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El anciano del lapicero

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

Eran exactamente las once de la mañana. Emilio podía ver, desde la terraza de los grandes bulevares en que estaba sentado, el reloj eléctrico del cruce de Montmartre. Era uno de los primeros días hermosos de la primavera. El aire era tibio, el sol radiante y las mujeres, en su mayoría, lucían colores vivos.

Por todas esas razones, y además porque aquel día no había nada que hacer en la Agencia O, Emilio acababa de salir, con las manos en los bolsillos, de las poco suntuosas oficinas de la Cité Bergère.

No pensaba en nada. A decir verdad, contemplaba su copa de vino de Oporto en la que un rayo de sol encendía magníficos fuegos artificiales.

El que le hubiese observado como él tenía la costumbre de observar a la gente hubiera podido ver cómo se estremecía súbitamente a la manera de un dormilón que se va a despertar. Algo acababa de chocarle a través de su amodorramiento, pero él no sabía todavía qué.

—22… 22…

¡Veamos! ¿Cómo, ese número que no estaba escrito en ningún sitio, llegaba hasta Emilio?

—Calle Blomet, 22.

Nadie había articulado esas palabras cerca de él. Emilio estaba seguro. Por fin, bruscamente, tuvo la revelación de aquella anomalía. Aquellas palabras no las leía, ni las oía propiamente hablando, sino que las reconstituía.

Emilio, antes que nada, había estado en la marina y había practicado mucho tiempo la clave morse. Bueno, pues, el mensaje le había llegado en morse…

Miró a su alrededor. Apenas su mirada había recorrido un metro se fijó en un zapato fino de tacón alto. Y era aquel tacón el que golpeaba el suelo con golpes secos.

¿Era posible que la propietaria del calzado transmitiera un mensaje sin saberlo? Suele ocurrir que una mujer impaciente golpee la acera con el pie.

La casualidad puede hacer que aquellos choques repetidos de una letra, de dos letras del alfabeto… Pero en cuanto a formar números, o palabras completas…

Emilio levantó la vista y admiró a una joven cuyo rostro, en desacuerdo con aquel movimiento del pie, no expresaba ninguna impaciencia. Era para turbarse. Los grandes bulevares vivían su vida de todas las mañanas… No era todavía el momento del aperitivo, pero a causa de aquel sol precoz había bastante gente en la terraza.

La joven estaba sola delante de su mesa. La primera idea que se le ocurrió a Emilio le hizo sonreír. Él mismo, antaño, ¿no se había divertido enseñando el alfabeto morse a una amiguita que tuvo en Toulon?

Sin duda habría en la terraza algún joven oficial de marina o algún aviador.

—Ingenioso —se dijo—. Si es una mujer casada que tiene miedo de comprometerse, ese sistema es mucho más seguro que la lista de correos. Veamos quién responde.

Contrariamente a lo que esperaba, no vio ningún uniforme ni silueta alguna que correspondiera a la idea de un amante joven.

—Calle Blomet, 22 —repetía el tacón con insistencia—. Tercer piso…

De pronto sonó otro mensaje, muy corto, el que generalmente se emplea para anunciar: mensaje recibido. Esta vez, se servían de una cucharilla o de un objeto duro con el que se daban golpes breves y largos contra un platillo.

Era detrás de Emilio. Se volvió vivamente. ¡Demasiado tarde, no obstante! Detrás de él había, por lo menos, media docena de consumidores.

Vaciló un momento preguntándose si sería el viejecito que… ¡No! Le pareció inverosímil. ¡Aquel hombre tenía por lo menos sesenta años y saboreaba el café con un aire tan cándido, sin mirar en dirección a la dama!

—¡Mozo! —llamó esta.

Emilio llamó al mismo tiempo.

—¡Mozo!

Pudo pagar bastante rápidamente para abandonar la terraza cuando la desconocida estaba aún a la vista. Ella se dirigió lentamente hacia la Ópera, parándose delante de los escaparates.

Emilio pensó en dar media vuelta y abandonar aquella persecución ridícula. ¿Qué diría Torrence si le viera pindonguear tras una linda silueta?

La mujer iba a llegar a la Ópera, cuando tuvo la sensación de que no era él el único que la seguía. Por tercera vez adivinó cierto sombrero hongo y cierto traje oscuro… ¡Ninguna duda posible! Otro hombre la seguía, se paraba, volvía a andar al mismo tiempo que ella.

Súbitamente… Aquello se realizó de una manera rápida y hábil. La mujer compró flores a una vendedora instalada con su cesto a la entrada del metro. Parecía muy ocupada buscando cambio en su bolso. Cuando menos se esperaba, se lanzó por la escalera.

Emilio quiso lanzarse también. Alguien tropezó con él. El hombre del sombrero hongo. El choque les hizo perder algunos segundos al uno y al otro.

El chasco del hombre del hongo fue más bien cómico y lanzó a Emilio una mirada furiosa, mientras sus labios se movían. Sin duda se consolaba refunfuñando una injuria en voz baja.

—Peor para ti, monigote —se dijo Emilio—. Puesto que la he perdido, me engancho a tu menos seductora persona.

Por otra parte, el hombre no tomó el metro, lo cual demostraba que no había entrado allí más que para seguir a la desconocida. Subió a la plaza de la Ópera y se metió en un autobús en marcha. Emilio tuvo la suerte de encontrar en el mismo instante un taxi libre.

—Siga ese autobús…

El hombre se apeó en el Odeón y penetró un poco más tarde en un restaurante extranjero de la calle Monsieur-le-Prince. Era uno de esos pequeños restaurantes de abonados fijos en los que la llegada de un desconocido no tiene posibilidad alguna de pasar inadvertida. Enfrente había un tabernero. Emilio entró, telefoneó a la Agencia O y dio orden a Barbet de que fuera a su encuentro con urgencia.

Barbet, a quien algunos llamaban el perro fiel de la Agencia O, llegó un poco más tarde.

—En el restaurante de enfrente hay un hombre de unos cuarenta años, de pelo muy negro, de ojos oscuros y de cejas espesas. Es bajo de talla y bastante grueso. Va vestido con un traje negro y se cubre con un sombrero hongo. Trata de saber más por tu cuenta.

Barbet no preguntaba nunca la razón de una consigna y se contentó con dirigir un guiño a su jefe.

—¿Hago el juego? —preguntó, no obstante. Porque Barbet había sido mucho tiempo carterista y no le disgustaba, cuando efectuaba una persecución, el examinar de cerca el contenido de los bolsillos de su cliente.

En vez de responder netamente, Emilio se contentó con encogerse de hombros, lo cual era menos comprometido.

Un cuarto de hora más tarde, un taxi depositaba a Emilio frente al número 22 de la calle Blomet. Era una casa en la que se alquilaban habitaciones.

—¿Es por mucho tiempo? —preguntó una mujer de pelo lacio, senos blancos, que parecía ser la propietaria de la casa.

—Según y cómo… Acabo de llegar a París… Vengo en busca de unos amigos que ya debieran estar aquí… Fue uno de ellos quien me dio la dirección de esta calle.

—¿Cómo se llama?

¡Caramba! ¿Qué va a responderle?

—Gérard… Gérard Vauquier.

—No le tenemos aquí… Nuestras habitaciones están ocupadas sobre todo por extranjeros, en su mayoría estudiantes…

—¿Y estudiantas, sin duda?

—Algunas hay.

—¿En qué piso tendría usted una habitación libre?

—No sé si tengo alguna en este momento… ¡Olga!… ¡Olga!…

No tardó en aparecer una camarera secándose las manos con el delantal.

—¿Qué hay, señora?

—¿Ha mandado ya a recoger su equipaje, don Carlos?

—Sí, señora. Vinieron esta mañana.

—¿Está preparada la habitación?

—Solo queda la cama por hacer.

La dueña se volvió hacia Emilio.

—En ese caso tendría una habitación en el cuarto piso… Son quinientos francos al mes, que se pagan por adelantado.

—¿No tiene nada libre en el tercero?

—El tercero o el cuarto son lo mismo. Todas las habitaciones son iguales… Electricidad, agua corriente… ah, pero está prohibido lavar ropa en los lavabos y utilizar planchas eléctricas.

—Le prometo que…

—¿Sube usted enseguida?

—Quisiera antes examinar la lista de sus inquilinos. Estoy casi seguro de que uno u otro de mis amigos se aloja aquí y…

¡Dura de roer, la dama de los senos blandos y del pelo de estopa!

—Ya le he dicho que no tenemos aquí a ningún Vauquier… ¡Olga! Enseñe al caballero la 17…

No había ascensor. La casa era vieja, la escalera estrecha, alfombrada con un pasillo rojizo, muy usado. Si bien no había derecho a lavar ropa en las habitaciones, los inquilinos por lo menos debían de hacer en ellas su comida, porque olía a infiernillo de alcohol y a filetes.

No era desagradable, Olga, con su vestido negro alegrado con un delantal blanco.

—¿Cuándo traerá usted sus cosas?

—A decir verdad, quisiera ante todo descansar una o dos horas. He viajado toda la noche y me gustaría echarme antes de ir a recoger mi equipaje a la estación… ¡Diablo!, no se puede decir que la vista sea muy bonita…

La habitación 17, en efecto, daba únicamente a tejados y a patios angostos como chimeneas.

—Por quinientos francos no se le puede dar la vista del Arco de Triunfo o del mar…

La habitación, amueblada de la manera más vulgar que darse pueda. Una cama de hierro. Un hule de color indeciso. Un biombo para ocultar el lavabo y el bidet. En la repisa de la chimenea, un bronce falso y dos candelabros.

—Si quiere usted pagar…

¡Vaya por Dios! Era caro, pero no había más remedio, y la curiosidad de Emilio estaba picada en lo más vivo. Pagó los quinientos francos más un billete de cincuenta destinado a ablandar a Olga.

—Espere a que le haga la cama.

La camarera se fue a buscar sábanas y una funda de almohada en una alacena situada al fondo del corredor. Unos instantes más tarde, Emilio estaba solo.

A las dos de la tarde, Emilio seguía en la calle Blomet y no se había tomado la molestia de almorzar.

Decir que estaba tranquilo sería exagerado. Se había lanzado, con la cabeza gacha, en una aventura y se obstinaba en descubrir algo cuando, según todas las probabilidades, no había nada que descubrir.

Había hecho ya cierto número de excursiones por los pasillos de la casa. La hora del mediodía era favorable, porque la mayoría de los inquilinos debían de comer en los restaurantes. Notó que muchos de ellos no cerraban su puerta con llave, lo cual le permitió entrar en varias habitaciones.

Aquello le recordó la época en que también él vivía en habitaciones alquiladas. Los retratos insertados en el marco de los espejos, muchas fotografías de mujeres, pero también retratos de padres…

Encima de algunas mesas, tratados de derecho o libros de medicina. La patrona no había mentido: la casa estaba sobre todo habitada por estudiantes.

Maletas grandes con etiquetas extranjeras. Abrigos raídos colgados de las perchas; sombreros fatigados. Muchas veces, en los roperos, en lugar de encontrar trajes encontró restos de queso o de salchichón, corruscos de pan, una naranja, un plátano.

Sin embargo, una cosa era cierta: la joven del bulevar Montmartre había transmitido netamente el mensaje:

—Calle Blomet, 22… tercer piso…

No podía haber transmitido ese mensaje sino a alguien que se encontraba, como ella, en la terraza, y bastante cerca de ella además.

Cuando alguien se toma la molestia de emplear el morse en vez de un lenguaje más cómodo es que tiene razones para creer que lo vigilan.

De ahí, la conclusión de Emilio:

—La dama quería dar a conocer a alguien una noticia importante sin que se enterara una tercera persona que la vigilaba.

Ahora bien, Emilio tenía por lo menos una certidumbre: la de que el hombre del sombrero hongo que la había seguido no estaba en la terraza del caté. Luego no era a él a quien iba destinado el mensaje.

—¡Oh, perdone… Dispénseme, señora…!

A todo evento había llamado a una puerta del tercer piso. Una voz con acento extranjero muy pronunciado le había invitado a entrar. Emilio se encontró en presencia de una joven que comía croissants mientras empollaba las lecciones delante de una mesita.

—Lamento tener que molestarla. Soy un nuevo inquilino y acabo de darme cuenta de que he olvidado mis cerillas.

La joven se levantó sin turbarse y cogió una caja de cerillas de encima de la chimenea, preguntando:

—¿Qué facultad?

—Yo… Yo no soy estudiante… Estoy en París para trabajar y por casualidad…

—¡Ah!

Emilio comprendió perfectamente que, desde el momento que no era estudiante como ella, ya no le interesaba.

—Le devolveré sus cerillas, luego.

—Quédese con ellas. Tengo un encendedor.

No sospechaba aquella excelente joven —que debía de ser rumana, por lo que Emilio pudo juzgar— que su vecino, caso de que ella no hubiera estado en su habitación, no habría tenido escrúpulo en registrarla de arriba abajo.

—Veamos —razonó Emilio algo más tarde—. Hay cinco habitaciones en cada piso. La dama del tacón parlante ha designado expresamente el tercero… He visitado ya dos habitaciones de ese piso y…

En el fondo del corredor había una puerta que no estaba marcada con ningún número. Emilio se acordó de que la puerta correspondiente, en el piso superior, era la de una alacena de donde Olga sacó la ropa blanca que le estaba destinada. Corrió el albur de abrir. La puerta estaba cerrada con llave.

Subió al cuarto piso. Comprobó que la puerta del armario, si bien tenía una llave en la cerradura, no estaba cerrada.

—Probemos de todos modos.

Tenía hambre. Se dijo:

—Si dentro de un cuarto de hora no he descubierto nada, abandono. ¡Al diablo mis quinientos francos! O más bien, por mis quinientos francos…

Si Emilio no se turbaba demasiado por una puerta cerrada, era porque Barbet, gracias a sus malos antecedentes, había podido darle preciosas lecciones. Con una destreza de ladrón de pisos, se sirvió de una linda ganzúa niquelada que llevaba siempre en el bolsillo y la puerta de la alacena cedió enseguida.

—¡Eh! —protestó maquinalmente Emilio tratando de retroceder.

Acababa de recibir en sus brazos un cuerpo inerte.

Al grito que profirió, la joven estudiante salió de su habitación y preguntó, con medio croissant en la mano:

—¿Qué está usted haciendo?

—Pues ya lo ve… Intentando desembarazarme de…

Consiguió tender el cadáver en el suelo. La estudiante no era una mujercita sensible, porque se acercó tranquilamente y se inclinó hacia la cara:

—¡Anda!… ¡Pues si es el señor Saft! ¿Qué hacía en la alacena de las escobas?

En efecto, en el armario abierto, se veían aún escobas y cubos.

—Parece que está muerto —prosiguió ella.

—Ya está frío —gruñó Emilio.

—¿No llama a la policía? ¡Pobre señor Saft!

—¿Le conocía usted?

—De vista. Ocupaba la habitación contigua a la mía. ¿Por qué lo habrán metido en la alacena? ¿De qué ha muerto?

Una gran herida en el pecho explicaba claramente que el señor Saft había muerto de una cuchillada.

—Oiga, señorita… Este hombre aparenta unos treinta y cinco años… Supongo, pues, que no seria un estudiante…

—No lo sé.

—¿Hace mucho tiempo que vivía en esta casa?

—Quizá dos meses. Si yo lo conozco un poquito es porque vino una o dos veces, como usted, a llamar a mi puerta para pedirme cerillas.

—¿Recibía muchas visitas?

—¿No cree usted —repitió la joven— que haría mejor llamando a la policía?

—¿La molestaría a usted hacerlo?

Ella vaciló. La prueba de que desconfiaba del nuevo inquilino, que hacía, apenas llegado, descubrimientos tan extraordinarios, fue que cerró su puerta con llave antes de bajar.

Aquello le dio tiempo a Emilio para registrar los bolsillos del señor Saft. No le encontró cartera. Nada más que cosas vulgares, un paquete de cigarrillos, cerillas, un pañuelo y tres trozos de lápiz.

Olga subió los peldaños de cuatro en cuatro.

—¿Qué es lo que dice esa?… ¿El señor Saft ha sido…?

—… asesinado, sí, señorita…

—¿Cómo ha abierto usted la alacena?

—¿Por qué me pregunta eso? ¿Está habitualmente cerrada con llave?

—Jamás… ¡Precisamente! Hace poco, al arreglar las habitaciones, quise abrirla para coger una escoba… La puerta estaba cerrada y la llave no estaba en la cerradura… Pensé que alguno de esos señores había querido hacerme una broma… A menudo me juegan malas pasadas… Fui a coger una escoba al primer piso y ya no me acordé más de ello…

—¿Recibía el señor Saft a alguien por la noche?

—La patrona no lo permitiría. La casa es seria y…

—¿De día, recibía a amigos?

—Es posible que los recibiera… No lo sé… De día no se presta atención… La gente va y viene…

La patrona subió a su vez, con las carnes trémulas como la gelatina y en compañía de un agente de policía y de la estudiante, que no había soltado su croissant.

—Así, pues, asegura usted que está muerto —refunfuñó cómicamente el agente con las manos en su cinturón.

—Puede usted mismo convencerse de ello.

—Lo que yo quisiera saber, joven, es con qué derecho lo ha sacado usted de esa alacena… Usted sabe que en tales casos está absolutamente prohibido…

—Me ha caído encima —murmuró Emilio.

—¡Toma! ¡Toma! ¡Conque le ha caído encima! Y bien, ¿qué iba usted a hacer dentro de ese armario? ¿Forma usted parte del personal de esta casa?

—Si le da lo mismo, agente, yo responderé a los señores de la Policía Judicial, que le aconsejo vivamente avise enseguida.

—¡Un instante! A lo mejor quiere usted aprovecharse para alejarse…

Emilio tuvo que seguirlo al despacho del hotel y, mientras telefoneaba a sus jefes, el agente no lo perdía de vista y se estremecía cada vez que Emilio hacía un movimiento.

—Le ruego que mientras esperamos a que lleguen esos señores se considere como detenido… Y, para empezar, vengan sus papeles… Que yo sepa, si por lo menos lleva papeles en regla…

Claro está, como la mayoría de las personas honradas, Emilio no llevaba ni un solo documento de identidad. Le fue difícil conseguir que, en espera de la Policía Judicial, Olga le fuera a buscar un emparedado a un restaurante del barrio.

—¿Me permitirá usted que telefonee?

—¿A quién?

—A la Agencia O.

—¡Ah! ¡Ah! ¿Tiene usted tanta necesidad de defenderse que apela a la Agencia O?

Emilio pudo telefonear. Por casualidad, Torrence estaba en la oficina.

—¿No ha vuelto Barbet? ¿No ha enviado ningún recado? ¡Bueno! Escuche, jefe. Es necesario que venga usted a toda velocidad al número 22 de la calle Blomet. Sí. ¿Que si es importante? Como que si no está usted aquí dentro de unos minutos es muy posible que yo pase la noche en la prevención…

Entretanto, el agente de policía sonreía, cual hombre entendido, atusándose los bigotes.

II

¿Había previsto la naturaleza lo que el azar haría de Emilio, es decir, uno de los detectives más extraordinarios que hayan existido? En caso afirmativo, la naturaleza había sido una buena hada, porque lo había dotado de un físico admirablemente vulgar. Alto y enjuto, no tenía edad y, pasando de los treinta años, parecía todavía un jovencito que empieza a trabajar en una oficina. Aparte de su pelo rojo y de sus pecas, Emilio no poseía ninguna seña particular.

Ahora bien, Emilio se cuidaba de acentuar aún más lo que su físico tenía de anodino.

Llevaba trajes de confección de colores neutros y siempre parecía que se excusaba de molestar a la gente.

A las tres de la tarde, en medio de la efervescencia que reinaba de arriba abajo en el hotel de la calle Blomet, parecía tan abrumado por los acontecimientos que inspiraba compasión. Alguien del «Quai des Orfèvres»¹ llegó hasta a decirle a Torrence, que pasaba por ser el jefe de la Agencia O:

—¡Vaya una idea de haber escogido un colaborador tan malo!

Y Torrence respondía evasivamente, esforzándose para no sonreír.

—¿Qué quiere usted? Me fue recomendado por un amigo y no me atreví a negarme…

El juzgado estaba allí. El comisario Lucas así como media docena de inspectores y los especialistas de la Identidad Judicial transformaban el hotel en una zumbadora colmena. A medida que los inquilinos se iban presentando, les reunían, a pesar de sus protestas, en el comedor de la planta baja, de donde les impedían salir.

La habitación del señor Saft era la que habían transformado en Gran Cuartel General y allí fue donde el fiscal se dirigió a Emilio.

—Me dicen, joven, que ha sido usted quien descubrió el cadáver… También me comunican que es usted empleado de la Agencia O, con la que, por cierto, mantenemos buenas relaciones. Lo que yo quisiera saber es por qué estaba usted hoy aquí y si solo por casualidad abrió la alacena.

Como un buen colegial que recita la lección, Emilio murmura:

—Estaba tomando una copa en una terraza de los Bulevares cuando oí un mensaje en morse…

—¿Cómo dice?… ¿En una terraza? ¿Había entonces allí T. S. H.?

—No… Era una mujer joven que transmitía por sistema morse con su tacón… Alguien le respondió golpeando su plato con una cucharilla u otro objeto metálico… Cuando la joven, que había transmitido “Calle Blomet, 22, tercer piso”, se levantó, yo la seguí.

Los señores del juzgado se miraban con escepticismo y Lucas sintió necesidad de toser en señal de reprobación. Y hasta dirigió una mirada atravesada a Torrence como para decirle:

—¡Bueno! ¡Otra vez se está burlando de nosotros la Agencia O!

Emilio, no obstante, prosigue, suave:

—La siguió otra persona; un hombre de sombrero hongo. Al precipitarnos tras la dama en la estación de la Ópera del metro, tropezamos, lo cual nos hizo perder unos segundos. No habiendo vuelto a encontrar a mi desconocida, me vine aquí. Quería saber lo que había de extraordinario en el número 22 de la calle Blomet… Ya sé que hubiera debido pedir consejo a mi jefe, y no emprender grandes gastos, porque he tenido que alquilar una habitación y pagarla por adelantado…

—¿Y ha tenido usted la idea de abrir esa alacena? —preguntó el fiscal, incrédulo.

—Como último recurso… Confieso que he visitado casi todas las habitaciones.

—¿Con fractura?

—No. Estaban las llaves en las puertas.

—¿No sabe nada más?

En vez de responder directamente, Emilio, que prefería no hablar de la persecución que Barbet había emprendido, se levantó súbitamente clavando la mirada en el cadáver que habían tendido encima de la mesa de la habitación.

—Observo un detalle —dijo—. Pero sin duda esos señores —designó a Lucas y a los inspectores— ya lo han notado antes que yo… Ustedes perdonen…

—¿De qué detalle habla usted?

—¡Oh, no tiene importancia! Observen esos zapatos… Son casi nuevos. Las suelas no están nada usadas… Y, sin embargo, las puntas están como arrancadas… Me acuerdo de cuando yo era joven y trepaba por las tapias para ir a hurtar manzanas en casa de los vecinos…

Aquellos señores se dignaron sonreír al ver que, decididamente, era demasiado ingenuo.

—… Me acuerdo, digo, de que siempre llevaba las puntas de los zapatos estropeadas de la misma manera… Ese señor Saft ha debido efectuar muy recientemente una escalada… Era una pared de ladrillos… Vean, todavía hay restos de ladrillos en las rascaduras, lo que prueba que es extremadamente reciente… Pero el comisario Lucas les dirá mejor que yo lo que de ello pueda deducirse y…

Algo más tarde, Emilio se acercó discretamente a Torrence.

—Dispense, jefe. No hay más que un aparato telefónico en la casa. Está colocado en el despacho. ¿No podría preguntarle a la patrona, que no me quiere mucho, si alguno de los inquilinos lo utilizó a partir de anoche?

La respuesta fue negativa… Ningún inquilino había telefoneado. Se hizo la prueba llamando a la central y esta lo confirmó.

En cuanto a la habitación, ocupada por el señor Saft desde hacía dos meses poco más o menos, el examen minucioso que de ella se hizo causó bastante decepción. La ausencia de libros demostraba que no era estudiante y, no obstante, con esa profesión se inscribió en el registro del hotel.

El hombre había añadido: «Nacido en Varsovia… procedente de Varsovia…».

—Señora, ¿recibía su inquilino mucha correspondencia?

—Aquí no, señor. Creo que la iba a buscar a lista de correos, según la costumbre de muchos estudiantes.

Pero para presentarse en Correos necesitaba documentos de identidad.

En el marco del espejo, dos retratos, el de una mujer de pelo blanco y el de un hombre de unos cincuenta años, de pie frente a una tienda que parecía ser la de un sastre.

—¿Lo dejo aquí, jefe? —preguntó Emilio a Torrence—. Tengo que hacer una o dos gestiones por el barrio.

Salió a la calle, atravesó los grupos de curiosos y pronto llegó a la estafeta postal, donde enseñó su tarjeta en la ventanilla de la lista de correos.

—¿Recibía usted correspondencia o giros postales a nombre de un tal señor Saft, de Varsovia?

La respuesta fue negativa. Entonces, antes de probar suerte en todas las estafetas de París, Emilio prefirió seguir su intuición. Puesto que se trataba de un polaco, ¿por qué no dirigirse a la embajada de Polonia?

De la embajada lo enviaron a la cancillería. Un secretario le hizo esperar cerca de una hora en una habitación excesivamente caldeada y en la que Emilio se consumió de impaciencia.

Por fin, un personaje de chaqué, que parecía salir de una revista de modas y no había tenido todavía tiempo de arrugarse, recibió a Emilio de una manera glacial.

—Usted ha pronunciado el nombre del señor Saft. ¿Puedo preguntarle por qué conjunto de circunstancias la Agencia O, que usted representa, se ha visto en el caso de ocuparse de dicho señor?

—El señor Saft ha fallecido.

—Me parece que esa no es una razón para…

—Perdone… El señor Saft fue asesinado anoche. El juzgado está en este momento en su habitación, en la calle Blomet. No se le ha encontrado ningún papel, ningún documento, ningún indicio, y mi jefe, el exinspector Torrence, ha pensado que quizás aquí…

—¿Permite usted?

El personaje desapareció detrás de una puerta acolchada y reinó el silencio durante otra hora. Cuando la puerta se volvió a abrir, eran dos los caballeros cortados aproximadamente por el mismo patrón, salvo que uno de los dos, que parecía el más importante, no llevaba más que una chaqueta negra ribeteada de seda con un pantalón de corte.

—Creo, señor… Dispense… Ignoro su nombre.

—Emilio.

—Creo que se trata de un asunto muy vulgar y que la Justicia no se ocupará de él mucho tiempo… Supongo que la Agencia O será capaz de mostrarse discreta… Que me bastará decirle, como voy a confirmar por teléfono al juzgado, que el señor Saft era un policía polaco.

»Sobre todo no vaya a creer en historias de espionaje o yo no sé qué tareas más o menos diplomáticas…

»El señor Saft pertenecía a la sección criminal de la policía de Varsovia. No era un personaje de primer plano. Fue enviado aquí en misión, sin duda para seguir la pista de unos malhechores. Si se nos comunicó su existencia, fue simplemente porque recibía y enviaba su correo por nuestra mediación.

»Eso es todo, señor… ¿Emilio ha dicho?… No me queda sino darle las gracias por la noticia que nos ha dado…»

Emilio no se sentía especialmente orgulloso cuando un majestuoso ujier lo acompañó por los pasillos de la embajada, y en la calle se sintió corrido.

—Dicho de otro modo —tradujo en buen francés—: «Ocúpese de lo que le importe, joven». ¡Taxi! ¡Eh! ¡Taxi! Calle Blomet, 22.

A pesar de las dos horas que se habían perdido esperando, los señores del juzgado estaban aún en el lugar de autos, porque querían proceder allí mismo a cierto número de interrogatorios. Cuando entró, el fiscal frunció las cejas.

—¿De dónde viene usted? —preguntó, porque había dado la orden de que no dejaran salir a nadie.

—Usted perdone, señor fiscal… ¿No le han telefoneado todavía?

—¿Y para qué iban a telefonearme?

—Para revelarle la identidad del señor Saft… Estoy seguro de que de un momento a otro…

En el mismo instante llamaron al magistrado al aparato. Cuando el fiscal volvió estaba preocupado y miró a Emilio de una manera extraña.

—Tenga la bondad de mandar salir a todo el mundo, comisario… Sí; y a sus inspectores también… Quédese, joven.

—¿Y yo? —preguntó Torrence aturdido.

—¡Caramba, usted puede quedarse!… Espero que la Agencia O dará pruebas de discreción.

—Yo ya lo prometí —afirmó Emilio.

—¿A quién? Eso es precisamente lo que yo me pregunto. ¿Cómo podía usted saber lo que el fiscal general iba a telefonearme personalmente?

—Usted perdone… Fue una idea que se le ocurrió a Torrence. Como se trataba de un polaco y no se sabía nada de él me dijo:

»—Emilio, vaya a preguntar a la embajada si por casualidad…»

Cuando los dos hombres salieron del hotel, la patrona corrió detrás de Emilio:

—Supongo, ahora que sé quién es usted, que no se quedará con la habitación…

—Oh, sí, señora… Sí.

Y, andando por la calle, explicó, con cierto embarazo, es verdad, a su compañero Torrence:

—Hay ahí una estudiante rumana… ¿Sabe usted, jefe, que las rumanas son realmente bonitas?

—¿A dónde vamos? —gruñó Torrence en vez de responder.

—No lo sé.

—¿Qué misión le confió a Barbet por teléfono?

—Seguir al hombre del sombrero hongo. Contrariamente a lo que he declarado a la policía, no he perdido su pista y he pedido a Barbet que la siguiera. Es el único personaje de esa historia que casi tenemos en las manos.

»Volver a encontrar a la chica sería una suerte inesperada. Tanto más cuanto que conozco mejor sus zapatos, que observé mientras la seguía, que su cara… Soy incapaz de decir a qué ambiente pertenece. Una extranjera, probablemente. Tenía esa elegancia, siempre un poco agresiva, de las extranjeras, sobre todo en París, donde quieren asombrar a las parisinas. ¿Una mujer de mundo? ¡Quizás!… ¿Una aventurera?… En verdad que no lo sé…»

—Desde luego —dijo Torrence como si hiciera un descubrimiento—, domina el morse.

—Estoy viendo un anuncio en los diarios —ironizó Emilio—: «Se busca mujer bonita, probablemente extranjera y aventurera quizás, que domina el morse y calza zapatos de piel de cocodrilo con tacones muy altos y muy puntiagudos…». Bromas aparte. Hay otro personaje a quien me gustaría encontrar, pero no va a ser más fácil. Cuanto más lo pienso… Mire, jefe, esta mañana, creo que he cometido el mayor error de mi carrera…

Torrence lo mira sorprendido.

—¿Quién tenía más importancia? ¿La que enviaba el mensaje o el que lo recibía? La que lo enviaba quizás no era más que una comparsa, una intermediaria. El que lo recibía, lo contrario… Sabía lo que quería decir aquella dirección, puesto que no pidió explicaciones. Sabía, pues, que había que matar a Saft… ¿Sería él quien dio la orden? En resumen, habían ido a darle cuenta de una misión… ¿Le molestaría mucho convidarme a un doble de cerveza, jefe? Figúrese que, a pesar de ese sol tan hermoso, esos señores de la embajada tienen todavía todos los radiadores encendidos… Tengo en la garganta una sequedad…

Se sentaron en una terraza del bulevar Saint-Michel, frente al Luxemburgo.

—No sé por qué, quizá porque siempre es más agradable el seguir a una mujer, me precipité detrás de aquella, descuidando al que había recibido el mensaje. Y cuanto más lo pienso… Es raro… Estoy viendo la terraza de esta mañana tan claramente como en una fotografía. Detrás de mí estaban tres diamantistas que discutían sobre su comercio. En el velador contiguo al suyo una mujer provinciana y su hijo, a quien ella enseñaba París por primera vez… Me acuerdo de un fragmento de diálogo:

»—¿Atropellan a muchos? —preguntó el niño.

»—Quizá cien cada día. Por lo demás, es posible que veas algún accidente…

»Poco sospechaba la mujer que estaba cerca de algo más grave que un simple accidente de circulación.

»¿De qué le hablaba, ahora?… Sí; del anciano que estaba solo… Claro… Aspecto de modesto rentista, feliz por seguir viviendo todavía a su edad y por saborear su taza de café bajo los rayos del sol… Bueno, pues, si tuviese que volver a empezar lo seguiría a él. Sobre todo porque me acuerdo de un detalle. Frente a sí, encima del velador, había puesto un periódico y un lapicero… El que no esté muy acostumbrado al alfabeto morse traduce mal al vuelo, y se expone a perder parte del mensaje o a embrollarse… Mientras que tomando nota en las márgenes de un periódico…»

La prensa de la noche anunciaba ya el descubrimiento del cadáver de un desconocido en un armario de la calle Blomet, pero aún no daba detalles.

—Y tampoco dará más mañana —previó Emilio—. Seguro que recibe la consigna de callar… Si hubiera usted visto a los dos caballeros de la embajada…

Había tres bollos encima del velador. Emilio se comió los tres y pidió otro doble de cerveza.

—Bueno, la cosa es sencilla… Casi demasiado sencilla… El señor Saft, policía polaco, persigue a unos malhechores en París. Es de suponer que el asunto es importante, puesto que hace ya dos meses que está aquí. Y no debe de ser vulgar, dado que no se pone en contacto con la policía francesa, como es costumbre.

»Ayer, o anteayer, el señor Saft se pone a escalar un muro… ¿Dónde se introdujo de ese modo? ¿Qué buscaba? ¿Encontró lo que buscaba? En resumidas cuentas, poco después lo asesinan… Y no hay nada en su habitación que valga la pena de citarse…

»¿Qué piensa de todo esto, jefe?»

Y Torrence, a quien, en su calidad de exinspector de la Policía Judicial, no le gusta el trabajo de aficionado, el arte por el arte, suspira sin esperanza de que le escuche su verdadero jefe:

—Pienso que, en definitiva, eso no nos importa nada. Nadie nos ha encargado de esa investigación… Y hasta creo que el embajador le ha rogado que… ¡Hum!… Y que el abogado fiscal, algo más tarde, ha mostrado deseos de que dirigiéramos nuestras actividades en otro sentido…

—¡Es extremadamente hábil!… —balbucea Emilio como si no hubiese oído.

—¿Qué es lo extremadamente hábil?

—La mujer que va a sentarse a una terraza de los Grandes Bulevares y que, en medio de los consumidores, le da a su jefe noticias de un asesinato.

»Pero, ahora se me ocurre…»

Emilio estaba radiante.

—Si seguían utilizando ese sistema, aun a sabiendas de que Saft había fallecido…

—¿Qué?

—Es porque otras personas podían vigilarlos… Es porque Saft no era el único que los perseguía. En ese caso, yo me pregunto si…

No acabó la frase.

—Vaya a telefonear a la Agencia, jefe. Pregunte si hay noticias de Barbet. Es muy raro que no encuentre medio en toda una tarde de hacer una llamada…

Apenas habían transcurrido diez minutos, cuando por mediación de la señorita Berta, que había recibido la llamada telefónica, tuvieron informes de las actividades de Barbet.

El hombre del hongo, por de pronto, se queda en la mesa hasta las dos de la tarde… En aquel momento, se dirige a pie, tranquilamente, como si ya hubiese almorzado, hacia… la calle Blomet.

Cuando está a punto de llegar a la altura del número 22, un agente de policía, atareado, entra allí de sopetón en compañía de una mujer.

Según Barbet, el hombre del hongo no parece sorprenderse mucho, sino que más bien se inquieta. Durante media hora se pasea por los alrededores evitando que lo vean por las cercanías de la casa.

Llegada de la Policía Judicial y luego del juzgado. Se forma un grupo de curiosos frente al número 22. El hombre se mete en él prudentemente y oye una relación más o menos fantástica del descubrimiento del cadáver. No se citan nombres, pero corre el rumor de que ha sido asesinado un estudiante polaco.

Entonces el hombre, siempre a pie, se dirige hacia un confortable hotelito del bulevar Montparnasse. Es un hotel situado cerca de la estación, en el que reina permanente movimiento.

—Tenga su llave, don Vladimiro.

—¿Está arriba mi amigo Sacha?

—No lo sé. Su llave no está en el tablero.

Barbet prefiere no formular preguntas, pero algo más tarde se cuela en el segundo piso, en una de cuyas habitaciones ha entrado el hombre del hongo. Es la habitación número 13.

Transcurren diez minutos y de la vecina habitación, número 15, sale un hombre. Barbet tiene tiempo justo de meterse en un rincón.

El hombre que baja por la escalera es rubio, va vestido de gris, se cubre con un sombrero claro y lleva en el brazo un elegante abrigo de entretiempo.

Afortunadamente, Barbet solo lo ve de espaldas y desde muy arriba, cuando desciende por la escalera. Antes, había observado una cicatriz en la nuca del hombre del hongo, sin duda la huella de un divieso. Exactamente esa clase de cicatrices.

—¡Hombre! —exclama la cajera—. Su amigo Vladimiro acaba de subir en este momento.

—Ya lo he visto. Gracias.

El hombre que se ha transformado así es un elegante turista y ya no se pasea por las calles. Toma un taxi. Barbet tiene la suerte de alcanzar otro.

Ambos taxis se paran frente al Bristol, un gran hotel del bulevar Malesherbes.

El portero reconoce al viajero y le saluda.

—Buenas tardes, señor Gorskine.

La puerta gira. Barbet, que ha oído el nombre, se queda en la calle. Se aleja y saca un sobre de su bolsillo.

—Para el señor Gorskine, por favor.

—Voy a mandar que le suban este mensaje por el botones. Acaba de llegar.

—Es que tengo que entregárselo personalmente.

—La 543, en el quinto piso.

Barbet se pasea unos instantes por los pasillos del hotel y vuelve a pasar por delante del conserje, que no desconfía de aquel recadero…

Su llamada telefónica termina con estas palabras:

—Estoy enfrente, en el Vieux Beaujolais. Sería bueno que viniese alguien a echar una ojeada.

Emilio ha escuchado con calma…

—Bueno, jefe. Usted irá a dar una vuelta por el hotelito de la estación de Montparnasse…

Torrence refunfuña. ¡Bueno, irá!

—¿Y usted?

Es bastante cómico el oír a Emilio, el pelirrojo, murmurar con una deliciosa humildad:

—Yo, yo voy a vestirme de hombre de mundo.

Y es verdad. Cuando sale del piso en que vive con su madre, en el bulevar Raspail, está tan elegante como uno de esos jóvenes gomosos que se pasan la vida acodados en los mostradores de los grandes bares de París.

III

Emilio al hacer detener su taxi frente al Bristol, pudo ver la hirsuta cabeza de Barbet, tras los cristales del Vieux Beaujolais. Antes de que el empleado del hotel se dirigiera a él, le dijo al chofer:

—Vaya ahí enfrente y dígale a aquel individuo tan peludo que Emilio le ruega que se quede allí…

El hombre del taxi se quedó algo sorprendido, pero cosas más raras ha visto.

—Está bien, señor.

En cuanto a Emilio, parece tan a sus anchas en el Bristol como en las poco elegantes oficinas de la Agencia O. Ha llegado sin equipaje, adrede. Volverá a repetir el truco de la mañana, pero los conserjes de gran hotel son menos desconfiados que los dueños de casas de huéspedes.

—Oiga… Probablemente me voy a quedar aquí por algún tiempo… Primero he de saber si mis amigos han llegado. ¿Quiere usted dejarme ver la lista de viajeros?

Es el momento de mayor prisa en el trabajo, el que precede a la hora de cenar. El conserje no da abasto a informar a los que lo interrogan en todas las lenguas imaginables y se siente muy contento de desembarazarse de Emilio pasándole el cartón en que se inscriben los nombres frente a los números de las respectivas habitaciones.

—543… Sergio Gorskine… Procedente de Varsovia.

—Diga, conserje. ¿Hace tiempo que llegó Gorskine?

—Hace tres días, señor… ¿Quiere que se ponga al teléfono?… Precisamente ahora está en su habitación.

—¿Está usted seguro?

—¡Absolutamente!… No hace mucho que le han traído un recado. Y hace pocos minutos el señor Gorskine me ha telefoneado para que le suban las últimas ediciones de los periódicos de la noche.

—¿Está con él su esposa?

—No sabía que ese señor fuese casado. No. Aquí está solo.

El conserje responde en inglés a un inglés y en alemán a un alemán. Emilio se queda allí, vacilando, y de pronto decide:

—Llámele al aparato…

—Cabina número 2.

¿A qué impulso ha obedecido Emilio? Sería incapaz de decirlo. Tiene por norma no contrariar jamás un primer impulso. Cada vez que lo ha hecho, en efecto, lo ha lamentado.

—¡Oiga!… ¡Oiga!…

Al descolgar el receptor no ha perdido de vista el vestíbulo del hotel, que divisa a través del cristal rectangular de la puerta de la cabina.

—¡Oiga!… ¿Señor Gorskine?…

—No, señor. Aquí la central. El señor Gorskine no responde… Volveré a llamarlo…

Pero Emilio ya no escucha. Sale de la cabina y un instante después se tropieza con una joven que se queda tan desconcertada como si un rayo hubiese caído a sus pies.

—Buenas tardes, señorita Dora.

¿Lo ha reconocido ella a primera vista? Desde luego, su primer impulso es el de precipitarse hacia la puerta, pero enseguida se da cuenta de que le es imposible huir del importuno. Se esfuerza por volver en sí y por sonreír.

—Me parece que lo he visto a usted en otra parte —murmura la joven en tanto que su corazón palpita emocionado.

—Ha sido esta misma mañana, señorita. En su encantadora habitación de estudiante de la calle Blomet. ¿No se acuerda? Comía usted croissant mientras estudiaba…

Era, en efecto, la joven rumana, que venía del ascensor y, por consiguiente, de los pisos superiores del hotel, y se dirigía hacia la salida en el momento en que Emilio telefoneaba.

Todavía hizo otro esfuerzo por liberarse de Emilio.

—Usted me perdonará —murmura—, pero tengo mucha prisa y…

—Estoy persuadido, señorita, de que no tiene usted tanta prisa como dice y de que, por lo contrario, va a charlar un momento conmigo.

—¡Oiga, caballero!

—¿Bastará que le diga que si sale a la calle se le acercará un agente de policía para preguntarle de dónde viene usted?

La treta le ha salido bien. La joven abre los ojos desmesuradamente.

—Es imposible —murmura.

—¿Quiere usted la prueba? Salga conmigo… O, mejor, no… Venga solamente hasta la puerta… No se deje ver demasiado… Mire al bar de enfrente. ¿No ve a un hombre de cara peluda con la nariz pegada al cristal que vigila la salida del hotel? No solo tiene sus señas personales, sino también las de la persona que ha venido usted a ver.

El bueno de Barbet no sospecha el servicio que le está prestando a su jefe.

—¿Pero usted…? —pregunta la joven.

—No pertenezco a la policía oficial. Ha debido usted darse cuenta de ello cuando la investigación en la calle Blomet.

—¿Por qué está usted aquí?

—¿Y usted?

—Yo he venido a…

Su mirada está llena de angustia, sus dedos se crispan en el cierre de plata de su bolso de mano.

—He venido a ver… ¿Pero con qué derecho me lo pregunta?… Yo soy una señorita… Supongamos que corro una aventura… ¿Cree usted caritativo…?

—¿Está usted segura de que ha venido a ver a un hombre?

Ha formulado la pregunta a todo azar y se da cuenta de que ha dado en el blanco. La joven está más asustada aún que antes.

—¡Déjeme, se lo suplico! Yo no he hecho nada malo… Tengo que irme… Acompáñeme si quiere…

—¿A dónde?

—A cualquier sitio…

—Una palabra desacertada, señorita.

Si se le hubiera ocurrido dar una dirección cualquiera, acaso Emilio se hubiera dejado engañar y la hubiera seguido, dejando a Gorskine bajo la vigilancia de Barbet. Pero Emilio comprende ahora que lo que usted quiere, lo que ante todo importa, es alejarle del Bristol.

—Sentémonos primero un instante, ¿quiere? —dice Emilio indicando los profundos sillones esparcidos aquí y allí por el salón.

—¡Se lo suplico!

¡Demasiado tarde! El ascensor, que sube y baja sin cesar, acaba de detenerse una vez más en la planta baja, y de él sale una mujer con un maletín muy elegante en la mano.

Emilio la reconoce inmediatamente. Es la desconocida de la mañana, la misma que, en una terraza de los bulevares, lanzó el famoso mensaje en morse.

En el primer momento, ella no ve nada de anormal. El conserje se dirige hacia la mujer.

—Aquí tiene su billete para Ámsterdam… Su equipaje ya está facturado. Voy a llamar un taxi y…

En aquel instante, la mujer ve a la rumana. Abre los ojos desmesuradamente. La otra trata de darle a entender que debe irse enseguida.

—Buenas tardes, señora…

Emilio se adelanta. A decir verdad, hace el efecto de un director de orquesta desbordado por el número de instrumentos. No puede estar en todas partes a la vez. Le es imposible vigilar al mismo tiempo a la rumana y a la desconocida del maletín y ocuparse por añadidura de Gorskine, que no responde al teléfono, pero que parece que no ha salido del hotel.

Como por la mañana, ha de escoger y escoger pronto tratando, esta vez, de no equivocarse y de seguir la buena pista.

¿La constituye el maletín? ¿No es acaso más que un vulgar neceser de tocador? Quién sabe si no está allí sino para desviar la atención y…

—Perdone, caballero, pero es la hora del tren y no veo lo que usted…

Si Emilio perteneciese a la policía, podría llevarla a la comisaría y asegurarse de que el maletín no contiene lo que…

Como para colmar su confusión, el ascensor vuelve a detenerse, después de haber subido hacia los pisos superiores. Y esta vez es Gorskine quien sale, en traje de viaje con una maleta en la mano. El hombre hace un movimiento como para meterse en el despacho de recepción, como un viajero que acaba de decidir bruscamente el marcharse y que reclama la cuenta con urgencia. Su mirada tropieza con la joven desconocida y luego con Emilio.

Se para en seco, en medio del salón.

—¿Se va usted? —le pregunta el conserje cogiéndole la maleta.

—Es decir… No lo sé todavía…

Todo aquello ha ocurrido en algunos segundos, en el ajetreo de un vestíbulo de gran hotel. Nadie se ha dado cuenta de nada anormal. Alrededor del grupo la gente se encuentra, se interpela, se reúne o se separa de igual modo.

Emilio se siente dueño del juego, a condición de no cometer la menor falta. Se le ofrecen por lo menos diez soluciones, y sabe, siente que no hay más que una buena.

Para vivir minutos como ese, para convertirse en la clavija maestra de la Agencia O, renunció a la marina y a todas las profesiones imaginables.

Se inclina hacia la desconocida; decididamente, la escoge a ella y con un gesto que parece natural, con un gesto que parece una simple galantería, agarra el asa del maletín.

—¿Permite usted que…?

Y, en voz más baja:

—Hay media docena de policías en la calle…

Sergio Gorskine no ha vacilado tampoco. Se acerca a su vez.

—Perdone —dice con un fuerte acento—. Esta dama va conmigo, y si usted lo permite…

Quiere apoderarse del maletín. Emilio actúa rápidamente. Sería una pena que él u otro de los personajes se le escapasen. A su derecha una vidriera de cristales esmerilados ostenta la palabra «Dirección». Es allí, Emilio lo sabe, donde se encuentra la inmensa arca de caudales del hotel, en que los viajeros pueden alquilar un departamento.

Entra allí como una exhalación, dejando a los otros alelados.

—¿Quiere hacer el favor de encerrar inmediatamente este maletín en el arca y no entregarlo a nadie, bajo ningún pretexto?

Solo el conserje se ha dado cuenta de algo. Pero un cliente le tira de la manga y le hace preguntas en español…

El secretario del director coge maquinalmente el maletín y se acerca al arca.

—¿Cuál es el número de su departamento?

Queda muy sorprendido cuando, al volver, ya no ve a su apresurado cliente.

—Perdone, señor Gorskine…

Este se halla de pie junto a la puerta del despacho, con la mirada sombría.

—¿Ha dejado usted que se fueran aquella dama y aquella señorita?

Entonces, Gorskine pregunta con amenidad:

—¿Es usted el detective?

Y Emilio responde:

—¿Es usted el colega del señor Saft?

Gorskine replica, lúgubre:

—Yo hubiera debido hablarle a usted ya esta mañana…

—¿Tiene usted interés en que esa dama y esa señorita se escapen?

—Creo que vale más que sí.

—¿Sabe a dónde van?

—Una de ellas lleva un billete para Ámsterdam.

¡Bien informado el Gorskine! ¡Tan bien informado como el mismo Emilio!

—Sería fácil en esas condiciones, si la mujer no ha mudado de opinión… ¿Quiere entrar conmigo un instante en el despacho?

Gorskine obedece de mala gana. El secretario del Bristol, contento de volver a encontrar a su extraño cliente del maletín, le entrega una llavecita.

—¿Quiere firmar un recibo?… Usted se fue sin darme su nombre y el número de su habitación.

Todo va bien. Emilio tiene la llave en el bolsillo. Descuelga el teléfono.

—¡Oiga!… El comisario especial de la estación del Norte, por favor —y volviéndose hacia su colega polaco—: ¿Quiere llamar al conserje?

Este llega.

—¿El número del billete de esa señora?

—Coche 3, departamento 5.

—¡Oiga! ¿El comisario especial?… Aquí la Agencia O… Sí… La policía oficial le confirmará luego mi comunicación. ¿Quiere detener a la persona que tomará el Etoile du Nord con un billete que lleva la indicación: Coche 3, departamento 5?… Sí… Seguramente es una señora. ¡Oiga! No corte. Aún hay más… Es probable que en el mismo tren… ¿Cómo? ¿Que sale dentro de ocho minutos? Obre rápidamente… Vea si hay un anciano con aspecto de un modesto rentista y que, casi es seguro, lleva un pasaporte extranjero… No sé si irá solo… Si no va solo impídale que se vaya y a su compañero también. Si va solo deténgale de todas maneras… Sí… Telefonee enseguida al Hotel Bristol… Pregunte por el señor Emilio… ¡Gracias, comisario!

Sergio Gorskine se ha sentado en una silla en un rincón del despacho.

—Hubiera valido más no detenerlos —suspira enjugándose la frente.

Luego, cada vez más lúgubre, pregunta lanzando a Emilio una mirada de admiración:

—¿Cómo ha sabido usted que había una prima de cien mil zlotys?

IV

El más duro de pelar fue el abogado fiscal.

—Sepa, joven —dijo recalcando las sílabas—, que la magistratura no está a la disposición de un empleadillo de la Agencia O. Si tiene usted que hacer revelaciones, preséntese al juzgado y quizás consentiré en recibirle.

—Creo, señor, que si usted telefoneara a la embajada de Polonia, esta le diría que acaso sería preferible que…

Insiste en su idea. No quiere ya soltar el maletín ni siquiera llevando la llave del arca en su bolsillo.

Los señores del juzgado no tardan en mudar de opinión, puesto que, antes de transcurrida media hora, el fiscal se presenta en el Bristol acompañado del juez de instrucción y de los dos personajes que por la tarde recibieron a Emilio en la embajada.

Les hacen pasar al despacho del director. Emilio ruega al secretario que se vaya.

Aunque ya no lleva su modesta ropa de empleadillo, como dice el abogado fiscal, Emilio, por una coquetería en él habitual, vuelve a adoptar su voz suave y humilde.

—Me excuso, señores, por haberlos molestado. Hallándose el maletín en cuestión dentro de ese cajón, he creído que era imprudente dejarlo sin vigilancia o transportarlo antes de haberlo puesto en manos seguras… Además, es aquí donde vamos a saber si ciertas personas que están metidas en este asunto han podido ser encontradas y si…

Uno de los polacos se dirige en su lengua a Gorskine, a quien parece conocer muy bien. Este responde sin entusiasmo y designa a Emilio, como si en cierto modo confesara:

—No lo sé. El que lo ha hecho todo es él.

El comisario especial de la estación del Norte ha telefoneado ya. Ninguna mujer se ha presentado para tomar el Etoile du Nord con el billete de que le hablaron.

¡Caramba! Sospechó la trampa que le tendían.

Por el contrario, un hombre de cierta edad, que respondía a las señas dadas por Emilio, acompañado de una mujer que se decía enferma —y que tenía unos pies muy grandes—, escapó con ella por lo contravía, en cuanto la policía empezó la inspección del tren.

De momento los buscaban en la estación y sus alrededores.

Es el viejo Isaac —dice uno de los polacos de la embajada al asombrado fiscal—. Sería de desear, para nuestro país, que no lo encontraran, por lo menos enseguida.

Todas las policías internacionales conocen de nombre al viejo Isaac, que, por otra parte, no ha sido detenido nunca y está al frente de una banda casi tan imposible de coger como él mismo.

Sabido es que el viejo Isaac no intenta nunca golpes ordinarios. Es un cerebro, como se dice corrientemente, y, cuando ha trabajado en un país, este sabe lo que le cuesta.

—Señor fiscal —empieza el principal personaje de la embajada, escogiendo sus palabras—, le presento mis excusas por no haber apelado a la policía francesa y por haber dejado en este asunto que nuestra policía trabajara a escondidas de ustedes… Pero usted lo comprenderá dentro de un instante… Todavía no sé cómo este señor llamado Emilio…

Emilio se ha puesto entre los labios un cigarrillo que se guarda muy bien de encender.

—Ante todo —prosigue el polaco— le pido permiso para cerciorarme de que lo que buscamos se encuentra efectivamente en ese maletín… Si este señor quiere darnos la llave de la caja…

Unos instantes más tarde, el maletín, que pesa mucho, es colocado encima de la mesa del director del Bristol. Por faltar la llave, ha habido que ir a buscar unas pinzas para forzar la cerradura.

No se trata de un neceser de tocador y mucho menos de ropa interior femenina. Lo que se descubre bajo un montón de periódicos viejos son planchas de cobre finamente grabadas.

El fiscal no se engaña.

—¿El viejo Isaac se dedicaba a fabricar moneda? —exclama.

—No, señor fiscal. Y eso es precisamente lo más excepcionalmente grave de este asunto… El viejo Isaac, con la complicidad de un funcionario polaco, llegó, no se sabe todavía cómo, a apoderarse de las verdaderas matrices que sirven para imprimir los billetes de cien zlotys. Hace de ello poco más de dos meses y puede usted comprobar que guardó bien el secreto… En efecto, si la noticia se hubiese divulgado, hubiera creado un pánico terrible en el público y provocado casi inevitablemente una crisis monetaria en nuestro país…

»He ahí por qué el gobierno polaco ha guardado silencio y encargó a dos de sus mejores policías que se pusieran discretamente en acción… Los verdaderos nombres de esos policías importan poco. Llegaron con los nombres de Saft y Gorskine, a París, en donde todo hacía creer que se escondería el viejo Isaac…»

Emilio parecía sonreír beatíficamente. En efecto, lo que le revelaban ahora hubiera podido contarlo él. Si hubiese abierto el maletín lo hubiera comprendido todo, y, por lo demás, estaba mejor enterado que el hombre de la embajada.

—Lo que no se comprende es que la Agencia O… ¿Puedo pedirle que me diga de cuántos agentes disponen?

—Somos tres —respondió Emilio modestamente.

—¿Quiere decirnos lo que han descubierto?

—Con mucho gusto. Aunque todo el mérito corresponde a mi jefe, el exinspector Torrence, que perteneció mucho tiempo a la Policía Judicial… Ya ve usted, señor abogado fiscal, que rindo a nuestras instituciones los honores que les son debidos… La Agencia O, pues, descubrió que el viejo Isaac era demasiado astuto para servirse de lo que llamaremos la plancha de los billetes mientras había policías polacos que le pisaban los talones. La banda, pues, se dispersó por París… Por prudencia, los miembros de esa banda, cuando tenían que comunicarse entre sí, no se hablaban, no tenían contacto alguno visible, y se contentaban con mensajes en morse…

—¿Cómo no descubrió usted eso, Gorskine? —preguntó severamente el personaje de la embajada.

—Usted perdone, señor consejero, pero yo no aprendí nunca el alfabeto morse.

—El señor Gorskine ha trabajado muy bien —dijo Emilio, apresurándose a intervenir—. La prueba está en que, hace tres días, vino a instalarse al Bristol en la habitación contigua a la de una señora joven. Dicha señora era la persona que tenía en su poder las famosas matrices. Gorskine avisó a su colega Saft… La misma noche, mientras Gorskine estaba al acecho en el pasillo (la dama había salido), Saft, desde la habitación de su amigo, pasó por la ventana y andando por un reborde de ladrillos, entró en la habitación de la desconocida y se apoderó de las planchas de cobre.

—¿Es exacto, Gorskine?

—Absolutamente exacto.

—Por la mañana, la banda se enteró del robo, si se puede emplear esa palabra, y cierto individuo no vaciló en matar a Saft en su habitación de la calle Blomet para apoderarse otra vez de los cobres en cuestión… Por precaución, no los trajeron aquí, ni siquiera los sacaron de la casa de la calle Blomet, sino que los escondieron en la habitación de una joven que vive en aquel hotel y que pertenece a la banda…

Esta vez Gorskine protesta.

—¡No! Es una verdadera estudiante.

—Pero, desde luego, conocía a su vecina. Esta le pidió que le prestara un servicio… Luego, era necesario obrar aprisa y largarse de Francia, cuyo suelo empezaba a quemar… Por mediación de su vecina, el viejo Isaac, en la terraza del café, se puso al corriente del resultado de la expedición. La policía se pone en danza. Sin duda mi visita a la embajada no pasó inadvertida…

»Esa huida… ¿Puedo preguntarle, señor Gorskine, por qué, cuando le telefoneé no hace mucho a su habitación, y el conserje me aseguraba que usted estaba en ella, no respondió a mi llamada?»

—Muy sencillo… Estaba en el corredor, escuchando la conversación de dos mujeres en la habitación vecina… Oí el timbre muy bien, pero no podía abandonar la vigilancia.

—Gracias. Era el único punto oscuro. El viejo Isaac decide, pues, la huida general… Reagrupamiento en Ámsterdam. Pero es imposible pasar a recoger los cobres en la calle Blomet, donde la policía está de guardia… Le piden a la joven rumana que traiga aquí el pequeño bulto… Los asientos están reservados en el Etoile du Nord. En cuanto al cómplice que arriesga más en el asunto, el que asesinó a Saft de una cuchillada, supongo que es el que en la estación desempeñaba el papel de mujer enferma.

»Yo estaba en la cabina telefónica cuando vi bajar a la estudiante de la calle Blomet. Unos instantes más tarde… La cosa es tan sencilla, señores…»

—No importa, pero por una cuestión de segundos pierdo la prima —suspira Gorskine—. Lo había oído todo, arriba. Sabía que la señora tomaba el tren en la estación del Norte y que se llevaba el maletín… Me lancé tras ella… Le hubiera arrancado el maletín en el andén de la estación y… ¡Unos segundos, repito! ¡Cien mil zlotys!

—¿Quién sabe —murmura Emilio— si en el andén de la estación hubiera vuelto a encontrar ese maletín?… No olvide que hace dos meses que está sobre esa pista y que…

Emilio se acuerda del poco entusiasmo de Torrence por aquel asunto que, según él, no debía producir nada más que disgustos… Y he aquí que en dos días la Agencia O cobraba cien mil zlotys. ¿A cuánto se cotizaba el zloty en aquel momento? ¿A siete francos?… ¿A ocho?

—Ustedes comprenden ahora, señores, que el secreto debe seguir guardándose… Si se supiera que esas planchas han permanecido tanto tiempo en posesión de los malhechores… ¿Quién creería que no tuvieron ocasión de utilizarlas? ¿Qué sería del crédito de nuestro país si…? Por eso deseo…

Llamada del teléfono.

—¡Oiga!… ¿Don Emilio, por favor? Aquí el comisario especial de la Estación del Norte… Tengo que comunicarle una mala noticia…

¡Todo va bien, puesto que es una mala noticia!… El viejo Isaac y la mujer enferma han debido de pasar por entre las mallas de la red. Puede asegurarse que ni él ni sus cómplices iban a echar raíces en París.

—Si el señor Torrence, su jefe, quiere tomarse la molestia de pasar mañana por la mañana por la embajada, me complacerá entregarle la cantidad que…

Hablan, además, vagamente de una condecoración, cosa que no deja de motivar una sonrisa de Emilio. ¡Torrence condecorado! ¡Aquel bueno de Torrence, que no sabe nada del asunto y que está vigilando el pasillo de un modesto hotel de Montparnasse o quizá forzando las dos habitaciones que se le indicaron y que son las de un policía polaco!

Aquellos importantes personajes se congratulan. El maletín es transportado al coche de la embajada que reluce frente al Bristol.

—Oiga —murmura Emilio, dirigiéndose a su colega de Varsovia—. ¿Y si nos fuéramos a beber un…? ¿Qué es lo que se bebe a estas horas en su país?

—Vodka.

—Vamos, pues, a beber vodka en el bar… En cuanto a esos zlotys… ¿Está usted casado?… ¿Tiene hijos?

—Tengo novia.

—¡Pues es lo mismo! Bien, ¿qué me diría usted si partiéramos…?

Y Emilio encarga, quitándose de la boca un cigarrillo devorado a medias:

—¡Dos vodkas… dos!

En cuanto a Barbet, este puede esperar en el Vieux Beaujolais, donde el vino tinto no debe de ser malo.

FIN


“Le vieillard au portemine”,
Police-Roman, 1941
1. Quai des Orfèvres: oficinas de la Policia Judicial.


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