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Día de verano

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

No había mucha gente en la playa cuando llegaron el señor y la señora Attrell. Ese día en concreto, un miércoles, puede que más de la mitad de los bañistas matinales hubieran salido del agua y se hubieran ido a casa a almorzar, algunos en bicicleta, otros en el autobús, que casi siempre paraba donde le pidieran que parase, y un número mayor todavía conduciendo sus coches y camionetas. Las personas que se habían quedado a comer en el club, relativamente pocas, estaban sentadas con el traje de baño en grupos de entre dos y siete.

La señora Attrell bajó del coche —un Buick de 1932 de color negro brillante con neumáticos más que decentes y apenas cincuenta mil kilómetros— delante de la escalera del club de playa y esperó a que el señor Attrell aparcara en la plaza marcada “A. T. Attrell”. El señor Attrell se reunió con su esposa, la tomó del brazo y ajustó la marcha a sus pasos ligeramente más cortos. Juntos caminaron hasta su banco. El banco, con espacio para seis, tenía un letrero con el nombre “A. T. Attrell” clavado en el respaldo y se encontraba a pocos metros del paseo marítimo. Ese día, sin embargo, lo ocupaban cuatro personas jóvenes, por lo que el señor y la señora Attrell cambiaron de dirección hacia un banco situado en una parte más baja de la duna. La señora Attrell se puso en el regazo el bolso de tweed azul y el libro, envuelto con la sobrecubierta de la biblioteca. Juntó las manos y miró el mar. El señor Attrell se sentó a su izquierda, con el brazo derecho descansando sobre el respaldo del banco. De esta manera no estaba demasiado cerca de ella, pero no tenía más que levantar la mano para tocarle el hombro. De vez en cuando lo hacía, mientras ambos miraban el mar.

Hacía un día precioso, espléndido, y algunos de los hambrientos jóvenes en edad adolescente se olvidaban del almuerzo y continuaban nadando y salpicándose. Entre ellos estaba Bryce Cartwright, de doce años, nieto de T. K. Cartwright, amigo del señor y la señora Attrell, cuyo banco ahora ocupaban.

—Bryce —dijo el señor Attrell.

—Mm-hmm —dijo la señora Attrell, asintiendo dos veces con la cabeza.

Llenaron los pulmones con aquella maravillosa brisa y no hablaron durante un rato. Luego el señor Attrell miró hacia la zona de la playa situada a su izquierda.

—El señor O’Donnell —dijo.

—Oh, sí. El señor O’Donnell.

—Está con algunos de sus chicos. No todos.

—Creo que los dos mayores están en la guerra —dijo la señora Attrell.

—Sí, me parece que sí. Creo que uno está en el ejército y el otro, creo, en la Armada.

El señor O’Donnell era un hombre de constitución fuerte que había jugado de liniero en un equipo de segunda en Yale antes de la guerra. Con él iban, en formación, sus hijos Gerald, Norton, Dwight y Arthur Twining Hadley O’Donnell, de dieciséis, catorce, doce y nueve años. La señora O’Donnell se había quedado en casa con el bebé que nadie creía que fuera a tener hasta que efectivamente lo tuvo. El señor O’Donnell y los chicos habían estado paseando por la playa y ahora el orgulloso padre y sus hijos morenos y espigados caminaban por el paseo para irse a comer. A pocos metros del banco de los Cartwright el señor O’Donnell desplegó una amplia sonrisa en dirección a los Attrell, mirando primero a la señora Attrell, luego al señor Attrell y después, por fuerza, hacia la cinta del sombrero del señor Attrell, con la insignia de un club de Yale hacia el que el señor O’Donnell no tenía nada en contra, pese a no haber ingresado ni en ese ni en ningún otro.

—Señor y señora Attrell —dijo haciendo una inclinación.

—¿Qué tal está, señor O’Donnell? —dijo el señor Attrell.

—¿Qué tal está, señor O’Donnell? —dijo la señora Attrell.

—No se pierda hoy el agua, señor Attrell —dijo el señor O’Donnell—. Magnífica.

Pasó de largo, y el señor Attrell rio educadamente. El saludo del señor O’Donnell valía también para los chicos, que no habían dicho nada ni, como su padre, habían aminorado el paso de camino a los baños.

—Qué tipo tan agradable, Henry O’Donnell —dijo el señor Attrell.

—Sí, son una familia estupenda —dijo su mujer. Luego quitó la cinta que marcaba la página del libro y sacó las gafas. El señor Attrell cargó su pipa pero no hizo ademán de encenderla. En ese momento, una mujer joven y hermosa en avanzado estado de embarazo —nadie a quien conocieran— cruzó por el paseo en traje de baño. El señor Attrell se volvió hacia su mujer, pero esta ya estaba leyendo. Apoyó el codo sobre el respaldo del banco y a punto estaba de tocar el hombro de su esposa cuando una sombra se posó sobre su pierna.

—Hola, señora Attrell, señor Attrell. Solo me he acercado a saludar.

Era un joven alto con un uniforme blanco con el galón y medio de teniente de fragata en las hombreras.

—Caramba, Frank —dijo la señora Attrell—. ¿Cómo estás?

—Caramba, hola —dijo el señor Attrell levantándose.

—Estoy bien —dijo Frank—. Por favor, no se levanten. Iba para casa y he visto su coche en el aparcamiento, así que he pensado en acercarme a saludarlos.

—Ya veo —dijo el señor Attrell—. ¿Quieres sentarte? Siéntate y cuéntanos qué tal te va todo.

—Sí, estamos utilizando vuestro banco. Supongo que te has dado cuenta —dijo la señora Attrell.

—Padre les mandará la factura, como bien saben —dijo Frank—. Ya conocen a padre.

Los tres se echaron a reír.

—¿Dónde estás ahora? —dijo el señor Attrell.

—Estoy en un lugar llamado Quonset.

—Ah, ya —dijo la señora Attrell.

—En Rhode Island —dijo Frank.

—Oh, ya veo —dijo la señora Attrell.

—Sí, creo que sé dónde está —dijo el señor Attrell—. ¿Y luego te embarcarás?

—Eso espero. Los dos tienen muy buen aspecto —dijo Frank.

—Bueno, figúrate —dijo el señor Attrell.

—Cuando uno llega a nuestra edad no tiene mucho que hacer —dijo la señora Attrell.

—Pues yo los veo de maravilla. Siento tener que irme tan rápido, pero tengo a gente esperando en el coche, solo quería saludarlos. Me voy esta tarde.

—Bien, gracias por acercarte. Muy amable de tu parte. ¿Tu mujer está aquí? —dijo la señora Attrell.

—No, está con su familia en Hyannis Port.

—Bueno, dale recuerdos de nuestra parte cuando la veas —dijo la señora Attrell.

—Sí —dijo el señor Attrell.

Frank les dio la mano y se fue. El señor Attrell se sentó.

—Frank es un buen chico. Dice que ha visto nuestro coche, qué considerado. ¿Qué edad tendrá Frank?

—Cumple treinta y cuatro en septiembre —dijo la señora Attrell.

—Es verdad —dijo el señor Attrell asintiendo lentamente. Se puso a apretar el tabaco de la pipa—. ¿Sabes qué? Creo que me voy al agua. ¿Te importa si me doy un remojón?

—No, querido, pero creo que deberías ir rápido, antes de que empiece a refrescar.

—Recuerda que estamos en horario de verano, así que vamos una hora por delante del sol. —Se levantó—. Creo que voy a ponerme el traje de baño y me iré al agua. Si está demasiado fría, saldré enseguida.

—Es una buena idea —dijo ella.

 

En los baños el señor Attrell aceptó dos toallas del encargado negro y fue a cambiarse a su cabina, que estaba abierta y señalada con un letrero donde ponía: “A. T. Attrell”. Por las voces no debía de haber más de media docena de personas en la parte de los hombres. Al principio no prestó atención a las voces, pero tras deshacer el doble nudo de los zapatos dejó que las palabras llegaran a él.

—¿Y quién es T. K. Cartwright? —decía una voz joven.

—Está muerto —dijo una segunda voz joven.

—No, no está muerto —dijo la primera voz joven—. Es el carcamal ese que está sentado delante de nosotros.

—¿Y qué te hace pensar que no está muerto, tanto él como la vieja?

—Os equivocáis los dos —dijo una tercera voz joven—. El que está sentado ahí no es el señor Cartwright. Es el señor Attrell.

—¿Y qué más da? —dijo la primera voz joven.

—Muy bien, si no queréis oír la historia del viejo señor Attrell y su mujer… Son la tragedia del pueblo. Pregúntale a tu madre; antes venía aquí. Tenían una hija o, no sé, quizá era un hijo. En fin, el caso es que el chaval se ahorcó.

—O la chavala —dijo la primera voz joven.

—Creo que era una chica. Llegaron a casa y se la encontraron colgando en el establo. Un amor desgraciado. No entiendo por qué…

—Eh, vosotros.

El señor Attrell reconoció la voz de Henry O’Donnell.

—¿Qué, señor? —preguntó una de las voces jóvenes.

—Parecéis una panda de mariquitas. Deberíais estar ahí, en la parte de las chicas —dijo el señor O’Donnell.

—Me gustaría saber qué le importa a usted que… —dijo una de las voces jóvenes, y entonces se oyó un fuerte bofetón.

—Porque me importa. Y ahora vestíos y largo de aquí —dijo O’Donnell—. Me la trae al pairo de quién seáis hijos.

El señor Attrell oyó la profunda respiración de Henry O’Donnell, que esperó un instante a que obedecieran su orden y luego pasó por delante de la caseta del señor Attrell con la cabeza mirando hacia el otro lado. El señor Attrell se quedó ahí sentado, probablemente muchos minutos, preguntándose cómo podría volver a mirar a la cara a Henry O’Donnell, preocupado por cómo podría volver a mirar a la cara a su esposa. Pero entonces, claro está, cayó en la cuenta de que no había nada, absolutamente nada que mirar.

*FIN*


“Summer’s Day”,
The New Yorker
, 1942


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