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[Cuento - Texto completo.]

Hernando Téllez

Esta noche, mientras afuera sopla el viento, el buen Jacques ha tomado una resolución. Hace días viene meditándola y, por fin, se dispone a cumplirla. Escribirá una carta, una larga carta a papá, pues tiene muchas cosas que decirle. Bob y Lissete están dormidos en la pieza contigua. Mamá vela en la alcoba. Jacques se ha acomodado en la silla de papá, frente al viejo escritorio. El papel también es de papá, y la pluma y la tinta. Jacques se siente sutilmente emocionado. ¿Qué le va a contar a papá? Mamá no quiere, no ha permitido que le escriba. Por días y días ha tratado de convencerlo de que no haga tal cosa. “Papá está muy lejos”, le ha dicho. “Quién sabe si no llega la carta. Mejor será esperar un poco”. Pero Jacques ha vuelto a la carga todos los días, todas las noches. “Mamá: ¿hoy si podré escribir a papá?” Y hoy, por fin, mamá ha callado extrañamente. No ha respondido nada, y cuando Jacques ha preguntado otra vez, se ha ido silenciosa para la alcoba. Jacques interpreta ese silencio de mamá como una tácita autorización. Y se ha puesto a escribir de esta manera:

 

Querido papá: Sé que te hallas muy lejos, en América, Porque mamá habla siempre del país a donde fuiste. Nos dice que es muy bello, muy grande, que está lleno de sol, de árboles, de flores y de frutas, y que el cielo de ese país es muy azul; mamá dice también que allá no hay guerra, ni soldados. ¿Será cierto? Mis hermanos y yo no le creemos. Pero si tú pudieras escribirnos, aun cuando fuera nada más que una carta pequeñita, muy breve, y mandárnosla con algún buen amigo que no la perdiera, ni la dejara ver de nadie, y nos contaras todo, todo, y dijeras que allá no hay guerra ni soldados, te creería, sí, papá, te juro que creería eso, y lo de los árboles y lo de las frutas y lo del cielo. Porque tú sabes cómo es mamá: vive contándonos cuentos, historias, leyendas, y por lo mismo pienso a veces que tu viaje, y América y ese país en que vives y las maravillas que de él nos refiere, son mentiras. Pero no. Sí creo que son verdad y me da una gran alegría imaginar que existen países distantes, anchos, inmensos, y que en uno de ellos te encuentras, pensando en nosotros, trabajando, esperándonos, comprando cosas para cuando podamos ir a verte. Mamá dice que sí, que iremos a verte. “¿Pero cuándo?”, le preguntó el otro día Lissete; mamá no quiso responder, se quedó silenciosa y, de pronto empezó a llorar. A ti no te gusta que mamá llore, ¿verdad papá? Pero Lissete volvió a preguntarle otra vez y mamá no le respondía, y seguía llorando. Yo también, sin saber por qué, estuve a punto de que se me salieran las lágrimas. Pero me acordé de ti, de lo bien que te veías con tu lindo uniforme de oficial, con botones brillantes, el día en que te despediste para ir a la guerra. Me sentí orgulloso, muy contento, y no lloré. Pero dime, papá: ¿por qué no podemos ir pronto a donde estás? Tengo muchos deseos de viajar, y Bob y Lissete también. Además, hace ya cuatro años que no te vemos. La última vez fue cuando regresaste de la batalla, en el hospital; allí estabas en una cama, delgado, pálido, muy cansado, como si hubieras sufrido mucho. Fuimos todos. Mamá te abrazó, y levantó después en los brazos al pequeño Bob, para que pudiera besarte sin que te movieras. Bob te besó en el único trozo de mejilla que se te veía en medio de las telas blancas de los vendajes. Parecías transformado, igual a esos actores de teatro que allí se ven tan distintos de como aparecen en la calle. Tus manos, tus brazos, estaban inmovilizados sobre las sábanas. En el puño derecho llevabas —¿todavía la llevas?— tu cadena de combatiente y de la que colgaba la placa de identidad. Me entretuve jugando con la placa y aprendí de memoria la cifra. Te la voy a decir: “1.405”. “Clase segunda”. Es esa, ¿no es cierto? El número y la frase siguiente los repito todos los días, muchas veces. De pronto se me viene a la memoria, sin saber cómo, y me llegan a los labios, y no resisto el deseo de repetirlos. Una de estas tardes, nos encontrábamos todos en tu despacho alrededor de mamá, porque hacía mucho frío. (La chimenea está dañada, y. además, no hay con qué calentarla). Pensaba en el colegio, a donde no he vuelto; pensaba en el profesor de historia, que era tan serio y tan temido por todos los alumnos. Pero pensaba con cariño en su cara, en sus trajes, en las palabras con que siempre iniciaba las lecciones: “Queridos amigos: la historia es una curiosa aventura de los hombres…”. En un instante, se borró la cara del maestro, y desapareció su traje, olvidé sus palabras, y comencé a decir, a cantar, una, dos, tres, muchas veces, con la música del himno de nuestro liceo: “1.405. Clase segunda”. Bob se entusiasmó y empezó a cantar lo mismo; y después Lissete. Exactamente como el estribillo del himno. Formamos un coro y en lo mejor de él, cuando ya cantábamos felices, mamá se levantó de la silla, se cubrió la cara con las manos y salió de la habitación. Nos callamos. Yo corrí detrás de ella y la encontré en la cama, tu cama, con el rostro entre los almohadones. El peinado se le había dañado y tenía el pelo en desorden. Bob y Lissete volvían a cantar, y llegaba hasta tu alcoba el sonido de las voces que repetían el número de tu placa de soldado y el de tu clase militar. Mamá levantó la cabeza, se pasó las manos por los ojos y me dijo con una voz que no le conocía: “¡Hazlos callar! ¡Que callen, que callen!”. No entiendo por qué mamá se disgustó. No hacíamos nada malo. Te recordábamos, sencillamente, y reíamos de lo bien que sonaban, con la música del himno, las palabras escritas en tu placa.

Debe ser por tu ausencia, tan larga, que mamá se pone así. Si no podemos ir pronto a reunimos contigo, ¿por qué no haces un esfuerzo, y vienes por nosotros? Sería lo mejor, que vinieras. Mamá se pondría feliz y nosotros también. Podríamos hacer el viaje de regreso todos juntos, primero en el tren, y después en el barco. Estando contigo, yo no sentiría miedo de la guerra y los pequeños tampoco, te lo aseguro. Dicen que en el tren y en los barcos también hay peligros, y que el mar está lleno de minas y que para llegar a América es necesario dar una gran vuelta alrededor del mundo, pasando por el África, por la India, por muchos de esos países que no conozco, pero que me gustan y con los cuales he soñado tanto, porque los veo pintados en mi libro de geografía, con hermosos colores. La costa del África, debes recordarlo, es azul, azul como el azul de nuestro cielo en la primavera y va angostándose frente a América; no hay más sino la distancia de un dedo de agua, en el mapa, entre ese punto del África y el sitio en que te hallas. De modo que no será difícil dar el salto. Bastará con que al llegar ahí, le digas amablemente al capitán: “Capitán, haga el favor de parar un momento su barco, allá, del otro lado, para que baje mi familia”. Y el capitán te atenderá, porque tú eres muy amable con todo el mundo, y tienes muchos amigos y todos te quieren. Yo me encargo de Bob, pues por lo pequeñito, no podrá bajar solo las escaleras. Mamá cogerá de la mano a Lissete, y tú te encargarás de las maletas. Eres el más fuerte y como en las maletas no llevaremos casi nada, porque, según dice mamá, allá se encuentra de todo, juguetes, libros, vestidos, lápices, cuadernos, solamente empacaremos lo necesario, lo que tú digas, lo que tú ordenes, papá. ¿Ves cómo sí es fácil el viaje? Seré muy juicioso, muy serio, cuidaré a mis hermanos, a mamá, si así lo dispones: los pasearé por el barco, miraremos todo con cuidado, no tocaremos nada sin tu permiso, no nos asomaremos a la baranda sino cuando el mar esté en calma y por el aire no vuelen los aviones. Y allá, volveré a estudiar y no te daré más disgustos porque me aplicaré mucho, especialmente en la aritmética, que tanto trabajo me cuesta entenderla. Ahora no me queda casi tiempo para repasarla: tampoco la gramática y la historia universal, en la cual, ¿recuerdas?, siempre fui el primero del curso. Al principio, naturalmente, no podré ser de los primeros, como tú quisieras. Pero no se te olvide que allá hablan otra lengua y que tendré que aprenderla. I Pero quiero contarte otras cosas. Si no estudio casi nada, no es por pereza.

Pero no pierdo el tiempo. Mamá me envía todas las mañanas bien temprano en busca del pan, con un papelito en las manos, porque ahora ya no compramos el pan con monedas, como antes. Me coloco en la fila, a veces muy abajo y espero el turno, una, dos, hasta tres horas. Los pies se me enfrían, y no siento las piernas. Parecen de caucho. Frente a la fila se pasean unos soldados grandes, de botas altas, que resuenan contra el pavimento; tienen casi todos, los ojos azules y el pelo claro, tan claro, tan rubio como el de Bob. (El de Lissete, dice mamá, se ha oscurecido un poco; y el de mamá, te cuento yo, se ha aclarado un poco en las sienes y en la frente). Los soldados hablan muy mal nuestra lengua y se equivocan a cada rato. A mí me da risa, pero como está prohibido reír delante de ellos, cierro con toda mi fuerza los labios. Lentamente avanzo hacia la ventanilla y ocurre, casi siempre que al llegar, el pan se ha acabado. Vuelvo entonces a casa, sin nada, con el papelito entre el bolsillo, para entregarlo a mamá. Bob y Lissete lloran porque no he traído el pan y dicen que yo tengo la culpa. Mamá los calma, les promete que al día siguiente la provisión será mayor. Propone que juguemos un rato, que yo les lea aquel libro de las aventuras de Mickey Mouse con los salvajes, ese libro que leías casi todos los días a Bob y del cual sabías de memoria páginas enteras, y que Bob te hacía repetir y repetir. Pero Bob se enfurece y Lissete también. Al fin se tranquilizan, se callan. Mamá los acaricia, los distrae, les canta unas canciones en que se habla del verano, de las espigas, de las mariposas. En esos momentos, no se oye en la casa sino la voz de mamá. De pronto Lissete la interrumpe para decir: “en la casa del maestro entraron ayer los soldados, y se llevaron todo lo que había”. Mamá dice que no hablemos de eso con nadie y que tratemos de olvidarlo.

Yo no entiendo la guerra, papá. Si estuvieras aquí, te preguntaría muchas cosas que me parecen tan difíciles. ¿Por qué nos odian los alemanes? ¿Por qué nos quieren los americanos? ¿Por qué no hay pan en el barrio si las batallas ocurren tan lejos? ¿Por qué es tan difícil que nosotros vayamos a buscarte, o que tú vuelvas para llevarnos? Esto, especialmente, no lo comprendo. A un papá bueno, como tú, no tienen por qué impedirle lo que quiera hacer. Yo creía que los papas mandaban en todo el mundo; y que las gentes les obedecían. Porque, ¿no es verdad que si te dejaran, tú volverías? Si no puedes venir pronto, te pido que me envíes un retrato, un retrato tuyo en el cual se vea un pedacito del país en que vives. Tu traje de soldado me encantaba, pero más me gustaba el abrigo y la bufanda que te ponías, en invierno, para salir de casa con mamá cuando ibas al teatro. Recuerdo los colores de la bufanda y los hondos bolsillos del abrigo suaves, calientitos, donde metía yo ambas manos heladas, en el momento en que de mí te despedías.

Bueno, papá, no te escribo más tonterías, porque es muy tarde y tengo mucho sueño, y ahora también hace mucho frío. Quiero que se acabe la guerra y que vengas, que vuelvas, que nos lleves pronto, muy pronto, a donde tú te encuentras. Voy a entregar esta carta a mamá, pues ella me ha prometido enviarla con un amigo que se va para América. Te besa mil veces, muchas veces, tu hijo

Jacques

P.D. — Papá, no olvides el retrato. — J.

 

La noche de invierno ha sido, como escribe Jacques, muy fría. Mamá está tejiendo silenciosa, triste, en la alcoba. Tres veces ha querido que Jacques vaya al lecho. Pero Jacques ha insistido en concluir la carta para papá. Jacques empieza a ser un hombrecito resuelto. Al terminar la carta, dobla los pliegos cuidadosamente, busca una cubierta y en ella escribe, con su mejor letra: “Teniente Pierre Dubois”. Luego se dirige a la alcoba y entrega el pequeño paquete de papel. Besa a mamá y se va al lecho.

Mamá tiene en las manos la carta. Está temblando, pero no es por el frío. Oprime contra el pecho, amorosamente, las frágiles hojas de papel, en las cuales Jacques ha escrito a papá. Mamá abre los pliegos y empieza a leer. Pero no puede, no puede seguir porque los ojos se le llenan de lágrimas. ¿Le dirá la verdad a Jacques? ¿Resistirá la verdad Jacques? ¿Qué pensaría de ella, de todo el mundo, si le dijera que lo han engañado, que le han mentido, que papá no se halla en América, que no podrá venir a buscarlos, que del sitio en donde se encuentra, nadie regresa, que está muerto, sí, que está muerto? Mamá llora con desesperación. Quisiera gritar, gritar muy fuerte, muy alto, llamar a Jacques, a Bob, a Lissete y decirles: “Papá no va a volver. Papá no va a volver jamás. Papá está muerto”. Pero se domina. Comprende que la ilusión de papá es decisiva para Jacques. Seca las lágrimas que caen por sus mejillas, hace un prodigioso esfuerzo de la voluntad, y empieza a leer con voz entrecortada: “Querido papá: Sé que te hallas muy lejos…”

*FIN*


Cenizas para el viento y otras historias, 1950


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