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El brazalete de cabellos

[Cuento - Texto completo.]

Alexandre Dumas, padre

…Iba de Estrasburgo al balneario de Louesche y, naturalmente, pasé por Basilea donde debía abandonar el transporte  público y tomar un coche de alquiler.

Cuando llegué al Hotel de la Corona, que me habían recomendado, me informé acerca de algún cochero rogándole a mi anfitrión que se informara a su vez si había alguien en la ciudad que estuviera en disposición de hacer el mismo trayecto que yo; de encontrar a alguien, estaba encargado de proponer a esa persona una asociación que, naturalmente, nos haría a ambos el viaje más agradable y menos costoso.

Regresó por la tarde tras haber encontrado lo que le solicitaba: la esposa de un comerciante de Basilea, que acababa de perder a su bebé de tres meses, al que amamantaba, y que a consecuencia de esta pérdida había contraído una enfermedad para la que le recomendaban las aguas de Louesche. Era el primer hijo de aquella pareja casada desde hacía poco más de un año.

Mi anfitrión me contó que había costado mucho lograr que la señora se decidiera a separarse de su marido. Quería a toda costa permanecer en Basilea o que él fuera con ella a Louesche; pero, si su estado de salud exigía que se marchara a las aguas, el estado de su negocio exigía la presencia del esposo en Basilea; finalmente se había decidido y se marcharía conmigo a la mañana siguiente. La acompañaba su doncella.

Un sacerdote católico, adscrito a la iglesia de un pueblecito de los alrededores, nos acompañaba y ocupaba la cuarta plaza en el vehículo. Al día siguiente, hacia las ocho de la mañana, el coche vino a buscarme al hotel; el sacerdote ya estaba allí. Subí y fuimos a recoger a la señora y a su doncella.

Desde el interior del coche asistimos a la despedida de los dos esposos que había empezado al fondo de su apartamento, había seguido en la tienda y solo terminó en la calle. Sin duda la mujer tenía algún presentimiento, pues no podía consolarse. Habríase dicho que, en lugar de marcharse para un viaje de unas cincuenta leguas, se marchaba para dar la vuelta al mundo. El marido parecía más tranquilo pero, pese a ello, estaba más emocionado de lo que convenía razonablemente a tal separación. Finalmente nos marchamos.

El sacerdote y yo habíamos ofrecido los mejores asientos a la viajera y a su doncella, es decir, que nosotros íbamos delante y ellas al fondo. Cogimos la ruta de Soleure y el primer día fuimos a dormir a Mundischwyll. Toda la jornada nuestra acompañante había estado atormentada, inquieta. Por la tarde, tras haber visto un coche que iba de vuelta, quiso retomar el camino hacia Basilea. Su doncella logró no obstante convencerla de que continuara su viaje.

Al día siguiente nos pusimos en camino hacia las nueve de la mañana. La jornada era corta pues no teníamos intención de ir más allá de Soleure. Por la tarde, cuando empezamos a divisar esta ciudad, nuestra enferma se estremeció.

—¡Ah! —dijo— Deténgase, alguien viene corriendo detrás de nosotros.

Me asomé por la ventanilla.

—Se equivoca, señora, —respondí— la carretera está completamente vacía.

—Es extraño, —insistió— oigo el galope de un caballo.

Pensé que había visto mal. Me asomé mucho más fuera del coche.

—No hay nadie, señora —le dije.

Ella misma miró y, como yo, vio que la carretera estaba desierta.

—Me había confundido, —dijo echándose hacia el fondo del coche. Y cerró los ojos como la mujer que quiere concentrar su pensamiento en sí misma.

Al día siguiente salimos a las cinco de la mañana. Esta vez la jornada era larga. Nuestro conductor quería hacer noche en Berna. A la misma hora que la víspera, es decir, hacia las cinco, nuestra acompañante salió de una especie de sueño en el que se encontraba y, tendiendo los brazos hacia el cochero, dijo:

—¡Conductor, deténgase! Esta vez estoy segura, vienen corriendo detrás de nosotros.

—La señora se confunde, —respondió el cochero— solo veo a los tres campesinos que acaban de cruzarse con nosotros y que siguen su camino tranquilamente.

—¡Oh! Pero yo oigo el galope de un caballo.

Aquellas palabras habían sido pronunciadas con tal convicción que no puede dejar de mirar. Como la víspera, la carretera estaba absolutamente desierta.

—Es imposible, señora —respondí—; no veo a ningún jinete.

—¿Cómo es posible que no vea a ningún jinete si yo veo la sombra de un hombre y de un caballo?

Miré en la dirección que indicaba su mano y vi, efectivamente, la sombra de un caballo y de un jinete. Pero en vano busqué los cuerpos a los que pertenecían aquellas sombras. Hice observar este extraño fenómeno al sacerdote, que se santiguó. Poco a poco la sombra se fue difuminando, a cada instante se fue haciendo menos visible y terminó por desaparecer totalmente. Entramos en Berna.

Todos aquellos presagios le parecían fatales a la pobre señora; decía sin cesar que quería regresar pero, pese a ello, proseguía su camino. Sea por inquietud moral, sea por un proceso natural de su enfermedad, lo cierto es que al llegar a Thun la enferma se sintió tan mal que tuvo que proseguir su viaje en litera. Así fue como cruzó el Khander-Thal y el Gemmi. Al llegar a Louesche, se le declaró una erisipela y durante más de un mes estuvo sorda y ciega.

Por lo demás, sus presentimientos no la habían engañado: apenas había hecho veinte leguas cuando su marido fue víctima de una fiebre cerebral. La enfermedad había hecho unos progresos tan rápidos que, el mismo día, consciente de la gravedad de su estado, había enviado a un hombre a caballo para avisar a su esposa e invitarla a regresar. Pero entre Lauffen y Breinteinbach, el caballo se había derrumbado y el jinete se había golpeado en la cabeza con una piedra al caer; y se había quedado en una posada, sin poder hacer por el que lo había enviado nada más que prevenirlo del accidente que le había ocurrido. Entonces habían enviado a otro mensajero; pero no había duda de que había una fatalidad sobre ellos  pues al extremo del Khander-Thal, había dejado el caballo y había tomado un guía para subir la meseta de Schwalbach que separa el Oberland del Valais cuando, a mitad de camino, una avalancha, que cayó del monte Attels, lo arrastró con ella hasta el abismo; el guía había sido salvado como por milagro.

Durante ese tiempo, la enfermedad hacía horribles progresos. Se habían visto obligados a rasurar la cabeza del enfermo, que llevaba unos cabellos muy largos, con el fin de aplicarle hielo sobre el cráneo. A partir de ese momento, el moribundo no había conservado ninguna esperanza y en un momento de calma, había escrito a su esposa:

«Querida Bertha: Voy a morir, pero no quiero separarme de ti por completo. Hazte un brazalete con los cabellos que acaban de cortarme y que he separado. Llévalo siempre, me parece que así seguiremos estando juntos. Tu Frédéric.»

Luego había entregado aquella carta a un tercer mensajero, al que había ordenado que saliera inmediatamente después de que él hubiera expirado. Aquella misma noche estaba muerto. Una hora después de su muerte, el mensajero exprés había salido y, más afortunado que sus dos predecesores, hacia el final del quinto día había llegado a Louesche.

Pero había encontrado a la señora ciega y sorda; solo al cabo de un mes, y gracias a la eficacia de las aguas medicinales, aquella doble dolencia había comenzado a remitir. No fue sino después de transcurrido un mes más cuando se habían atrevido a comunicarle la fatal noticia a la que, por otra parte, la habían ido preparando las diferentes visiones que había tenido. Se había quedado un mes más para restablecerse por completo y, finalmente, después de tres meses de ausencia, iba a regresar a Basilea.

Como yo por mi parte, había concluido mi tratamiento y la dolencia por la que había tomado las aguas, que era un reumatismo, iba mucho mejor, le pedí permiso para marcharme con ella, lo que aceptó agradecida, pues había encontrado en mí una persona a quien hablarle de su marido, que yo solo había visto en el momento de iniciar el viaje pero que, en fin, lo había visto.

Dejamos Louesche y el quinto día por la tarde estábamos de regreso en Basilea.

No hubo nada más triste ni más doloroso que el regreso de aquella pobre viuda a su casa. Como los dos jóvenes esposos estaban solos en el mundo, una vez muerto el marido, habían cerrado la tienda y el comercio había cesado como cesa el movimiento cuando se detiene el péndulo. Mandaron a buscar al médico que había atendido al enfermo, a las diferentes personas que lo habían acompañado en sus últimos momentos, y por ellos, en cierto modo, se resucitó aquella agonía, se reconstruyó aquella muerte ya casi olvidada en aquellos corazones indiferentes.

Ella solicitó los cabellos que su marido le había legado. El médico recordaba bien haber ordenado que se los cortaran; el barbero se acordó bien de haber rasurado al enfermo, pero eso era todo. Los cabellos los habían tirado, dispersado, perdido. La señora estaba desesperada; el único deseo del moribundo de que ella tuviera un brazalete de sus cabellos, era pues imposible de cumplir.

Transcurrieron varias noches; noches profundamente tristes, durante las cuales la viuda, errando por la casa, parecía más una sombra que un ser vivo. Apenas acostada, o más bien, apenas se quedaba dormida, sentía que su brazo derecho se le quedaba entumecido y solo se despertaba en el momento en que aquel entumecimiento parecía llegarle al corazón. Aquel entumecimiento le empezaba en la muñeca, es decir, en el lugar en el que habría debido estar el brazalete de cabellos y donde ella sentía una presión semejante a la de un brazalete de hierro muy apretado; y desde el puño, como ya hemos dicho, el entumecimiento le llegaba al corazón.

Era evidente que el difunto marido manifestaba su pesar porque sus últimas voluntades no se habían cumplido adecuadamente.

La viuda comprendió ese pesar que venía del otro lado de la tumba. Decidió abrir ésta y si la cabeza de su marido no había sido rasurada por completo, recoger suficientes cabellos como para cumplir su último deseo. En consecuencia, y sin hablarle de sus proyectos a nadie, mandó llamar al sepulturero. Pero el sepulturero que había enterrado a su marido había muerto. El nuevo enterrador solo llevaba quince días en su puesto y no sabía dónde estaba la tumba. Entonces, esperando una revelación, ella que por la doble aparición del caballo y el jinete, por la presión del brazalete, tenía derecho a creer en los prodigios, se marchó sola, se sentó sobre un túmulo cubierto de hierba, verde y vivaz como la que crece sobre las tumbas, y allí pidió alguna señal a la que pudiera acogerse para llevar a cabo su búsqueda.

En el muro de aquel cementerio había pintada una Danza Macabra. Sus ojos se detuvieron en la Muerte y se fijaron largo rato en aquella figura, burlona y terrible a la vez. Entonces le pareció que la Muerte levantaba su brazo descarnado y con la punta de su dedo huesoso designaba una tumba en medio de las últimas ocupadas.

La viuda fue directa a aquella tumba y cuando estuvo ante ella, le pareció ver claramente que la Muerte dejaba caer su brazo hasta lograr la posición primitiva. Entonces hizo una señal en la tumba, fue a buscar al sepulturero, lo llevó al lugar señalado, y le dijo:

—¡Cave, es aquí!

Yo asistí a la operación. Había querido seguir esta fantástica aventura hasta el final. El enterrador cavó. Cuando llegó al féretro, levantó la tapa. En un primer momento había dudado pero la viuda le había dicho con voz firme:

—Levántela, es el ataúd de mi marido.

Obedeció, hasta tal punto aquella señora sabía inspirar a los demás la confianza que ella tenía. Entonces apareció una cosa milagrosa que yo vi con mis propios ojos: no solo era el cadáver de su marido, no solo aquel marido, a excepción de la palidez, estaba como cuando estaba vivo, sino que además, desde que habían sido rasurados, es decir, desde el día de su muerte, los cabellos habían crecido de tal manera que salían como raíces por todas las grietas del ataúd.

Entonces la pobre señora se inclinó hacia el cadáver, que parecía dormido; lo besó en la frente, cortó una larga mecha de cabellos tan milagrosamente crecidos en la cabeza de un difunto y mandó hacer un brazalete.

A partir de aquel día, el entumecimiento nocturno desapareció. Pero cada vez que ella estaba a punto de correr algún peligro grave, una suave presión, un abrazo amistoso del brazalete le advertía para que estuviera alerta.

¡Y bien! ¿Creen ustedes que aquel difunto estaba realmente muerto? ¿Que aquel cadáver era realmente un cadáver? Yo no lo creo.

*FIN*


Les mille et un fantômes, 1849
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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