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Dos cartas

[Cuento - Texto completo.]

José Donoso

Para John B. Elliot

Estas son las últimas cartas que se escribieron dos hombres, Jaime Martínez, un chileno, y John Dutfield, un inglés.

Se conocieron como compañeros en los cursos infantiles de un colegio de Santiago, y continuaron en la misma clase hasta terminar sus humanidades. Pero jamás fueron amigos. No podía haber sido de otro modo, ya que sus aficiones y personalidades se marcaron desde temprano como opuestas. Sin embargo, el chileno solía llevar sándwiches al inglés, porque Dutfield era interno, y como todos los internos de todos los colegios, sufría de un hambre constante. Esto no fue causa para que sus relaciones se hicieran más íntimas. En un torneo de boxeo que se llevara a cabo en el colegio, John Dutfield y Jaime Martínez se vieron obligados a enfrentarse. Los vítores de los compañeros enardecieron por un momento los puños del chileno, de ordinario inseguros, e hizo sangrar la nariz de su contrincante. No obstante, el inglés fue vencedor de la jornada. Esto a nadie sorprendió, ya que Dutfield era deportista por vocación, mientras que Martínez era dado a las conversaciones y a los libros. Después, el chileno siguió llevando sándwiches al inglés.

Una vez rendido el bachillerato, que ambos aprobaron mediocremente, se efectuó una cena de fin de estudios. Aquella noche fluyeron el alcohol y las efusiones, cimentando lealtades viejas mientras nuevas lealtades se iban forjando en la llama de una hombría recientemente descubierta. Dutfield debía partir en breve. Pertenecía a una de esas familias inglesas errantes e incoloras, nómades comerciales, que impulsada por la voz omnipotente de la firma que el padre representara en varios países, cambiaba de sitio de residencia cada tantos años. Debían trasladarse ahora, siguiendo el mandato todopoderoso, a Cape Town, en la Unión Sudafricana. Al final de la comida, agotadas las rememoraciones y los cantos, Dutfield y Martínez apuntaron direcciones, prometiendo escribirse.

Y así lo hicieron de tarde en tarde, por más de diez años, Dutfield se instaló por un tiempo al lado de sus padres en Cape Town. Pero tema sangre nómade. Cruzó el veldt y la selva, pasó a Rhodesia, solo, en busca de fortuna, y por último echó raíces en Kenya, donde contrajo matrimonio y adquirió tierras. El resto de su vida transcurrió allí, cercano a los ruidos de la selva, cuidando de sus acres de maíz, y contemplando cómo crecían sus hijos junto a los árboles y los nativos, compartiendo ideales y prejuicios de quienes eran como ellos.

El chileno, en cambio, permaneció en su patria. A medida que los años fueron pasando, constató que había quedado solo, que poco a poco se había alejado de todos los que fueron sus amigos de colegio, sin hacerse, entretanto, de nuevos amigos que valieran el nombre. Sin embargo, y no dejaba de turbarlo la ironía del caso, seguía manteniendo correspondencia, muy distanciada, es cierto, con John Dutfield.

Jaime Martínez estudió leyes. Como abogado chileno su vida transcurrió apacible, rodeada de un círculo de seguridades de toda índole. Desde un principio comenzó a distinguirse en su profesión. Vestía casi siempre de oscuro, y llevaba las manos, quizá demasiado expresivas para un hombre de su posición, invariablemente bien cuidadas. Las cartas que con el plantador de Kenya cruzaba una vez al año, a veces dos, contenían recuerdos humorísticos de sus días de colegio, novedades acerca de los cambios exteriores que la vida de ambos hombres iba acumulando con los años, preguntas y respuestas acerca de las modificaciones experimentadas con el tiempo por la ciudad en que ambos se educaran. Nada más. ¿Y para qué más? ¿Cómo iniciar, después de tanto tiempo y a tantas millas de distancia, una intimidad que, por lo demás, jamás había existido?

Esta es la última carta que John Dutfield, plantador de Kenya, escribió a Jaime Martínez, abogado chileno, más o menos diez años después de haber regresado del colegio en que ambos estudiaban juntos:

 

«Querido Martínez:

»Aquí me tienes contestando tu carta de meses atrás, aprovechando una enfermedad ligera que me ha tenido en cama unos días. No te había escrito antes, porque tú sabes, el trabajo de un plantador de Kenya no es cosa fácil, como ha de ser el de un abogado chileno.

»El otro día me sucedió algo curioso. Creo que por eso se me ha ocurrido escribirte. Habíamos salido, mi mujer y yo, a ver los animales de la granja, al atardecer. Cuando llegamos donde estaban los chanchos, vimos un animal peliblanco, que parecía contemplar el crepúsculo, con aire tristón, algo aparte del resto. Cuál no sería mi sorpresa cuando mi mujer me dijo: “Mira, John, ese chancho parece que estuviera inspirado”. Figúrate. ¿Te acuerdas del “Chancho inspirado”? Apuesto que no. Era ese profesor recién llegado de Cambridge que tuvimos un semestre, ese rubio gordo, acuérdate, que se lo pasaba leyéndonos odas de no sé quién y admirando los crepúsculos de Chile. Al día siguiente de su llegada, nosotros los internos mojamos las sábanas de su cama asegurándole que era una costumbre tradicional de bienvenida. Él vio nuestra mentira, pero por congraciarse con nosotros no nos acusó. Duró poco en el colegio. Le entró la melancolía, la nostalgia de su patria al pobre, y no tuvo más remedio que volver a Inglaterra. Tendría, entonces, unos veinticinco años, menos de lo que tú y yo tenemos ahora.

»No comprendo cómo se puede sentir nostalgia por Inglaterra. Claro que yo era muy chico cuando salí, y estuvimos en Jamaica unos años antes de pasar a Chile, así es que no puedo juzgar. Pero cuando me dieron de alta en el ejército —por mi pierna herida en batalla, que sigue igual, con dolores cada tantos meses—, por curiosidad más que por interés se me ocurrió recorrer Inglaterra. Encontré todo aglomerado, feo, sucio, viejo, con un clima insoportable. Me dio claustrofobia y volví a Kenya tan pronto como pude. Pero me parece curioso contarte que a mis padres les sucedió algo parecido que al “Chancho inspirado”. Mi papá jubiló hace algunos años en la firma que tanto tiempo representara en Kingston, Valparaíso y Cape Town. Acá tenía una espléndida situación. Los viejos eran respetados por todos, teman un magnífico círculo de amistades, y una casa encantadora mirando al océano, en uno de los barrios buenos de Cape Town. Pero en vez de quedarse para disfrutar de los agrados de la vida, después de jubilar, se les ocurrió comprar un cottage en el pueblecito de Yorkshire, donde nacieron, se conocieron y se casaron. Ahora están viviendo allá, felices, como si nunca hubieran salido. Yo conocí el pueblecito ese, porque cuando mis parientes supieron que me habían dado de alta en el ejército, me invitaron a pasar unos días con ellos. Vieras qué pueblo más feo es. Toda la gente es bastante pobre y mis parientes también. Yo no podría vivir allí, con esa gente aburrida y provinciana, en ese pueblo sucio y viejo, cerca de una mina y rodeado de fábricas hediondas. No llego a comprender cómo los viejos están tan contentos.

»No sé si será por mi enfermedad, pero anoche no más estaba pensando que no sabría dónde irme si llegara el momento de retirarme, como mi padre. Yo era muy niño cuando salí de Europa, no siento vínculos con ella. Kingston está fuera de la cuestión, solo me acuerdo de una mama negra que tuve, lo demás se ha borrado. En Chile no sabría qué hacer: me sentiría, sin duda, fuera de lugar, ya que todos mis amigos estarán dispersos. Además, mi mujer es de estas tierras, y la idea de América la atemoriza. Quizás Cape Town fuera una solución. Comprarme una casita cerca del mar, hacerme socio de un club donde tenga amigos y donde el whisky no sea caro.

»En fin, tengo apenas treinta años y no ha llegado el momento para pensar en eso seriamente. Creo que en todo caso, como se presenta la situación, terminaré mis días aquí, en esta plantación, en esta casa que yo mismo construí y a la que ahora último hemos hecho importantes agregados. ¡Vieras qué agradable es! Mi mujer se ocupa del jardín y de la huerta. Pero debo confesarte que la fruta no prospera —los árboles están nuevos todavía— porque Pat y John, mis dos chiquillos, se trepan a ellos como nativos y se comen la fruta verde. ¡Vieras qué indigestiones!

»Bueno, me he alargado mucho y nada te he dicho. Si alguna vez se te ocurre hacer un safari por estos lados —te repito mi viejo chiste—, tienes tu casa. Escribe. No dejes pasar el año sin noticias tuyas y de Chile.

John Dutheld».

 

Esta carta jamás llegó a manos de su destinatario. De alguna manera se extravió en los correos, y la recibió un tal Jaime Martínez, calle Chile, en Santiago de Cuba. El moreno la abrió, leyéndola con extrañeza. Al comprobar que no era para él, la cerró con el propósito de enviarla al abogado chileno que la carta mencionaba. Pero en esos días su mujer estaba por tener el noveno hijo y la misiva se perdió entre mil cosas antes que el moreno recordara hacerlo. Cuando recordó, no la pudo hallar. Y decidió que no valía la pena preocuparse: nada de importancia había en ella. Era una carta que bien podía no haberse escrito.

El hecho es que John Dutfield ya no volvió a escribir a Jaime Martínez. Pasaron los años, y la existencia del plantador de Kenya transcurría apacible en sus tierras. El trabajo y la lucha eran duros, pero había compensaciones. Cada día se marcaba más la línea oscura que partía su frente donde el cucalón la protegía del sol, cada día se desteñían más sus ojos y se enrojecían más sus manos. De vez en cuando, pero muy a lo lejos, le extrañaba no recibir noticias de Chile. Después dejó de extrañarse. Varios años más tarde, John Dutfield, su mujer y sus niños fueron asesinados por los maumau, y sus casas y cosechas iluminaron una clara noche africana.

La última carta de Jaime Martínez fue escrita hacia la misma fecha que la de John Dutfield. El abogado chileno acababa de publicar una reseña histórica sobre un antepasado suyo que tuviera actuación fugaz en una de las juntas que afianzaron la independencia de su patria. El libro tuvo un pequeño éxito de élite: el lenguaje era justo y la evocación de la época libre de sentimentalismos. Le parecía que en su libro había dado importancia a cuanto tema dignidad en sus raíces. Pero solo él sabía, y no con gran claridad, que aquellas raíces lo hacían prisionero sin darle estabilidad. Él no había buscado su profesión y modo de vida, sino que había sido arrastrado hacia ellos, y por lo tanto vivía presa de la insatisfacción y de la zozobra.

Sin saber cómo ni para qué, una noche de invierno en que el frío se agolpaba a su ventana, y después de haber bebido la acostumbrada taza de té caliente, tomó su pluma y escribió la carta siguiente a John Dutfield, de Kenya, a quien no había escrito por cerca de un año y de quien no había tenido noticias por largo tiempo:

 

«Querido John:

»No sé por qué te estoy escribiendo esta noche. Posiblemente porque hace tiempo que nada sucede. Te debe extrañar el tono melancólico con que inicio esta carta. Pero no te inquietes: no me van a meter a la cárcel por estafador, ni me voy a suicidan ni estoy enfermo. Al contrario, porque nada ha pasado, estoy como nunca de bien.

»Quizás por eso te escribo. Por si te interesa, te diré que sigo surgiendo en mi profesión, y que me estoy llenando de dinero. Dentro de pocos años, y tengo apenas treinta, seré, sin duda, uno de los grandes abogados de Chile. Pero inmediatamente que aseguro a alguien lo que acabo de contarte, siento la necesidad de tomar un trago de whisky, para no dudar de que en realidad vale la pena que así sea. Sí vale la pena (acabo de empinarme un gran trago). No dudo de que te reirás de mí al leer estas líneas, y no sin razón, tú, con tus grandes problemas exteriores resueltos. Pero, aguarda, no te rías. Precisamente porque eres tan distinto a mí, y porque vives a tantas y tantas millas de distancia, y porque no veo tu risa irónica, es que te estoy escribiendo estas cosas. Pero en realidad no sé qué te estoy contando. Quizás nada.

»Claro, nada. Pero nada da tema para mucho. ¿Te acuerdas a veces del colegio? Me imagino que nunca. O si te acuerdas, será como de una especie de gran country club, donde todo era grande, bonito y fácil. Y tienes razón, puesto que no has tenido que seguir luchando, como yo, con las terribles ironías que fue dejando. Yo sí lo recuerdo. Sobre todo ahora, en este último tiempo, lo recuerdo muy a menudo. ¿Recuerdas aquellos últimos años, cuando solíamos ir a esos sitios que todos asegurábamos haber conocido desde hacía largo tiempo, y de aquellas borracheras audaces en vísperas de algunos exámenes? ¿Te acuerdas de aquella vez que Duval nos dijera que había invitado a una mujer estupenda para la kermesse anual del colegio, y luego hizo su aparición, muy orondo, del brazo de una prima de chapes? Esa prima de Duval se casó y tiene cuatro hijos.

»No sé por qué tengo de ti una imagen imborrable: te veo encaramado a una muralla mirando si pasaba una de las alumnas del colegio para niñas bien que había en la otra esquina. Una vez, fue en el último año, mis grandes amigos de entonces, Lozano y Benítez, escribieron una carta de amor, por lo demás bastante escandalosa, a una alumna de ese colegio. Olga Merino se llamaba. Una vez que la vimos pasar, dijiste que era la mujer más despampanante que habías visto en tu vida. Era menuda y tenía el pelo liso y claro. Yo estaba muy enamorado de ella, aunque no le había hablado más de dos o tres veces. Pero jamás le dije nada. Y ese amor, como tantos otros amores míos, murió rápidamente. La veo mucho ahora, porque se casó con un colega a quien frecuento. Si la vieras, está tan distinta. Tiene fama de elegancia y de belleza en este rincón del mundo. Pero es otra persona. No conserva nada, nada, de lo que me hizo quererla terriblemente durante un mes, hace más de diez años. No es más que natural, lógico. Pero es también insoportable. Y a todos nos ha pasado lo mismo, ya no nos reconocemos, los únicos que entonces importábamos. ¿Seré yo también, tú crees, un ser tan irreconocible, tan distinto? Olga no tiene importancia en sí, te la nombro solo porque tú la viste un día. No tiene importancia porque, naturalmente, he querido más muchas veces en mi vida. Y esos amores tampoco me dominaron. Les di vuelta la espalda y no me dominaron. Tampoco me dominaron mis vicios, ni mi deseo de hacer fortuna, ni mis amigos. Nada de lo que he hecho, repentinamente pienso, tiene importancia. Creo que es porque uno olvida. ¡Y yo no he querido olvidar! ¡Jamás he aceptado que un solo átomo de mi vida pasada, las cosas y las personas y los sitios que he amado y odiado, pierdan su importancia y se apaguen! Y todo ha perdido importancia. Lo que demuestra que solo tengo capacidad para arañar la superficie de las cosas.

»A propósito, recuerdo cuando estabas en la guerra. Me relatabas el asco de aquel mundo que se deshacía. Y yo me felicitaba de estar aquí, en esta jaula, al margen de esa miserable experiencia de la humanidad. Leía los periódicos, me informaba meticulosamente, seguía con interés los tumbos de la batalla. Pero ni eso me conmovió. ¿Por qué? Quizás tú sepas la solución.

»No te rías mucho al leer esta carta. Además, te ruego que no me contestes en el mismo tono. Contéstame como si no hubieras recibido estas líneas de:

Jaime Martínez».

 

Cuando el autor releyó su carta, constató que sus problemas se habían enfriado notablemente escribiéndola. La encontró incoherente, sentimental, literaria, reveladora de una parte de su ser que, bien mirada, no había tenido mayor importancia en dar forma a su destino. La rompió y, al echarla al canasto, se prometió escribir otra en breve. Recordó también que John Dutfield era hombre de sensibilidades algo romas y no deseó paralogizarlo.

Pasaron los años y el abogado chileno no volvió a escribir al plantador de Kenya. Como si se avergonzara por la carta que había escrito y roto, aplazaba y volvía a aplazar el momento para escribir al África. Jaime Martínez llegó pronto a la cúspide de su profesión y ya no tuvo tiempo para recordar su deuda con Dutfield.

Solo a veces, en el transcurso de los años, hojeando el periódico en el silencio de su biblioteca o de su club, leía por azar el nombre de Kenya en un artículo. Entonces, durante no más de medio segundo, se paralizaba algo en su interior, y pensaba en ese amigo que ya no era su amigo, que jamás lo había sido y que ya jamás lo sería. Pero era solo por medio segundo. El té caliente que le acababan de traer, y el problema del cobre expuesto en un artículo contiguo al que nombraba casualmente a Kenya, apresaban su atención por completo. Después de ese medio segundo, pasaban años, dos o tres, o cuatro, sin que volviera a pensar en Dutfield. Ignoraba que hacía largo tiempo que los vientos africanos habían dispersado sus cenizas por los cielos del mundo.

*FIN*


Veraneo y otros cuentos, 1955


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