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El bueyón

[Cuento - Texto completo.]

Miguel Ángel Asturias

Se le endurecía la boca de silencio y solo remoliendo los molares sentía la existencia de sus dientes en la sala donde la única visita muda era su lengua. Afilarse las garras y los dientes rechinándolos. Afilarse los ojos, negros de rabia, parpadeando. Los párpados pesados como mollejones por el sueño y el cansancio. Podía ocurrir lo peor y por momentos se pasaba el revés de la mano por la frente, mientras se le llenaban las orejas, grandes y peludas, de un algodonoso rumor de agua molida en la rueda del trapichón, bagazo de la espuma que plateaba sobre los maderos tranqueantes. La Caiduna, su mujer, esperaba oírlo hablar, sentada a su lado en una grada del puente, el puente grande que en verano era sobrado para tan poco río y en invierno, cuando bajaban las crecientes, temblaba como un insecto con todo y ser de hierro. La Caiduna no lo miraba. Lo tenía cerca, para qué lo iba a estar mirando. Algo de hablar era lo que hacía falta. Entrecerrados los ojos llorosos, pensaba en sus hijos. Anacleto y Serapito, que ayer anocheciendo se metieron en el monte, para no caer en manos de unos soldados que no eran de allí con ellos, que a saber de dónde eran. El que caía en sus manos lo fusilaban, sin preguntarle ni su nombre. Solo su hombre, el Bueyón, se había quedado de voluntarioso que era. Pero desde que amaneció ella anduvo rondándolo para que se fuera lo antes posible. Se tronaba los dedos, cambiaba de postura junto a él, suspiraba. No se aguantó:

—Ya está todo listo… —empezó diciendo, y efectivamente del rancho no quedaban más que las paredes, el techo y el suelo de tierra—. Ya todo está listo, ya todo lo envolví y lo eché al canasto, y las tujas en ese medio tanate es que van.

El Bueyón, de suyo manso, estaba cambiado. Otra naturaleza. Otra yerba. La bañó con una mirada de odio, de odio bruto que va a golpear a un ser indefenso, solo porque no le comprende, porque no le adivina su pensamiento.

—Sos padre, tata, tenés tus hijos, y eso no puede ser…

—¿Y qué adivinas, vos, metida?

—Nada, tata, pero de corazonada sé que estás en mucho peligro y lo debido es agarrar para el monte…

—No estoy en ningún peligro…

—Y qué cuidas allí, pues…

No le contestó. Conformóse con apoyar la mano derecha en un piedrón y de un salto ponerse de pie, empinarse y otear el horizonte, por el lado en que se apachurraban los cerros dejando a la vista un vallecito.

—¡Ay, qué boba! —se dijo para cambiar de tema— por salir tan de prisa, estaba olvidando los tomates…

Y corrió hacia el rancho. En la parte de atrás había formado una hortaliza y sembrado árboles frutales.

Le calentaba la cara el llanto. Como en sus manos, los tomates, pesaban en sus mejillas los lagrimones. No comprendía bien por qué, pero sabía que ya no eran dueños de la tierra que les regaló el gobierno. El gobierno de ellos, les hizo el favor de la tierra, pero otros soldados, sin más ley que la fuerza, se la quitaban.

Un gran frío le subió a la cabeza, de la nuca a la frente, entre el pelo, como si le hubieran echado agua de granizo, al paseársele de una sien a otra el pensamiento de que le fuera a pasar algo a su hombre o sus hijos. Apuró lo que tenía que hacer y con los dedos cosquillosos de pena sacó un machete que Anacleto, su hijo, había dejado escondido, para trozarles las raíces a los árboles frutales recién plantados.

—¡Que me perdone Dios! —decía con voz temblorosa— pero ¿por qué vamos a dejar al rico lo que no le costó? ¡Más vale, vale más que estos naranjalitos jamás endulcen el gaznate de tanto maldito! De haber sabido que se iban a volver a quedar con todo sembramos veneno…

Bueyón no la veía destruir los arbolitos, las hojas y sus lágrimas caían, absorto junto al puente en quién sabe qué pensamientos, velando algún misterio, algo que iba a suceder.

—Y veneno es lo que mejor se daría en tierras tan sufridas, tan regadas de sudor de gente pobre, para engordar la bolsa del patrón… Tan sufridas… tan… tan…

Y a cada «tan», el machete entraba y salía de las raíces de los arbolitos, ya algunos injertados, y los hería de muerte…

—Tras cuidarme tanto de las heladas que hasta trapos me envolvían como a cristiano —se dirá esta mata de naranja sin semilla—, ahora me están dando de machetazos…

Se rió. Todos sus dientes brillaron en su cara morena, retostada, rojinegra. Pero con risa amarga, sin cascabel, risa de dientes que quisieran morder, despedazar…

Se acongojaba a solas, a solas y con todo, porque todo tenía congoja. Al sudor de su faena destructora, ya el sol bien alto, se le mezclaba el llanto, agua baldía y ruin que, por salobre es triste. El llanto nunca puede ser alegre. Y, sin embargo, aquella vez, cuando les vinieron a entregar las tierras con todo y el título lloró de alegría, sí, de alegría, del gusto que le inflaba el pecho y la llevaba a juntar las palmas de sus manos para aplaudir, mientras le daba infinitas gracias a Dios, a la Virgen del Rosario y a San Mateo, de que les hubieran regalado su tierrecita.

¿Y el Bueyón?

Seguía que sentado, que parado, que empinándose, alerta a quién sabe qué misterio.

El sol empezaba a quemar. Las iguanas se ampollaban, en los troncos, entre la luz y la sombra de arboledas de ramajes que bajaban, con sed de tierra adentro, a lamer las arenas del río.

De repente, ¡Santo Dios!, un ruido de retumbo se oyó muy lejos. En seguida reinó silencio. La Caiduna del susto botó el machete. Y no tuvo tiempo de recogerlo. Otro inmenso retumbo más cercano. Corrió a guarecerse a la casa vacía. ¿Tempestad en seco? ¿Terremoto en el cielo?

Desde la casa asomó para ver al Bueyón. Naiqué seguía en su puesto, inmóvil, firme, apenas si a cada retumbo se quitaba el sombrero y se rascaba la cabeza con el mango del machete, para no soltarlo ni mientras se rascaba.

El agua, espumas y cristalerías, ajena a lo que pasaba, seguía saltando con su cantar alegre, por los dientes de la rueda del molino del trapichón, por momentos en largas madejas líquidas que fluían y se desparramaban en burbujas y brillantes, para en seguida, después del ronco tranqueo de la rueda, producir un ruido de torrente hacia abajo, agua que nuevos dientes tomaban para cortar aquel momentáneo desplomarse de hondas lluvias y convertirlo en cantarino choque de superficies rodantes, entre espumarajos y retazos de arco iris.

Un momento más y todo había desaparecido. La Caiduna lo vio desde la casa. Se quedó tocándose los ojos, para saber si los tenía, si tenía ojos, para ver aquello que ya no veía. Las pepitas, los párpados, las cejas…

Todo había desaparecido, el molino, la rueda, el puente y su hombre. Se aterrorizó, flojas las piernas, babosa la boca, hecho un nudo el estómago. ¿Dónde estaba el Bueyón? Del sitio en que acababa de verlo, antes del último gran retumbo, no quedaba nada, un medio derrumbe hacia el río que se esforzaba por cubrir con el agua de su corriente, los escombros del puente que intentaban atajarlo.

Y arriba, arriba, arriba, una inmensa sombra con alas y un rugir del animal de fierro, que apenas se vio pasar.

La Caiduna salió del rancho, enloquecida de susto y congoja. Por entre los árboles quemados, las piedras derrumbadas, los bastiones caídos del puente, se abría camino sin saber por dónde dirigir sus pasos, buscando, indagando con los ojos anhelantes y suspenso el aliento, algún indicio, algún trapo, algo que le indicara dónde había ido a caer el Bueyón.

Atardeció, vino la noche y ella sin encontrar rastro. En lo negado de la tiniebla, por donde tantas veces antes, mientras escaseaba la luz; había pasado mirando con los ojos casi de fuera, volvía ahora en la oscuridad tanteando como ciega, llamándole, gritándole:

—¡Naiqué Bueyón Cuyqué!… —le decía todo su nombre—. ¡Naiqué Bueyón Cuyqué!

Los sapos, las ranas, los grillos, las piedras y arenas que sus pasos tontos de cansancio hacían caer al fondo, parecían ir repitiendo, ecos hechos guijarros. ¡Naiqué Bueyón Cuyqué! o más solo… ¡Naiqué Cuyqué! ¡Naiqué Cuyqué! Su verdadero nombre, porque lo de Bueyón se lo pusieron en el cuartel cuando hizo su servicio militar, por fuerzudo y por bueno.

Se le secaban las lágrimas en las mejillas como restos de tripas heladas. La niebla del amanecer le ahuecaba la cara. Ni sus hijos, Anacleto y Serapito, perdidos en el monte, ni su hombre, ni sus siembras. Solo la casa vacía y ella. Y nadie sabe cómo vivió esos días.

Del monte, cuando andan huidos, vuelven los hombres, flacos, fatigados, ausentes, barbudos, haraposos, pero vuelven; solo de la muerte no se regresa… Hablar… Para qué hablar… Del monte vuelven los hombres… Y ahora ya hay nietos. Hijos de los hijos diz que no son puros nietos, pero qué sabe la gente… ¡Son sus nietos, puros nietos, pues se parecen, en vivo retrato, al abuelo! Del monte vuelven los hombres, solo de la muerte no se regresa… Y no pudo recoger ni un trapo del Bueyón, nada, igual que si nunca hubiera existido.

—Cuente, Nana Caida…

—¡Ah, fue una vez, una vez fuimos ricos, nos hicieron ricos, había un Gobierno que hacía ricas a las gentes regalándoles tierras! ¿Oyen ustedes? Nosotros no lo estábamos pidiendo… Llamaron a su abuelo, Naiqué Cuyqué, a la plaza del pueblo y allí, bajo una enramada, yo fui con él, como si fuera hoy lo estoy viendo… El abuelo de ustedes era fuerzudazo y bueno como el pan de maíz… Pero lo que se llama bueno… Bajo la enramada, en la plaza, había mucha gente de la ciudad y uno de ellos tomó la palabra, habló mucho y muchas cosas de las que dijo no entendimos. Lo puro cierto es que no habló en balde, porque al final nos entregó un título de la tierra de que nos hacía propietarios, dueños, propiamente dueños, propietarios de tierra propia…

—Es como un sueño, Nana Caida —observó la nieta que ya iba a la escuela.

—Debe estar en la historia…

—No, eso no está…

—Entonces, m’hija, lo quitaron. No ponen lo que no les conviene. Pero como se los estoy contando sucedió.

—Y por algo, verdad abuelita, la «Profe» dice que la historia es como una anciana que ha visto muchas cosas…

—Cuando dice la verdad, porque los viejos, como la historia, que comparan con una vieja, también se vuelve mentirosa. No porque yo les esté mintiendo en esto que les cuento, y que de veras, de veras sucedió, repartían la tierra a los pobres.

—¿Aquí?

—Sí, aquí… ¡Ah, si ustedes nos hubieran visto cuando volvimos del pueblo con los títulos de propietarios! Con decirles que como en tres noches no dormimos… A mí se me aflojaron las coyunturas del susto… ¡Ay!, pero cuando se comenzó a trabajar, cuando el abuelo se arremangó la camisa y se puso a disponer.

—Y esas tierras, abuela, dónde quedan…

—Quedaban, porque se volvieron como tierra de otra parte, de otra tierra, tal maldición les cayó…

—Se las volvieron a quitar los ricos…

Después de un largo silencio y de parpadear lentamente, decía la Caiduna, canosa y arrugada, juntando los labios para pronunciar mejor las palabras:

—Ni para ellos ni para nosotros, para devolverlas a los gringos, a gente de otra parte… Para eso nos tiraron bombas del cielo…

—Fue entonces que ya no se supo más de abuelito…

—Entonces… Mis hijos han pasado por allí. Solo chirivisco y espina se ven por todos lados. Yo no lo imagino así. Lo miro como era, como lo vi, antes que el avión de los gringos acabara con todo en un decir amén, con el molino, con el puente, con el Bueyón… con todo… carne —entredecíase para entenderse ella sola—, carnecita verde antojaban los terrenitos… Carne… Carne de esta nuestra, como ustedes, porque la tierra propia es carne de uno, es un poco la madre que se vuelve hija cuando el hijo crece.

—¿Y para qué se la quitaron, si no la siembran?

—Para tenerla en propiedad y nada más… Es lo que quieren los extranjeros, que nos arruinemos, que nos arruinemos todos con las tierras ociosas, para seguir siendo ellos dueños de nuestra miseria, de nuestra ruina, de nuestra pobreza…

—¡Fue un sueño, Nana Caida!

—Sí, un sueño que como fuego prendido en el descampado, se apagó pronto.

—Pero volverá a prender…

—¡Muchacha!

—Así dice la «Profe». Un incendio que lo va a quemar todo, porque han quedado las chispas volando y las ideas no se apagan.

La Caiduna calló. Acariciaba en su regazo la cabecita de su nieta Agustina, diciéndole al oído:

—Y todo eso lo repite usted como lorito…

Otros pensamientos la devoraban. Los hombres también regresan de la muerte. Un incendio que lo queme todo y haga volver la tierra a las manos de sus dueños más legítimos, los hijos del país, señalará el regreso de los que como Naiqué Bueyón Cuyqué murieron o desaparecieron víctimas de los gringos que los bombardearon desde el cielo, y entonces se verá, entre la alegría del pueblo, el símbolo de sus penachos de plumajes humeantes.

*FIN*


Week-end en Guatemala, Buenos Aires, 1956


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