[Poema - Texto completo.]
Dante Alighieri
CANTO I Por surcar mejor agua alza las velas ahora la navecilla de mi ingenio, que un mar tan cruel detrás de sí abandona; y cantaré de aquel segundo reino donde el humano espíritu se purga y de subir al cielo se hace digno. Mas renazca la muerta poesía, oh, santas musas, pues que vuestro soy; . y Calíope un poco se levante, [L400] mi canto acompañando con las voces que a las urracas míseras tal golpe [L401] dieron, que del perdón desesperaron. Dulce color de un oriental zafiro, que se expandía en el sereno aspecto del aire, puro hasta la prima esfera, reapareció a mi vista deleitoso, en cuanto que salí del aire muerto, que vista y pecho contristado había. El astro bello que al amor invita [L402] hacía sonreir todo el oriente, y los Peces velados lo escoltaban. Me volví a la derecha atentamente, y vi en el otro polo cuatro estrellas [L403] que sólo vieron las primeras gentes. [L404] Parecía que el cielo se gozara con sus luces: ¡Oh viudo septentrión, ya que de su visión estás privado! Cuando por fin dejé de contemplarlos dirigiéndome un poco al otro polo, por donde el Carro desapareciera, [L405] vi junto a mí a un anciano solitario, [L406] digno al verle de tanta reverencia, que más no debe a un padre su criatura. Larga la barba y blancos mechones [L407] llevaba, semejante a sus cabellos, que al pecho en dos mechones le caían. Los rayos de las cuatro luces santas llenaban tanto su rostro de luz, que le veía como al Sol de frente. ¿Quién sois vosotros que del ciego río habéis huido la prisión eterna? -dijo moviendo sus honradas plumas. ¿Quién os condujo, o quién os alumbraba, al salir de esa noche tan profunda, que ennegrece los valles del infierno? ¿Se han quebrado las leyes del abismo? ¿o el designio del cielo se ha mudado y venís, condenados, a mis grutas?» Entonces mi maestro me empujó, y con palabras, señales y manos piernas y rostro me hizo reverentes. [L408] Después le respondió: «Por mí no vengo. Bajó del cielo una mujer rogando que, acompañando a éste, le ayudara. Mas como tu deseo es que te explique más ampliamente nuestra condición, no puede ser el mío el ocultarlo. Éste no ha visto aún la última noche; mas estuvo tan cerca en su locura, que le quedaba ya muy poco tiempo. Y a él, como te he dicho, fui enviado para salvarle; y no había otra ruta más que esta por la cual le estoy llevando. Le he mostrado la gente condenada; y ahora pretendo las almas mostrarle que están purgando bajo tu mandato. Es largo de contar cómo lo traje; bajó del Alto virtud que me ayuda a conducirlo a que te escuche y vea. Dignate agradecer que haya venido: busca la libertad, que es tan preciada, cual sabe quien a cambio da la vida. Lo sabes, pues por ella no fue amarga en Utica tu muerte; allí dejaste la veste que radiante será un día. No hemos quebrado las eternas leyes, pues éste vive y Minos no me ata; soy de la zona de los castos ojos [L409] de tu Marcia, que sigue suplicando que la tengas por tuya, oh santo pecho: en nombre de su amor, senos benigno. Deja que andemos por tus siete reinos; le mostraré nuestro agradecimiento, si quieres que te nombre allí debajo.» «Tan placentera Marcia fue a mis ojos mientras que estuve allí -dijo él entonces- que cuanto me pidió le concedía. Ahora que vive tras el río amargo, [L410] no puede ya moverme, por la ley que cuando me sacaron fue dispuesta. Mas si te manda una mujer del cielo, como has dicho, lisonjas no precisas: basta en su nombre pedir lo que quieras. Puedes marchar, mas haz que éste se ciña con un delgado junco y lave el rostro, [L411] y que se limpie toda la inmundicia; porque no es conveniente que cubierto de niebla alguna, vaya hasta el primero [L412] de los ministros ya del Paraíso. En todo el derredor de aquella islita, allí donde las olas la combaten, crecen los juncos sobre el blanco limo: ninguna planta que tuviera fronda o que dura se hiciera, viviría, pues no soportaría sus embates. Luego no regreséis por este sitio; el sol os mostrará, que surge ahora, del monte la subida más sencilla.» Él desapareció; y me levanté sin hablar, acercándome a mi guía, dirigiéndole entonces la mirada. Él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo: volvamos hacia atrás, que esta llanura va declinando hasta su último margen.» Vencía el alba ya a la madrugada que escapaba delante, y a lo lejos divisé el tremolar de la marina. Por la llanura sola caminábamos como quien vuelve a la perdida senda, y hasta encontrarla piensa que anda en vano. Cuando llegamos ya donde el rocío resiste al sol, por estar en un sitio donde, a la sombra, poco se evapora, ambas manos abiertas en la hierba suavemente puso mi maestro: y yo, que de su intento me di cuenta, volví hacia él mi rostro enlagrimado; y aquí me descubrió completamente aquel color que me escondió el infierno. [L413] Llegamos luego a la desierta playa, que nadie ha visto navegar sus aguas, que conserve experiencias del regreso. [L414] Me ciñó como el otro había dicho: ¡oh maravilla! pues cuando él cortó la humilde planta, volvió a nacer otra de donde la arrancó, súbitamente. CANTO II Ya había el sol llegado al horizonte que cubre con su cerco meridiano Jerusalén en su más alto punto; y la noche, que a él opuesta gira, del Ganges se salía con aquellas balanzas, que le caen cuando ha triunfado; [L415] tal que la blanca y sonrosada cara, donde yo estaba, de la bella Aurora mientras crecía se tornaba de oro. A la orilla del mar nos encontrábamos, como aquel que pensara su camino, que va en corazón y en cuerpo se queda. Y entonces, cual del alba sorprendido, por el denso vapor Marte enrojece sobre el lecho del mar por el poniente, tal se me apareció, y así aún la viera, una luz que en el mar tan rauda iba, que al suyo ningún vuelo se parece. Y separando de ella unos instantes los ojos, a mi guía preguntando, la vi de nuevo más luciente y grande. Apareció después a cada lado un no sabía qué blanco, y debajo poco a poco otra cosa también blanca. Nada el maestro aún había dicho, cuando vi que eran alas lo primero; y cuando supo quién era el piloto, me gritó: « Dobla, dobla las rodillas. Mira el ángel de Dios: junta las manos, verás a muchos de estos oficiales. Ve que desdeña los humanos medios, y no quiere más remo ni más velas entre orillas remotas, que sus alas. Mira cómo las alza hacia los cielos moviendo el aire con eternas plumas, que cual mortal cabello no se mudan.» Después al acercarse más y más el pájaro divino, era más claro: y pues de cerca no lo soportaban los ojos, me incliné, y llegó a la orilla con una barca tan ligera y ágil, que parecía no cortar el.agua. A popa estaba el celestial barquero, cual si la beatitud llevara escrita; y dentro había más de cien espíritus. «In exitu Israel de Aegipto» [L416] cantaban todos juntos a una voz, y todo lo que sigue de aquel salmo. Después les hizo el signo de la cruz; y todos se lanzaron a la playa: y él se marchó tan veloz como vino. La turba que quedó, muy sorprendida pareció del lugar, mirando en torno como aquel que contempla cosas nuevas. De todas partes asaeteaba al día el sol, que había echado con sus flechas de la mitad del cielo a Capricornio, cuando la nueva gente alzó la cara a nosotros, diciendo: «Si sabéis, mostradnos el camino que va al monte.» Y respondió Virgilio: « Estáis pensando que este sitio nosotros conocemos; mas peregrinos somos de igual forma. Llegamos poco antes que vosotros, por camino tan áspero y tan fuerte, que ahora el subir parece un simple juego.» Las almas que se dieron cuenta entonces por mi respiración, de que vivía, maravilladas, empalidecieron. Y como al mensajero que el olivo trae, va la gente para oír noticias, y de apretarse esquivos no se muestran, así a mi vista se agolparon todas aquellas almas apesadumbradas, casi olvidando el ir a hacerse bellas. [L417] Y yo vi que una de ellas se acercaba [L418] para abrazarme, con tan grande afecto, que me movió a que hiciese yo lo mismo. ¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia! tres veces por detrás pasé mis brazos, y tantas otras los volví a mi pecho. Creo que enrojecí, maravillado, y sonrió la sombra y se alejaba, y yo me fui detrás para seguirla. Suavemente me dijo que parase; supe entonces quién era, y le rogué que, para hablarme, allí se detuviera. «Así -me respondió- como te amaba en el cuerpo mortal, libre te amo: por eso me detengo; y tú ¿qué haces?» [L419] «Por volver otra vez, Cassella mío, adonde estoy, viajo; mas ¿por qué -le dije- tantas horas te han quitado?» [L420] Y él a mí: «No me hicieron injusticia, [L421] si aquel que lleva cuándo y a quien quiere, me ha negado el pasaje muchas veces; de justa voluntad sale la suya: mas desde hace tres meses ha traído a quien quisiera entrar, sin oponerse. Por lo que yo, que estaba en la marina donde el agua del Tíber sal se hace, benignamente fui por él llevado. El vuelo a aquella desembocadura dirigió, pues que siempre se congregan allí los que a Aqueronte no descienden.» Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes la memoria o el uso de los cantos de amor, que mis deseos aquietaban, con ellos té suplico que consueles mi alma que, viniendo con mi cuerpo a este lugar, se encuentra muy angustiada.» El amor que en la mente me razona [L422] entonces comenzó tan dulcemente, que en mis adentros oigo aún la dulzura. Mi maestro y yo y aquellas gentes que estaban junto a él, tan complacidas parecían, que en nada más pensaban. Todos pendientes y fijos estábamos de sus notas; y el viejo venerable [L423] nos gritó: «¿Qué sucede, lentas almas? ¿qué negligencia, qué esperar es éste? corred al monte a echar las impurezas que no os permiten contemplar a Dios.» Como cuando al coger avena o mijo, las palomas rodean el sustento, quietas y sin mostrar su usado orgullo, si algo sucede que las amedrenta, súbitamente dejan la comida, pues un mayor cuidado las asalta; yo vi a aquella mesnada recién hecha dejar el canto y escapar al monte, como quien va y no sabe dónde acabe: no fue nuestra partida menos presta. CANTO III Por más que aquella huida repentina por la llanura a todos dispersara, hacia el monte en que aguija la justicia, a mi fiel compañero me arrimé: ¿pues cómo habría yo sin él corrido? ¿Quién por el monte hubiérame llevado? [L424] Le creí descontento de sí mismo: ¡Oh qué digna y qué pura concïencia con qué amargor te muerde un leve fallo! Cuando sus pies dejaron de ir aprisa, [L425] que a cualquier acto quítale el decoro, mi pensamiento, empecinado antes, [L426] reanudó su discurso, deseoso, y dirigí mis ojos hacia el monte que al cielo más se eleva de las aguas. [L427] El sol, que atrás en rojo flameaba, se rompia delante de mi cuerpo, pues sus rayos en mí se detenían. Me volví hacia los lados temeroso de estar abandonado, cuando vi sólo ante mí la tierra oscurecida; y: «¿Por qué desconfías? -mi consuelo volviéndose hacia mí empezó a decirme- ¿no crees que te acompaño y que te guío? Es ya la tarde donde sepultado [L428] está aquel cuerpo en el que sombra hacía; no en Brindis, sino en Nápoles se encuentra. [L429] Por lo cual si ante mí nada se ensombra, no debes extrañarte, igual que el cielo no detiene el camino de los rayos. Por sufrir penas, frías y calientes, Dios ha dispuesto cuerpos semejantes, de modo que no quiere revelarnos. Loco es quien piense que nuestra razón [L430] pueda seguir por la infinita senda que sigue una sustancia en tres personas. Os baste con el quía, humana prole; pues, si hubierais podido verlo todo, ocioso fuese el parto de María; y tú has visto sin frutos desearlo [L431] a tales que aquietaran su deseo, que eternamente ahora les enluta: de Aristóteles hablo y de Platón y aun de otros más»; y aquí inclinó la frente, y más no dijo y quedóse turbado. [L432] Llegamos entretanto al pie del monte; tan escarpadas estaban las rocas, que en vano habrfa piernas bien dispuestas. Entre Rurbia y Lerice el más desierto, [L433] el más roto barranco, es escalera, comparado con éste, abierta y fácil. «¿Ahora quién sabe en donde la pendiente -deteniéndose, dijo mi maestro- pueda subir aquel que va sin alas?» Y mientras meditaba con la vista baja, sobre la suerte del camino, y yo miraba arriba del peñasco, a mano izquierda apareció una turba [L434] de almas que venía hacia nosotros, mas tan lentos que no lo parecía. «Alza -dije- maestro, la mirada: hay aquí quien podrá darnos consejo, si no puedes tenerlo por ti mismo.» Entonces miró, y con el rostro sereno me dijo: «Vamos pues, que vienen lentos; y afirma la esperanza, dulce hijo.» Tan lejos aún estaba aquella gente, luego de haber mil pasos caminado, como un buen lanzador alcanzaria, cuando a las duras peñas se arrimaron de la alta sima, quietos y apretados, cual caminante que dudoso mira. «Felices muertos, almas elegidas -Virgilio dijo- por la paz aquella que todos esperáis, según bien creo, decidnos dónde baja la montaña, para poder subir; pues más disgusta perder el tiempo a quien su precio sabe.» Cual salen del redil las ovejillas de una, de dos, de tres y temerosas están las otras, vista y morro en tierra; y lo que la primera hacen las otras, acercándose a ella si se para, simples y calmas, y el porqué no saben; así vi que venía la cabeza de aquella grey afortunada entonces, con recatado andar y rostro honesto. Al ver los de delante interrumpida la luz en tierra a mi derecho flanco desde mí hasta la roca haciendo sombra, se detuvieron, y hacia atrás se echaron, y todos esos que detrás venían, no sabiendo por qué, lo mismo hicieron. «Sin que lo preguntéis yo os comunico que este cuerpo que veis es cuerpo humano; por lo que el sol ha interceptado en tierra. No os debéis asombrar, pero creedme que no sin que lo quieran en el cielo estas paredes escalar pretende.» Así el maestro; y esas dignas gentes: «Volved -dijeron- y seguid un poco», haciéndonos señales con la mano. Y uno de aquéllos empezó: «Quien quiera [L435] que seas, vuelve el rostro mientras andas: recuerda si me viste en la otra vida.» Volví la vista a él muy fijamente rubio era y bello y de gentil aspecto, mas un tajo una ceja le partía. Cuando con humildad hube negado haberle visto nunca, él dijo: «Mira» y mostróme una llaga sobre el pecho. Luego sonriendo dijo: «Soy Manfredo: [L436] la emperatriz Constanza fue mi abuela; y te suplico que, cuando regreses, le digas a mi hermosa hija, madre [L437] del honor de Aragón y de Sicilia, la verdad, si es que cuentan de otro modo. Después de ser mi cuerpo atravesado por dos golpes mortales, me volví llorando a quien perdona de buen grado. Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene la bondad infinita, que acoge a quien la implora. Si el pastor de Cosenza, que a mi caza [L438] entonces fue enviado por Clemente, [L439] la página divina comprendiera, los huesos de mi cuerpo aún estarían al pie del puente junto a Benevento, y por pesadas piedras custodiados. [L440] Mas los baña la lluvia y mueve el viento, fuera del reino, casi junto al Verde, donde él los trasladó sin luz alguna. Mas por su maldición, nunca se pierde, [L441] sin que pueda volver, el infinito amor, mientras florezca la esperanza. Verdad es que quien muere contumaz, con la Iglesia, aunque al fin arrepentido, fuera debe de estar de esta montaña, treinta veces el tiempo que viviera en esa presunción, si tal decreto no se acorta con buenas oraciones. [L442] Piensa pues lo dichoso que me harías, a mi buena Constanza revelando cómo me has visto, y esta prohibición: [L443] que aquí, por los de allá, mucho se avanza. CANTO IV Cuando algún sufrimiento o alegría de alguna facultad nuestra se adueña, toda en ella se centra nuestra alma, y no atiende a ninguna otra potencia y es esto contra aquel error que opina que un alma sobre otra alma arda en nosotros. [L444] Por eso, cuando se oye o se ve algo que atraiga al alma fuertemente a ello, el tiempo pasa y nada el hombre advierte; porque es una potencia la que escucha, y otra la que retiene al alma entera: una está casi presa, y la otra libre. Puede experimentar de veras esto, escuchando a aquel alma y admirando; pues bien cincuenta grados ya subido [L445] había el sol, sin darme cuenta, cuando llegamos donde, a una, aquellas almas gritaron: «Aquí está lo que buscáis.» Mayor portillo muchas veces cierra con un manojo apenas de zarzales el campesino al madurar la uva, de lo que era la senda que subimos, yo detrás de mi guía, los dos solos al partir de nosotros aquel grupo. Se va a Sanleo, a Noli se desciende, [L446] se sube a Bismantova hasta la cumbre a pie, pero volar aquí es preciso; digo con leves alas y con plumas del deseo, detrás de aquel llevado, que me daba esperanza y me alumbraba. [L447] Por un girón subimos de la roca, cuyas paredes casi se juntaban, y el suelo nos pedía pies y manos. Cuando ya al borde superior llegamos de la alta base, a un sitio descubierto «Maestro --dije- ¿qué camino haremos?» Y él me dijo: «No tuerzas ningún paso; únicamente sígueme hacia el monte, hasta que llegue alguna escolta sabia.» La cima, de tan alta, era invisible y aún más pina la cuesta que la raya que une el medio cuadrante con el centro. [L448] Estaba muy cansado y exclamé: «Oh dulce padre, vuélvete y advierte que solo quedaré, si no te paras.» «Hijo --me contestó-- sube hasta allí», un repliegue más alto señalando que por allí giraba todo el monte. Tanto me espolearon sus palabras, que me esforcé trepando tras de él hasta que puse pies en la cornisa. Nos sentamos los dos vueltos a oriente, [L449] donde estaba el camino que subimos, que siempre de mirar es agradable. La vista dirigí primero abajo; luego arriba, hacia el sol, y me admiraba que nos hería por el lado izquierdo. Bien comprendió el poeta que yo estaba por el carro solar estupefacto, que entre nosotros y Aquilón nacía. [L450] Por lo cual me explicó: «Si los Gemelos [L451] fuesen en compañía de ese espejo que lleva la luz arriba y abajo, verías al Zodiaco enrojecido girar aún más cercano de las Osas, si no saliera del camino usado. Cómo pueda ocurrir, pensarlo puedes si atentamente observas que Sión en la tierra se opone a esta montaña; un horizonte mismo tienen ambas y hemisferios diversos; y el camino que mal supiera recorrer Faetonte, [L452] podrás ver cómo en ésta va por uno, y por aquella por el otro lado, si lo ves claro con la inteligencia.» «Cierto maestro -dije- que hasta ahora no i claro, como lo discierno, allí donde mi ingenio me faltaba, que la mitad del cielo que alto gira, que se llama Ecuador en algún arte, [L453] y entre sol y entre invierno se halla siempre, por la causa que dices, dista tanto respecto al Septentrión, cuanto en Judea lo contemplaban en la parte cálida. [L454] Mas sabría gustoso, si quisieras, cuánto habremos de andar; pues sube el monte más de lo que subir pueden mis ojos.» Y él me dijo: «Este monte es de tal modo, que siempre pesa al comenzar abajo; y cuando más se sube, menos daña. Y así cuando le sientas tan suave, que te haga caminar ya tan ligero como nave que empuja la corriente, habrás llegado al fin de este sendero: reposar allí espera tu fatiga. Más no respondo, y esto lo sé cierto.» Y después de decir estas palabras, oímos una voz cercana: «¡Acaso necesites sentarte mucho antes!» [L455] Los dos al escucharle nos volvimos, y vimos a la izquierda un gran peñasco, que antes ninguno habíamos notado. Allí fuimos; y había allí personas que estaban a la sombra de la piedra como se pone el hombre por vagancia. Y uno, que fatigado parecía, [L456] se sentaba abrazando sus rodillas, con el rostro inclinado puesto entre ellas. «Oh mi dulce señor -dije- contempla al que más negligente no verías si la pereza fuese hermana suya.» Entonces se volvió, mirando atento, levantando su rostro de los muslos: «¡Sube tú, puesto que eres tan valiente!» Supe quién era entonces, y el cansancio que aún el aliento un poco me cortaba, no me impidió acercarme a él; y cuando estuve al lado, alzó la vista apenas diciendo: « ¿Has entendido cómo el sol lleva su carro por el hombro izquierdo?» [L457] Sus gestos perezosos y sus breves palabras me causaron leve risa; Después: «Belacqua -dije- no me duelo [L458] ya de ti; pero di, ¿por qué te sientas aquf precisamente? ¿escolta esperas, o la antigua costumbre te domina?» Y él: «De qué sirve, hermano, el ir a arriba, pues no me dejaría ir al castigo el ángel del Señor que está en la puerta. Es necesario que antes gire el cielo sobre mí tantas veces, cuanto en vida, pues que dejé para el final el llanto; [L459] si es que antes no me ayuda la oración de un corazón surgida que esté en gracia: porque la otra en el cielo no se escucha.» Y ya delante de mí iba el poeta, diciendo: «Vamos ven, mira que toca el sol el meridiano, y en la orilla cubre el pie de la noche ya Marruecos.» [L460] CANTO V De esa sombra me había separado, y seguía los pasos de mi guía, cuando detrás de mí, su dedo alzando, una gritó: «iMirad, que no iluminan los rayos a la izquierda del de abajo, y cual vivo parece comportarse!» Volví los ojos al oír aquello, y los vi que miraban asombrados, sólo a mí, y a la luz que interceptaba. «¿Tú ánimo por qué se enreda tanto -dijo el maestro- que el andar retardas? ¿qué te importa lo que esos cuchichean? Deja hablar a la gente y ven conmigo: sé como aquella torre que no tiembla [L461] nunca su cima aunque los vientos soplen; pues aquel en quien bulle un pensamiento sobre otro pensamiento, se extravía, porque el fuego del uno ablanda al otro.» ¿Qué podía decir si no: « Ya voy»? Díjelo, más cubriéndome el color que digno de perdón al hombre vuelve. [L462] Mientras tanto a través de la ladera una gente venía hacia nosotros, cantando el «Miserere», verso a verso. [L463] Cuando notaron que ocasión no daba de atravesar los rayos con mi cuerpo, por un gran «Oh» cambiaron su cantiga; y dos de ellos, en forma de emisarios, corrieron hacia mí y me preguntaron: «Haznos saber de vuestra condición» Y mi maestro: «Bien podéis marcharos y a aquellos que os mandaron referirles que el cuerpo de éste es carne verdadera. Si al contemplar su sombra se pararon, como yo creo, baste la respuesta: hacedle honor, que acaso os aproveche.» Tan rápidos vapores encendidos no vi rasgar el cielo en plena noche, ni las nubes de agosto en el ocaso, como aquellos a lo alto se volvieron, y junto a los demás dieron la vuelta, como un tropel sin freno hacia nosotros. «Mucha es la gente que a nosotros viene, y te quieren rogar --dijo el poeta-: mas sigue andando, y caminando escucha.» [L464] «Oh alma que caminas con aquellos miembros con que naciste, a ser dichoso, -se acercaban gritando- aquieta el paso. Mira si a alguno de nosotros viste, para que de él allí noticias lleves: ¡Ah!, ¿por qué sigues? ¡Ah!, ¿por qué no paras? Todos muertos violentamente fuimos, y hasta el último instante pecadores; la luz del cielo entonces nos dio juicio y, arrepentidos, perdonando, fuera [L465] salimos de la vida en paz con Dios, y el deseo de verle nos aflige.» Y yo: «Por más que mire vuestros rostros no os reconozco: mas si deseáis algo que pueda hacer, buenos espíritus, decidmelo y lo haré, por esa paz que, detrás de los pasos de mi guía, de mundo en mundo buscar se me hace.» Y uno repuso: «Todos nos fiamos [L466] de tus bondades sin que nos lo jures, si es que tu voluntad no es impedida. Por lo que yo que hablé antes que los otros, te ruego, que si ves esa comarca que está entre la Romaña y la de Carlos, [L467] que de tus ruegos me hagas cortesía en Fano, y que por mi bien se suplique, y las graves ofensas purgar pueda. Allí nací, mas los profundos huecos por los que huyó la sangre en que vivía, en tierras de Antenor me fueron hechos, [L468] donde estar confiaba más seguro: que lo mandó el de Este, pues me odiaba [L469] más de lo que el derecho lo permite. Pero si hacia la Mira hubiese huido, [L470] cuando fui sorprendido en Oriaco, aun estaría donde se respira. Corrí al pantano, donde cieno y cañas estorbaron mi paso y me caí; y vi mi sangre en tierra hacer un lago.» Luego otro dijo: «¡Ay, así el deseo [L471] se cumpla que te trae a esta montaña, con piedad bondadosa ayuda al mío! Yo nací en Montefeltro, soy Bonconte; Giovanna y los demás no me recuerdan, [L472] y sigo a estos con la frente gacha.» Y le dije: «¿qué fuerza o qué aventura de Campaldino te llevó tan lejos que tu sepulcro nunca se ha encontrado?» «Oh -me repuso-, al pie del Casentino [L473] un agua corre que se llama Arquiano, nace en los Apeninos, sobre el Ermo. Donde su nombre ya no necesita, [L474] llegué con una herida en la garganta, huyendo a pie y ensangrentando el llano. Allí perdí la vista, y mi palabra terminó con el nombre de María, y allí al caer mi carne quedó sola. Te diré la verdad y tú a los vivos: un ángel me cogió, y el del Infierno gritaba: «Oh tú, el del Cielo, ¿por qué quieres privarme de él, llevándote lo eterno, porque una lagrimilla me lo quita? mas yo tendré el gobierno de lo otro.» [L475] «Bien sabes que en el aire se recoge el húmedo vapor que se hace agua, en cuanto sube donde encuentra el frío. Llegó aquel mal querer, que males busca [L476] con su sabiduría, y humo y viento movió con el poder de que es dotado. El valle entonces, cuando cayó el día, se cubrió desde el monte a Protomagno [L477] de niebla; y todo el cielo se nubló, y el aire denso convirtióse en agua; cayó la lluvia, y vino a los barrancos toda la que la tierra no absorbía; y como se juntara en torrenteras, tan veloz en el rfo principal cayó, que nada pudo retenerla. Mi cuerpo helado, en donde desemboca halló al soberbio Arquiano: y éste al Arno lo arrastró, deshaciendo de mi pecho la cruz que hiciera del dolor vencido; me volteó en la orilla y en el fondo, y me cubrió y ciñó con sus botines.» [L478] «Ay, cuando al mundo regresado hayas, y descansado de la larga ruta -siguió un tercer espíritu al segundo- [L479] recuerdame, soy Pía, me hizo Siena, Maremma me deshizo: bien lo sabe aquel que, luego de poner su anillo, con su gema me había desposado.» [L480] CANTO VI Cuando se acaba el juego de la zara, el perdedor se queda algo mohino y triste aprende, repitiendo lances; [L481] con el otro se va toda la gente; cuál va delante, cuál detrás le agarra, cuál a su lado quiere darle coba; él no se para y los escucha a todos; a quien tiende la mano, al fin le suelta; y así de aquel gentío se ve libre. Tal entre aquella turba me encontraba, de aquí y de allá volviéndoles el rostro, y prometiendo me soltaba de ellos. Estaba el Aretino, quien del brazo fiero de Ghin de Tacco halló la muerte, [L482] y el otro que se ahogó yendo de caza. [L483] Suplicaba, tendiéndome las manos, Federico Novello, y el de Pisa [L484] que hiciera parecer fuerte a Marzucco. Vi al conde Orso y su alma separada [L485] de su cuerpo por odio y por envidia, como decia, y no por culpa alguna. Pier de la Broccia digo; y que provea, [L486] mientras que aún está aquí, la de Brabante si con peor rebaño andar no quiere. [L487] Cuando ya me libré de todas esas sombras que suplicaban otras súplicas, porque su salvación les llegue antes, yo comencé: « Parece que me niegas [L488] expresamente, oh luz, en algún texto que aplaque la oración leyes del cielo; y esta gente por ello sólo ruega: ¿es que vanas son pues sus esperanzas, o es que no he comprendido bien tu texto?» Y él me dijo: «Es sencilla mi escritura; y en esperar ninguno se equivoca, si con la mente clara bien se mira; pues la cima del juicio no se allana porque el fuego de amor cumpla en un punto lo que satisfacer aquí se espera; y allí donde hice tal afirmación, no se enmendaba, por rezar, la culpa, pues la oración de Dios estaba lejos. [L489] No te fijes en dudas tan profundas sino tan sólo en lo que diga aquella que entre mente y la verdad alumbre. No sé si entiendes: de Beatriz te hablo; arriba la verás, sobre la cima de este monte, dichosa y sonriendo.» Y yo: «Señor, vayamos más aprisa, que ya no estoy cansado como antes, y ya veo que el monte arroja sombra.» « Caminaremos mientras dure el día -él me repuso- el tiempo que podamos; mas no es la cosa como la imaginas. Antes de estar arriba, volverás a ver aquel que oculta la ladera, de modo que sus rayos ya no rompes. Pero mira aquel alma que allá inmóvil, completamente sola, nos contempla: el camino más corto ha de mostrarnos. [L490] Nos acercamos: ¡oh ánima lombarda qué altiva y desdeñosa aparecías, qué noble y lenta en el mover los ojos! Ella no nos decía una palabra, mas nos dejaba andar, sólo mirando a guisa de león cuando reposa. Mas Virgilio acercóse a él, pidiendo que nos mostrase la mejor subida; pero a su ruego nada respondió, mas de nuestro país y nuestra vida nos preguntó; y mi guía comenzaba «Mantua...» y la sombra, toda en ella absorta, [L491] vino hacia él del sitio en que se hallaba diciendo: «¡Oh mantuano, soy Sordello, soy de tu misma tierra!», y se abrazaron. ¡Ah esclava Italia, albergue de dolores, [L492] nave sin timonel en la borrasca, burdel, no soberana de provincias! Aquel alma gentil tan prestamente, sólo al oír el nombre de su tierra, comenzó a festejar a su paisano, y en ti ahora sin guerras no se hallan tus vivos, y se muerden unos a otros, los que un foso y un muro mismo encierran. [L493] Busca, mísera, en torno de tus costas tus playas, y después mira en el centro, si alguna parte en ti de paz disfruta. ¿De qué vale que el freno te pusiera, [L494] Justiniano, si nadie hay en la silla? Menor fuera sin ése la vergüenza. Ah gentes que debíais ser devotas, y consentir al César en su trono, [L495] si aquello que Dios manda comprendieseis, [L496] esa fiera mirad cuán indomable, [L497] por no ser corregida por la espuela, al poner en las riendas vuestras manos. ¡Oh tú, tedesco Alberto, que la dejas [L498] al verla tan salvaje y tan indómita, y debiste apretarle los ijares, caiga de las estrellas justo juicio sobre tu sangre, y sea nuevo y claro, tal que tu sucesor le tenga miedo! Pues habéis consentido tú y tu padre, por la codicia de eso distraídos, que el jardín del imperio esté desierto. [L499] Ven y vé a Capuletos y Montescos, [L500] Filipeschos, Monaldos, ah, indolente, esos ya tristes, y estos con recelos! ¡Ven, cruel, ven y vé la tirania de tus nobles, y cura sus desmanes; verás a Santaflora tan oscura! [L501] Ven y contempla tu Roma llorando viuda y sola, llamando noche y día: « Oh mi César, por qué no me acompañas?» [L502] ¡Verás lo mucho que se quieren todos! y si a piedad ninguna te movemos, ven y tendrás vergüenza de tu fama. Y si me es permitido, oh sumo Jove [L503] que por nosotros en cruz te pusieron, ¿es que has vuelto los ojos a otra parte? ¿o te estás preparando, en el abismo de tus designios, para hacer un bien que se escapa del todo a nuestra mente? Pues llenas de tiranos las ciudades están de Italia toda, y un Marcelo [L504] se vuelve cualquier ruin que entra en un bando. Puedes estar contenta, ah, mi Florencia, por esta digresión que no te alcanza, pues se las sabe solventar tu pueblo. La justicia en su pecho muchos guardan, y, prudentes, disparan tarde el arco; mas tu pueblo la tiene en plena boca. Muchos rechazan cargos oficiales, mas tu pueblo solícito responde sin ser llamado, y grita: «iYo lo acepto!» ¡Alégrate, porque motivos tienes: tú rica, tú con paz, y tú prudente! De si digo verdad, están las muestras. Las Atenas y Espartas, que inventaron las viejas leyes tan civilizadas del bien vivir, hicieron débil prueba comparadas contigo, pues que haces tan sutiles decretos, que a noviembre los que hiciste en octubre nunca llegan. Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces leyes, monedas, hábitos y oficios, has mudado, y cambiado de habitantes? [L505] Y si te acuerdas bien y lo ves claro, te verás semejante a aquella enferma que no encuentra reposo sobre plumas, mas dando vueltas calma sus dolores. CANTO VII Los saludos corteses y dichosos por tres y cuatro veces reiterados, Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?» «Antes de que llegaran a este monte las almas dignas de subir a Dios, Octavio dio a mis huesos sepultura. Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna, salvo el no tener fe, perdí los cielos.» Así repuso entonces mi maestro. Como queda quien ve súbitamente algo maravilloso frente a él, que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...», aquel así; después bajó los ojos, [L506] y se volvió hacia él humildemente, y le abrazó donde el menor se agarra. «Gloria de los latinos, por el cual mostró cuánto podia nuestra lengua, oh prez eterna, del pueblo natal, qué mérito o qué gracia a mí te muestra? Si de escuchar soy digno tus palabras, dime si acaso vienes del infierno.» «Por los recintos todos de aquel reino doliente, aquí he llegado -respondió- y, enviado del cielo, con él vengo. Perdí, no por hacer, mas por no hacer, [L507] el ver el alto sol que tú deseas, pues que fue tarde por mí conocido. No entristecen martirios aquel sitio sino tinieblas sólo; y los lamentos no suenan como ayes, son suspiros. Allí estoy con los niños inocentes del diente de la muerte antes mordidos que de la humana culpa fueran libres. Con aquellos estoy que las tres santas virtudes no vistieron, mas sin vicio supieron y siguieron las restantes. Mas si sabes y puedes, un indicio danos, con que poder llegar más pronto a donde el purgatorio da comienzo.» Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto; [L508] y me es licito andar por todos lados; te acompaño cual gu(a mientras pueda. Pero contempla cómo cae el día, y subir por la noche no se puede; será bueno pensar en un refugio. A la derecha hay almas retiradas; si lo permites, a ellas te conduzco, y te dará placer el conocerlas. [L509] «¿Cómo es eso? -repuso- ¿quien quisiese subir de noche, se lo impediría alguno, o es que él mismo no pudiera? Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya pasarías después de que anochezca: no porque haya otra cosa que te impida subir, sino las sombras de la noche; que, de impotencia, quitan los deseos. Con ellas bien podrías descender y caminar en torno de la cuestra, mientras que al día encierra el horizonte.» [L510] Entonces mi señor, casi admirado, [L511] «llévanos -dijo- donde nos contaste, pues podrá ser gozosa la demora». De allí poco alejados estuvimos, cuando noté que el monte estaba hendido, del modo como un valle aquí los hiende. «Allí -dijo la sombra-, marcharemos donde la cuesta hace de sí un regazo; y esperaremos allí el nuevo día.» Entre llano y pendiente, un tortuoso camino nos condujo hasta la parte del valle de laderas menos altas. Oro, albayalde, grana y plata fina, indigo, leño lúcido y sereno, fresca esmeralda al punto en que se quiebra, por las hierbas y flores de aquel valle, sus colores serían derrotados, como el mayor derrota al más pequeño. No pintó solamente alll natura, mas con la suavidad de mil olores, incógnito, indistinto, uno creaba. Salve Regina, sobre hierba y flores [L512] sentadas, vi a unas almas que cantaban, que no vimos por fuera de aquel valle. «Antes que el poco sol vuelva a su nido -comenzó nuestro guta el Mantuano- no pretendáis que entre esos os conduzca. Mejor desde esta loma las acciones y los rostros veréis de cada uno, que mezclados con ellos allá abajo. [L513] Quien más alto se sienta y que parece [L514] desatender aquello que debiera, y no mueve la boca con los otros, Rodolfo fue, que pudo, con su imperio, sanar las plagas que han matado a Italia, y así tarde el remedio de otros llega. [L515] Aquel que le consuela con la vista, [L516] rigió la tierra donde el agua nace que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva. Otocar se llamó, y desde la infancia fue mejor que el barbudo Wenceslao, su hijo que lujuria y ocio pace. [L517] Y aquel chatito que charla muy junto [L518] con aquel de un aspecto tan benigno, [L519] murió escapando y desflorando el lirio: ¡Ved allí cómo el pecho se golpea! Mirad al otro que ha hecho a su mano de su mejilla, suspirando, lecho. Del mal de Francia son el padre y suegro: [L520] saben su villa sucia y enviciada; de esto viene el dolor que les lancea. Aquel tan corpulento que acompasa [L521] su canto con aquel tan narigudo, [L522] de toda las virtudes ciñó cuerda; y si rey después de él hubiera sido el jovencito sentado detrás, [L523] iría la virtud de vaso en vaso. No es lo mismo los otros herederos; [L524] tienen el trono Jaime y Federico; mas el lote mejor ninguno tiene. Raras veces renace por las ramas la probidad humana; y esto quiere quien la otorga, para que la pidamos. [L525] También esto concierne al narigudo [L526] y no menos que a Pedro, con quien canta, de quien Pulla y Provenza se lamentan. Tan inferior la planta es a su grano, [L527] cuanto, más que Beatriz y Margarita, Constanza del marido se envanece. Mirad al rey de la vida sencilla [L528] sentado aparte, Enrique de Inglaterra: el vástago mejor tiene en sus ramas. Aquel que está más bajo echado en tierra, [L529] mirando arriba, es Guillermo el marqués, por quien a Alejandría y sus batallas lloran el Canavés y Monferrato. CANTO VIII Era la hora en que quiere el deseo enternecer el pecho al navegante, cuando de sus amigos se despide; y que de amor el nuevo peregrino sufre, si escucha lejos una esquila, que parece llorar el día muerto; cuando yo comencé a dejar de oír, y a mirar hacia un alma que se alzaba pidiendo con la mano que la oyeran. Juntó y alzó las palmas, dirigiendo los ojos hacia oriente, de igual modo que si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.» Con tanta devoción Te lucis ante [L530] le salió de la boca en dulces notas, que le hizo a mi mente enajenarse; y las otras después dulces y pías seguir tras ella, completando el himno, puestos los ojos en la extrema esfera. A la verdad aguza bien los ojos, [L531] lector, que el velo ahora es tan sutil, que es fácil traspasarlo ciertamente. Yo aquel gentil ejército veía callado luego contemplar el suelo, como esperando pálido y humilde; y vi salir de lo alto y descender dos ángeles con dos ardientes gladios [L532] truncos y de la punta desprovistos. Verdes como las hojas más tempranas sus ropas eran, y las verdes plumas por detrás las batfan y aventaban. Uno se puso encima de nosotros, y bajó el otro por el lado opuesto, tal que en medio las gentes se quedaron. Bien distinguía su cabeza rubia; mas su rostro la vista me turbaba, cual facultad que a demasiado aspira. «Vinieron del regazo de María -dijo Sordello- a vigilar el valle, por la serpiente que vendrá muy pronto.» Y yo, que no sabía por qué sitio, me volví alrededor y me estreché a las fieles espaldas, todo helado. «Ahora bajemos -añadió Sordello- entre las grandes sombras para hablarles; pues el veros muy grato habrá de serles.» Sólo tres pasos creo que había dado y abajo estuve; y vi a uno que miraba [L533] hacia mí, pareciendo conocerme. Tiempo era ya que el aire oscureciera, mas no tal que sus ojos y los míos lo que antes se ocultaba no advirtiesen. Hacia mí vino, y yo me fui hacia él: cuánto me complació, gentil juez Nino, cuando vi que no estabas con los reos. Ningún bello saludo nos callamos luego me preguntó: « ¿Cuándo llegaste al pie del monte por lejanas aguas?» «Oh -dije- vine por los tristes reinos esta mañana, en mi primera vida, aunque la otra, andando así, pretendo.» Y cuando fue escuchada mi respuesta, Sordello y él se echaron hacia atrás como gente de súbito turbada. [L534] Volvióse uno a Virgilio, el otro a alguien [L535] sentado allí y gritó: «¡Mira, Conrado! ven a ver lo que Dios por gracia quiere.» Y vuelto a mí: « Por esa rara gracia que debes al que de ese modo esconde sus primeros porqués, que no se entienden, cuando hayas vuelto a atravesar las ondas di a mi Giovanna que en mi nombre implore, [L536] en donde se responde a la inocencia. No creo que su madre ya me ame [L537] luego que se cambió las blancas tocas, que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera. Por ella fácilmente se comprende cuánto en mujer el fuego de amor dura, si la vista o el tacto no lo encienden. Tan bella sepultura no alzaría [L538] la sierpe del emblema de Milán, como lo haría el gallo de Gallura.» Así dijo, y mostraba señalado su aspecto por aquel amor honesto que en el pecho se enciende con mesura. Yo alzaba ansioso al cielo la mirada, adonde son más tardas las estrellas, como la rueda más cercana al eje. Y mi guía: « ¿Qué miras, hijo, en lo alto?» Y yo le dije: «Aquellas tres antorchas por las que el polo todo hasta aquí arde.» [L539] Y él respondió: « Las cuatro estrellas claras que esta mañana vimos, han bajado y éstas en su lugar han ascendido» Mientras hablaba cogióle Sordello diciendo: «Ved allá a nuestro adversario»; y para que mirase alzó su dedo. De aquella parte donde se abre el valle había una serpiente, acaso aquella que le dio a Eva el alimento amargo. Entre flores y hierba iba el reptil, volviendo la cabeza, y sus espaldas lamiendo como bestia que se limpia. Yo no lo vi, y por eso no lo cuento, qué hicieron los azores celestiales; pero bien vi moverse a uno y a otro. Al escuchar hendir las verdes alas, escapó la serpiente, y regresaron a su lugar los ángeles a un tiempo. La sombra que acercado al juez se había [L540] cuando este la llamó, mientras la lucha no dejó ni un momento de mirarme. « Así la luz que a lo alto te conduce encuentre en tu servicio tanta cera, cuanta hasta el sumo esmalte necesites, -comenzó- si noticia verdadera de Val de Magra o de parte vecina conoces, dímela, que allí fui grande. Me llamaba Corrado Malaspina; no el antiguo, sino su descendiente; [L541] a mis deudos amé, y he de purgarlo. [L542] «Oh -yo le dije- por vuestras comarcas [L543] no estuve nunca; pero no hay un sitio en toda Europa que las desconozca. La fama con que se honra vuestra casa, [L544] celebra a los señores y a sus tierras, tal que sin verlas todos las conocen. Y yo os juro que, así vuelva yo arriba, vuestra estirpe honorable no desdora el precio de la bolsa y de la espada. Uso y natura así la privilegian, [L545] que aunque el malvado jefe tuerza el mundo, [L546] derecha va y desprecia el mal camino.» y él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar [L547] siete veces el lecho que el Carnero cubre y abarca con sus cuatro patas, sin que esta opinión tuya tan cortés claven en tu cabeza con mayores clavos que las palabras de los otros, si el transcurrir dispuesto no se para.» CANTO IX Del anciano Titón la concubina emblanquecía en el balcón de oriente, fuera ya de los brazos de su amigo; [L548] en su frente las gemas relucían puestas en forma del frío animal que con la cola a la gente golpea; la noche, de los pasos con que asciende, dos llevaba en el sitio en donde estábamos, y el tercero inclinaba ya las alas; [L549] cuando yo, que de Adán algo conservo, adormecido me tumbé en la hierba donde los cinco estábamos sentados. [L550] Cuando a sus tristes layes da comienzo la golondrina al tiempo de alborada, acaso recordando el primer llanto, [L551] y nuestra mente, menos del pensar presa, y más de la carne separada, casi divina se hace a sus visiones, creí ver, en un sueño, suspendida un águila en el cielo, de áureas plumas, con las alas abiertas y dispuesta a descender, allí donde a los suyos dejara abandonados Ganimedes, arrebatado al sumo consistorio. [L552] ¡Acaso caza ésta por costumbre aquí -pensé-, y acaso de otro sitio desdeña arrebatar ninguna presa! Luego me pareció que, tras dar vueltas, terrible como el rayo descendía, y que arriba hasta el fuego me llevaba. [L553] Allí me pareció que ambos ardíamos; y el incendio soñado me quemaba tanto, que el sueño tuvo que romperse. No de otro modo se inquietara Aquiles, volviendo en torno los despiertos ojos y no sabiendo dónde se encontraba, cuando su madre de Quirón a Squira en sus brazos dormido le condujo, donde después los griegos lo sacaron; [L554] cual yo me sorprendí, cuando del rostro [L555] el sueño se me fue, y me puse pálido, como hace el hombre al que el espanto hiela. Sólo estaba a mi lado mi consuelo, y el sol estaba ya dos horas alto, [L556] y yo la cara al mar tenía vuelta. «No tengas miedo -mi señor me dijo-; cálmate, que a buen puerto hemos llegado; no mengües, mas alarga tu entereza. Acabas de llegar al Purgatorio: ve la pendiente que en redor le cierra; y ve la entrada en donde se interrumpe. Antes, al alba que precede al día, cuando tu alma durmiendo se encontraba, sobre las flores que aquel sitio adornan, [L557] vino una dama, y dijo: «Soy Lucía; deja que tome a éste que ahora duerme; así le haré más fácil el camino.» Sordello se quedó, y las otras formas; Te cogió y cuando el día clareaba, vino hacia arriba y yo tras de tus pasos. Te dejó aquí, mas me mostraron antes sus bellos ojos esa entrada; y luego ella y tu sueño a una se marcharon.» Como un hombre que sale de sus dudas y que cambia en sosiego sus temores, después que la verdad ha descubierto, cambié yo; y como sin preocupaciones me vio mi guía, por la escarpadura anduvo, y yo tras él hacia lo alto. Lector, observarás cómo realzo mis argumentos, y aún con más arte si los refuerzo, no te maravilles. Nos acercamos hasta el mismo sitio que antes me había parecido roto, como una brecha que un muro partiera, vi una puerta, y tres gradas por debajo para alcanzarla, de colores varios, y un portero que aún nada había dicho. [L558] Y como yo aún los ojos más abriera, le vi sentado en la grada más alta, con tal rostro que no pude mirarlo; y una espada tenía entre las manos, que los rayos así nos reflejaba, que en vano a ella dirigí mi vista. «Decidme desde allí: ¿Qué deseáis -él comenzó a decir- ¿y vuestra escolta? No os vaya a ser dañosa la venida.» «Una mujer del cielo, que esto sabe, -le respondió el maestro- nos ha dicho antes, id por allí, que está la puerta.» «Y ella bien ha guiado vuestros pasos -cortésmente el portero nos repuso-: venid pues y subid los escalones. Allí subimos; y el primer peldaño [L559] era de mármol blanco y tan pulido, que en él me espejeé tal como era. Era el segundo oscuro más que el perso hecho de piedra áspera y reseca, agrietado a lo largo y a lo ancho. El tercero que encima descansaba, me pareció tan llameante pórfido, cual la sangre que escapa de las venas. Encima de éste colocaba el ángel de Dios, sus plantas, al umbral sentado, que piedra de diamante parecía. [L560] Por los tres escalones, de buen grado, el guía me llevó, diciendo: «Pide humildemente que abran el cerrojo.» A los pies santos me arrojé devoto; y pedí que me abrieran compasivos, mas antes di tres golpes en mi pecho. Siete P, con la punta de la espada, [L561] en mi frente escribió: «Lavar procura estas manchas -me dijo- cuando entres.» La ceniza o la tierra seca eran [L562] del color mismo de sus vestiduras; y de debajo se sacó dos llaves. [L563] Era de plata una y la otra de oro; con la blanca y después con la amarilla algo que me alegró le hizo a la puerta. «Cuando cualquiera de estas llaves falla, y no da vueltas en la cerradura -dijo él- esta entrada no se abre. Más rica es una; pero la otra, antes de abrir, requiera más ingenio y arte, porque es aquella que el nudo desata. Me las dio Pedro; y díjome que errase antes en el abrirla que en cerrarla, mientras la gente en tierra se prosterne.» [L564] Después empujó la puerta sagrada, diciéndonos: «Entrad, pero os advierto que vuelve afuera aquel que atrás mirase.» [L565] Y al girar en sus goznes las esquinas de aquellas sacras puertas, que de fuertes y sonoros metales están hechas, no rechinó ni se mostró tan dura Tarpeya, cuando al bueno de Metelo la arrebataron, y quedó arruinada. [L566] Yo me volví con el sonar primero, y Te Deum Laudamus parecía [L567] escucharse en la voz y en dulces sones. Tal imagen al punto me venía de lo que oía, como la que suele cuando cantar con órgano se escucha; que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto. CANTO X Y al cruzar el umbral de aquella puerta que el mal amor del alma hace tan rara, pues que finge derecho el mal camino, resonando sentí que la cerraban; y si la vista hubiese vuelto a ella, ¿con qué excusara falta semejante? [L568] Ascendimos por una piedra hendida, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. «Aquí es preciso usar de la destreza -dijo mi guía- y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta.» [L569] Y esto nos hizo retardar el paso, tanto que antes el resto de la luna volvió a su lecho para cobijarse, que aquel desfiladero abandonásemos; [L570] mas al estar ya libres y a lo abierto, donde el monte hacia atrás se replegaba, cansado yo, y los dos sobre la ruta inciertos, nos paramos en un sitio más solo que un camino en el desierto. Desde el borde que cae sobre el vacío, al pie del alto farallón que asciende, tres veces mediría el cuerpo humano; y hasta donde alcanzaba con los ojos, por el derecho y el izquierdo lado, esa cornisa igual me parecía. Nuestros pies no se habían aún movido cuando noté que la pared aquella, que no daba derecho de subida, [L571] era de mármol blanco y adornado con relieves, que no ya a Policleto, [L572] a la naturaleza vencerían. El ángel que a la tierra trajo anuncio de aquella paz llorada tantos años, que abrió los cielos tras veto tan largo, tan verdadero se nos presentaba aquí esculpido en gesto tan suave, que imagen muda no nos parecía. Jurado habria que él decía: «¡Ave!» porque representada estaba aquella que tiene llave del amor supremo; e impresas en su gesto estas palabras "Ecce ancilla Dei", del modo con que en cera se imprime una figura. «En un lugar tan sólo no te fijes -dijo el dulce maestro, que en el lado donde se tiene el corazón me puso. Por lo que yo volví la vista, y vi tras de María, por aquella parte donde se hallaba quien me dirigía, otra historia en la roca figurada; y me acerqué, cruzando ante Virgilio, para verla mejor ante mis ojos. Allí en el mismo mármol esculpido [L573] estaban carro y bueyes con el arca que hace temible el no mandado oficio. Delante había gente; y toda ella en siete coros, que mis dos sentidos uno decía: «No», y otro: «Sí canta.» [L574] Y al igual con el humo del incienso representado, la nariz y el ojo entre el no y entre el sí tuvieron pugna. Ante el bendito vaso daba brincos el humilde salmista arremangado, más y menos que rey en ese instante. Frente a él, figurada en la azotea, de un gran palacio, Micol se asombraba como mujer despreciativa y triste. Moví los pies del sitio en donde estaba, para ver otra historia más de cerca, que detrás de Micol resplandecía. Aquí estaba historiada la alta gloria [L575] del principe romano, a quien Gregorio hizo por sus virtudes victorioso; [L576] hablo de aquel emperador Trajano; y de una viuda que cogióle el freno, de dolor traspasada y de sollozos. Había en torno a él gran muchedumbre de caballeros, y las águilas áureas sobre ellos se movían con el viento. La pobrecilla entre todos aquellos parecía decir: «Dame venganza, señor, de mi hijo muerto, que me aflige.» Y él que le contestaba: «Aguarda ahora a mi regreso»; y ella: « Señor mío -como alguien del dolor impacientado-, ¿y si no vuelves?» y él: «Quien en mi puesto esté, lo hará»; y ella: « El bien que otro haga ¿qué te importa si el tuyo has olvidado?» Por lo cual él: «Consuélate; es preciso que cumpla mi deber antes de irme: la piedad y justicia me retienen.» [L577] Aquel que nunca ha visto cosas nuevas [L578] fue quien produjo aquel hablar visible, nuevo a nosotros pues que aquí no se halla. Mientras yo me gozaba contemplando los simulacros de humildad tan grande, más gratos aún de ver por su artesano, «Por acá vienen, mas con lentos pasos -murmuraba el poeta- muchas gentes: éstas podrán llevamos más arriba.» [L579] Mis ojos, que en mirar se complacían por ver lá novedad que deseaban, en volverse hacia él no fueron lentos. Mas no quiero lector desanimarte de tus buenos propósitos si escuchas cómo desea Dios cobrar las deudas. No atiendas a la forma del martirio: piensa en lo que vendrá; y que en el peor caso, [L580] no irá más lejos de la gran sentencia. [L581] Yo comencé: «Maestro, lo que veo venir aquí, personas no parecen, y no sé qué es: turbada está mi vista.» Y aquel: «La condición abrumadora de su martirio a tierra les inclina, y aun mis ojos dudaron al principio. Mas mira fijamente, y desentraña quiénes vienen debajo de esas peñas: podrás verlos a todos doblegados.» [L582] Oh soberbios cristianos, infelices, que enfermos de la vista de la mente, la fe ponéis en pasos que atrás vuelven, ¿no comprendéis que somos los gusanos de quien saldrá la mariposa angélica que a la justicia sin reparos vuela? ¿de qué se ensorberbecen vuestras almas, si cual insectos sois defectuosos, gusanos que no llegan a formarse? Como por sustentar suelo o tejado, por ménsulas a veces hay figuras cuyas rodillas llegan hasta el pecho, que sin ser de verdad causan angustia verdadera en aquellos que las miran; así los vi al mirarles más atento. Cierto que más o menos contraídas, según el peso que portando estaban; y aún aquel más paciente parecía decir llorando: «Ya no lo resisto.» CANTO XI «Oh padre nuestro, que estás en los cielos, [L583] no circunscrito, sino por más grande [L584] amor que a tus primeras obras tienes, alabados tu nombre y tu potencia sean de cualquier hombre, como es justo darle gracias a tu dulce vapor. [L585] De tu reino la paz venga a nosotros, que nosotros a ella no alcanzarnos, si no viene, con todo nuestro esfuerzo. Como por gusto suyo hacen los ángeles, cantando osanna, a ti los sacrificios, hagan así gustosos los humanos. El maná cotidiano danos hoy, sin el cual por este áspero desierto quien más quiere avanzar más retrocede. Y al igual que nosotros las ofensas perdonamos a todos, sin que mires el mérito, perdónanos, benigno. Nuestra virtud que cae tan prontamente no ponga a prueba el antiguo enemigo, mas líbranos de aquel que así la hostiga. Esta última plegaria, amado Dueño. no se hace por nosotros, ni hace falta, mas por aquellos que detrás quedaron.» [L586] Para ellas y nosotros buen camino pidiendo andaban esas sombras, bajo un peso igual al que a veces se sueña, angustiadas en formas desiguales y en la primera cornisa cansadas, purgando las calígines del mundo. [L587] Si allí bien piden siempre por nosotros, ¿aquí qué hacer y qué pedir podrían los que en Dios han echado sus raíces? Debemos ayudarles a lavarse las manchas, tal que puros y ligeros puedan ganar las estrelladas ruedas. «Ah, la justicia y la Piedad os libren pronto, tal que podáis mover las alas, que os conduzcan según vuestros deseos: mostradnos por qué parte a la escalera más rápido se va; y, si hay más caminos, enseñadnos aquel menos pendiente; pues a quien me acompaña, por la carga de la carne de Adán con que se viste, contra su voluntad, subir le cuesta.» Las palabras que respondieron a éstas que había dicho aquel que yo seguía, [L588] de quién vinieran no lo supe; pero dijeron: «Por la orilla a la derecha veniros, y hallaremos algún paso que lo pueda subir un hombre vivo. Y si no fuese un estorbo la piedra que mi cerviz soberbia doma, y tengo por esto que llevar el rostro gacho, a aquel que vive aún y no se nombra, miraría por ver si lo conozco, para hacer que este peso compadezca. Latino fui, de un gran toscano hijo: [L589] Giuglielrno Aldobrandeschi fue mi padre; no sé si conocéis el nombre suyo. La sangre antigua y las gloriosas obras de mis mayores, arrogancia tanta me dieron, que ignorando a nuestra madre común, todos los hombres despreciaba y por ello morí; sábenlo en Siena, y en Campagnático todos los niños. Soy Omberto; y no sólo la soberbia me dañó a mí-, que a todos mis parientes ha arrastrado consigo a la desgracia. Y aquí es preciso que este peso lleve por ella, hasta que Dios se satisfaga: Pues no lo hice de vivo, lo hago muerto.» Incliné al escucharle la cabeza; [L590] y uno de ellos, no aquel que había hablado, se volvió bajo el peso que llevaba, [L591] y me llamó al mirarme y conocerme, con los ojos fijados con gran pena, pues andaba inclinado junto a ellos. «Oh -yo le dije-- ¿No eres Oderisi, honra de Gubbio, y honra de aquel arte que se llama en París iluminar?» «Hermano --dijo--- ríen más las cartas que ahora ilumina Franco, el de Bolonia; [L592] suyo es todo el honor, y en parte, mío. No hubiera sido yo tan generoso mientras vivía, por el gran deseo de superar a todos que albergaba. De tal soberbia pago aquí la pena; y aun no estaría aquí de no haber sido que, pudiendo pecar, volvíme a Dios. [L593] ¡Oh, vana gloria del poder humano! ¡qué poco dura el verde de la cumbre, si no le sigue un tiempo decadente! [L594] Creisteis que en pintura Cimabue [L595] tuviese el campo, y es de Giotto ahora, y la fama de aquel ha oscurecido. Igual un Guido al otro le arrebata la gloria de la lengua; y nació acaso el que arroje del nido a uno y a otro. No es el ruido mundano más que un soplo de viento, ahora de un lado, ahora del otro, y muda el nombre como cambia el rumbo. ¿Qué fama has de tener, si viejo apartas de ti la carne, como si murieras antes de abandonar el sonajero, [L596] cuando pasen mil años? Pues es corto ese espacio en lo eterno, más que un guiño en el más tardo giro de los cielos. [L597] Aquel que va delante tan despacio [L598] de mí, en Toscana entera era famoso; y de él en Siena apenas cuchichean, en donde era señor cuando abatieron la rabia florentina, que soberbia fue en aquel tiempo tal como ahora es puta. [L599] Color de hierba es vuestra nombradía, que viene y va, y el mismo la marchita que la hace brotar verde de la tierra.» [L600] Y yo le dije: «Tu verdad me empuja a la humildad, y abate mi soberbia; pero quién es aquel de quien hablabas?» «Es -respondió-- Provenzano Salviati: y está aquí porque tuvo pretensiones de llevar Siena entera entre sus manos. Anduvo así y aún anda, sin descanso, desde su muerte: tal moneda paga aquel que en vida a demasiado aspira.» Y yo: «Si aquel espíritu que deja arrepentirse al fin de su existencia, queda abajo y no sube sin la ayuda de una buena oración, antes que pase un tiempo semejante al que ha vivido, ¿Cómo le consintieron que viniese?» «Cuando vivía más glorioso -dijo-, [L601] en la plaza de Siena libremente vencida su vergüenza, se plantó y allí para salvar a cierto amigo, en la prisión de Carlos condenado, de tal modo actuó que tembló entero. Más no diré y oscuro sé que hablo; pero dentro de poco, tus vecinos [L602] harán de modo que glosarlo puedas. Esta acción le sacó de esos confines.» CANTO XII A la par, como bueyes en la yunta, con el alma cargada caminaba, mientras lo consintió mi pedagogo. Mas cuando dijo: «Déjale y avanza; que es menester que con alas y remos empuje su navío cada uno», enderecé, cual para andar conviene el cuerpo todo, mas los pensamientos se me quedaron sencillos y humildes. Me puse a andar, y seguía con gusto los pasos del maestro, y ambos dos de ligereza hacíamos alarde; y él dijo: «vuelve al suelo la mirada, pues para caminar seguro es bueno ver el lugar donde las plantas pones». Como, para dejar memoria de ellos, sobre las tumbas en tierra excavadas está escrito quién era cuando vivo, y de nuevo se llora muchas veces por el aguijoneo del recuerdo, que tan sólo espolea a los piadosos; con mayor semejanza, pues tal era el artificio, lleno de figuras vi aquel camino que en el monte avanza. Veía a aquél que noble fue creado [L603] más que criatura alguna, de los cielos como un rayo caer, por una parte. Veía a Briareo, que yacía [L604] en otra, de celeste flecha herido, por su hielo mortal grave a la tierra. Veía a Marte, a Palas y a Timbreo, [L605] aún armados en tomo de su padre, mirando a los Gigantes desmembrados. Veía al pie, a Nemrot, de la gran obra [L606] ya casi enloquecido, contemplando los que en Senar con él fueron soberbios. ¡Oh Niobe, con qué dolientes ojos [L607] te veía grabada en el sendero, entre tus muertos siete y siete hijos! ¡Oh Saúl, cómo con la propia espada [L608] en Gelboé ya muerto aparecías, que no sentiste lluvia ni rocío! Oh loca Aracne, así pude mirarte [L609] ya medio araña, triste entre los restos de la obra que por tu mal hiciste. Oh Roboán, no parece que asuste [L610] aquí tu efigie; mas lleno de espanto le lleva un carro, sin que le eche nadie. Mostraba aún el duro pavimento como Alcmeón a su madre hizo caro [L611] aquel adorno tan desventurado. Mostraba cómo se lanzaron sobre Senaquerib sus hijos en el templo, [L612] y cómo, muerto, allí lo abandonaron. Mostraba el crudo ejemplo y la ruina que hizo Tamiris cuando dijo a Ciro: [L613] «tuviste sed de sangre y te doy sangre». Mostraba cómo huyeron derrotados, tras morir Holofernes, los asirios, [L614] y también de su muerte los despojos. Veía a Troya en ruinas y en cenizas; [L615] ¡oh Ilión, cuán abatida y despreciable mostrábate el relieve que veíal ¿Qué pincel o buril allí trazara las sombras y los rasgos, que admirarse harían a cualquier sutil ingenio? Muertos tal muertos, vivos como vivos: no vio mejor que yo quien vio de veras, cuanto pisaba, al ir mirando el suelo. ¡Ah, caminad soberbios y altaneros, hijos de Eva, y no inclinéis el rostro para poder mirar el mal camino! Mas al monte la vuelta habíamos dado, y su camino el sol más recorrido de lo que mi alma absorta calculaba, cuando el que atento siempre caminaba delante, dijo: «Alza la cabeza, ya no hay más tiempo para ir tan absorto. Mira un ángel allí que se apresura [L616] por venir a nosotros; ve que vuelve la esclava sexta del diario oficio. [L617] De reverencia adorna rostro y porte, para que guste arriba conducirnos; piensa que ya este día nunca vuelve.» Acostumbrado estaba a sus mandatos de no perder el tiempo, así que en esa materia no me hablaba oscuramente. El bello ser, de blanco, se acercaba, con el rostro cual suele aparecer tremolando la estrella matutina. Abrió los brazos, y después las alas; dijo: «Venid, cercanos los peldaños están y ya se sube fácilmente. Muy pocos a esta invitación alcanzan: oh humanos que nacisteis a altos vuelos, ¿cómo un poco de viento os echa a tierra?» [L618] A la roca cortada nos condujo; allí batió las alas por mi frente, y prometió ya la marcha segura. Como al subir al monte, a la derecha, [L619] en donde está la iglesia que domina la bien guiada sobre el Rubaconte, del subir se interrumpe la fatiga por escalones que se construyeron cuando sumario y pesas eran ciertos; tal se suaviza aquella ladera que cae a plomo del otro repecho; mas rozando la piedra a un lado y otro. Al dirigirnos por ese camino Beati pauperes spiritu, de un modo [L620] inefable cantaban unas voces. Ah qué distintos eran estos pasos de aquellos del infierno: aquí con cantos se entra y allí con feroces lamentos. Por los santos peldaños ya subíarnos y bastante más leve me encontraba, de lo que en la llanura parecía. Por lo que yo: «Maestro ¿qué pesada carga me han levantado, que ninguna fatiga casi tengo caminando?» Él respondió: «Cuando las P que quedan aún en tu rostro a punto de borrarse, estén, como una de ellas, apagadas, tan vencidos los pies de tus deseos estarán, que no sólo sin fatiga, sino con gozo arriba han de llevarte.» Entonces hice como los que llevan en la cabeza un algo que no saben, y sospechan por gestos de los otros; y por lo cual se ayudan con la mano, que busca y halla y cumple así el oficio que no pudiera hacerlo con la vista; extendiendo los dedos de la diestra, sólo encontré seis letras, que en mi frente el de la llave habíame grabado: y viendo esto sonrió mi guía. CANTO XIII Llegarnos al final de la escalera, [L621] donde por vez segunda se recoge el monte, que subiendo purifica. Allí del núsmo modo una cornisa, igual que la primera, lo rodea; sólo que el giro se completa antes. No había sombras ni señales de ellas: liso el camino y lisa la muralla, del lívido color de los roquedos. «Si, para preguntar, gente esperarnos --me decía el poeta-- mucho temo que se retrase nuestra decisión.» Luego en el sol clavó los ojos fijos; de su diestra hizo centro al movimiento, y se volvió después hacia la izquierda. «Oh dulce luz en quien confiado entro por el nuevo camino, llévanos -decía- cual requiere este paraje. Tú calientas el mundo, y sobre él luces: si otra razón lo contrario no manda, serán siempre tus rayos nuestro guía.» Cuanto por una milla aquí se cuenta, tanto en aquella parte caminamos al poco, pues las ganas acuciaban; y sentimos volar hacia nosotros espíritus sin verlos, que invitaban cortésmente a la mesa del amor. La voz primera que pasó volando [L622] "Vinum non habent" dijo claramente, y tras nosotros lo iba repitiendo. [L623] Y aún antes de perderse por completo al alejarse, otra: «Soy Orestes» pasó gritando igual sin detenerse. Yo dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?» Y escuché al preguntarlo una tercera diciendo: «Amad a quien el mal os hizo.» [L624] Y el buen maestro «Azota esta cornisa la culpa de la envidia, mas dirige la caridad las cuerdas del flagelo. Su freno quiere ser la voz contraria: y podrás escucharla, según creo, antes que el paso del perdón alcances. Mas con fijeza mira, y verás gente que está sentada enfrente de nosotros, apoyada a lo largo de la roca.» Abrí entonces los ojos más que antes; miré delante y sombras vi con mantos del color de la piedra no distintos. Y al haber avanzado un poco más, oí gritar: «María, por nosotros ruega» y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos». No creo que ahora existe por la tierra hombre tan duro, a quien no le moviese a compasión lo que después yo vi; pues cuando estuve tan cercano de ellos que sus gestos veía claramente, grave dolor me vino por los ojos. De cilicio cubiertos parecían y uno aguantaba con la espalda al otro, y el muro a todas ellas aguantaba. Así los ciegos faltos de sustento, piden limosna en días de indulgencia, y la cabeza inclina uno sobre otro, por despertar piedad más prontamente, no sólo por el son de las palabras, mas por la vista que no menos pide. Y como el sol no llega hasta los ciegos, lo mismo aquí a las sombras de las que hablo no quería llegar la luz del cielo; pues un alambre a todos les cosía y horadaba los párpados, del modo que al gavilán que nunca se está quieto. [L625] Al andar, parecía que ultrajaba a aquellos que sin venne yo veía; por lo cual me volví al sabio maestro. Él sabía que, aun mudo, deseaba hablarle; y no esperando mi pregunta, él me dijo: «Habla breve y claramente.» Virgilio caminaba por la parte [L626] de la cornisa en que caer se puede, pues ninguna baranda la rodea; por la otra parte estaban las devotas sombras, que por su horrible cosedura lloraban y mojaban sus mejillas. Me volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas -yo comencé-- de ver la luz suprema que vuestro desear sólo procura, así pronto la gracia os vuelva limpia vuestra conciencia, tal que claramente por ella baje de la mente el río, decidme, pues será grato y amable, si hay un alma latina entre vosotros, que acaso útil le sea el conocerla.» «Oh hermano todos somos ciudadanos de una Ciudad auténtica; tú dices [L627] que viviese en Italia peregrina.» Esto creí escuchar como respuesta un poco más allá de donde estaba, por lo que procuré seguir oyendo. Entre otras vi a una sombra que en su aspecto esperaba; y si alguno dice "¿Cómo?", alzaba la barbilla como un ciego. «Alma que por subir te estás domando, si eres -le dije ~ me respondiste, haz que conozca tu nombre o tu patria.» «Yo fui Sienesa -repuso-- y con estos [L628] otros enmiendo aquí la mala vida, pidiendo a Aquél que nos conceda el verle. No fui sabia, aunque Sapia me llamaron, y fui con las desgracias de los otros aún más feliz que con las dichas mías. Y para que no creas que te miento, oye si fui, como te digo, loca, ya descendiendo el arco de mis años. Mis paisanos estaban junto a Colle [L629] cerca del campo de sus enemigos, y yo pedía a Dios lo que El quería. [L630] Vencidos y obligados a los pasos amargos de la fuga, al yo saberlo, gocé de una alegría incomparable, tanto que arriba alcé atrevido el rostro gritando a Dios: «De ahora no te temo» como hace el mirlo con poca bonanza. [L631] La paz quise con Dios ya en el extremo de mi vivir; y por la penitencia no estaría cumplida ya mi deuda, si no me hubiese Piero Pettinaio recordado en sus santas oraciones, [L632] quien se apiadó de mí caritativo. ¿Tú quién eres, que nuestra condición vas preguntando, con los ojos libres, como yo creo, y respirando hablas?» «Los ojos ---dije acaso aquí me cierren, mas poco tiempo, pues escasamente he pecado de haber tenido envidia. Mucho es mayor el miedo que suspende mi alma del tormento de allí abajo, que ya parece pesarme esa carga.» [L633] Y ella me dijo: «¿Quién te ha conducido entre nosotros, que volver esperas?» Y yo: «Este que está aquí sin decir nada. Vivo estoy; por lo cual puedes pedirrne, espíritu elegido, si es preciso que allí mueva por ti mis pies mortales.» «Tan rara cosa de escuchar es ésta, que es signo --dije,- de que Dios te ama; con tus plegarias puedes ayudarme. Y te suplico, por lo que más quieras, que si pisas la tierra de Toscana, que a mis parientes mi fama devuelvas. Están entre los necios que ahora esperan [L634] en Talamón, y allí más esperanzas perderán que en la busca de la Diana. Pero más perderán los almirantes. [L635] CANTO XIV «¿Quién es éste que sube nuestro monte antes de que la muerte alas le diera, y abre los ojos y los cierra a gusto?» «No sé quién es, mas sé que no está sólo; interrógale tú que estás más cerca, y recíbelo bien, para que hable.» Así dos, apoyado uno en el otro, [L636] conversaban de mí a mano derecha; luego los rostros, para hablar alzaron. Y dijo uno: «Oh alma que ligada al cuerpo todavía, al cielo marchas, por caridad consuélanos y dinos quién eres y de dónde, pues nos causas con tu gracia tan grande maravilla, cuanto pide una cosa inusitada.» Y yo: «Se extiende en medio de Toscana un riachuelo que nace en Falterona, [L637] y no le sacian cien millas de curso. junto a él este cuerpo me fue dado; decir quién soy sería hablar en balde, pues mi nombre es aún poco conocido.» [L638] «Si he penetrado bien lo que me has dicho con mi intelecto -me repuso entonces el que dijo primero- hablas del Arno.» Y el otro le repuso: «¿Por qué esconde éste cuál es el nombre de aquel río, cual hace el hombre con cosas horribles?» y la sombra de aquello preguntada así le replicó: «No sé, mas justo es que perezca de tal valle el nombre; porque desde su cuna, en que el macizo [L639] del que es trunco el Peloro, tan preñado está, que en pocos sitios le superan, hasta el lugar aquel donde devuelve lo que el sol ha secado en la marina, de donde toman su caudal los ríos, [L640] es la virtud enemiga de todos y la huyen cual la bicha, o por desgracia del sitio, o por mal uso que los mueve: [L641] tanto han cambiado su naturaleza los habitantes del mísero valle, cual si hechizados por Circe estuvieran. [L642] Entre cerdos, más dignos de bellotas que de ningún otro alimento humano, su pobre curso primero endereza. [L643] Chuchos encuentra luego, en la bajada, [L644] pero tienen más rabia que fiereza, y desdeñosa de ellos tuerce el morro. Va descendiendo; y cuanto más se acrece, halla que lobos se hicieron los perros, [L645] esa maldita y desgraciada fosa. Bajando luego en más profundos cauces, [L646] halla vulpejas llenas de artimañas, que no temen las trampas que las cacen. No callaré por más que éste me oiga; [L647] y será al otro útil, si recuerda [L648] lo que un veraz espíritu me ha dicho. Yo veo a tu sobrino que se vuelve [L649] cazador de los lobos en la orilla del fiero río, y los espanta a todos. Vende su carne todavía viva; luego los mata como antigua fiera; la vida a muchos, y él la honra se quita. Sangriento sale de la triste selva; y en tal modo la deja, que en mil años no tomará a su estado floreciente.» Como al anuncio de penosos males se turba el rostro del que está escuchando de cualquier parte que venga el peligro, así yo vi turbar y entristecerse a la otra alma, que vuelta estaba oyendo, cuando hubo comprendido las palabras. A una al oírla y a la otra al mirarla, me dieron ganas de saber sus nombres, e híceles suplicante mi pregunta; por lo que el alma que me habló primero volvió a decir: «Que condescienda quieres y haga por ti lo que por mí tú no haces. [L650] Mas porque quiere Dios que en ti se muestre tanto su gracia, no seré tacaño; y así sabrás que fui Guido del Duca. Tan quemada de envidia fue mi sangre. que si dichoso hubiese visto a alguno, cubierto de livor me hubieras visto. De mi simiente recojo tal grano; ¡Oh humano corazón, ¿por qué te vuelcas en bienes que no admiten compañía? [L651] Este es Rinieri, prez y mayor honra de la casa de Cálboli, y ninguno de sus virtudes es el heredero. Y no sólo su sangre se ha privado, entre el monte y el Po y el mar y el Reno, [L652] del bien pedido a la verdad y al gozo; pues están estos límites tan llenos de plantas venenosas, que muy tarde, aun labrando, serían arrancadas. ¿Dónde están Lizio, y Arrigo Mainardi, [L653] Pier Traversaro y Guido de Carpigna? [L654] ¡Bastardos os hicisteis, romañoles! ¿Cuando renacerá un Fabbro en Bolonia? [L655] ¿cuando en Faenza un Bernardín de Fosco, [L656] rama gentil aun de simiente humilde? No te asombres, toscano, si es que lloro cuando recuerdo, con Guido da Prata, [L657] a Ugolin d'Azzo que vivió en Romagna, [L658] Federico Tignoso y sus amigos, [L659] a los de Traversara y Anartagi [L660] (sin descendientes unos y los otros), a damas y a galanes, las hazañas, los afanes de amor y cortesía, donde ya tan malvadas son las gentes. ¿Por qué no te esfumaste, oh Brettinoro, [L661] cuando se hubo marchado tu familia, y mucha gente por no ser perversa? Bien hizo Bagnacaval, ya sin hijos; e hizo mal Castrocaro, y peor Conio, [L662] que tales condes en prohijar se empeña. Bien harán los Pagan, cuando al fin pierdan [L663] su demonio; si bien ya nunca puro ha de quedar de aquellos el recuerdo. Oh Ugolino dei Fantolín, seguro [L664] está tu nombre y no se espera a nadie que, corrompido, oscurecerlo pueda. Y ahora vete, toscano, que deseo más que hablarte, llorar; así la mente nuestra conversación me ha obnubilado.» Sabíamos que aquellas caras almas nos oían andar, y así, callando, hacían confiarnos del camino. Nada más avanzar, ya los dos solos, igual que un rayo que en el aire hiende, se oyó una voz venir en contra nuestra: [L665] «Que me mate el primero que me encuentre»; y huyó como hace un trueno que se escapa, si la nube de súbito se parte. Apenas tregua tuvo nuestro oído, y otra escuchamos con tan grande estrépito, que pareció un tronar que al rayo sigue. «Yo soy Aglauro, que tornóse en piedra», [L666] y por juntarme entonces al poeta, un paso di hacia atrás, y no adelante. Quieto ya el aire estaba en todas partes; y me dijo: «Aquel debe ser el freno que contenga en sus límites al hombre. Pero mordéis el cebo, y el anzuelo del antiguo adversario, y os atrapa; y poco vale el freno y el reclamo. El cielo os llama y gira en torno vuestro, mostrando sus bellezas inmortales, y poneis en la tierra la mirada; y así os castiga quien todo conoce.» CANTO XV Cuanto hay entre el final de la hora tercia y el principio de día en esa esfera, [L667] que al igual que un chiquillo juega siempre tanto ya parecía que hacia el véspero aún le faltaba al sol de su camino: allí la tarde, aquí era medianoche. [L668] En plena cara heríannos los rayos, pues giramos el monte de tal forma, que al ocaso derechos caminábamos, cuando sentí en mi frente pesadumbre de un resplandor mucho mayor que el de antes, [L669] y me asombró tan extraño suceso; por lo que alcé las manos por encima de las cejas, haciéndome visera que del exceso de luz nos protege. Como cuando del agua o del espejo el rayo salta a la parte contraria, ascendiendo de un modo parecido al que ha bajado, y es tan diferente del caer de la piedra en igual caso, como experiencia y arte lo demuestran; [L670] así creí que la luz reflejada por delante de mí me golpease; y en apartarse fue rauda mi vista. «¿Quién es, de quien no puedo, dulce padre, la vista resguardar, por más que hago, y parece venir hacia nosotros?» «Si celestial familia aún te deslumbra -respondió-- no te asombres: mensajero es que viene a invitar a que subamos. [L671] Dentro de poco el mirar estas cosas no será grave, mas será gozoso cuanto natura dispuso que sientas.» Cuando cerca del ángel estuvimos «Entrad aquí -nos dijo dulcemente- donde hay una escalera menos dura.» Subíamos, dejando el sitio aquel y cantar "Beati misericordes" [L672] escuchamos, y "Goza tú que vences" Mi maestro y yo solos caminábamos hacia la altura; y yo al andar pensaba sacar de su palabra algún provecho; y a él me dirigí y le pregunté: «¿Qué ha querido decir el de Romaña. [L673] con bienes que no admiten compañía?» Y él contestó: «De su mayor defecto conoce el daño, así que no te admires si es reprendido por que más no llore. Porque si vuestro anhelo se dirige a lo que compartido disminuye, hace la envidia que suspire el fuelle. Mas si el amor de la esfera suprema los deseos volviera hacia lo alto, tal temor no tendría vuestro pecho; pues, cuanto más allí se dice "nuestro", tanto del bien disfruta cada uno, y más amor aún arde en ese claustro.» «Estoy de estar contento más ayuno -dije- que si no hubiera preguntado, y aún más dudas me asaltan en la mente. ¿Cómo puede algún bien, distribuido en muchos poseedores, aún más ricos hacer de él, que si pocos lo tuvieran?» Y aquel me contestó: «Como no pones la mente más que en cosas terrenales, sacas tinieblas de luz verdadera. Ese bien inefable e infinito que arriba está, al amor tal se apresura corno a un lúcido cuerpo viene el rayo. Tanto se da cuanto encuentra de ardor; y al aumentarse así la caridad, sobre ella crece la eterna virtud. Y así cuanta más gente ama allá arriba, hay allí más amor, y más se ama, y unos y otros son como los espejos. Y si lo que te digo no te sacia, verás a Beatriz que plenamente este o cualquier deseo ha de quitarte. Procura pues que pronto se te extingan, como han sido ya dos, las cinco heridas que cicatrizan al estar contrito.» Cuando decir quería: «Me aplacaste», me vi llegado al círculo de arriba, y me hizo callar la vista ansiosa. Allí me pareció en una visión [L674] estática de súbito estar puesto, y ver muchas personas en un templo; y una mujer decía en los umbrales, con dulce gesto maternal: «Oh hijo, ¿por qué has obrado esto con nosotros? Tu padre y yo angustiados estuvimos buscándote.» Y como ella se callara, se me borró lo que veía antes. Después me vino otra, con el agua [L675] que en sus mejillas el dolor destila, que un gran despecho hacia otros nos provoca diciendo: «Si eres sir de la ciudad, por cuyo nombre dioses contendieron, y donde toda ciencia resplandece, véngate de esos brazos atrevidos que a mi hija abrazaron, Pisistrato.» Y el Señor, que benigno parecía, le respondía con templado rostro: «¿Qué haremos a quien males nos desea, si a aquellos que nos aman condenarnos?» Luego vi gente ardiendo en fuego de ira, [L676] a pedradas matando a un jovencito, gritando: «Martiriza, martiriza», y al joven inclinarse, por la muerte que le apesadumbraba, hacia la tierra, mas sus ojos alzaba siempre al cielo, pidiendo al alto Sir, en guerra tanta, que perdonase a sus perseguidores, con ese aspecto que a piedad nos mueve. Cuando volvió mi alma hacia las cosas que son, fuera de ella, verdaderas, supe que mis errores no eran falsos. [L677] Mi guía entonces, que me contemplaba como a aquel que del sueño se despierta, dijo: «¿Qué tienes que te tambaleas, y has caminado más de media legua con los ojos cerrados, dando tumbos, a guisa de quien turban sueño o vino?» «Oh dulce padre mío, si me escuchas te contaré -le dije lo que he visto, cuando las piernas me fueron tan flojas.» Y él dijo: «Si cien máscaras tuvieses sobre el rostro, cerrados no tendría tus pensamientos, aun los más pequeños. Es lo que viste para que no excuses al agua de la paz abrir el pecho, que de la eterna fuente se derrama. No pregunté "qué tienes", como hiciera quien mira, sin ver nada, con los ojos, cuando desanimado el cuerpo yace; mas pregunté para animar tus pasos tal conviene avivar al perezoso, que tardo emplea al despertar su tiempo.» Por el ocaso andábamos, mirando hasta donde alcanzaba nuestra vista contra la luz radiante y vespertina. Y vimos poco a poco una humareda venir hacia nosotros, cual la noche; ni un sitio había para resguardarnos: el aire puro nos quitó y la vista. [L678] CANTO XVI Negror de infierno y de noche privada de estrella alguna, bajo un pobre cielo, hasta el sumo de nubes tenebroso, tan denso velo no tendió en mi rostro como aquel humo que nos envolvió, y nunca sentí tan áspero pelo. No podía siquiera abrir los ojos por lo que, sabia y fiel, la escolta mía vino hacia mí ofreciéndome su hombro. Como el ciego que va tras de su guía para que no se pierda ni tropiece en obstáculo alguno, o tal vez muera, andaba por el aire amargo y sucio, escuchando a Virgilio aconsejarme: «Ten cuidado y de mí no te separes». Oía voces como que implorasen la paz y la clemencia del Cordero de Dios que borra todos los pecados. Agnus Deí, era, pues, como empezaban todos a un tiempo y en el mismo modo, y en completa concordia parecían. «Maestro, lo que oigo ¿son espíritus?» le dije. Y él a mí: «Bien lo pensaste; de la iracundia van soltando el nudo.» «¿Quién eres tú que cortas nuestro humo, y de nosotros hablas como si aún midieses el tiempo por calendas?» Esto por una voz fue preguntado; [L679] «Contéstale --me dijo mi maestro- y si hay subida por aquí pregunta.» «Oh, criatura -le dije que te limpias para volver hermosa a quien te hizo, maravillas oirás si me acompañas.» «Cuanto me es permitido he de seguirte; y si vernos el humo no nos deja, nos mantendrá cercanos el oírnos.» Entonces comencé: «Con este rostro que destruye la muerte, voy arriba, y he llegado hasta aquí desde el infierno. Y si Dios en su gracia me ha tomado, tanto que quiere que su corte vea de modo inusitado en estos tiempos, no me ocultes quién fuiste antes de muerto; dímelo, y dime si el camino es éste; y tus palabras sean nuestra escolta.» «Yo fui lombardo y Marco me llamaban; del mundo supe, y amé esa virtud a la que nadie tiende ya su arco. Para subir camina siempre recto» Me respondió y dijo luego: «Te pido que por mí implores cuando estés arriba.» «Por mi fe -yo le dije- te prometo que haré lo que me pides; mas me estalla dentro una duda, y tengo que aclararla. Era antes simple y ahora se ha hecho doble con tus palabras, que me dan certeza de lo otro, con la cual las relaciono. [L680] El mundo por completo está desierto de cualquiera virtud, como tú dices, y de maldad cubierto y agravado; mas la razón te pido que me digas, tal que la vea y que la enserle a otros; que a la tierra o al cielo lo atribuyen.» Un gran suspiro que acabó en un ¡ay! lanzó primero; y luego dijo: «Herrnano, el mundo es ciego, y tú de él has venido. Cualquier causa achacáis los que estáis vivos al cielo, igual que si moviese todas las cosas él obligatoriamente. Destruido sería así en vosotros el libre arbitrio, y no sería justo dar la alegría al bien, y al mal dar luto. [L681] El cielo inicia vuestros movimientos; [L682] no digo todos, mas aunque lo diga, una luz para el bien o el mal os dieron, Y libre voluntad; que si se cansa [L683] en el primer combate contra el cielo, luego lo vence si bien se sustenta. A mayor fuerza y a mejor natura [L684] libres estáis sujetos; y ella cría vuestra mente, en que el cielo nada puede. Y por esto, si el mundo os descamina, la causa que buscáis está en vosotros: y verdaderamente he de explicártelo: De la mano de Aquél que la acaricia, aun antes de existir, cual la muchacha que llorando y riendo juguetea, sale sencilla el alma y nada sabe, salvo que, obra de un gozoso artista, gustosa vuelve a aquello que la alegra. Primero saborea el bien pequeño; aquí se engaña y corre detrás de él, si no tuerce su amor freno ni guía. Y es necesario el freno de las leyes; y es necesario un rey, que al menos vea de la ciudad auténtica la torre. [L685] Hay leyes, pero ¿quién las administra? Nadie, pues su pastor acaso rumie, mas no tiene partida la pezuña; [L686] y la gente, que sabe que su guía sólo tiende a aquel bien del que ella come, [L687] pace de aquel, y no busca otra cosa. Bien puedes ver que la mala conducta es la razón que al mundo ha condenado, y no vuestra natura corrompida. Solía Roma, que hizo bueno el mundo, [L688] tener dos soles que una y otra senda, la humana y la divina, les mostraban. Uno a otro apagó; y está la espada junto al báculo; y una y otro unidos forzosamente, marchan mal las cosas; porque juntos no temen uno al otro: Si no me crees, recuerda las espigas, pues distingue las hierbas la simiente. En la tierra que riegan Po y Adige, [L689] valor y cortesía se encontraban, antes de entrar en liza Federico. Ahora puede cruzar sin miedo alguno cualquiera que dejase, por vergüenza, de acercarse a los buenos o de hablarlos. [L690] Tres viejos hay aún con quien reprende a la nueva la antigua edad, y tardo Dios les parece en que con él les llame: Corrado de Palazzo, el buen Gherardo, [L691] y Guido de Castel, mejor llamado [L692] el sencillo lombardo, a la francesa. Puedes decir que la Iglesia de Roma, por confundir en ella dos poderes ella y su carga en el fango se ensucian.» «Oh Marco mío -dije- bien hablaste; y ahora discierno por qué de la herencia los hijos de Leví privados fueron. [L693] Más qué Gherardo es ése que, por sabio, dices, quedó de aquella raza extinta corno reproche del siglo salvaje?» «Me engañan tus palabras o me tientan, -me respondió- pues, hablando toscano, [L694] del buen Gherardo nunca hayas oído. Por ningún otro nombre le conozco, si de Gaya, su hija, no lo saco. [L695] Quedad con Dios, pues más no os acompaño Ved el albor, que irradia por el humo ya clareando; debo retirarme (allí está el ángel) antes que me vea.» [L696] De este modo se fue y no quiso oírme. CANTO XVII Acuérdate, lector, si es que en los Alpes te sorprendió la niebla, y no veías sino como los topos por la piel, [L697] cómo, cuando los húmedos y espesos vapores se dispersan ya, la esfera del sol por ellos entra débilmente; y tu imaginación será ligera en alcanzar a ver cómo de nuevo contemplé el sol, que estaba ya en su ocaso. [L698] Mis pasos a los fieles del maestro emparejando, fuera de tal nube salí a los rayos muertos ya en lo bajo. Oh fantasía que le sacas tantas veces de sí, que el hombre nada advierte, aunque suenen en torno mil trompetas, ¿si no son los sentidos, quién te mueve? Una luz que en cielo se conforma, por sí o por el Querer que aquí la empuja. [L699] De la impiedad de aquella que se hizo [L700] el ave que en cantar más nos deleita, a mi imaginación vino la huella; y entonces tanto se encerró mi mente en si misma, que nada le llegaba del exterior que recibir pudiese. Luego llovió en mi fantasía uno [L701] crucificado, fiero y desdeñoso en su apariencia, y así se moría; alrededor estaba el gran Asuero, Ester su esposa, Mardoqueo el justo, tan íntegro en sus obras y palabras. Y como se rompiera aquella imagen por ella misma, igual que una burbuja a la que falta el agua que la hizo, surgió de mi visión una muchacha [L702] llorando, y dijo: «Oh reina, ¿por qué airada te quisiste matar? Ahora estás muerta por no querer perder a tu Lavinia; ¡Y me has perdido! soy la que lamento antes, madre, los tuyos, que otros males.» [L703] Como se rompe el sueño de repente cuando hiere en los ojos la luz nueva, que aún antes de morir roto se agita; así mi imaginar cayó por tierra en cuanto que una luz hirió en mis ojos, mucho mayor de la que se acostumbra. Yo me volví para mirar qué fuese, cuando una voz me dijo: «Aquí se sube», [L704] que me apartó de otro cualquier intento; y tan prestas las ganas se me hicieron para mirar quién era el que me hablaba, que no cejara hasta no contemplarlo. Mas como al sol que ciega nuestra vista y por sobrado vela su figura, me faltaban así mis facultades. «Es un divino espíritu que muestra el camino de arriba sin pedirlo, y él a sí mismo con su luz esconde. Nos hace igual que un hombre hace consigo; que quien se hace rogar, viendo un deseo, su negativa con maldad prepara. A tal invitación el paso unamos; procuremos subir antes que venga la noche y hasta el alba no se pueda.» Así dijo mi guía, y yo con él nos dirigimos hacia la escalera; y cuando estuve en el primer peldaño, sentí cerca de mí que un ala el rostro [L705] me abanicaba y escuché: «Beati pacifici, que están sin mala ira.» [L706] Estaban ya tan altos los postreros [L707] rayos de los que va detrás la noche, que en torno aparecían las estrellas. «¡Oh, por qué me abandonas, valor mío!» -decía para mí, porque sentía la fuerza de las piernas flaqueartne. Ya donde más no subía llegamos la escalera, y allí nos detuvimos, como la nave que ha llegado al puerto. Puse atención un poco, por si oía alguna cosa en este nuevo círculo; luego al maestro me volví y le dije: «Mi dulce padre, dime, ¿qué pecado se purga en este círculo? Si quedos están los pies, no lo estén las palabras.» Y él me dijo: «El amor del bien, escaso [L708] de sus deberes, aquí se repara; aquí se arregla el remo perezoso. Y para que lo entiendas aún más claro, vuelve hacia mí la mente, y sacarás algún buen fruto de nuestra dernora.» Ni el Creador ni la criatura, nunca sin amor estuvieron -él me dijo- o natural o de ánimo; ya sabes. [L709] El natural no se equivoca nunca, mas puede el otro equivocar su objeto, porque el vigor o poco o mucho sea. Mientras que se dirige al bien primero, y en el segundo él mismo se controla, no puede ser razón de mal deleite; mas cuando al mal se tuerce, o con cuidado más o menos al bien de lo que debe, contra el Autor se vuelven sus acciones. Entenderás por ello que el amor es semilla de todas las virtudes y de todos los actos condenables. Ahora bien, como nunca de la dicha de su sujeto amor la vista aparta, del propio odio las cosas están libres; [L710] y como dividido no se entiende, [L711] ni por sí mismo, a nadie del Principio, odiar a aquel ninguno puede hacerlo. Resta, si bien divido, que se ama el mal del prójimo; y que dicho amor de vuestro fango nace en tres maneras: Quién, suprimido su vecino, aguarda elevarse, y por esto sólo quiere que derriben a aquel de su grandeza; quién que el poder, la gracia, honor y fama teme perder porque otro le supere, y se entristece y quiere lo contrario; y hay quien por las injurias se enfurece, de la venganza se hace deseoso, y necesita urdir el mal ajeno. Este triforme amor aquí debajo [L712] se llora; y ahora quiero que conozcas, el que corre hacia el bien corruptamente. Todos confusamente un bien seguimos donde se aquiete el ánimo, y lo ansiamos; y por lograrlo combatimos todos. Si lento es ese amor en dirigirse o en conquistar a Aquel, esta cornisa, tras justo arrepentirse, le atormenta. [L713] Hay otro bien que hace infeliz al hombre; [L714] no es la felicidad, la buena esencia, que es el fruto y raíz de todo bien. El amor que a este bien se ha abandonado, sobre nosotros se purga en tres círculos; [L715] mas cómo tripartito se organiza, para que tú lo encuentres, me lo callo. CANTO XVIII Había terminado sus razones mi alto doctor, mirando atentamente si en mis ojos mostraba mi contento; y yo, a quien nueva sed atormentaba, callaba, mas por dentro me decía: «mi preguntar acaso le molesta». Mas el padre veraz, que se dio cuenta del medroso deseo que ocultaba sin hablar, me alentó a que preguntase. Y yo: «Maestro, mi visión se aviva tanto en tu luz, que ya distingo claro lo que tu ciencia abarca o me describe: Y así te pido, caro y dulce padre, me expliques ese Amor al que reduces cualquiera bien obrar o su contrario.» «Dirige -dijo- a mí las claras luces [L716] del intelecto, y el error verás de los ciegos que en guía se convierten. El alma, que a amar presta fue creada, se mueve a cualquier cosa que le place, tan pronto del placer es puesta en acto. [L717] La percepción, de seres verdaderos saca la imagen que despliega dentro, e impulsa al alma a que se vuelva a ésta; [L718] y si, vuelta hacia ella, se doblega, Amor se llama ese doblegarniento, que por gozar de nuevo entra en vosotros. Y, como el fuego a lo alto se dirige, porque su forma a subir fue creada donde más se conserva en su materia, [L719] presa el alma se entrega así al deseo, impulso espiritual, y no reposa hasta que goza de la cosa amada. Ahora comprenderás cuánto está oculta esta verdad a la gente que dice que todo amor sea loable cosa; [L720] porque acaso parece su materia que es siempre buena, mas no todo sello es bueno aunque la cera sea buena.» «Con tus palabras y mi ingenio atento -le respondí- ya sé qué es el amor, pero esto de otras dudas me ha llenado; pues si el amor se ofrece desde fuera, y el alma no procede de otro modo, [L721] no es mérito si va torcida o recta. » «Cuanto ve la razón puedo decirte [L722] -dijo-; si quieres más, aguarda entonces a Beatriz, pues que de fe es materia. Cualquiera fortna sustancial, que aparte de la materia está, y está a ella unida, una específica virtud contiene, la cual no es perceptible sino obrando, ni se demuestra más que por efectos, cual la vida en las plantas por sus frondas Mas de dónde nos vengan las primeras nociones a la mente, lo ignorarnos, y del primer apetecer las causas, que en vosotros están, como en la abeja el arte de hacer miel; y este deseo no merece desprecio ni alabanza. Mas porque a éste aún otros se añaden, innata os es la virtud que aconseja, y el umbral guarda del consentimiento. Este es pues el principio del que parte en vosotros el mérito, según que buen o mal amor tome o desdeñe. Los que al fondo llegaron razonando, se dieron cuenta de esta libertad; y al mundo le dejaron sus morales. Aun suponiendo que obligadamente surja el amor que dentro se os encienda, la potestad tenéis de refrenarlo. A esta noble virtud Beatriz la llama libre albedrío, y procurar debieras recordarlo por si ella te habla de esto.» La luna, casi a media noche tarda, [L723] más raras las estrellas nos hacía, como un caldero ardiendo por completo; corriendo por el cielo los caminos que el sol inflama cuando los de Roma lo ven caer entre Corsos y Sardos. Y la sombra gentil, por quien a Piétola más que a la propia Mantua se celebra [L724] me había liberado de mi peso; y yo, que la razón abierta y llana tenía ya después de mis preguntas, divagaba cual hombre adormilado; mas fue esta soñolencia interrumpida súbitamente por gentes que a espaldas nuestras, hacia nosotros caminaban. [L725] Como el Ismeno y el Asopo vieron [L726] furia y turbas de noche en sus orillas, cuando a Baco imploraban los tebanos, así por aquel círculo avanzaban, por lo que pude ver, quienes venían del buen querer y justo amor llevados. Enseguida llegaron, pues corriendo aquella magna turba se movía, y dos gritaban llorando delante: «Corrió María apresurada al monte; [L727] y para sojuzgar Lérida César, [L728] tocó en Marsella y luego corrió a España.» «Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda por poco amor -gritaban los demás-; que el arte de obrar bien torne la gracia.» «Oh gente a quien fervor agudo ahora compensa neglilgencia o dilaciones que por tibieza en bien obrar pusisteis, éste que vive, y cierto no os engaño, en cuanto luzca el sol quiere ir arriba; decidnos pues dónde hay una abertura.» Estas palabras díjolas mi guía; y uno de estos espíritus: «Seguidnos detrás --nos dijo-- y hallaréis el paso. De movernos estamos tan ansiosos que parar no podemos; tú perdona si la justicia te es descortesía. [L729] Yo fui abad de San Zeno de Verona [L730] bajo el imperio del buen Barbarroja, del cual doliente aún Milán se acuerda. Y hay alguno con un pie ya en la fosa, [L731] que pronto llorará aquel monasterio, y triste se hallará de haber mandado; porque a su hijo, mal del cuerpo entero, [L732] y peor de la mente, y malnacido, ha puesto en vez de su pastor legal.» Ignoro si calló o si más nos dijo, tan lejos se encontraba de nosotros; esto escuché y me agrada el recordarlo. Y aquel que en todo trance me ayudaba dijo: «Vuélvete aquí y mira esos dos que vienen dando muerdos a la acidia.» Detrás todos decían: «Antes muerto [L733] estuvo el pueblo a quien el mar se abriera, de que el Jordán su descendencia viese. Y aquellos que la suerte no sufrieron [L734] del vástago de Anquises hasta el fin, a una vida sin gloria se ofrecieron.» Luego cuando esas sombras tan lejanas estaban, que ya verse no podían, se me introdujo un nuevo pensanmiento, del que nacieron otros y diversos; y tanto de uno en otro divagaba, que por divagación cerré los ojos, y en sueño convertí mi pensamiento. [L735] CANTO XIX Cuando el calor diurno no consigue [L736] hacer ya tibio el frío de la luna, por la tierra vencido y por Saturno, -que es cuando los geomantes la Fortuna [L737] Mayor ven en oriente antes del alba, surgir por vía oscura poco tiempo- me llegó en sueños una tartamuda, [L738] bizca en los ojos, y en los pies torcida, descolorida y con las manos mancas. Yo la miraba; y como el sol conforta los fríos miembros que la noche oprime, así mi vista le volvía suelta la lengua, y bien derecha la ponía al poco, y su semblante desmayado, como quiere el amor, coloreaba. [L739] Después de haberse en el hablar soltado, a cantar comenzó, tal que con pena habría de ella apartado mi mente. «Yo soy -cantaba- la dulce sirena, que en la mar enloquece a los marinos; tan grande es el placer que da el oírme. [L740] Yo aparté a Ulises de su incierta ruta con mi cantar; y quien se me habitúa, raramente me deja: ¡Así lo atraigo!» Aún no se había cerrado su boca, cuando yo vi una dama santa y presta [L741] al lado de mí para confundirla. «Oh, Virgilio, Virgilio, ¿quién es ésta?» -fieramente decía,---; y él llegaba en la honesta fijándose tan sólo. Cogió a la otra, y le abrió por delante, rasgándole el traje, y mostrándole el vientre; me despertó el hedor que desprendía. [L742] Miré, y el buen maestro: «¡Al menos tres voces te he dado! ---dijo-, ven, levanta; hallaremos la entrada para que entres.» Me levanté, y estaban ya colmados de pleno día el monte y sus recintos; con sol nuevo a la espalda caminábamos. [L743] Siguiéndole, llevaba la cabeza tal quien de pensanúentos va cargado, que hace de sí un medio arco de puente; Cuando escuché «Venid, aquí se cruza» dicho de un modo suave y benigno, que no se escucha en esta mortal marca. [L744] Con alas, que de cisne parecían, arriba nos condujo quien hablaba entre dos caras del duro macizo. Movió luego las plumas dando aire, Qui lugent afirmando ser dichosos, pues tendrán dueña el alma del consuelo. [L745] «¿Qué tienes que a la tierra sólo miras?» mi guía comenzó a decirme, apenas sobrepasados fuimos por el ángel. Y yo: «Me hace marchar con tantas dudas esa nueva visión, que a ella me inclina, y no puedo apartar del pensamiento.» «Has visto --dijo- aquella antigua bruja por quien se llora encima de nosotros; y cómo de ella el hombre se libera. Bástete así, y camina más aprisa; vuelve la vista al reclamo que mueve el rey eterno con las grandes ruedas.» [L746] Cual primero el halcón sus patas mira, [L747] y luego vuelve al grito, y se apresura por afán de la presa que le llama, así hice yo; y así, cuanto se parte la roca por dar paso a aquel que sube, anduve hasta llegar donde se cruza. Cuando en el quinto círculo hube entrado, [L748] vi por aquel a gentes que lloraban, tumbados en la tierra boca abajo. Adhaesit pavimento anima mea' [L749] oí decir con tan altos suspiros, que apenas se entendían las palabras. «Oh elegidos de Dios, cuyos sufrires justicia y esperanza hacen más blandos, hacia la alta subida dirigirnos.» «Si venís de yacer aquí librados, y queréis pronto hallar vuestro camino, llevad siempre por fuera la derecha.» [L750] Así rogó el poeta, y contestado fue así poco delante de nosotros; y yo descubrí en el hablar a un escondido; y a los de mi sefíor volví los ojos: él asintió con ceño placentero, a aquello que mi vista le pedía. Luego que pude hacer lo que gustaba, me puse sobre aquella criatura, cuyas palabras mi atención movieron, «Alma ---diciendo-- en cuyo llanto eso que no puede volver a Dios madura, deja un poco por mí el mayor cuidado. ¿Quién fuisteis, y por qué vuelta la espalda tenéis arriba.P ¿Quieres que te pida algo de allí de donde vengo vivo?» Y él me dijo: «El porqué nuestras espaldas vuelve el cielo hacia sí, sabrás; mas antes scías quod ego fui succesor Petri [L751] Entre Siestri y Chiavani va corriendo un río hermoso, y en su nombre tiene el título mi estirpe más preciado. [L752] Cómo pesa el gran manto a quien lo guarda del fango, provee un mes y poco más; plumas parecen todas otras cargas. Mi conversión tardía fue, ¡Ay de mí!; pero cuando elegido fui romano pastor, vi que la vida era mentira. Vi que allí el corazón no se aquietaba, ni subir más podía en esa vida; por lo cual me encendí de amor por ésta. Hasta aquel punto, mísera, apartada de Dios estuvo mi alma avariciosa; y, como ves, aquí estoy castigado. Lo que hace la avaricia, se declara en la purga del alma convertida; no hay en el monte más amarga pena. Y como nuestros ojos no pusimos en alto, fijos sólo en lo terreno, la justicia en la tierra aquí los clava. Y como la avaricia a cualquier bien apagó nuestro amor, y nuestras obras se perdieron, nos tiene la Justicia de pies y manos presos y amarrados: y cuanto le complazca al justo Sir inmóviles, tumbados estaremos». Me había arrodillado y quise hablarle; mas cuanto comencé, y él se dio cuenta, de mi respeto, sólo al escucharle, «¿Por qué te inclinas ---dijo- de ese modo?» y le dije: «Por vuestra dignidad estar de pie me impide mi conciencia.» «¡Endereza las piernas y levanta, hermano! -respondió--, no te equivoques: de un poder mismo todos somos siervos. Y si aquel santo evangélico texto que dice necque nubent, entendiste, [L753] comprenderás por qué hablo de este modo Ahora vete, no quiero que te pares más, pues turbas mi llanto con tu estancia, con el cual se madura lo que has dicho. [L754] Tan sólo una sobrina, Alagia, tengo, [L755] buena de suyo, si es que nuestra casa no la haya hecho a su ejemplo malvada; y ésta tan sólo de allí me ha quedado.» CANTO XX Contra un mejor querer otro no lucha; y contra mi placer, por complacerle, saqué del agua la esponja aún sedienta. [L756] Eché a andar y mi guía echó a andar por los lugares libres, siguiendo la roca, cual pegados de un muro a las almenas; pues la gente que vierte gota a gota por los ojos el mal que el mundo llena, al borde se acercaba demasiado. ¡Maldita seas tú, oh antigua loba, que más que el resto de las bestias matas, a causa de tus hambres desmedidas! [L757] ¡Oh, cielo, que se cree que cuando gira puede cambiar las leyes de aquí abajo!, ¿cuándo vendrá quien a ésta le haga huir? [L758] A paso lento y corto caminábamos, atento yo a las sombras, que sentía llorar piadosamente y lamentarse y por ventura oí. «¡Dulce María!» [L759] clamar así en el llanto ante nosotros, como hace una mujer que esté pariendo; y que seguía- «Fuiste tú tan pobre cuanto se puede ver por el cobijo donte tu santa carga depusiste.» Oí seguidamente: «Oh buen Fabricio, [L760] antes virtud quisiste en la pobreza, que gran riqueza poseer vicioso.» Estas palabras tanto me placían, que avancé un poco más por conocer a aquel que parecía proferirlas. Aquel hablaba aún del generoso trato de Nicolás con las doncellas para guardar su juventud honesta. [L761] «Oh espíritu que tanto bien proclamas, dime quién fuiste --dije y por qué sólo repites estas dignas alabanzas. No quedarán tus palabras sin premio, si vuelvo a completar la corta senda, de aquella vida que al término vuela.» Y aquél: «Te lo diré, no porque espere consuelo en ello, sino porque tanta gracia en ti luce aun antes de estar muerto. Yo fui raíz de aquella mala planta [L762] que la tierra cristiana ha ensombrecido, tal que buen fruto rara vez se coge. Mas si Duay y Gante, Lila y Brujas [L763] pudieran, su venganza encontrarían; yo la suplico a aquel que todo juzga. Hugo Capeto fui llamado abajo; de mí nacieron Felipes y Luises por quien Francia regida fue de nuevo. De un carnicero de París fui hijo: [L764] al extinguirse ya los viejos reyes, salvo el que en paños grises envolvieron, [L765] me encontré entre las manos con las riendas del gobierno, y con tanto poderío adquirido, y con tantos partidarios, que a la corona viuda promovida fue la cabeza de mi hijo, el cual hizo nacer los consagrados huesos. Mientras que la gran dote de Provenza [L766] no quitó la vergüenza de mi estirpe, valía poco, pero mal no hacía. Allí empezó con fuerza y con mentira [L767] su rapiña; mas luego, por enmienda, Ponthieu tomó, Gascuña y Normandía. Carlos a Italia vino y, por enmienda, [L768] víctima hizo a Corradino; y luego a Tomás, por enmienda, empujó al cielo. [L769] Un tiempo veo, no muy lejos de ese, en que saldrá de Francia aún otro Carlos, [L770] para que sepan más de él y los suyos. Sale sin armas, con la lanza sólo con la que judas contendió, y la clava [L771] en Florencia, y el vientre le desgarra. Tierras no, mas pecados y deshonra, para él adquirirá, tanto más graves, cuanto más leve el daño le parezca. A otro, que sale preso de una nave, [L772] a su hija vender regateando veo cual los corsarios las esclavas. ¡Oh avaricia! ¿qué más hacer puedes, si de mi sangre así te has adueñado, que no se cuida de su propia carne? Por remediar lo hecho y lo futuro, [L773] veo en Anagi entrar la flor de lis, y en su vicario hacer cautivo a Cristo. Le veo nuevamente escarnecido; hiel y vinagre renovar le veo, y entre vivos ladrones darle muerte. Veo al nuevo Pilatos tan cruel, [L774] que no le sacia esto, y sin decreto lleva las velas avaras al Templo. [L775] ¿Cuándo podré alegrarme, Señor mío, mirando la venganza que, escondida, hace dulce el secreto de tu ira? Lo que decía de la única esposa [L776] del Espíritu Santo, y que te hizo volverte a mí para que te explicara, la letanía es de nuestras preces mientras el día dura; y cuando marcha es un contrario son el que entonarnos. A Pigmalión recordarnos entonces, [L777] a quien traidor, ladrón y parricida hizo su desmedido afán de oro; y del avaro Midas la miseria, [L778] que siguió a su pedir desmesurado, que será bueno reírla por siempre; al loco Acán después nos referimos, [L779] cómo robó el botín, tal que la ira de Josué parece que aún le muerda. A Safira acusamos y al marido; [L780] de Eliodoro las coces alabamos; [L781] y gira en todo el monte por su infamia. Polinestor que mató a Polidoro; [L782] y para terminar se grita: "Craso [L783] di, ¿cómo sabe el oro, pues lo sabes?" Así habla en alto el uno, en bajo el otro; según la fuerza que nos espolea a andar a paso lento o más ligero: Mas proclamando la virtud diurna no era el único; sólo que aquí cerca la voz no levantaba ningún otro.» Nos habíamos ya ido de su lado, procurando avanzar en el camino lo que nuestros recursos permitían, cuando escuché, como si algo se hundiera, temblar el monte, y me asaltó tal frío como le asalta a aquel que va a la muerte. De cierto no tembló tan fuerte Delos, [L784] antes de que Latona hiciera el nido, para alumbrar del cielo los dos ojos. Luego un clamor se oyó por todas partes tal, que el maestro se volvió hacia mí «Mientras te guíe --dijo- no te asustes.» Gloria in excelsis todos deo [L785] decían, por lo que escuché, de cerca, y pude comprender lo que gritaban. Suspendidos e inmóviles estábamos, igual que los pastores al oírlo, hasta que terminó el temblor y el canto. Luego seguimos nuestra santa ruta, viendo yacer las sombras por la tierra, vueltas de nuevo al llanto acostumbrado. Con tanta guerra nunca la ignorancia de conocer me hizo deseoso, si es que no se equivoca mi memoria, cuanta creí tener, pensando, entonces; ni a preguntar osaba por la prisa, ni comprendía nada por mí mismo: y marchaba asustado y pensativo. CANTO XXI Esa sed natural que no se aplaca sino con aquel agua que la joven samaritana pidió como gracia, [L786] me apenaba, y punzábarne la prisa por la difícil senda tras mi guía [L787] doliéndome con la justa venganza. Y he aquí que, como escribe Lucas que a dos en el camino vino Cristo, salido de la boca del sepulcro, [L788] apareció una sombra detrás de nosotros, [L789] al pie mirando la turba yacente; y antes de percatamos de él, nos dijo: «Oh hermanos míos, Dios os de la paz». Nos volvimos de súbito, y Virgilio le devolvió el saludo que se debe. Dijo después: «En la corte beata, en paz te ponga aquel veraz concilio, [L790] que en el exilio eterno me relega.» [L791] «¡Cómo! -nos dijo, caminando aprisa-: ¿si sombras sois que aquí Dios no destina, quién os ha hecho subir por su escalera?» Y mi doctor: «Si miras las señales que éste lleva, y que un ángel ha marcado verás que puede irse con los buenos. Mas como la que hila día y noche no le había acabado aún la husada que Cloto impone y a todos apresta, [L792] su alma, que es hermana de las nuestras, subiendo no podía venir sola, porque no puede ver como nosotros. Y me sacaron de la gran garganta infernal, para guiarle, y guiarele hasta donde mi escuela pueda hacerlo. Mas, si lo sabes, dime, ¿por qué tales sacudidas dio el monte, y por qué a una parecieron gritar hasta su base.?» Así dio, preguntando, en todo el blanco de mi deseo, y con las esperanzas aquella sed sentí más satisfecha. Y aquel dijo: «No hay cosa que sin orden pase en la santidad de la montaña, o que suceda fuera de costumbre. De toda alteración esto está libre: uno que el cielo dio y que en él recibe [L793] puede ser la razón, y no otra causa. Porque la lluvia, el granizo, la nieve, el rocío y la escarcha más arriba no caen de la escalera de tres gradas; [L794] nubes espesas no hay ni enrarecidas, ni rayos, ni la hija de Taumente, [L795] que abajo cambia a menudo de sitio; no sigue el viento seco más arriba que la más alta de las escaleras, donde se sienta el vicario de Pedro. Acaso tiemble abajo, poco o mucho, mas por mucho que el viento allá se esconda, no sé cómo, aquí arriba nunca tiembla. Tiembla cuando algún alma ya limpiada se siente, y se levanta o se encamina para subir; y tal grito la sigue. Da prueba ese deseo de estar limpia, que, libre ya para mudar de sitio, toma al alma y la empuja con deseo. Antes lo quiso, y lo impidió el talento pues contra ese deseo, la Justicia, como fue en el pecar, pone al castigo. [L796] Y yo que en estas penas he yacido más de quinientos años, sólo ahora anhelo libremente un mejor solio: por eso el terremoto y los piadosos espíritus oisteis, alabando a aquel Señor, que pronto los reclame.» Así nos dijo; y tal como disfruta más del beber quien tiene sed más grande, no podría explicar mi gran contento. Y el sabio guía: «Ya comprendo ahora la red que os prende y cómo deslazarla, y por qué hay regocijos y temblores. Ahora quién fuiste plázcate contarme, y por qué tantos siglos has yacido aquí, muéstramelo con tus palabras.» «En la edad que el buen Tito, con la ayuda [L797] del sumo rey, vengó los agujeros de aquella sangre por Judas vendida, con el nombre que más dura y más honra [L798] vivía yo» -repuso aquel espíritu- ya bastante famoso, mas sin fe. Tan grande fue lo dulce de mi canto, que, tolosano, a Roma me trajeron, y merecí con mirto honrar mis sienes. Por Estacio aún la gente me conoce: canté de Tebas y del gran Aquiles; mas quedó en el camino la segunda. [L799] Semilla de mi ardor fueron las ascuas, que me quemaron, de la llama santa en que han sido encendidos más de miles; [L800] de la Eneida te hablo, la cual madre me fue, y me fue nodriza en la poesía: sin ella no valdría ni un adarme. Y por haber vivido cuando allí vivió Virgilio, un sol consentiría más del debido aún antes de marcharme.» [L801] Se volvió a mí Virgilio a estas palabras con rostro que, callando, dijo: «Calla»; mas la virtud no puede cuanto quiere, que risa y llanto siguen tan de cerca la pasión que genera a cada uno, que al querer menos sigue en los sinceros. [L802] Así que sonreí como al secreto; y se calló la sombra, y me miró los ojos que revelan más el alma; y: «así tanto trabajo en bien acabe -dijo- ¿por qué hace un rato tu semblante me ha mostrado un relámpago de risa?» Ahora estaba cogido por dos partes una me hace callar, la otra me pide que hable; y yo suspiro y me comprende mi maestro, y «No tengas ningún miedo de hablar --me dice-; háblale y revela lo que con tanto afán ha preguntado» Por lo que yo: «Quizás te maravilles de por qué me reí, oh antiguo espíritu, pero aún quedarás más admirado. Este que arriba guía mi mirada, es el mismo Virgilio, en quien las fuerzas tomaste de cantar dioses y héroes. Si de otra causa pareció mi risa, olvídala por falsa, y sólo vino de las palabras que le prodigaste.» Para abrazar los pies ya se inclinaba a mi doctor, más él le dijo: «Hermano, no lo hagas, porque somos los dos sombras.» Y él alzando: «Ahora puedes comprender la cantidad de amor en que me enciendes, cuando olvido que somos cosas vanas, y trato como sólidas las sombras.» CANTO XXII Ya el ángel se quedó tras de nosotros, aquel que al sexto círculo nos trajo, una señal quitando de mi frente; y a los que tienen ansias de justicia llamó beatos, pero sus palabras hasta el sitiunt, no más, lo proclamaron. [L803] Y yo más leve que en los otros pasos caminaba, tal que sin pena alguna seguía a los espíritus veloces; cuando Virgilio comenzó: «El Amor [L804] prendido en la virtud, siempre a otro prende con tal de que su llama manifieste; desde el punto en que vino con nosotros Juvenal hasta el limbo del infierno, [L805] y cuánto te admiraba me dijera, yo fui contigo tan benevolente como nunca con alguien que no has visto, y esta escalera me parece corta. [L806] Pero dime, y perdona como amigo si excesiva confianza alarga el freno, y como amigo explícame la causa: cómo pudo encontrar dentro de ti un sitio la avaricia, junto a tanto saber que por estudios poseías?» A Estacio estas palabras le causaron primero una sonrisa, luego dijo: «Me prueba tu cariño lo que dices. En verdad muchas veces pasan cosas que dan materia falsa a nuestras dudas, porque la causa cierta está escondida. [L807] Tu pregunta me muestra que pensabas que en la otra vida hubiera sido avaro, acaso pues me viste en aquel círculo. Sabe pues que alejado de avaricia fui demasiado; y esta desmesura miles de lunas castigada ha sido. Y si el rumbo no hubiese enderezado, al comprender allí donde escribías, casi irritado con el ser del hombre, «¿Por dónde no conduces tú, maldita [L808] hambre de oro, el afán de los mortales?» en los tristes torneos diera vueltas. [L809] Supe entonces que mucho abrir las alas puede gastar las manos, y de esa falta me arrepentí cual de las otras. ¿Cuántos renacerán todos pelados por ignorancia, pues quien peca en esto, [L810] ni en vida, ni al extremo se arrepiente? Y sabrás que la culpa que replica, y diametral se opone a algún pecado, juntamente con él su verdor seca; [L811] por lo cual si con esa gente estuve que llora la avaricia, por purgarme justo de lo contrario me encontraba.» «Cuando contaste las peleas crueles de la doble tristeza de Yocasta [L812] -dijo el cantor de bucólicos versos- [L813] por aquello que te inspirara Clío, no parece que fueses todavía fiel a la fe sin la que el bien no basta. Si esto es así, ¿qué sol, qué luminarias, disipando la sombra, enderezaron detrás del pescador luego tus velas?» [L814] Y aquél a éste: «Tú me dirigiste a beber en las grutas del Parnaso; y luego junto a Dios me iluminaste. Hiciste como aquél que va de noche con una luz detrás, que a él no le sirve, mas hace tras de sí a la gente sabia, cuando dijiste: «El siglo se renueva, y el primer tiempo y la justicia vuelven, nueva progenie de los cielos baja.» Por ti poeta fui, por ti cristiano: [L815] mas para ver mejor lo que dibujo, para darle color la mano extiendo. Preñado estaba el mundo todo entero de la fe verdadera, que sembraron los mensajeros del eterno reino, y tus palabras que antes he citado con las prédicas nuevas concordaban; y tomé por costumbre el visitarles. Tan santos luego fueron pareciendo, que en la persecución de Domiciano, [L816] sin mis lágrimas ellos no lloraban; y mientras que en mi mano hacerlo estuvo les ayudaba, y con sus rectas vidas me hicieron despreciar toda otra secta. Y antes de poetizar sobre los griegos [L817] y sobre Tebas, tuve mi bautismo; pero por miedo fui un cristiano oculto, mostrándome pagano mucho tiempo; y esa tibieza en el recinto cuarto me recluyó por más de cuatro siglos. Tú pues, que ya este velo has levantado que me escondía cuanto bien he dicho, mientras que de subir nos ocupamos, dónde está, dime, aquel Terencia antiguo, [L818] Varrón, Plauto, Cecilio, si lo sabes: y si están condenados y en qué círculo.» Esos y Persio, y yo, y bastantes otros [L819] -le respondió- se encuentran con el Griego a quien las musas más amamantaron, [L820] en el primer recinto de la cárcel; y hablarnos muchas veces de aquel monte donde nuestras nodrizas se hallan siempre. [L821] También están Simónides y Eurípides, [L822] Antifonte, Agatón y muchos otros griegos que de laureles se coronan. Allí se ven aquellas gentes tuyas, Antígona, Deífile y Argía y así como lo fue de triste, a Ismene. Vemos a aquella que mostró Langía, a Tetis y la hija de Tiresias, [L823] y a Deidamia con todos sus hermanos.» Ya se callaban ambos dos poetas, de nuevo atentos a mirar en torno, ya libres de subir y de paredes; y habían cuatro siervas ya del día atrás quedado, y al timón la quinta enderezaba a lo alto el carro ardiente, [L824] cuando mi guía: «Creo que hacia el borde volver el hombro diestro nos conviene, dando la vuelta al monte cual solemos. » Así fue nuestro guía la costumbre, y emprendimos la ruta más tranquilos pues lo aprobaba aquel alma tan digna. Ellos iban delante, y solitario yo detrás, escuchando sus palabras, que en poetizar me daban su intelecto. Mas pronto rompió las dulces razones un árbol puesto en medio del camino, con manzanas de olor bueno y suave; y así corno el abeto se adelgaza de rama en rama, aquel abajo hacía, para que nadie, pienso, lo subiera. [L825] Del lado en que el camino se cortaba, caía de la roca un licor claro, que se extendía por las hojas altas. Al árbol se acercaron los poetas; y una voz desde dentro de la fronda gritó: «Muy caro cuesta este alimento.» «Más pensaba María en que las bodas [L826] -siguió- fueran honradas, que en su boca, esa que ahora intercede por vosotros. Las antiguas romanas sólo agua bebían; y Daniel, que despreciaba el alimento, conquistó la ciencia. La edad primera, bella como el oro, hizo con hambre gustar las bellotas, y néctar con la sed cualquier arroyo. Miel y langostas fueron las viandas que en el yermo nutrieron al Bautista; por lo cual es tan grande y tan glorioso como en el Evangelio se demuestra.» CANTO XXIII Mientras los ojos por la verde fronda fijaba de igual modo que quien suele del pajarillo en pos perder la vida, [L827] el más que padre me decía: «Hijo, ven pronto, pues el tiempo que nos dieron más útilmente aprovechar se debe.» Volví el rostro y el paso sin tardarme, junto a los sabios, que en tal forma hablaban, que me hicieron andar sin pena alguna. Y en esto se escuchó llorar y un canto labia mea domine, en tal modo, [L828] cual si pariera gozo y pesadumbre. «Oh dulce padre, ¿qué es lo que ahora escucho?», yo comencé; y él: «Sombras que caminan de sus deudas el nudo desatando.» Como los pensativos peregrinos, al encontrar extraños en su ruta, que se vuelven a ellos sin pararse, así tras de nosotros, más aprisa, al llegar y pasamos, se asombraba de ánimas turba tácita y devota. [L829] Todos de ojos hundidos y apagados, de pálidos semblantes, y tan flacos que del hueso la piel tomaba forma. No creo que a pellejo tan extremo seco, hubiese llegado Erisitone, [L830] ni cuando fue su ayuno más severo. Y pensando decíame: «¡Aquí viene [L831] la gente que perdió Jerusalén, cuando María devoró a su hijo! Parecían sus órbitas anillos sin gemas: y quien lee en la cara "omo" [L832] bien podría encontrar aquí la eme. ¿Quién pensaría que el olor de un fruto tal hiciese, el anhelo produciendo, o el de una fuente, no sabiendo cómo? Maravillado estaba de tal hambre, pues la razón aún no conocía de su piel escarnada y su flaqueza, cuando de lo más hondo de su rostro fija su vista me volvió una sombra; luego fuerte exclamó: "¿Qué gracia es ésta?" Nunca el rostro le hubiese conocido; pero en la voz se me hizo manifiesto lo que el aspecto había deformado. Esta chispa encendió de aquel tan otro rostro del todo mi conocimiento, y conocí la cara de Forese.» [L833] «Ah, no te fijes en la seca roña que me destiñe -rogaba- la piel, ni por la falta de carne que tenga; dime en verdad de ti, y de quién son esas dos ánimas que allí te dan escolta; ¡no te quedes aquí sin que me hables!» «Tu cara, que lloré cuando moriste, con no menos dolor ahora la lloro -le respondí- al mirarla tan cambiada. Pero dime, por Dios que así os deshoja; no pidas que hable, pues estoy atónito; mal podrá hablar quien otra cosa quiere.» [L834] Y él a mí- «Del querer eterno baja un efecto en el agua y en el árbol que dejasteis atrás, que así enflaquece. Toda esta gente que llorando canta, por seguir a la gula sin medida, santa se vuelve aquí con sed y hambre De comer y beber nos da el deseo el olor de la fruta y del rocío que se extiende por sobre la verdura. Y ni un solo momento en este espacio dando vueltas, mitiga nuestra pena: pena digo y debiera decir gozo, [L835] que aquel deseo al árbol nos conduce donde Cristo gozoso dijo 'Eli', [L836] cuando nos redimió la sangre suya.» Yo contesté: «Forese, desde el día que el mundo por mejor vida trocaste, cinco años aún no han transcurrido. Si antes se terminó el que tú pudieras pecar aún más, de que llegase la hora del buen dolor que a Dios volver nos hace, ¿cómo es que estás arriba ya tan pronto? Yo pensaba encontrarte allí debajo, donde el tiempo con tiempo se repara.» [L837] Y él respondió: «Tan pronto me ha logrado que beba el dulce ajenjo del martirio mi Nela con su llanto sin fatiga. [L838] Con devotas plegarias y suspiros me trajo de la playa en que se espera, y me ha librado de los otros círculos. Tanto más cara a Dios y más dilecta es mi viudita, a la que tanto amaba, cuanto en su bien obrar está más sola; puesto que la Barbagia de Sicilia [L839] es más púdica ya con sus mujeres que la Barbagia en donde la he dejado. Dulce hermano ¿qué quieres que te diga? Ya presiento unos tiempos venideros de que esta hora ya no está lejana, en que será en el púlpito vedado el que las descaradas florentinas vayan mostrando en público las tetas. ¿Qué bárbara hubo nunca o musulmanas que precisaran para andar cubiertas disciplina en el alma o de las otras? [L840] Mas si supieran esas sinvergüenzas lo que veloz el cielo les depara, ya para aullar sus bocas abrirían; pues si el vaticinar aquí no engaña, sufrirán antes de que crezca el bozo a los que ahora con nanas consuelan. [L841] Ahora ya no te escondas más, oh hermano, que no sólo yo, más toda esta gente, mira el lugar donde la luz no pasa.» Por lo que yo le dije: «Si recuerdas lo que fui para ti, y para mi fuiste, aún será triste el recordar presente. [L842] De aquella vida me sustrajo aquel que va delante, el otro día, cuando redonda se mostró la hermana de ese [L843] --señalé el sol. Y aquél por la profunda noche llevóme de los muertos ciertos con esta carne cierta que le sigue. De allí con sus auxilios me ha traído, subiendo y rodeando la montaña, que os endereza a los que el mundo tuerce. Dice que habrá de hacerme compañía hasta que esté donde Beatriz se encuentra; allí es preciso que sin él me quede. Virgilio es quien tal cosa me ha contado -y se lo señalé-; y aquél la sombra por quien se ha conmovido cada cuesta de vuestro reino del que ya se marcha.» CANTO XXIV Ni hablar a andar, ni andar a aquel más lento hacía, mas hablando a prisa íbamos cual nao que empuja un viento favorable; y las sombras, más muertas pareciendo, admiración ponían en las cuencas de los ojos, sabiendo que vivía. Y yo, continuando mis palabras dije: «Y asciende acaso más despacio de lo que en otro momento lo haría. [L844] Mas dime de Piccarda, si es que sabes; [L845] y dime si estoy viendo a alguien notable entre esta gente que así me contempla.» «Mi hermana, que entre hermosa y entre buena no sé qué fuera más, alegre triunfa en el Olimpo ya de su corona.» Dijo primero; y luego: «Aquí podemos a cualquiera nombrar pues tan mudado nuestro semblante está por la abstinencia. Ese -y le señaló- es Bonagiunta, [L846] Bonagiunta de Lucca; y esa cara a su lado, cosida más que otras. tuvo la santa iglesia entre sus brazos: nació en Tours, y aquí purga con ayunos el vino y las anguilas de Bolsena.» [L847] Uno por uno a muchos me nombró; y al nombrarles contentos parecían, [L848] y no vi ningún gesto de tristeza. Vi por el hambre en vano usar los dientes a Ubaldín de la Pila y Bonifacio, [L849] que apacentara a muchos con su torre. Vi a Maese Marqués, que ocasión tuvo [L850] de beber en Forlí sin sequedades, y que nunca veíase saciado. Mas como hace el que mira y luego aprecia más a uno que otro, hice al luqués, que de mí más curioso parecía. Él murmuraba, y no sé que «Gentucca» [L851] sentía yo, donde él sentía la plaga de la justicia que así le roía. «Alma -dije- que tal deseo muestras de hablar conmigo, hazlo claramente, y a los dos satisfaz con tus palabras.» «Hay nacida, aún sin velo, una mujer --él comenzó- que hará que mi ciudad te plazca aunque otros muchos la desprecien. Tú marcharás con esta profecía: si en mi murmullo alguna duda tienes, la realidad en claro ha de ponerlo. Pero dime si veo a quien compuso aquellas nuevas rimas que empezaban: «Mujeres que el Amor bien conocéis.» [L852] Y yo le dije: «Soy uno que cuando Amor me inspira, anoto, y de esa forma voy expresando aquello que me dicta.» «¡Ah hermano, ya comprendo ---dijo- el nudo que al Notario, a Guiton y a mí separa del dulce estilo nuevo que te escucho! [L853] Bien veo ahora cómo vuestras plumas detrás de quien os dicta van pegadas, lo que no sucedía con las nuestras; y quien se ponga a verlo de otro modo no encontrará ninguna diferencia.» Y se calló bastante satisfecho. Cual las aves que invernan junto al Nilo, a veces en el aire hacen bandadas, y luego aprisa vuelan en hilera, así toda la gente que allí estaba, volviendo el rostro apresuró su paso, por su flaqueza y su deseo raudas. Y como el hombre de correr cansado deja andar a los otros, y pasea hasta que calma el resollar del pecho, dejó que le pasara la grey santa y conmigo detrás vino Forese, diciendo: «¿Cuándo te veré de nuevo?» «No sé -repuse-, cuánto viviré; mas no será mi vuelta tan temprano, que antes no esté a la orilla mi deseo; porque el lugar donde a vivir fui puesto, del bien, de día en día, se despoja, y parece dispuesto a triste ruina.» Y él: «Ánimo, pues veo al más culpable, [L854] arrastrado a la cola de un caballo hacia aquel valle donde no se purga. La bestia a cada paso va más rauda, siempre más, hasta que ella le golpea, y deja el cuerpo vilmente deshecho. No mucho han de rodar aquellas ruedas -y miró al cielo- y claro habrá de serte esto que más no puedo declararte. Ahora quédate aquí, que es caro el tiempo en este reino, y ya perdí bastante caminando contigo paso a paso.» Como al galope sale algunas veces un jinete del grupo que cabalga, por ganar honra en los primeros golpes, con pasos aún mayores nos dejó; y me quedé con esos dos que fueron en el mundo tan grandes mariscales. Y cuando estuvo ya tan adelante, que mis ojos seguían tras de él, como mi mente tras de sus palabras. vi las ramas cargadas y frondosas de otro manzano, no mucho más lejos por haber sólo entonces hecho el giro [L855] Vi gentes bajo aquel alzar las manos y gritar no sé qué hacia la espesura, como en vano anhelantes chiquitines que piden, y a quien piden no responde, mas por hacer sus ganas más agudas, les muestra su deseo puesto en alto. Luego se fueron ya desengañadas; y nos aproximamos al gran árbol, que tanto llanto y súplicas desdeña. «Seguid andando y no os aproximéis: un leño hay más arriba que mordido fue por Eva y es éste su retoño.» Entre las frondas no sé quién hablaba; y así Virgilio, Estacio y yo, apretados seguimos caminando por la cuesta. Decía: «Recordad a los malditos [L856] nacidos de las nubes, que, borrachos, con dos pechos lucharon con Teseo; y a los hebreos, por beber tan flojos, [L857] que Gedeón no quiso de su ayuda, cuando a Madián bajó de las colinas.» Así arrimados a uno de los bordes, oyendo fuimos culpas de la gula seguidas del castigo miserable. Ya en la senda desierta, distanciados, más de mil pasos nos llevaron lejos, los tres mirando sin decir palabra. «Solos así los tres ¿qué vais pensando?», dijo una voz de pronto; y me agité como un caballo joven y espantado. Alcé mi rostro para ver quién era; y jamás pude ver en ningún horno vidrio o metal tan rojo y tan luciente, como a quien vi diciendo: «Si os complace [L858] subir, aquí debéis de dar la vuelta; quien marcha hacia la paz, por aquí pasa.» Me deslumbró la vista con su aspecto; por lo que me volví hacia mis doctores, como el hombre a quien guía lo que escucha. [L859] Y como, del albor anunciadora, sopla y aroma la brisa de mayo, de hierba y flores toda perfumada; yo así sentía un viento por en medio de la frente, y sentí un mover de plumas, que hizo oler a ambrosía el aura toda. Sentí decir: «Dichosos los que alumbra [L860] tanto la gracia, que el amor del gusto en su pecho no alienta demasiado, apeteciendo siempre cuanto es justo.» CANTO XXV Dilación no admitía la subida; puesto que el sol había ya dejado la noche al Escorpión, el día al Toro: [L861] y así como hace aquél que no se para, mas, como sea, sigue su camino, por la necesidad aguijonado, así fuimos por el desfiladero, subiendo la escalera uno tras otro, pues su estrechez separa a los que suben. Y como el cigoñino el ala extiende por ganas de volar, y no se atreve a abandonar el nido, y las repliega; tal mis ganas ardientes y apagadas de preguntar; haciendo al fin el gesto que hacen aquellos que al hablar se aprestan. Por ello no dejó de andar aprisa, sino dijo mi padre: «Suelta el arco del decir, que hasta el hierro tienes tenso.» [L862] Ya entonces confiado abrí la boca, y dije: «Cómo puede adelgazarse allí donde comer no es necesario.» [L863] «Si recordaras cómo Meleagro [L864] se extinguió al extinguirse el ascua aquella -me dijo- de esto no te extrañarías; y si pensaras cómo, si te mueves, también tu imagen dentro del espejo, claro verás lo que parece oscuro. Mas para que el deseo se te aquiete, aquí está Estacio; y yo le llamo y pido que sea el curador de tus heridas.» «Si la visión eterna le descubro -repuso Estacio-, estando tú delante, el no poder negarme me disculpe.» Y después comenzó: «Si mis palabras, [L865] hijo, en la mente guardas y recibes, darán luz a aquel "cómo" que dijiste. La sangre pura que no es absorbida [L866] por las venas sedientas, y se queda cual alimento que en la mesa sobra, toma en el corazón a cualquier miembro la virtud de dar forma, como aquella que a hacerse aquellos vase por las venas. Digerida, desciende, donde es bello más callar que decir, y allí destila en vaso natural sobre otra sangre. Allí se mezclan una y otra juntas, una a sufrir dispuesta, a hacer la otra, pues que procede de un lugar perfecto; y una vez que ha llegado, a obrar comienza coagulando primero, y avivando lo que hizo consistente su materia. Alma ya hecha la virtud activa cual de una planta, sólo diferente que una en camino está y otra ha llegado, [L867] sigue obrando después, se mueve y siente, como un hongo marino; y organiza esas potencias de las que es semilla. Aquí se extiende, hijo, y se despliega la virtud que salió del corazón del generante, y forma da a los miembros. Mas cómo el animal se vuelve hablante no puedes ver aún, y uno más sabio que tú, se equivocaba en este punto, [L868] y así con su doctrina separaba del alma la posible inteligencia, por no encontrarle un órgano adecuado. A la verdad que viene abre tu pecho; y sabrás que, tan pronto se termina [L869] de articularle al feto su cerebro, complacido el Primer Motor se vuelve a esa obra de arte, en la que inspira nuevo espíritu, lleno de virtudes, [L870] que lo que encuentra activo aquí reúne en su sustancia, y hace un alma sola, que vive y siente y a sí misma mira. Y por que no te extrañen mis palabras mira el calor del sol que se hace vino, junto al humor que nace de las vidas. Cuando más lino Laquesis no tiene, [L871] se suelta de la carne, y virtualmente lo divino y lo humano se lo lleva. Ya enmudecidas sus otras potencias, [L872] inteligencia, voluntad, memoria en acto quedan mucho más agudas. Sin detenerse, por sí misma cae maravillosamente en una u otra orilla; [L873] y de antemano sabe su camino. En cuanto ese lugar la circunscribe, [L874] la virtud formativa irradia en torno del mismo modo que en los miembros vivos: y como el aire, cuanto está muy húmedo, por otro rayo que en él se refleja, con diversos colores se engalana; así el aire cercano se dispone, y en esa misma forma que le imprime virtualmente el alma allí parada; Y después, a la llama semejante que sigue al fuego al sitio donde vaya, la nueva forma al espíritu sigue. Y como aquí recibe su aparencia, sombra se llama; y luego aquí organiza cualquier sentido, incluso el de la vista. Por esta causa hablamos y reímos; y suspiros y lágrimas hacemos que has podido sentir por la montaña. Según que nos afligen los deseos y los otros afectos, toma forma la sombra, y es la causa que te admira.» Y ya llegado al último tormento [L875] habíamos, y vuelto a la derecha, y estábamos atentos a otras cosas. Aquí dispara el muro llamaradas, y por el borde sopla un viento a lo alto que las rechaza y las aleja de él; [L876] y por esto debíainos andar por el lado de afuera de uno en uno; y yo temía el fuego o la caída. «Por este sitio -guía iba diciendo- a los ojos un freno hay que ponerles, pues errar se podría por muy poco. Summae Deus Clamentiae en el seno [L877] del gran ardor oí cantar entonces, que no menos ardor dio de volverme; y vi almas caminando por las llamas; así que a ellas miraba y a mis pasos, repartiendo la vista por momentos. Una vez que aquel himno terminaron [L878] gritaron alto: «Virum no cognosco»; y el himno repetían en voz baja. Y al terminar gritaban: «En el bosque Diana se quedó y arrojó a Elice [L879] porque probó de Venus el veneno.» Luego a cantar volvían; y de esposas y de maridos castos proclamaban, cual la virtud y el matrimonio imponen. Y de esta forma creo que les baste en todo el tiempo que el fuego les quema: Con tal afán conviene y en tal forma que la postrera herida cicatrice. CANTO XXVI Mientras que por la orilla uno tras otro marchábamos y el buen maestro a veces «Mira --decía- como te he advertido»; sobre el hombro derecho el sol me hería, que ya, radiando, todo el occidente el celeste cambiaba en blanco aspecto; [L880] y hacía con mi sombra más rojiza la llama parecer; y al darse cuenta vi que, andando, miraban muchas sombras. Esta fue la ocasión que les dio pie a que hablaran de mí-, y así empezaron «Este cuerpo ficticio no parece»; luego vueltos a mí cuanto podían, se cercioraron de ello, con cuidado siempre de no salir de donde ardiesen. [L881] «Oh tú que vas, no porque tardo seas, mas tal vez reverente, tras los otros, respóndeme, que en este fuego ardo. No sólo a mí aproveche tu respuesta; pues mayor sed tenemos todos de ella que de agua fría la India o la Etiopía. Dinos cómo es que formas de ti un muro al sol, de tal manera que no hubieses aún entrado en las redes de la muerte.» Así me hablaba uno; y yo me hubiera [L882] ya explicado, si no estuviese atento a otra novedad que entonces vino; que por medio de aquel sendero ardiente vino gente mirando hacia los otros, lo cual, suspenso, me llevó a observarlo. [L883] Apresurarse vi por todas partes y besarse a las almas unas a otras sin pararse, felices de tal fiesta; así por medio de su hilera oscura una a la otra se hocican las hormigas, por saber de su suerte o su camino. En cuanto dejan la acogida amiga, antes de dar siquiera el primer paso, en vocear se cansan todas ellas: la nueva gente: «Sodoma y Gomorra»; [L884] los otros: «En la vaca entra Pasifae, para que el toro corra a su lujuria.» Después como las grullas que hacia el Rif vuelan en parte, y parte a las arenas, o del hielo o del sol haciendo ascos, una gente se va y otra se viene; vuelven llorando a sus primeros cantos y a gritar eso que más les atañe; y acercáronse a mí, como hace poco esos otros habíanme rogado, deseosos de oír en sus semblantes. Yo que dos veces viera su deseo; «Oh almas ya seguras --comencé- de conseguir la paz tras de algún tiempo, no han quedado ni verdes ni maduros allí mis miembros, mas aquí los traigo con su sangre y sus articulaciones. Subo para no estar ya nunca ciego; una mujer me obtuvo la merced, de venir con el cuerpo a vuestro mundo. Mas vuestro anhelo mayor satisfecho sea pronto, y así os albergue el cielo que lleno está de amor y más se espacia, decidme, a fin de que escribirlo pueda, quiénes seáis, y quién es esa turba que se marchó detrás a vuestra espalda.» No de otro modo estúpido se turba el montañés, y mira y enmudece, cuando va a la ciudad , rudo y salvaje, que en su apariencia todas esas sombras; más ya de su estupor recuperadas, que de las altas almas pronto sale, «¡Dichoso tú que de nuestras regiones -volvió a decir aquel que habló primero-, para mejor morir sapiencia adquieres! La gente que no viene con nosotros, pecó de aquello por lo que en el triunfo César oyó que "reina" lo llamaban: [L885] por eso vanse gritando "Sodoma", reprobándose a sí, como has oído, con su vergüenza el fuego acrecentando. Hermafrodita fue nuestro pecado; y pues que no observamos ley humana, siguiendo el apetito como bestias, en nuestro oprobio, por nosotros se oye cuando partimos el nombre de aquella que en el leño bestial bestia se hizo. Ya sabes nuestros actos, nuestras culpas: y si de nombre quieres conocemos, decirlo no sabría, pues no hay tiempo. Apagaré de mí, al menos, tus ganas: Soy Guido Guinizzelli, y aquí peno [L887] por bien antes del fin arrepentirme.» Igual que en la tristeza de Licurgo [L888] hicieron los dos hijos a su madre, así hice yo, pero sin tanto ímpetu, cuando escuché nombrarse él mismo al padre mío y de todos, el mejor que rimas de amor usaron dulces y donosas; y pensativo, sin oír ni hablar, contemplándole anduve un largo rato, mas, por el fuego, sin aproximarme. Luego ya de mirarle satisfecho, me ofrecí enteramente a su servicio con juramentos que a otros aseguran. y él me dijo: «Tú dejas tales huellas en mí, por lo que escucho, y tan palpables, que no puede borrarlas el Leteo. Mas si en verdad juraron tus palabras, dirne por qué razones me demuestras al mira.rme y hablarme tanto aprecio.» Y yo le dije: «Vuestros dulces versos, que, mientras duren los modernos usos, harán preciada aun su misma tinta.» «Oh hermano --dijo,-, ése que te indico -y señaló un espíritu delante- fue el mejor artesano de su lengua. [L889] En los versos de amor o en narraciones a todos superó; y deja a los tontos que creen que el Lemosín le aventajaba. [L890] A las voces se vuelven, no a lo cierto, y su opinión conforman de este modo antes de oír a la razón o al arte. Así hicieron antaño con Guittone, [L891] de voz en voz corriendo su alabanza, hasta que la verdad se ha impuesto a todos. Ahora si tienes tanto privilegio, que lícito te sea ir hasta el claustro del colegio del cual abad es Cristo, de un padre nuestro dile aquella parte, que nos es necesaria en este mundo, donde poder pecar ya no es lo nuestro.» [L892] Luego tal vez por dar cabida a otro que cerca estaba, se perdió en el fuego, como en el agua el pez que se va al fondo. Yo me acerqué a quien antes me indicara, y dije que a su nombre mi deseo un sitio placentero disponía. Y comenzó a decirrne cortésmente: [L893] «Tan m'abelfis vostre cortes deman, qu'ieu non me puesc ni voil a vos cobrire. Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan; consiros vei la passada folor, a vei jausen lo joi que'esper, denan. Ara voz prec, per aquella valor que vos guida al som de l'escalina, sovenha vos a temps de ma dolor.» Luego se hundió en el fuego que le salva. CANTO XXVII Igual que vibran los primeros rayos donde esparció la sangre su Creador, cayendo el Ebro bajo la alta Libra, y a nona se caldea el agua al Ganges, [L894] el sol estaba; y se marchaba el día, cuando el ángel de Dios alegre vino. Fuera del fuego sobre el borde estaba [L895] y cantaba: «¡Beati mundi cordi!» con voz mucho más viva que la nuestra. Luego: «Más no se avanza, si no muerde almas santas, el fuego: entrad en él y escuchad bien el canto de ese lado.» [L896] Nos dijo así cuanto estuvimos cerca; por lo que yo me puse, al escucharle, igual que aquel que meten en la fosa. [L897] Por protegerme alcé las manos juntas en vivo imaginando, al ver el fuego, humanos cuerpos que quemar he visto. [L898] Hacia mí se volvió mi buena escolta; y Virgilio me dijo entonces: «Hijo, puede aquí haber tormento, mas no muerte. ¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo sobre Gerión a salvo te conduje, [L899] ¿ahora qué haría ya de Dios más cerca? Cree ciertamente que si en lo profundo de esta llama aun mil años estuvieras, no te podría ni quitar un pelo. Y si tal vez creyeras que te engaño vete hacia ella, vete a hacer la prueba, con tus manos al borde del vestido. [L900] Dejón, depón ahora cualquier miedo; vuélvete y ven aquí. seguro entra.» Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil. Al ver que estaba inmóvil y reacio, dijo un poco turbado: «Mira, hijo: entre Beatriz y tú se alza este muro.» Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos [L901] Píramo, y antes de morir la vio, cuando el moral se convirtió en bermejo; así, mi obstinación más ablandada, me volví al sabio guía oyendo el nombre que en nú memoria siempre se renueva. Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo! ¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía, como a un niño a quien vence una manzana. Luego delante de mí entró en el fuego, pidiendo a Estacio que tras mi viniese, que en el largo camino estuvo en medio. [L902] En el vidrio fundido, al estar dentro, me hubiera echado para refrescarme, pues tanto era el ardor desmesurado. Y por reconfortarme el dulce padre, me hablaba de Beatriz mientras andaba: «Ya me parece que sus ojos veo.» Nos guiaba una voz que al otro lado cantaba y, atendiendo sólo a ella, llegamos fuera, adonde se subía. '¡ Venite, benedictis patris mei!' [L903] se escuchó dentro de una luz que había, que me venció y que no pude mirarla. «El sol se va --siguió- y la tarde viene; no os detengáis, acelerad el paso, mientras que el occidente no se adumbre.» Iba recto el camino entre la roca hacia donde los rayos yo cortaba delante, pues el Sol ya estaba bajo. Y poco trecho habíamos subido cuando ponerse el sol, al extinguirse mi sombra, por detrás los tres sentimos. Y antes que en todas sus inmensas partes tomara el horizonte un mismo aspecto, y adquiriese la noche su dominio, de un escalón cada uno hizo su lecho; que la natura del monte impedía el poder subir más y nuestro anhelo. Como quedan rumiando mansamente esas cabras, indómitas y hambrientas antes de haber pastado, en sus picachos, tácitas en la sombra, el sol hirviendo, guardadas del pastor que en el cayado se apoya y es de aquellas el vigía; y como el rabadán se alberga al raso, y pemocta junto al rebaño quieto, guardando que las fieras no lo ataquen; así los tres estábamos entonces, yo como cabra y ellos cual pastores, aquí y allí guardados de alta gruta. Poco podía ver de lo de afuera; mas, de lo poco, las estrellas vi mayores y más claras que acostumbran. De este modo rumiando y contemplándolas, me tomó el sueño; el sueño que a menudo, antes que el hecho, sabe su noticia. [L904] A la hora, creo, que desde el oriente irradiaba en el monte Citerea, en el fuego de amor siempre encendida, joven y hermosa aparecióme en sueños [L905] una mujer que andaba por el campo que recogía flores; y cantaba: «Sepan los que preguntan por mi nombre que soy Lía, y que voy moviendo en torno las manos para hacerme una guirnalda. Por gustarme al espejo me engalano; Mas mi hermana Raquel nunca se aleja del suyo, y todo el día está sentada. [L906] Ella de ver sus bellos ojos goza como yo de adornarme con las manos; a ella el mirar, a mí el hacer complace.» Y ya en el esplendor de la alborada, que es tanto más preciado al peregrino, cuando al regreso duerme menos lejos, huían las tinieblas, y con ellas mi sueño; por lo cual me levanté, viendo ya a los maestros levantados. [L907] «El dulce fruto que por tantas ramas buscando va el afán de los mortales, hoy logrará saciar toda tu hambre.» [L908] Volviéndose hacia mí Virgilio, estas palabras dijo; y nunca hubo regalo que me diera un placer igual a éste. Tantas ansias vinieron sobre el ansia de estar arriba ya, que a cada paso plumas para volar crecer sentía. Cuando debajo toda la escalera quedó, y llegarnos al peldaño sumo, en mi clavó Virgilio su mirada, «El fuego temporal, el fuego eterno has visto hijo; y has llegado a un sitio en que yo, por mí m. ismo, ya no entiendo. Te he conducido con arte y destreza; tu voluntad ahora es ya tu guía: fuera estás de camino estrecho o pino. Mira el sol que en tu frente resplandece; las hierbas, los arbustos y las flores que la tierra produce por sí sola. Hasta que alegres lleguen esos ojos que llorando me hicieron ir a ti, puedes sentarte, o puedes ir tras ellas. [L909] No esperes mis palabras, ni consejos ya; libre, sano y recto es tu albedrío, y fuera error no obrar lo que él te diga: y por esto te mitro y te corono.» [L910] CANTO XXVIII Deseoso de ver por dentro y fuera la divina floresta espesa y viva, que a los ojos ternplaba el día nuevo, sin esperar ya más, dejé su margen, andando, por el campo a paso lento por el suelo aromado en todas partes. Un aura dulce que jamás mudanza tenía en sí, me hería por la frente con no más golpe que un suave viento; con el cual tremolando los frondajes todos se doblegaban hacia el lado en que el monte la sombra proyectaba; [L911] mas no de su estar firme tan lejanos, que por sus copas unas avecillas dejaran todas de ejercer su arte; mas con toda alegría en la hora prima, la esperaban cantando entre las hojas, que bordón a sus rimas ofrecían, como de rama en rama se acrecienta en la pineda junto al mar de Classe, [L912] cuando Eolo al Siroco desencierra. Lentos pasos habíanme llevado ya tan adentro de la antigua selva, que no podía ver por dónde entrara; y vi que un río el avanzar vedaba, [L913] que hacia la izquierda con menudas ondas doblegaba la hierba a sus orillas. Toda el agua que fuera aquí más límpida, arrastrar impurezas pareciera, a ésta que nada oculta comparada, por más que ésta discurra oscurecida bajo perpetuas sombras, que no dejan nunca paso a la luz del sol ni luna. Me detuve y crucé con la mirada, por ver al otro lado del arroyo aquella variedad de frescos mayos; y allí me apareció, como aparece algo súbitamente que nos quita cualquier otro pensar, maravillados, una mujer que sola caminaba, [L914] cantando y escogiendo entre las flores de que pintado estaba su camino. «Oh, hermosa dama, que amorosos rayos te encienden, si creer debo al semblante que dar suele del pecho testimonio, tengas a bien adelantarte ahora -díjele- lo bastante hacia la orilla, para que pueda escuchar lo que cantas. Tú me recuerdas dónde y cómo estaba [L915] Proserpina, perdida por su madre, cuando perdió la dulce primavera.» Como se vuelve con las plantas firmes en tierra y juntas, la mujer que baila, y un pie pone delante de otro apenas, volvió sobre las rojas y amarillas florecillas a mí, no de otro modo que una virgen su honesto rostro inclina; y así mis ruegos fueron complacidos, pues tanto se acercó, que el dulce canto llegaba a mí, entendiendo sus palabras. Cuando llegó donde la hierba estaba bañada de las ondas del riachuelo, de alzar sus ojos hízome regalo. Tanta luz yo no creo que esplendiera [L916] Venus bajo sus cejas, traspasada, fuera de su costumbre, por su hijo. Ella reía en pie en la orilla opuesta, más color disponiendo con sus manos, que esa elevada tierra sin semillas. Me apartaban tres pasos del arroyo; y el Helesponto que Jerjes cruzó aún freno a toda la soberbia humana, no soportó más odio de Leandro [L917] cuando nadaba entre Sesto y Abido, que aquel de mí, pues no me daba paso. «Sois nuevos y tal vez porque sonrío en el sitio elegido --dijo ella- como nido de la natura humana, asombrados os tiene alguna duda; mas luz el salmo Delestasti otorga, [L918] que puede disipar vuestro intelecto. Y tú que estás delante y me rogaste, dime si quieres más oír; pues presta a resolver tus dudas he venido. «El son de la floresta -dije , el agua, me hacen pensar en una cosa nueva, de otra cosa distinta que he escuchado.» [L919] Y ella: «Te explicaré cómo deriva de su causa este hecho que te asombra, despejando la niebla que te ofende. El sumo bien que sólo en Él se goza, hizo bueno y al bien al hombre en este [L920] lugar que le otorgó de paz eterna. Pero aquí poco estuvo por su falta; por su falta en gemidos y en afanes cambió la honesta risa, el dulce juego. Y para que el turbar que abajo forman [L921] los vapores del agua y de la tierra, que cuanto pueden van tras del calor, al hombre no le hiciese guerra alguna, subió tanto hacia el cielo esta montaña, y libre está de él, donde se cierra. [L922] Mas como dando vueltas por entero con la primera esfera el aire gira, si el círculo no es roto en algún punto, en esta altura libre, el aire vivo tal movimiento repercute y hace, que resuene la selva en su espesura; [L923] tanto puede la planta golpeada, que su virtud impregna el aura toda, y ella luego la esparce dando vueltas; [L924] y según la otra tierra sea digna, [L925] por su cielo y por sí, concibe y cría de diversa virtud diversas plantas. Luego no te parezca maravilla, oído esto, cuando alguna planta crezca allí sin semilla manifiesta. [L926] Y sabrás que este campo en que te hallas, repleto está de todas las simientes, y tiene frutos que allí no se encuentran. El agua que aquí ves no es de venero [L927] que restaure el vapor que el hielo funde, como un río que adquiere o pierde cauce; mas surge de fontana estable y cierta, que tanto del querer de Dios recibe, cuando vierte en dos partes separada. Por este lado con el don desciende de quitar la memoria del pecado; por el otro de todo el bien la otorga; Aquí Leteo; igual del otro lado [L928] Eünoé se llama, y no hace efecto si en un sitio y en otro no es bebida: este supera a todos los sabores. Y aunque bastante pueda estar saciada tu sed para que más no te descubra, un corolario te daré por gracia; no creo que te sea menos caro mi decir, si te da más que prometo. Tal vez los que de antiguo poetizaron sobre la Edad de oro y sus delicias, en el Parnaso este lugar soñaban. Fue aquí inocente la humana raíz; aquí la primavera y fruto eterno; este es el néctar del que todos hablan.» [L929] Me dirigí yo entonces hacia atrás y a mis poetas vi que sonrientes escucharon las últimas razones; luego a la bella dama torné el rostro. CANTO XXIX Cantando cual mujer enamorada, al terminar de hablar continuó: 'Beati quorum tacta sunt peccata.' [L930] Y cual las ninfas que marchaban solas por las sombras selváticas, buscando cuál evitar el sol, cuál recibirlo, se dirigió hacia el río, caminando por la ribera; y yo al compás de ella, siguiendo lentamente el lento paso. Y ciento ya no había entre nosotros, cuando las dos orillas dieron vuelta, y me quedé mirando hacia levante. Tampoco fue muy largo así el camino, cuando a mí la mujer se dirigió, diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.» Y se vio un resplandor súbitamente por todas partes de la gran floresta, que acaso yo pensé fuera un relámpago. Pero como éste igual que viene, pasa, y aquel, durando, más y más lucía, decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?» Resonaba una dulce melodía por el aire esplendente; y con gran celo yo a Eva reprochaba de su audacia, pues donde obedecían cielo y tierra, tan sólo una mujer, recién creada, no consintió vivir con velo alguno; bajo el cual si sumisa hubiera estado, habría yo gozado esas delicias inefables, aún antes y más tiempo. Mientras yo caminaba tan absorto entre tantas primicias del eterno placer, y deseando aún más deleite, cual un fuego encendido, ante nosotros el aire se volvió bajo el ramaje; y el dulce son cual canto se entendía. Oh sacrosantas vírgenes, si fríos [L931] por vosotras sufrí, vigilias y hambres, razón me urge que a favor os mueva. El manar de Helicona necesito, y que Urania me inspire con su coro poner en verso cosas tan abstrusas. Más adelante, siete árboles áureos [L932] falseaba en la mente el largo trecho del espacio que había entre nosotros; pero cuando ya estaba tan cercano que el objeto que engaña los sentidos ya no perdía forma en la distancia, la virtud que prepara el intelecto, [L933] me hizo ver que eran siete candelabros, y Hosanna era el cantar de aquellas voces. Por encima el conjunto flameaba más claro que la luna en la serena [L934] medianoche en el medio de su mes. Yo me volví de admiración colmado al bueno de Virgilio, que repuso con ojos llenos de estupor no menos. Volví la vista a aquellas maravillas que tan lentas venían a nosotros, que una recién casada las venciera. La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas con tanto ardor las vivas luminarias, y lo que viene por detrás no miras?» Y tras los candelabros vi unas gentes venir despacio, de blanco vestidas; y tanta albura aquí nunca la vimos. Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo, el izquierdo costado devolviéndome, si se miraba en ella cual espejo. Cuando estuve en un sitio de mi orilla, que sólo el río de ellos me apartaba, para verles mejor detuve el paso, y vi las llamas que iban por delante dejando tras de sí el aire pintado, como si fueran trazos de pinceles; de modo que en lo alto se veían siete franjas, de todos los colores con que hace el arco el Sol y Delia el cinto. [L935] Los pendones de atrás eran más grandes que mi vista; y diez pasos separaban, en mi opinión, a los de los extremos [L936] Bajo tan bello cielo como cuento, coronados de lirios, veinticuatro [L937] ancianos avanzaban por parejas. Cantaban: «Entre todas Benedicta las nacidas de Adán, y eternamente benditas sean las bellezas tuyas.» Después de que las flores y la hierba, que desde el otro lado contemplaba, se vieron libres de esos elegidos, como luz a otra luz sigue en el cielo, cuatro animales por detrás venían, [L938] de verde fronda todos coronados. Seis alas cada uno poseía; con ojos en las plumas; los de Argos tales serían, si vivo estuviese. A describir su forma no dedico lector, más rimas, pues que me urge otra tarea, y no podría aquí alargarme; pero léete a Ezequiel, que te lo pinta como él los vio venir desde la fría zona, con viento, con nubes, con fuego; y como lo verás en sus escritos, tales eran aquí, salvo en las plumas; Juan se aparta de aquel y está conmigo. En el espacio entre los cuatro había, sobre dos ruedas, un carro triunfal, que de un grifo venía conducido. [L939] Hacia arriba tendía las dos alas entre la franja que había en el centro y las tres y otras tres, mas sin tocarlas. [L940] Subían tanto que no se veían; de oro tenía todo lo de pájaro, y blanco lo demás con manchas rojas. [L941] No sólo Roma en carro tan hermoso [L942] no honrase al Africano, ni aun a Augusto, mas el del sol mezquino le sería; aquel del sol que ardiera, extraviado, por petición de la tierra devota, cuando fue Jove arcanarnente justo. Tres mujeres en círculo danzaban en el lado derecho; una de rojo, que en el fuego sería confundida; [L943] otra cual si los huesos y la carne hubieran sido de esmeraldas hechos; cual purísima nieve la tercera; y tan pronto guiaba la de blanco, tan pronto la de rojo; y a su acento caminaban las otras, raudas, lentas. Otras cuatro a la izquierda solazaban, [L944] de púrpura vestidas, con el ritmo de una de ellas que tenía tres ojos. Detrás de todo el nudo que he descrito vi dos viejos de trajes desiguales, mas igual su ademán grave y honesto. Uno se parecía a los discípulos [L945] de Hipócrates, a quien natura hiciera para sus animales más queridos; contrario afán el otro demostraba [L946] con una espada aguda y reluciente, tal que me amedrentó desde mi orilla. Luego vi cuatro de apariencia humilde; [L947] y de todos detrás un viejo solo, que venía durmiendo, iluminado. [L948] Y estaban estos siete como el grupo primero ataviados, mas con lirios no adornaban en torno sus cabezas, sino con rosas y bermejas flores; [L949] se juraría, aun vistas no muy lejos, que ardían por encima de los ojos. Y cuando el carro tuve ya delante, un trueno se escuchó, y las dignas gentes parecieron tener su andar vedado, y se pararon junto a las enseñas. CANTO XXX Y cuando el septentrión del primer cielo, [L950] que no sabe de ocaso ni de orto; ni otra niebla que el velo de la culpa, y que a todos hacía sabedores de su deber, como hace aquí el de abajo al que gira el timón llegando a puerto, inmóvil se quedó: la gente santa que entre el grito y aquel primero vino, como a su paz se dirigió hacia el carro; y uno de ellos, del cielo mensajero, [L951] 'Veni sponsa de Libano', cantando gritó tres veces, y después los otros. Cual los salvados al último bando [L952] prestamente alzarán de su caverna, aleluyando en voces revestidas, sobre el divino carro de tal forma cien se alzaron, ad vocem tanti senis, [L953] ministros y enviados del Eterno. '¡Benedictus qui venis!' entonaban, [L954] tirando flores por todos los lados '¡Manibus, oh, date ilia plenis' [L955] Yo he visto cuando comenzaba el día rosada toda la región de oriente, bellamente sereno el demás cielo; y aún la cara del sol nacer en sombras, tal que, en la tibiedad de los vapores, el ojo le miraba un largo rato: lo mismo dentro de un turbión de flores que de manos angélicas salía, cayendo dentro y fuera: coronada, sobre un velo blanquísimo, de olivo, contemplé una mujer de manto verde vestida del color de ardiente llama. Y el espíritu mío, que ya tanto [L956] tiempo había pasado que sin verla no estaba de estupor, temblando, herido, antes de conocerla con los ojos, por oculta virtud de ella emanada, sentió del viejo amor el poderío. Nada más que en mi vista golpeó la alta virtud que ya me traspasara antes de haber dejado de ser niño, [L957] me volví hacia la izquierda como corre confiado el chiquillo hacia su madre cuando está triste o cuando tiene miedo, por decir a Virgilio: «Ni un adarme de sangre me ha quedado que no tiemble: conozco el signo de la antigua llama.» Mas Virgilio privado nos había de sí, Virgilio, dulcísimo padre, Virgilio, a quien me dieran por salvarme; [L958] todo lo que perdió la madre antigua, no sirvió a mis mejillas que, ya limpias, [L959] no se volvieran negras por el llanto. «Dante, porque Virgilio se haya ido [L960] tú no llores, no llores todavía; pues deberás llorar por otra espada.» Cual almirante que en popa y en proa pasa revista a sus subordinados en otras naves y al deber les llama; por encima del carro, hacia la izquierda, al volverme escuchando el nombre mío, que por necesidad aquí se escribe, vi a la mujer que antes contemplara oculta bajo el angélico halago, volver la vista a mí de allá del río. Aunque el velo cayendo por el rostro, ceñido por la fronda de Minerva, [L961] no me dejase verla claramente, con regio gesto todavía altivo continuó lo mismo que quien habla y al final lo más cálido reserva: «¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz, ¿cómo pudiste llegar a la cima? ¿no sabías que el hombre aquí es dichoso?» [L962] Los ojos incliné a la clara fuente; mas me volvía a la yerba al reflejarme, pues me abatió la cara tal vergüenza. Tan severa cree el niño que es su madre, así me pareció; puesto que amargo siente el sabor de la piedad acerba. Ella calló; y los ángeles cantaron de súbito: 'in te, Domine, speravi'; [L963] pero del 'pedes meos' no siguieron. Como la nieve entre los vivos troncos en el dorso de Italia se congela, azotada por vientos boreales, luego, licuada, en sí misma rezuma, cuando la tierra sin sombra respira, y es como el fuego que funde una vela; mis suspiros y lágrimas cesaron antes de aquel cantar de los que cantan tras de las notas del girar eterno; [L964] mas luego que entendí que el dulce canto se apiadaba de mí, más que si dicho hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas», el hielo que en mi pecho se apretaba, se hizo vapor y agua, y con angustia se salió por la boca y por los ojos. Ella, parada encima del costado dicho del carro, a las sustancias pías [L965] dirigió sus palabras de este modo: «Veláis vosotros el eterno día, sin que os roben ni el sueño ni la noche ningún paso del siglo en su camino; así pues más cuidado en mi respuesta pondré para que entienda aquel que llora, e igual medida culpa y duelo tengan. No sólo por efecto de las ruedas que a cada ser a algún final dirigen según les acompañen sus estrellas, mas por largueza de gracia divina, [L966] que en tan altos vapores hace lluvia, que no pueden mirarlos nuestros ojos, ese fue tal en su vida temprana [L967] potencialmente, que cualquier virtud maravilloso efecto en él hiciera. Mas tanto más maligno y más silvestre, inculto y mal sembrado se hace el campo, cuanto más vigorosa tierra sea. Le sostuve algún tiempo con mi rostro: mostrándole mis ojos juveniles, junto a mí le llevaba al buen camino. Tan pronto como estuve en los umbrales de mi segunda edad y cambié de vida, de mí se separó y se entregó a otra. [L968] Cuando de carne a espíritu subí, y virtud y belleza me crecieron, fui para él menos querida y grata; y por errada senda volvió el paso, imágenes de un bien siguiendo falsas, que ninguna promesa entera cumplen. No me valió impetrar inspiración, con la cual en un sueño o de otros modos lo llamase: ¡tan poco le importaron! [L969] Tanto cayó que todas las razones para su salvación no le bastaban, salvo enseñarle el pueblo condenado. Fui por ello a la entrada de los muertos, y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba, le dirigí mis súplicas llorando. Una alta ley de Dios se habría roto, si el Leteo pasase y tal banquete fuese gustado sin ninguna paga del arrepentimiento que se llora.» CANTO XXXI «Oh tú que estás de allá del sacro río, -dirigiéndome en punta sus palabras, que aun de filo tan duras parecieron, [L970] volvió a decir sin pausa prosiguiendo- di si es esto verdad, pues de tan seria acusación debieras confesarte.» Estaba mi valor tan confundido, que mi voz se movía, y se apagaba antes que de sus órganos saliera. Esperó un poco, y me dijo: «¿En qué piensas? respóndeme, pues las memorias tristes en ti aún no están borradas por el agua.» [L971] La confusión y el miedo entremezclados como un «sí» me arrancaron de la boca, que fue preciso ver para entenderlo. Cual quebrada ballesta se dispara, por demasiado tensos cuerda y arco, y sin fuerzas la flecha al blanco llega, así estallé abrumado de tal carga, lágrimas y suspiros despidiendo, y se murió mi voz por el camino. «Por entre mis deseos --dijo ella- que al amor por el bien te conducían, que cosa no hay de aspiración más digna, ¿qué fosos se cruzaron, qué cadenas hallaste tales que del avanzar perdiste de tal forma la esperanza? ¿Y cuál ventaja o qué facilidades en el semblante de los otros viste, [L972] para que de ese modo los rondaras?» Luego de suspirar amargamente, apenas tuve voz que respondiera, formada a duras penas por los labios. Llorando dije: «Lo que yo veía con su falso placer me extraviaba tan pronto se escondió vuestro semblante.» Y dijo: «Si callaras o negases lo que confiesas, igual se sabría tu culpa: ¡es tal el juez que la conoce! Mas cuando sale de la propia boca confesar el pecado, en nuestra corte hace volver contra el filo la piedra. [L973] Sin embargo, para que te avergüences ahora de tu error, y ya otras veces seas fuerte, escuchando a las sirenas, deja ya la raíz del llanto y oye: y escucharás cómo a un lugar contrario debió llevarte mi enterrada carne. Arte o natura nunca te mostraron mayor placer, cuanto en los miembros donde me encerraron, en tierra ahora esparcidos; y si el placer supremo te faltaba al estar muerta, ¿qué cosa mortal te podría arrastrar en su deseo? [L974] A las primeras flechas de las cosas falaces, bien debiste alzar la vista tras de mí, pues yo no era de tal modo. No te debían abatir las alas, esperando más golpes, ni mocitas, ni cualquier novedad de breve uso. El avecilla dos o tres aguarda; [L975] que ante los ojos de los bien plumados la red se extiende en vano o la saeta.» Cual los chiquillos por vergüenza, mudos están con ojos gachos, escuchando, conociendo su falta arrepentidos, así yo estaba; y ella dijo: «Cuando te duela el escuchar, alza la barba [L976] y aún más dolor tendrás si me contemplas.» Con menos resistencia se desgaja robusta encina, con el viento norte o con aquel de la tierra de Jarba, [L977] como el mentón alcé con su mandato; pues cuando dijo «barba» en vez de «rostro» de sus palabras conocí el veneno; y pude ver al levantar la cara que las criaturas que llegaron antes en su aspersión habían ya cesado; y mis ojos, aún poco seguros, a Beatriz vieron vuelta hacia la fiera [L978] que era una sola en dos naturalezas. Bajo su velo y desde el otro margen a sí misma vencerse parecía, vencer a la que fue cuando aquí estaba. Me picó tanto el arrepentimiento con sus ortigas, que enemigas me hizo esas cosas que más había amado. Y tal reconocer mordióme el pecho, y vencido caí; y lo que pasara [L979] lo sabe aquella que la culpa tuvo, Y vi a aquella mujer, al recobrarme, [L980] que había visto sola, puesta encima «¡cógete a mí, cógete a mí!» diciendo. Hasta el cuello en el río me había puesto, y tirando de mí detrás venía, como esquife ligera sobre el agua. Al acercarme a la dichosa orilla, «Asperges me» escuché tan dulcemente, [L981] que recordar no puedo, ni escribirlo. Abrió sus brazos la mujer hermosa; y hundióme la cabeza con su abrazo para que yo gustase de aquel agua. Me sacó luego, y mojado me puso en medio de la danza de las cuatro [L982] hermosas; cuyos brazos me cubrieron. «Somos ninfas aquí, en el cielo estrellas; antes de que Beatriz bajara al mundo, como sus siervas fuimos destinadas. Te hemos de conducir ante sus ojos; mas a su luz gozosa han de aguzarte las tres de allí, que miran más profundo.» [L983] Así empezaron a cantar; y luego hasta el pecho del grifo me llevaron, donde estaba Beatriz vuelta a nosotros. Me dijeron: «No ahorres tus miradas; ante las esmeraldas te hemos puesto desde donde el Amor lanzó sus flechas.» Mil deseos ardientes más que llamas mis ojos empujaron a sus ojos relucientes, aún puestos en el grifo. Lo mismo que hace el sol en el espejo, la doble fiera dentro se copiaba, [L984] con una o con la otra de sus formas. Imagina, lector, mi maravilla al ver estarse quieta aquella cosa, y en el ídolo suyo transmutarse. Mientras que llena de estupor y alegre mi alma ese alimento degustaba que, saciando de sí, aún de sí da ganas, demostrando que de otro rango eran [L985] en su actitud, las tres se adelantaron, danzando con su angélica cantiga. «¡Torna, torna, Beatriz, tus santos ojos -decía su canción- a tu devoto que para verte ha dado tantos pasos! Por gracia haznos la gracia que desvele a él tu boca, y que vea de este modo la segunda belleza que le ocultas.» [L986] Oh resplandor de viva luz eterna, ¿quién que bajo las sombras del Parnaso palideciera o bebiera en su fuente, [L987] no estuviera ofuscado, si tratara de describirte cual te apareciste donde el cielo te copia armonizando, cuando en el aire abierto te mostraste? [L988] CANTO XXXII Mi vista estaba tan atenta y fija por quitarme la sed de aquel decenio, [L989] que mis demás sentidos se apagaron. Y topaban en todas partes muros para no distraerse -¡así la santa sonrisa con la antigua red prendía!-; cuando a la fuerza me hicieron girar aquellas diosas hacia el lado izquierdo, pues las oí decir: «¡Miras muy fijo!»; y la disposición que hay en los ojos que el sol ha deslumbrado con sus rayos, sin vista me dejó por algún tiempo. Cuando pude volver a ver lo poco (digo «lo poco» con respecto al mucho de la luz cuya fuerza me cegara), [L990] vi que se retiraba a la derecha el glorioso ejército, llevando el sol y las antorchas en el rostro. [L991] Cual bajo los escudos por salvarse con su estandarte el escuadrón se gira, hasta poder del todo dar la vuelta; esa milicia del celeste reino que iba delante, desfiló del todo antes que el carro torciera su lanza. A las ruedas volvieron las mujeres, y la bendita carga llevó el grifo sin que moviese una pluma siquiera. La hermosa dama que cruzar me hizo, Estacio y yo, seguíamos la rueda que al dar la vuelta hizo un menor arco. [L992] Así cruzando la desierta selva, [L993] culpa de quien creyera a la serpiente, ritmaba el paso un angélico canto. Anduvimos acaso lo que vuela una flecha tres veces disparada, cuando del carro descendió Beatriz. Yo escuché murmurar: «Adán» a todos; y un árbol rodearon, despojado de flores y follajes en sus ramas. [L994] Su copa, que en tal forma se extendía cuanto más sube, fuera por los indios aun con sus grandes bosques, admirada. «Bendito seas, grifo, porque nada picoteas del árbol dulce al gusto, porque mal se separa de aquí el vientre.» [L995] Así en tomo al robusto árbol gritaron todos ellos; y el animal biforme: «Así de la virtud se guarda el germen.» Y volviendo al timón del que tiraba, junto a la planta viuda lo condujo, y arrimado dejó el leño a su leño. [L996] Y como nuestras plantas, cuando baja la hermosa luz, mezclada con aquella que irradia tras de los celestes Peces, [L997] túrgidas se hacen, y después renuevan su color una a una, antes que el sol sus corceles dirija hacia otra estrella; menos que rosa y más que violeta [L998] color tomando, se hizo nuevo el árbol, que antes tan sólo tuvo la enramada. Yo no entendí, porque aquí no usa [L999] el himno que cantaron esas gentes, ni pude oír la melodía entera. Si pudiera contar cómo durmieron, oyendo de Siringa, los cien ojos [L1000] a quien tanto costó su vigilancia; como un pintor que pinte con modelo, cómo me adormecí dibujaría; mas otro sea quien el sueño finja. Por eso paso a cuando desperté, y digo que una luz me rasgó el velo del dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.» Como por ver las flores del manzano que hace ansiar a los ángeles su fruto, y esponsales perpetuos en el cielo, Pedro, Juan y jacob fueron llevados y vencidos, tornóles la palabra que sueños aún más grandes ha quebrado, y se encontraron sin la compañía tanto de Elías como de Moisés, y al maestro la túnica cambiada; [L1001] así me recobré, y vi sobre mí aquella que, piadosa conductora fue de mis pasos antes junto al río. Y «¿dónde está Beatriz.?», dije con miedo. Respondió: «Véla allí, bajo la fronda nueva, sentada sobre las raíces. [L1002] Mira la compañía que la cerca; detrás del grifo los demás se marchan con más dulce canción y más profunda.» Y si fueron más largas sus palabras, no lo sé, porque estaba ante mis ojos la que otra cualquier cosa me impedía. [L1003] Sola sobre la tierra se sentaba, como dejada en guardia de aquel carro que vi ligado a la biforme fiera. En torno suyo un círculo formaban las siete ninfas, con las siete antorchas que de Austro y de Aquilón están seguras «Silvano aquí tú serás poco tiempo; habitarás conmigo para siempre esa Roma donde Cristo es romano. [L1004] Por eso, en pro del mundo que mal vive, pon la vista en el carro, y lo que veas escríbelo cuando hayas retornado.» [L1005] Así Beatríz; y yo que a pie juntillas me encontraba sumiso a sus mandatos, mente y ojos donde ella quiso puse. De un modo tan veloz no bajó nunca de espesa nube el rayo, cuando llueve de aquel confín del cielo más remoto, cual vi calar al pájaro de Júpiter, [L1006] rompiendo, árbol abajo, la corteza, las florecillas y las nuevas hojas; e hirió en el carro con toda su saña; y él se escoró como nave en tormenta, a babor o a estribor de olas vencida. Y luego vi que dentro se arrojaba de aquel carro triunfal una vulpeja, que parecía ayuna de buen pasto; [L1007] mas, sus feos pecados reprobando, mi dama la hizo huir de tal manera, cuanto huesos sin carne permitían. Y luego por el sitio que viniera, vi descender al águila en el arca del carro y la cubría con sus plumas; [L1008] y cual sale de un pecho que se queja, tal voz salió del cielo que decía «¡Oh navecilla mía, qué mal cargas!» Luego creí que la tierra se abriera entre ambas ruedas, y salió un dragón que por cima del carro hincó la cola; y cual retira el aguijón la avispa, así volviendo la cola maligna, arrancó el fondo, y se marchó contento. [L1009] Aquello que quedó, como de grama la tierra, de las plumas, ofrecidas tal vez con intención benigna y santa, se recubrió, y también se recubrieron las ruedas y el timón, en menos tiempo que un suspiro la boca tiene abierta. [L1010] Al edificio santo, así mudado le salieron cabezas; tres salieron en el timón, y en cada esquina una. [L1011] Las primeras cornudas como bueyes, las otras en la frente un cuerno sólo: nunca fue visto un monstruo semejante. [L1012] Segura, cual castillo sobre un monte, sentada una ramera desceñida, sobre él apareció, mirando en torno; [L1013] y como si estuviera protegiéndola, vi un gigante de pie, puesto a su lado; con el cual a menudo se besaba. [L1014] Mas al volver los ojos licenciosos y errantes hacia mí, el feroz amante [L1015] la azotó de los pies a la cabeza. Crudo de ira y de recelos lleno, desató al monstruo, y lo llevó a la selva, hasta que de mis ojos se perdieron la ramera y la fiera inusitada. [L1016] CANTO XXXIII 'Deus venerunt Gentes', alternando [L1017] ya las tres, ya las cuatro, su salmodia, [L1018] llorando comenzaron las mujeres; y Beatriz, piadosa y suspirando, lo escuchaba de forma que no mucho más se mudara ante la cruz María. [L1019] Mas cuando las doncellas la dejaron lugar para que hablase, puesta en pie, respondió, colorada como el fuego: «Modicum, et non videbitis me mis [L1020] queridas hermanas, et iterum , modicum, et vos videbitis me.» Luego se puso al frente de las siete, y me hizo andar tras de ella con un gesto, y a la mujer y al sabio que quedaba. Así marchaba; y no creo que hubiera dado apenas diez pasos en el suelo, cuando me hirió los ojos con sus ojos; y con tranquilo gesto: «Ven deprisa [L1021] para que, si quisiera hablar, conigo, estés para escucharme bien dispuesto.» Y al ir, como debía, junto a ella, díjome: «Hermano, ¿por qué no te atreves, ya que vienes conmigo, a preguntarme?» Como aquellos que tanta reverencia muestran si están hablando a sus mayores, que la voz no les sale de los dientes, a mí me sucedió y, balbuceando, dije: «Señora lo que necesito vos sabéis, y qué es bueno para ello.» Y dijo: «De temor y de vergüenza quiero que en adelante te despojes, y que no me hables como aquel que sueña. Sabe que el vaso que rompió la sierpe fue y ya no es; mas crean los culpables [L1022] que el castigo de Dios no teme sopas. [L1023] No estará sin alguno que la herede mucho tiempo aquel águila que plumas dejó en el carro, monstruo y presa hecho. [L1024] Que ciertamente veo, y lo relato, las estrellas cercanas a ese tiempo, de impedimento y trabas ya seguro, en que un diez, en que un cinco, en que un quinientos enviado de Dios, a la ramera matará y al gigante con quien peca. [L1025] Tal vez estas palabras tan oscuras, cual de Esfinge o de Temis, no comprendas, [L1026] pues a su modo el intelecto ofuscan; Mas Náyades serán pronto los hechos, [L1027] que han de explicar enigma tan oscuro sin daño de rebaños ni cosechas. Toma nota; y lo mismo que las digo, lleva así mis palabras a quien vive el vivir que es carrera hacia la muerte. Y ten cuidado, cuando lo relates, y no olvides que has visto cómo el árbol ha sido despojado por dos veces. [L1028] Cualquiera que le robe o que le expolie, con blasfemias ofende a Dios, pues santo sólo para su uso lo ha creado. Por morder de él, en penas y en deseos el primer ser más de cinco mil años [L1029] anheló a quien en sí purgó el mordisco. Tu ingenio está dormido, si no aprecia por qué extraña razón se eleva tanto, y tanto se dilata por su cima. [L1030] Y si no hubieran sido agua del Elsa [L1031] los vanos pensamientos por tu mente, y el placer como a Píramo la mora, solamente por estas circunstancias la justicia de Dios conocerías, moralmerite, al hacer prohibido el árbol. Mas como veo que tu inteligencia se ha hecho de piedra, y empedrada, oscura, y te ciega la luz de mis palabras, quiero que, si no escritas, sí pintadas, dentro de ti las lleves por lo mismo que las palmas se traen en los bordones.» [L1032] Y yo: «Como la cera de los sellos, donde no cambia la figura impresa, por vos ya mi cerebro está sellado. ¿Pero por qué tan fuera de mi alcance vuestra palabra deseada vuela, que más la pierde cuanto más se obstinad» «Por que conozcas -dijo- aquella escuela que has seguido, y que veas cómo puede seguir a mis palabras su doctrina; [L1033] y veas cuánto dista vuestra senda de la divina, cuanto se separa el cielo más lejano de la tierra.» Por lo que yo le dije: «No recuerdo [L1034] que alguna vez de vos yo me alejase, ni me remuerde nada la conciencia.» «Si acordarte no puedes de esas cosas acuérdate -repuso sonriente- que hoy bebiste las aguas del Leteo; Y si del humo el fuego se deduce, concluye esta olvidanza claramente que era culpable tu querer errado. Estarán desde ahora ya desnudas mis palabras, cuanto lo necesite tu ruda mente para comprenderlas.» Fulgiendo más y con más lentos pasos el sol atravesaba el mediodía, [L1035] que allá y aquí, como lo miran, cambia, cuando se detuvieron, como aquellos que van a la vanguardia de una tropa, si encuentran novedades o vestigios, las mujeres, junto a un lugar sombrío, cual bajo fronda verde y negras ramas se ve en los Alpes sobre sus riachuelos. Delante de él al Éufrates y al Tigris [L1036] creí ver brotando de una misma fuente, y, casi amigos, lentos separarse. «Oh luz, oh gloria de la estirpe humana, ¿qué agua es ésta que mana en este sitio de un principio, y que a sí de sí se aleja?» A tal pregunta me dijeron: «Pide que te explique Matelda»; y respondió, [L1037] como hace quien de culpa se libera, la hermosa dama: «Esta y otras cosas le dije, y de seguro que las aguas del Leteo escondidas no le tienen.» Y Beatriz: «Acaso otros cuidados, que muchas veces privan de memoria, los ojos de su mente oscurecieron. Pero allí va fluyendo el Eunoé: condúcele hasta él, y como sueles, reaviva su virtud amortecida.» Como un alma gentil, que no se excusa, sino su gusto al gusto de otro pliega, tan pronto una señal se lo sugiere; de igual forma, al llegarme junto a ella, echó a andar la mujer, y dijo a Estacio con femenina gracia: «Ve con él.» Si tuviese lector, más largo espacio para escribir, en parte cantaría de aquel dulce beber que nunca sacia; mas como están completos ya los pliegos que al cántico segundo destinaba, no me deja seguir del arte el freno. De aquel agua santísima volví transformado como una planta nueva con un nuevo follaje renovada, puro y dispuesto a alzarme a las estrellas. |