Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El apoyo

[Cuento - Texto completo.]

Rómulo Gallegos

I

 

 

En las afueras de la ciudad, en el camposanto de los lazarinos, sobre un collado donde había una tumba solitaria entre cactus y abrojos, dominando el mudo paisaje crepuscular, los dos minoristas se detuvieron:

—¿Con que nos deja Francisco!

—¿Qué se hace Manuel! No hay remedio. Yo no sirvo para la vida militante; lo comprendo. Necesito vivir más dentro de mí mismo: en la concentración del claustro. Será porque la fe y la vocación son en mí algo tan personal, que casi llegan a ser formas de egoísmo. ¿Me comprendes? De aquí que no me halague la misión de predicador. Cosas de mi temperamento. Nuestro Señor me llama por otros caminos. Por eso me había demorado tanto en recibir las órdenes mayores.

—Tienes razón; debes irte. Yo lo único que te digo es que me vas a hacer mucha falta. Si tuviera recursos abandonaría también el seminario y me iría contigo al monasterio; que también me atrae. Pero soy pobre; tú lo sabes.

—Tampoco resistirías, Manuel; la regla es dura.

—También es duro el aislamiento en que me dejas.

—No digas así.

—Ya no tendré quien me aliente cuando me vengan mis vacilaciones; esos desmayos de la voluntad, tan frecuentes en mí.

—Nuestro Señor estará contigo y te dará fuerzas. Escríbeme siempre, con frecuencia; confíame tus angustias y procura ser fuerte. Yo te escribiré también, tan a menudo como me lo permitan en el monasterio. Y allá veremos si andando el tiempo podremos reunimos otra vez.

—Me vas a hacer mucha falta, Francisco.

—¿Vaya! No te desalientes así. Es la voluntad de Nuestro Señor. Ofrezcámosle esta amargura.

De las barrancas, en la tranquilidad de la tarde, subía el monótono canto del sauce, ululaba el viento sobre las lomas y por entre los enjutos arcaduces del monte. En su recinto de colinas azules, la campiña, joyante al capricho pintoresco del sol de los araguatos; sobre el claro ocaso la silueta de la ciudad: cimeras de chaguaramos, geométricos perfiles de cipreses y araucarias, distantes, dos cúpulas gemelas; una ceja de monte en la brusca fuga del abra. Sobre el panorama, altanero y jarifo, el Ávila en reposo.

—Tu monte, Francisco; tu símbolo de la voluntad serena y fuerte.

—¿Mi montaña querida! Hoy se ha puesto la estameña franciscana. Ya no volveré a verla. Ahí te dejo mi monte, Manuel.

 

II

 

Al día siguiente, Francisco partía hacia un lejano monasterio. El joven minorista, camino de su ideal, tenía más bien un aire resignado y estaba más taciturno que de costumbre, de manera que, cuando Manuel conmovido hasta las lágrimas le tendió por última vez los brazos, ya en marcha el tren, apenas le dijo:

—Adiós y procura ser fuerte.

De regreso al seminario los compañeros comentaban:

—Es una verdadera amistad.

—¿Qué hará ahora Manuel sin Francisco?

—Era su apoyo en todo.

—No me extrañaría que abandonara el seminario.

—Ese Manuel es un pobre muchacho.

—Se ha propuesto ser místico. Como si eso fuera cosa de proponerse.

Todo el día se lo pasó Manuel encerrado en su celda, sumido en una obstinada taciturnidad, esquivando la compañía de los que querían hacérsela para disiparle aquel humor melancólico, lo cual le importó una áspera reprimenda del Rector que no hallaba motivo para tanta aflicción en la partida de un amigo, por íntimo y querido que fuese. Y con esta primera amargura empezó el minorista a apreciar la falta del compañero y la dureza de la disciplina, cuyo rigor no le dejaba sentir hasta entonces el apoyo que su espíritu vacilante hallara siempre en el de Francisco, sereno y fuerte.

 

III

 

A éste le debía su vocación que se le reveló como leyera unos escritos empapados de misticismo que por aquel tiempo publicara Francisco. Fue en su pueblo, seis años hacía. Sin duda ya existía a su alma aquella propensión mística, bebida con el aliento de la desolación de su paisaje llanero; aquella vaga tendencia a lo sobrenatural y misterioso, que es como un deseo de andar y que adquirió con el hábito de mirar horizontes, mientras el lendel de la noria paterna volteaba el jamelgo taciturno exprimiendo a la tierra la frescura del agua.

Teníala el padre para regar el pegujal de que viviera la familia, y era el oficio de Manuel, desde muy niño, arriar la bestia para que no parara de sacar agua. Y allí, bajo el cobertizo, frente a la llanura estuosa, se pasaba toda la mañana, imaginando extraordinarias andanzas por aquellas veredas sin fin, mientras la tibia agua llenaba en silencio el cangilón. Desde entonces era místico. Sí. Indudablemente lo era. Misticismo eran aquellos deseos imprecisos que le absorbían el alma haciéndolo olvidarse del caballo que, aprovechándose de su ensimismamiento, se paraba a soñar con la llanura, tal vez con el regalado trocito de la libertad, a escape por la tangente del círculo que lo uncía. Y el minorista se complacía en descubrir en sí mismo, desde la infancia más remota, aquella propensión mística que es señal de distinción en un espíritu. Recordaba que más tarde, cuando se preparaba para la primera comunión, la vaga tendencia se convirtió en deseo, bien preciso, de dedicarse a la Iglesia, de meterse a sacerdote. Poco después llegaron a sus manos los escritos de Francisco. Prestóselos el Cura de su pueblo recomendándoselos como cosas muy bellas y piadosas que escribía, allá en la capital, un joven de mucho talento y ejemplar vocación que tenía un nombre escogido para la santidad. Y con esto se decidió su vocación. Dijo en la casa que su voluntad era irse a la Capital porque tenía determinado ingresar al seminario, y que quería que se lo permitieran y que le dieran algo para el viaje. Complacióse la madre, desaprobó el padre, pero terció favorablemente el Cura, y Manuel obtuvo el permiso y algo, muy poco, para los menesteres del viaje. Con lo cual y con una grande ansiedad, púsose en camino en la compañía de un amigo de su padre que llevaba un ganado a vender.

 

IV

 

Evocaba aquel viaje interminable a través de la pampa, por los largos caminos, entre el polvo y el sol, al amoroso andar de la vacada, el quejumbroso cantar de los llaneros en el silencio de los campos; las garzas junto al agua dormida del caño; la majada a la intemperie bajo el relente de la sabana; la siesta a orillas del turbio cilanco del abrevadero: la res desgaritada que se volvía a la sabana bebiéndose los aires, altiva la cornamenta, y la que caía a orillas del camino, cansada, aturdida del sol; el paso por los pueblos del tránsito, melancólicos desiertos y pobres; la llegada, por fin, a la capital. Tenía fresca en la memoria la impresión gratísima que le produjera la ciudad, el arrimo de su montaña azul, con las torres y cúpulas de sus templos doradas al sol, con sus almacigos de fronda por encima de los rojos tejados. Y la noche en la posada, noche más larga que todas las noches; y el amanecer, por fin, y su llegada al seminario. La primera conversación con el joven del nombre ungido para la santidad, los grandes ojos plácidos de Francisco; su hablar reposado entre sonrisas de una ironía tierna que él no comprendía, aquella manera suya, tímida y persuasiva, y las cosas que decía a propósito de la vocación.Y toda su vida de seis años en el Seminario, su vida íntima, la atormentada vida de su espíritu. Las emociones del día en que vistió por primera vez el traje talar; la impresión imponente que le produjeron los primeros oficios a que asistió en la Catedral, su perplejidad al ver los canónigos en el semicírculo del coro, graves y lívidos en sus sitiales, casi fantásticos con aquel aparato litúrgico, misterioso para él, en aquel ambiente que llenaba la rotundidad del canto gregoriano, aquel canto que despertaba en su alma remembranzas del paisaje nativo. La exaltación de los primeros meses, las vidas de santos devoradas en las largas vigilias; la noche en que por fin, después de haberlo meditado mucho y tomado precauciones para no ser descubierto, se decidió a aplicarse unos disciplinazos para dominar ciertos ímpetus pecaminosos de la carne, como era uso y costumbre de santos en tales casos, según lo que había leído. Y el doloroso desencanto que tuvo al día siguiente cuando le contó a Francisco su proeza, mostrándole las azotadas espaldas, y éste se lo desaprobó, sonriendo con aquella ironía tierna que tenía para todas las ocurrencias de su amigo. Y después de aquel desencanto que tan profundamente lo afectara; la primera duda, la duda perenne ya: el horrible miedo de no servir para aquella altura que se proponía.

 

V

 

Con estos ingratos soliloquios ocupaba Manuel la ausencia del amigo a la que no acababa de acostumbrarse. De tiempo en tiempo recibía cartas suyas, en las que había siempre una oportuna palabra que reanimaba en su alma el amortiguado rescoldo de la vocación, y, a su vez, él se las escribía largas y minuciosas. En una le decía: “Es horrible esto. Querer andar y saber que no se puede. ¿Comprendes lo que te quiero decir? En estos días me he acordado mucho de los tiempos de mi niñez cuando era mi oficio arriar el caballo de la noria de papá, para que no dejara de sacar agua. Así estoy otra vez: arriando la flaca bestia de mi noria espiritual. ¿Qué trabajo, Francisco! ¿Qué trabajo tan arduo! Los desmayos aquellos que se han hecho más frecuentes y más agudos. En veces me paso días, semanas, meses enteros, abandonado de Dios, sin fe, sin voluntad para nada. Sufro lo que no te imaginas. El mes pasado había hecho la resolución de abandonar el seminario; ya no podía más e iba a comunicárselo al Rector cuando recibí tu carta. ¿Para qué la escribiste? Si no, a estas horas estaría yo en mi pueblo, ocupado en un bajo oficio cónsono con mi condición, como un campesino cualquiera, obscuro, ignorado, pero tranquilo el espíritu y no en este áspero camino, con esta aspiración mayor que mis fuerzas. Y todo porque leí tu carta. ¿Qué virtud la tuya de saber encontrar la palabra que llegue al alma, que decida un destino! ¿Crees, de verdad, que mi fe es superior a la tuya, que mi vocación es más fuerte que la tuya, por lo mismo que lucha? ¿Lo crees de verdad, o lo dices para darme bríos, tan solo? Si no lo crees ingenuamente, no debes decírmelo; podrías hacerme un mal muy grande, hacerme tomar un camino por el cual no pudiera andar después. En todo caso yo prefiero tu serenidad. ¿Que la lucha es más meritoria? ¿Ah! ¿Francisco, Francisco! Veo tu sonrisa. No debieras jugar así con esta pobre alma mía. ¿Para qué escribiste eso? Aquí estoy otra vez arriando la flaca bestia de mi noria espiritual, a ver si puedo al fin sacar un poco de agua para regar mi huerto, mi pobre huerto místico, abrasado y mustio. ¿Vano empeño! Pero tú lo quieres. ¿Sea, pues! ¿De manera que he de continuar? ¿Y la voluntad? Tú no la tienes nunca en cuenta, no reparas que a la mía no se le pueden pedir grandes esfuerzos, porque es débil y vacilante, y cada vez que me detengo me dices: sigue, sigue. ¿Como si yo tuviera fuerzas! ¿No será más bien, una crueldad lo que haces conmigo? Tu confianza me fortalece, pero es cosa de momentos; ahí mismo se me cansa la voluntad, me viene el desmayo mortal. Francisco, yo no podré resistir mucho tiempo; en este abandono en que me has dejado solo me sostiene el saber que en un rincón del mundo hay una voluntad impasible y fuerte, un alma grande que espera algo de mí; pero en veces se me ocurre escribirte que me hagas el favor de no esperar nada de mí, porque yo no sirvo para nada. Mi alma es una pobre alma vulgar, incapaz de esas elevaciones de la tuya. ¿No me pidas heroísmos! Soy un palurdo que apenas posee una humilde fe de carbonero a quien tiene deslumbrado tu misticismo. ¿Qué miseria la mía! Si supieras el trabajo que me ha costado componer unas alabanzas de la Eucaristía. ¿Un mes entero! ¿Y si vieras lo que resultó! ¿Qué ira contra mí mismo! Me parecía estar viendo tus ojos serenos y tu sonrisa. ¿Soy un pobre diablo, Francisco! No se me ocurren sino vulgaridades. ¿No esperes nada de mí!”. Y en otra, meses después: “Hace tiempo que no recibo una sola letra tuya y no sé decirte qué te agradecería más: que me siguieras escribiendo o que no te ocuparas más de mí. No te enojes porque te lo diga así, lisa y llanamente. Son cosas que se me ocurren en este continuo batallar conmigo mismo. Las pienso, las escribo y luego me arrepiento de ellas. ¿Dirás que soy un neurasténico? Si te parece no me hagas caso y escríbeme, pero si te cuesta dificultades o si no te provoca no lo hagas. ¿Quién sabe qué será lo que me conviene? Otra vez te repito que soy un desgraciado. Mi salud se empeora cada día, ya no puedo trabajar siquiera dos horas de seguida; me acometen vértigos. Tengo mucho que contarte pero los insomnios y estas batallas mías no me dejan poner orden en mis ideas. En veces se me ocurre matarme. No lo haré; no hay cuidado. El otro día me subí a la azotea, resuelto. El Avila estaba precioso, tenía unos efectos de sol tan suaves y dorados. Me acordé mucho de ti ¿La herencia que me dejaste! ¿Qué horrible es no tener voluntad! Ahora estoy ocupado en prepárame para la ordenación. Alea jacta est”.

 

VI

 

—Padre Manuel: una carta para usted.

—A ver. ¿De Francisco! ¿Por fin! ¿Por fin! “Ya sé que has llegado al fin de tu camino, a pesar de todos los desmayos y vacilaciones. Te imagino ordenado ya y me acuerdo del día que tocaste a las puertas del seminario, temblando de miedo. ¿Cómo ha pasado el tiempo! Cómo hemos cambiado nosotros! Tú. Ya te veo: convertido en el ermitaño del paseo. Así te llamo desde que sé que luego de ordenado pediste que te pusieran de Capellán de la ermita, nuestra ermita en cuyo altozano tantas veces hemos soñado juntos. ¿Qué dulces y tristes los recuerdos del paisaje familiar que tus cartas evocan! veo la capillita sobre la colina, con su pintoresco ciprés, viejo y siempre verde, el caserío al caer la tarde, Caracas todo, y el Ávila, querido monte sereno y fuerte. ¿Qué nostalgia al recordar aquellos tiempos en que te hablaba de mi monte nativo, proponiéndote como una norma de vida interior su fortaleza tranquila! ¿No se me quita de la memoria la línea reposada y vigorosa de su contorno! Y te veo a ti, en el altozano de la ermita, delgado como siempre, con tu cara larga y pálida y tus ojos asombrados detrás de los cristales desagradablemente blancos, contemplando el crepúsculo, el estupendo crepúsculo de nuestro cielo taumaturgo o viendo el caserío animado con el trajín de la gente que regresa del trabajo, mientras en la espadaña de la ermita la campana hace bajar la bendición del Angelus sobre la paz del barrio. ¿Manuel! ¿Manuel! ¿Qué ganas de llorar tengo! ¿Cómo pasa el tiempo! ¿Cómo se va la vida y se lleva lo mejor del alma!

 

En los zarzales del camino deja
una cosa cada cual: la oveja
su blanca lana; el hombre su virtud.

 

“¿Qué verdaderos son estos versos bellos y amargos! Por eso te admiro: tú has salvado tu virtud. A fuerza de arriar la bestia de tu noria espiritual tienes aguas para regar tu huerto. ¿Dices que reconoces que es un romanticismo pueril lo que has hecho encerrándote en una ermita que no es sino uno de tantos adornos de un paseo? Bien; romanticismo es, como también lo es encerrarse en un claustro e irse a la China a convertir infieles. Ese es tu huerto místico; cultívalo con amor y no te importe pasar inadvertido porque a veces la oscuridad y el silencio son garantía de virtud. En cuanto a tus sermones, que he leído con cariño, tú sabes mi opinión, Manuel. Efectivamente no eres predicador. En el estilo te descuidas mucho. Por lo pronto he de decirte que haces mal en incluir el rocío entre los elementos naturales. El efímero y frágil sudor de la noche ha debido asustarse mucho al encontrarse en la intranquilizadora compañía de entes tan terroríficos como son los elementos naturales. Cuídate más del estilo, carísimo Manuel, y perdóname esta humorada perversa. Por lo demás describes bien. Tus cartas me hacen ver el cuadro: el sol de la mañana dentro de la ermita, el grupo de rústicas mujeres de las del barrio y alguna señorita del centro que fue de paseo y entró a la ermita porque la vio abierta, con la misma curiosidad indiferente que la llevara a pararse ante el estanque de las garzas o las jaulas de las fieras, y sobre el auditorio tu palabra inflamada de misticismo franciscano, en tanto que en la vaga lontananza se yergue la cumbre avileña, diáfana y joyante. En cuanto a lo que me dices de tu incapacidad para las altas concepciones místicas, ya te he dicho que no debieras mortificarte tanto por ello, primero: porque ya me pareces bastante místico, y luego: porque tu verdadero valor no estaría en esa capacidad que tanto te obsesiona, sino en tu deseo de perfección y en la virtud de esa tenacidad obscura y heroica con que has venido dándole a tu alma la forma de tu ideal. ¿Que tu obra es pequeña, inútil? ¿A qué llamas tu obra? ¿Crees acaso que tu obra debe andar por el mundo alborotándolo, pasmándolo con tus portentos, llenándolo de tu nombre? ¿Crees que solo a una grande empresa puede llamarse obra? Pues mira: la tuya es meritoria sin ser sonada, y por lo mismo que ha pasado inadvertido para el mundo yo admiro la tenacidad de tu heroísmo. Has sido un oscuro escultor de tu alma, paciente y fuerte. ¿Cuánto te envidio, Manuel! Siempre había reconocido y admirado en ti esa rara forma de la voluntad enérgica: la forma de la debilidad, de la aparente falta de carácter. En cambió, yo, el fuerte, el impasible, ¿a qué miseria he venida a parar! Es el socorrido caso de la paradoja de las tormentas del agua tranquila. Eran corrientes silenciosas y traidoras que en el fondo de mi alma pasaban hacia una vorágine mientras en la superficie el más leve rizo no denunciaba la recóndita violencia. Comprendo que esto que te digo tiene que ser tremendo para ti, y reconozco que hago mal en quitarte tu mentirà. Tú te habías formado una gran idea de mí, de la energía de mi carácter, de la elevación de mi alma, y en esa mentira te habías apoyado, confiado y tranquillo. Yo te la dejé formar sin atreverme a desvanecértela, pero ya no necesitas sostén extraño; has probado ser fuerte. Lo que tenías era miedo de acometer la empresa. Si te hubiera dicho que hicieras solo el camino que has hecho, seguramente no te hubieras atrevido. Yo lo comprendí así desde el principio. Pues bien, solo lo has hecho; el compañero que traías, tu sostén y tu guía era una vana sombra, un espejismo de tu propia voluntad. Entre nosotros -¿quién lo creyera?-, el fuerte, el capaz de grandes cosas eres tú. Hazme justicia creyendo esto que te digo: yo nunca me engañé respecto a nuestra mutua situación en el mundo. Has de saber que abandoné el claustro y por lo mismo que abandoné el Seminario: por no haber encontrado tampoco en él lo que buscaba. ¿No encontrar lo que se busca! Parece que esto quisiera decir que el Ideal que perseguimos es tan alto que en ninguna parte se alcanza. Ahora bien: ¿sabes por qué no encontré en el claustro lo que buscaba? Por lo que no lo encontré tampoco en el Seminario: porque yo no busco nada. Soy una voluntad muerta que va por el mundo sin rumbo fijo, sin objeto ni fin, haciéndose la ilusión de que persigue alguno inalcanzable. ¿Y tú creías que lo horrible era tener luchas! ¿Cómo envidio las tuyas! ¿Cuánto no daría yo por una de esas torturas que ocupan toda una vida, en cambio de este atroz vacío del alma! Así, pues, no creas más en mí, no pienses más en mí, deséchame, como se desecha por roto e inservible el bordón en que nos hemos apoyado alguna vez.”

 

VII

 

Las últimas frases de la carta cayeron abrumadoras y desesperantes en el alma del pobre ermitaño del paseo. Inclinó la cabeza sintiendo el acorador desaliento que deja un largo esfuerzo inútil. Y aquel día la ermita no se abrió.

*FIN*


El Cojo Ilustrado, 1911


Más Cuentos de Rómulo Gallegos