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Don Bernardino y doña Etelvina

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología -presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:

Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».

Lo sustantífico del membrete estaba en la conjunción y: no «abogado sociólogo» o «sociólogo abogado» -o si se quiere «abogado sociológico» o «sociológico abogadesco»-, sino abogado y sociólogo. Y en pliegos con ese tan bien estudiado membrete escribía sus declaraciones amorosas, invitando a alguna doncella, sobre todo si era rica heredera, a que se desemancipara haciéndose de él. Pero el pobrecito no lograba que le hiciesen caso aquellas a quienes se dirigía con tan honestos fines sociológicos, como no fuese para hacerle blanco de sus burlas. «Tan pésima educación le hemos dado -se decía- que la mujer es, como el niño, un ser esencialmente burlón». Cierto es que puso en él ojos de codicia una joven feminista, y por lo tanto socióloga, pero resultó ser ella, la pobrecita, pobre, fea y tonta. Y no era bastante la comunión de ideales para unirlos en más estrecho nudo, según don Bernardino creía. Aparte de que el sociólogo prefería para mujer propia una no feminista, a la que tuviere que convertir a su doctrina, pues así no se les acabarían tan pronto los motivos de conversación y hasta de discordia conyugales, tan necesaria esta segunda para preparar dulces reconciliaciones en el matrimonio.

Y era lo más triste que con estos desengaños y desventuras corría grave riesgo la fe de don Bernardino en la futura emancipación de la mujer. Aquel desdén que las muchachas casaderas le dedicaban habría bastado para quebrantar las convicciones feministas de otro que no fuese don Bernardino. Pero él sabía bien que la emancipación de la mujer hay que hacerla contra las preocupaciones de las mujeres mismas y que todo redentor ha de salir crucificado por aquellos mismos a quienes acude a redimir. «Además -se decía sociológicamente don Bernardino- la mujer es ingrata, pero no por naturaleza, sino por arte, en vicio de la detestable educación que le ha impreso nuestra cultura masculina, y hay que desavezarla de esa ingratitud. ¡Y acaso la soltería sea el principio de mi labor rescatadora!».

Mas he aquí que empezó a servirle de consuelo y de distracción a nuestro sociólogo feminista, en medio de las amarguras de su apostolado, el conocimiento de los escritos de una singular dama futurista, doña Etelvina López. La cual defendía ardientemente el masculinismo, tronando contra la mujer, cuya inferioridad le parecía evidente. Contra la mujer ordinaria y común, de tipo medio, por supuesto, que en cuanto a ella misma no le cabía duda de estar fuera de la órbita de su propio sexo. «Soy mujer por equivocación -solía decir- y reniego de serlo».

Don Bernardino empezó escandalizándose de las doctrinas de la futurista y masculinista doña Etelvina, pero acabó sospechando que hubiese un último consorcio oculto entre el feminismo masculino y el masculinismo femenino, y creyó adivinar bajo las invectivas de aquella escritora contra su propio sexo el dejo de una amargura melliza de aquella otra que celaban sus propias defensas de la igualdad, si es que no superioridad, del ingrato sexo femenino sobre el masculino. Y por su parte doña Etelvina, la masculinista, admiraba a don Bernardino, cuyas doctrinas rebatía de continuo, citando, entre ardorosos encomios, pasajes de las obras de nuestro desconsolado soltero. «Mi eminente adversario»: es como solía llamarle. «Si el sexo fuera yo -solía decir doña Etelvina-, si todas las demás mujeres fuesen como yo, la mujer que por equivocación soy, acaso las generosas y nobles aunque equivocadas doctrinas de don Bernardino estuviesen en su punto de verdad, pero siendo como son, por desgracia y hado, en el mujerío lo único acertado es mi masculinismo, las mujeres no merecen emancipación».

Y se puso a escribir doña Etelvina un libro titulado La emancipación del hombre -contraprueba de otro de don Bernardino titulado La emancipación de la mujer-, en el que sostenía la dama futurista y masculinista que el hombre no se emanciparía mientras no se sacudiera de las cadenas de su culto a la mujer. «Si las demás mujeres quieren ser ídolos -decía en su libro- buena pro les haga. El hombre convierte los arados en ídolos en vez de hacer de los ídolos arados. Yo quiero ser arado y que no se me rinda culto, sino que se me maneje para arar bien la tierra común».

Cuando don Bernardino leyó la obra de doña Etelvina sintió que una súbita lumbre le alumbraba los senos más recónditos de su conciencia feminista. Empezaron discutiéndose uno a otro las doctrinas en medio de grandes elogios recíprocos, siguieron entablando una larga y tirada correspondencia epistolar mutua, cambiáronse luego los retratos, se dedicaron uno a otro sendas obras y al cabo acordaron tener una entrevista personal cuerpo a cuerpo. A todo lo cual él frisaba en los cincuenta y en los cuarenta ella, y sin esperanza alguna de rejuvenecimiento.

Celebraron la entrevista, pero no nació de ella, contra lo que acaso deseaban y aun esperaban, sentimiento otro que el de un mayor respeto mutuo a sus sendos y contrapuestos ideales sociológicos. Salió don Bernardino admirando aun más el saber y la audacia intelectual de la masculinista doña Etelvina y salió ésta más asombrada aun de la ciencia sociológica del gran feminista, pero ni uno ni otro sintieron otra más honda inclinación, de esas en que toma la carne perecedera su parte. Acaso al ir a entrevistarse mantuvieron el presentimiento de que aquello acabaría en matrimonio, pero luego sintiéronse muy fríos a tal respecto.

Mas como quiera que los discípulos y discípulas, admiradores y admiradoras de uno y de otra, y con ellas sus adversarios y adversarias, despreciadores y despreciadoras, contaran como cosa segura que aquella entrevista que pronto se hizo pública acabaría en boda, encontráronse ambos sociólogos, macho y hembra, en singularísima situación frente a la conciencia pública. ¿Cómo resolver, pues, este conflicto que sin duda lo era? Mediante un matrimonio intelectual, castísimo y purísimo, y muy fecundo a la vez para la sociología, mediante una colaboración en una obra común, que aparecería bajo el nombre de ambos, y en que se trataría de hacer la síntesis de las opuestas doctrinas, del feminismo masculino de don Bernardino y el masculinismo femenino de doña Etelvina, pues habían descubierto que había una región sublime, sexual, en que ambos ideales se reducían a uno solo.

Llegó la colaboración a ser tan estrecha y a exigir una tal convivencia entre ellos que acordaron irse a vivir juntos, mas sin casarse y manteniéndose carnalmente apartado el uno del otro, conservando doña Etelvina, masculinista, su inmaculada virginidad corporal, pero conviviendo ambos para poder colaborar y consumar mejor, mediante diarios coloquios, sus respectivos esfuerzos mentales. Fue, pues, una especie de boda de ideales, un matrimonio intelectual entre el feminismo masculino que don Bernardino profesaba y el masculinismo femenino profesado por doña Etelvina, ayudando al espiritual conyugio la misma aparente oposición de las respectivas doctrinas que trataban de fundir en una síntesis superior.

El gentío intelectual murmuraba de aquélla, a su malicia, sospechosa convivencia, pero don Bernardino como doña Etelvina ponían sus corazones muy por encima del fango de la maledicencia intelectualística y sabían afrontar impávidos el qué dirán. No sin que éste influyese, como gran galeoto en ellos, pero muy de otra manera que lo hubiesen sospechado. Porque el caso fue que tanto el uno como la otra empezaron, por virtud de aquella convivencia, a sentirse desasosegados y como si a él le hiciese falta mujer y a ella hombre, pero, por otra parte, repeliéndose mutuamente. El común trabajo intelectual yacía abandonado y como en barbecho, pasándoseles días y hasta semanas y meses en que no ponían en él atención ni hablaban de él siquiera. Las ausencias del hogar común, del hogar intelectual, eran cada vez más frecuentes y largas. Y a la par se iba cumpliendo, no la obra de síntesis, sino la de disolución de sus respectivos ideales, pues cada vez se sentía menos feminista don Bernardino y menos masculinista doña Etelvina. Reconocía ya ésta que la idolatría del hombre por la mujer tiene su fundamento y que no es tan molesto el papel de ídolo como antaño le pareciera, y reconocía don Bernardino que la mujer no es tan ingrata como él supusiera y que no hace falta emanciparla, pues ya se da ella maña para dominar al hombre, su dominador.

Algo extraño, muy extraño, ocurría en el hogar intelectual de aquel extraño conyugio. Hasta que un día, no supieron ni el uno ni la otra cómo, pero ello fue que llegaron a una confesión mutua. Y resultó que ambos estaban seriamente comprometidos, pero no el uno con la otra, ni ésta con él. Los dos habían buscado sus sendos complementos afectivos, y aun algo más que afectivos, fuera de la colaboración intelectual. Se abrieron mutuamente los corazones, se hizo cada uno de ellos confidente del otro, y se consolaron mutuamente.

-¿Y ahora qué hacemos, Etelvina? -le dijo don Bernardino-. ¿Separarnos e ir cada cual a vivir con quien el providente Azar le ha deparado?

-No, de ninguna manera, Bernardino; ¡eso no es posible; eso daría que hablar! Todo menos eso.

-¿Pues entonces, mujer?

-Hombre, te diré. La solución no puede ser más que una y es que nuestros respectivos complementos se sacrifiquen a esta nuestra unión intelectual, que por lo que he oído decir de tu compañera de azar y por lo que yo sé de mi aleatorio compañero no les será difícil, y que aparezcamos a los ojos del maligno gentío intelectual como una pareja perfecta. La solución es que nos casemos como quien lo hace a posteriori y como por consagración y que aparezca lo que venga como hijo común nuestro.

-¡Es una ingeniosa solución sociológica! -exclamó el exfeminista.

Y así fue que pocos días después se enteraban las gentes de que don Bernardino y doña Etelvina habían formalizado sociológicamente, esto es, por contrato y sacramento, su unión. «Si no podía ser de otra manera», se decían.

Algún tiempo después, a los tres o cuatro meses, se supo que doña Etelvina había dado a luz dos robustos gemelos, niño y niña. ¡Tenía que ser así -decían los humoristas-, es la síntesis en que trabajan!». Pero lo curioso fue que el niño y la niña no se parecían en nada, según los que lograron verlos. Y no faltó quien añadiese que allí había algún misterio y que la nodriza que tomaron para uno de ellos, para el niño, se arrogaba demasiadas atribuciones en la casa. Y decíase que andaba por la casa un grandísimo bausán, acaso el novio de la nodriza, que también se movía por ella como si estuviese en propio terreno. Pero nunca se llegó a sospechar la verdad y como en la casa hubo dos alumbramientos en un mismo día, y casi a la misma hora, ni el género de extraña mellicidad de aquellos dos pobrecitos inocentes. Los cuales aparecieron como hermanos y como tales fueron educados.

Creemos que huelga decir que la obra de la síntesis entre el feminismo de don Bernardino y el masculinismo de doña Etelvina quedó en eterno barbecho, y que la nodriza del niño y el bausán aquel acabaron por casarse e instalándose en el hogar del matrimonio intelectual lo explotaron de lo lindo.

-¡Extraña combinación! -solía decir doña Etelvina.

-¡Di más bien concuaternación! -le agregaba don Bernardino.

*FIN*


Mercurio, Nueva Orleans, EE. UU., 1916


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