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El amo viejo

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Romero de Terreros

A Luis García Pimentel

La familia Hernández de Sandoval, opulenta hace diez años y hoy casi en la miseria, era una de las más respetables de la ciudad de México. Como base principal de su fortuna figuraban las extensas haciendas que poseía, desde los tiempos de la conquista, en el hoy denominado Estado de Morelos, comarca fertilísima, en donde se cultiva con preferencia la caña de azúcar. Conservan muchas de las haciendas mexicanas el carácter de fortalezas que supieron darles sus primeros poseedores, mientras que otras, que no se distinguen por su arquitectura, abundan, en cambio, en bellezas naturales; todo lo cual hace que una visita a una de estas fincas no carezca, generalmente, de interés.

A pesar de la estrecha amistad que unía a los Hernández de Sandoval con mi familia, desde largos años, no había yo tenido ocasión de visitar ninguna de sus haciendas, aunque ellos sí habían pasado largas temporadas en la nuestra, situada en el centro del país; de manera que, en cuanto se ofreció la oportunidad de acompañar al hijo de la casa, Antonio, pudiendo desprenderme de mis no múltiples, pero sí imprescindibles quehaceres, la aproveché gustoso para ir en tan grata compañía a recorrer la finca principal de su casa, célebre por su riqueza y encantos naturales.

Salimos de México en la noche de un diez de agosto, y llegamos en la madrugada a la histórica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo el día siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto por el excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quitó toda gana de admirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama.

Cansados y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras horas de la noche a una pequeña estación, de cuyo nombre indígena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballerías. Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o porque veía yo próximo el fin de la jornada, el trayecto me pareció corto. A poco de abandonar la estación, vi dibujarse en las sombras de la noche la silueta de la enorme mole que constituía la famosa hacienda de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fue definiéndose rápidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea del ingenio, después, de la gallarda torre y esbelta cúpula de su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los principales detalles del edificio.

Poco o nada habíamos hablado, y suponiendo que Antonio me enseñaría al día siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o más bien plaza, que había delante del edificio, me sorprendió de tal manera la extraña silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude menos que exclamar:

—¿Quién es ese individuo que espera tu llegada en tan estrambótica postura?

Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo inminente de caerse), y cubierto con el más exagerado sombrero de alta copa.

Antonio se rió y solamente dijo:

—¡Ah! Mañana te lo presentaré.

Nos apeamos de nuestras caballerías en un amplio portal, y después de las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la hacienda, en el “purgar”, o sea oficina principal, subimos a tomar una ligerísima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de Morfeo.

Una pequeña contrariedad se dibujó en el rostro de mi amigo, al informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la casa estaban en vías de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, sólo había disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una pequeña, y otra, al contrario, amplísima. Inútil me parece decir que ésta me fue cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fue mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galería abierta, que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa. Medía este corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de elevación, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el encantador paisaje, que en las sombras de la noche, poseía una dulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas plantas de aquellos climas.

A pesar del cansancio que sentía, permanecí no corto espacio de tiempo en la soledad de aquella galería, perdido en mis pensamientos, y con un leve zumbar de oídos, oía el silencio, que sólo interrumpía, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el «real» no lejano.

Por fin me metí entre sábanas, dejando la ventana abierta, y en seguida quedé dormido.

No supe cuánto tiempo lo estuviera, cuando me despertó el fuerte toser de una persona. Esta parecía hallarse en el corredor, a pocos pasos de mí, y deduje en seguida que era el «velador», que en toda hacienda suele rondar de noche. Como la tos no cedía, sino, al contrario, agravábase de tal manera, que el pobre hombre parecía correr riesgo de ahogarse, salté del lecho para prestarle ayuda; pero ¿cuál no sería mi sorpresa, cuando salí a la galería, de hallar que no sólo cesó la tos, sino que el velador o lo que fuera, no se encontraba allí! Torné a acostarme, y a los pocos momentos, se repitió el suceso con idénticos resultados, y dos y tres veces más, hasta que llegué a suponer que el hombre se hallaría en algún apartado rincón del corredor, el cual, por ser abovedado, transmitiría el eco de la tos, haciéndola oírse como si fuese en la puerta misma de mi alcoba.

A la mañana siguiente, relatado el desagradable incidente que interrumpió mi sueño, quiso Antonio averiguar quién fuera el velador que había pasado tan mala noche en la galería; pero el Administrador contestó rotundamente que nadie, pues en aquella época de completa tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las reiteradas instancias de que alguien tenía que haber sido, la contestación, después de ser interrogados todos los dependientes y criados, fue siempre la misma.

Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magnífica iglesia, cuya torre y cúpula reverberaban en sus azulejos los rayos del sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme edificio completamente moderno y, para mí, ayuno de interés. Al recorrer la azotea de la casa, Antonio hizo la presentación del curioso personaje que la víspera llamara mi atención. ¡Era una estatua de piedra! Y no pude menos que echarme a reír al verla: esculpida con la mayor rudeza, representaba a un individuo de anguloso y desproporcionado aspecto, sentado al borde de la azotea, con las piernas cruzadas, más abajo de las rodillas, y con las manos en actitud de batir palmas. Para que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa.

—Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya. Para que no te rías de un miembro de la familia, te contaré que Don Joaquín de Herrera Goya fue antepasado mío, aunque no en línea recta, pues murió soltero; su hermana, mi cuarta abuela, heredó de él esta hacienda y no sé si a ella se deba tan hermosa estatua. Es costumbre pintarla cada año; así como hoy la ves color de rosa, ha estado pintada de celeste, amarillo, verde, de todo menos de negro, pues hay aquí la creencia,—cosas de los indios,—que si llegara a pintarse de ese color, ocurriría alguna desgracia. La postura de sus manos indica, no que va a aplaudir, sino que la distancia que con ellos mide es el tamaño de los panes de azúcar que en su hacienda se fabricaban y que llenaron sus bolsillos de doblones. La tradición no cuenta cosas muy halagadoras para este señor; te las referiré algún día.

No dejó de caerme en gracia el ridículo personaje, y al bajar al patio y verlo desde allí, noté que se hallaba emplazado sobre el corredor, precisamente encima del sitio en donde a aquel daba acceso a la puerta-ventana de mi dormitorio.

La huerta de la finca, extensa y feraz, llamó mi atención por su aspecto oriental, debido en gran parte, a una alberca con surtidor que en ella había. A mi observación contestó Antonio:

—Sí. Mi madre la llama «El Jardín de la Sultana». No te sientes ahí, agregó al ver que me disponía a hacerlo sobre un ancho banco, o poyo de piedra, cercano. Aquí estarás más cómodo.

Y al borde mismo del estanque permanecimos algún tiempo, escuchando el suave rumor del agua.

No viene al caso referir nuestra vida en aquella finca durante la semana que en ella pasamos; sólo diré que durante seis noches, y aproximadamente a la misma hora, se repitió el incidente de la primera, cosa que nos intrigó de tal modo, que nos propusimos descubrir al nocturno asmático. Juzgó Antonio lo más acertado ordenar a un tal Paulino, muy adicto suyo y hombre de toda confianza, que pasara la noche en mi estancia, en el umbral mismo de la puerta-ventana, para ayudar a aclarar el molesto, si bien un tanto ridículo misterio.

Era la última noche que íbamos a pasar en San Javier, puesto que debíamos regresar a México el día siguiente, y me metí en cama con ánimo de descansar, indiferente al suceso que tan repetidas veces había turbado mi sueño.

La tos, esa noche, me pareció más fuerte y rebelde que en las anteriores. Al saltar del lecho, ví con satisfacción que Paulino también la oía, pues estaba sentado sobre su estera, con asombro dibujado en sus facciones. Salimos los dos y recorrimos la galería, sin encontrar persona alguna, y con el extraño caso de que el hombre que tosía parecía seguirnos durante todo el trayecto.

Cansados de buscar, regresamos a la estancia, y al traspasar el umbral, la tos que el misterioso personaje padecía, aumentó de tal manera que oímos claramente que se ahogaba; esa horrible tos degeneró en ronquido, en estertor, y repentinamente se oyeron maullar, chillar horriblemente, en todas las disonancias imaginables, un crecido número de gatos. Yo hubiera jurado que había un centenar de esos animales alrededor nuestro. Torné a salir al corredor con la seguridad de ver sus ojos fosforescentes entre las sombras de la arcada; pero nada se veía. Arreció el horrible desconcierto; oí algo se desplomaba, y al volver la mirada, vi que Paulino, hincado de rodillas en medio de la estancia, con los brazos en cruz, y el mayor terror dibujado en su rostro, exclamaba con pavor:

—¡Virgen Santísima! ¡El amo viejo, el amo viejo!

Hay sucesos en la vida, que cuando se recuerdan pasados los años y con espíritu sereno sólo presentan un aspecto risible. Pero yo jamás olvidaré que aquella noche, al oír el estertor de un hombre invisible, el horrible maullar de cien felinos y los acentos de terror de un pobre indio, la sangre se heló dentro de mis venas, erizáronse mis cabellos, se estremeció todo mi cuerpo, y—lo confieso—!tuve miedo!

Salí de la estancia precipitadamente, seguido de Paulino, y tropezando con andamios y botes de pintura, fuimos a dar hasta la alcoba en donde Antonio dormía tranquilo.

—¡Antonio, por Dios! exclamé. ¡Este lugar está embrujado!

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Pero, hombre!, añadió Antonio, al encender la bujía y ver la expresión de nuestros rostros. ¿Qué tenéis? ¿Estáis locos?

—Poco menos, te aseguro.

Y le referí atropelladamente lo que acabábamos de oír.

—¡Vamos, hombre! ¡No puede ser! Estáis soñando. Vamos allá, y verás como no hay nada.

—¡No! ¡No vayamos!

—Sí, dijo resueltamente, y emprendimos la marcha, él por delante.
Al llegar a mi dormitorio y penetrar en él, reinaba el mayor silencio.

—¿Lo ves? dijo mi amigo. Pero en ese instante se desató de nuevo el maullar horrible y Paulino sólo pudo exclamar, con acento de terror:

—Niño, ¡es el amo viejo!

—¡Vamos, vámonos de aquí!

Y abandonamos aquel pavoroso recinto.

El resto de la noche lo pasamos Antonio y yo sin proferir palabra, en sendas butacas de su alcoba, fumando cigarrillos y embargadas nuestras mentes con mil conjeturas, hasta que por la abierta ventana vimos desvanecerse las estrellas y dibujarse en el cielo la claridad de la ansiada aurora.

Como debe suponerse, con la luz del día aumentaron mis deseos de aclarar el extraño suceso, y asedié a mi amigo con mil preguntas, a las que él se excusaba de contestar, diciendo que todo era también un misterio para él. Pero a pesar de ello, me convencí de que algo sabía que no quería comunicarme, y tanto le insté, que, al fin, requirió del Administrador unas vetustas llaves, y dijo lacónicamente:

—Sígueme.

Atravesamos todo el corredor, risueño con la luz matinal y el perfume de las plantas que allí había; bajamos escaleras, recorrimos pasillos, y, por fin, Antonio abrió una pequeña puerta, que, al girar en sus goznes, dejó escapar un fuerte olor a papel y badana viejos. En seguida comprendí que era el archivo de la casa. En efecto, hallábase aquella abovedada cámara repleta de legajos, infolios y libros, hacinados en varios estantes y cuidadosamente ordenados, según podía colegirse por los claros números y letreros que cada uno ostentaba. Detúvose un instante, y recorrió con la vista aquel vetusto arsenal de papel y pergamino. Extendió el brazo, y bajó de su sitio un legajo de no grandes dimensiones; lo desató cuidadosamente y repasó los expedientes que contenía, hasta dar con un edicto del Santo Oficio, escrito en recio papel de Génova y encabezado con la consabida fórmula de «Nos los Inquisidores de la Fe contra la herética bravedad etc». Algún tiempo tardé en descifrar su contenido, sacando en conclusión, que el 15 de Agosto del año de 1614, fue denunciado como brujo, ante el Santo Oficio de la Inquisición, el Señor don Joaquín de Herrera Goya, dueño de la «Hacienda de Moler azúcar de San Francisco Xavier, Obispado de la Puebla de los Ángeles». El temido tribunal citaba a dicho señor a comparecer ante él, por tan horrible cargo, y, en caso de hallarse culpable, sufrir la pena consiguiente.

—¡Mal lo pasaría Herrera Goya en el Santo Oficio! exclamé, al terminar la lectura del documento.

—No compareció, dijo Antonio. El día en que recibió este edicto, murió.

—¡Cómo! ¿De qué manera?

—Yo creo que murió de viejo,—tenía ochenta años,—o del susto de hallarse en tan apurado trance; aunque te diré, puesto que todo quieres saberlo, que hay quien dice que su muerte fué trágica. Este Herrera Goya, según parece, era un ente raro, sobre todo para su época. Solía hacer experimentos con yerbas, coleccionaba insectos, y tenía hasta medio centenar de gatos, que lo seguían por todos lados.

No dejó de causarme desagradable sorpresa este extremo, que relacioné en seguida con el misterio que deseábamos aclarar.

—Comprendo tu sobresalto, continuó Antonio. Y has de saber que, según la tradición entre la gente de esta hacienda, Herrera Goya,—el Amo Viejo, como le llaman,—maltrataba sobremanera a su extraño séquito; es más, lo martirizaba a cada momento. Y aseguran que, cuando murió, fue porque todos sus gatos se le echaron encima, clavándole las uñas en el cuello, y desgarrándole la garganta en girones, hasta dejarlo, después de horribles sufrimientos, exánime en un charco de su propia sangre.

Refiriome luego cómo el Santo Oficio de la Inquisición prohibió que se enterrase a Herrera en lugar sagrado y cómo fue inhumado el sangriento cadáver en la huerta, en donde marcaba su sepultura lo que yo había confundido con un asiento.

En la tarde de ese día emprendimos el regreso a México, y durante todo el trayecto, no pude distraer de mi mente el suceso que tanto me había impresionado. Al llegar a la ciudad, mandé decir misas por el alma de aquel «amo viejo», a quien se le negó cristiana sepultura, aunque la halló poética, cobijada por manglares y palmeras, cerca del surtidor del «Jardín de la Sultana».

Pasaron algunos meses. Un día me dijo Antonio:

—¿Sabes que he escrito a San Javier, ordenando que este año se pinte a Herrera Goya de negro?

—¡Hombre, no hagas eso! Ten prudencia.

—¡Hola! ¿Eres supersticioso?

Tres días después, la sociedad de México quedó consternada, al saber que las hordas rebeldes habían entrado a saco en la hacienda principal de los Hernández Sandoval, que habían prendido fuego a su ingenio, y volado con dinamita el vetusto edificio.

San Javier ya no era más que un enorme montón de escombros.

*FIN*


La puerta de bronce y otros cuentos, 1922


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