El análisis
[Cuento - Texto completo.]
Rómulo Gallegos“Te aseguro que nada hay peor que tener dos conceptos sobre una misma cosa y créeme que envidio de todo corazón tu manera de apreciarlas desde el punto de vista único, personal y a veces candoroso en que te coloca tu ingenuidad de alma. Puede ser que tú sufras en la vida más de una decepción, porque juzgas los hombres y las cosas según el espontáneo impulso de tu naturaleza, sin sutilezas ni reservas de criterio; pero seguramente no conocerás el desasosiego de vacilar entre dos opiniones distintas y muchas veces opuestas, sin que dejen de ser ambas legítimas, como ahora me está sucediendo a mí. La intranquilidad de espíritu que no proporciona esta falta de noción única, equivale a la más mortificante decepción y en algunos casos llega a ser una verdadera y completa tortura moral, sobre todo cuando uno de estos conceptos corresponde a alguna necesidad sentimental nuestra y la satisface, él solo, plenamente.
Desde luego, tú dirás, que en esos casos lo sensato es quedarse con ese solo concepto y desechar el que solo sirve para intranquilizarnos, pero es el caso que el otro puede ser tan legítimo y no seríamos consecuentes con nosotros mismos si atendiéramos únicamente a nuestro flaco sentimental, en detrimento de los fueros del pensamiento … Pero me alejo con estas especulaciones del caso concreto a que me quiero referir, y es, sábelo de una vez, porque, aunque parezco decidido a esta confidencia, mil escrúpulos me detienen a última hora. Lo confieso para hacer constar que todo yo no soy absolutamente responsable de la atrocidad que voy a cometer; ten en cuenta que he vacilado, y si a pesar de esto incurro en la culpa es porque, indudablemente, he perdido la serenidad y el dominio de mí mismo. Voy a tratar de una de esas cuestiones en que se hace evidente la tortura de la lucha entre las dos maneras que se tengan de apreciarlas: del amor conyugal, viejo tema de toda suerte de comentarios y filosofías. Todos los que hemos sido educados por nuestro medio en las ideas morales de nuestros antepasados, tenemos, para juzgar el amor conyugal, un punto de vista común; es a esto a lo que llamamos prejuicios, son, en efecto, ideas elaboradas por otros cerebros y pensadas por generaciones que nos han antecedido y que se han estratificado en nuestros espíritus; así creemos, sin discutirlo ni comprobarlo, que la felicidad conyugal es la única manera de ser moral y que el amor es posesión absoluta de un alma por otra que la llena, sin dejar cabida en aquélla para ningún otro pensamiento. Contra tales prejuicios se nos dice, en nombre del buen sentido, que debemos luchar y los que tenemos un espíritu paradójico emprendemos la lucha tratando de poner en lugar de ellos, ideas nuestras, cuyo valor de verdad y de justicia hayamos comprobado por nosotros mismos… Yo creía que había realizado en mi espíritu esta reconstrucción original y que solo había en él los conceptos míos que yo había verificado por cuenta propia; pero he aquí que acabo de descubrir que en él permanecían solapados y con todo su vigor los prejuicios seculares. Te referiré el caso concreto. Como tú sabes desde los primeros días de mi matrimonio emprendí la tarea de rehacer por mi cuenta y de acuerdo con mis convicciones la educación de mi mujer, que apenas había recibido en la casa paterna, por todo bastimento educativo, los dos o tres principios de moral católica que se da entre nosotros a las mujeres y éstos barajados entre tal fárrago de prejuicios y preocupaciones ridículas que apenas componen una mentalidad menos que mediocre. Mi empresa era difícil, pero no fue imposible, mi mujer asimiló mis ideas y a poco tiempo las más libertarias de las mías arraigaban en su espíritu como en medio natural y propio, sin resistencias ni reservas. A primera vista parece que este éxito ha debido llenarme de orgullo y contribuir a la mayor felicidad de mi matrimonio, puesto que establecía una efectiva comunidad de ideales y sentimientos entre mi esposa y yo, que es el ideal de todo amor; pero, por lo contrario, entonces fue cuando comenzó a verificarse en mí un raro fenómeno inesperado: empecé a perder la confianza en mi mujer; la libertad de su pensamiento me asustaba, viéndola sin sus prejuicios temí por su moralidad y sobre todo me intranquilizaba su concepto, que no era sino el mío mismo y que yo le había inculcado a propósito del amor. ¿Has visto tú nada más insensato? Las ideas de mi mujer, es decir, las mías propias, repetidas por ella y acaso solo para complacerme, me parecían atrocidades reveladoras de una carencia absoluta de principios morales; oyéndola hablar experimentaba una repulsión inconsciente que poco a poco me fue alejando de ella y creciendo hasta convertirse en antipatía profunda, acaso en odio. Y para merecerlo, ¿qué era lo que había hecho ella? Ser buena, fiel y amorosa conmigo y haberme sacrificado acaso la tranquilidad del espíritu, junto con los fundamentos de su antigua moral católica y de su fe, que era ciega y firme. Sí, satisfago una imperiosa necesidad de mi corazón y de mi conciencia, diciendo que mi mujer es la esposa ideal, lo creo firmemente, estoy más seguro de ella que de mí mismo, y sin embargo yo he dudado de ella. Y todo por haber pretendido destruir los prejuicios de mi mujer cuando todavía no había logrado desvanecer los míos propios. Dispénsame estas divagaciones, considera lo que me pasa: tengo a la vez necesidad y vergüenza de contártelo. Es inicuo, de todo punto insensato, y si no fueras tú para mí más que un amigo, no me hubiera atrevido a hacerte esta confidencia. La hago sobre todo para ensayar de disiparme esta preocupación analizándola. Que nunca sepa mi mujer que yo he pensado estas cosas, no se lo cuentes a la tuya, ya sabes que son amigas que no se guardan secretos. Te decía, pues, que hace algún tiempo venía experimentando un sentimiento de desconfianza, completamente inmotivada, respecto a la probable conducta futura de mi mujer, dado el hecho de la modificación de sus ideas, ahora en un todo de acuerdo con las mías respecto a religión y moral; yo no podría expresar lo que pasaba por mí cuando oía a mi mujer defender ciertos postulados libertarios, como la legitimidad del amor libre, por ejemplo. Naturalmente este estado de ánimo tema que producir la suspicacia y así cada palabra suya me daba, muchas veces contra mi querer, mucho qué pensar; en una palabra: me fui volviendo celoso, ridículamente celoso. Un día acabé de serlo con toda la brutalidad de esta pasión primitiva. Fue una tarde, creo que había llegado a mi casa de mal humor por algún contratiempo de la profesión, y entonces mi mujer, como siempre que me veía en tal estado de ánimo, se puso a distraerme agotando sus infinitos recursos de ternura y amor, y yo, en pago y por necesidad sentimental, porque la ternura es acaso la única virtud que poseo, le di un beso. ¡Qué bienestar experimentaba yo después de los disgustos de un día de tribunales y querellas, al lado de aquella mujer buena, déjamelo decir aunque la palabra sea cursi: angelical, que sabía endulzarme la vida con el arte sin malicia de su gran corazón! Seguramente en aquel momento la voz de la preocupación interior me había dado una tregua y yo podía entregarme todo entero a la delicia de la confianza. De pronto ella me preguntó: ¿no has sabido de Jacinto? Nada más natural que mi mujer me preguntara por ti que eres más que un amigo y ella sabe cómo te quiero. Pues bien, aquella pregunta fue para mí como una bofetada. Déjamelo decir con toda la brutalidad con que se me ocurrió; me he impuesto la vergüenza de esta confesión como una penitencia saludable: tuve celos de ti. Bien sé que si mi boca estuviera en este momento al alcance de tu mano, la bofetada no se haría esperar; me la darías tú y yo la merezco. ¡Ah sí! Me abofetearías. Te conozco bien y porque te conozco te refiero esto tal como sucedió ¡Dudar de mi esposa! ¡Tener celos de ti! Yo he debido estar loco, no podían ser sino síntomas de locura aquella lucidez y presteza mentales con que analicé la ocurrencia, descubriendo entre el beso dado por mí y la alusión a tu persona, la trama de una asociación de ideas que debía corresponder a un sentimiento desleal, infidente, que existiera en el corazón de mi esposa. ¡Maldita manía de analizarlo todo! ¡Maldita ciencia del espíritu con la que me he encariñado y que no me ha proporcionado otro resultado práctico que la tortura de esta suspicacia! Porque has de saber que no fue ocurrencia pasajera sino que todavía es idea fija, tenaz, insoportable ya. Para librarme de ella recurrí inútilmente a mi concepto moderno sobre el amor y la fidelidad conyugal, esperando que él me devolviera la paz del ánimo perdida, y me hice esta reflexión: es imposible, de todo punto absurda, la creencia de que el amor es una posesión espiritual tan absoluta que impida que por el alma de la mujer amada, en ningún momento y en ninguna situación, pueda pasar un pensamiento que no sea el del hombre a quien ama. Y generalizando, a guisa de psicólogo concluí: ¡Cuántas ideas, apenas breves relámpagos de pensamiento, comparables a esos que la gente de nuestro tiempo llama fusiles y que en las noches claras de verano aparecen sobre los cerros y no anuncian tormenta, ideas perversas, monstruosas a veces, no atraviesan continuamente nuestro espíritu sin que en él haya ningún sentimiento, ningún instinto que las produzca o las favorezca, y pasan sin dejar en él ninguna huella! ¿Acaso habrá mujer, la más fiel a su amor, la que merezca llamarse la fidelidad misma y que esté exenta siquiera de uno solo de estos relámpagos de infidelidad, completamente ilógicos, que por muchos que fueran no mancharían la pureza de su amor, ni la nobleza de su alma? Estoy seguro de que no existe, como de que tampoco hay un hombre que pueda decir que en ningún instante de su vida una idea innoble de robo, de violación o de crimen no haya pasado por su mente. ¿De dónde vienen estas ideas ilógicas que ninguna disposición espiritual nuestra produce ni favorece? Acaso de la psicología prehistórica, como los fusiles de las noches de verano, de una tempestad remota; pero de ningún modo somos responsables de ellas y a nadie que no sea un loco se le ocurriría pedirnos cuenta y juzgarnos por ellas. Era de esperarse, pues, que yo, profesando tal manera de apreciar el hecho, no le daría ninguna importancia a la inocente pregunta de mi mujer; pero he aquí que interviene el otro concepto, el tradicional, el que se ha estratificado en nuestros cerebros, la infidelidad de un momento acaba con el amor que es sentimiento perenne y exclusivo: donde cupo la infidelidad era porque no había amor. Y por más que luche, como he luchado, contra este prejuicio estúpido, contra esta evidente sin razón, no puedo vencerlos y en mi subconsciencia se levantan ideas y sentimientos que hace tiempo no pienso ni siento, pero que estaban en ella como cosas abandonadas que se pudren y pudriéndose envenenan el ambiente. Qué batalla conmigo mismo para volver a ser como antes amoroso, tierno, delicado y complaciente con mi pobrecita mujer que se desvive por disiparme lo que cree mal humor producido por los sinsabores de la profesión, como yo le digo cuando se me acerca cariñosa y poniéndome su mano en la cabeza me pregunta como una madre a un hijo triste: ¿qué tienes? Créelo, te lo digo de todo corazón, lo proclamaría ante el mundo entero, aun ante la evidencia contraria de los hechos: ¡mi mujer es una santa! ¡Y ya yo no la puedo amar como antes! ¡Maldito análisis!”
Segunda carta del mismo, días después
“No me has contestado todavía… Haces bien: soy un monstruo a quien no se debe tratar… Pero no: hiciste mal en no contestar mi carta, tal vez la tuya hubiera venido a tiempo de evitar esta desgracia… Soy un desgraciado… ¡Compadéceme! ¡Mi mujer se ha suicidado!… Se envenenó con cianuro… ¡Qué horror!… ¡Qué horror!… Yo no sé lo que escribo, no veo las líneas, no gobierno en mis ideas… mis ideas; ¡las asesinas ideas que me la quitaron! ¡Pobrecita! Me dijo al morir que lo había hecho porque no podía con su pensamiento. ¡Yo tampoco puedo soportar los míos, y todavía vivo! Se abrazó a mi cuello y llorando, y entre las angustias de la agonía, me dio en la boca un beso mortal; no un beso: ¡el alma! Murió abrazada a mí… Yo no sé cuánto tiempo estuve sin sentido, apoyado sobre ella, muerta. ¡Qué trabajo me costó zafarme de aquellos brazos que más allá de la vida todavía me estrechaban, rígidos…! ¡Qué horror! Tengo en los oídos sus últimas palabras temblorosas: “amor mío… porque no puedo con el pensamiento”. ¿Qué querría decirme con esto? ¿A qué luchas internas se refería…? ¿Acaso el pensamiento culpable? ¡No, no, imposible! Esta idea mortal no me abandona. Yo tampoco puedo con el pensamiento”.
Contestación del amigo
“Infeliz ¡Infeliz! ¡Cómo has destruido tú mismo tu felicidad! Quiero creer que has estado loco, como dices en tu primera carta; no era posible de otro modo. ¡Una mujer como aquella que fue tuya! ¿Dónde encontrarás, ni en la virtud misma, un ser igual? A ti, de tu dolor y el mío, no tengo nada que decirte porque no se me ocurre nada; el golpe me ha dejado atolondrado, se me ha ido el mundo debajo de los pies. ¿Cómo es posible que sucedan estas cosas? De ahora en adelante tendré que creer que los hombres no podemos vivir sin alguien que nos dirija, que no nos deje cometer estas atrocidades que se nos ocurren, porque la razón no basta por sí sola. Tú imaginarás cómo está mi corazón con solo ver cómo ha quedado el tuyo. Lo único que puedo decirte es que estuviste loco y te convencerás de ello leyendo las cartas que tu pobre mujer le escribió a la mía. Yo no pude conservar el secreto que me recomendaste: era mi deber no conservarlo y leí tu carta a mi esposa; ella le escribió a la tuya pidiéndole, en nombre de la amistad que las unía, que le explicara lo sucedido. Ni mi mujer ni yo, podíamos dar crédito a tus preocupaciones. No te contesté porque quería demostrarte con pruebas suficientes que habías sido un insensato para que te curaras en salud. El remedio llega ahora tarde; pero siempre lo necesitas. Allá van las cartas de tu mujer; la primera la recibió la mía al mismo tiempo que yo la tuya; las dos últimas también vinieron junto con la tuya donde me dabas la noticia del desenlace de tu tragedia. Léelas y si tu dolor es de los que partiéndolos con otra alma se aminoran, tú sabes que la mía está contigo”.
Primera carta de la suicida a su amiga
“…De mi vida, noticias que no son muy gratas. Mi marido que siempre fue bueno y amoroso conmigo, anda ahora despegado de mí como con una preocupación constante; me habla poco, responde con frialdad a mis cariños, huye de mi compañía; temo que empiezo a fastidiarle. No sé a qué atribuir esto: ¿otros afectos? El no es persona capaz de una liviandad de esa naturaleza. Yo no sé qué es lo que le pasa; se ha puesto muy raro: está contento, empieza a hacerme cariños como antes y de pronto se pone serio; le pregunto la causa y me responde agriamente: nada, mal humor; y con un pretexto cualquiera se va para la calle. Así son los hombres, se cansan muy ligeramente de queremos, mientras que nosotros no nos cansamos nunca. ¡Qué se hace! Ellos no tienen la culpa de ser así. A nosotros no nos queda otra satisfacción que quererlos con toda el alma, aunque ellos no nos quieran tanto. ¡Si yo tuviera un hijo! A veces pienso que es lo que le hace falta y por no haber podido dárselo me siento avergonzada como de una culpa”.
Segunda carta de la misma
“Recibí la tuya donde me das la explicación de lo que yo no había sabido explicarme. Te agradezco mucho que te hayas apresurado a ponerme en cuenta del motivo del desamor que hace días me manifiesta mi marido. Has hecho bien en contármelo todo, de otro modo no me hubiera sido posible justificarme ante tus ojos y acaso tú hubieras llegado a creer que en realidad era culpable. No te imaginas lo que he tenido que llorar antes de ponerme a escribir esta carta. Ahora, después de haber llorado mucho, es que me siento un poco aliviada y al fin puedo pensar. Tengo tres días que no pienso y he temido seriamente por mi razón. Yo nunca hubiera sospechado que fuera yo la causa inocente del desvío de mi marido. ¡Virgen Santa! ¡Cómo ha podido ser que haya tenido yo un pensamiento de esta naturaleza! ¡Qué horror! Si no me encontrara inocente de toda culpa diría: ¡Qué vergüenza! ¡Traicionar al esposo que ha sido para mí tan bueno, tan abnegado, tan tierno! ¡Y traicionar con un mismo pensamiento a la amiga del corazón! Tú comprendes que eso no puede ser, yo no soy tan mala, tan depravada, como se necesita ser para eso. Aquella pregunta ha tenido que ser inocente. Te digo: ha tenido que ser, porque yo no he podido recordar, por más que le he dado a la cabeza, cuál fue el motivo que me hizo pensar en tu marido en aquella ocasión a que se refiere el mío. Si es cierto que aquello sucedió como dice el mío, mi esposo fue ligero al juzgarme; ahora se me ocurre que si aquella pregunta hubiera sido debida a un mal pensamiento, yo, ni ninguna mujer, por más torpe que fuera, la hubiera hecho en esa oportunidad. La malicia se adquiere con el mal y solo la que es inocente comete esas indiscreciones, porque como se halla limpia de toda culpa no se le ocurre que alguno puede descubrírselas. Como dice tu Jacinto, mi Carlos es demasiado suspicaz, y yo creo que esta vez lo ha sido hasta la insensatez porque no otra cosa es la causa de su extraño proceder. Si no lo conociera como lo conozco pensaría que ha querido calumniarme; pero no, él no puede difamar de mí, y si ha hecho esto es porque me quiere demasiado. ¡Qué raras somos las mujeres! Tentada estoy de decirte que en el fondo de mi pena hay, a ratos, un poquito de satisfacción vanidosa que quiere compensarla; no todo el amor propio ha sido ofendido, mi marido me quiere y el pensamiento de que yo pueda serle infiel lo mortifica hasta hacerlo pensar disparates. Del mal, el menor; no creas, sin embargo, que es solo por vanidad de mujer que pienso así; estimo mucho mi honra, no sé si más que mi amor mismo, pero para consolarme quiero buscarle el lado bueno a esto que tantos malos tiene. Ya me explico pues, el entibiamiento del amor de Carlos y sé qué debo hacer para recuperarlo. A ti te lo debo y te agradezco mucho el consejo que me das de no tocarle el asunto y de hacerme la que lo ignora todo, porque mi primer impulso fue tener una explicación con mi marido, que me había ofendido en la honra con su insensata suspicacia. Esto los hubiera perjudicado a ustedes que están obligados a guardar el secreto, y acaso, como tú dices, sea más prudente no remover aquello, dejando que el tiempo y la cordura hagan ver a Carlos que fue un insensato. Pero yo no estoy tranquila y dudo mucho de poder recuperar la pasada felicidad de mi matrimonio. Dile a Jacinto que no le deje de escribir a Carlos. En cuanto a mi conducta para lo sucesivo, trataré de cumplir algo que se me ha ocurrido en estos días, y te seguiré informando de mi vida”.
Tercera carta
“¡Qué mala estoy! ¡Qué mala estoy! La alegría no ha vuelto, he perdido la tranquilidad para siempre. Ahora no es Carlos que ya me parece haberse olvidado de aquella locura, y sin decirme una palabra y como para hacerse perdonar lo que supone que yo ignoro, vuelve a ser amoroso y complaciente conmigo. Ahora la causa de mi intranquilidad está en mí misma. Estuve enferma, creo que a la muerte, aunque Carlos me dice que fue un acceso nervioso de poca importancia. Si yo tuviera un hijo. No es ya para recuperar a Carlos que lo deseo y ahora más que nunca; lo necesito para salvarme, solo un hijo me salvaría en este trance. Es un capricho muy parecido a la locura; se me ha metido en la cabeza que yo debo dominar mi pensamiento, para que no me llegue a suceder nunca más eso que Carlos asegura; que nadie está exento de tales ideas. No te imaginas la lucha que tengo que sostener diariamente, porque has de saber que yo, que antes no tenía nunca malos pensamientos, ahora los tengo a cada momento; me estoy volviendo mala, se me ocurren unas atrocidades que no te puedo contar. Será por lo mismo de que estoy pelando sin cesar por sujetar mi pensamiento. Yo no sé qué decir, yo no sé qué es lo que me pasa; solo sé que antes yo no era así… En fin que estoy muy mala, muy mala… Yo no acabaré bien, siento que me voy volviendo loca”.
Carta final
“¿Recibiste mi carta? Esta será la última que recibirás de tu pobre amiga. Ya no puedo luchar más con mi pensamiento. ¡Estoy horrorizada de mí misma! ¡He llegado al último grado de la depravación! ¡Ideas, nada más que ideas; pero qué ideas! ¡Qué pensamientos tan feos! Me comparo con una perdida y me encuentro peor aún. ¡Qué desgraciada soy! Yo no sabía que en el fondo fuera tan liviana tan corromp… no, no lo escribo; yo no estoy corrompida, yo he salvado mi virtud, no son sino pensamientos que me asaltan sin yo poder evitarlo; ¡pero ya no puedo más! ¡Temo perderme del todo y yo quiero salvar mi virtud… ¡Me mato! Me mato cuando más deseo la vida, pero yo quiero salvar mi virtud. Perdóname este dolor que te voy a causar. Que Carlos, mi amor, mi único amor, mi amor más grande me lo perdone también … Pero no puedo… me horroriza la idea de caer… Compadece a esta amiga que se quita la vida, dejando en el mundo el amor y la felicidad, por salvar su virtud”…
*FIN*