Amables damas, que leeis gustosas
alguna u otra alegre anecdotilla
de aventuras galantes y amorosas,
con tal que sea púdica y sencilla
(pues sé que sois honestas y virtuosas,
¡almas puras, doncellas sin mancilla!)
una os voy a contar, si no os molesta,
por divertir el ocio de la siesta.
Y aunque me la contaron en secreto,
porque sé quiénes sois, os la confío;
que no quisiera verme en un aprieto
con quien me la contó, que fue mi tío;
porque le tengo un diablo de respeto,
que ni hablo en su presencia, ni me río;
pero si se os escapa, por acaso,
no me deis por autor en ningún caso.
Sucedió, pues, (y es cuento verdadero
bajo nombres supuestos y fingidos)
que había en Guatemala un caballero,
de estos antiguos tipos escogidos,
rico de cuna y rico de dinero,
de setenta años largos y tendidos,
llamado Don Pascual, ¡que de Dios goce!,
de aquellos que comían a las doce.
Hombre de honor viudo, buen cristiano,
de calzón corto, bata de indianilla,
chupa bordada, capa en el verano,
zapatos en invierno, con hebilla,
peluquín con coleta, barbicano,
de carey los anteojos, sin patilla,
que rarísima vez los ocupaba
pues solo para leer los empleaba.
Vestíase a las seis de la mañana,
iba a misa, tomaba chocolate,
asomábase un rato a la ventana,
rezaba el Pueri Dominum Laudate,
sentábase a comer con buena gana,
fumaba su cigarro por remate,
dormía siesta, y cuando no dormía
la cabeza sin falta le dolía.
Por la tarde a Nuestro Amo visitaba
después del chocolate de ordenanza,
y como la mañana, se pasaba
todo el resto rascándose la panza.
A la oración el Angelus rezaba,
a las ocho se hincaba sin tardanza
a rezar el rosario y la novena,
y a la cama llevábanle la cena.
Era, pues, don Pascual, hombre cumplido,
don Pascual del Pescón (que en el tintero
se me había quedado el apellido)
muy bueno y muy honrado caballero,
que tres veces alcalde había sido,
y regidor decano, y tesorero
de la Archicofradía del Santísimo,
de cuyo honor estaba orgullosísimo.
Daba gusto mirar a don Pascual
con su sombrero al tres y su bastón
ir a algún besamanos general,
o del Corpus a ver la procesión,
y convidar después a cada cual
a hacer las once al fin de la función,
con alguna aceituna, algún pastel
y un poquillo de vino moscatel.
Y obsequiar a las damas convidadas
con cartuchos de dulces que cogían,
y era tal su pudor, que recatadas
detrás de su mamá se los comían
en sus velos de tul arrebozadas;
y ni media copilla se bebían,
que apenas con los labios la tocaban,
ni con los hombres, por pudor hablaban.
Aun no había venido el uso extraño,
que desgraciadamente hay hoy en día,
para sacar el vientre de mal año,
de engullirse jamones a porfía
y tomarse después (si no me engaño
con pretexto de fiesta y de alegría)
botellas de xerez y de cerveza;
mas, se entiende, botella por cabeza.
Entonces era todo muy distinto:
todo era sobriedad, todo mesura;
apenas se tomaba vino tinto,
apenas se ostentaba la hermosura,
apenas se salía del recinto
de la estrecha, estrechísima clausura
de la casa materna y no a paseo,
sino a misa mayor y al jubileo.
Si una niña tenía algún amante
o dos, o tres, o cuatro, o cinco, o ciento,
era con un recato edificante,
y no hablaba con ellos un momento
si sus padres hallábanse delante;
ni entraban ellos nunca a su aposento,
pues si les recibían solo era
de noche, en el jardín o en la cochera.
Mas, al presente, ¡O tempora! ¡O mores!
en la sala, en la calle, en el paseo
delante de diez miel espectadores
con sus amantes a las damas veo
tratar corrientemente sus amores.
¡Qué descaro! ¡Lo veo y no lo creo!
Antiguamente el amoroso trato
se hacía en la azotea con recato.
No hablo con vos, lectoras bellas mías,
pues sé que no sois de esas descaradas
que a la faz de su madre y de sus tías
hacen gala de estar enamoradas;
sino de aquellas que los viejos días,
circunspectas, discretas, recatadas,
de que habemos hablado; cual lo muestra
vuestra beldad, la gentileza vuestra.
Mas volviendo al asunto de mi cuento,
pues veo que no os gustan los sermones,
digo que estaba don Pascual contento
viendo y acompañando procesiones,
alumbrando al Divino Sacramento,
y sin otros cuidados ni atenciones
que contemplar un hijo que tenía,
como cristiano en santa paz vivía.
Según el uso, el hijo era estudiante
con beca en el colegio Tridentino;
tenía buen talento, era pujante,
buen mozo, muy travieso y libertino.
Nunca pudo pasar muy adelante
en el idioma clásico latino,
pues por más que estudiaba y que leía
solo el Foemeneis Junges retenía.
Era mozo excelente y estimado,
de buen brío, de gala, de maneras,
liberal, comedido y esforzado,
enemigo de libros y tonteras,
de buen humor, chistoso, enamorado
que escogía muchachas como peras,
osado y atrevido como un diablo
y este hijo llamábase don Pablo.
Es decir, que en su tiempo era un portento
superior a su edad, pues no tenía
más que los cuatro lustros, si bien cuento,
lo que en prosa veinte años se diría.
Era de genio un poco turbulento,
no paraba de noche ni de día,
de vecina en vecina siempre andaba,
pero jamás en vago el golpe daba.
La devota, la alegre, la casada,
la huérfana, la viuda, la doncella,
se la tenía in petto recetada
con tal que joven fuese y fuese bella.
No acostumbraba reparar en nada
para lograr el fin de triunfar de ella,
y ya habían servido a sus desmanes,
azoteas, jardines y zaguanes.
Así como la abeja codiciosa
las más hermosas flores se destina,
ya chupa en un jazmín, ya en una rosa,
ya se aplica a la dulce clavellina,
ya blandamente sobre el nardo posa,
ya al fresco lirio alegre se encamina,
tal don Pablo en las flores que cogía,
no digo abeja, enjambre parecía.
Mas todas sus conquistas y trofeos
presentes y futuros y pasados,
y sus innumerables galanteos,
los hubiera trocado sahumados
por el objeto actual de sus deseos,
doncella de ojos negros y rasgados,
y por el lindo talle de Isabela
hermosa como heroína de novela.
Que siendo tan guardada como bella,
no era posible verla sino en misa,
por se recatadísima doncella,
y mucho más su madre doña Luisa;
y su padre, don Diego de la Mella,
no llevaba estas cosas a la risa,
que era hombre puntilloso y delicado,
coronel de milicias retirado.
Al fin eran las armas su ejercicio
y era famoso en ellas y temido,
aunque ni en paz ni en guerra hizo el servicio
mas se había mostrado decidido,
impertérrito, audaz, sin dar indicio
de temor, cuando hubo aquel ruido
de que pudiera ser que hubiese guerra
no sé si con la Francia o la Inglaterra.
Don Pablo estaba, en fin, desesperado,
sin lograr la más mínima respuesta
a tanto billetito perfumado,
a tal pasión tan clara y manifiesta,
a tanto y tan ternísimo recado,
a tanta copla en su loor compuesta,
que este era el lado flaco de don Pablo,
¡y este es el mío por querer del diablo!
Isabel parecía de diamante,
ni hacía caso, ni tenía cuenta
con el ansia amorosa del amante,
pues con el hombre la mujer ostenta
ser más tirana cuanto más constante
y cuanto más rendido se presenta:
en lo cual todas ellas se asemejan,
que al tibio buscan y al ardiente dejan.
Ni los billetes Isabel leía,
sino que los echaba en el brasero
sin atender al sobre que decía:
“A la Deidad por quien penando muero”.
Mas ¿qué había de leer, si no sabía?
Una niña educada con esmero
en aquel tiempo, no sabía a fondo
ni conocer la O por lo redondo.
No perdía el mancebo la paciencia,
y por medio de cierto pajecito
a la ingrata pedíale licencia
de hablar con ella a solas un ratito.
Cansada al fin de tal impertinencia,
díjole ella: —Ve y dile a don Pablito
que es imposible hablarle…, que no puedo,
porque a mamá le tengo mucho miedo.
Me trae esta respuesta a la memoria,
como si fuera ayer, una aventura
que a mí me sucedió; pero es historia
muy larga de contar y muy oscura,
Amada Emilia, ¡Dios te tenga en gloria!
descansa tú en la fría sepultura,
mientras yo, por sustraerme a mi tormento,
vuelvo a tomar el hilo de mi cuento.
No cabía don Pablo en sus calzones
del gusto de escuchar aquel mensaje,
que el sentido entendió de las razones
que refería el venturoso paje.
En respuesta sacando dos doblones
le dijo al portador: —Toma este gaje
y di a Isabel que el lunes por la noche
la espero oculto dentro de su coche.
La suspirada noche, al fin llegó
en que el amante en gran deshabillé,
a la mansión de su querida entró.
Por dónde entró don Pablo, no lo sé,
ni de qué estratagema se valió;
pero, según mis cálculos, diré,
no sabiendo en contrario cosa cierta
que es probable que entrara por la puerta.
Dentro del coche, oculto y silencioso,
adelantando dichas en su mente ,
esperaba el momento delicioso
y contaba las horas impaciente.
Ya reinaba el sosiego y el reposo,
ya la luna se hundía en el poniente,
y a la trémula luz que despedía
el farol moribundo respondía.
Eran a la sazón las doce dadas,
hora fatal en todas las consejas,
no había más rumor que las pisadas
del búho patrullando por las tejas,
o las mulas tirándose patadas,
o el perro sacudiendo las orejas;
rumores que bien saben mis lectoras
que no suelen faltar a tales horas.
Por el desierto corredor se veía
blanca sombra avanzarse lentamente,
que venir hacia el coche parecía
con paso incierto, tímido y prudente.
El corazón a Pablo le latía,
y a Isabel por motivo diferente,
pues venía temblando y con razón,
que no era para menos la aflicción.
Llegó, en fin, y el amante venturoso
al pie del coche a recibirla vino.
Nunca se ha visto talle más gracioso,
mano mejor formada, pie más fino,
cuerpo más torneado y voluptuoso,
rostro más celestial y peregrino;
mas en esto de formas seductoras
¿quién puede competir con mis lectoras?
Pablo en el coche se subió primero,
y tomó de la mano a su futura
que apoyó en el estribo el pie ligero,
y volvió la cabeza con presura
antes de levantar el compañero,
haciendo una bellísima figura,
porque creyó escuchar algún ruido
a modo de suspiro comprimido.
Suspensos ambos, Isabel y Pablo,
en esta situación permanecieron
como dos figurines de retablo,
de cuya posición no se movieron,
ni respiraron hasta ver qué diablo
era aquel ruido que los dos oyeron.
Quédense, pues, así por un momento,
que necesito de tomar aliento.
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