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El bejuco

[Cuento - Texto completo.]

Lino Novás Calvo

Fue una de las más terribles experiencias de mi vida.

Tenía entonces unos veinte años, y hacía cinco que recorría la Isla, trabajando aquí, vagando allá, siempre deseoso de dejar una faena para emprender otra, y siempre con los bolsillos vacíos. Nunca había tenido grandes tropiezos, sin embargo. Mi timidez natural —no puedo afirmar que esté muy curado todavía— me mandaba a apartarme de riesgosas aventuras, y toda mi vida había sido un continuo moverse lentamente bajo el sol mientras que la fantasía me traía regalos inaprehendibles. A un ser nervioso e impresionable como yo, solo podían estarle reservadas pequeñas emociones, escenas corrientes con el hombre y con el campo. Y sin embargo…

Era el quinto día que vagábamos de colonia en colonia. Durante ese tiempo, el dinero se había ido agotando, y la probabilidad de obtener otro era cada vez menos segura. Yo no sé si atribuirlo a que su fama había llegado a oídos de los mayorales. Creo que así era. Desde que huyera de mi casa, yo había corrido mucho por el campo y encontrado siempre donde pegar. Solo aquella vez —desde que me juntara con aquel desconocido— la suerte comenzó a irse y a no haber trabajo. Era el comienzo de la zafra. Las manadas de haitianos pasaban, trashumantes. Los administradores de colonia les salían al paso para convencerlos de que en sus campos había mejor caña y atraerlos. Detrás íbamos nosotros, y nos dejaban pasar, mirándonos desde el canto del ojo.

No quedaba sino esperar. La luna se levantaba sobre el cañaveral y lo doraba a plomo. A distancia se sentía el tambor de un barracón, donde los negros celebraban algún rito. Era un batir lúgubre y solemne. Un lamento fúnebre de cueros vivientes que se ahogaba en la calma sofocante de la noche. Durante largo rato estuvimos tumbados entre la caña, a poca distancia uno del otro, escuchando con la respiración contenida por el roce de los pasos que nos seguían. Poco a poco me fui arrastrando hacia él. Todavía oímos como un crujir de ruedas en la línea, un batir de herraduras sobre alguna plancha de cinc de las que había lanzado el último ciclón. Luego, calma. No estábamos, sin embargo, muy seguros de que no nos siguiera la rural, o tal vez, una partida formada en el batey. Conocíamos muy bien la traición de los pies sobre una tierra húmeda y sin piedras. Poco a poco fue renaciendo la confianza en nosotros. A la luz de un claro que se abría en torno suyo vi su rostro desencajado, y sus ojos abiertos, terriblemente abiertos, me aterrorizaron. Pensé que algo semejante le ocurriría a él respecto de mí. Cuando quise hablar, mi voz se hiló en una especie de suspiro, como si un escape interior me impidiera hacer presión en la garganta. Alargué la mano tímidamente, para cerciorarme de si el hombre que tenía delante era realmente un ser vivo, o un cadáver de varios días, como el que habíamos hallado cierta vez en el corte. Mi compañero movió ligeramente la cabeza y entonces vi que su boca se rasgaba sobre una fila de dientes de un blancor poco más intenso que el de la piel. Se pasó el anverso de la mano por la frente, ató —así— las rodillas con los brazos, y dijo, en tono triste y resignado:

—Hola, hermano.

Habíamos intentado saquear la tienda de una colonia cercana. Ni aún sé su nombre, y jamás me he vuelto a personar por allí. Fue una tentación horrible. La noche anterior dormíamos en un barracón vacío y en la mañana fuimos a la Administración a pedir trabajo. Mientras hablábamos con el jefe —un hombrecillo curtido de mirada muy aguda— tiramos un vistazo a la ventana del fondo. Era todo lo que deseábamos. Cuando nos hubimos separado algunos metros del lugar, sin haber logrado nada, mi compañero me dio ligeramente con el codo y me dijo:

—No hay que afligirse. Mañana tendremos cobrado.

Y lo que son las cosas. Allí estábamos los dos, en medio del cañaveral, con los ojos vueltos hacia el cielo vacío y lunar de la noche. No habría cobro. No habría nada como no fuera una batida de machete o un balazo en la cabeza. El administrador aquel debió de adivinar nuestros planes o el azar fue quien lo preparó así. Debo de advertir que yo no había sido nunca ladrón. El primer intento me embargó de tal modo que antes de que mi compañero pusiese los pies en la tienda ya yo me daba a rastrear con las manos sobre las cajas. Quizá a tal imprudencia se debió que se diera la alarma, pues tropecé y caí, y el jefe se presentó ante nosotros. Quizá, yo no sé. Ni sé cómo los hombres que aparecieron como por encanto armados, en torno suyo, no nos troncharon allí mismo con sus mochas. Y no, sin embargo. Nos dieron de patadas; con el machete plano, pero apenas si nos sacaron sangre. Estábamos rodeados de ellos y, de pronto, uno se apartó para dejarnos paso. Era un hombre bajito, y lo recuerdo muy bien. Uno piensa en esas almas anónimas que hacen el bien sin ninguna esperanza de recompensa y entonces se siente tentado de amar a la humanidad. Aquel hombre nos salvó la vida, y quién sabe cuánto le habrá costado a él.

Corrimos. Atravesamos líneas, campos de espartillo, saltamos tranqueras… No sé. Corrimos mucho tiempo y a todo meter. Acaso aquellos hombres si nos siguieron dos metros. Acaso todo fue alucinación nuestra; pero a cada salto sentíamos que el tropel nos seguía más de cerca. Cuando caímos, rendidos, nos pareció que el galope continuaba ante nosotros. Luego todo quedó en calma. Solo se oía el tambor lejano y el canto lúgubre, medio católico, medio africano, de los haitianos.

—Hola —dije al fin, acercándome más a él—. ¿Herido?

—No. Solo algunos rasguños.

Sus labios se cerraron y una larga inhalación de aire le hinchó el pecho.

—Estamos de malas.

Y de nuevo volvió a sonreír, esta vez con una amargura más patente. Yo me había acuclillado en el suelo, formando con él una especie de X que me permitía ver la más leve expresión de su rostro. Por primera vez, no sé por qué, comencé a presentir en aquel rostro algo que fascinaba. Una máscara de cruel franqueza que descubría la última expresión de ternura, la ternura de un vencido.

—Estamos de malas —afirmó de nuevo, levantando la vista por encima del inmenso mar de caña que se alomaba en la distancia. Sus ojos chinoides parecían clavados en el rostro. Acuclillado como estaba, igual que yo, la camisa pegada a la piel, el pelo en desorden, su figura tenía todas las apariencias que debieron caracterizar a los primitivos habitantes de Cuba. Era un hombre de mediana edad, pálido, flaco, y de movimientos excesivamente rápidos. Cuando hablaba, manoteaba con agilidad asombrosa, dando a cada palabra un trazo mágico, como si la música y el dibujo se aunaran en su medio de expresión. En ese momento, sin embargo, su figura tenía más bien una pose hierática. Sus largos dedos se entreveraban sobre las canillas y sus pies juntos daban la impresión de estar sujetos por unos grillos invisibles. En ese momento el batir del tambor cesó un instante, y los dos nos quedamos observando mutuamente, pendiente cada uno de la resolución del otro.

—Muchacho —dijo al fin mi compañero—, la cosa ha terminado.

Calló en seco y volvió a menear la cabeza:

—¡La Cosa! ¿Sabes tú lo que es eso? La cosa quiere decir, por ejemplo, la zafra. Se termina y los macheteros emigran. El campo queda desierto y de nuevo retoña. Algunos vuelven, otros no. Hoy estamos aquí, mañana en Méjico, pasado en la Argentina. Somos seres errantes, apedreados en un lado, magullados en otro. El hombre debiera ser como el árbol, tener raíces como el árbol. Pero el hombre es como una rueda y una vez impulsado no cesa hasta deshacerse.

*FIN*


Revista Social, Cuba, 1931


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