí, en una de mis cartas.

Ella no dijo nada. Simplemente advirtió que al cabo de unos minutos él se levantó para cruzar la habitación y sentarse junto a ella en el sofá. Sintió que le pasaba el brazo por encima, que su mano buscaba la suya y la estrechaba y, al volverse ella lentamente, atraída por la calidez de su mejilla, encontró la risueña claridad de su mirada.

—¿Está todo bien…, está todo bien? —le preguntó desde la marejada de sus temores a medio desvanecer.

Boyne la atrajo hacia sí riendo:

—¡Te doy mi palabra de que todo está mejor que nunca!

3

De entre la gran cantidad de cosas rematadamente extrañas que sucedieron al día siguiente, lo que ella acabaría recordando como lo más desconcertante fue la repentina y total recuperación de su sentido de la seguridad. Estaba ya en el aire cuando despertó en la oscura habitación de techo bajo; la había seguido hasta la mesa del desayuno en la planta baja, la emitía el chisporroteo de la chimenea, y se reproducía en los contornos de la tetera georgiana y en sus estriados relieves.

Como en un tiovivo desfilaron ante ella los imprecisos temores del día anterior, incluido el momento de intensa ofuscación suscitada por el artículo de prensa. Era como si su transitoria desazón ante el futuro y su intempestiva evocación del pasado hubiesen saldado entre sí viejas deudas en relación a alguna obligación moral pendiente. Si se había mostrado indolente respecto a los asuntos de su marido había sido (ahora alcanzaba a verlo con claridad) porque su instintiva confianza en él justificaba dicha indolencia. Y por la manera en que su marido había reaccionado ante sus temores y suspicacias parecía quedar bien claro que merecía tal confianza. Nunca le había visto ella más entero, más dueño de sí mismo, con su habitual actitud desinhibida y natural, que tras el interrogatorio al que le había sometido: era como si hubiese sido consciente de las dudas subrepticias de su esposa y hubiese deseado tanto como ella despejar por completo el ambiente.

Gracias a Dios, el ambiente estaba ahora tan despejado como la radiante luz, casi veraniega, del día que recibió a Mary al salir esta de la casa para iniciar su ronda diaria por los jardines. Había dejado a Boyne ante su escritorio, permitiéndose al pasar junto a la puerta de la biblioteca echar una última mirada a su rostro relajado mientras se quedaba allí, inclinado sobre sus papeles con su pipa en la mano. Mary se disponía ahora a acometer sus propios quehaceres matutinos. En días de invierno tan extraordinarios como aquél, tales quehaceres consistían en vagar sin rumbo por los diferentes rincones de su propiedad como si la primavera estuviese ya actuando sobre arbustos y setos. Se abrían aún tantas posibilidades inagotables ante ella, tantas oportunidades de reavivar la gracia aletargada de aquel viejo lugar sin incurrir en desatinos, que los meses de invierno apenas le daban para planificar lo que habría de llevarse a cabo en primavera y otoño. Por otra parte, la recobrada sensación de seguridad que la embargaba esa mañana confería una satisfacción adicional a sus paseos por aquel tranquilo y entrañable entorno. Se dirigió primero al jardín anexo a la cocina, donde las espalderas de los perales trazaban complejas geometrías sobre las paredes, y donde revoloteaban las palomas hurgando entre sus plumas sobre el tejado de pizarra del palomar. Se había producido una avería en las canalizaciones del invernadero y estaba esperando a un técnico de Dorchester que debía desplazarse hasta allí en tren y luego en automóvil para dar su opinión sobre el estado de la caldera. Pero cuando se adentró en el calor húmedo del invernadero, entre híbridos aromas y aterciopelados rosas y rojos de ancestrales flores exóticas (¡en Lyng incluso la flora era excepcional!), comprobó que el tipo en cuestión no había llegado y, siendo el día demasiado espléndido como para malgastarlo en una atmósfera artificial, volvió a salir y caminó lentamente a través del mullido césped del campo de bochas hasta los jardines traseros de la casa. En el extremo

más apartado se levantaba un terraplén de hierba desde el cual, por encima del estanque y de los setos de tejo, se disfrutaba de una bonita perspectiva de la fachada de la casa, con sus chimeneas torneadas y las azuladas sombras proyectadas por los ángulos de sus tejados, bañado todo en la dorada humedad del aire.

Vista desde allí, tras la línea uniforme de los tejos, bajo la luz suave y envolvente, con las ventanas abiertas y las chimeneas humeando acogedoras, la casa se le antojaba a Mary una hospitalaria presencia humana, un cerebro que hubiese madurado de forma gradual hasta transformarse en un asoleado muro de experiencia. Nunca antes había tenido ella un sentimiento tan intenso de intimidad con la casa, ni mayor convicción de que todos sus secretos eran bienintencionados, guardados, como se les solía decir a los niños, «por el bien de uno»; nunca antes había creído tan firmemente en el poder de la casa para mezclar su vida y la de Ned con las armónicas vicisitudes de la larguísima historia que iba forjando allí, plantada al sol.

Oyó unos pasos a sus espaldas y se giró esperando encontrar al jardinero acompañado por el ingeniero de Dorchester. Pero una única silueta se recortó ante su vista, la de un hombre de constitución menuda y aspecto juvenil que, por razones imposibles de precisar en aquel instante, no se correspondía en absoluto con su idea preconcebida de un técnico en calderas para invernaderos. Al verla, el recién llegado se quitó el sombrero y se detuvo con aire de caballero (viajante, tal vez) deseoso de dejar claro lo antes posible que su intromisión es involuntaria. Ocurría a veces que la fama local de Lyng atraía a los turistas más avispados, y Mary casi esperaba que el forastero ocultase una cámara fotográfica, o que justificase su presencia allí sacando una de un momento a otro. Pero no hizo ademán de nada de eso y, al cabo de unos segundos, ella preguntó en un tono acorde con las educadas maneras de él:

—¿Desea usted ver a alguien?

—Venía a ver al señor Boyne —contestó. Más que su acento fue su entonación la que resultaba vagamente americana y, ante el deje familiar, Mary le observó con mayor detenimiento. El ala de su sombrero de fieltro le tapaba el rostro, que, así oscurecido y según pudo apreciar ella con su corta vista, parecía circunspecto, como el de alguien que viene por negocios, con actitud civilizada pero plenamente al tanto de sus derechos.

Ciertas experiencias pasadas habían familiarizado a Mary con este tipo de peticiones, pero ella respetaba escrupulosamente las horas matutinas de su marido y dudaba que él le hubiese concedido a alguien permiso para perturbarlas.

—¿Tiene una cita con el señor Boyne? —preguntó.

Él vaciló, como si no hubiese esperado la pregunta.

—No es exactamente una cita.

—Entonces me temo que no podrá recibirle en este momento, pues está trabajando.

¿Quiere dejarle un mensaje o prefiere volver más tarde?

Levantando otra vez el sombrero, el visitante respondió que volvería más tarde, y se marchó en dirección a la entrada de la casa. Cuando su silueta se alejaba descendiendo el sendero flanqueado por los setos de tejos, Mary le vio detenerse un instante para contemplar la plácida fachada bañada por el tenue sol invernal. La asaltó de repente el tardío remordimiento de que habría sido más considerado preguntarle si venía de lejos y, en tal caso, ofrecerse a averiguar si su marido podía recibirle. Pero mientras reflexionaba sobre ello el hombre desapareció de su vista tras un seto con forma piramidal. Además, en aquel preciso instante reclamó su atención la llegada del jardinero acompañado de un técnico en calderas de Dorchester de barba entrecana.

La reunión con el técnico derivó en cuestiones tan complejas que finalmente éste tuvo que retrasar su regreso en tren, tras haber conminado a Mary a pasar la mañana en su compañía para debatir largamente sobre los invernaderos. Concluidas las deliberaciones, Mary cayó en la cuenta de que faltaba poco para la hora del almuerzo. Se apresuró hacia la casa casi esperando que su marido saliese a su encuentro. Pero en el patio no encontró más que a un ayudante del jardinero que rastrillaba la gravilla. Al entrar, encontró el vestíbulo tan silencioso que supuso que Boyne todavía estaría trabajando tras las puertas de la biblioteca.

Sin querer molestarlo, regresó al salón y allí, en su escritorio, se abstrajo en nuevas consideraciones sobre el presupuesto resultante de las decisiones tomadas aquella mañana.

Aún gozaba de la novedosa sensación de poder permitirse semejantes dispendios. En contraste con los ambiguos miedos de los días previos, aquel detalle práctico consolidó su recobrada seguridad, contribuyendo a la sensación de que, tal como había afirmado Ned, las cosas nunca les habían ido mejor.

Todavía estaba entregada a la lujuria del fastuoso juego de números cuando, desde el umbral, la interrumpió la criada preguntando tímidamente sobre la conveniencia de servir el almuerzo. Ambos compartían la broma de que Trimmle anunciaba el almuerzo como si estuviese divulgando algún secreto de Estado, y Mary, absorta en sus papeles, se limitó a murmurar un distraído consentimiento.

Percibió que Trimmle titubeaba inexpresiva en el umbral, como resentida por aquel asentimiento displicente. Poco después resonaron los pasos de la criada alejándose por el pasillo y, dejando a un lado sus papeles, Mary cruzó el vestíbulo en dirección a la puerta de la biblioteca. Aún permanecía cerrada, y ahora era ella quien vacilaba: por un lado detestaba molestar a su marido, pero por otro le preocupaba que excediera su dosis habitual de trabajo. Mientras continuaba allí, sopesando sus opciones, apareció de nuevo la siniestra Trimmle anunciando el almuerzo, lo que sirvió de pretexto a Mary para decidirse a abrir la puerta y entrar en la biblioteca.

Boyne no estaba ante su escritorio, y ella miró en derredor esperando encontrarle entre las estanterías, en algún rincón de la amplia estancia. Su llamada no obtuvo respuesta y enseguida resultó evidente que su marido no se encontraba en la biblioteca.

Se volvió a la criada.

—El señor Boyne debe de estar arriba. Por favor, dígale que el almuerzo está servido.

La criada pareció vacilar entre su irrenunciable obligación de obedecer y el igualmente irrenunciable convencimiento de lo inútil de la orden. Resolvió su pugna interna diciendo en tono apocado:

—Si me permite, señora, el señor Boyne no está arriba.

—¿No está en su habitación? ¿Está usted segura?

—Estoy segura, señora.

Mary consultó el reloj:

—¿Dónde está, entonces?

—Ha salido —anunció Trimmle con el aire de superioridad de quien espera respetuosamente la primera pregunta que habría formulado un cerebro coherente.

En tal caso, la conjetura inicial de Mary había sido correcta. Boyne debió de haber salido a los jardines a buscarla y, en vista de que no se habían encontrado, habría tomado el acceso más corto por la puerta lateral, en lugar de atravesar todo el patio. Ella cruzó el hall en dirección a las puertas de cristal que daban directamente al jardín de los tejos, pero la criada, tras otro instante de debate interno, se atrevió a intervenir:

—Si me lo permite, señora, el señor Boyne no se marchó por ahí.

Mary se volvió:

—¿A dónde fue? ¿Y cuándo?

—Se marchó por la puerta principal y subió por la avenida, señora. —En Trimmle no responder a más de una pregunta a la vez era cuestión de principios.

—¿Subió por la avenida? ¿A estas horas? —Mary se dirigió a su vez a la puerta principal y escudriñó el patio dirigiendo la mirada hacia el túnel de desnudos tilos. Pero aquella perspectiva resultó tan infructuosa como la inspección que había llevado a cabo previamente antes de entrar en la casa.

—¿No dejó el señor Boyne ningún mensaje?

Trimmle pareció sucumbir a una última batalla contra las fuerzas del caos.

—No, señora. Simplemente salió con el caballero.

—¿Con el caballero? ¿Qué caballero? —Mary se giró en redondo, como dispuesta a hacer frente a esta nueva contingencia.

—El caballero que vino a visitarle, señora —dijo Trimmle con resignación.

—¿Cuándo ha venido un caballero a visitarle? ¡Explíquese, Trimmle!

Únicamente el hecho de que estaba hambrienta y deseosa de exponerle a su marido el asunto de los invernaderos justificaba aquella inusual severidad hacia la criada. Y, pese a todo, era lo suficientemente objetiva como para advertir en los ojos de Trimmle el desafío incipiente del subordinado sumiso al que se ha presionado en exceso.

—No sabría decirle la hora exacta, señora, porque no fui yo quien abrió al caballero

—replicó con aire de haber decidido obviar magnánimamente el inusitado arrebato de su señora.

—¿No le abrió usted la puerta?

—No, señora. Cuando sonó el timbre me estaba cambiando y Agnes…

—En ese caso, vaya y pregúntele a Agnes —la interrumpió Mary.

Trimmle conservó su expresión de paciente indulgencia:

—Agnes no lo sabe, señora, porque lamentablemente se quemó la mano ajustando la mecha del nuevo candil que trajeron de la ciudad. —Mary era consciente de que Trimmle había renegado desde el principio del nuevo candil—. Y entonces la señora Dockett envió en su lugar a la pinche.

Mary consultó de nuevo el reloj.

—¡Son más de las dos! Vaya a preguntarle a la pinche si el señor Boyne dejó algún recado.

Sin más demora, se dispuso a almorzar. Trimmle le trajo noticias de que, según la pinche, el caballero había llegado hacia la una, y que el señor Boyne se había marchado con él sin dejar ningún recado. La pinche ni siquiera sabía el nombre del visitante, porque éste lo había anotado en un trozo de papel que acto seguido había doblado pidiendo que se le entregara inmediatamente al señor Boyne.

Mary continuó especulando sobre el tema durante el almuerzo. Cuando terminó de comer y Trimmle le llevó el café al salón, sus elucubraciones habían adquirido un punto de desasosiego. No era propio de Boyne ausentarse sin avisar a una hora tan intempestiva, y la dificultad de identificar al visitante que le había requerido hacía su desaparición aún más inexplicable. La experiencia de Mary como esposa de ingeniero, sujeto a llamadas urgentes y horarios irregulares, la había curtido para aceptar con filosofía aquel tipo de imprevistos, pero al retirarse de los negocios Boyne había adoptado un ritmo de vida benedictino. Como compensación por los años de dispersión y ajetreo, de almuerzos de pie y cenas engullidas entre los traqueteos del vagón-comedor del tren, cultivaba los placeres de la puntualidad y de la rutina, lo cual contrastaba con el gusto de su esposa por la improvisación.

Mantenía que los espíritus exquisitos hallaban infinitos grados de delectación en la previsible y constante repetición de sus hábitos.

No obstante, puesto que ninguna vida puede protegerse por completo contra lo imprevisto, resultaba evidente que las precauciones de Boyne fallaban de vez en cuando, y Mary concluyó que se habría desecho de un visitante inoportuno paseando con él hasta la estación o, al menos, acompañándole durante parte del trayecto.

Aquella conclusión puso fin a su preocupación. Se dispuso a salir para reanudar sus conversaciones con el jardinero. Más tarde, emprendió un paseo hasta la oficina de correos del pueblo, a casi dos kilómetros de distancia. Cuando se dirigió de vuelta a casa, ya empezaba a ponerse el sol.

Escogió una vereda que atravesaba las lomas, lo que hacía bastante improbable que se cruzasen en el camino, puesto que Boyne regresaría de la estación por el sendero principal. Sin embargo, estaba completamente segura de que él habría llegado a casa antes que ella. Tan segura estaba que en cuanto entró se dirigió directamente a la biblioteca, sin detenerse siquiera a preguntarle a Trimmle. Pero la biblioteca continuaba vacía y, con una memoria visual de sorprendente precisión, observó al instante que los papeles del escritorio de su marido seguían exactamente donde estaban cuando había entrado a avisarle del almuerzo.

La invadió de repente un inexplicable pánico a lo desconocido. Había cerrado la puerta tras de sí al entrar, y mientras permanecía de pie, sola en la amplia habitación, silenciosa y en penumbra, su pavor pareció cobrar forma y sonido, como si estuviese allí, respirando de un modo audible, acechando entre las sombras. Sus ojos miopes escudriñaron entre dichas sombras, casi distinguiendo una presencia real, algo que se mantenía distante, observando, sabiendo. Deseosa de escapar de aquella presencia incorpórea, se abalanzó sobre el cordón de la campanilla propinándole un perentorio tirón.

La llamada, enérgica y apremiante, hizo que Trimmle acudiera atropelladamente con un candil en la mano, y aquella discreta irrupción de la normalidad consiguió devolverle el resuello a Mary.

—Si está en casa el señor Boyne, puede traer el té —pidió para justificar su llamada.

—Muy bien, señora. Pero el señor Boyne no está —dijo Trimmle soltando el candil.

—¿No está? ¿Quiere decir que regresó y volvió a salir?

—No, señora. Es que no ha regresado.

Volvió a atenazarla el pánico, y Mary supo que esta vez no había remedio posible.

—¿No ha regresado desde que salió con… el caballero?

—No desde que salió con el caballero.

—Pero ¿quién era ese caballero? —farfulló Mary con el tono autoritario de quien pretende hacerse oír en medio de una algarabía de sonidos ininteligibles.

—No sabría decírselo, señora. —De pie junto al candil, Trimmle parecía de repente menos robusta y lozana, como si también a ella la eclipsara una creciente sombra de duda.

—Pero la pinche tiene que saberlo… ¿No fue la pinche quien le abrió la puerta?

—Ella tampoco lo sabe, señora, porque él escribió su nombre en un papel doblado.

En su desconcierto, Mary era consciente de que ambas estaban designando al visitante desconocido mediante un pronombre abstracto, en lugar de hacerlo mediante la fórmula tradicional que, hasta el momento, había mantenido sus alusiones en los límites de las convenciones sociales.

—¡Pero tiene que tener un nombre! ¿Dónde está el papel?

Se dirigió al escritorio y empezó a remover los documentos amontonados arbitrariamente sobre él. Lo primero que llamó su atención fue una carta a medio escribir, de puño y letra de su marido, con una pluma atravesada sobre ella, como abandonada con motivo de algún deber acuciante.

—Mi querido Parvis (¿Quién era Parvis?): acabo de recibir su carta notificándome el fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo de problemas, sería más seguro…

Apartó la hoja a un lado y continuó con su inspección, pero no descubrió ningún papel doblado entre las cartas ni entre los documentos promiscuamente apilados en un mismo montón, como en un gesto de precipitación o nerviosismo.

—Pero la pinche lo vio. Hágala venir —ordenó, preguntándose cómo había sido tan torpe de no haber pensado antes en una solución tan simple.

Trimmle desapareció en una fracción de segundo a obedecer la orden, como aliviada de salir de la habitación y, cuando reapareció trayendo consigo a la consternada ayudante, Mary había recobrado su autocontrol y tenía preparadas sus preguntas.

Sí, que ella supiese el caballero era desconocido. Pero ¿qué había dicho? Y, sobre todo, ¿qué aspecto tenía? La respuesta a la primera pregunta era sencilla, por la desconcertante razón de que apenas había dicho nada… Simplemente preguntó por el señor Boyne y, garabateando algo en un trozo de papel, pidió que se lo entregaran enseguida.

—Entonces, ¿no sabe lo que escribió? ¿Ni siquiera está segura de que fuese su nombre?

La pinche no estaba segura, pero suponía que así era, puesto que lo había anotado a raíz de preguntarle ella a quién debía anunciar.

—Y cuando le llevó la nota al señor Boyne, ¿qué dijo él?

La pinche creía que el señor Boyne no había comentado nada, aunque no estaba muy segura porque, cuando acababa de entregarle la nota y la estaba desdoblando, se dio cuenta de que el visitante la había seguido hasta la biblioteca y ella se retiró, dejando solos a los dos caballeros.

—Pero, entonces, si los dejó en la biblioteca, ¿cómo sabe que salieron de la casa?

Este último desafío sobrepasó la capacidad de expresión de la empleada. Resultaba evidente que se había rebasado el límite de su resistencia. La obligación de acudir a la puerta a recibir a un visitante ya había subvertido tanto el orden habitual de las cosas que sus facultades estaban completamente trastornadas, por lo que, tras varios penosos esfuerzos evocativos, sólo fue capaz de balbucir:

—Su sombrero, señora, era algo diferente, por así decirlo.

—¿Diferente? ¿Cómo diferente? —Mary se plantó al instante junto a ella, con el pensamiento retrocediendo justo en ese preciso momento hasta una imagen registrada aquella mañana, temporalmente extraviada bajo capas de sucesivas impresiones.

—¿Quiere decir que su sombrero tenía el ala ancha? ¿Y su cara era algo pálida y aniñada? —Mary la presionaba con los labios apretados por la tensión. Pero si la pinche encontró respuesta para aquel nuevo lance, acabó arrollada en la corriente de conclusiones personales de su interlocutora. ¡El forastero, el forastero del jardín! ¿Cómo no había pensado Mary antes en él? Ya no hacía falta que nadie le confirmase que era él quien había visitado a su marido y se había marchado con él. Pero ¿quién era y por qué Boyne había acudido presuroso a su llamada?

4

Como resurgiendo irónicamente en medio de la oscuridad, Mary recordó de repente que más de una vez habían comentado su marido y ella lo pequeña que era Inglaterra, «un lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse».

Un lugar en el que resultaba asombrosamente difícil perderse. Esas habían sido las palabras de su marido. Y ahora, con toda la maquinaria de la investigación oficial desplegada y rastreándose con ayuda de reflectores la costa de un extremo a otro, incluso entre los estrechos istmos; ahora que el nombre de Boyne empapelaba paredes de ciudades y pueblos y que su retrato (¡cómo la mortificaba esto!) se había difundido a lo largo y ancho del país como si se tratase de la imagen de un delincuente en busca y captura…

Ahora la pequeña isla, tan aglutinada y poblada, patrullada por la policía, investigada y controlada por la ley, se manifestaba cual esfinge poseedora de insondables enigmas que reaccionaba con mirada impasible a la tribulación contenida en los ojos de su esposa, con el perverso regocijo de estar en conocimiento de algo que los demás no llegarían a saber jamás.

Durante la quincena posterior a la desaparición de Boyne, no había habido noticia de él, ni el menor rastro de sus movimientos. Incluso la típica información engañosa que suscita esperanzas en los corazones afligidos había sido escasa y efímera. Nadie, salvo la abrumada pinche de cocina que le había visto abandonar la casa, había visto al «caballero» que le acompañaba. Según las indagaciones efectuadas en el vecindario, nadie recordaba haber visto a ningún extraño en la comarca de Lyng aquella mañana. Ni en los pueblos vecinos ni en los senderos que cruzaban los valles, ni tampoco en las estaciones de ferrocarril próximas se había encontrado nadie con Edward Boyne, ni sólo ni acompañado.

Se lo había tragado el radiante mediodía inglés como si se hubiese adentrado en la noche cimeriana. Mientras los medios externos de investigación trabajaban a destajo, Mary había saqueado los papeles de su marido en busca de algún indicio de antecedente turbio, de enredo de algún tipo o de coerción desconocida para ella que arrojase un débil rayo de luz en la tiniebla. Pero si algo de ello hubo en la vida de su marido, había desaparecido por completo, del mismo modo que el trozo de papel en el que el visitante había anotado su nombre. No quedaba ni un hilo del que seguir tirando, salvo (si realmente podía considerarse una excepción) la carta que, al parecer, estaba escribiendo Boyne en el momento de recibir el misterioso recado del visitante. Dicha carta, leída y releída por su esposa, y remitida por ella a la policía, proporcionaba escasa base para conjeturas.

«Acabo de saber del fallecimiento de Elwell y, aunque supongo que ahora no existe ya riesgo de problemas, sería más seguro…» Eso era todo. Del «riesgo de problemas» daba clara cuenta el recorte de prensa que había puesto a Mary al corriente de la demanda interpuesta contra su marido por uno de sus socios en la empresa Blue Star. La única información adicional que aportaba la carta era el hecho de que, al tiempo de haberla escrito, todavía se mostraba Boyne intranquilo por el resultado de la demanda, pese a haberle asegurado a su esposa que ésta había sido retirada, y pese a que la propia carta corroboraba el fallecimiento del demandante. Llevó varias semanas de continuos cablegrafiados identificar al tal Parvis a quien se dirigía la fragmentaria misiva, pero ni siquiera cuando las pesquisas revelaron que se trataba de un abogado de Waukesha fue posible recabar nueva información en relación al caso Elwell. Parecía que el abogado no había tenido interés personal en el asunto, que se había limitado a intervenir como amigo experto en la materia y posible intermediario. Se declaró incapaz de adivinar el motivo por el que Boyne solicitaba su ayuda profesional.

Aquella información estéril, único fruto de dos semanas de búsqueda febril, no prosperó un ápice durante las lentas semanas posteriores. Mary sabía que las averiguaciones seguían su curso, pero vagamente percibía que se iban ralentizando de forma gradual, como parecía ralentizarse también el paso real del tiempo. Era como si los días, en su despavorida huida de la enigmática visión de aquel día inescrutable, fuesen recuperando su seguridad conforme ganaban distancia, hasta terminar recobrando su ritmo habitual. Lo mismo ocurría con los cerebros humanos que trabajaban en aquel extraño suceso. Indudablemente, el tema continuaba ocupándoles, pero, semana tras semana y hora tras hora, se hacía menos absorbente, abarcaba menos espacio, lenta pero inexorablemente lo iban desplazando al fondo de la consciencia otros problemas más recientes que bullían en el humeante caldero de la experiencia humana.

Incluso la consciencia de Mary Boyne se iba ralentizando progresivamente. Aún cimbreaba con las incesantes oscilaciones de la especulación, pero éstas se habían vuelto más lentas, de cadencia más rítmica. Había momentos de asombrosa lasitud en los que, al igual que un veneno que deja a su víctima con la mente despejada pero con el cuerpo inerte, se veía a sí misma familiarizada con el Horror, aceptando su presencia perpetua como una de las condiciones insoslayables de la existencia.

Los momentos así se prolongaban durante horas y días, hasta que acababa sucumbiendo a una fase de estólida aquiescencia. Contemplaba las rutinas normales de la vida con la mirada desafecta del salvaje a quien no le impresionan lo más mínimo los incomprensibles asuntos de la civilización. Había llegado a un punto en el que ella misma se consideraba parte de esa rutina, un radio más de la rueda, girando con sus movimientos… Se sentía casi como el mobiliario de la estancia en la que se sentaba, un objeto insensible al que se le limpiaba el polvo y que se cambiaba de sitio junto a las sillas y las mesas. Aquella apatía creciente la mantenía encerrada en Lyng, pese a los vehementes ruegos de sus amistades y a la clásica prescripción médica de cambio de aires. Sus amigos suponían que su negativa a moverse se debía a la creencia de que su marido regresaría un día al lugar del que se había evaporado. Incluso acabó forjándose una bella leyenda sobre aquel estado de espera ilusorio. Pero la realidad era que Mary no albergaba semejante ilusión: la angustia abisal que la rodeaba ya nunca se iluminaba con fugaces destellos de esperanza. Estaba convencida de que Boyne no regresaría jamás, de que había desaparecido de su vida de manera tan radical como si hubiese sido la propia Muerte la que hubiese aguardado aquel día en el umbral. Incluso había desechado, una a una, las diversas hipótesis que sobre su desaparición manejaban la prensa, la policía y su propia fantasía desbocada. En momentos de serenidad absoluta, su mente descartaba las múltiples alternativas del horror y quedaba sumida en la simple constatación de que su esposo se había ido.

No, nunca sabría qué había sido de él… Nadie lo sabría jamás. Pero la casa lo sabía, lo sabía la biblioteca en la que Mary pasaba largas y solitarias noches. Al fin y al cabo, había sido allí donde se había escenificado el último acto, allí hasta donde había llegado el forastero a pronunciar la palabra que había hecho que Boyne se levantara y le siguiera. El suelo que ella pisaba había sentido sus pasos, los libros de las estanterías habían visto su rostro. Había instantes en los que la intensa presencia de las paredes, vetustas y sombrías, parecía a punto de manifestarse, desvelando de forma audible parte de su secreto. Pero dicha revelación no llegaba a producirse, y ella sabía que nunca lo haría. No era Lyng una de esas casonas indiscretas que traicionan los secretos que se les confían. Su propia leyenda demostraba que siempre había sido el cómplice mudo, el insobornable guardián de los misterios que había llegado a averiguar. Y Mary Boyne, sentada frente a frente con su portentoso silencio, sabía que no habría medio humano de hacérselo romper.

5

—No digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios.

Al escuchar estas palabras, Mary, sorprendida, levantó la cabeza y miró con interés y detenimiento a la persona que las pronunciaba.

Cuando media hora antes le habían presentado una tarjeta en la que se leía «Sr.

Parvis», supo inmediatamente que el nombre había formado parte de su subconsciente desde que lo leyera al inicio de la carta inconclusa de Boyne. En la biblioteca, esperándola, encontró a un hombre corriente, de baja estatura, calvo y con gafas de montura dorada. Le provocó un extraño estremecimiento saber que aquélla era la persona a quien su marido había dirigido su último pensamiento conocido.

Con cortesía pero prescindiendo de preámbulos inútiles, como corresponde a quienes nunca pierden de vista el reloj, Parvis había expuesto el motivo de su visita. Había vuelto a Inglaterra por negocios y, dado que se encontraba en la comarca de Dorchester, no había querido marcharse sin presentar sus respetos a la señora Boyne, sin preguntarle (si se presentaba la ocasión) lo que pensaba hacer en relación a la familia de Bob Elwell.

Sus palabras activaron en el interior de Mary el resorte de un espanto indescriptible.

¿Es que, después de todo, sí conocía su visitante lo que había querido decir Boyne con su frase inacabada? Pidió que le aclarase la pregunta y advirtió que a él le sorprendía que ella no estuviese al tanto del asunto. ¿Era posible que la señora Boyne supiese tan poco como decía?

—No sé nada… Cuéntemelo usted —atinó a decir ella. Y seguidamente el visitante procedió a desvelarle la historia. Incluso a través de los ofuscados sentidos de Mary y de su inexperta visión del tema, el relato de Parvis arrojaba una luz escabrosa sobre el turbio asunto de la mina Blue Star. Su marido había hecho fortuna en aquel brillante negocio a costa de «adelantarse» a otro sujeto menos atento a la oportunidad. La víctima de su astucia había sido el joven Robert Elwell, que había «metido» a Boyne en el plan Blue Star.

Ante las expresiones de estupor de Mary, Parvis le dirigió una mirada pensativa a través de sus gafas imparciales.

—Bob Elwell no fue suficientemente listo, eso es todo. Si lo hubiera sido, las cosas se habrían desarrollado a la inversa y se la hubiese jugado a Boyne de la misma manera.

Este tipo de cosas suceden todos los días en los negocios. Supongo que es lo que los científicos llaman la supremacía del más fuerte —dijo Parvis claramente satisfecho con lo acertado de su analogía.

Mary sintió un espasmo físico ante la siguiente pregunta que intentaba formular, como si las palabras que estaban al borde de sus labios tuviesen un sabor nauseabundo.

—Entonces…, ¿acusa usted a mi marido de hacer algo reprobable?

El señor Parvis consideró la pregunta sin inmutarse.

—¡Oh, no! No. Ni siquiera digo que no fuese correcto. —Recorrió con la mirada los largos estantes de libros, como si alguno de ellos pudiese proporcionarle la definición que buscaba.

—No digo que no fuese correcto, pero tampoco digo que lo fuese. Eran negocios.

No se le ocurrió, después de pensarlo detenidamente, una forma mejor de expresarlo.

Mary permanecía sentada mirándole con expresión de pavor. Se le antojaba que él era el indiferente e implacable emisario de algún poder maléfico e informe.

—Pero, al parecer, los abogados del señor Elwell no compartían su punto de vista, porque imagino que fueron ellos los que le aconsejaron retirar la demanda.

—¡Oh, sí! Sabían que técnicamente aquello apenas se sostenía. Pero cuando le aconsejaron que retirase la demanda Elwell se volvió loco. Ya sabe, había pedido prestada la mayor parte del dinero que perdió en la Blue Star y estaba en un serio aprieto. Por eso, cuando le confirmaron que no había nada que hacer, se pegó un tiro.

Grandes y ensordecedoras oleadas de horror arrasaron el semblante de Mary.

—Bueno, no se mató exactamente. Tardó dos meses en morir —declaró Parvis con la misma ausencia de emoción que un gramófono haciendo sonar su disco.

—¿Quiere decir que intentó matarse y falló? ¿Que volvió a intentarlo?

—¡Oh!, no hizo falta que lo intentara de nuevo —dijo Parvis con gravedad.

Continuaban sentados en silencio uno frente al otro, balanceando él entre sus dedos las gafas de ver con aire ensimismado; ella, inmóvil, con los brazos rígidos, entrelazando las rodillas en actitud tensa.

—Pero si usted sabía esto… —logró decir al fin, apenas elevando la voz por encima del susurro—: ¿Cómo es que cuando le escribí al tiempo de desaparecer mi marido me dijo usted que no comprendía su carta?

Parvis encajó la pregunta sin alterarse.

—Bueno, estrictamente hablando no la comprendía. Y de haberla comprendido tampoco era ya momento de hablar del tema. El asunto Elwell se dio por concluido al retirarse la demanda. Nada que yo pudiese haberle dicho le habría ayudado a encontrar a su marido.

Mary siguió presionándole:

—Entonces, ¿por qué me lo cuenta ahora?

Parvis permaneció impasible.

—Para empezar, suponía que usted sabía más de lo que parece saber…, sobre las circunstancias de la muerte de Elwell, quiero decir. Y, por otra parte, es ahora cuando la gente está empezando a hablar del tema. Todo el asunto ha salido a relucir de nuevo. Y

pensé que si usted no estaba al corriente, debería estarlo.

Ella guardaba silencio y él prosiguió:

—Mire, hace poco que se ha descubierto el penoso estado en que estaban los asuntos de Elwell. Su esposa es una mujer orgullosa, siguió luchando mientras pudo, yendo a trabajar, llevándose costura a casa, hasta que enfermó gravemente…, del corazón, creo.

Pero tenía que cuidar de su madre postrada en cama, de sus hijos. Finalmente no pudo con todo y tuvo que pedir ayuda. Ello atrajo la atención sobre el caso, la prensa lo acogió y se inició una suscripción popular. A todo el mundo le caía bien Bob Elwell y la mayoría de las personalidades locales figuraban en dicha lista. La gente empezó a hacerse preguntas…

Le alargó a Mary un periódico que ella misma desplegó con parsimonia, recordando al hacerlo la tarde que, en aquella misma habitación, la lectura de un recorte del Sentinel había zarandeado por vez primera los cimientos de su estabilidad.

Al abrir el diario, sus ojos, deslumbrados por los fulgurantes titulares: «La viuda de la víctima de Boyne abocada a la caridad», recorrieron la columna de texto que figuraba al

pie de dos retratos. El primero era de su marido, tomado de una fotografía realizada durante el año que llegaron a Inglaterra. Era la fotografía que más le gustaba a ella, la misma que estaba arriba, en el buró del dormitorio. Al reencontrarse sus ojos con los de la fotografía se sintió incapaz de leer lo que se decía de su esposo, y una punzada de dolor la hizo entrecerrar los párpados.

—Pensé que tal vez estaría dispuesta a incluir su firma… —Oyó decir a Parvis.

Abrió los ojos con esfuerzo y su mirada recayó sobre la otra imagen. Pertenecía a un hombre de aspecto juvenil, de complexión menuda, vestido con ropa vulgar, con los rasgos algo desdibujados por la sombra de un sombrero de ala prominente. ¿Cuándo había visto ella antes ese perfil? Se quedó mirando la foto aturdida, con el corazón golpeando en su garganta y sus oídos. Entonces lanzó un grito.

—¡Este es el hombre…, el hombre que vino a ver a mi marido!

Oyó a Parvis ponerse en pie de un respingo y, de forma confusa, fue consciente de haberse acurrucado en un extremo del sofá, y de que él se inclinaba sobre ella alarmado.

Con un intenso esfuerzo se rehízo y recogió el periódico que había dejado caer.

—¡Este es el hombre! ¡Le reconocería en cualquier parte! —sollozó con una voz que retumbó como un alarido en sus tímpanos.

La voz de Parvis le llegaba desde muy lejos, desde el abismo infinito de un zigzagueante laberinto desdibujado por la niebla.

—Señora Boyne, no se encuentra usted bien. ¿Desea que avise a alguien? ¿Le traigo un vaso de agua?

—¡No, no, no! —Se incorporó aproximándose hacia él, agarrando el periódico con el puño crispado—. Se lo estoy diciendo: ¡éste es el hombre! ¡Le conozco! ¡Habló conmigo en el jardín!

Parvis le arrebató el periódico y enfocó sus gafas directamente sobre el retrato.

—No puede ser, señora Boyne. Este es Robert Elwell.

—¿Robert Elwell? —Su demudado rostro pareció surcar el espacio—. Entonces fue Robert Elwell quien vino a por él.

—¿Que vino a por él? ¿El día que se marchó? —La voz de Parvis se debilitaba a medida que se elevaba la de ella. Se inclinó un poco, imponiéndole una mano fraternal, como si quisiera inducirla gentilmente a sentarse de nuevo—. No puede ser, ¡Elwell había muerto! ¿No se acuerda?

Mary tomó asiento, con la mirada clavada en la fotografía, ajena a lo que él le decía.

—¿No recuerda la carta inacabada que me dirigió Boyne, la que encontró usted aquel día en el escritorio? Fue escrita justo después de que se enterara de la muerte de Elwell.

Ella percibió cierto temblor extraño en la voz monocorde de Parvis.

—Seguro que lo recuerda —insistía él.

Sí, lo recordaba. Y era eso lo que más la horrorizaba. Elwell había fallecido el día anterior a la desaparición de su marido. Aquél era el retrato de Elwell, el retrato del hombre que había conversado con ella en el jardín. Levantó la cabeza y paseó la mirada lentamente por la biblioteca. También la biblioteca podría atestiguar que aquél era el retrato del hombre que entró aquel día interrumpiendo a Boyne en su carta inconclusa. Abriéndose paso entre las densas brumas de su memoria, Mary alcanzó a oír el lejano eco de unas palabras casi olvidadas, unas palabras pronunciadas por Alida Stair en el jardín de Pangbourne mucho antes de que Boyne y su esposa hubiesen visto la casa de Lyng, o imaginado que algún día vivirían en ella.

—Este es el hombre que habló conmigo —repitió.

Miró de nuevo a Parvis. Éste procuraba disimular su consternación bajo lo que él imaginaba una expresión de compasión indulgente, pero las comisuras de sus labios estaban azules.

«Cree que estoy loca —pensó Mary—, pero yo no soy ninguna loca». De repente se le ocurrió la manera de probar su afirmación.

Permaneció callada en su asiento, controlando el temblor de sus labios, aguardando hasta estar segura de que su voz adquiriría su tono habitual. Entonces, clavando la mirada en Parvis, dijo:

—¿Podría responderme a una pregunta? ¿Cuándo intentó suicidarse Elwell?

—¿Cuándo…? ¿Cuándo…? —balbució él.

—Sí, la fecha. Trate de recordar, por favor.

Era consciente de que él cada vez se sentía más intimidado por ella.

—Tengo un motivo —insistió Mary con delicadeza.

—Sí, sí. Es que no me acuerdo. Unos dos meses antes, diría yo.

—Necesito la fecha exacta —repitió ella.

Parvis cogió el periódico.

—Aquí podremos verlo —dijo aún complaciente. Recorrió la página con la mirada—. Aquí está. En octubre pasado, el día…

Ella le interrumpió:

—El 20, ¿no?

Observándola atentamente él le confirmó:

—Sí, el 20. ¿Cómo lo sabía?

—Lo sé ahora —Su mirada perpleja pasó por encima de él—. El domingo 20… Ese día vino por primera vez.

La voz de Parvis era apenas audible:

—¿Vino por primera vez?

—Sí.

—Entonces, ¿le vio usted dos veces?

—Sí, dos veces —suspiró ella con los ojos abiertos—. La primera ocasión fue el 20

de octubre. Recuerdo bien la fecha porque fue el día que subimos por primera vez al monte Meldon. —Sintió ganas de reír para sus adentros al pensar que, de no ser por aquel detalle, quizá lo habría olvidado.

Parvis seguía escrutándola, como intentando interceptar su mirada.

—Le vimos desde el tejado —prosiguió ella—. Bajaba por la avenida de los tilos en dirección a la casa. Iba vestido de la misma forma en que aparece en esa foto. Mi marido le vio primero. Se asustó y bajó delante de mí. Pero no había nadie abajo. Se había esfumado.

—¿Elwell se había esfumado? —tartamudeó Parvis.

—Sí.

Los murmullos de ambos parecieron fundirse.

—No comprendía lo que había sucedido. Ahora lo veo claro. Intentó venir entonces, pero no llevaba suficiente tiempo muerto… No le era posible llegar hasta nosotros. Tuvo que esperar dos meses, entonces regresó… y Ned se marchó con él.

Hizo a Parvis un gesto afirmativo, con la mirada triunfal del niño que ha logrado solucionar con éxito un puzle complejo. Pero, de repente, alzó las manos en un gesto desesperado, presionando con ellas sus congestionadas sienes.

—¡Oh, Dios mío!, yo misma le conduje hasta Ned… Le dije adonde dirigirse. ¡Le envié hasta esta misma habitación! —gimió.

Sintió que las paredes de la habitación la cercaban, como ruinas desmoronándose en su interior. Oyó a Parvis, en la lejanía, increpándola a través de dichas ruinas, luchando por alcanzarla. Pero ella era insensible a su contacto, no sabía lo que le estaba diciendo. En medio del estruendo una única nota se dejaba oír con nitidez: la voz de Alida Stair hablando en el jardín de Pangbourne.

«No lo sabréis hasta después —decía—. No lo sabréis hasta mucho, mucho después».

*FIN*


“Afterward”,
The Collected Short Stories of Edith Wharton, 1910


Más Cuentos de Edith Wharton