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Dos pesos, dos medidas

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

El periodista Beniamino Farren se sentó en el sofá, se puso encima de las rodillas la máquina de escribir portátil, metió en el rodillo una hoja en blanco, encendió su pipa y, sonriendo, tecleó:

 

Al Director del New Globe.

Ilustrísimo señor,

Permítase a un viejo y fiel lector del diario que usted dirige con pulso firme e ilustrada sensibilidad expresar por la presente su modesta opinión, movido por el único deseo de aportar una contribución, por mínima que sea, a la obra iniciada por usted con tanta fe. Desde hace algún tiempo vienen apareciendo en el New Globe artículos sobre diferentes temas firmados por un tal George Mac Namara. No sé quién es esta persona ni cuáles son los títulos que posee para poder colaborar en el que con toda razón es considerado el más serio y autorizado periódico de nuestro país. Pues bien, no soy el único en considerar —pues muchas personas, incluso de elevada posición y vasta cultura, han tenido a bien asegurarme que compartían totalmente mi opinión— que tales escritos no concuerdan con el alto nivel de dignidad periodística y literaria del New Globe. La banalidad, el esfuerzo continuo pero infructuoso para ser humorístico, la prolijidad, las inexactitudes… etc., etc.

 

Escribió una hoja por las dos caras y, al llegar al final, firmó: “Un amigo fiel”. Dobló la hoja, la metió en un sobre, escribió la dirección, puso el sello, cogió el sombrero y el paraguas, salió de casa y echó la carta.

Después, lentamente, saboreando el suave atardecer estival, se acercó a la sede del New Globe.

—Buenas noches, señor Farren —le saludó el portero con respeto.

—Buenas noches, Gerolamo —respondió bondadosamente Farren.

Al llegar al primer piso, se encontró con Mac Namara en un pasillo.

—¡Hola, viejo pirata! —le dijo dándole una palmada en el hombro—. ¡Tu artículo de ayer no estuvo nada mal! Realmente bueno.

El joven Mac Namara le dio las gracias enrojeciendo.

—¿Hay alguna novedad esta noche? —preguntó Farren nada más entrar en la sala de redacción.

—Nada especial —contestó el redactor jefe—, la inauguración de la feria textil, un pequeño robo, una incautación de estupefacientes.

—¿De nuevo marihuana?

—No, esta vez cocaína.

—¿Ha habido detenciones?

—No, han podido escapar.

—Bueno, ¡dos líneas comme-il-faut no vendrán nada mal! ¡Un amable rapapolvo al señor jefe de la policía para que le sirva de revulsivo!

Ordenó que le llevaran la noticia, rió sarcásticamente, se quitó la chaqueta, se sentó a la máquina de escribir, volvió a encender la pipa y comenzó:

 

Hay que admitir que en los servicios públicos se producen casi diariamente no pocas deficiencias —y aquí Farren rió saboreando su propio sarcasmo— pero sería realmente injusto deplorar negligencias en el suministro de estupefacientes. No, señores. ¡Nuestra ciudad podría jactarse, admitiendo que sea posible tal jactancia, de detentar el récord nacional en el comercio de las abyectas drogas! Es terrible constatarlo: mientras el probo ciudadano después de una jornada de honesto y provechoso trabajo duerme el sueño de los justos, hay quien, saliendo de los siniestros antros del vicio, difunde veneno y corrupción. ¿No es ésta la más despreciable forma de delincuencia? ¿No es una traición a la comunidad de los hombres de bien? ¿No equivale a una puñalada por la espalda? ¿No es legítimo, pues, por nuestra parte exigir a las autoridades un control más eficiente y sanciones más enérgicas? Etc., etc.

 

—¡Para! ¡Para! —gritó a su chófer la señora Franca Amabili (gusanos de seda). El soberbio Bentley gris frenó con un suave balanceo. La señora se apeó ágilmente del coche y se enfrentó con el carretero detenido en el borde de la carretera.

—¿No te da vergüenza? ¿Cómo te permites golpear a un pobre animal que ni siquiera puede mantenerse de pie? ¡Canalla!

—¡Yo no tengo la culpa de que no quiera moverse! —respondió el carretero dando un fustazo de propina al mulo.

—¿Así que no quiere moverse? —dijo la mujer—. Yo soy de la Sociedad Protectora de Animales y ahora serás tú el que se mueva.

—Pero ¿no ve lo terco que es? —protestó el hombre para justificarse, sintiendo confusamente que aquella intervención inesperada e incomprensible no permitía presagiar nada bueno.

—Vamos, ¿cómo te llamas? —Y Franca Amabili sacó de su bolsito un cuadernito. ¡Ella le enseñaría a aquel paleto cómo había que tratar a los animales!

Una hora más tarde, se hallaba sentada en un restaurante con su marido y una amiga.

—¿Unos camarones para empezar? —sugirió el maître, insinuante—. ¿O un filete de salmón ahumado?

—Buena idea, sí. Para mí salmón ahumado —aprobó doña Franca. (Sacado de golpe de las gélidas aguas donde perseguía feliz a sus compañeros, el salmón miró a su alrededor con cándida estupefacción, boqueando. “Dios mío, debe de pesar más de medio quintal”, exultó el pescador. “Ernest, ayúdame, solo no puedo”. Excitados, gritando, echaron la presa en la barca, donde el pez se debatió durante mucho tiempo en la angustia de la asfixia; sus ojos lanzaron una última súplica; y luego la exigua mente del salmón voló hasta un lago rupestre, vete a saber de dónde, bajo las blancas columnatas de los glaciares).

—¿Y después? —pregunto el maître con unción, disponiéndose a tomar nota.

—No tengo mucha hambre —dijo Franca Amabili—. Tráigame un consomé y después un simple filete de ternera a la parrilla, tierno por favor. (El ternerito, totalmente aterrorizado, volvió la cabeza hacia atrás buscando una presencia amiga, pero a su alrededor solo había otros animales como él, enloquecidos en medio de un caótico coro de mugidos, de golpes sordos y roncas voces humanas. Un hierro le aplastaba salvajemente el hocico, obligándole a torcer la cabeza. Trató de huir, pero algo lo atenazaba y lo mantenía inmóvil. Una sombra negra se aproximaba. Olor a sangre. Mugió. Con violencia demoníaca una columna de fuego le traspasó el cerebro). “Y ahora os haré reír…”, añadió doña Franca. “¡Esta mañana me ha sucedido algo increíble! ¿Sabes, Giulio, el cruce que está justo antes de llegar al paso a nivel? Había un carretero, un bruto…”. Excavando con palas y picos, seis o siete hombres consiguieron finalmente encontrar en plena noche el pasadizo subterráneo que conducía a la tumba del rey; penetraron en ella y encontraron los tesoros.

Mientras la estaban saqueando, alguien dio la voz de alarma. Y cuando, cargados de objetos de oro macizo, salieron al aire libre, les estaba esperando una compacta fila de soldados.

Vino el verdugo. Y, en las rosadas arenas, los primeros rayos del sol iluminaron seis o siete cabezas esparcidas aquí y allá en medio de la sangre.

Desde lo alto del cielo, Dios Omnipotente miró hacia abajo. Y, durante un breve instante, tuvo que cerrar los ojos.

Cuando los volvió a abrir —¿cuánto tiempo había pasado? ¿A cuántos años, siglos, milenios podía corresponder ese instante de parpadeo del Ser supremo?— otra banda, también armada de picos y palas, se afanaba en abrir la entrada del pasadizo secreto. Era noche profunda, la divina luna iluminaba suavemente las piedras inmóviles del desierto.

Por fin entraron, llegaron a la tumba del monarca. ¡Allí estaban el oro, las piedras preciosas, el inmenso y fabuloso tesoro de las fábulas!

Cuando salieron de nuevo al aire libre con el botín legendario —la luna resplandecía, iluminando el muerto valle, aunque de una forma triste, porque ya declinaba en las taciturnas peñas que formaban el horizonte— había una ansiosa y compacta compañía de soldados esperándolos.

En el silencio de la noche se oyeron unos aplausos. Algunos jovencitos se aproximaron al jefe de los excavadores para preguntarle. Los flashes resplandecieron. De la multitud se alzó un intenso murmullo. “No comment”, respondió con desdén el jefe de los sacrílegos. “En su debido momento haré un comunicado a la Royal Archaeological Society”.

Iluminados por la moribunda luna, los periodistas corrieron a sus automóviles y, a través del desierto, se dirigieron a la ciudad para transmitir por teléfono la memorable noticia a todas las grandes capitales del mundo.

Un indígena se acercó con paso solemne al jefe de los saqueadores e, inclinándose, le tendió un pliego de papel. Le siguió un segundo y un tercero, también ellos con telegramas llegados desde muy lejos. Eran las felicitaciones de los gobiernos al arqueólogo. La gloria.

 

 

Debajo de los soportales había un hombre en muy malas condiciones físicas pero con actitud insolente que sujetaba con la mano derecha el extremo de un bramante. El otro extremo acababa, a través de un agujero redondo, en el interior de una caja de zapatos dejada en el suelo. Encima de la tapa, como para impedir que alguien desde abajo pudiera levantarla, había una piedra de al menos cuatro quilos.

—Vamos, vamos, Pirolino —decía el hombre dirigiéndose a la caja y haciendo como que tiraba un poco del cordel—, vamos, deja que te vean los señores, ¡no tengas miedo! ¿Qué quieren ustedes…? —se había vuelto, como para pedir disculpas a los transeúntes que se habían parado a mirar—. ¡Hoy le ha dado por no hacer caso! Está ofendido. Y pensar que ayer hizo incluso el salto mortal. —Después de nuevo a la caja—: Vamos, Pirolino, ¿vas a hacer esperar en vano a estos amables espectadores? Hay incluso dos bellas señoritas, ¿no quieres echarles una ojeada, Pirolino?

Dio un salto:

—¿Han visto ustedes que ha asomado un poco el hociquito durante un instante? ¿Lo han visto, verdad? Dígame, señorita, ¿lo ha visto usted?

—Pues no sé —respondió riendo la joven—. Quizá, pero no lo he visto bien.

—Nene, basta, vámonos —le dijo su compañera dándole con el codo—. ¿Por qué perder el tiempo quedándonos aquí?

—¿Por qué? —preguntó Nene—. Minnie, ¿tú crees que no va a salir?

—¿El qué?

—¡El animalito!

Minnie se echó a reír.

—¡Eres única! ¿No has comprendido todavía que dentro de la caja no hay nada? Es un charlatán. Con este truco hace que la gente se pare y después, en el momento oportuno, intentará vender alguna lotería.

Divertidas, las dos bellas jóvenes continuaron su camino y llegaron hasta una galería de arte, en la que entraron. Era la inauguración de la exposición de José Urrutia, un pintor mexicano. En las paredes, una veintena de grandes cuadros con intrincadas manchas de colores, por lo general en tonos amarillos y marrones.

Rodeado por un grupo de señoras, un hombre con una nariz especialmente desarrollada y largos cabellos canos, vestido con una chaqueta de terciopelo, sentaba cátedra.

—Esta obra, por ejemplo —explicaba señalando una tela llena de rombos superpuestos— puede considerarse típica del segundo Urrutia. Pertenece al Museo de Buffalo. Como ven, la insistencia tonal se impone aquí como exigencia que sobrepasa la investigación rítmica, siempre presente, sin embargo, en toda la parábola urrutiana. Sí, dirán ustedes, es cierto que la intensidad de los módulos poéticos es menos, ejem, ejem, vigorosa, menos rica en significados, que en las experiencias originarias. Pero a cambio ¡qué libertad! Y, con la libertad, ¡qué rigurosa, qué inexorable, me atrevería a decir, dialéctica cromática! Pero ahora, queridas amigas, pasemos a un documento emocionante: el Diálogo 5… ¿Saben cómo lo ha definido Albert Pitchell? ¡Maniqueísmo, maniqueísmo, a secas! Maniqueísmo, ¿entienden?, por la dualidad de los impulsos contrapuestos que dramatizan la fundamental unidad del cuadro, surgida con gran inmediatez, está claro, de… de…, de un raptus órfico que solo Urrutia hubiera podido dominar, como lo ha hecho, imponiendo en él una geométrica escansión. Naturalmente, llegados a este punto, nos vemos inducidos a identificar, es cierto, el pretexto lírico determinante en una, ¿cómo lo diría?, en una suerte de metafísica contingencia gráfica…

Transportada, casi en éxtasis, Minnie bebía las palabras una a una.

—¡Ya está bien, vámonos! —murmuró Nene a su amiga dándole un codazo—. No entiendo nada estos cuadros.

—Oh —replicó Minnie—, perdona mi franqueza, pero te encuentro bastante retrógrada. ¡A mí me parecen fuera de serie!

*FIN*


“Due pesi due misure”,
Sessanta racconti, 1958


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