El bigote
[Cuento - Texto completo.]
Guy de MaupassantCastillo de Solles, lunes 30 de julio de 1883
Querida Lucía, nada nuevo. Vivimos en el salón viendo cómo cae la lluvia. No se puede salir con este tiempo horroroso; entonces hacemos teatro. Qué estúpidas son, querida, las obras de teatro del repertorio actual. Todo es forzado, todo es grosero, pesado. Las bromas impactan como las balas de cañón, rompiéndolo todo. Ni rastro de espíritu, de naturalidad, ningún humor, ninguna elegancia. Estos literatos por cierto no saben nada del mundo. Ignoran por completo cómo pensamos y cómo hablamos nosotros. Tolero perfectamente que desprecien nuestras costumbres, nuestras convenciones y nuestros modales, pero no les permito en absoluto que no los conozcan. Para ser finos, hacen juegos de palabras que podrían servir para alegrar un cuartel militar; para ser joviales nos sirven un ingenio que han debido cosechar en las alturas del bulevar exterior, en esas cervecerías llenas de artistas en las que se repiten, desde hace cincuenta años, las mismas paradojas de estudiante.
En fin, hacemos teatro. Como sólo somos dos mujeres, mi marido desempeña los papeles de doncella, y para ello se afeitó. No te imaginas, querida Lucía, qué cambiado está, ya no lo reconozco… ni de día ni de noche. Si no dejase crecer enseguida su bigote creo que le sería infiel, de tanto que me disgusta así.
En serio, un hombre sin bigote deja de ser un hombre. No me gusta mucho la barba que casi siempre da un aspecto desaliñado, pero el bigote, ¡ay, el bigote!, se hace imprescindible en una fisonomía viril. No, nunca podrías imaginar cuán útil resulta para la vista y… las relaciones entre esposos… este pequeño cepillo de vello en el labio. Se me han ocurrido un montón de reflexiones sobre este tema que apenas me atrevo a contarte por escrito. Te las diré de buena gana… en voz baja. Pero las palabras que expresan ciertas cosas son tan difíciles de encontrar, y algunas palabras insustituibles, resultan tan feas sobre el papel, que no puedo escribirlas. Y además, el tema es tan complejo, tan delicado, tan escabroso, que necesitaría una ciencia infinita para abordarlo sin peligro.
¡En fin! Da igual si no me entiendes. Y además, querida, procura leer entre líneas.
Sí, cuando mi marido me llegó afeitado, enseguida supe que jamás sentiría debilidad por un comediante, ni por un predicador, aunque fuese el padre Didon, el más seductor de todos. Y cuando más tarde estuve a solas con él (mi marido), fue mucho peor. ¡Oh! querida Lucía, nunca te dejes besar por un hombre sin bigote; sus besos no tienen ningún sabor, ninguno, ninguno! Ya no tiene ese encanto, esa suavidad y esa… pimienta, sí, esa pimienta del auténtico beso. El bigote es su guindilla.
Imagínate que te apliquen en el labio un pergamino seco… o húmedo. Esa es la caricia del hombre afeitado. Desde luego ya no merece la pena.
¿De dónde viene pues la seducción del bigote, me preguntarás? ¿Acaso lo sé?
Primero te produce un delicioso cosquilleo. Te roza la boca y sientes un escalofrío agradable por todo el cuerpo, hasta la punta de los pies. Es él quien acaricia, quien estremece y sobresalta la piel, quien otorga a los nervios esa vibración exquisita que te arranca ese pequeño “¡Ah!”, como si una tuviese mucho frío.
¡Y en el cuello! Sí, ¿has sentido alguna vez un bigote en tu cuello? Eso te embriaga y te crispa, te baja por la espalda, te llega hasta la punta de los dedos. Te retuerces, mueves los hombros, echas la cabeza hacia atrás. Una desearía huir y quedarse; ¡es adorable e irritante! ¡Pero qué sensación tan agradable!
Hay más todavía… ¡de verdad, ya no me atrevo! Un marido que te quiere del todo sabe encontrar un montón de recónditos lugares donde esconder sus besos, de los cuales una no se percataría nunca sola. Pues bien, sin bigote esos besos también pierden mucho de su sabor; ¡sin contar que se vuelven casi indecentes! Explícalo como puedas. En cuanto a mí, ésta es la razón que lo justifica. Un labio sin bigote está igual de desnudo que un cuerpo sin ropa; y, la ropa siempre hace falta, muy poca si tú quieres, ¡pero es necesaria!
El Creador (no me atrevo a escribir otra palabra al hablar de estas cosas), el Creador tuvo el detalle de velar todos los amparos de nuestra carne donde tenía que esconderse el amor. Una boca afeitada se me parece a un bosque talado alrededor de alguna fuente a donde se va a comer y dormir.
Eso me recuerda una frase (de un político) que desde hace tres meses me está dando vueltas en la cabeza.
Mi marido, que lee los periódicos, me leyó, una noche, un discurso singular de nuestro ministro de agricultura que se llamaba entonces el señor Méline, ¿habrá sido sustituido por otro? Lo ignoro.
No estaba escuchando, pero el nombre de Méline me llamó la atención. Me recordó, no sé muy bien porqué, las escenas de la vida de Bohemia. Creí que se trataba de una modistilla. Así fue cómo memoricé unos fragmentos de este discurso. Entonces el señor Méline les hacía a los habitantes de Amiens, creo, esta declaración cuyo significado llevaba buscando hasta la fecha: “No hay patriotismo sin agricultura”. Pues ese significado, lo he hallado hace un rato; y he de confesarte que no hay amor sin bigote. Cuando uno lo dice de este modo suena raro, ¿verdad?
¡No hay amor sin bigote!
“No hay patriotismo sin agricultura”, afirmaba el señor Méline; y tenía razón ese ministro, ¡ahora lo entiendo!
Desde otro punto de vista, el bigote es esencial. Determina la fisonomía. Te da un semblante dulce, tierno, violento, de rudo, de golfo, ¡de atrevido! El hombre barbudo, realmente barbudo, el que lleva todo el pelo (¡oh!, ¡qué palabra más fea!) en las mejillas no tiene finura en la cara, pues quedan ocultos sus rasgos; y la forma de la mandíbula y del mentón revelan muchas cosas a quien sabe ver. El hombre con bigote conserva su aspecto propio y su elegancia al mismo tiempo.
¡Y qué variados son esos bigotes!
Tanto son solapados, rizados, como coquetos. ¡Estos parecen querer a las mujeres por encima de todo!
Tanto son puntiagudos, como agujas, amenazadores. Éstos prefieren el vino, los caballos y las batallas.
Tanto son enormes, caídos, espantosos. Éstos enormes suelen disimular un carácter excelente, una bondad que linda con la debilidad y una dulzura que se confunde con la timidez.
Además, lo que primero me encanta del bigote es que sea francés, muy francés. Procede de nuestros padres los galos y luego perduró como señal de nuestro carácter nacional.
Es fanfarrón, galante y bravo. Se empapa graciosamente de vino y sabe reír con elegancia, mientras que las anchas mandíbulas barbudas son pesadas en todo lo que hacen.
Por cierto, me acuerdo de una cosa por la que lloré con fuerza y que me hizo también, ahora me doy cuenta de ello, amar el bigote en los labios de los hombres.
Fue durante la guerra, en casa de papá. Era jovencita por aquel entonces. Un día hubo un combate cerca del castillo. Llevaba toda la mañana oyendo cañonazos y disparos, y por la noche un coronel alemán entró y se instaló en nuestra casa. Luego, al día siguiente se marchó. Fueron a avisar a mi padre de que había muchos muertos en los campos. Los mandó traer a casa para enterrarlos juntos. Los tumbaban a lo largo de la gran avenida de abetos, por ambos lados, a medida que iban llegando; y como empezaban a oler mal, se les echaba tierra en el cuerpo mientras se esperaba a que hubieran cavado la fosa común. De este modo ya no se veía más que sus cabezas que parecían salir del suelo, igual de amarillas, con sus ojos cerrados. Quise verlos; pero cuando descubrí aquellas dos largas líneas de horribles caras, pensé que iba a perder el sentido; y me puse a examinarlas, una tras otra, procurando adivinar lo que habían sido esos hombres.
Los uniformes estaban enterrados, ocultos bajo la tierra, y sin embargo de repente, sí querida, de repente reconocí a los franceses, ¡por su bigote!
Unos se habían afeitado el día mismo del combate, ¡como si hubiesen querido ser coquetos hasta el último momento!. No obstante, su barba había crecido un poco, pues sabes que la barba sigue creciendo aún después de la muerte. Otros parecían tenerla de ocho días, pero todos al fin llevaban el bigote francés, muy distinto, el orgulloso bigote, que parecía estar diciendo: “No me confundas con mi vecino barbudo, pequeña, soy de los tuyos”. Y lloré, ¡oh!, lloré mucho más que si no los hubiese reconocido de esta manera, a esos pobres muertos.
Hice mal en contarte esto. Ahora estoy triste y me siento incapaz de charlar por más tiempo.
Venga, adiós, querida Lucía. Te envío un abrazo con toda mi alma. ¡Viva el bigote!
Jeanne
FIN