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Día festivo

[Cuento - Texto completo.]

Katherine Mansfield

Un hombre corpulento, de rostro colorado, va vestido con unos sucios pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul de la que sobresale un pañuelo rosa, y un sombrero canotier demasiado pequeño, caído hacia atrás. Toca la guitarra. Un individuo pequeñito con zapatos blancos de gimnasia, con el rostro oculto por un sombrero de fieltro que parece un ala rota, sopla en la flauta; y un sujeto alto y delgado con botines despanzurrados, hace filigranas —filigranas de complicada lacería— con un violín. Permanecen a pleno sol, sin sonreír, pero tampoco serios, frente a la frutería; la rosada araña de una mano rasguea la guitarra, la mano rechoncha, con un anillo de cobre incrustado con una turquesa, fuerza la perezosa flauta, y el brazo del violinista intenta serrar el violín en dos.

Se forma un grupito, gente que come naranjas y plátanos, arrancando las pieles, cortándolos, repartiéndoselos. Una muchacha lleva incluso un cestito de fresas, pero no las come.

—¡Qué hermosas son!

Contempla los diminutos y puntiagudos frutos como si les tuviese miedo. El soldado australiano se echa a reír.

—Anda, vamos, si de un bocado te las acabas.

Pero él tampoco las quiere comer. Le gusta contemplar su carita asustada, sus ojos confusos buscando los suyos.

—¡Con lo caras que son!

El soldado saca el pecho y esboza una sonrisa. Mujeres mayores, con corpiños de terciopelo —viejos y polvorientos acericos—; pelanduscas viejas y flacuchas como viejos paraguas con un gorrito bamboleante en la cabeza; jovencitas vestidas de muselina, con sombreros que parecen haber crecido en un seto y zapatos de alto tacón; hombres vestidos de caqui, marinos, oficinistas mugrientos, jovencitos judíos con trajes de fina tela, hombreras y anchos pantalones; “hospicianos” vestidos de azul —el sol los va descubriendo a todos—, y la música chillona y estridente les mantiene a todos unidos un instante, formando un gran nudo. Los más jóvenes retozándose, empujándose arriba y abajo de la acera, trampeando, propinándose codazos; los mayores aprovechan para conversar:

—De modo que le dihe, si tú quiere yamar al docto, le yamas, digo.

—Y pa cuando lo terminé de cocer quedaba un poquito asina de chico.

Los únicos que permanecen silenciosos son los chiquillos harapientos. Permanecen lo más cerca posible de los músicos, con las manos a la espalda y los ojos muy abiertos. De vez en cuando mueven una pierna, agitan un brazo. Un menudo espectador, que ya no puede aguantar más, da un par de vueltas, se sienta solemnemente y vuelve a levantarse.

—Es fantástico, ¿eh? —susurra una niña ocultándose tras la palma de la mano.

Y la música se rompe formando trozos relucientes, y vuelve a unirse, y a romperse, y se disuelve, y la muchedumbre se dispersa, caminando lentamente cuesta arriba.

Al doblar la carretera empiezan los puestos.

—¡Plumeros! ¡Plumeritos! ¡A dos peniques! ¿Quién quiere uno? Venga, muchachos, para hacer cosquillas a las señoritas.

Son blandas escobillas con un manguito de alambre. Los soldados las compran con regocijo.

—¡Al lindo monigote! ¡Dos peniques uno!

—¡El burrito que salta! ¡Upa-oh!

—Chicle extra, ¡su-perior! ¡Compren, muchachos, compren!

—¡Rosas! ¿Quién quiere rosas? Compre una rosa para la señorita, muchacho. ¿Rosas, señora?

—¡Plumas, plumas!

Son difíciles de resistir. Plumas hermosísimas, deslumbrantes, verde esmeralda, escarlata, azul brillante, amarillo canario. Hasta los niños llevan plumas clavadas en los gorritos.

Una anciana con un tricornio de papel grita como si fuese su última voluntad, el único camino de salvación o de volverle a uno a los sentidos:

—¡Compre un tricornio, ricura! ¡Compre un tricornio y póngaselo inmediatamente!

Hace un día caprichoso, medio soleado, medio ventoso. Cuando el sol se oculta se extiende una sombra; cuando reaparece vuelve a lucir con fuerza. Hombres y mujeres lo notan calentándose la espalda, el pecho, los brazos; y sienten que el cuerpo se expande, cobra vida… y por eso se dan grandes abrazos, levantan los brazos por nada, salen corriendo tras una muchacha, o ríen a carcajadas.

¡Limonada! Una enorme cuba de limonada se halla instalada sobre una mesa cubierta por un paño; y en el agua amarillenta flotan limones que parecen peces hinchados. En los vasos de grueso cristal parece espesa, casi como mermelada. ¿Por qué no sabrán beber sin derramarla? Todo el mundo la derrama, y antes que el vaso pase al siguiente las últimas gotas se tiran formando un círculo.

Alrededor del carrito de los helados, con el toldo a rayas y las tapas de bruñido metal, se arraciman los niños. Las pequeñas lenguas lamen, lamen los cucuruchos de nata, los helados de corte. Se levanta una tapa, la cucharilla de madera se hunde en el helado; y uno cierra los ojos, para hincar los dientes silenciosamente.

—¡Dejen que los pajaritos les echen la buena suerte! —dice una mujer italiana de edad indefinible que está junto a una jaula, abriendo y cerrando sus negras uñas. Su rostro es una obra maestra, de delicada talla, y lleva atado un pañuelo verde y oro. Y, dentro de su prisión, los pájaros del amor revolotean tomando los papeles depositados en la comedora.

—Tiene gran fuerza de carácter. Se casará con un hombre pelirrojo y tendrá tres hijos. Cuidado con una mujer rubia. ¡Cuidado! ¡Mucho cuidado! Un coche, conducido velozmente por un chófer gordo, baja a toda prisa de la colina. Y dentro va una mujer rubia, una rubia que frunce los labios y se inclina hacia adelante, dejando una cicatriz en su vida. ¡Vaya con cuidado! ¡Mucho cuidadito!

—¡Damas y caballeros! Soy un subastador profesional, y pueden estar seguros de ello, porque si no fuese verdad me expondría a que me retirasen la licencia y me metiesen entre rejas. —Lleva el permiso colgado del pecho; el sudor que le cae por el rostro empapa el cuello de papel; tiene la mirada vidriosa. Cuando se quita el sombrero descubre una profunda señal rojiza en la frente. Pero nadie le compra un reloj.

¡Cuidado otra vez! Un gran milord baja de la colina haciendo eses con dos criaturas viejas, reviejas, en su interior. Ella lleva una sombrilla de encaje; él chupa la empuñadura de su bastón, y los dos cuerpos, viejos y gordos, ruedan al unísono mientras la cuna se mece, y el jadeante caballo deja un rastro de estiércol mientras trota colina abajo.

Bajo un árbol, el profesor Leonard, con birrete y toga, permanece junto a su cartelón. Ha venido “solo por un día”, desde las exposiciones de Londres, París y Bruselas, para leer el porvenir en los rostros. Y permanece quieto, sonriendo para atraer parroquianos, como un torpe dentista. Cuando los hombres fortachones que, aún hace un momento, estaban mascullando y jurando, le entregan sus monedas de seis peniques, y se detienen frente a él, cobran una inusitada seriedad, se vuelven lelos, tímidos, y casi se ruborizan cuando la rápida mano del profesor marca las tarjetas impresas. Son como niños a quienes el amo, escondido tras un árbol, ha descubierto jugando en un jardín prohibido.

Y por fin, se llega a la cima de la colina. ¡Uf, qué calor! ¡Pero que día tan hermoso! La taberna está abierta y el gentío se apretuja a la entrada. La madre se sienta al borde de la carretera con el niño y el padre le trae un vaso de algo oscuro, pardusco, y luego se vuelve a abrir violentamente paso hacia adentro, a codazos. De la taberna sale un vaho a cerveza y el bullicio y la algarabía de las voces.

El viento ha amainado, y el sol cae con más fuerza que nunca. Fuera, junto a las dos puertas batientes, hay un montón de chiquillos que acuden como moscas al tarro de los caramelos.

Y, colina arriba, la gente sigue subiendo, con plumeros y monigotes, y rosas y plumas. Arriba, siempre arriba, bajo la luz y el sol, gritando, riendo, chillando, como si algo les empujase desde abajo, y desde arriba, desde el sol, algo les llevase hacia el esplendor pleno, refulgente, deslumbrante de… ¿de qué?

*FIN*


“Bank Holiday”,
Athenaeum, 1920


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