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Don Fruto Torres

[Cuento - Texto completo.]

Abelardo Díaz Alfaro

Aún me parece verlo: la cara huesuda, rugosa, a la cual se adhería flojamente la barba rala y atónica. Una racha de pelo hirsuto le asomaba en desgano por la pava raída. La ropa suelta al viento, crucificada de remiendos como su vida. Y aquellos sus ojos claros y serenos, en cuyas aguas tersas la muerte dibujaba su faz macilenta.

Era un retazo de humanidad, la sombra de un jíbaro que fue. Yo lo llevo clavado a mi recuerdo en la cruz de una emoción perenne.

Tenía un algo de Quijote vencido, de gloria venida a menos.

Me traía a la mente aquel Cristo blanco, desangrado, de palidez lunar, velazquino. Eso era él: un Cristo blanco, desangrado, crucificado en el calvario del cañizar.

“Míster, yo soy una res vieja camino del matadero”.

En esta frase cargada de honda amargura sintetizaba el fárrago de su vida de reata, trágica, que le pesaba como un yugo sobre su flaca cerviz. “Vida a garrochazos”, cual le oí proferir una vez.

Había sido nombrado trabajador social en aquel barrio de Yaurel, de cuyo nombre sí quiero acordarme.

Allí me hice hombre: jaleo de negro esclavo uncido al atavismo de la Central, vidas ancladas al surco, miseria, y más miseria que templaron mi alma en el tráfago de las injusticias sociales.

Salía, como el manchego, a desfacer entuertos por aquellos caminos. Mi primera encomienda era convocar una reunión de padres y maestros. Me creía yo en aquella mañana Cristo redentor por los caminos polvorientos de Judea. Pero el gesto optimista trocose en rictus de impotencia. La realidad es un hueso duro y sin tuétano, me dije, porque ignoraba esos cuadros de vidas anónimas que amarilleaban al olvido cual osamentas de reses a la vera de aquellos caminos soleados.

Esta no era aquella realidad borrosa que me había forjado de estudiante universitario. Tragedia enorme la de mi pueblo campesino. ¡Sublime su actitud estoica ante la vida y la muerte!

Por eso me parecía ridículo cambiar ciertas actitudes fundamentales del jíbaro ante la vida, cuando a la inversa podía aprender de ellos, que nunca visitaron las aulas universitarias pero que, en cambio, se doctoraron en dolor y sentaron cátedra de sacrificio. “Nada más largo que la esperanza de un pobre”, sublime expresión que explica por qué el jíbaro puede sobrevivir a tanta injusticia. De la esperanza vive y con ella muere. Única joya que posee el pobre de la montaña.

Asomaba la miseria su faz macilenta en cada mediagüita.

Niños adiposos y anémicos, mujeres ajadas y hombres gastados, que más bien parecían fantasmas sobre un valle de desolación.

La poca sangre que les había dejado la Central, se encargaban la anemia y la malaria de ir chupándosela como sanguijuelas hasta trasparentarles el cuerpo magro.

Zanjones limosos del riego en cuyas aguas pútridas se agazapa la muerte alada: el mosquito.

Pero lo más que me sobrecogía de espanto eran aquellas hamacas blanquecinas que se descolgaban de los cerros circunvecinos en brazos de los compadres con su despojo humano camino del hospital, camino del cementerio. Presagios de mortaja, presagios de velorio, a prisa, a prisa, como entierro de pobre, a rendirle a la madre tierra la última piltrafa de humanidad.

Buscaba un “caso” de trabajo social. La casualidad, o quién sabe, la intuición, me hizo dar un encontrazo con este primer “cliente”. El sol canicular secaba las pajas y hacía crepitar las cañas. Los bueyes jadeantes se replegaban al cobijo fresco de los mangosales. Un “ay-lé ay-lá” entonaba el peonaje quejumbroso.

“No saben los adivinos por dónde el tormento viene, porque el tormento tiene once mil y más caminos”. Caminos de la miseria, caminos del hambre, caminos del cañaveral.

Una mediagüita a la vera del camino. Dentro, en la estrecha y única habitación, un anciano se mecía en una hamaca deshilachada. Desnudo el busto enclenque como de mártir torturado.

—Buenos días le dé Dios —respondió con voz pastosa a mi saludo. —Dentri.

Le indiqué que venía a invitarle a la reunión de padres y maestros.

—Cómo no, a mí siempre me ha gustado cooperar con la escuela. Si míster Brenes me presta una camisa, de seguro iré.

Mi pobre hombre, sin ser feliz como el del cuento, no tenía camisa.

—Jipatito, tráigale una banqueta al místel.

Me senté fuera, ya que el calor era sofocante.

Prosiguió:

—Yo siempre he querío que mis hijos se eduquen, para que no tengan que pasar esa vida de perro sarnoso que he llevao, pendiente del hueso que a uno le tiran.

Y le temblaban los labios de ira, quebrando un grito de rebeldía al destino, que se había empeñado en jugarle una mala partida.

—Tengo dos en la escuela. No me desplico cómo los pueo sostener. A veces se van sin el “puya” para la clase. Mire usté, cómo está endilgao ese jipatito de saco de harina de pan.

Y en la mugrienta chambrita del niño se hacía visible la palabra “harina”. Pobres niños campesinos, prematura mente viejos, que no saben de la fruición de las sedas, sin Reyes Magos, sin cuentos color de rosa, cunados abrizadoras de muerte.

—Mire allí dentro; ¡qué cuadro! —dijo, señalando al interior de la estrecha y calurosa habitación.

En el húmedo soberao tres niños dormían plácidamente.

Uno de ellos era mulatito. No acerté a explicarme, ya que don Fruto era blanco y su esposa también. Pero se adelantó a mi previsión:

—Este negrito no es hijo mío: es de mi hija, la Arrastrá. Ya usté la conocerá. —Y empezó a llamar: —Tona, Tona… Y la voz pastosa se perdió en la guinda como un lamento.

—Mande —respondió una voz como alma en pena des de la rehoya. Al poco rato un harapo de mujer inválida re pechaba arrastrándose como un reptil por la pendiente de la quebrada.

—Buenas le dé Dios… ¿para qué me quería, don Fruto?

—Na, mija; para que el míster te conociera. Puedes dirte.

—Canalla, canalla —profirió. Siendo asina arrastrá, un sinvergüenza me la desgració. La siguió con la vista hasta que se perdió en la maraña.

—Esa es la madre del mulatito —Y pasaba la mano sarmentosa sobre la tosca cabellera del infeliz. Una lágrima le enturbió el claror sereno de sus ojos.

El viejo escupió su mascaúra como una maldición y procedió a relatarme una de esas historias de campo adentro ante las cuales la ficción palidece:

—Cuando vivíamos en la mediagüita que se nos quemó, una noche ese canalla, aprovechándose de su debilidad, la desgració. La enamoró prometiéndole casarse con ella, y la pobre cayó en la trampa. Oiga, míster, no sé cómo no lo maté. Pensé en los jipatitos, en mi mujercita, en la Arrastrá, y me arrepentí.

Asina es el pobre; nació para aguantar como el buey viejo.

—Después lo llevé a juicio, pero usté sabe que la justicia no se jizo pa el pobre. La corte sentenció al indino a pasarle una mensualidá. Y no quise que se casara, porque solo una madre puede dar atendencia a una mujer asina.

—Ahora vivo de la caridad de los vecinos. Y asina he levantao a mi familia. El otro día fui a buscar empleo a la Central y me dijeron: —Fruto, tú estas viejo para trabajar. Con eso me despacharon. “Viejo”, masculló con desprecio… —Con eso me pagan después que dejé mi vida en esos malditos aguasales del riego.

—¡Maldito jumazo negro que nos quema el dulce de la tierra”, dijo mientras señalaba la chimenea negra centralina que se erguía amenazante sobre el verdor sereno del valle.

—Lo peor del caso es que nos vamos a quedar sin cobijo. Cuando se nos quemó la mediagüita que teníamos, me encontré al sereno con mi familia. Desesperao me metí en esta deshabitá del compay Taño. Me dejó los primeros días, pero ahora me echa, y estuvimos a punto de pelear. Yo sé que esto va a parar en mal. ¿Qué haré yo? ¿Qué será de nosotros?

El sol estaba en el cenit. Me despedí amargado.

Recordaba con sorna mi especialidad en psicología. ¿Cambios de actitudes? Fantástico y utópico me parecía el cambiar actitudes a este viejo hecho a golpes de caña, que podía señalarme la actitud suprema ante la adversidad: ese estoicismo de buey viejo, indiferente al yugo que le hiere el cogote. Anhelé en ese instante tener un poco de aquella fe que ungía al Maestro en la agonía del huerto.

El domingo se celebró la reunión de padres y maestros. El domingo es el día que el peonaje se emborracha para olvidar penas del cañaveral. Pero mis buenos compadres cumplieron su palabra, ya que la cortesía es la única riqueza que el campesino puede derrochar.

Don Fruto me esperaba a la salida de la reunión. Algo siniestro denotaba la lividez de su rostro.

—Míster, haga algo; hoy vino el compay Taño y por poco ocurre una desgracia. Me echan pasao mañana. Oiga, eso no se le jase a un compay…

Me lo dijo en un tono tan suplicante, que respondí airoso y confiado:

—No se amilane, don Fruto, que usted no perderá su mediagüita.

El método que utilicé para resolver aquel caso no sé si está reñido con las normas de trabajo social, ni me importa saberlo.

Eso lo podría juzgar fríamente desde mi escritorio. Pero si por estar pensando en normas, en ética profesional, hubiese ocurrido una tragedia de esas tan comunes en nuestros campos, la conciencia me hubiera mordido los talones toda la vida cual un can hambriento. Y era que para mí el viejo había dejado de ser un caso de trabajo social y se había convertido en un caso de conciencia.

A veces la realidad nos acorrala de tal forma, que obramos intuitivamente o por corazonadas. “Razones que tiene el corazón y la cabeza no entiende”, me dije con Pascal.

Y me fui con mi buen viejo, más avergonzado que yo, de puerta en puerta, por aquel pueblito de Arroyo, para comprarle su mediagüita. Aprendí una gran lección: hay que esperar más simpatía para el dolor humano de los pobres que de los ricos. Los primeros, paradójico y todo, me ayudaron más.

Al fin, compré la mediagüita al viejo. Dos cruces ante el juez de paz sellaron el litigio, ya que ninguno de los dos campesinos sabía firmar.

Al salir de la corte de paz, don Fruto me dijo emocionado:

—Usted ha sido un padre para mí.

No recuerdo en mi vida otra frase que me llegara más hondo.

Sublime expresión que tiene el jíbaro para mostrar su agradecimiento. Padre espiritual fue él mío, que me trazó la ruta del dolor y me hizo sentir lo noble de la profesión.

El día que me alejaba de Yaurel, don Fruto vino a mi casa y me dijo:

—Míster, no me abandone. Mi familita y yo rezaremos por usté—. Y creí ver una lágrima en sus ojos tristes y serenos.

Después, se alejó por el polvoriento camino entre mangosales, la ropa suelta al viento, crucificada de remiendos como su vida, recortando su silueta de vencido en el horizonte.

*FIN*


Terrazo, 1947


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