Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Desvanecimiento

[Cuento - Texto completo.]

Clarice Lispector

No es que fuéramos amigos desde hacía mucho tiempo. Nos conocimos solo en el último año de la escuela. Desde ese momento, estábamos juntos a cualquier hora. Hacía tanto tiempo que los dos necesitábamos de un amigo que no había nada que no confiásemos el uno al otro. Llegamos a un punto de amistad tal, que no podíamos guardarnos un pensamiento: uno telefoneaba al otro, conveníamos enseguida una cita. Después de la conversación nos sentíamos tan contentos como si nos hubiésemos presentado a nosotros mismos. Ese estado de comunicación continua llegó a tal exaltación que el día en que nada teníamos que contarnos, buscábamos con aflicción un tema. Solo que el tema tenía que ser grave, pues con cualquiera no podría ejercitarse la vehemencia de una sinceridad experimentada por primera vez.

Ya en ese tiempo aparecieron las primeras señales de perturbación entre nosotros. A veces uno telefoneaba, nos encontrábamos y no teníamos nada que decirnos. Éramos muy jóvenes y no sabíamos quedarnos callados. Al principio, cuando empezó a faltar tema, intentamos hablar de la gente. Pero bien sabíamos que ya estábamos adulterando el núcleo de la amistad. Intentar hablar de nuestras respectivas novias también estaba fuera de cuestión, pues un hombre no habla de sus amores. Tratamos de permanecer callados, pero nos inquietábamos, después de separarnos.

Mi soledad, al regreso de esos encuentros, era grande y árida. Llegué a leer libros solo para poder hablar de ellos. Pero una amistad sincera quería la sinceridad más pura. En busca de esta, comencé a sentirme vacío. Nuestros encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi sincera pobreza se revelaba lentamente. También él, yo lo sabía, llegaba al límite de sí mismo.

Fue cuando, habiéndose mi familia mudado a Sao Paulo, y viviendo él solo, pues su familia era de Piauí, lo convidé a vivir en nuestro apartamento, que quedaba bajo mi cuidado. Qué agitación en el alma. Radiantes, arrastrábamos nuestros libros y discos, preparábamos un ambiente perfecto para la amistad. Cuando todo estuvo listo, nos encontramos dentro de la casa, con los brazos caídos, mudos, llenos solo de amistad.

Queríamos tanto salvarnos uno al otro. La amistad es materia de salvación.

Pero todos los problemas ya habían sido tocados, todas las posibilidades estudiadas. Teníamos solo esa cosa que habíamos buscado sedientos hasta entonces, y al fin encontrado: una amistad sincera. Único modo, lo sabíamos, y con qué amargura lo sabíamos, de salir de la soledad que un espíritu tiene en el cuerpo.

Pero qué sintética se nos revelaba la amistad. Como si quisiéramos esparcir en un largo discurso una verdad que una palabra agotaría. Nuestra amistad era tan insoluble como la suma de dos números: inútil intentar desenvolver por más de un instante la certeza de que dos y tres son cinco.

Intentamos organizar algunas fiestas en el apartamento, pero no solo los vecinos protestaron, sino que además, no sirvió de nada.

Si al menos hubiéramos podido hacernos favores el uno al otro. Pero no había oportunidad, ni creíamos en una amistad que necesitara pruebas. Lo más que podíamos hacer era lo que hacíamos: saber que éramos amigos. Lo que no alcanzaba para llenar los días, sobre todo durante las largas vacaciones.

Comienza con esas vacaciones la verdadera aflicción.

Él, a quien yo nada podía dar, salvo mi sinceridad, él pasó a ser una acusación de mi pobreza. Además, la soledad de uno al lado de otro, escuchando música o leyendo, era mucho mayor que cuando estábamos solos. Y más que mayor, incómoda. No había paz. Cada uno se iba para su cuarto, con alivio de no tener que mirarnos.

Es verdad que hubo una pausa en el curso de los acontecimientos, una tregua que nos dio más esperanzas de las que en realidad había. Fue cuando mi amigo tuvo un pequeño problema con la Prefectura. No era grave, pero lo exageramos para usarlo mejor. Porque entonces ya habíamos caído en la facilidad de hacernos favores. Recorrí entusiasmado los despachos de los conocidos de mi familia buscando enchufes para mi amigo. Y cuando comenzó la etapa de sellar papeles, corrí por toda la ciudad: puedo decir en conciencia que no hubo firma reconocida que no pasara por mi mano.

En esa época nos encontrábamos a la noche en casa, exhaustos y animados: nos contábamos las hazañas del día, planeábamos los ataques siguientes. No profundizábamos mucho en lo que estaba ocurriendo, bastaba con que todo tuviera el sello de la amistad. Me pareció comprender por qué los novios se presentían, por qué el marido intenta dar comodidades a la esposa, y esta le prepara afanada el alimento, por qué la madre exagera los cuidados del hijo. Fue entonces, cuando, con algún sacrificio, le regalé un pequeño broche de oro a la que hoy es mi esposa. Solo mucho después iba a comprender que estar también es dar.

Concluida la cuestión con la Prefectura —todo sea dicho, con victoria nuestra—, continuamos uno al lado del otro, sin encontrar aquella palabra que cediera el alma. ¿Cediera el alma? Pero, a fin de cuentas, ¿quién quería ceder el alma? ¡Dónde vamos a parar!

Pero, al fin, ¿qué queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desilusionados.

 

Con el pretexto de las vacaciones de mi familia, nos separamos. Además, él también iba a Piauí. Un apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en el aeropuerto. Sabíamos que no nos íbamos a ver más, salvo por azar. Sabíamos más: que no queríamos volver a vernos. Y sabíamos también que éramos amigos. Amigos sinceros.

FIN



Más Cuentos de Clarice Lispector