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Don Rafa, caballero del machete

[Cuento - Texto completo.]

Abelardo Díaz Alfaro

Este mi amigo don Rafa es un hombre bueno. ¿Qué más puede decirse de un hombre? Es humilde y manso como el buey viejo. ¿Y acaso el reino de los cielos no es de los humildes y de los mansos? La pobreza, empero, no le resta bizarría al gesto hidalgo. Lleva el harapo como quien viste de púrpura.

Mi amigo es del campo. La palabra le brota como al profeta Amós, en metáforas de la naturaleza. Seco, rugoso, hecho a sol y sereno, parece un pensamiento de la tierra. Las lluvias del cielo y la inclemencia de los soles le abrieron surcos en el rostro. Pero su corazón es tierra virgen, tierra blanda que mana leche y miel de bondad. Ojos verdosos de donde fluye una luz tenue, suave; luz de esperanza, “luz de domingo”.

Manos callosas que saben del arado y del filoso machete. Manos que abrieron el surco e hicieron florecer las mieses.

Don Rafa vive en una humilde casita junto a la carretera.

En los atardeceres el sol la tiñe de oro y arreboles. Y parece casita de oro bruñido, recamada de rubíes; casita de sueños. Sublime compensación de Dios, que da a los pobres el topacio y el rubí de sus atardeceres.

Un copudo flamboyán arropa amorosamente la casita. En verano, cuando sus ramas le roban el rojo a los crepúsculos, le tiende, en gesto galante, manto de grana al caballero que habita en la humilde morada.

Florecen las margaritas de oro y marfil en un jardincito, que la hija mayor de don Rafa cuida primorosamente. Gardenias blancas, claveles rojos, canarios amarillos.

Y la niña que cuida el jardín se llama también Rosa. Gente que ama las flores es gente que ama a Dios. Bienaventurados los que aman las flores, porque ellos verán la Suprema Belleza.

¡Casita sencilla y rústica por fuera, como tu dueño por dentro: eres un palacio!

La hija menor de don Rafa, de ojitos negros y tez pálida, me dice: Míster, dentri; dentri, míster. Hasta los niños manan cultura. ¿Educación, o es que nacen cultos?

Y a poco don Rafa enmarca su figura enjuta en el cuadro de la puerta.

—Buenos días… Dentri, que esta es su casa…

Y la palabra es sincera y efusiva: le mana como agua de manantial.

Antes que el padre lo requiera, ya uno de los niños menores trae una banquetita, que ofrece con la galanura del que brinda un trono.

En la salita, Pedro, seco y alto como su padre, teje alfombras de junco. Los hermanitos le ayudan, pero abandonaron las labores cuando llegó el maestro. Don Rafa les ha enseñado a respetar y venerar los maestros. El maestro es el que imparte el pan de la sabiduría; el maestro es el que sabe. El maestro es el segundo padre. ¡Cuánto más bello es este respeto que la desfachatez igualitaria que, a son de personalidad, se va introduciendo en nuestras escuelas! “El maestro, es el maestro…”.

“Usté, que sabe…”. Y don Rafa agranda los ojos y bebe mis palabras. Sed de saber, que es amargura “por no saber de letras”.

Vaya, viejo, que “la letra mata y el espíritu vivifica”.

La buena doña Josefa, su esposa, apenas cruzo el umbral, ya trae el espumoso café de la humeante “jataca”. Doña Josefa tiene cierta dulzura en el rostro, que me hace recordar esas madonas piadosas de los cuadros antiguos.

Todo está en orden. De los setos penden unos cuadros de santos, una que otra lámina mostrando un búcaro de flores, un retrato medio borroso de don Rafa en sus mocedades. Sobre la repisa, un crucifijo tallado en madera tiende sus brazos leñosos.

Todo respira paz, bienandanza, trabajo. Esta casita bajo el flamboyán es un remanso donde se aquieta el alma.

Don Rafa me hace almorzar en su casa con frecuencia. Si no acepto, lo considera un agravio. Me abruma de atenciones.

Y siento que se enorgullece de que me honre en su mesa. Y es que don Rafa es rico en su pobreza; es de aquellos que de lo que no tienen dan. Don Rafa es un retazo de algo que se nos va de la mano, cediendo a una grosería que muchos han dado en llamar lo práctico.

En sus modales señoriales, en su desprendimiento, en su cortesía y hospitalidad, en su alto sentido de la honra, hay reminiscencias de algo que está en el subsuelo de la raza hispana. Algo del Cid, de Pedro Crespo y algo del Caballero de la Triste Figura.

Don Rafa no es caballero de la espada, pero sí es caballero del machete. Tiene la cortesía en el filo del sombrero y la bondad en el filo del corazón.

Don Rafa practica la alta religión del servicio. Siempre que se le pide un favor, dice que sí.

—Sí, señor… mande usted… —exclama mientras se quita ceremoniosamente el sombrero.

Lleva colgado al cuello un medallón de san Antonio.

—Lo llevo conmigo desde hace veinte años. Una noche tormentosa iba yo en un bayo cerrero. Los caminos estaban resbalosos. Al llegar a la joya de una quebrada, el caballo se espantó y me tiró por la cabeza. Caí al suelo, pero el potro no se movió; si no, me hubiera pisado, y quién sabe si no le estaría contando esto ahora. Al poner la mano en tierra para levantarme, agarré esta medalla, y la tengo desde entonces para suerte. Usté dirá que es superstición, pero…

Nada, don Rafa; que el que más y el que menos llevamos en la vida colgado del cuello un amuleto.

Don Rafa fue en sus tiempos un hombre bastante rico. Los terrenos aledaños a su casita le pertenecían. Pero fue de los que se arruinó en el tabaco. Se metió en deudas, y hasta que no saldó la última cuenta, no se sintió tranquilo.

—Estoy arruinado, pero mis hijos no tienen que avergonzarse de su padre; no le debo un chavo a nadie. Pobre, pero con honra.

Y no sé por qué me pareció escuchar la voz del manchego vencido por el Caballero de la Blanca Luna, en tierra, decir:

—Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.

¿Por qué don Rafa me ha cobrado tanto cariño? Ya sé. En unas Navidades le hice un regalito. Don Rafa sabe ver las intenciones. Y fue como la ofrenda de la viuda multiplicada en compensaciones. “No olvido un favor que se me hace”.

Pero más porque cuando me quedaba en el campo, iba a su casa y le hacía chistes. “Quédese esta noche, maestro, y hágame algunos de sus chistes, que nos hacen reír tanto”. Quizás en la amargura de su vida hay orfandad de risas. Y cobra con moneda de risas los favores que imparte. ¿Qué hombre es este? ¿No es esta una filosofía sublime?

Una casita bajo un flamboyán, una señora dulce y amorosa, unos hijos trabajadores y honrados, una vida rica en trabajo y servicio. ¿Qué más puede pedirse a la vida?

¿Quién hizo más que tú, don Rafa, héroe anónimo de la vida? Acepta esta semblanza en tu honor.

Don Rafa, hombre bueno, caballero del machete, yo te saludo.

*FIN*


Terrazo, 1947


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