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El acre del dolor

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

El bajo, ondulado paisaje danés estaba silencioso y sereno, misteriosamente despierto en la hora previa a la salida del sol. No había una nube en el cielo pálido, ni una sombra en los borrosos y perlados campos, colinas y bosques. La bruma se elevaba de los valles y las hondonadas; el aire era frío, la hierba y el follaje goteaban de rocío matinal. Libre de la mirada observadora del hombre, y de su perturbadora actividad, el campo respiraba una vida intemporal, para la que el lenguaje resultaba insuficiente.

Sin embargo, una raza humana vivía en esta tierra desde hacía mil años; había sido formada por su suelo y su clima, y había sido marcada por sus pensamientos, de manera que ahora nadie podía decir dónde terminaba la existencia de una y dónde empezaba la de la otra. La delgada raya gris de un camino que serpeaba por la llanura y subía y bajaba por las colinas era la materialización inmóvil del anhelo humano, y de la idea humana de que es mejor estar en un sitio que en otro.

Un hijo del campo leería en este paisaje despejado como en un libro. El mosaico irregular de prados y trigales era una representación pictórica, en tímidos verdes y amarillos, de la lucha de las gentes por el pan de cada día; los siglos les habían enseñado a arar y sembrar de esta manera. En una colina lejana las alas inmóviles de un molino, pequeña crucecita azul recortada contra el cielo, marcaban una etapa superior en la carrera por el pan. El perfil borroso de los tejados de paja —excrecencia baja y marrón de la tierra—, donde se apiñaban las casuchas del pueblo, contaba la historia —de la cuna a la sepultura— del campesino, la criatura más cercana al suelo y dependiente de él, prosperando en el año fértil y muriendo en los de sequía y de plagas.

Poco más arriba, con la débil raya horizontal de la tapia blanca del cementerio a su alrededor, y las siluetas verticales de altos álamos junto a ella, la iglesia de tejas rojas atestiguaba, hasta donde alcanzaba la vista, que éste era un país cristiano. El hijo de la tierra la consideraba una casa extraña, habitada solo durante unas horas cada siete días, pero dotada de una voz fuerte y clara que proclamaba las penas y las alegrías de la tierra: una evidente, rotunda encarnación de la fe de una nación en la justicia y la clemencia del Cielo. Entre bosques y grupos de árboles cupulados, donde se alzaba en el aire la silueta majestuosa y piramidal de las avenidas de tilos, había una gran casa solariega.

El hijo de la tierra leería muchas cosas en estos signos elegantes y geométricos sobre la bruma azul. Los tilos en fila, alrededor de una fortaleza, hablaban de poder. Aquí se decidía el destino de la tierra circundante y de los hombres y animales que la habitaban, y el campesino alzaba los ojos hacia las pirámides verdes con temor. Revelaban dignidad, decoro y buen gusto. El suelo danés no había dado flor más bella que la mansión a la que conducía la larga avenida. En sus arrogantes habitaciones, la vida y la muerte se sobrellevaban con gracia majestuosa. La casa solariega no miraba hacia arriba como la iglesia, ni hacia abajo como las cabañas; tenía un horizonte terrestre más ancho que ellas, y estaba emparentada con gran parte de la arquitectura europea. Se había llamado a artesanos extranjeros para que trabajasen el estuco y los entrepaños, y sus propios moradores habían viajado y traído ideas, modas y bellos objetos. Habían hecho que los cuadros, tapices, plata y cristal traídos de países lejanos se sintiesen a gusto aquí; y ahora formaban parte de la vida campesina danesa.

El gran edificio estaba firmemente arraigado en el suelo de Dinamarca como las cabañas de los campesinos, y era tan fiel aliado como ellas de sus cuatro vientos y sus estaciones cambiantes, de su vida animal, sus árboles y sus flores. Solo sus intereses se hallaban en un plano más elevado. Dentro del dominio de los tilos no había ya vacas, cabras y cerdos en los que ocupar el pensamiento y la conversación, sino caballos y perros. La fauna salvaje, la caza de la tierra, hacia la que el campesino agitaba el puño cuando la veía en el centeno verde o en el trigo maduro, constituía para los moradores de las casas solariegas su principal objetivo y el gozo de la vida.

Su escritura en el cielo proclamaba solemnemente la continuidad, una inmortalidad terrenal. Las grandes casas solariegas conservaban sus tierras durante muchas generaciones. Las familias que vivían en ellas veneraban el pasado tanto como se honraban a sí mismas, dado que la historia de Dinamarca era su propia historia.

En Rosenholm residía un Rosenkrantz, en Hverringe un Juel, en Gammel-Estrup un Skeel, desde que el pueblo tenía memoria. Habían visto sucederse unos a otros reyes y movimientos de estilo y, orgullosa y humildemente, habían transferido su existencia personal a la de su tierra, de manera que entre sus iguales y ante los campesinos pasaban por sus apellidos: Rosenholm, Hverringe, Gammel-Estrup. Para el rey y para el país, para la familia y para el señor concreto de la mansión, era cuestión secundaria qué Rosenkrantz, Juel o Skeel en particular, de una larga serie de padres e hijos, encarnaba en ese momento los campos, los bosques, los campesinos, el ganado y la caza de la propiedad. Muchos eran los deberes que descansaban sobre los hombros de los grandes terratenientes —para con Dios, con el rey, con el vecino y consigo mismo—, y todos eran armónicamente solidarios con la idea de sus deberes para con su tierra. Por encima de todos estaba la obligación de mantener la sagrada continuidad, y producir un nuevo Rosenkrantz, Juel o Skeel para el servicio de Rosenholm, Hverringe y Gammel-Estrup.

En las casas solariegas se apreciaba la gracia femenina. Junto a la buena caza, y el vino selecto, era flor y emblema de la existencia superior que se llevaba allí; y en muchos sentidos, las familias se enorgullecían más de las hijas que de los hijos.

Las damas que paseaban por las avenidas de tilos, o las recorrían en pesados carruajes de cuatro caballos, llevaban el futuro del apellido en sus regazos y, como dignas y dulces cariátides, sostenían las casas en pie. Ellas mismas eran conscientes de su valor, mantenían alto su precio, y se movían en una atmósfera de adoración y autoadoración. Incluso podía pensarse que añadían por su propia cuenta una graciosa, pícara y paradójica altanería. Porque ¡qué libres eran!, ¡qué poderosas! Sus señores podían gobernar el país, y permitirse muchas libertades; pero tocante a la suprema cuestión de la legitimidad, que era el principio vital de su mundo, el centro de gravedad residía en ellas.

Los tilos estaban en flor. Pero de madrugada, solo se difundía por el jardín una débil fragancia, un mensaje aéreo, un eco oloroso de los sueños durante la breve noche veraniega.

Por una larga avenida que conducía de la casa al final del jardín, donde desde un pequeño pabellón blanco de estilo clásico se dominaba una gran perspectiva de los campos, caminaba un joven. Iba vestido con sencillez, de marrón, con preciosa ropa de lino y encaje, la cabeza descubierta y el cabello sujeto con una cinta. Era moreno: una figura fuerte y vigorosa de ojos bellos y manos elegantes; cojeaba un poco de una pierna.

El gran edificio de lo alto de la avenida, el jardín y los campos habían sido el paraíso de su niñez. Pero había viajado y vivido lejos de Dinamarca, en Roma y en París, y actualmente ocupaba un puesto en la legación danesa de la corte del rey Jorge, hermano de la difunta e infortunada reina de Dinamarca. Hacía nueve años que no visitaba su hogar ancestral. Le hacía gracia descubrir ahora que todo era mucho más pequeño de como lo recordaba, y al mismo tiempo le emocionaba extrañamente volverlo a ver. Las personas fallecidas acudían a él y le sonreían; un niño con cuello de encaje pasó corriendo por su lado con su aro y su cometa, y le dirigió una alegre mirada y le preguntó riendo: «¿Vas a decirme que tú eres yo?». Trató de cogerle y contestarle: «Sí, te aseguro que yo soy tú»; pero su ágil figura no esperó la respuesta.

El joven, que se llamaba Adam, mantenía una relación especial con la casa y la tierra. Durante seis meses, había sido heredero de todo; nominalmente, lo seguía siendo en este momento. Era esta circunstancia la que le había traído de Inglaterra, y la que ocupaba su pensamiento mientras paseaba despacio.

El viejo señor de la mansión, hermano de su padre, había tenido muy mala suerte en su vida familiar. Su esposa había muerto joven, y dos de sus hijos en la infancia. El único que le quedó, compañero de juegos de su primo, fue un chico enfermizo y melancólico. Su padre se había pasado once años de balneario en balneario, por Alemania e Italia, sin apenas otra compañía que la de este hijo callado, moribundo, protegiendo la débil llama de su vida con ambas manos, hasta el momento en que pudiese pasarla a un nuevo portador del apellido. Al mismo tiempo, otra desventura se abatió sobre él: cayó en desgracia en la corte, donde hasta ahora había gozado de una buena posición. Estaba a punto de rehabilitar el prestigio de su familia mediante un matrimonio que había arreglado para su hijo cuando, antes de que pudiese celebrarse, falleció el novio, que aún no contaba veinte años de edad.

Adam se enteró en Inglaterra de la muerte de su primo, y de su propio cambio de fortuna, a través de su ambiciosa y triunfal madre. Permaneció sentado, con la carta de ella en la mano, sin saber qué pensar.

Si esto le hubiese pasado cuando todavía era niño, en Dinamarca, habría significado el mundo entero para él. Y lo mismo habría significado para sus amigos y condiscípulos, si estuviesen en su lugar; y en este momento se estarían congratulando, o le estarían envidiando. Pero él no era, por naturaleza, codicioso ni vanidoso; tenía fe en su propio talento, y le alegraba saber que su éxito en la vida dependía de sus dotes personales. Su pequeña cojera le había mantenido siempre un poco apartado de los otros chicos; quizá, le había dotado de una mayor sensibilidad para muchas cosas de la vida, y no le parecía ahora totalmente correcto que el cabeza de familia cojease de una pierna. Ni siquiera veía sus perspectivas a la misma luz que los miembros de su casa. En Inglaterra había contado con más riqueza y magnificencia de la que ellos habían soñado; había amado a una dama inglesa, que le había hecho feliz, de un nivel social y una fortuna tales que, para ella, se dio cuenta él, la más hermosa de las posesiones de Dinamarca sería como una granja de juguete.

En Inglaterra, además, había entrado en contacto con las grandes y nuevas ideas de la época: sobre la naturaleza, sobre el derecho y la libertad del hombre, sobre la justicia y la belleza. El universo, a través de ellas, se le había vuelto infinitamente más amplio; quería averiguar más aún sobre él y estaba planeando hacer un viaje a América, al nuevo mundo. Por un momento, se sintió atrapado y aprisionado, como si los difuntos de su apellido que descansaban en la cripta familiar de su casa le alargasen sus brazos resecos.

Pero al mismo tiempo empezó a soñar por las noches con la vieja casa y con el jardín. Había paseado en sueños por estas avenidas, y había aspirado la fragancia de los tilos en flor. Cuando una vieja gitana le leyó la mano en Ranelagh, y le dijo que un hijo suyo se sentaría en el sillón de sus padres, experimentó una súbita, profunda satisfacción, extraña en un joven que hasta ahora no había dedicado un solo pensamiento a sus hijos.

Luego, seis meses más tarde, su madre volvió a escribirle informándole de que su tío se había casado con la joven que había estado destinada a su difunto hijo. El cabeza de familia aún se encontraba en su mejor edad, todavía no había pasado los sesenta años, y aunque Adam le recordaba como un hombre bajo y flaco, era una persona vigorosa; era muy probable que su joven esposa le diese hijos.

La madre de Adam, decepcionada, le echaba la culpa a él. Si hubiese vuelto a Dinamarca, le decía, quizá su tío hubiese llegado a considerarle como a un hijo, y no se habría casado; quizá, incluso, le hubiese cedido la novia. Adam conocía mejor la situación. La propiedad familiar, a diferencia de las de la vecindad, había pasado de padres a hijos desde que el apellido se estableció allí por primera vez. La tradición de la sucesión directa era el orgullo del clan, y un dogma sagrado para su tío; seguramente procuraría tener un hijo de su propia carne.

Pero, ante esta noticia, unos remordimientos extraños, profundos, dolorosos respecto a su viejo hogar de Dinamarca habían embargado al joven. Era como si se hubiese estado burlando de un gesto amistoso y generoso, como si se hubiese mostrado desleal con alguien inquebrantablemente leal a él. Sería muy justo, pensó, si a partir de ahora el lugar le repudiase y le olvidase. La nostalgia, que no había conocido hasta ahora, se apoderó de él: por primera vez deambuló por las calles y los parques de Londres como un extraño.

Escribió a su tío preguntándole si podía ir a pasar unos días con él, pidió un permiso en la legación y embarcó para Dinamarca. Había ido a la casa para hacer las paces con ella; había dormido poco durante la noche y se había levantado tan temprano para recorrer el jardín, para explicarse y ser perdonado.

Mientras paseaba, el tranquilo jardín iniciaba poco a poco sus afanes diarios. Un grueso caracol, de la especie que su abuelo había traído de Francia, y que él recordaba haber comido aquí de pequeño, marchaba dejando con dignidad un rastro plateado por la avenida. Los pájaros empezaban a cantar; en un árbol viejo, bajo el que se había detenido, había varios incordiando a una lechuza: la ley de la noche había concluido.

Se detuvo al final de la avenida y vio iluminarse el cielo. Una claridad extática inundaba el mundo; dentro de media hora saldría el sol. Un campo de centeno se extendía aquí, a lo largo del jardín; dos corzos andaban por en medio y parecían rosáceos en el amanecer. Contempló los prados por los que había cabalgado de pequeño en su jaca, y el bosque donde había matado su primer ciervo. Recordaba a los viejos criados que le habían enseñado; algunos estaban ya en sus tumbas.

Los lazos que le ataban a este lugar, pensó, eran de naturaleza mística. Podía no haber vuelto nunca más, y no habría importado. Mientras un hombre de su misma sangre y apellidos residiese en la casa, cazase en los campos y le acatasen obediencia las gentes de las cabañas, en cualquier región de la tierra que estuviese él, ya fuese en Inglaterra o entre los indios de América, se sentiría seguro, seguiría poseyendo un hogar y tendría peso en el mundo.

Sus ojos se posaron en la iglesia. En los viejos tiempos, antes de la época de Martín Lutero, sabía que los hijos jóvenes de las grandes familias ingresaban en la Iglesia de Roma y renunciaban a la riqueza y a la felicidad individual para servir a ideales superiores. Ellos también habían aportado honor a sus hogares y eran recordados en sus anales. En la soledad de la mañana, medio en broma, dejó correr al azar su imaginación, y le pareció que podía hablarle a la tierra como a una persona, como a la madre de su raza.

—¿Es solo mi cuerpo lo que quieres —le preguntó—, y rechazas mi espíritu, mi energía y mis emociones? Si se pudiese hacer que el mundo reconociese que la virtud de nuestro apellido no pertenece solo al pasado, ¿no te produciría ninguna satisfacción?

El paisaje estaba tan mudo que no supo si le había contestado o no.

Un rato después siguió andando, y llegó a la nueva rosaleda francesa, concebida para la joven señora de la casa. En Inglaterra, Adam había adquirido un gusto más libre en cuanto a jardinería, y se preguntaba si podría liberar a estas encendidas cautivas y hacerlas prosperar fuera de sus setos recortados. Quizá, meditó, el jardín elegantemente convencional fuese el retrato floral de su joven tía, a la que él aún no había visto.

Cuando llegó otra vez al pabellón del final de la avenida, sus ojos captaron un ramillete de delicados colores que posiblemente no pertenecían a la madrugada veraniega danesa. En realidad, era su tío en persona, empolvado y con calzas de seda, pero todavía envuelto en una bata de brocado, y evidentemente absorto en profundos pensamientos. «¿Qué asuntos, o qué meditaciones —se preguntó Adam— sacan de la cama al jardín antes de que salga el sol a un conocedor de la belleza que solo hace tres meses que se ha casado con una esposa de diecisiete años?». Se dirigió hacia la pequeña, delgada y tiesa figura.

Su tío, por su parte, no mostró ninguna sorpresa al verle; pero raramente se sorprendía de nada. Le saludó con un cumplido sobre lo mayor que estaba con la misma benevolencia que lo había hecho a su llegada, la noche anterior. Un momento después miró al cielo, y proclamó solemnemente:

—Hoy hará calor.

A Adam, de niño, le había impresionado a menudo la actitud ceremoniosa con que el viejo señor constataba los acontecimientos corrientes de la vida; parecía como si nada hubiese cambiado aquí y todo siguiese como siempre.

El tío ofreció al sobrino un pellizco de rapé.

—No, gracias, tío —dijo Adam—, me anularía el olfato para captar la fragancia de su jardín, que es fresco como el Jardín del Paraíso recién creado.

—Donde puedes comer tú, mi Adán —dijo su tío sonriendo—, de cada uno de los árboles.

Echaron a andar juntos, lentamente, avenida arriba.

El sol oculto doraba ya las copas de los árboles más altos. Adam habló de las bellezas de la naturaleza, y de la grandeza de los escenarios nórdicos, menos marcados por la mano del hombre que los de Italia. Su tío aceptó las alabanzas del paisaje como un cumplido personal, y le felicitó porque no había aprendido a despreciar su tierra natal como hacían muchos jóvenes que viajaban a países extranjeros. No, dijo Adam; hacía poco había echado de menos en Inglaterra los campos y los bosques de su hogar danés. Y había conocido allí una nueva composición poética danesa que le había encantado más que ninguna obra inglesa o francesa. Dijo el nombre del autor, Johannes Ewald, y recitó unos cuantos versos vigorosos y turbulentos.

—Y me extrañó mientras leía —prosiguió, tras una pausa, emocionado todavía por los versos que él mismo había declamado— que no hayamos comprendido hasta ahora cuánto supera en grandeza moral nuestra mitología nórdica a la de Grecia y Roma. Si no hubiese sido por la belleza física de los dioses antiguos, que nos ha llegado en mármol, ningún espíritu moderno podría considerarlos dignos de adoración. Eran ruines, caprichosos y traicioneros. Los dioses de nuestros antepasados daneses son mucho más divinos que ellos, igual que el druida es más noble que el augur. Pues los hermosos dioses de Asgaard poseían las sublimes virtudes humanas: eran justos, leales, benévolos e incluso, en una época de barbarie, caballerosos.

Aquí su tío pareció mostrar, por primera vez, interés por la conversación. Se detuvo, alzando un poco su nariz majestuosa.

—¡Ah, a ellos les resultaba más fácil! —dijo.

—¿A qué se refiere, tío? —preguntó Adam.

—A los dioses nórdicos les era muchísimo más fácil que a los de Grecia —dijo su tío— ser, como tú dices, justos y benévolos. En mi opinión, revela incluso debilidad en las almas de nuestros antiguos daneses consentir en adorar a tales divinidades.

—Mi querido tío —dijo Adam sonriendo—, siempre he pensado que estaría familiarizado con las modas del Olimpo. Ahora permítame compartir su criterio y dígame por qué la virtud resultaba más fácil a nuestros dioses daneses que a los de clima más benigno.

—Porque no eran tan poderosos —dijo su tío.

—¿Acaso el poder —preguntó Adam otra vez— es un obstáculo para la virtud?

—No —dijo su tío gravemente—. No; en sí mismo, el poder es la virtud suprema. Pero los dioses de que hablas no han sido nunca todopoderosos. Tuvieron a su lado, en todo momento, esos poderes más oscuros llamados los jotuns, que traían el sufrimiento, los desastres, la ruina a nuestro mundo. Podían dedicarse sin peligro a la templanza y a la bondad. Los dioses omnipotentes —prosiguió— no tienen esa posibilidad. Con su omnipotencia, reciben también el sufrimiento del universo.

Subieron por la avenida hasta que tuvieron la casa a la vista. El viejo señor se detuvo y la abarcó con la mirada. El soberbio edificio era el mismo de siempre; detrás de los dos altos ventanales de la fachada principal, sabía Adam, estaba ahora la habitación de su joven tía. Su tío dio la vuelta y echó a andar en sentido contrario.

—La caballerosidad —dijo—, la caballerosidad de que hablabas, no es virtud de los omnipotentes. Implica necesariamente la existencia de poderosas potencias rivales a las que desafiar el caballero. ¿Qué papel haría San Jorge con un dragón inferior a él en fuerza? El caballero que no encuentra a mano fuerzas superiores debe inventarlas, y combatir contra molinos de viento; su misma dignidad caballeresca estipula peligros, villanías, tinieblas por todo su alrededor. No, créeme, sobrino: a pesar de su valor moral, tu caballeroso Odín de Asgaard, como Regente, debe colocarse por debajo de Júpiter, que proclamaba su soberanía y aceptaba el mundo que gobernaba. Pero eres joven —añadió—, y puede que la experiencia de los que son mayores que tú te parezca pedante.

Se detuvo un momento, y luego, con profunda gravedad, declaró:

—Ha salido el sol.

Efectivamente, el sol había surgido por encima del horizonte. El ancho paisaje se animó súbitamente con su esplendor, y la hierba mojada de rocío brilló con mil centelleos.

—Le he escuchado con mucho interés, tío —dijo Adam—. Pero mientras hablábamos, me daba la impresión de que estaba usted preocupado; tenía los ojos puestos en el campo de más allá del jardín, como si allí ocurriese algo de gran importancia, un asunto de vida o muerte. Ahora que ha salido el sol, veo a los segadores en el centeno, y los oigo afilar sus hoces. Recuerdo que me ha dicho usted que es el primer día de la siega. Es un gran día para el terrateniente, y suficiente para apartarle el pensamiento de los dioses. Hace muy buen día y le deseo un granero repleto.

El hombre de más edad guardó silencio, con las manos sobre el bastón.

—En efecto —dijo por fin—, algo ocurre en ese campo; un asunto de vida o muerte. Ven, sentémonos aquí, y te contaré toda la historia.

Se sentaron en un banco que rodeaba todo el pabellón; y durante su discurso, el viejo señor de la tierra no apartó los ojos del campo de centeno.

—Hace una semana, el jueves por la noche —dijo—, alguien incendió mi granero de Rodmosegaard (conoces el lugar, cerca del marjal); y quedó reducido a cenizas. Transcurrieron dos o tres días sin que pudiésemos echarle el guante al causante. Hasta que, el lunes por la mañana, vino a la casa el guarda de Rodmose con el carretero; trajeron a un muchacho, Goske Piil, hijo de una viuda, y juraron sobre la Biblia que había sido él; le habían visto merodear por los alrededores del granero hacia el anochecer del jueves. Goske no goza de buena fama en la granja: el guarda se la tenía jurada por un viejo asunto de caza furtiva, y al carretero tampoco le era simpático porque, al parecer, sospecha algo sobre él y su joven esposa. El muchacho, cuando yo hablé con él, juró que era inocente; pero no pudo prevalecer frente a los dos viejos. Así que lo encerré y pensé mandárselo al juez de nuestro distrito con una carta.

»El juez es un estúpido, y naturalmente no hará sino lo que crea que yo deseo que haga. Puede mandar al muchacho a la cárcel, culpable de incendio premeditado, o meterle en el ejército por indeseable y cazador furtivo. O incluso soltarle, si piensa que es eso lo que yo quiero.

»Iba yo a caballo por el campo, observando la mies que pronto estaría buena para la siega, cuando trajeron ante mí a una mujer, la viuda, madre de Goske; y me suplicó hablar conmigo. Se llama Anne-Marie. Te acordarás de ella: vive en una casita al este del pueblo. Tampoco tiene buena fama en el lugar. Dicen que de soltera tuvo un niño y que se deshizo de él.

»Tenía la voz tan ronca de haberse pasado cinco días llorando que costaba entender lo que decía: era verdad que su hijo, me dijo al fin, había estado en Rodmose ese jueves, pero sin malos propósitos: había ido a ver a alguien. Era su único hijo; puso a Dios por testigo de que era inocente, y me suplicó, retorciéndose las manos, que lo perdonase a cambio de ella.

»Estábamos en este mismo campo de centeno que tú y yo tenemos ahora delante. Eso me dio una idea. Le dije a la viuda: “Si en un día, entre la salida y la puesta del sol, eres capaz de segar con tus manos este campo, y hacerlo bien, olvidaré el caso y conservarás a tu hijo. Pero si no eres capaz de hacerlo, se tendrá que ir, y no es probable que lo vuelvas a ver”.

»Se quedó mirando el campo. Besó mi bota de montar, agradecida del favor que le mostraba.

El viejo señor hizo una pausa, y Adam preguntó:

—¿Significaba mucho su hijo para ella?

—Es su único hijo —dijo su tío—. Para ella significa el pan de cada día y el sostén de su vejez. Puede decirse que lo quiere tanto como a su propia vida. Igual que —añadió—, en un orden de vida superior, el hijo representa para el padre el apellido y la raza, y lo estima tanto como la perpetuación de la vida. Sí, su hijo significa mucho para ella. En cuanto a la siega de este campo, supone una jornada de trabajo para tres hombres, o tres jornadas para un hombre. Hoy, al salir el sol, se ha puesto manos a la obra. Y allá la tienes, al final del campo, con un pañuelo azul en la cabeza; con el hombre que he puesto para que la vigile y compruebe que hace el trabajo sin ayuda, y con dos o tres amigas junto a ella que le dan ánimos.

Adam miró y, en efecto, vio a una mujer con un pañuelo azul en la cabeza, y algunas figuras más, en el sembrado.

Se quedaron un rato en silencio.

—¿Cree usted —dijo entonces Adam— que el muchacho es inocente?

—No lo sé —dijo su tío—. No hay pruebas. Es la palabra del guarda y del carretero contra la de él. Si creyese una cosa o la otra, sería mera cuestión de azar, o quizá de simpatía. El muchacho —dijo un momento después— era compañero de juegos de mi hijo; que yo sepa, el único chico, además de ti, con el que simpatizaba o congeniaba.

—¿Cree usted capaz a su madre —preguntó Adam otra vez— de cumplir esa condición?

—No lo sé —dijo el viejo señor—. Si se tratase de una persona corriente, diría que no. Una persona corriente no se lo propondría. Prefiero que sea así. No vamos a andar con sutilezas legales, Anne-Marie y yo.

Adam siguió unos minutos el movimiento del pequeño grupo en el campo de centeno.

—¿Quiere regresar? —preguntó.

—No —dijo su tío—; creo que me quedaré aquí hasta ver el final de este asunto.

—¿Hasta la puesta del sol? —preguntó Adam con sorpresa.

—Sí —dijo el viejo señor.

Adam dijo:

—Será un largo día.

—Sí —dijo su tío—, un largo día. Pero si —añadió mientras Adam se levantaba para irse—, como has dicho, tienes esa tragedia de la que me has hablado en el bolsillo, haz el favor de dejármela para que me entretenga.

Adam le tendió el libro.

En la avenida se cruzó con dos criados que llevaban al señor su chocolate matinal al pabellón, sobre grandes bandejas de plata.

Al elevarse el sol en el cielo y empezar el calor del día, los tilos difundieron su intensa fragancia, y el jardín se inundó de una insuperable, increíble dulzura. Hacia la hora sosegada del mediodía, la larga avenida reverberaba como una tabla de resonancia con un rumor bajo e incesante: era el bordoneo de un millón de abejas que se aferraban a los racimos colgantes, apretados de florecillas, y se embriagaban de placer.

En la corta vida del verano danés, no hay momento más rico o más dulce que esa semana en que florecen los tilos. La divina fragancia embriaga el cerebro y el corazón; parece unir los campos de Dinamarca con los del Elíseo; contiene heno, miel e incienso sagrado, y es mitad país de las hadas y mitad alacena de boticario. La avenida se transformaba en edificio místico, en catedral de dríadas, desde la cima hasta la base profundamente adornada, cubierta de numerosos ornamentos y dorada por el sol. Pero detrás de los muros, las bóvedas eran benignamente frescas y umbrías, como santuarios de ambrosía en un mundo deslumbrante y ardiente; y allí dentro, el suelo estaba húmedo todavía.

Arriba, en la casa, tras las cortinas de seda de los dos ventanales de la fachada principal, la joven señora de la propiedad, desde la ancha cama, metió los pies en dos pequeñas zapatillas de tacón. Se le había subido el camisón de encaje por encima de las rodillas, y se le había caído de un hombro; su pelo, sujeto con pinzas para dormir, conservaba restos de polvos del día anterior, y su cara redonda estaba aún arrebolada por el sueño. Avanzó al centro de la habitación y se detuvo allí con expresión sumamente grave y pensativa, aunque no pensaba en nada. Pero por su cabeza desfilaba una larga sucesión de imágenes, y se esforzaba inconscientemente en ponerlas en orden, como solían estar siempre las imágenes de su vida.

Había crecido en la corte: era su mundo, y probablemente no había en todo el país una criatura más exquisita e inocentemente ajustada a la solemne medida de un palacio. Por favor de la anciana reina viuda, llevaba su nombre y el de la hermana del rey, la reina de Suecia: Sophie Magdalena. Con la mira puesta en estas cosas, su marido, cuando deseó recuperar su posición en las altas esferas, la había elegido como esposa, primero para su hijo y después para él. El padre de ella, que ocupaba un puesto en la Casa Real y pertenecía a la nueva aristocracia de la corte, había hecho lo mismo en su día, aunque al revés, y se había casado con una dama provinciana para tener una base en el seno de la vieja nobleza de Dinamarca. La pequeña joven llevaba la sangre de su madre en las venas. El campo había supuesto para ella una inmensa sorpresa y un placer.

Para entrar en el patio de su castillo tenía que atravesar la granja, cruzar la espesa puerta de piedra junto al granero, donde el rodar de su carruaje retumbaba unos segundos como un trueno. Debía pasar por delante de las caballerizas y el aserradero, desde donde a veces algún descarado la seguía con mirada maliciosa, y donde, quizá, sobresaltaba a una larga fila de gansos escandalosos, o se cruzaba con un toro ceñudo y pesado, conducido de una argolla en el hocico y que pateaba la tierra con furia sorda. Al principio, todo esto le había parecido, cada vez, sorprendente y gracioso. Pero al cabo de un tiempo estas personas y animales, propiedad suya, parecieron convertirse en parte de sí misma. Las madres, viejas señoras campesinas, eran seres robustos a quienes no desalentaba ninguna inclemencia del tiempo; ahora, ella misma andaba bajo la lluvia, alegre y radiante como un árbol lozano.

Había tomado posesión de su nuevo y enorme hogar en una época en que el mundo se estaba abriendo, emparejando y propagando. Las flores, que ella solo conocía en ramos y festones, brotaban de la tierra a su alrededor; los pájaros cantaban en todos los árboles. Los corderos recién nacidos le parecían más delicados que las muñecas que había tenido. De la yeguada hannover de su marido le traían potrillos para que les pusiese nombre; y observaba cómo hundían sus suaves hocicos en la barriga de sus madres para mamar. Hasta ahora, había tenido una idea vaga de este extraño proceso. Había presenciado por casualidad, desde el sendero de un parque, cómo el garañón se encabritaba y relinchaba encima de la yegua. Toda esta lujuria, deseo y fecundidad se desplegaban ante sus ojos como para su complacencia.

En cuanto a ella, en medio de esto, era entregada a un marido viejo que la trataba con meticuloso respeto porque le iba a dar un hijo. Ése era el trato: lo había sabido desde el principio. Su marido, comprobó, hacía lo posible por cumplir su parte, y ella era leal por naturaleza y estaba educada con rigor. No eludiría su obligación. Solo que tenía la vaga consciencia de cierta disonancia o incompatibilidad en su majestuosa existencia que le impedía ser todo lo feliz que había esperado.

Un tiempo después, su desazón adoptó una extraña forma: como la conciencia de una ausencia. Debía haber habido alguien con ella que no estaba. No tenía experiencia en analizar sus sentimientos; no tuvo tiempo para eso en la corte. Ahora, como la dejaban sola más a menudo, sondeaba vagamente su propio espíritu. Trataba de colocar en ese vacío a su padre, a sus hermanas, a su profesor de música, un cantante italiano al que había admirado; pero ninguno de ellos lo llenaba para ella. A veces se sentía más animada, y creía que la desventura la había dejado. Y luego volvía a suceder, si estaba sola, o en compañía de su marido, e incluso en sus abrazos, que todo en torno suyo le gritaba: ¿Dónde?, ¿dónde?, de manera que miraba con ojos extraviados por toda la habitación, buscando al ser que debía haber estado allí, y que no había venido.

Cuando, hacía seis meses, le informaron de que su joven prometido había muerto y que debía casarse con su padre en su lugar, no lo había sentido. El joven pretendiente, la única vez que le había visto, le había parecido infantil e insípido; el padre era un esposo más solemne. Luego había pensado a veces en el joven fallecido, preguntándose si la vida no habría sido más alegre con él. Pero no había tardado en descartar otra vez tal idea, y ésa fue la última llamada del malogrado joven al escenario de este mundo.

De una de las paredes de la habitación colgaba un gran espejo. Al mirar en él, desfilaron imágenes nuevas. El día antes, yendo en el coche con su marido, había visto a cierta distancia a un grupo de muchachas campesinas bañándose en el río, con el sol brillándoles sobre la piel. Toda la vida había andado entre desnudas deidades de mármol, pero jamás se le había ocurrido, hasta ahora, que la gente que conocía estuviese desnuda debajo de sus corpiños y de sus trajes de cola, de sus chalecos y sus calzones de satén, ni ella misma se había sentido efectivamente desnuda dentro de sus ropas. Ahora, frente al espejo, se desató morosamente las cintas del camisón y lo dejó caer al suelo.

La habitación estaba en penumbra detrás de las cortinas corridas. En el espejo, su cuerpo era plateado como una rosa blanca; solo las mejillas y la boca, y las puntas de los dedos y de los pechos tenían un débil matiz carmín. Su torso esbelto estaba formado por las ballenas que lo habían ceñido fuertemente desde su niñez; por encima de la esbelta rodilla con hoyuelos, un suave estrechamiento marcaba el lugar de la liga. Sus miembros eran redondos, como si, allí donde se cortase con un cuchillo afilado, fuese a obtenerse una sección perfectamente circular. El costado y el vientre eran tan suaves que su propia mirada se deslizaba y resbalaba, y trataba de encontrar sujeción. No era completamente una estatua, descubrió, y alzó los brazos por encima de la cabeza. Se volvió para verse la espalda, las curvas bajo la cintura estaban todavía coloreadas por la presión de la cama. Le vinieron a la memoria algunos relatos sobre ninfas y dioses; pero todo eso parecía muy lejano, así que su pensamiento volvió a las muchachas campesinas del río. Durante unos minutos, las idealizó como compañeras de juego, o como hermanas incluso, ya que le pertenecían del mismo modo que le pertenecían el prado y el río azul. Y al momento siguiente la invadió otra vez la sensación de desamparo, un hórror vacui semejante a un dolor físico. Ciertamente, ciertamente, alguien debía estar con ella ahora, su otro yo, como la imagen del espejo; pero más cercano, más fuerte, más vivo. No había nadie, el universo estaba vacío en torno suyo.

Una súbita y aguda picazón debajo de la rodilla la sacó de sus ensoñaciones, y despertó en ella los instintos cazadores de su raza. Se mojó el dedo en la lengua, lo bajó lentamente y golpeó con rapidez en el sitio. Sintió el cuerpecillo diminuto, afilado del insecto contra la piel sedosa, lo apretó con el pulgar y levantó triunfalmente a la minúscula prisionera entre las yemas de los dedos. Se quedó completamente inmóvil, como meditando sobre el hecho de que esta pulga fuese el único ser que arriesgaba la vida por su suavidad y su dulce sangre.

La doncella abrió la puerta y entró, cargada con el atavío del día: camisa, corsé, tontillo y enaguas. Recordó que tenía un huésped en la casa, el nuevo sobrino llegado de Inglaterra. Su marido le había pedido que se mostrase amable con el joven pariente, desheredado, por así decir, por la misma presencia de ella en la casa. Saldrían a pasear a caballo juntos.

Por la tarde, el cielo no estaba ya azul como por la mañana. En lo alto se iban acumulando lentamente grandes nubes, y la bóveda era incolora, como difuminada en vapores alrededor del sol al rojo blanco, en el cenit. Un trueno apagado recorrió el horizonte de poniente; una o dos veces, el polvo de los caminos se elevó en altas espirales. Pero los campos, las colinas y el bosque estaban tan quietos como en un paisaje pintado.

Adam bajó por la avenida hasta el pabellón y encontró allí a su tío, completamente vestido, con las manos apoyadas en su bastón y la mirada puesta en el campo de centeno. El libro que Adam le había dejado estaba junto a él. El campo parecía ahora hervir de gente. Había pequeños grupos aquí y allá, y una larga hilera de hombres y mujeres avanzaba despacio hacia el jardín, en línea con el corte de la siega.

El viejo señor hizo un gesto afirmativo a su sobrino; pero no dijo nada, ni cambió de postura. Adam se quedó de pie a su lado, tan inmóvil como él.

El día para él había sido singularmente desasosegado. En su reencuentro con los viejos lugares, las dulces melodías del pasado le habían inundado los sentidos y el espíritu, mezclándose con nuevas y arrobadoras tonadas del presente. Estaba de nuevo en Dinamarca, ya no era un niño sino un joven, con un sentido más afinado de la belleza, con historias de otros países que contar, y sintiéndose hijo fiel de su tierra, enamorado de su encanto como no lo había estado nunca.

Pero en medio de todas estas armonías, la trágica y cruel historia que el viejo señor le había contado por la mañana, y la dolorosa prueba que se desarrollaba allí cerca, en el campo de centeno, producían, como el latido acompasado y hueco de un tambor cubierto, resonancias terribles. Le venían a la conciencia, una y otra vez, de forma que notaba que cambiaba de color, y contestaba abstraídamente. Le inspiraban un sentimiento de compasión por todos los seres vivientes más hondo que el que hasta ahora había conocido. Cabalgando, antes, en compañía de su joven tía, al pasar por el camino que corría a lo largo del escenario del drama, había tenido el cuidado de colocarse entre ella y el campo, a fin de que no viese lo que sucedía allí, o le hiciese preguntas sobre el particular. Había escogido regresar a través de un bosque verde y frondoso, por la misma razón.

De manera más dominante incluso que la figura de la mujer luchando con su hoz por la vida de su hijo, la del anciano, tal como la había visto al amanecer, le acompañó a lo largo del día. Llegó a pensar en el papel que aquel ser solitario, decidido, había desempeñado en su propia vida. Desde el momento en que murió su padre, había encarnado para él la ley y el orden, la sabiduría de la vida y la amable tutela. ¿Qué haría, pensaba, si después de dieciocho años tuviera que cambiar estos sentimientos filiales, y la imagen de su segundo padre adoptase a sus ojos un aspecto horrible, como un símbolo de la tiranía y de la opresión del mundo? ¿Qué iba a hacer si llegasen a enfrentarse como adversarios?

Al mismo tiempo, una inexplicable, una siniestra alarma y temor por el viejo se apoderó de él. Pues sin duda no se encontraba muy lejos de aquí la diosa Némesis. Este hombre había gobernado el mundo que le rodeaba durante un período más largo que la vida de Adam sin que nadie le contradijese jamás. Durante los años en que había vagado por Europa con un muchacho enfermo de su propia sangre como único compañero, había aprendido a aislarse de su entorno, a cerrarse a toda vida exterior, y se había vuelto insensible a las ideas y sentimientos de los demás seres humanos. Puede que hubieran pasado extrañas figuraciones por su espíritu, de manera que al final había llegado a considerarse a sí mismo como la única persona realmente existente, y al mundo como un penoso y vano juego de sombras chinescas carentes de consistencia.

Ahora, en su terquedad senil, quería coger en sus manos la vida de los que eran más simples y más débiles que él, la de una mujer, y utilizarla para sus propios fines, sin temor a una justicia retributiva. ¿Acaso no sabía, pensaba el joven, que había poderes en el mundo distintos del efímero poder de un déspota, y mucho más formidables?

Con el calor sofocante del día, este presagio de inminente desgracia fue aumentando en su interior, hasta sentir que la ruina amenazaba no solo al viejo señor, sino a la casa, al apellido y a él mismo.

Le pareció que debía gritarle alguna advertencia al hombre al que había querido antes de que fuese demasiado tarde.

Pero ahora que estaba otra vez en compañía de su tío, la calma verde del jardín era tan profunda que no encontró voz para gritar. En cambio, le rondaba por la cabeza una cancioncita francesa que su tía le cantaba en la casa: «C’est un trop doux effort…». Sabía música; había oído esa canción en París, pero no la cantaba con tanta dulzura.

Al cabo de un rato, preguntó:

—¿Cumplirá su parte esa mujer?

Su tío desenlazó las manos.

—Es extraordinario —dijo con animación—; da la impresión de que va a conseguirlo. Si calculamos las horas desde la salida del sol hasta ahora, y desde ahora hasta la puesta, encontraremos que el tiempo que le queda equivale a la mitad del transcurrido. ¡Y mira! Ha segado las dos terceras partes del campo. Pero, naturalmente, hay que tener en cuenta que su fuerza va menguando a medida que avanza el trabajo. A la postre, sería una pretensión inútil que hiciésemos una apuesta tú y yo sobre cuál va a ser el final de todo esto; tenemos que esperar a ver. Siéntate, y hazme compañía mientras observo.

Adam se sentó con sentimientos encontrados.

—Aquí está tu libro —dijo su tío, y cogió el libro del banco—; me ha hecho pasar el tiempo agradablemente. Es buena poesía, ambrosía para el oído y para el corazón. Y juntamente con nuestra charla de esta mañana sobre los dioses, me ha proporcionado materia para pensar. He estado meditando sobre la ley de la justicia retributiva —tomó un pellizco de rapé y prosiguió—. La nueva época —dijo— se ha confeccionado un dios a su propia imagen, un dios emocional. Y estáis ya escribiendo una tragedia sobre tu dios.

Adam no tenía ganas de empezar a discutir sobre poesía con su tío; pero, en cierto modo, temía también el silencio, y dijo:

—Puede ser, entonces, que consideremos la tragedia, en el esquema de la vida, como un fenómeno noble, divino.

—Sí —dijo su tío solemnemente—, un fenómeno noble; el más noble del mundo. Pero solo del mundo; jamás divino. La tragedia es privilegio del hombre, su más alto privilegio. El Dios de la Iglesia cristiana, cuando quiso experimentar la tragedia, tuvo que adoptar forma humana. Y aun así —añadió pensativo—, la tragedia no resultó enteramente válida, como lo habría sido si su héroe hubiese sido, de verdad, un hombre. La divinidad de Cristo confirió a la tragedia una nota divina, un carácter de comedia. El papel verdaderamente trágico, por la naturaleza misma de las cosas, recayó en los verdugos, no en la víctima. No, sobrino; no debemos adulterar los elementos puros del cosmos. La tragedia debe seguir siendo el derecho de los seres humanos, sujetos, por su situación o por su propia naturaleza, a la pura ley de la necesidad. Para ellos es la salvación y la beatificación. Pero puede que los dioses, los cuales debemos suponer que desconocen y no comprenden la necesidad, no tengan conocimiento alguno de lo trágico. Cuando se les coloca ante la tragedia, según mi experiencia, tienen el buen gusto y el decoro de quedarse quietos y no interferir.

»No —dijo tras una pausa—; el verdadero arte de los dioses es lo cómico. Lo cómico es una condescendencia de lo divino al mundo del hombre; es la visión sublime, que no puede ser estudiada, sino que debe ser siempre celestialmente concedida. En lo cómico, los dioses ven su propio ser reflejado como en un espejo; y mientras que el poeta trágico se somete a leyes estrictas, ellos conceden al artista cómico una libertad tan limitada como la suya propia. Ni siquiera sustraen su propia existencia a las bromas de éste. Zeus protege a los Lucianos de Samosata. Con tal que tu burla sea de auténtico gusto divino, puedes burlarte de los dioses y seguir siendo, sin embargo, su sincero devoto. Pero al apiadarte o condolerte de tu dios, lo niegas y lo aniquilas, y ése es el más horrible de los ateísmos.

»Y aquí en la tierra, también —prosiguió—, los que nos colocamos en el lugar de los dioses y nos hemos emancipado de la tiranía de la necesidad, debemos dejar a nuestros vasallos el monopolio de la tragedia, y aceptar lo cómico con benevolencia. Solo un señor cruel y desabrido (un medrador, en definitiva) se burlará de la necesidad de sus criados, o les forzará a lo cómico. Solo un gobernante tímido y pedante, un petit-maître, tendrá miedo de hacer el ridículo. Efectivamente —terminó su largo discurso—, la misma fatalidad que al golpear al burgués o al campesino se convierte en tragedia, al golpear al aristócrata se vuelve cómica. Nuestra aristocracia se conoce por la gracia e ingenio con que la aceptamos.

Adam no pudo por menos de sonreír ligeramente al escuchar la apología de lo cómico en labios del envarado y ceremonioso profeta. Con esta sonrisa irónica se alejaba por primera vez del jefe de su casa.

Una sombra cubrió el paisaje. Una nube había ocultado solapadamente el sol; el campo cambió de color, se desdibujó, se blanqueó; incluso todos los ruidos parecieron apagarse durante un minuto.

—¡Ah! —exclamó el viejo señor—, si se pone a llover y se moja el centeno, Anne-Marie no podrá terminar a tiempo. ¿Quién viene por allí? —añadió, y volvió un poco la cabeza.

Precedido por un lacayo, se acercaba un hombre con botas de montar, chaleco a rayas con botones de plata y sombrero en mano. Hizo una profunda inclinación, primero al viejo señor y luego a Adam.

—Es mi administrador —dijo el viejo señor—. Buenas tardes, administrador. ¿Qué noticias nos trae?

El administrador hizo un gesto sombrío:

—Malas noticias, milord —dijo.

—¿Y cuáles son esas malas noticias? —preguntó su señor.

—No hay un alma trabajando la tierra —dijo con pesar—, ni ninguna hoz en movimiento, salvo la de Anne-Marie en este campo de centeno. Han dejado de segar; todos están al lado de ella. Mal día para la inauguración de la siega.

—Sí, ya lo veo —dijo el viejo señor.

El alguacil prosiguió:

—Les he hablado con amabilidad —dijo—; y les he maldecido; ha sido inútil. Como si estuviesen todos sordos.

—Mi buen administrador —dijo el viejo señor—, déjeles en paz; que hagan lo que quieran. Sin embargo, puede que este día les venga mejor que muchos otros. ¿Dónde está Goske, el hijo de Anne-Marie?

—Le hemos metido en la caseta junto al granero —dijo el administrador.

—No, que lo traigan —dijo el viejo señor—; que vea trabajar a su madre. Pero ¿qué opina usted: logrará segar el campo a tiempo?

—Ya que me lo pregunta, milord —dijo el administrador—, creo que sí. ¿Quién lo había de decir? Es una mujer pequeña. Hoy es el día más caluroso que, bueno, que yo recuerde. Yo mismo, y usted, milord, no podríamos haber hecho lo que lleva hecho ella hoy.

—No, no; no habríamos podido, administrador —dijo el viejo señor.

El administrador sacó un pañuelo rojo y se secó la frente, algo calmado tras haber desahogado su ira.

—Si todos trabajasen como trabaja la viuda ahora —comentó con amargura—, sí que le íbamos a sacar rendimiento a la tierra.

—Sí —dijo el viejo señor, y se abismó en sus pensamientos, como calculando a cuánto podía ascender ese beneficio—. Sin embargo —dijo—, por lo que se refiere a ganancias y pérdidas, la cosa es más complicada de lo que parece. Le diré algo que posiblemente no sepa: el tejido más famoso que se ha llegado a tejer era destejido durante la noche. Pero, vamos —añadió—, está ya bastante cerca. Vayamos a echar una ojeada a su trabajo.

Y con estas palabras, se levantó y se puso el sombrero.

La nube se había retirado; los rayos del sol quemaban otra vez el dilatado paisaje y, al salir la reducida comitiva de la sombra de los árboles, el calor inmóvil les pesó como el plomo; el sudor les corrió por la cara y les produjo escozor en los párpados. En el estrecho sendero, tenían que caminar uno tras otro, el viejo señor delante, completamente de negro, y el criado, con su librea reluciente, cerrando la marcha.

El campo estaba lleno de gente, como en un mercado: había probablemente un centenar de hombres y mujeres, o más. A Adam, la escena le recordó las estampas de la Biblia: el encuentro de Esaú y Jacob en Edom, o los segadores de Boas en su campo de cebada, cerca de Belén. Unos estaban de pie en la linde del campo, otros se apretujaban en pequeños grupos junto a la segadora, y unos cuantos seguían en pos suyo, atando gavillas donde ella había dejado segado el cereal, como si con ello pensasen que la ayudaban, o como si quisieran participar en su trabajo como fuese. Una mujer más joven con un cubo en la cabeza la seguía de cerca, y con ella iban varios chiquillos. Uno de ellos fue el primero en descubrir al señor de las tierras y su séquito, y le señaló. Los que ataban dejaron de hacer gavillas, y al detenerse el anciano, muchos de los mirones se acercaron y le rodearon.

La mujer en quien hasta ahora se habían concentrado todas las miradas —pequeña figura en el inmenso escenario— avanzaba de manera lenta e irregular, doblada como si anduviese de rodillas, y vacilando al andar. Se le había caído hacia atrás el pañuelo azul de la cabeza; tenía sus cabellos grises pegados al cráneo por el sudor, el polvo y la paja adherida. Evidentemente, ignoraba que se hubiese reunido una multitud a su alrededor: tampoco volvió ni una sola vez la cabeza para mirar a los recién llegados.

Absorta en su trabajo, extendía la mano izquierda una y otra vez para agarrar el puñado de cereal, y la derecha con la hoz para segarlo a ras del suelo, a tirones vacilantes, inseguros, como la brazada de un nadador agotado. Su marcha la acercó tanto a los pies del viejo señor que su sombra cayó sobre ella. En ese preciso momento se tambaleó y se ladeó, y la mujer que la seguía se quitó el cubo de la cabeza y se lo puso a la segadora en los labios. Anne-Marie bebió sin soltar la hoz, y se le derramó el agua por las comisuras de la boca. Un niño, cerca de ella, dobló rápidamente una rodilla, le cogió las manos y, enderezándoselas y guiándoselas, cortó un puñado de centeno.

—No, no —dijo el viejo señor—; no hagas eso, muchacho. Deja que Anne-Marie trabaje en paz.

Al oír su voz, la mujer, tambaleándose, alzó los ojos en dirección suya.

La cara huesuda y curtida estaba surcada de sudor y de polvo; tenía los ojos nublados; pero no había en su expresión el más leve indicio de temor o de dolor. Efectivamente, entre todos los rostros graves y preocupados del campo, el suyo era el único completamente sereno, apacible, dulce. Tenía la boca apretada en una raya fina, con una sonrisa ligera, forzada, paciente, como la que se ve en el rostro de una vieja hilando o cosiendo, concentrada en su labor, y feliz con ella. Y cuando la más joven levantó el cubo, volvió inmediatamente a su siega con un ansia tierna, ardorosa, como la madre que acerca al hijito a su pezón. Igual que el insecto que se afana en la hierba crecida, o una pequeña nave en mar gruesa, avanzó cabeceando, con el rostro inclinado otra vez sobre su tarea.

La multitud entera de mirones, y con ellos el pequeño grupo del pabellón, avanzaba a medida que avanzaba ella, lentamente, y como arrastrados por una cuerda. El administrador, que sentía sobre sí el peso del intenso silencio del campo, dijo al viejo señor:

—Este año la cosecha de centeno va a ser mejor que la del pasado.

Pero no obtuvo respuesta. Repitió su comentario a Adam, y por último al criado, quien se consideró por encima de una discusión sobre agricultura, y se limitó a aclararse la garganta por toda respuesta. Al cabo de un rato, el administrador volvió a romper el silencio.

—Ahí está el muchacho —dijo, y lo señaló con el pulgar—. Lo han traído.

En ese momento, la mujer se cayó de bruces y la levantaron los que estaban más cerca.

Adam detuvo de repente su marcha, y se cubrió los ojos con la mano. El viejo señor, sin volverse, le preguntó si le molestaba el calor.

—No —dijo Adam—; pero espere. Quiero decirle algo.

Su tío se detuvo, con la mano sobre el bastón y mirando de frente, como lamentando esta detención.

—¡Por el amor de Dios —exclamó el joven en francés—, no obligue a esta mujer a continuar!

Hubo un silencio.

—Pero si yo no la obligo, amigo mío —dijo su tío en el mismo idioma—. Es libre de dejarlo cuando quiera.

—A costa de su hijo solamente —exclamó otra vez Adam—. ¿No ve que se está muriendo? No sabe usted lo que hace, ni lo que esto le puede acarrear.

El viejo señor, perplejo ante esta inesperada animadversión, se volvió un segundo, y sus ojos claros escrutaron el semblante de su sobrino con majestuosa sorpresa. Su rostro largo, céreo, con dos rizos simétricos a los lados, tenía algo del aspecto de una oveja o de un carnero idealizado y ennoblecido. Hizo seña al administrador de que siguiese. El criado se alejó también un poco, y tío y sobrino se quedaron, por así decir, solos en el sendero. Durante un minuto, no habló ninguno de los dos.

—En este mismo sitio en que estamos ahora —dijo entonces el viejo señor con hauteur— le di mi palabra a Anne-Marie.

—¡Tío! —dijo Adam—. Una vida es algo mucho más grande que una palabra. Recuerde que esa palabra se la dio caprichosamente, como una ocurrencia. Se lo estoy suplicando más por usted que por mí; aunque le estaré agradecido toda mi vida si escucha mi súplica.

—Sin duda has aprendido en la escuela —dijo el tío— que al principio fue la palabra. Puede que se pronunciara por capricho, como una ocurrencia; las Sagradas Escrituras no dicen nada sobre el particular. Sin embargo, es el principio de nuestro mundo, su ley de gravitación. Mi humilde palabra ha sido el principio de la tierra en la que ahora estamos, durante el tiempo que abarca la vida de un hombre. Y lo mismo la palabra de mi padre, antes que la mía.

—Se equivoca —exclamó Adam—. La palabra es creadora: es imaginación, es pasión y atrevimiento. Por ella se creó el mundo. ¡Cuánto más grandes son esos poderes dadores de vida que ninguna de las leyes restrictivas o controladoras! ¿Quiere usted que la tierra que contemplamos produzca y multiplique?, pues no debe desterrar de ella las fuerzas que causan y que perpetúan la vida, ni convertirla en un desierto por el predominio de la ley. Cuando mira a la gente, más simple que nosotros y más próxima al corazón de la naturaleza, que no analiza sus propios sentimientos y cuya vida se funde con la vida de la tierra, ¿no le inspira ternura, respeto, incluso veneración? Esta mujer está dispuesta a morir por su hijo. ¿Nos sucederá alguna vez, a usted o a mí, que una mujer dé gustosamente la vida por nosotros? Y si llegara a ocurrirnos eso, ¿le haremos tan poco caso como para no renunciar a un dogma a cambio?

—Eres joven —dijo el viejo señor—. La nueva época te aplaudirá indudablemente. Yo estoy anticuado; te he estado citando textos de hace mil años. Tal vez no nos entendemos del todo. Pero con mi gente, creo, me entiendo bastante bien. Puede que Anne-Marie considere que no me tomo en serio su hazaña si en este momento, a la hora undécima, la anulase con una segunda palabra. Yo en su lugar también lo consideraría así. Sí, sobrino; es posible que, si escuchase tu ruego y declarase esa amnistía, la encontrara sin valor frente a su lealtad, y que la siguiésemos viendo trabajar, incapaz de dejarlo, como una lanzadera en el campo de centeno, hasta haberlo segado entero. Pero entonces ofrecería un espectáculo espantoso y horrible, una figura grotescamente divertida, como un pequeño planeta girando locamente en el firmamento una vez desaparecida la ley de la gravitación.

—Si muere en su empresa —exclamó Adam—, su muerte y sus consecuencias caerán sobre la cabeza de usted.

El viejo señor se quitó el sombrero y se pasó suavemente la mano por su cabeza empolvada.

—¿Sobre mi cabeza? —dijo—. He mantenido mi cabeza alta en muchos temporales. Incluso —añadió con orgullo— contra el viento frío de las altas regiones. ¿En forma de qué caerá sobre mi cabeza, sobrino?

—No lo sé —gritó Adam con desesperación—; yo se lo digo para prevenirle. Solo Dios lo sabe.

—Amén —dijo el viejo señor con una sutil sonrisita—. Vamos, sigamos andando.

Adam aspiró profundamente.

—No —dijo en danés—. No puedo ir con usted. Este campo es suyo; las cosas sucederán aquí como usted decida. Pero yo debo irme. Le ruego que esta tarde me deje un carruaje para que me lleve hasta el pueblo. No podría dormir otra noche bajo su techo, aunque lo he venerado más que ningún otro en este mundo —se agolpaban tantos sentimientos contrapuestos en su pecho que le habría sido imposible expresarlos con palabras.

El viejo señor, que ya había echado a andar, se paró en seco, y el lacayo con él. Durante un minuto no habló, como para dar tiempo a que Adam sosegase su ánimo. Pero el ánimo del joven estaba en efervescencia y no se quería sosegar.

—¿Debemos despedirnos aquí —preguntó el anciano en danés—, en el campo de centeno? Te he querido muchísimo, después de mi hijo. He seguido tu carrera en la vida año tras año y me he sentido orgulloso de ti. Me alegré infinitamente cuando escribiste diciendo que volvías. Si ahora quieres irte, que te vaya bien —se pasó el bastón de la mano izquierda a la derecha y miró a su sobrino a la cara.

Adam no afrontó su mirada. Observó el paisaje. En la madurez del atardecer, recobraba sus colores como un cuadro colocado bajo una luz adecuada; en los prados, los pequeños montones negros de turba se alzaban gravemente distintos en el sembrado verde. Esa misma mañana había salido a saludarlo todo como el hijo sonriente que corre al pecho de su madre; ahora tenía que separarse ya en discordancia, y para siempre. Y en el momento de la despedida, le pareció infinitamente más querido que nunca, tan embellecido y solemnizado por la inminente separación, que lo vio como un lugar soñado, un paisaje del Paraíso; y se preguntó si era realmente el mismo. Pero sí: allí estaba, delante de él, otra vez, el terreno de caza de hacía tanto tiempo. Y el camino por el que había cabalgado hoy.

—Pero dime adónde quieres ir —dijo el viejo señor lentamente—. Yo también he viajado mucho en mis tiempos. Conozco la palabra dejar, el deseo de partir. Pero he aprendido por experiencia que, en realidad, esa palabra tiene significado solo para el lugar y la gente que uno deja. Cuando dejes mi casa (aunque te veré marchar con tristeza), por lo que a ella se refiere, todo habrá terminado ahí. Pero para la persona que se va es distinto, y no tan sencillo. En el momento en que se marcha de un sitio estará ya, por ley de vida, camino de otro lugar de este mundo. Dime, entonces, en nombre de nuestra vieja amistad, adónde vas a ir cuando te marches de aquí. ¿A Inglaterra?

—No —dijo Adam. Comprendía en el fondo que no podría volver nunca más a Inglaterra, a la vida fácil y despreocupada que había llevado allí. No estaba lo bastante lejos; ahora debía poner entre él y Dinamarca aguas más profundas que las del mar del Norte—. No, a Inglaterra no —dijo—. Me iré a América, al nuevo mundo —cerró los ojos un momento, tratando de representarse la vida en América, con el gris océano Atlántico entre él y estos campos y bosques.

—¿A América? —dijo su tío, y alzó las cejas—. Sí, he oído hablar de América. Allí tienen libertad, una gran catarata y pieles rojas. Cazan pavos, según he leído, como cazamos nosotros perdices. Bueno, si es lo que deseas, vete a América, Adam, y sé feliz en el nuevo mundo.

Se quedó un momento absorto en sus pensamientos, como si hubiese enviado ya al joven a América y hubiese terminado su relación con él. Cuando habló por fin, sus palabras tuvieron el carácter de un monólogo, pronunciado por la persona que ve ir y venir las cosas mientras ella permanece.

—Allí —dijo—, entra al servicio del poder que te ofrezca un contrato más cómodo que éste: poder comprar la vida de tu hijo con la tuya propia.

Adam no había escuchado los comentarios de su tío sobre América; pero le llegaron al oído las solemnes palabras finales. Alzó los ojos. Como por primera vez en su vida, abarcó la figura del anciano, y se dio cuenta de lo pequeño que era, mucho más que él, pálido, un anacoreta flaco y negro en su propia tierra. Un pensamiento le cruzó por la cabeza. «¡Qué terrible es ser viejo!» La aversión al tirano, y el siniestro terror hacia él que le habían perseguido todo el día parecieron abandonarle, y extenderse su piedad a toda la creación, incluso a su figura sombría.

Su ser entero había clamado armonía. Ahora, con la posibilidad de perdonar, de una reconciliación, le invadió un sentimiento de alivio; recordó confusamente a Anne-Marie bebiendo del agua que le habían llevado a los labios. Se quitó el sombrero como había hecho su tío hacía un momento, de manera que para cualquiera que les viese de lejos era como si los dos señores vestidos de negro del sendero se saludasen repetida y respetuosamente, y se apartó el pelo de la frente. Otra vez le vino a la cabeza la canción del jardín:

 

Mourir pour ce qu’on aime
c’est un trop doux effort…

 

Se quedó largo rato inmóvil y mudo. Cortó unas cuantas espigas de centeno, las sostuvo en la mano y las miró.

Veía los senderos de la vida como un trazado tortuoso y enmarañado, complicado y laberíntico; ni a él ni a ningún mortal se le había concedido dominarlo o controlarlo. La vida y la muerte, la felicidad y el dolor, el pasado y el presente se entremezclaban en ese trazado. Sin embargo, los iniciados podían leerlo con la misma facilidad con que puede leer el escolar nuestros caracteres, que al salvaje sin duda deben de parecerle confusos e incomprensibles. Y de los elementos opuestos surgió la concordia. Todo cuanto vivía debía sufrir; el anciano, a quien había juzgado con dureza, había sufrido, ya que había visto morir a su hijo, y había temido la desaparición de su ser. Él mismo llegaría a conocer el dolor, las lágrimas y los remordimientos; e incluso, a través de todo esto, la plenitud de la vida. Así que, quizá, para la mujer del campo de centeno, su ordalía era una marcha triunfal. Pues morir por el ser que se ama es un esfuerzo demasiado dulce para poderlo expresar con palabras.

Al pensar ahora en ello, se dio cuenta de que toda su vida había buscado la unidad de las cosas, el secreto que conecta los fenómenos de la existencia. Era esta lucha, este vago presagio, lo que a veces le había hecho quedarse inmóvil e inerte en mitad del juego con sus compañeros, o lo que había elevado al muchacho, en otros momentos —en las noches de luna, o en su pequeña embarcación en el mar—, a la felicidad extática. Donde otros jóvenes, en sus placeres o en sus amores, habían buscado el contraste y la variedad, él había anhelado solo comprender plenamente la unidad del mundo. Si las cosas le hubiesen sucedido de manera diferente, si su primo no hubiese muerto, y los acontecimientos consiguientes a su muerte no le hubiesen traído a él a Dinamarca, su búsqueda de la comprensión y la armonía podía haberle empujado hacia América, y haber encontrado ambas cosas allí, en las selvas vírgenes de un mundo nuevo. En cambio, se le habían revelado hoy en el lugar donde había jugado de pequeño. Del mismo modo que la canción se aúna con la voz que la canta, del mismo modo que el camino se aúna con la meta, del mismo modo que los amantes se funden en un abrazo, así el hombre se aúna con su destino, y lo amará como a sí mismo.

Alzó los ojos otra vez hacia el horizonte. Si quería, pensó, podía averiguar qué era lo que le había revelado, aquí, la súbita idea de la unidad del universo. El comienzo había sido cuando esta misma mañana se había puesto a filosofar, alegremente y por mero placer, sobre su sentimiento de pertenencia a esta tierra y a este suelo. Pero a partir de ese momento, la idea había ido creciendo; se había convertido en algo más poderoso, en una revelación para su alma. En otra ocasión la habría analizado, pues la ley de la causa y el efecto constituía un estudio maravilloso y fascinante. Pero no ahora. Esta hora estaba consagrada a emociones más grandes, a un sometimiento al destino y a la voluntad de la vida.

—No —dijo finalmente—. Si quiere, no me iré. Me quedaré aquí.

En ese instante, un trueno largo, sonoro, rompió la quietud de la tarde. Retumbó unos segundos en las colinas, y reverberó en el pecho del joven tan poderosamente como si le agarrasen y le sacudiesen unas manos. El paisaje había hablado. Recordó que doce horas antes le había dirigido una pregunta, medio en broma, y sin saber lo que hacía. Ahora le daba la respuesta.

No supo su contenido; ni lo preguntó. En la promesa hecha a su tío se había entregado a los poderes superiores del mundo. Ahora que viniera lo que tuviese que venir.

—Te lo agradezco —dijo el viejo señor, e hizo un gesto leve y rígido con la mano—. Me alegra oírte decir eso. No debemos dejar que nuestra diferencia de edad, o nuestros puntos de vista nos separen. En nuestra familia hemos solido estar en paz unos con otros, y cumplir nuestras mutuas promesas. Me has quitado un peso del corazón.

Algo en las palabras de su tío recordó débilmente a Adam los presentimientos de la tarde. Los desechó; no permitiría que turbaran la nueva y dulce felicidad que le había proporcionado su decisión de quedarse.

—Ahora continúo la marcha —dijo el viejo señor—. Pero no hace falta que me sigas. Mañana te contaré cómo termina este asunto.

—No —dijo Adam—; volveré a la puesta de sol para ver personalmente el final.

Sin embargo, no volvió. Tuvo presente la hora; y durante la tarde, la conciencia del drama, y la honda preocupación y compasión con la que lo seguía con el pensamiento dieron a sus palabras, miradas y movimientos una consistencia grave y patética. Pero en las habitaciones de la mansión, incluso sentado al clavicordio acompañando a su tía en el aria de Alcestes, sentía que se hallaba tan en el centro de las cosas como si estuviese en el campo de centeno, y muy cerca de los seres humanos cuyo destino se decidía ahora allí. Anne-Marie y él estaban en manos del destino, y el destino les conduciría, por caminos diferentes, al final.

Más adelante recordó lo que había pensado esa tarde.

Pero el viejo señor siguió allí. A última hora de la tarde se le ocurrió incluso una idea: llamó a su criado al pabellón y le ordenó que le trajese otra ropa y le vistiese con un traje de brocado que había llevado en la corte. Dejó que le pusiese por encima de la cabeza una camisa adornada con encajes y que enfundase sus piernas delgadas en calzas de seda y zapatos con hebilla. Con este atuendo majestuoso cenó solo una cena frugal, pero se tomó una botella de vino renano para mantenerse con fuerzas. Siguió sentado un rato, un poco hundido en su butaca; luego, cuando el sol estuvo cerca de la tierra, se enderezó y emprendió el camino del campo.

Las sombras se alargaban ahora, azulencas, en las laderas orientales. Los árboles aislados en el campo de cereal señalaban su situación con estrechos charcos de azul que partían desde su pie; y mientras el anciano andaba, un delgado reflejo, inmensamente alargado, se agitaba tras él en el sendero. En una ocasión se detuvo: le pareció haber oído cantar a una alondra por encima de él, un canto primaveral; su cabeza cansada no tenía conciencia clara de la época del año; le parecía caminar, y detenerse, en una especie de eternidad.

Las gentes del campo no estaban ya en silencio, como al principio de la tarde. Muchas de ellas hablaban a voces entre sí; y, un poco apartada, había una mujer llorando.

Cuando el administrador vio a su amo, acudió a su encuentro. Le dijo, con gran agitación, que con toda probabilidad la viuda acabaría de segar el campo en un cuarto de hora.

—¿Están aquí el guardabosques y el carretero? —le preguntó el viejo señor.

—Han estado aquí —dijo el administrador— y se han ido cinco veces. Cada una de ellas han dicho que no volverían. Pero han vuelto; y ahora están aquí.

—¿Y dónde está el chico? —volvió a preguntar el viejo señor.

—Está con ella —dijo el administrador—. Le he dado permiso para que la siga. Ha estado junto a su madre toda la tarde; puede verle allá, a su lado.

Anne-Marie avanzaba ahora en su trabajo hacia donde estaban ellos con más regularidad que antes, aunque sumamente despacio, como si fuese a detenerse en cualquier momento. Esta extrema lentitud de movimientos, pensó el viejo señor, de haberlo hecho adrede, habría sido una inimitable y digna exhibición de arte consumado; uno podía imaginar al emperador de China avanzando de manera parecida en una procesión o rito divino. Se protegió los ojos con la mano, porque el sol estaba ya a poca distancia del horizonte, y sus últimos rayos hacían bailar pequeñas e inquietas manchitas multicolores ante su vista. El sol blasonaba la tierra y el aire con tal esplendor que el paisaje se convirtió en un crisol de metales gloriosos. Los prados y la hierba se volvieron de oro puro; el vecino campo de cebada, con sus espigas largas, era un lago vivo de plata resplandeciente.

Solo quedaba un pequeño rodal de paja enhiesta en el campo de centeno cuando la mujer, alarmada por el cambio de luz, volvió un poco la cabeza para echar una mirada al sol. Entretanto, no detuvo su trabajo, sino que cogió un puñado de cereal y lo cortó; luego otro, y otro. Una gran agitación, y un rumor como de suspiro múltiple, profundo, recorrieron la multitud. El campo había quedado ahora segado de un extremo al otro. Solo la segadora misma no se daba cuenta del hecho; extendió la mano una vez más, y al encontrarse con que no había nada, pareció quedarse perpleja, o desconcertada. Entonces dejó caer los brazos, y cayó lentamente de rodillas.

Muchas de las mujeres rompieron a llorar, y la multitud se arremolinó alrededor suyo, dejando solo un pequeño espacio despejado en torno al viejo señor. La súbita proximidad de la gente asustó a Anne-Marie; hizo un movimiento instintivo, inquieto, como si creyese aterrada que fueran a ponerle las manos encima.

El muchacho, que había permanecido junto a ella todo el día, cayó ahora de rodillas a su lado. Ni siquiera él se atrevía a tocarla, sino que bajó un brazo alrededor de su espalda, y otro por delante a la altura de su clavícula, para cogerla si se caía, mientras no paraba de llorar. En ese momento, se ocultó el sol.

El viejo señor avanzó, y se quitó el sombrero solemnemente. La multitud enmudeció esperando a que hablase. Pero durante un minuto o dos no dijo nada. Luego se dirigió a ella, muy despacio:

—Tu hijo está libre, Anne-Marie —dijo. Otra vez esperó un momento, y añadió—: Has hecho una buena jornada de trabajo, hoy, que se recordará durante mucho tiempo.

Anne-Marie alzó la vista solo a la altura de sus rodillas, y él comprendió que no había entendido lo que le decía. Se volvió hacia el muchacho:

—Repítele a tu madre, Goske —dijo con tono amable—, lo que le he dicho.

El muchacho había estado sollozando violentamente, con gemidos roncos, entrecortados. Tardó un rato en calmarse y dominarse. Pero cuando habló al fin, directamente al rostro de su madre, su voz fue baja, algo impaciente, como si le transmitiese un recado rutinario.

—Estoy libre, madre —dijo—. Has hecho una buena jornada de trabajo que se recordará durante mucho tiempo.

Al oír su voz, la madre alzó los ojos hacia él. Una sombra débil, de dulce sorpresa, cruzó por su semblante; pero siguió sin dar muestras de haber entendido lo que le decían, de manera que la gente alrededor suyo empezó a preguntarse si la habría vuelto sorda el agotamiento. Pero un momento después alzó una mano, lenta, vacilante, manoteó en el aire tratando de alcanzarle la cara, y le tocó la mejilla con sus dedos. La tenía mojada de lágrimas, de manera que al contacto se le pegaron ligeramente las yemas de los dedos, y pareció incapaz de vencer aquella levísima adherencia, o de retirar la mano. Durante un minuto se miraron los dos a la cara. Luego, suave, blandamente, como cae al suelo una gavilla, se desplomó de bruces sobre el hombro del muchacho y él cerró los brazos a su alrededor.

La sostuvo apretada contra sí, con el rostro hundido en el pelo y el pañuelo de ella, durante tanto rato que los que estaban más cerca, asustados al ver el cuerpo de Anne-Marie tan pequeño en brazos de su hijo, se aproximaron más, se inclinaron y le soltaron los brazos. El muchacho les dejó hacer sin una palabra ni un gesto. Pero la mujer que sostenía a Anne-Marie para levantarla se volvió hacia el viejo señor:

—Ha muerto —dijo.

Las gentes que habían seguido a Anne-Marie a lo largo del día continuaron de pie y agitándose por el campo durante muchas horas, mientras duró la luz del atardecer, y más. Mucho después, mientras unos habían hecho unas parihuelas con ramas de árboles y se habían llevado a la mujer muerta, otros deambulaban de un lado para otro por el rastrojo, imitando y midiendo su curso, de un extremo al otro del campo de centeno, y atando las últimas gavillas donde había terminado su siega.

El viejo señor estuvo con ellos mucho tiempo, dando pasos y deteniéndose una y otra vez.

En el sitio donde la mujer había muerto, el viejo señor, más tarde, mandó poner una piedra con una hoz grabada en ella. Los campesinos del lugar llamaron entonces al campo de centeno el «Arca del dolor». Con este nombre se siguió conociendo mucho después de que la historia de la mujer y su hijo se hubiese olvidado.

 

*FIN*


“Sorrow-acre”,
Vinter-eventyr, 1942


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