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El asistente

[Cuento - Texto completo.]

John O’Hara

La alarma del reloj sonó de repente, pero ella no recordó haberlo programado la noche anterior. Era un reloj despertador pequeño, plateado, con un dial de menos de cinco centímetros de diámetro, la bulla de ese pequeño aparato era molestoso, pero no tanto como para ser considerado imperativo.

Ella lo miró sin mover la cabeza de su almohada y dijo la primera cosa de enojo que le vino a la cabeza, y lo dejó sonar hasta que se le acabara la cuerda. Luego de eso, antes de cerrar los ojos nuevamente, volvió a mirarlo para ver la hora: eran las cinco y media.

Ella cerró los ojos en busca de un nuevo sueño y dormitó plácidamente por media hora más, fue muy placentero porque era un sueño robado. El hecho de ser las cinco y media de la mañana no significaba nada para ella, pero si hubiera sido seis y media podría haberle significado algo importante. Las seis y media o mejor aún si fueran las siete en punto. Siete en punto. ¿Qué era lo que tenía que hacer a esa hora? ¿Cuál sería el sitio donde tenía que estar a las siete de la mañana por el cual puso la alarma para las cinco y media? Aceptado que la hora fuese las siete en punto, le tomaría alrededor de una hora para vestirse y otra media hora para ir a cualesquier lugar donde fuere la cita. Tenía que encontrarse con alguien a las siete en punto, o a esa hora alguien iba a llegar a su departamento. La pregunta más importante no era tanto saber dónde sino quién.

Ella alargó su mano y con la habilidad de un ciego, cogió la cajetilla de cigarros de su cajita china, y con menos habilidad tanteó con su mano sobre la mesita de noche hasta encontrar el encendedor. Considerando que la luz de la primera llama del primer cigarrillo, podía ser tan cegadora como la bomba que cayó sobre Nagasaki, ella llevó el encendedor a la punta del cigarrillo aún con los ojos cerrados para protegerse del resplandor, y dio su primera chupada. Ahora bien, ella había despertado ya para todos sus efectos, o como uno de sus amigos, George Waller, gustaba decir siempre que había vuelto a juntarse con la humanidad al momento de beber su primer trago del día. George Waller había sacado ese dicho de un libro en alguna parte. Ella deseó que así como le era tan fácil recordar a George Waller, también pudiera recordar con quién tenía cita esa mañana, por eso, lo mejor era olvidar a George Waller.

Más decidida, ella dio una profunda chupada a su cigarrillo y se sentó al filo de la cama, se rascó las comezones con su mano libre, luego se frotó el área de su clavícula derecha. Era muy pronto para saber cómo se iba a sentir para cuando se pusiera de pie, pero hasta el momento el día no era tan malo como los anteriores. Se puso de pie con valentía, se dirigió a la cocina y puso el calentador al fuego para hervir agua. Calculó que cuando terminara de hacer su primer ingreso al baño, el agua estaría lista para hacer su café instantáneo. Había ciertas cosas que ella las hacía metódicamente, sin importar lo que se dijera de su vida en general. No iba, por ejemplo, a torturar su cerebro con el misterio de su cita de las siete en punto hasta que no haya probado su café.

Pero ello no fue necesario.

En la mesa de la cocina y bajo el molinillo de pimienta que lo sujetaba, había una nota que decía: “Siete P.M. Jimmy R.”. Era la letra de su propio puño; de este modo empezó a recordar todo. Ella echó agua caliente sobre dos cucharitas de café en polvo, lo movió, le colocó un trozo de azúcar, dio un primer sorbo, prendió otro cigarrillo, luego empezó a beber lentamente su bebida caliente. Jimmy Rhodes era quien la había traído a casa esa noche, era quien iba a llegar para beber una copa a las siete en punto, su futuro entero dependía en lo que pudiera suceder para entonces.

En todos esos años que ella había trabajado en el espectáculo musical, y había acudido a fiestas, acudido a comidas y agasajos en lugares como el viejo Romanoff’s o en el nuevo Romanoff’s, en el 21 y Elmer’s, el Copa y el Chez de Chicago, el This and the That de ciudades de casi todo el país, el Savoy y el 400 de Londres, el Maxim’s y el Boeuf de París, ella nunca había conocido a Jimmy Rhodes hasta esa noche. Él había dicho exactamente la misma cosa:

—Sabes, Maggie, debimos habernos conocido antes. Yo había oído hablar de ti desde… bueno, cuando yo volví y tu cantabas con la banda del viejo Jack Hillyer.

—Olvídalo —le respondió ella—. Por Dios, sabes mi edad exacta.

—Con un aproximado de uno o dos años. ¿Dónde estás viviendo ahora, aquí o en la costa?

—Aquí —respondió ella.

—Sí, Supongo que la Costa ya no da —dijo él.

—Pero no así la TV —dijo ella.

—No, supongo que no para la TV, ¿pero a quién le importa la TV?

—A mí. Salgo allí de vez en cuando como personaje invitado.

—Bueno, no veo mucho TV. ¿Qué tal Vegas?

—No pagan —dijo ella.

—Sabes, yo también escuché algo de eso —dijo él—. Escuché a esa gente que se suponía obtenían algo así como veinticinco mil (dólares), y resultó que solo eran no más de dos o tres mil.

—Si es así en la mayoría de casos no hay nada para mí —dijo ella.

—Bueno, de todas maneras, tu no tienes que trabajar, ¿o sí?

—No, no tengo que hacerlo, a menos que necesite comer. ¿Qué clase de chiste es ese? Me formé un mal hábito desde niña. Necesito comer.

—Bueno, pensé que tú…

—Es lo que todo el mundo piensa —dijo ella—. ¿Piensas que yo tomaría alguno de esos trabajos que se me presentan si tuviera todo ese dinero?

—Caramba, era algo así como un millón de dólares ¿Cierto?

—Nada cercano a esa cifra —dijo ella—. Los papeles decían un arreglo de un millón de dólares, pero en lo real fue solo por veinticinco mil al año. Me llevarían cuarenta años para reunir el millón, así que ahora lo sabes. Además, yo tenía abogados que pagar.

—¿No hiciste que Robinson pague a los abogados?

—Si, eso fue parte del arreglo. Pero todo ese lío no terminó allí. Dicho en otras palabras: el dinero que mis abogados cobraron de los Robinsons, no me daban el derecho a vivir a costa suya por el resto de mi vida.

—Maggie, ¿Cual fue la parte secreta de tu historia?

—¿La parte secreta? No hubo nada oculto, a menos que quieras que yo te diga cómo era Robinson en la cama; si es así, pierdes tu tiempo porque no te diré nada. Y no por que quiera protegerlo. A él no le importaba lo que la gente pensara de él, y resulta que de pronto lo olvidé todo, más o menos es así. Eso fue hace mucho tiempo y desde esa época tuve que trabajar para mantenerme. Después he conocido peores que Robbie.

—¿Te pegaba?

—Claro que sí. Todo eso fue comprobado por el juez.

—¿Y eso te causó la pérdida de tu bebé?

—Sí. El propio doctor de los Robinsons tuvo que admitirlo —dijo ella—. Me haces decir cosas de las que dejé de hablar hacen setenta y cinco años, ¿por qué?

—Bueno, siempre quise conocerte. Yo estaba en el ejército cuando tu caso empezó a ventilarse y lo seguí en los periódicos.

—Nunca supe que habías estado en el ejército —dijo ella.

—En el ejército, después en la fuerza aérea. La mayor parte del tiempo la pasé en relaciones públicas de la aviación.

—Bueno, eso uno lo puede imaginar fácilmente. ¿Qué eras allí?

—Terminé como mayor.

—No. Quiero decir ¿qué hacías?

—Oh, un poco de esto y otro poco de aquello en Relaciones Públicas. Yo manejaba a los corresponsales de guerra de los grandes periódicos y agencias de prensa. Eran gente que yo había conocido en la vida civil. También había algunos altos líderes políticos.

—¿Y qué es lo que hacías? ¿Conseguirles muchachas?

—Bueno, sí, yo los presentaba a algunas chicas. ¿Cómo conseguiste ese dato?

—Realmente yo no conseguí ese dato. Tú tenias fama en eso, ¿cierto o no?

—En una época, quizás. Aunque ya no más tengo que hacer eso.

—Ahora eres un magnate. Sé eso también. Quiero decir que veo tu nombre en los periódicos: Jimmy Rhodes y Asociados, y toda esa palabrería.

—¿Por qué intentas ponerme en la picota, Maggie? Si hice un poco de alcahuetería veinte años atrás, ¿lo vas a utilizar en contra mía ahora? Debieras venir a mi oficina para echarle una mirada. Tengo a cuarenta y dos personas trabajando para mí, entre ellos a seis graduados en Harvard, dos chicas de Vassar, una chica de Bryn Mawr. Tengo a media docena de ellos que están en el Registro Social. También tengo a la hija de un senador de los Estados Unidos y hace poco tomé a un general retirado de la fuerza aérea. Tengo oficinas en Londres, París y Madrid.

—Dios. Eres tan importante que me sorprende quieras emplear tu precioso tiempo conmigo —dijo ella.

—Bueno, Hubieron muchas cosas que siempre quise y nunca las pude conseguir —dijo él—. Tú eras una de ellas.

—Quizás si lo hubieras tratado con más empeño… yo era, como dicen, asequible.

—No siempre lo eras, además yo tenía una esposa la mayor parte de ese tiempo. Dos niños. Mi hija acaba de graduarse en Wellesly el pasado junio y mi hijo es junior en Princeton.

—Dijiste que tenías una esposa. Tiempo pasado. ¿Qué pasó con ella?

—Bueno, ella se ha casado nuevamente. Se casó con un tipo que ahora es el editor en jefe de un periódico en el Oeste. Él era uno de los personajes para quien yo le conseguía chicas en Londres, cuando regresó se interesó en mi esposa. Ellos me estuvieron engañando unos cuatro o cinco años antes que yo me diera cuenta.

—Y todo ese tiempo te comportabas como un esposo modelo.

—No. No podría asegurarlo. Pero cuando me enfrenté a ese comité del senado fue que mi esposa y ese joven me iniciaron el juicio de divorcio. Me di cuenta que era causa perdida. Ella me quitó a los niños y una buena cantidad de dinero. Yo prácticamente estaba peleando por mi vida con esos senadores, me pusieron en el congelador. Y una noche, durante una audiencia, caí de casualidad por el teatro Statler y allí estabas tú.

—Recuerdo esa ocasión. Estaba con la banda de Ted Straeter. Contraté por dos semanas pero ellos me retuvieron una más.

—Fue antes que te casaras con Robinson. El tenía una mesa al pie del escenario, mientras que yo estaba parado, no tenía mesa. Recuerdo que cantaste “More than you Know” que nunca antes te había escuchado cantarla. También “So in Love”. Esas son las dos únicas canciones que recuerdo. Me estaban dando duro en la Sala del Senado, y a más de eso, el abogado de mi esposa se puso de acuerdo con el mío. Me tomé como setenta y cinco whiskies y me dije a mi mismo, este es el momento de caerle a Maggie Muldoon. Así que le pedí al Maitre, viejo amigo mío, que me arreglara el asunto contigo, pero él movió la cabeza y me dijo:

—No hay oportunidad para ti, Jimmy —señaló a Robinson y agregó:

—“Een like Fleen”, y tenía razón.

—Sí, me casé con él dos semanas después —dijo ella.

—Lo sé. Fue algo tan cierto como que nunca llegué a tratarte.

—Bueno, y qué hubiera sido de nosotros si lo hubieras conseguido? —dijo ella.

—De eso hacen dieciséis o diecisiete años —dijo él—. Duraste dos años con Robinson, luego te casaste con otro. ¿Cuánto tiempo duró ese último?

—Cuatro.

—¿Cómo se llamó? —dijo él.

—Dick Hemmendiger, guitarrista, acompañante de mujeres, adicto a la heroína, experto en resolver crucigramas, y mago de las finanzas…con mi dinero. Murió de neumonía.

—¿O congelado hasta morir? Debieras saberlo ¿Me parece que leí eso en los periódicos, que se congeló hasta morir?

—Podría ser que lo hayas leído. Lo encontraron en un pasaje de una calle de Toronto, Canadá, pero fue neumonía. Nadie sabe qué hacía en Canadá. Yo no había escuchado una palabra sobre él por más de un año, y ahora lo admito: yo tenía la esperanza que su partida hubiera sido por su bien. Bueno, era… era bueno cuando lo conocí. Tenía el tipo, algo así como Eddy Duchin. Se le parecía. Y, era buen guitarrista, pero un cero a la izquierda como hombre.

—¿Qué hiciste? ¿Te casaste con él de rebote?

—No lo sé. Él estaba con Hillyer cuando yo recién empezaba a trabajar con las bandas, aunque por esa época yo era la chica de Hillyer. Por Dios, yo pensaba que Hillyer era lo máximo que una chica como yo podía pedir. Yo no quería pensar más en engañarlo, además él me pagaba doscientos a la semana, excepto en semanas cuando los caballos no corrían bien. La mayoría de gente suele quejarse de los contratos por una sola noche, pero no yo. Me gustaban esos contratos. Ello significaba que me pagarían. Pero cuando conseguíamos un hotel o club nocturno, entonces Jack contactaba al empresario y entonces yo no estaba segura si me pagarían esa semana. Así que un par de veces tuve que pedir plata prestada de los otros compañeros, uno de ellos: Dick Hemmendiger. Necesitaba plata para café con queques, lápiz de labios, el peinador. Recuerdo una noche en Boston; salí al escenario con mi pelo todo revuelto, sin maquillaje y Hillyer me echó una mirada y me guiñó el ojo. “Es lo que consigues”, le dije. Después de eso él nunca más prometió los doscientos completos y cuando deshizo la banda, aún me debía más de mil. Más el gasto de un aborto. Imagínate, tener un hijo de quien más se parece a un pelagatos. De todas maneras, así fue como llegué a conocer a Dick, él me escribió una carta muy simpática cuando yo estaba peleando en la Corte con Robbie. Me encontré con Jack Hillyer hacen como dos semanas. El estaba parado en la esquina de la Cincuenta y dos y Broadway, un poco más allá de las oficinas del Local 802. ¿Sabes? Estaba parado justo al lado de la piedra angular, y nadie lo acompañaba; representaba unos setenta y cinco años pero pude reconocerlo a pesar de su vejez. Hasta tenía un bastón. Me le acerqué y le dije hola, “¿Te acuerdas de mí, Jack?”. Me miró y estoy segura que está ciego de un ojo. “Sí, hola tú”, dijo. Pero aún no me reconocía. “Soy la Muldoon”, le dije y él respondió “La Muldoon, ah, ya, Muldoon”. Solo después de repetir lo mismo dos veces me reconoció. Le pregunté qué hacía allí y me respondió que estaba en busca de músicos, dijo que estaba armando una nueva banda, que las grandes bandas estaban volviendo y que había hablado con, bueno, mencionó los nombres de media docena de músicos, pero yo sabía que casi la mitad de ellos habían fallecido. Me dijo que iba a irrumpir con una banda integral y que conseguiría que Fletcher Henderson se ocupara de los principales arreglos. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que Fletcher murió? ¿Diez años? Calculo que por lo menos son cinco. El hombre lucía horrible. Estaba limpio, pero llevaba un viejo polo y un sombrero tirolés con una pluma. Este era el hombre con el que yo me había acostado unas cien veces o más, él estaba allí, enfundado en un polo que le quedaba grande y lo mismo sucedía con su sombrero, grande para él, casi le llegaba a las orejas. Y su barbilla oscilaba, arriba, abajo, aunque no estuviera hablando. Sabes, fui criada católica y pensé que ya había superado esas cosas hacía mucho tiempo, pero el estar parada allí, hablando con Jack Hillyer, el hombre por quien yo había temblado al sentir el toque de sus manos; de repente, después de tantos años, sentí un sentimiento de culpa, de pecado. Pequé con ese anciano. Puedes darte cuenta que no fue así, quiero decir que dormí con él en ese tiempo, pero por entonces él era joven y de gran fortaleza física, espalda maceteada. Nunca pensé sobre el pecado en aquellos días. Pero ahora, lo vi como si pudiera ser mi padre. Eso me hizo sentir como que debería decírselo a mi confesor. Su cuello, bajo su cuello tan delgado y endeble… No me importaban las mentiras que me decía, él siempre fue un mentiroso. En realidad, eso, las mentiras, era lo único que quedaba del original Jack Hillyer. No sé cómo explicarlo, como es que él me hizo sentir pecadora. De todas maneras, le dije que me había acordado que yo le debía veinte dólares desde aquella época y que estaba contenta de haberlo encontrado. El tomó los veinte dólares y los miró; me di cuenta que si hubiera tenido que compartir ese dinero con otro, le hubiera causado la muerte. Me dijo: “Bueno, ¿estás segura que no necesitas este dinero…?”, y yo le respondí que sí, entonces él metió los billetes en el bolsillo de su saco. Luego algo pasó por su cerebro que lo hizo pensar que disponía de veinte dólares, y me preguntó si me parecía bien ir a tomar un trago en el Charlie’s, pero le dije que tenía que irme apurada. El empezó a recordarme. Quiero decir que uno podía darse cuenta que algo le decía que él acostumbraba acostarse conmigo, me dijo que deberíamos juntarnos. Me habló con esa voz de viejo, con su quijada movible: arriba, abajo. Le respondí que me llamara, que mi nombre estaba en la guía telefónica, lo cual era falso, pero no hacía diferencia pues él pronto olvidaría mi nombre. Así que le dije adiós y lo dejé allí, paradito en la esquina. Lo último que vi de él fue que se llevó la mano al pecho y palpó los billetes, pero no se movió de allí.

—Jack Hillyer —dijo Jimmy Rhodes.

Ella dio un largo sorbo a su trago.

—¿Aún piensas en Jack Hillyer? —dijo él. —Estoy pensando en tí. Hay algo de lo que dijiste que no se me cocina del todo.

—¿No? ¿Y qué es ello? ¿Qué dije?

—Hay cosas que recuerdo y otras que no, especialmente el antes y el después de haberme tomado setenta y cinco tragos. Conozco bastante de esto, señor Jimmy Rhodes y Asociados. Eres una especie de mentiroso.

—Soy un mentiroso habitual —dijo él.

—¿De veras lo eres? Yo también lo soy. Es decir, le pido a alguien que desembuche algo de cosas pasadas. Piensa, no me gusta ser una mentirosa, pero en esta carrera de ratas en la que he estado por setenta y cinco años, nunca conocí a alguien que no lo fuera. Tarde o temprano, lo pescas. Y a ti te pesqué hace un rato. Dijiste que leíste sobre mi divorcio cuando estabas en el ejército, pero la guerra había terminado cuando conseguí el divorcio. Ni siquiera me case con Robbie antes sino después de la guerra, y si trataras de recordarlo, en un minuto puedes comprobarlo con tu pequeña y emocionante historia acerca de estar en Washington cuando yo trabajaba en el Statler. Eso fue un par de años después de la guerra. Debo saber bien cuando me casé. ¿Ves esta piedra? Tiene seis kilates. Robbie me la regaló la semana que nos casamos, es, creo lo último que me queda de todos sus regalos. Ahora, si te tomaras la molestia de mirar en su interior con una lupa, encontrarías la fecha: 5 de Abril de 1948, así que eso te convierte en un mentiroso.

—Bueno, eso no fue tanto como para llamarlo una mentira. Creo que me confundí un poco, y eso es todo.

—Perfectamente —dijo ella—. Yo sabía que había algo errado en tus historias. Grabé un disco de “So in Love” y estuve en el estudio con Robbie. Fue la primera vez que él vio una sesión de grabación, eso tuvo que ser, por lo menos, dos años después de la guerra.

—No me digas que todavía estás enamorada de Robinson. —dijo él.

—Bueno, tal vez aun lo estoy. Sabes, me acuerdo de estos momentos cuando pienso en alguien de esa época. A veces es Robbie, a veces es Hillyer, Dick Hemmendinger… George Waller.

—Hay un George Waller aquí, frente a la chimenea.

—Lo sé. Vine aquí con él. Ahora no somos nada, pero hace unos años hicimos un poco de jaleo. De vez en cuando lo llamo para que me acompañe a alguna fiesta, si es que no tengo compañía. Hace un par de años él se hizo homosexual.

—Era lo que yo quería saber —dijo él.

—Cada uno de esos condenados significan algo para mí ahora, y conste que no te digo el rollo completo. Por ejemplo Hillyer, Jack Hillyer. Yo era una inocente nena que cantaba con una banda, y naturalmente me pegué a Hillyer. Yo era la única muchacha que viajaba con quince músicos y cada uno de ellos tratando de ganarse alguito conmigo. Conocí a una muchacha que… bueno qué importa ya. Pero ella estaba con una banda más grande que la de Hillyer; ella pasó por las manos de todos ellos. Suerte la mía, Hillyer me gustaba, y por eso los otros muchachos no se me ponían tan cargosos. Luego ingresé a un par de grupos de variedades, después trabajé en la radio y terminé casándome con Robbie. Él era como una gallinita alrededor de sus pollitos, pero tenía harta plata. Y quiero decirte que, cada vez que escucho a alguien hablar de los ricos y de la manera como viven, pienso que podrían preguntarme a mí, porque la familia de Robbie sí que estaba podrida en plata. Viví esa vida por casi cuatro años. Ellos no me llevaban bien, pero yo era la esposa de su hijo así que me dieron el trato adecuado: mi propia sirvienta, mi carro personal con chofer. Yo podía ir a cualquier restaurante de la ciudad y ni siquiera tenía que firmar el recibo. Hasta las propinas las ponían ellos. Veinte por ciento para el mozo, diez para el capitán. Yo ni siquiera tenía que poner mis iniciales. Naturalmente que una tenía que ponerse a nivel y demostrar que era la esposa, toda una pareja, yo y él. Esa era la prueba máxima. Allí era lo mismo que si hubiera estado casada con un tipo como mi padre que ganaba treinta y cinco dólares a la semana, allá en Hazleton, Pensilvania. Y no es que Robbie fuera tan malo, pero después de Hillyer, él era algo así como un don nadie y él lo sabía, fue por eso que me agarró como costal de arena para golpearme. Me di cuenta que en algún momento tendría que volver a trabajar porque no quería que me arruinara la fachada, así que un día me fui de casa y no volví más. La familia no hizo objeciones y me enviaron todas mis joyas y ropa. Se quedaron con el avión Cessna; yo tenía un pequeño avión Cessna y aprendí a volarlo. Tengo anotado en la bitácora más de doscientas horas de vuelo, pero el avión pertenecía a una corporación de Mister Robinson. Eso fue la única diversión que valió la pena durante mi matrimonio con Robbie. Eso y echar gasolina. Mi bisabuelo fue un viejo verde, mientras que mi padre era un estricto caballero, muy formal, pero yo salí a mi bisabuelo. El acostumbraba levantar un vaso de whiskey hasta la altura de su nariz, le sonreía y luego decía: “Mi asistente”. Siempre llamó al vaso de whisky, su asistente. Y así lo hago yo también, aunque la gente no se da cuenta de lo que realmente quiero decir. Ellos piensan que digo mi “asistencia”, pero se equivocan, lo considero mi asistente. No sé qué haría sin mi asistente.

—¿Podrías darme otro asistente? —dijo Rhodes.

—No llames a éste un asistente. Pero el que tengo en mis manos, por cierto que sí lo es.

Ella abrió su cartera y se miró en el espejito. Su maquillaje no necesitaba refrescar, Jimmy Rhodes había estado sentado muy cerca de ella por casi media hora. Mientras estuviera erguida, sabía que no se arrugaría, y considerando las cosas, según la mirada que dio a las otras mujeres en la fiesta, no tenía por qué disculparse por su apariencia. Ella había sido una estrella, había sido la esposa del heredero de una renombrada fortuna, y en el medio en que vivió y aún yendo un poco más allá, no necesitaba presentación para ser reconocida. Todos sabían quién era ella. Ciertamente, Jimmy Rhodes sabía quién era ella. El había estado allí tomándose un cóctel. Lástima que fuese tan superficial. Era bastante masculino, cutis claro y sin arrugas; casi la mitad de su cabello de la parte frontal había desaparecido, pero tenía sus dientes completos y era obvio que los había usado en buenos bistés. Probablemente estaba con un sobrepeso de unos diez kilos. Su chaqueta nocturna no era lo que Robbie hubiera usado, las solapas muy angostas, en las mangas y orillos de bolsillos tenía ribetes de satén, sus zapatos eran para reírse: charol con una orla de cuero como adorno en la parte superior. Y su camisa tenía plisados del medio para abajo. La montura de sus lentes eran un poco más gruesos de lo que debieron ser, y eran más grandes que los de todos los demás. Había mucho de pensado en todo lo que decía, pero tras sus pensamientos no había buen gusto. Ella había aprendido, en cuatro años, a observar la vestimenta de hombres ya que el padre de Robbie o su mayordomo lo hubieran observado: Jimmy Rhodes estaba completamente mal, instintivamente equivocado de arriba abajo. Aunque se notaba mucho cuidado en su persona, estaba completamente equivocado. Dicho sea de paso, él se había estirado la chaqueta hacia abajo al momento de pararse para recibir su cóctel, eso le dio a ella un convencimiento de que él pensaba que estaba muy bien presentado. Él tenía empleados a seis graduados de Harvard, pero no tenía a nadie que le dijera algo sobre ciertas cosas.

—Tu asistente —dijo él alcanzándole el vaso.

—¿No tomas? —dijo ella.

—Nunca después de la cena —dijo él. Pierdo el paladar después de comer, igual me pasa con el cigarro. Dejé el cigarro cuando me dieron de baja en el servicio. Quiero estar en ópticas condiciones físicas.

—¿Para qué?

Él rió:

—Bueno, no soy un levantador de pesas, pero puedo levantar más o menos unos cincuenta y ocho kilos.

—Casi aciertas —dijo ella—. Peso cincuenta y nueve.

—Supuse que estarías por ahí.

—¿Eres jugador o más bien serio en tus compromisos? —dijo ella.

—Ah, jugador. No escucho más campanitas de matrimonio.

—¿Y cómo haces para conseguirlo sin mucho compromiso? —preguntó ella.

—¿Que cómo lo consigo? Bueno, Por un tiempo acostumbré decirles que estaba transportando la antorcha para Grace Kelly. Jamás conocí a Grace Kelly, pero le tengo una deuda de gratitud.

—Envíale una avión cargado de millonarios tejanos.

—Ellos no juegan —dijo él.

—¿Qué no?

—Ellos gastan la plata, pero no tontamente como tú y yo lo haríamos. Un tejano te comprará un Rolls Royce color crema por 30 mil, pero no olvidará el Rolls después de haberlo pagado.

—¿Pero, quién querría un Rolls color crema?

—Yo. Sucede que tengo uno esperando abajo.. Podría pedirte que hiciéramos un paseíto en él? En cuanto termines con asistente. No te apures.

—¿Y adónde nos llevaría el paseíto?

—Bueno, Tengo un departamento más allá del parque.

—No lo suficientemente lejos.

—Muy bien, ¿dónde queda el tuyo?

—Está muy lejos. Mucho más lejos —dijo ella.

—¿Cómo cuánto?

—Muy lejos, fuera de tu alcance —dijo ella.

—¿Quieres apostar? —No con cosas, no soy una tejana. Me gustaría apostar pero por nada.

—¿Por qué? ¿No te gusto?

—Lo chistoso es que si —dijo ella.

—¿Dónde está lo chistoso? Gusto a muchas damas.

—Bueno, me gustas —dijo ella.

—Entonces ¿dónde está la parte chistosa?

—Eso es algo como que no puedo decirlo con palabras —dijo ella.

—Eres buena conversadora. Sabes cómo expresarte bien. Vamos dilo.

—Bueno, me gustas, pero nunca podrás representar algo para mí.

—¿Por qué no?

—No te abres y das lo suficiente de ti. Un hombre tiene que abrirse y tú no lo haces. ¿Nunca otra mujer te lo dijo?

—No solamente nadie me lo dijo, sino que nunca oí hablar de éste abrirse y dar. ¿Es algo así como un extrovertido?

—Esa es una palabra que nunca pude comprender bien su significado. Prueba con otra cosa.

—Bueno, se trata de que es un tipo que siempre está dando de sí hacia afuera, me supongo. Yo siempre me abro y me expreso, pero mantengo una parte en reserva.

—Es lo que quiero decir. Más es lo que guardas en reserva que lo que das.

—Es verdad, me supongo.

—Ya ves, es allí donde nos diferenciamos. Yo doy todo de mí. En una canción lo doy todo. Cuando canté “The Merm”, nunca pude redondearla a mi estilo, pero me esforcé como si esa fuera la última velada de mi vida. Me aconsejaron que modulara, pero yo no podía hacerlo. Mis agentes y la gente de A. y R. de las compañías de discos, acostumbraban levantar números que me indicaban que debía modular, pero de todos modos, yo me abría totalmente. Eso me hizo lograr el éxito por buen tiempo en algunas grabaciones. Mira lo que Peggy Lee hizo con “Lover” que no es más que un enfermizo tipo de valse que ella recogió y lo convirtió en un exitoso número. Peggy y Ella junto con este nuevo muchacho, Eydie Gorme. Ella pudo hacerlo, aunque no todo el tiempo va a representar ser una muchacha. Un asistente más y creo que luego me voy volando.

—Tómalo conmigo, en mi departamento.

—Caramba, no te pongas pesado, Jimmy. Si quisieras llevarme a casa, lo acepto, pero si se te han metido ideas en la cabeza sobre pasar la noche, olvídalo. He tenido como setenta y cinco tragos esta noche y si Richard Burton viniera a tocarme la puerta, de seguro lo despediría en el acto. No llevo a nadie a mi departamento cuando estoy alegre. Hay dos cosas que nunca hago: no fumo en cama y no llevo a tipos desconocidos a mi departamento cuando estoy saturada. Esas son mis dos únicas reglas, para mi propia protección. Si te me hubieras acercado más temprano y te hubieras presentado correctamente, hubiera sido todo diferente. Tengo una campanita dentro de mí que dice: “Maggie, nada con desconocidos esta noche”.

—¿Quieres decir: si yo me hubiera acercado a ti cuando ibas por la copa treinta y siete y medio? ¿O sea la mitad de setenta y cinco? —dijo él.

—Tal vez, aunque la campanita sonó hace como dos horas.

—¿Que tal si te caigo mañana tempranito?

—¿Cuán temprano?

—Nos tomamos un par de tragos más y nos vamos a comer en algún lugar —dijo él.

—Está bien ¿por qué no? Me llamas a las siete en punto.

Él tenía un Rolls color crema. Ella lo recordaba perfectamente, pero, no tanto más de allí para adelante. Se levantó de la mesa de la cocina y se preparó otra taza de café instantáneo. El café la hizo reanimarse por completo, prendió otro cigarrillo y nuevamente se sentó; mientras sorbía su café empezó a maquinar planes. Con un baño volvería a ser la misma de siempre, después un vodka. Se pondría su pequeño vestido negro que le ayudaría bastante más que el otro nuevo a mostrar su figura con un gran décolletage. Ella no tenía idea adónde él la llevaría por la tarde, pero se hizo la determinación de darle una diferente impresión de lo que fue esa noche. El vestido negro ayudaría, en cuanto a los tragos, no los tomaría tan rápido, y si se toparan por ahí con gente de sociedad, de seguro lo presentaría a ellos. A la gente de sociedad le gustaba cuando ella les hablaba, aun cuando nunca la invitaran a sus casas. Ella le mostraría a él como ordenar la comida —y esas cosillas con los jefes de mozos como decir: “¿Este espárrago es procesado o fresco?”. Ella le mostraría cualquier cantidad de cosas pequeñas que había aprendido del mayordomo de los Robinson durante esos cuatro años. Volvería a casa sobria y temprano, y si todo salía como lo estaba planeando, pronto dejaría de estar preocupándose de cosas por el resto de su vida.

Era mala suerte silbar antes del desayuno, pero ya había tomado dos tazas de café, eso era todo su desayuno de esa mañana. Tarareó una canción mientras lavaba la taza y la ensaladera, luego volvió al baño, se colocó una gorra de jebe y se duchó, se secó con la toalla, se puso el sostén y los pantis, y finalmente se vistió; eso significaba que se había ganado su vodka.

El comedor aún estaba oscuro. Ella prendió las luces del cielo raso y se dirigió al barcito móvil. Fue en ese momento cuando lo vio, estaba sentado en una de las sillas de espaldar alto.

—¿Cómo diablos llegaste hasta aquí? —dijo ella. Pero aún antes de finalizar la pregunta, ella se dio cuenta que nunca habría de recibir una respuesta. Él estaba en una actitud de dormir, la cual era una posición un tanto ridícula. Tenía la boca abierta, y abiertos también estaban sus ojos. El pobre infeliz yacía allí, inerme, con su camisa plisada y sus zapatos orlados con cuero de charol. Todo lo que ella sabía, o pretendía saberlo, era que él había muerto mientras esperaba que ella lo llamase a su dormitorio. Lo peor de todo eran sus ojos vistos a través de las gruesas lunas de sus anteojos.

Ella se tomó el vodka, su asistente, y se dirigió al dormitorio para telefonear. La persona más lógica para llamar en ese momento era su abogado, y no tenía que buscar su número porque ella lo sabía de memoria.

*FIN*


“The Assistant”,
The New Yorker
, 1965


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