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¿Dónde hay partida?

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

En cuanto su mujer empezó a retirar los platos de la mesa, el señor Garfin se levantó, se fue al dormitorio y contó su dinero. Ochenta dólares. En realidad un poco más de ochenta dólares, pero no lo suficiente como para entrar en la franja de los noventa. Le quedaría lo suficiente, si perdía esos ochenta, para volver a casa en taxi y a lo mejor comerse una tostada con queso fundido o algo así.

Se puso el sombrero y el abrigo en el estrecho vestíbulo y le dijo a su mujer:

—No sé a qué hora volveré a casa.

La mujer salió de la cocina frotándose las manos con el delantal.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que no sé a qué hora volveré esta noche.

—¿Me has llamado para decirme eso? ¿Y a mí qué me importa a qué hora vuelvas? —dijo volviendo a la cocina con los platos sucios.

—Que te zurzan —dijo él, y salió.

Bajó la calle corta y empinada con el cigarro sobresaliendo de la boca. Un hombre le habló, y él lo saludó con la cabeza y dijo: “Moe”. Moe, el calzonazos de Moe. Por un instante, su desprecio hacia Moe se vio desplazado por la pena. A punto estuvo de decirle que lo acompañase, pero eso era imposible. Esa noche podía ser la noche en que lograra meterse en una partida decente, la partida que llevaba buscando desde hacía tres, cuatro meses. ¿Para qué correr el riesgo de echarlo todo a perder por el pelagatos de Moe? No, esa noche tenía el presentimiento de que por fin iba a entrar en una partida decente, una partida donde se jugase por billetes y no por calderilla. A tomar por el saco Moe.

En la esquina, un taxista que tenía el coche aparcado le dijo: “¿Taxi?”, y al señor Garfin le faltó poco para sucumbir pero resistió. Tomaría un taxi a la vuelta. Ahora iría en metro. Compró la primera edición del News y leyó las páginas de deportes hasta que llegó a su parada. Bajó del metro al mismo tiempo que una muchacha rubia con buenas curvas; debía de ir en otro vagón, de lo contrario se habría fijado en ella durante el trayecto. Era demasiado alta para él, pero la siguió escaleras arriba de todos modos. Era una delicia verla subir los peldaños, con esa figura. Y cómo se le ajustaba el abrigo a las caderas. Llegaron fuera y él la siguió por la calle Ciento Cuarenta y Nueve, disfrutando de una especie de placer de posesión con la manera en que los hombres la miraban. Parecía más bien el tipo de mujer que uno puede ver en el Paradise, en el centro. Probablemente era una de esas chicas de alterne que bailan a tanto la canción en alguna de las salas del barrio; el señor Garfin estaba tan seguro de ello que pensó en seguirla hasta el local y divertirse un poco. Gastarse un par de pavos bailando con ella y ver cómo evolucionaba el asunto. Quizá otra noche. Le demostraría que sabía cómo gastarse el dinero. Pero no, mejor otra noche. Esa noche necesitaba el dinero para otra cosa.

Entonces, delante de un estanco, un joven vestido con ropas llamativas se apartó de un grupo de gente y se fue con la rubia.

El señor Garfin siguió andando hasta un bar. Habló con la cajera, una mujer lánguida con demasiado pintalabios encima.

—Hola, guapa. ¿Están los chicos?

—¿Qué chicos?

—Los chicos. Wilkey. Bloom. Harry Smith —dijo el señor Garfin.

—Oh, sí. Están sentados en el reservado del fondo.

Vaya una pánfila. ¿Por qué fingía no conocerlo? Llevaba tres o cuatros meses yendo a ese local dos y en ocasiones hasta tres veces por semana; sabía muy bien que siempre se sentaba con Wilkey, Bloom y Harry Smith cuando estaban ahí. Por culpa de esa pánfila podían perder la clientela.

Se dirigió al reservado del fondo, y cuando llegó se quedó de pie. Smith estaba contándoles una historia a los otros dos, que no lo habían visto llegar porque tenían las cabezas juntas y los ojos fijos en los saleros, y Smith permanecía atento al efecto que su historia producía en los otros dos. Smith fue el primero en reparar en él y lo saludó con la cabeza, pero siguió con su historia. Cuando lo vieron, los otros dos también movieron la cabeza pero siguieron escuchando. Al final de la historia los tres estallaron en carcajadas, y cuando hubieron acabado de reírse se quedaron mirando a Garfin. Wilkey y Bloom no dijeron nada. Smith dijo:

—Hola, campeón. ¿Qué hay de nuevo?

—Harry. Willie. Abe —dijo Garfin—. Pues no sé. Supongo que ayer apostasteis por Caprichosa, menuda campeona.

—¿En el hipódromo? ¿Te refieres a esa? —dijo Smith.

—Esa misma —dijo Garfin—. Caprichosa.

—No, yo no —dijo Smith—. ¿Y tú? Me da que sí.

—Algo —dijo Garfin—. Algo gané.

—¿Como cuánto? —dijo Bloom.

—Como ochenta pavos —dijo Garfin.

—Eso es más que algo —dijo Bloom—. No me digas que ochenta pavos no vienen bien. Yo ya firmaba.

—Más vale que no responda —dijo Willie Wilkey—. ¿Quién iba a creerle? Dudo que apostara por ella.

Wilkey estaba sentado junto al pasillo. Los demás estaban al otro lado de la mesa, frente a él. Wilkey no daba muestras de querer dejarle un espacio, pero Garfin se quitó el abrigo y el sombrero y se hizo un hueco a su lado.

—Parece que te va todo viento en popa, campeón —dijo Smith—. Apuesto a que te llevaste un buen pellizco con Caprichosa. Anda, cuéntanos. ¿Cuánto sacaste?

—Ochenta pavos. Un poco más —dijo Garfin—. ¿Ya habéis comido?

—No, estamos calentando el asiento hasta que lleguen unos tipos de fuera de la ciudad —dijo Wilkey.

—Yo ya he comido, pero creo que pediré un trozo de tarta de limón —dijo Garfin. Llamó a Gus, uno de los camareros, y le hizo el pedido. Luego le dijo a Smith—: ¿Dónde es la partida esta noche?

—¿Qué partida? No me suena que haya ninguna partida. ¿Vosotros sabéis algo?

—Vamos, Harry —dijo Garfin.

—No, en serio —dijo Smith—. ¿Partida de qué? ¿Te refieres a la partida de hockey, en el Garden? ¿O a la de baloncesto, en el pabellón universitario?

—Déjalo, anda, déjalo —dijo Garfin sonriendo. Gus trajo la tarta y Garfin se puso a comer, sacudiendo la cabeza y sonriendo—. Cómo sois.

Wilkey se quedó mirándolo mientras comía y al cabo de un rato dijo:

—Garfin, déjame que te haga una pregunta personal, si no es molestia.

—Siempre que no sea demasiado personal…

—Garfin… porque te llamas así, ¿verdad? —dijo Wilkey.

—Ya sabes que sí.

—Claro. El caso es que hace tiempo que quería preguntarte a qué te dedicas —dijo Wilkey.

—Yo podría preguntarte lo mismo —dijo Garfin.

—Todo el mundo sabe a qué me dedico, Garfin —dijo Wilkey—. Trabajo como confidente a media jornada. Trato de averiguar quién mató a Rothstein. ¿Tú lo sabes? Me vendría bien la información.

—Todo el mundo sabe que a Rothstein me lo cargué yo —dijo Garfin.

Smith y Bloom rieron con él.

—Bien, entonces supongo que mi trabajo ha terminado —dijo Wilkey—. Ahora en serio, cuando no estás matando a Rothstein, ¿a qué te dedicas? Eso ocurrió hace tiempo. Tienes que dedicarte a algo aparte de eso. Vamos, sé sincero.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Claro que sí.

—Soy vendedor.

—¿Qué vendes? ¿Periódicos? —dijo Wilkey.

—Muebles —dijo Garfin.

—Muebles. Vaya, no me interesa —dijo Wilkey.

—Tú sabrás —dijo Garfin.

—Tú lo has dicho. Yo sabré. ¿Y sabes qué más sé? Sé que no me gusta tu jeta. Siempre vienes por aquí preguntando lo mismo: “¿Dónde hay partida esta noche?”. Y siempre recibes la misma respuesta, pero tú sigues preguntando: “¿Dónde hay partida esta noche?”. Me pregunto por qué, Garfin. Nadie sabe nada de ti…

—Bloom me conoce. Bloom y yo fuimos juntos al colegio —dijo Garfin.

—Ya me lo ha dicho. Fuisteis juntos al colegio seis meses. De eso hace mucho, Garfin. En sexto curso, o por ahí. Hace veinte años al menos.

—Nos hemos ido viendo desde entonces. De vez en cuando.

—De vez en cuando —dijo Bloom.

—Ya veo. Abe estuvo fuera unos cuantos años, recuérdalo —dijo Wilkey—. Te diré cómo fue la cosa, Garfin: Bloom se pasó unos años fuera y luego, hace unos meses, casualmente se cruzó contigo por la calle. Casualmente. El caso es que no sabía cómo deshacerse de ti y acabaste viniendo aquí con él, te presentó y empezaste a venir a todas horas. Un par de veces por semana. Y todas las noches la misma pregunta: “¿Dónde hay partida esta noche?”. Hasta que yo, Garfin, empecé a desconfiar.

—¿Por qué?

—Te diré por qué. Recuerdo que hace unos seis meses había unos tipos a los que conozco de vista echando una partida en un piso. Una partida de póquer. Esa noche estaban en el piso jugando a las cartas, y hacia las cuatro de la madrugada hubo una redada. Los tipos esos no eran más que un grupo de amigos que estaban echando una partida de póquer, no es que fueran por ahí pregonándolo, pero alguien debió de enterarse porque hubo una redada y la pasma se llevó como mil doscientos dólares y le pegó un tiro a uno de los tipos que estaban jugando. ¿Te acuerdas?

—Leo los periódicos —dijo Garfin.

—Dice que lee los periódicos —dijo Wilkey—. Muy bien. Verás, a mí me gusta jugar al póquer, Garfin. Me gustan todos los juegos de apuestas, pero el que más me gusta es el póquer. Ahora vamos a suponer que un día estoy aquí sentado y que unos amigos me invitan a echar una partida, y que entonces llegas tú y que cuando haces la pregunta de siempre yo te digo: “Garfin, viejo amigo. La partida es en tal dirección de la avenida Tremont”. Entonces ¿me dirías que tienes que hacer una llamada y volverías diciendo que tienes que irte a casa con tu mujer, y entonces yo te diría que qué pena, y nos iríamos a jugar al póquer sin ti, y hacia las cuatro de la madrugada llegaría la pasma y nos quitaría el dinero y le pegaría un tiro a alguno de nosotros? ¿Podría ocurrir eso?

—Desde luego que no. ¿Por quién me tomas?

—No lo sé, Garfin. No lo sé. Pero hazme un favor, Garfin. Hazme un favor y no vuelvas por aquí. Los chicos y yo lo hemos hablado y hemos decidido que no queremos que metas las narices en nuestras conversaciones privadas. Hazme un favor y lárgate ahora mismo. Yo pagaré el trozo de tarta y el café.

Garfin se quedó observando a Wilkey y después lanzó una mirada rápida a Smith y a Bloom. Ambos lo miraban con frialdad, impasibles.

—Muy bien —dijo. Se levantó y se puso el sombrero y el abrigo—. Muy bien.

En la barra, le dijo a la cajera:

—El señor Wilkey se hace cargo de mi cuenta.

Salió a la calle Ciento Cuarenta y Nueve y caminó un par de manzanas. Se quedó mirando a una chica guapa que le devolvió la mirada y soltó un bufido. A la mierda, pensó; ni siquiera estaba pensando en ella. De vez en cuando le entraban nauseas del miedo, porque ahora sabía lo que pensaban de él. Sin embargo, casi tan grave como el miedo era el hecho de saber que no podía volver ahí, al único sitio donde le apetecía ir. De modo que bajó al metro y se fue a casa.

*FIN*


“Where’s the Game?”,
Pipe Night
, 1945


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