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Doon

[Cuento - Texto completo.]

Anónimo: Occidente

Numerosos son los que conocen este lai. No existe buen arpista que no sepa interpretar su melodía. Por lo que a mí respecta, quiero contarles la aventura que condujo a los bretones a titular este lai como Doon.

Creo, si no tengo mala memoria, que antaño vivía cerca de Edimburgo, en el norte, una joven sorprendentemente cortés y bella. Estaba al frente del país de sus antepasados. No había otro señor, y residía en Edimburgo porque era un lugar que ella apreciaba mucho. Por ella y por sus damas de honor, lo denominaban el «Castillo de las Doncellas».

Aquella de la que hablo se llenó de orgullo a causa de su riqueza y desdeñaba a todos los hombres del país. No existía ni uno, aunque fuera de gran mérito, al que quisiera aceptar y amar, o incluso tolerar sus homenajes. No quería convertirse en sierva de nadie a causa del matrimonio. Los que en su país pasaban por ser muy prudentes iban con frecuencia a solicitarla deseando que eligiera esposo, pero ella les oponía un rechazo absoluto. Nunca aceptaría como marido -decía- a alguien que, por amor a ella, no consiguiera realizar en una sola jornada la distancia entre Southampton-sur-mer y el lugar donde ella residía. Al hombre que lo lograra -afirmaba- lo aceptaría. Así pensaba deshacerse de los aspirantes y que la dejaran en paz, pero la situación no podía prolongarse mucho.

Cuando los del país conocieron estas condiciones -es la pura verdad lo que voy a contarles- fueron muchos los que intentaron la prueba, por los caminos que debían seguir. Montaban rápidamente en sus grandes caballos, fuertes y diestros para un trayecto rápido, pues no querían retrasarse. Pero fueron numerosos los que no pudieron seguir ni hacer el trayecto en una sola jornada. Algunos lo conseguían, aunque llegaban cansados y agotados; cuando llegaban al castillo y echaban pie a tierra, la joven los recibía, los colmaba de muestras de cortesía, luego hacía que los condujeran por separado a sus apartamentos para hacerles reposar. Ordenaba que les prepararan una buena cama que, por sus cálidas mantas y sus buenas sábanas, era para ellos una trampa mortal. Y ellos, cansados y agotados, se echaban a dormir; pero durante el sueño y en aquel confortable lecho, fallecían. Los chambelanes los encontraban muertos y daban cuenta de lo ocurrido a su señora, quien, tras haberse vengado así de sus pretendientes, se sentía muy feliz.

El rumor respecto a esta orgullosa doncella llegó hasta muy lejos. Un caballero oyó hablar de ella al otro lado del mar, en Bretaña. Aquel caballero se llamaba Doon. Poseía un hermoso caballo, llamado Baiart, que era muy veloz. No lo habría cambiado ni por dos castillos. Impulsado por la confianza que tenía en su corcel, el caballero quiso intentar la prueba para saber si podría conquistar a la joven y su territorio. Tan pronto como pudo, cruzó el mar y llegó a Southampton. Le envió a la doncella un mensajero para comunicarle que había llegado al país y para pedirle que le enviase hombres de confianza que pudieran atestiguar que él había comenzado el trayecto un día concreto. Cuando vio al mensajero, ella le envió gustosa a sus hombres, y fijó e indicó el día en que debía llegar a su país.

Un sábado por la mañana, Doon se puso en camino; tuvo tan buena ruta que por la noche había realizado el trayecto en una sola jornada. Ahí lo tienen recién llegado a Edimburgo, donde fue recibido con grandes manifestaciones de júbilo. Entre los caballeros y los sirvientes no había ni uno solo, pequeño o grande, que no lo sirviera, no le mostrara respeto y no le hiciera buena acogida. Una vez que habló con la joven, lo condujeron a una habitación para ofrecerle descanso, si lo deseaba. El caballero mandó buscar leños secos, los hizo llevar a la habitación, y luego ordenó que lo dejaran descansar, pues se sentía agotado por el trayecto. Hicieron su voluntad. Cerró la puerta y echó el cerrojo, pues no quería que nadie lo observara. Hizo fuego con un pedernal, se instaló cerca del fuego y se calentó; no se acostó en toda la noche en el lecho que había sido preparado para él. Si se le hubiera ocurrido la idea de acostarse en aquel buen lecho, cansado y fatigado como estaba, muy pronto le habría ocurrido algo malo. El que se acuesta sobre un lecho duro sufre menos y recupera antes sus fuerzas. Por la mañana, al amanecer, se dirigió hacia la puerta, descorrió el cerrojo, se acostó en la cama, se cubrió; estaba a gusto y se durmió. Los encargados de vigilar la habitación creían que lo encontrarían muerto, pero lo vieron sano y salvo. Todos se sintieron por ello alegres y contentos. A primera hora del día, se levantó, se preparó y se vistió: quería hablar con la joven y pedirle que cumpliera sus promesas.

La joven le contestó:

-Amigo, no todavía. Aún tendréis que sufrir algo más vos y vuestro caballo. Tendréis que ir, en una sola jornada, tan lejos como un cisne pueda volar. Sólo después de esto os aceptaré sin reservas.

Pidió una tregua con el fin de permitir que Baiart descansara y para retomar fuerzas él también. Tres días después, se fijó la fecha. Doon se puso en camino. Baiart corría, el cisne volaba. Fue un milagro que no sufrieran ningún daño pues el cisne, volando, no podía seguir el ritmo de Baiart. Por la noche, llegaron a un castillo que era magnífico. Doon permaneció en él tanto como quiso y cuando lo deseó, se marchó y regresó a Edimburgo para solicitar el cumplimiento de lo que se le había prometido. A partir de entonces, la doncella ya no podía seguir burlándose de él, por lo que convocó a todos sus vasallos. Por consejo de éstos, aceptó a Doon y lo hizo señor de su país.

Cuando se desposó con la joven, organizó una fiesta suntuosa que duró tres días. Al cuarto día, se levantó al amanecer, le trajeron su caballo, encomendó a Dios a su mujer, pues deseaba regresar a su país. La dama lloraba y mostraba gran pesar por la marcha de su amigo. Le imploraba piedad, hablándole con mucha ternura, pero sus palabras no tuvieron efecto. Ella le suplicó que se quedara y le aseguró que la traicionaba, pero él no quiso oír hablar de nada, pues estaba impaciente por marcharse.

-Señora -dijo él- voy a marcharme y no sé si regresaré. Estáis embarazada de mí, tendréis un hijo, estoy seguro. Conservad para él mi anillo de oro. Cuando sea grande, se lo daréis y le recomendaréis que lo cuide, pues es gracias al anillo como podrá encontrarme. Enviadlo al rey de Francia para que sea criado y educado en su corte.

Le dio el anillo y ella lo cogió. No se entretuvo más y partió de inmediato. Ella estaba muy afligida y se lamentaba mucho. Era verdad que estaba embarazada.

Cuando su hijo vino al mundo, todos los suyos experimentaron gran gozo. La dama veló por él, lo rodeó de cariño hasta que el niño pudo cabalgar, ir al bosque y cazar aves acuáticas. Le entregó el anillo de su padre, recomendándole que lo cuidara. Equiparon al joven y se lo enviaron al rey de Francia. Llevó consigo mucho oro y plata, y supo gastarlos con gran magnanimidad. En la corte lo querían mucho porque distribuía generosamente sus bienes. Poseía todas las cualidades. Permaneció en Francia tanto tiempo que el rey lo armó caballero, y en busca de fama se alejó para asistir a torneos en los alrededores y a lo lejos. Los caballeros lo amaban mucho. Su prestigio era sorprendente: no había en el país hombre más valiente que él. Estaba siempre rodeado de gran compañía de caballeros. El joven fue a participar en torneos en el Mont-Saint-Michel, en Bretaña, pues quería conocer a los bretones. Nadie participaba en tantas justas ni ganaba tanto botín, sólo con la fuerza de su brazo.

Su padre estaba en el otro bando y estaba impaciente por medirse con el joven. Con la lanza en ristre, se puso en la fila: admiraba el valor del joven. Se lanzaron a toda velocidad y se dieron grandes golpes. El hijo derribó al padre. Si hubiera sabido que era su padre, se habría sentido muy abrumado, pero él no sabía quién era su adversario, y Doon tampoco lo conocía. Lo hirió gravemente en un brazo. Al concluir el torneo, Doon le mandó a decir al joven que fuera a hablar en él; éste acudió con toda la velocidad que le permitía su caballo. Doon le preguntó:

-¿Quién eres, mi noble amigo, tú que me has hecho caer de mi caballo?

El joven contestó:

-Señor, no sé cómo ha podido ocurrir. Los que estaban presentes deben saberlo.

Al oír esas palabras, Doon lo interpeló de nuevo:

-¡Muéstrame tus manos, rápido!

El joven, que había recibido una buena educación, se quitó ágilmente sus guantes. Le tendió y mostró las dos manos. Cuando vio las manos del joven, Doon reconoció en su dedo el anillo que él le había entregado a su esposa. Su corazón se llenó de gozo y alegría. Gracias al anillo que había visto, había reconocido a su hijo, había reconocido que era su hijo y que él lo había engendrado. En presencia de todos, tomó la palabra y dijo:

-Joven, en el transcurso de nuestro enfrentamiento de hoy me he percatado de que eras de mi linaje. Hay en ti una gran valentía. Nunca un golpe propinado por un caballero había podido derribarme de mi caballo, y nunca nadie podrá derribarme y darme un golpe tan rudo. Ven a abrazarme: ¡yo soy tu padre! Tu madre era una mujer llena de orgullo. Para poder solicitar su mano, tuve que padecer una dura prueba. Después de haberme desposado con ella, me marché, y nunca he querido volver a verla. Le confié ese anillo de oro, aconsejándole que te lo entregara cuando te enviara a Francia.

-Señor, -contestó el joven- es verdad.

Se abrazaron, se besaron y manifestaron una gran alegría. Fueron a alojarse a la misma casa y luego se marcharon a Inglaterra. El hijo le devolvió el padre a la madre que lo amaba mucho y deseaba ardientemente su retorno. Ella lo acogió como a su esposo, y su vida se vio colmada de honores.

Para rememorar la historia de Doon, la de su buen caballo, la de su hijo que él amaba mucho, y de las cabalgadas de una jornada que realizó por amor a la dama, los bretones compusieron las melodías del lai titulado Doon.

FIN


Lai medieval

Traducción de Esperanza Cobos Castro




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