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El baile del Querubín

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada -si bien con fachada y portal a otra calle- hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa -nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas-. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.

Ajustándose al curso de los años, fue variando la índole de las travesuras y el carácter de nuestra birlesca. Recorrimos todas las etapas del retozo pueril. Apenas destetados, las escobas haciendo de corceles, las sillas atrailladas representando el tiro de la diligencia, los cazos y sartenes elevados a la categoría de instrumentos músicos, los muñecos despanzurrados, las pelotas pinchadas con alfileres y vacías de aire, las panderetas sin sonajas, las aleluyas hechas picadillo -despojos de la inquietud bullidora y ciega destructiva de la criatura entre tres y siete-. Luego, otros juegos ya más razonados, que revelan mayor refinamiento y conciencia; los que delatan, en el hombrecito, la tendencia a determinar profesión, y en la mujercita la vocación amorosa, el instinto maternal y el hábito, adquirido hereditariamente, del gobierno de casa. En este período, los chiquillos se apartan desdeñosamente de las chiquillas, organizan revistas y desfiles, se uniforman con quepis y apuntados de papel, ármanse con espadas de palo y fusiles de caña, desentierran los herrumbrosos sables de miliciano y los fanfarrones pistoletes de chispa, mientras alguno de la cohorte -un futuro obispo quizá- revístese la casulla hecha del floreado sayo de la abuela, y declarándose capellán del ejército, erige en un rincón su altarcillo, iluminado por mil candelicas, puestas en afiligranados candeleros de plomo, y nos emboca la gran misa de campaña. Las niñas, entre tanto, cortan refajos y gorros para una muñeca declarada en período de lactancia, y que tiene cinco o seis amas secas por lo menos: una le embadurna los carrillos de sopa, otra le compone un biberón del almidón y agua de fregar, ésta le limpia el trasero con un retal de hule, y aquella, todavía más aseada, la sepulta en un baño completo, de donde sale la mísera muñeca hecha papilla. También hay chicuelas más frívolas, menos apegadas a los santos deberes del hogar doméstico, que, en vez de cuidar de prole, se dedican a hacerse visitas o a salir de paseo, desde la sala a la antesala, muy peripuestas, luciendo ricas mantillas de guiñapos y abanicándose con la pantalla o el soplador. ¡Curioso panorama infantil de la existencia futura, teatro de inocentes marionetas, en quienes la mimesis o parodia se adelanta al conocimiento reflexivo y a la comprobación de la vanidad universal!

A todas éstas, el tiempo no paraba su rodezno volador, y llegábase para muchos de nosotros la edad empalagosa comprendida entre el segundo y el tercer lustro, transición que introducía alteraciones nuevas en nuestros pasatiempos y barrabasadas. Claro está que no todos habíamos dejado de ser chiquillos a la vez; pero por el ascendiente que ejercen los mayores sobre los pequeños, las aficiones del decanato predominaban en la taifa de rapaces. Bien se colige que ningún zangolotino anda ya recortando casullas de papel de plata, ni arranca al gallo los tornasoles del rabo para empenachar el sombrero, ni calza al gato con nueces, ni sustrae el azúcar y las pasas, con otras demoniuras del mismo jaez; en desquite, durante esa edad, llamada no impropiamente del pavo, éntrales a los chicos un furor de independencia, un delirio por fumar a escondidas y un prurito de conducirse en todo como los hombres hechos y derechos, que los lleva, ya a extremos de incivilidad, ya a derroches de galantería con las muchachas. Ellas, a su vez, hácense las dengosas y las misteriosas, unas veces riendo alto, fuerte y sin motivo alguno, otras provocando a los varones con bromas incisivas, ya confabulándose y secreteando, ya fingiendo una dignidad precoz, dominando a los chiquillos con su temprana intuición del trato y la perfidia social…

Entre nosotros, ni fueron muy prontas ni muy empeñadas estas escaramuzas de sexo a sexo. Por lo mismo que nos habíamos criado juntos desde la cuna, que los primos y primas jugaban con nosotros diariamente, no nos producíamos ese efecto, esa perturbadora impresión, mitad moral y mitad física, que causa en las imaginaciones frescas lo desconocido. No distinguíamos a las primitas de las hermanas, y con unas y otras retozábamos casta y brutalmente, a empellones, a palmadas, a carreras, sin asomo de incitativo melindre y sin rastro de cortesía o deferencia hacia el bello sexo. La fraternidad que preconiza el conde Tolstoi para las relaciones entre las dos medias naranjas de la Humanidad, realizábase plenamente en nuestros dominios.

No obstante, lo repito, la forma de nuestras distracciones ya no era la misma. Nos parecía ignominioso -particularmente a los que rayábamos en los dieciséis y calentábamos los bancos de Universidad- que todo se volviese escondite y corro, y no tener nuestras tertulias, nuestra pizca de baile, al que podíamos convidar, dándonos tono, a algún amigote privilegiado. Los días festivos, los onomásticos, los cumpleaños, servían de pretexto a la reunión: charlábamos, proponíamos acertijos, apurábamos una letra, jugábamos a prendas, echábamos los estrechos -aunque no fuesen primeros de año- y, sobre todo, nos entregábamos a bailar.

¡Bailar! En los años mozos, esta palabra tiene un sonido, un eco, un retintín especialísimo. Hay en ella prestigio singular, recóndito aleteo de esa esperanza compañera de la juventud, cuando presentimos la vida a modo de interesante novela y esperamos a la ventura como a algo positivo, que infaliblemente ha de realizarse cuando menos nos percatemos. Aparte del goce que encierra como ejercicio muscular, el chico adivina en el baile otra cosa: la representación simbólica del futuro drama amoroso, inseparable de la juventud.

Así es que bailábamos, si con total inocencia, con poderosa ilusión. Ya no envidiábamos a los estudiantes que, libres del yugo paterno, concurrían a los saraos zapateriles de los Liceos; ni a los señoritos de levita y bomba, que en el Casino obsequiaban a las damiselas con azucarillos y bandejas de yemas acarameladas. También nosotros éramos gente, y nuestra recepción se la pasábamos por el hocico a cualquiera. ¡Allí sí que nos divertíamos!

¿Qué se bailaba? Todos los bailes que Dios crió. En la inmensa sala, económicamente alumbrada, porque aún no se había generalizado el petróleo, a los sones de un piano que era en puridad una matraca, aporreado por las primillas o las hermanas menores, agotábamos el menguado repertorio de la coreografía moderna -valses, mazurcas, rigodones y galopes-, pasando después a los bailes anticuados -lanceros, virginia, minué- y a los regionales -jota, bolero, zapateado, ribeirana, contrapás-. Saltábamos como empujados por resortes internos; el sudor nos arroyaba de la frente a las mejillas; las carcajadas se mezclaban a los desacordes del piano; retemblaba el suelo; alzábase polvareda de la alfombra; y los colgantes de arañas y candelabros acompañaban nuestro brincoteo con suave y cristalino tlin, tlin.

Alguna que otra vez, desde el próximo gabinete, asomaban la cabeza las personas mayores, curioseando. Los entretenía hasta lo sumo la zambra nuestra, y el semblante un tanto severo de mi padre y la faz de mi madre, marchita por la ruda faena materna, se iluminaban de placer viéndonos contentos. Acaso nos encargaban cuidado con algún mueble de especial estimación.

-A ver si vais a romperme el fanal del florero de concha, niños.

-Ese juego de café, de porcelana, retiradlo, que si tropezáis con la consola…

-No salgáis ahora al frío; sudáis como pollos.

-Ya tenéis en el comedor el queso y el dulce de membrillo…

Nunca oíamos advertencias más duras.

Aconteció que la tarde del día de Inocentes del año… -no, la fecha la suprimo, que ya las arañas del otoño de la vida me hilaron muchos hilos de plata en el cabello-; la tarde, digo, de un día de Inocentes, bajaba yo dos a dos las escaleras de la Quintana, y por punto no me estrello contra un clérigo que las subía una a una, pausadamente, y que me llamó aturdido y mala cabeza. Nos detuvimos en el mismo escalón donde nos encontramos, y el vicario de las monjas Bernardas -pues no era otro sino él- empezó a darme el gran solo, crucificándome a preguntas. Parecíame el sitio inoportuno para la conferencia; y si a los fatigados pulmones del respetable clérigo les convenía un descansito en mitad de la escalinata, mis pocos años y mucha viveza estaban pidiendo que me pusiese en cobro. No me entretenía la conversación, ni me indemnizaba el contemplar la bella fachada gótica de la catedral, que surgía coronando la escalinata, ni allá abajo, en la plaza, la fuente monumental, en cuyo pilón los caballos marinos remojaban sus palmeados pies. Además, mi interlocutor me inspiraba cierta tirria, un violento capricho de jugarle alguna trastada. Si me dejase llevar de mis impulsos- ¡qué despiadada es la niñez!-, le empujaría para verle aplastado como una rana contra el suelo.

El padre vicario de las monjas Bernardas, fraile exclaustrado y excelente sujeto, según comprendí años adelante, cuando la experiencia me hubo enseñado tolerancia, tenía el defecto de meterse hasta en los charcos y de estar siempre arreglando las conciencias y las vidas ajenas, a poco resquicio que encontrase. ¡Ay de la casa donde tenían la debilidad de obsequiarle con una tacita de chocolate y un platillo de almíbar! ¡Ay de quien, respetando su estado y edad, oía con sumisión real o aparente alguna de sus homilías caseras! Que contase, el mejor día, con encontrar al padre vicario en la sopera, tasando las cucharadas de sopa que debe consumir una familia cristiana, o fijando el precio de la vara de seda que una señora, cristiana también, puede vestir sin menoscabo de su cristiandad. La fiscalización del padre descendía a tales pormenores, que yo, yo en persona, había oído este diálogo entre mi madre y la cocinera:

-Pepa, ¿se puede saber por qué no trajiste la lamprea, como te tenía mandado? ¿Es que no hay lampreas en la plaza?

-Hay lampreas, hay, sí, señora, y tenía ajustada una de gorda como mi brazo, con perdón.

-¿Y entonces…?

-Y entonces pasaba el padre vicario, y me riñó mucho, y me mandó comprar fanecas, porque dice que solo entre los moros se come lamprea a la colación, y que en esta casa los señores tienen conciencia, y aquel, y temor de Dios, y no se les debe traer lamprea en semejante día. ¡Me regateó las fanecas él mismo…, que las sacó bien baratas!

Excuso añadir que para los muchachos ver al padre vicario era ver al demonio. Sus consejos acerca de la severidad en la educación, la supresión de todo recreo, el sistema celular y claustral, nos parecían nacidos de un corazón maligno y cruel; y sus entremetimientos nos indignaban hasta el punto de que bastase que el padre vicario dijese haches, para salir nosotros chillando erres. Declarado esto, nadie mostrará extrañeza ni me tachará de mentiroso, por el modo con que respondí a las preguntas del exclaustrado, cuando me paró en la escalinata.

-Con que bailecitos, ¿eh? Ha llegado a mis oídos…, porque todo se sabe. ¿Y mamá lo permite? ¿Y papá no pone dificultad? ¿Y cómo se baila, hombres con hombres y mujeres con mujeres, o promiscuando? Y en la sala, ¿estáis solitos? ¿Ninguna persona formal autorizando y presenciando… el jolgorio? ¿Campáis por vuestros respetos? ¡Así, república, república! Pero, y mamá, ¿no dice ni esto? ¿Y qué bailáis? ¿Bailaréis de esas danzas tan bonitas, ¡tan asquerosas!, en que se pegan las chicas a los chicos como la oblea al papel? ¡Ah! ¡Con que efectivamente! ¡Ya lo había olfateado, ya! ¡Tengo la nariz muy larga! ¿Y por dónde os cogéis? ¿Por la cintura? ¿También las manos? ¿Las piernas… así? ¡Jesús, Jesús y Señor! Imposible parece que tu mamá, una persona hasta hoy prudente, religiosa, cuerda, esté tan ciega y tan… Y la verdad; vamos, háblame aquí como si nos encontrásemos, tú en el santo tribunal de la Penitencia, y yo con los dedos levantados para absolverte. ¡No me ocultes nada, hijo mío, nada! Un buen movimiento… ¡Salga de aquí la verdad! ¡La verdad, que es hija de Dios!… Vamos, nadie nos escucha; puedes espontanearte y descargar la conciencia de un peso. En esa sala medio oscura…, en esa soledad en que os dejan…, con esos bailes infernales y lúbricos…, ¡discurridos por el que siempre está en acecho y no se duerme nunca!…, no ha habido…, quiero decirlo con toda la limpieza posible…, no ha habido algún…, vamos, algún roce…, en fin, algún contacto…, deshonesto…, indiscreto…, alguna aproximación excesiva…, imprudente…, entre personas de distinto sexo…, algún…, alguna… posición… que…

-Sí, señor, que hubo -exclamé fuera de mí, dando salida a mi impaciencia y amontonando disparates por el gusto de amontonarlos-. ¡Vaya si hubo! ¡Pues qué! ¿Somos de cartón nosotros? Ya hemos pasado de chiquillos. Nos aprovechamos cuanto podemos, y nos damos cada panzada de sobadura que tiembla el misterio, padre vicario. Los besos se oyen desde la calle. ¿Qué se había figurado usted? ¡Aquello arde que es una gloria!

-¡Jesús, Jesús, María Santísima, Dios y Señor! Hijo mío, pero ¿qué me estás contando? -gimió el fraile consternadísimo, apretándose las sienes y dilatando los ojos de terror al ver confirmados sus recelos-. ¡Ya me lo sospechaba yo, sí que me lo sospechaba! Pero no tanto, no tanto; creí que el mal sería cosa de menos trascendencia. ¡Hijo, hijo, medita, reflexiona, detente, escúchame! Pierdes tu alma y pierdes las de tus infelices compañeros; das ocasión a un escándalo gravísimo. ¡Señor! ¡Señor! ¡Abrid los ojos a los ciegos, a los padres, que debieran vigilar y se duermen! Atiende, Ramón: es preciso poner remedio a ese daño… Es indispensable, es de conciencia que vayas inmediatamente y se lo cuentes a tu mamá, diciéndole, por ejemplo, así: «Madre…, usted no se asuste, pero tenemos que ponerla sobre aviso… En la casa ocurre esto, esto y esto… Cesen estos bailes, apáguense estas luces, entren aquí el recogimiento y el orden…»

-Pero ¡si estamos todos que nos chupamos los dedos!… -contesté, divirtiéndome en ver al señor vicario enrojecerse y despedir chispas por sus ojuelos, enterrados entre el párpado y emboscados tras la ceja tupida e hirsuta-. ¡Si no vemos el momento de que llegue el baile!…

-Muy bien, caballerito -interrumpió él con severidad y fiereza repentina-. Muy bien. El bobo soy yo. No es a usted a quien toca arreglar este asunto. Y se arreglará…, ¡pues no nos faltaba otra cosa! Se arreglará, Dios mediante. Se lo digo yo a usted que se arreglará.

Embozado en el manteo, aun cuando no hacía frío ninguno, y con heroico esfuerzo atacó velozmente la escalinata.

Aquella noche teníamos reunión danzante, por ser día festivo. Excuso decir que mucho antes de la hora, adelantándola en nuestra impaciencia, nos hallábamos congregados en la sala los futuros danzarines, divirtiéndonos, para esparcir la sangre, en hacer el remolino, ejercicio que acompañábamos con resonantes carcajadas, no bien, a fuerza de girar, se declaraba mareada alguna humana peonza. Estábamos en lo mejorcito, cuando por la entreabierta puerta del gabinete se deslizó mi madre, y en su cara y actitud comprendimos que se trataba de asunto urgente y serio.

-Ramón, ven acá -dijo encarándose conmigo y llevándome hacia un rincón-. Mira, ya eres crecido, y puedes hacerte cargo -añadió, no tan bajo que los demás, si prestaban oído atento, no pudiesen enterarse-. Está ahí el vicario de las Bernardas, y nos ha puesto la cabeza como un bombo a tu padre y a mí. Dice que sois el escándalo de la población; que nos cortan sayos las señoras de respeto, horrorizadas de lo que en esta casa acontece; que el padre te sacó los ochavos esta mañana y que tú confesaste cosas muy feas; que ni en el callejón de la Apalpa sucede lo que aquí, y que ni somos cristianos ni padres, si no ponemos correctivo… Tu padre se ha disgustado: yo también por poco suelto el trapo a llorar.

-Pero mamá, ¡por los clavos de Cristo! -interrumpí-, ¿a qué haces caso de las chocheces del padre? Por darle cuerda y hacerle rabiar, le encajé hoy en la Quintana mil absurdos. Cuanto te dijo lo inventé yo, y fue pura guasa. ¿Qué viene a contarte? ¿No presencias tú y papá, siempre que se os antoja, nuestra reunión?

-No importa, hijo mío, no importa. Tu padre está alarmado, yo también. Realmente eso de bailar… así…, cogidos…

-¡Pues así se baila en todas partes, mamá! -objeté con fuego-. En las tertulias más elegantes…

-Aquí no es tertulia elegante -arguyó mamá, que, careciendo de razones, apeló al argumento de autoridad, imponiéndose-. Y, sobre todo, los demás… allá se arreglen con su conciencia. La mía y la de tu padre nos mandan deciros lo siguiente: no más bailes. Esto se acabó. Jugad… al corro…, a las esquinas…

-¡Al corro! ¡A las esquinas! -clamé indignado-. ¡Como si tuviésemos cinco años!

-Bueno; pues si no, leed…, o armad una partida de tresillo.

-¡Como si tuviésemos sesenta!

-¡Pues haced lo que se os antoje… menos bailar agarrados! ¡Está dicho y… basta! Te encargo de hacer cumplir la orden…

-Salió la señora, y yo transmití el ucase maternal a la asamblea. Tristes y alicaídos, como si nos hubiesen administrado a cada cual una paliza, nos agrupamos alrededor del piano, amparándonos al altar del numen protector de la danza. Nos mirábamos carilargos y silenciosos, y aunque a nadie le inspiró Satanás la idea de desobedecer, a todos les sopló en el corazón la protesta. Nos sentíamos no sólo privados de un juego favorito, de un goce, sino humillados, disminuidos, reducidos nuevamente a la condición de rapaces, de mequetrefes. ¿A quién, no siendo a un chiquillo, se le veda bailar? Una de mis primitas, de once años, sofocada, se escondió detrás de una cortina, a hacer pucheros. Otra, más varonil, de doce, me dijo por lo bajo:

-Déjame encontrar en la calle al padre vicario, déjame. Le he de poner de soplón y de chismoso y de acuseta, que no haya por donde cogerle ni con tenazas. Ya verás.

-Así permanecíamos, consternados y furiosos, cuando, ¡oh sorpresa!, en la misma puerta vimos encuadrarse la respetable persona del autor de nuestros disgustos, a quien acompañaban los de nuestros días. Venía el buen vicario -porque era bueno, no lo digo con retintín irónico- rebosando por el semblante gozo y paternidad espiritual. La alegría de haber sido obedecido; la satisfacción de haber rescatado nuestras almas le infundían un júbilo visible, revelado en el afectuoso «Felices y santas noches, señoritos y señoritas», que pronunció antes de entrar. Mi madre, sonriente y como reclamando indulgencia, le daba explicaciones.

-Ahí los tiene usted… Se han quedado aturdidos los pobres… Sienten no bailar, lo mismo que si les arrancasen las muelas.

-Vamos, vamos, ¡pobrecitos! ¡Sienten no bailar! Pero, señora mía, ¿quién les manda no bailar? Yo no he dicho que no bailen. Todas las cosas de este mundo pueden hacerse; depende solamente de cómo se hagan. No pueden ni deben sus hijos de usted danzar danzas impúdicas y lascivas, a ejemplo de la meretriz aquella, Salomé, que danzaba… ¡Ya sabemos todos con qué objeto danzaba la gran culebrona! Pero danzas honestas, como la de David ante el arca…

-Pues, padre -intervino mi madre no sin asomos de impaciencia revelada en la voz-, díganos usted cuáles son esas danzas que la moral no reprueba, porque a mí me disgusta ver a los niños aburridos y tristes, y, cuando están satisfechos, parece que se me quita de encima un peso de diez arrobas. A ver, ¿qué deben bailar, según usted, los chicos?

-¿Qué deben bailar, qué deben bailar? Para que vea usted cómo me pongo en la razón, pueden bailar mil cosas bonitas… Por ejemplo: el baile del Querubín.

-¿Del Querubín? -gritamos todos, sacándonos la curiosidad de nuestra digna reserva-. ¿Qué baile es ese?

-¿No lo saben? ¡Ay! ¿Ve, ve cómo no saben lo mejor? ¿Cómo sólo aprenden las picardías? -y con ímpetu casi juvenil, el digno sacerdote se adelantó al centro de la sala-. Pues ya que no saben, voy a enseñárselo. Tú, Ramoncito, acá… -diciendo y haciendo, me condujo a una esquina del salón, dejándome allí plantado-. Ahora tú, Conchita… -igual maniobra con mi hermana mayor, solo que situándola en la esquina opuesta-. Ahora… tóquenme en ese piano una tonadita… religiosa… que conmueva mucho…, vamos, el Tantum ergo… no, ¡un villancico será más propio!… Eso… bien… lailalaro, lailá… -y el padre, animadísimo, gorjeaba-. Bueno; ahora tú, Ramoncito, sales así…, moviendo los brazos como si fueran alas, alzando un pie con mucho compás…, luego otro…, mira… -y nos daba el ejemplo-. Tú, Conchita…, cruzas las manos sobre el corazón…, bajas los ojos, muy modesta…, haciendo una reverencia a cada paso que el Querubín dé hacia ti… Así, Ramón… Conchita, bien… Los movimientos de alas…, ¡a compás! ¡A compás!

Yo no sé quién estalló primero: creo que fue la primilla que lloraba detrás de la cortina, y cambió el llanto, instantáneamente, en una explosión de risa tan melodiosa, que parecía la caída del agua en el tazón de una fuente de cristal. A aquella bonita risa de candor, provocada por el espectáculo del padre vicario, arremangando la sotana y alzando «¡a compás!, ¡a compás!» el pie, siguieron otras carcajadas agudas o graves, que partían del grupo arrimado al piano. Yo mismo, el Querubín, no supe contenerme, y solté la risa a borbotones; y Conchita, mi pareja angelical, dando al diablo el compás y la modestia, se agarró con ambas manos la cintura, que de tanto reír se le partía. Y como la hilaridad es contagiosa, mi madre, que no pecaba de risueña, acabó por sacar el pañuelo y aplicárselo a la boca y llenársele de lágrimas de risa los ojos… Hasta observé que mi padre se volvía de espaldas y se retiraba hacia el gabinete; y a despecho de su precaución y disimulo, yo juraría, por el sube y baja convulsivo de sus hombros, que iba perdido, derrotado de risa…

Ahí tienen ustedes cómo nunca nos divertimos más que la noche en que pensamos aburrirnos mortalmente.

***

¡Cuán lejos veo ya aquellas doradas horas! La vida me tomó en sus rudos brazos y me zarandeó sin duelo, dándome, según acostumbra, a pena por día, y algunas veces ración doble. Sintiendo allá dentro un sublime hormigueo que llaman sed de gloria, me consagré a las letras, y emborroné algunas páginas, que ignoro si habrán de sobrevivirme. Y en el curso de mi carrera literaria, encontré varios críticos que, inspirándose en las tradiciones del padre vicario, quisieron obligarme a que sólo bailase el baile del Querubín… ¡con muchísimo compás!



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