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El ascensor

[Cuento - Texto completo.]

Carlos María Gutiérrez

A Yenia Dumnova

Es sábado, anochece y el doctor Federico Elordi está solo en la casa. Por la mañana su socio en el bufete, un contador, le ha dicho que el póker habitual será esa noche en un sitio distinto, posiblemente el apartamento de un norteamericano de la Embajada. Pero todavía no sabe la dirección exacta: la secretaria telefoneará a Elordi. Después han vuelto a revisar juntos, con minuciosidad, los contratos de exportación que deberán seguir a la firma del decreto. Casi todos los generales de la Junta ya han sido aplacados o convencidos: sólo falta el más encumbrado, que es también el más difícil. Por eso vino Gómez Ansaldo desde Roma.

Antes de salir, esa mañana, el contador ha guiñado un ojo cabalístico: que vaya precavido, porque el famoso embajador Gómez Ansaldo, invitado de honor al póker, ha dicho que estará encantado de ver a su viejo condiscípulo Elordi, después de tantos años.

Alicia, siempre callada y con el luto por la madre, se ha ido al chalet de Punta del Este, a vigilar sus rosas obsesionantes. El almuerzo solitario, en la gran mesa del comedor, fue estropeado por la prisa de la cocinera y el mucamo en aprovechar su día libre.

La secretaria aún no ha llamado. La casa vacía desasosiega a Elordi, que no soporta quedarse sin interlocutores y obligado a monologar pensamientos impropios. Una siesta mal dormida lo ha hecho despertar con frío, indeciso sobre la estratagema de la partida de póker, organizada en un lugar seguramente desagradable y con gente que no le interesa ver.

Ese año el otoño en Montevideo es apacible. Elordi ha separado, en su cuarto de vestir,un pantalón de franela, mocasines cómodos, un jersey de cuello alto y ha reservado para la elección final una chaqueta de ante y un blazer azul. Como ama el orden, tiene alineados sobre el tocador, igual que cada día, los objetos confirmatorios: el encendedor Cartier con sus iniciales en laca, la chequera de un banco norteamericano encuadernada en piel, las llaves del BMW , la medalla de consejero de Estado, el lapicero de plata con el que firmó en Washington un tratado, como canciller. Al final de la nítida hilera está el reloj: una delgada caja de platino con la malla florentina cincelada en oro. Sorprendido, advierte ahora que el reloj se ha detenido (por primera vez) y marca las doce. Pero cuando quiere correr las agujas no puede moverlas. Este otro arreglo también deberá esperar al lunes.

En el baño abre el grifo del agua caliente, dejando que el piyama se deslice a sus pies. Examina en el espejo su cuerpo: el vientre enjuto, el sexo sombrío que ha llegado al pacto entre los instintos y la serenidad de los sesenta, el cabello gris sin evidencias de calvicie. Antes de entrar al agua muequea, ejercitando la dentadura intacta y la mirada alerta.

Más tarde, cuando está calmando con resoplidos y breves palmaditas la quemadura del agua de colonia en las mejillas pulidas por la afeitadora eléctrica, cree oír el teléfono en la planta baja y va a atenderlo, anudándose la salida de baño.

El mucamo ha dejado casi toda la casa a oscuras. Elordi desciende guiándose por el resplandor ambarino de una lámpara. El teléfono ha dejado de sonar. En la penumbra todo le parece desconocido: las puertas entornadas que dan a las habitaciones silenciosas, los espacios de los ventanales, el rellano de la escalera, el alfombrado claro y espeso. En el fondo de la sala la lámpara ilumina la mesita con el teléfono mudo; desde la pantalla sube una curva de luz hacia el Vicente Martín recién comprado. Elordi cree en la cualidad milagrosa del dinero, que puede transfigurarse y emerger de la suciedad y la sordidez (como un ser humano aflora en el parto desde la sangre, las mucosidades y la culpa) para convertirse en belleza total, sin rastros de su origen. Con los pies desnudos en la tibieza de la alfombra, vuelve a disfrutar el equilibrio inteligente de la pintura de Martín, los tonos supeditados a la hermosura que no inquieta, la discreta maestría de las figuras que no revelan su secreto. Descubre, sin embargo, un nuevo efecto: la luz hace retroceder los azules hacia la penumbra y los objetos inventados por Martín desaparecen, mientras los púrpuras y los ocres cobran una rugosidad de empaste que antes no estaba y que los transforma en coágulos de una materia indefinida y repugnante, casi orgánica. Más allá de la mancha luminosa, el abismo en sombras de la pared devora la belleza del cuadro. El teléfono suena, agudamente.

La mujer que habla no es la secretaria del bufete, aunque pide a Elordi que anote la dirección prometida. El escribe, extrañado, pero sigue pensando en la imagen de la pared y en que lo sabido a medias es la forma más detestable de la inseguridad. La mujer espacia las palabras y estira las vocales, como si las pronunciara sonriendo. Elordi sabe, súbitamente, que esa desconocida lo odia como nadie lo ha hecho. Pregunta con quién está hablando, cuál es el apellido del anfitrión. No hay respuesta y sólo oye una respiración pesada, que aguarda. Un instante después la comunicación se corta del otro lado.

Elordi recorre la sala a grandes pasos, encendiendo todas las luces. El Martín, los demás cuadros, el ángel salmantino de piedra, lo rodean inmediatamente, de nuevo familiares. Oliendo en sus manos el agua de colonia alemana, va a la planta alta y se decide por el blazer.  Ya vestido, saca un pañuelo de la cómoda, pero el cajón abierto exhala otra vez el aroma de María Isabel y, de pronto, parecen posibles otro viaje con ella a Nueva York, otro invierno. Luego baja a la biblioteca y enciende sólo la lámpara del escritorio amplio. Aparecen las estanterías abrumadas de libros, los diplomas numerosos en sus marcos de caoba, las fotografías de las Naciones Unidas y la OEA. En una mesa baja, junto a las bebidas en sus botellones de cristal, los diarios y revistas extranjeros llegados esa semana esperan el hojeo del domingo.

Elordi llena de scotch un pequeño vaso y lo bebe de un trago. Se sirve otro, esta vez saboreando sin prisa el licor con gusto a humo y a maderas añejas, y deposita el vasito en un estante. Allí aparta algunos libros y mueve el dial de un coffre-fort empotrado. La puertecita verde se abre. Elordi cuenta cien billetes de mil dólares y añade otros uruguayos de alto valor, que son limpios y tersos, sin estrenar, con hermosas filigranas de colores y una escena histórica dibujada por un maestro grabador de Londres, donde los gauchos ostentan fisonomías rudas y honradas de irlandeses. Elordi mete el fajo en un sobre, lo guarda en un bolsillo interior y paladea el resto del scotch,  mirando otra vez su fotografía preferida: Adlai Stevenson y Valerian Zorin escuchándolo interesados, los tres en el sector de la letra U de la Asamblea General, mientras él, con una mano levantada y los anteojos en la punta de la nariz, algo parecido a Anthony Edén, lee la declaración condenatoria de Cuba (“Los dos están muertos y yo no”, piensa.) Ese año había nevado en Manhattan inesperadamente temprano. Entonces fue con María Isabel a Sachs y cumplió la promesa del abrigo de visón. Ella le propuso estrenarlo con un paseo por la nieve del Central Park, como si todavía fuesen novios. Pero era 1962, estaba culminando la crisis de los cohetes soviéticos y Stevenson había citado en su hotel a los delegados confiables más importantes. Por la tarde, Elordi dejó a María Isabel en un teatro y postergaron el paseo de novios para la Asamblea General del año siguiente, sin saber que ya sería tarde.

Ahora Elordi cierra el coffre-fort, repone los libros en su sitio y borra en el estante con el pañuelo las marcas húmedas del vaso y de la nieve del Central Park.

Ha dejado el automóvil, porque el apartamento está en una calle cercana y puede ir a pie. Apenas sale, comienza una llovizna impalpable. Elordi camina con las manos en los bolsillos y la pipa apretada entre los dientes. Sus pies pisan las hojas del otoño y siente en la cara los dedos levísimos del agua. El calor aromático de la mezcla holandesa le pasa morosamente por la nariz. Elordi atisba por un momento una idea de una pureza absurda: que la caminata bajo la llovizna va hacia un lugar donde lo espera alguien que lo ama; al mismo tiempo piensa que la caminata durará siempre y que nadie está aguardándolo. Casi enseguida encuentra el edificio. Una fachada de mosaicos blancos asciende en la noche incipiente, pero entre el follaje callejero se divisan sólo ventanas apagadas y balcones de línea imprecisa. Elordi entra al jardín y por las grandes vidrieras del vestíbulo examina las paredes interiores de color púrpura, el piso de losas negras, dividido por finas líneas de bronce, la soledad de las construcciones caras y modernas. No hay sillones ni plantas; sólo las armoniosas proporciones del espacio vacío y un resplandor severo, difundido desde un punto oculto por la sabiduría del arquitecto. En el rectángulo de mármol negro rodeado de vidrieras que forma su vano, las puertas de cristal y acero se abren sin esfuerzo cuando Elordi las empuja. En las paredes del vestíbulo no hay portero eléctrico ni otros aparatos: las superficies purpúreas están interrumpidas únicamente por los paneles de acero inoxidable de un único ascensor. En uno de los paneles está incrustado un pequeño disco de luz violácea. Elordi lo roza con un dedo y el circuito electrónico franquea el paso. Después de entrar Elordi, los paneles vuelven a juntarse con un rumor de rodamientos invisibles.

Los lados (también de acero inoxidable), el piso de un material negro y flexible, la luz indirecta y los círculos violáceos que indican los pisos en dos hileras horizontales sobre el metal, hacen del ascensor un objeto insólito, que sugieren otros usos. Elordi está vagamente intimidado, pero eso le pasa siempre ante la tecnología que no omite la belleza. Oprime el círculo séptimo. La cabina está tan bien balanceada que el movimiento sólo se nota en la iluminación sucesiva de las cifras.

Elordi experimenta la vieja sensación predatoria, olvidado del otoño exterior, de María Isabel muerta de un cáncer sin su paseo de novios, de la complacencia en debilidades anacrónicas. Desea hallarse de una vez en la mesa de juego, desea que llegue la medianoche. A esa hora, convenida ya por los socios, habrá evocado con el embajador Gómez Ansaldo la infancia y rescatado sus fragmentos compartidos: el aula olorosa a incienso en el colegio de la Sagrada Familia, con el ruido de la lluvia sobre los techos y un Cristo de tamaño natural, lívido entre hilos de sangre, que colgaba de clavos de verdad en la enorme cruz de la pared; los profesores de rostros olvidados, que reaparecían a veces, como recuerdo odioso, en la ojeada a un aviso fúnebre; los alumnos Gómez y Elordi sorprendidos en un retrete, con las manos culpables, por el Hermano Antoine. Ese año, antes de los exámenes, Elordi ya había verificado que el alumno Gómez era un muchachito triste, despreciado por casi todos los condiscípulos, hijo de una familia arruinada de notables y que su gran corbata de luto era por el padre, un político joven muerto en un duelo famoso. Y ahora, avisado por las historias del contador, se dio cuenta también de que aquel niño con acné, dedos sudorosos y olor a leche agria, cuya corbata negra se le acercaba mucho a consultar su cuaderno, además de medio hermano del general difícil siempre había sido marica.

Los cien mil dólares están en su bolsillo y las apuestas del contador completarán el precio; en realidad, poco, porque en el subdesarrollo todo se abarata. A medianoche el niño marica, ya obeso y con el pelo teñido, estará sentado frente a Elordi y al contador, los demás, viejos compañeros de juego y comprensivos colegas de negocios, habrán abandonado, aparentemente excedidos por el pozo. Cuando las grandes fichas de nácar hayan sido empujadas al centro de la carpeta, Elordi bajará sus cartas perdedoras y dirá una sola palabra, como un ensalmo; el contador lo imitará tendiendo su pobre baza y el embajador, con los dedos siempre sudorosos, expondrá su mano ganadora y recogerá con lentitud las fichas. El decreto será firmado el lunes por el general.

De todas maneras, hay que esperar a la medianoche para que las caminatas por la nieve o por la lluvia del otoño se conviertan al fin en tentativas ridículas; para que la seguridad de la riqueza y el poder sea definitiva, para que no importe el desprecio de la hija solterona y consagrada a sus rosas (que no le habla desde que él entró al Consejo de Estado). Dentro del Lancia con placa diplomática estacionado bajo los pinos del Pincio, el chulito romano recibirá su Rolex, consuelo de la breve separación. Besando la mano de la esposa del general difícil en el foyer del teatro Solís, Elordi comparará objetivamente, ya sin recuerdos inútiles, el nuevo tapado de piel que lleva la generala y el visón de Manhattan que María Isabel nunca estrenó. Ahora, con la mirada fija en los círculos violáceos, imagina esa purificación del dinero transmutado, pero como no quiere pensar a solas, ensaya en voz alta el ensalmo de la medianoche. “Paso.” Dice la palabra y los paneles de acero inoxidable se abren, con su rumor bien lubricado, sobre una oscuridad absoluta.

Elordi se apresura a salir, para orientarse al resplandor de la cabina, pero a su espalda el ascensor se cierra con un eco sordo, llevándose la luz. Ciego, Elordi explora la pared, la superficie de las puertas sin disco de llamada y por último, empieza a golpear los paneles, que retumban inexpugnables. Después se le ocurre que los ruidos de la reunión podrán guiarlo y aguza el oído, pero no hay tintineo del hielo en los vasos, o conversaciones; ni siquiera algún sonido desde la calle o el reflejo de una ventana, o la línea luminosa en el umbral de una puerta. Por un instante Elordi cede a su desconcierto, inmóvil, con las manos apoyadas en los paneles fríos que son su única referencia confiable. Rechazando un temor que lo ha escalofriado fugazmente, saca el encendedor y da un paso adelante, al tiempo que su pulgar va a producir la llama. En esa fracción del acto, una noción repentina e inverosímil lo paraliza: su pie que avanza no encuentra el suelo, desciende en el vacío sin posibilidad de detenerse, arrastra a la pierna y al cuerpo sorprendido sin apoyo. El encendedor se le escapa de las manos y Elordi divide su voluntad en dos acciones reflejas y simultáneas: su cuerpo, que no quiere morir, realiza un esfuerzo salvaje y tira del pie con todos sus músculos y nervios, las arterias del cuello a punto de estallar, y logra estabilizarse; su mente, entrenada sólo para lo lógico, rechaza la idea absurda y desautoriza la evidencia de los sentidos. En un fondo lejanísimo, allá abajo, oye el choque tenue del encendedor contra una superficie dura y permanece rígido en la oscuridad, con los pies juntos, sin parpadear. Gotas de sudor le resbalan por la espalda, con una frialdad diminuta. Las puertas del ascensor son su único dato cierto, pero cuando tantea hacia atrás, ya no las encuentra. Rechaza esa irracionalidad odiosa, porque el suelo sigue al menos bajo sus pies, innegable. Tiene la cara y el pecho empapados por una transpiración que le sala los labios y le arde en el roce del jersey, pero aguarda a que se calme un poco el pulso tumultuoso de la garganta y después se atreve a deslizar el pie derecho, primero hacia adelante sin levantarlo, haciéndolo reptar en zigzag. Repite la operación hacia los costados y hacia atrás; el otro pie cumple los mismos movimientos. Luego las manos giran metódicamente, explorando el vacío. Elordi descansa entonces unos segundos, flexiona las piernas con lentitud y queda de rodillas. En esa posición va palpando el suelo, deteniéndose estremecido cada vez que verifica inexplicables aristas irregulares donde termina el piso, cuyo material de poca consistencia se le desgrana entre los dedos. Desviando el cuerpo en períodos de paciencia infinita, se desliza sobre pies y manos, centímetro a centímetro y al fin su mejilla roza una superficie fría y ya familiar: las puertas del ascensor están en su sitio, o han vuelto a estarlo. Incorporándose, Elordi permanece de pie, el rostro y el vientre obstinadamente adheridos al acero, los brazos extendidos indagando con cuidado la pared que debía circundar las puertas. Entonces, lo que por fin puede comprender le produce un relámpago de horror y al mismo tiempo la aceptación, como en los sueños, de ese horror. Mientras va cayendo otra vez de rodillas, Elordi se deja invadir por una conclusión atónita, a la vez sublevante y justa, que no puede refutar pero tampoco lo quiere. Las paredes y el piso han desaparecido; sólo permanecen los paneles del ascensor y la especie de comisa donde él se agazapa, terminada en un borde anfractuoso que da al abismo. El vacío sin límites y la oscuridad rodean por todas partes ese islote incomprensible de materia, residuo de la realidad aniquilada. La luz, el sonido, las evidencias de la vida han cesado, sustituidos por su negación: el viejo temor elemental de las tinieblas y el silencio. Un olor fétido parece venir del vacío impredecible, hasta que Elordi descubre que es su propio sudor. Fuerza la parálisis de la lengua para oírse hablar al menos, pero no puede organizar ninguna idea. Ordena trabajosamente a sus labios un nombre de mujer que le viene del pasado, pero antes de llegar a formularlo lo olvida. En cambio, advierte que otra palabra va contrayéndole los músculos de la boca y se oye repetir “perdón”, sin entender el significado de los sonidos, que se transforman en un hipo ahogado por la saliva. Acurrucado contra la puerta infranqueable, empapado, dormita sin medios para calcular el tiempo. Una de las veces que despierta, huele una variante de la fetidez que lo envuelve: un vaho amoniacal que no reconoce. Sólo al remover un pie en el zapato encharcado, advierte borrosamente que está orinándose.

El industrial y abogado Federico Elordi, viudo, ex ministro de Relaciones Exteriores, consejero de Estado por designación directa de las Fuerzas Armadas, empieza a llorar en silencio. Las lágrimas y los mocos le resbalan por las comisuras y el mentón, mientras palpa con manos temblorosas (y ya ajenas) su entrepierna anegada y luego refriega los dedos contra sus ojos ciegos, trasladando a los párpados ardientes y apretados -bajo los que se suceden imágenes ocres y purpúreas sin sentido- y al rostro desfigurado por el espanto interminable, la elasticidad tibia de las mucosidades y la culpa, la humedad acre de la orina, la certeza de una condena, la imposibilidad de apelarla.

*FIN*


Los ejércitos inciertos y otros relatos, 1991


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