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El caballero doble

[Cuento - Texto completo.]

Théophile Gautier

¿Qué pone pues tan triste a la rubia Edwige? ¿Qué hace sentada aparte, con el mentón en la mano y el codo en la rodilla, más melancólica que la desesperanza, más pálida que la estatua de alabastro que llora sobre una tumba?

Desde el extremo de su párpado una gruesa lágrima se desliza sobre la pelusa de su mejilla, una sola, pero que no se agota; como la gota que rezuma de las bóvedas de roca y que a la larga desgasta el granito, esta única lágrima, al caer sin descanso de sus ojos sobre su corazón, lo perforó y atravesó de parte a parte.

Edwige, rubia Edwige, ¿no creéis ya en Jesucristo el dulce Salvador? ¿Dudáis de la misericordia de la Santísima Virgen María? ¿Por qué os lleváis sin cesar al costado vuestras pequeñas manos diáfanas, delgadas y delicadas como las de los Elfos y de los Willis? Vais a ser madre; ése era vuestro más ferviente deseo; vuestro noble esposo, el conde Lodbrog, ha prometido un altar de plata maciza y un cáliz de oro fino a la iglesia de Saint-Cuthbert si le dabais un hijo.

¡Ay! ¡Ay! la pobre Edwige tiene el corazón atravesado por los siete puñales del dolor; un terrible secreto pesa sobre su alma. Hace unos meses, un extranjero había llegado al castillo; hacía muy mal tiempo aquella noche, las torres se estremecían en su estructura, las veletas crujían, el fuego se arrastraba en la chimenea y el viento golpeaba en los cristales como un inoportuno que pretende entrar.

El extranjero era bello como un ángel, pero como un ángel caído; sonreía dulcemente y miraba dulcemente, sin embargo, aquella mirada y aquella sonrisa os helaban de terror y os inspiraban el pavor que se siente cuando uno se asoma a un abismo. Una gracia perversa, una languidez pérfida como la del tigre que acecha su presa, acompañaban todos sus movimientos; encantaba como la serpiente que fascina al pájaro.

Aquel extranjero era maestro cantor; su tez atezada mostraba que había conocido otros cielos; dijo proceder del fondo de Bohemia, y solicitó hospitalidad sólo para  aquella noche. Permaneció aquella noche, y otros días y otras noches, pues la tormenta no podía apaciguarse, y el viejo castillo se estremecía sobre sus cimientos como si el vendaval hubiera querido arrancarlo de raíz y hacer caer su corona de almenas en las procelosas aguas del torrente.

Para conjurar el tiempo, cantaba extraños poemas que turbaban el corazón y producían ideas extrañas; y mientras cantaba, un cuervo acharolado, brillante como el azabache, estaba posado sobre su hombro, marcaba el ritmo con su pico de ébano y parecía aplaudir sacudiendo las alas; Edwige se ruborizaba, se ruborizaba como las rosas de la aurora, y se recostaba en su gran sillón, lánguida, medio muerta, embriagada como si hubiera aspirado el perfume fatal de las flores que causan la muerte.

Finalmente el maestro cantor pudo marcharse dado que una sonrisa azul acababa de despejar el rostro del cielo. Desde aquel día, Edwige, la rubia Edwige no hace sino llorar junto a la ventana.

Edwige ha sido madre, tiene un hermoso niño completamente blanco y completamente bermejo. El viejo conde Lodbrog ha encargado al fundidor el altar de plata maciza y ha dado mil monedas de oro al orfebre en una bolsa de piel de reno para que fabrique el cáliz; será amplio y pesado, y contendrá gran cantidad de vino. El sacerdote que lo vacíe podrá decir que es un gran bebedor.

El niño es blanco y bermejo, pero tiene la mirada negra del extranjero: la madre se ha percatado bien de ello. ¡Ah! ¡pobre Edwige! ¿por qué mirasteis tanto al extranjero del arpa y del cuervo?…

El capellán bautiza al niño y le pone por nombre Oluf, ¡hermoso nombre! El astrólogo sube a la torre más alta para trazar su carta astral. El tiempo era claro y frío: como la mandíbula del lobo cerval de dientes agudos y blancos, una cortadura de montañas cubiertas de nieve mordía el bajo de túnica del cielo; las estrellas, amplias y pálidas, brillaban en la crudeza azul de la noche como soles de plata. El astrólogo anota la altitud, el año, el día, el minuto; realiza prolongados cálculos en tinta roja sobre un pergamino salpicado de signos cabalísticos; vuelve a su gabinete. Regresa a la plataforma, no se ha equivocado en sus suputaciones, su carta astral es exacta como un pesillo para pesar piedras preciosas, sin embargo, vuelve a empezar. No, no se ha equivocado. El pequeño conde Oluf tiene una doble estrella, una verde y otra roja; verde como la esperanza, roja como el infierno; una favorable y otra desastrosa. ¿Se ha visto alguna vez un niño con doble estrella?

Con expresión grave y acompasada, el astrólogo vuelve a la habitación de la reciente madre y dice mientras pasa su mano huesuda entre los bucles de su gran barba de mago:

—Condesa Edwige, y vos conde Lodbrog, dos influencias han presidido el nacimiento de Oluf, vuestro precioso hijo: una buena y otra mala, por lo que tiene una estrella verde y una estrella roja. Está sometido a un doble ascendiente, será muy feliz o muy desgraciado, no lo sé; tal vez las dos cosas a la vez.

El conde Lodbrog respondió al astrólogo: «Prevalecerá la estrella verde». Pero Edwige temía en su corazón que fuera la roja. Volvió a colocar su mentón en la mano, el codo sobre la rodilla y volvió a llorar junto a la ventana. Tras haber amamantado a su hijo, su única ocupación era mirar a través del cristal de la ventana caer la nieve en copos grandes y numerosos, como si allá arriba hubieran estado desplumando las alas blancas de todos los ángeles y de todos los querubines.

De vez en cuando un cuervo pasaba por delante del cristal, graznando y sacudiendo el polvo plateado. Le hacía pensar a Edwige en el singular cuervo que se mantenía siempre sobre el hombro del extranjero de dulce mirada de tigre, de encantadora sonrisa de víbora. Y sus lágrimas caían con mayor rapidez desde sus ojos a su corazón, su corazón atravesado de parte a parte.

El joven Oluf es un niño extraño: podría decirse que dentro de su piel blanca y bermeja hay dos niños de diferente carácter; un día es bueno como un ángel, otro malo como un diablo: muerde el seno de su madre y araña con las uñas el rostro de su aya.

El anciano conde Lodbrog, riendo entre dientes, dice que Oluf tiene un carácter belicoso y será un buen soldado. El hecho es que Oluf es un pequeño bribón insoportable; tan pronto llora, tan pronto ríe; es caprichoso como la luna, antojadizo como una mujer; va, viene, de repente se detiene sin motivo aparente, abandona lo que había emprendido y a la turbulencia más inquieta le hace suceder la inmovilidad más absoluta; aunque se encuentre solo, parece conversar con un interlocutor invisible. Cuando se le pregunta la causa de todas aquellas anomalías, dice que lo atormenta la estrella roja.

Oluf va a cumplir quince años. Su carácter se hace cada vez más inexplicable; su fisonomía, aunque perfectamente bella, es de una expresión embarazosa; es rubio como su madre, con todos los rasgos de la raza de Norte; pero bajo su frente blanca como la nieve, que no ha rayado aún ni el repulsor del cazador ni ha manchado el pie del oso, y que es la frente de la antigua familia de los Lodbrog, centellean entre dos párpados anaranjados unos ojos con largas pestañas negras, unos ojos de azabache encendidos con los salvajes ardores de la pasión italiana, una mirada aterciopelada, cruel y melosa como la del maestro cantor de Bohemia.

¡Qué rápido pasan los meses y más aún los años! Edwige descansa ya bajo los arcos tenebrosos del panteón de los Lodbrog, al lado del viejo conde, sonriente en su ataúd al ver que no se extinguirá su apellido. Estaba ya tan pálida, que la muerte no la ha cambiado demasiado. Sobre su sepulcro hay una hermosa escultura yacente con las manos juntas y los pies sobre una galga de mármol, fiel compañera de los fallecidos. Lo que Edwige dijo al sacerdote que la confesaba en su último momento no lo sabe nadie, pero éste se quedó más pálido que la moribunda.

Oluf, el hijo moreno y rubio de la desolada Ewdige, tiene hoy veinte años. Es muy hábil en todos los ejercicios, no hay nadie que tire mejor el arco; hiende la fecha que acaba de clavarse temblorosa en el corazón de su objetivo; sin bocado ni espuela es capaz de domar los caballos más salvajes.

No ha mirado nunca impunemente a una mujer o una adolescente, pero ninguna de las que lo han amado ha sido feliz. El fatal desequilibrio de su carácter se opone a cualquier realización de felicidad entre una mujer y él. Sólo una de sus dos mitades siente pasión, la otra siente odio; unas veces prevalece la estrella verde, otras la roja. Un día dice: «¡Oh, blancas vírgenes del Norte, brillantes y puras como los hielos del Polo; pupilas de claro de luna, mejillas matizadas con el frescor de la aurora boreal!» Otro día exclama: «¡Oh, hijas de Italia, doradas por el sol y rubias como la naranja, corazones de fuego en pechos de bronce!» Y lo más triste es que es sincero en sus dos exclamaciones. ¡Ay! pobres desoladas, tristes sombras quejumbrosas, ni siquiera lo acusáis pues sabéis que es más desdichado que vosotras; su corazón es un terreno constantemente pisoteado por los pies de dos luchadores desconocidos, donde cada uno, como en el combate de Jacob con el Ángel, intenta atacar el jarrete de su adversario. Si fuéramos al cementerio, bajo las anchas hojas aterciopeladas del verbasco de profundas recortaduras, bajo el asfódelo de ramas de verde malsano, entre la ballueca y las hortigas, encontraríamos más de una losa abandonada sobre la que sólo el rocío mañanero derrama lágrimas. ¡Mina, Dora, Tecla! ¿pesa mucho la tierra sobre vuestros delicados senos y vuestros encantadores cuerpos?

Un día Oluf llama a Dietrich, su fiel escudero, y le ordena que ensille su caballo.

—Señor, mirad cómo cae la nieve, cómo sopla el viento y hace plegarse hasta el suelo la cima de los abetos; ¿no escucháis a los lejos aullar los lobos hambrientos y bramar los renos agonizantes como almas en pena?

—Dietrich, mi fiel escudero, me sacudiré la nieve como se hace con la pelusa que se adhiere a una capa; pasaré bajo el arco de los abetos inclinando un poco el penacho de mi casco. Por lo que respecta a los lobos, sus zarpas se embotarán sobre esta buena armadura y, excavando la nieve con la punta de mi espada, destaparé para el pobre reno que gime y llora a lágrimas vivas el musgo florido que no puede encontrar.

El conde Oluf de Lodbrog, pues ése es su título tras la muerte del viejo conde, se marcha sobre su buen caballo acompañado de sus dos perros gigantes, Murg y Fenris. El joven señor de párpados anaranjados tiene una cita y tal vez ya, desde lo alto de la pequeña torrecilla en forma de garita, se asoma a su balcón esculpido, pese al frío y el cierzo, la joven inquieta, intentando vislumbrar entre la blancura de la planicie el penacho del caballero.

Sobre su gran caballo con formas de elefante cuyos flancos horada a golpes de espuela, Oluf avanza por el campo; atraviesa el lago que el frío ha convertido en un bloque de hielo, en el que los peces se encuentran incrustados con las aletas extendidas como petrificaciones en la pasta del mármol; las cuatro herraduras del caballo, provistas de pinchos, muerden sólidamente la dura superficie; un vaho, producido por su sudor y su respiración lo envuelve y lo sigue; diríase que galopa en una nube; los dos perros, Murg y Fenris, a ambos lados de su dueño, lanzan por sus fosas nasales ensangrentadas, largos chorros de humo como si fueran animales mitológicos.

Llega al bosque de abetos; semejantes a espectros, tienden sus brazos cargados de paños blancos; el peso de la nieve curva los más jóvenes y flexibles: diríase una sucesión de arcos de plata. El negro terror habita en aquel bosque en el que las rocas adoptan formas monstruosas, donde cada árbol con sus raíces parece incubar a sus pies un nido de dragones entumecidos. Pero Oluf no conoce el miedo. El camino se estrecha cada vez más, los abetos cruzan inextricablemente sus lamentables ramas; sólo unos escasos claros permiten ver la cadena de colinas nevadas que destacan en blancas ondulaciones sobre el cielo negro y deslucido.

Afortunadamente Mopse es un vigoroso corcel que llevaría sin doblarse al gigantesco Odin; no hay obstáculo que lo detenga; salta por encima de las rocas, salta los barrancos y, de vez en cuando, arranca a las piedras que su casco golpea sobre la nieve un surtidor de chispas inmediatamente apagadas.

—¡Vamos, Mopse, ánimo! No tienes más que cruzar la pequeña llanura y el bosque de abedules; una bonita mano acariciará tu cuello satinado y en una cuadra caliente comerás tanta cebada mondada  y avena como quieras.

¡Qué encantador espectáculo ofrece el bosque de abedules! Todas las ramas están acolchadas por una capa de escarcha, las más pequeñas ramizas se dibujan en blanco sobre la oscuridad de la atmósfera: diríase una inmensa cesta de filigrana, una madrépora de plata, una gruta con todas sus estalactitas; las ramificaciones y las extrañas flores con los que la helada estaña los cristales no ofrecen dibujos más originales y variados.

—Señor Oluf, ¡cuánto habéis tardado! Temía que el oso de la montaña os hubiera cerrado el paso o que los elfos os hubieran invitado a bailar, —dijo la joven castellana invitando a Oluf a sentarse en el sillón de roble en el interior de la chimenea—. ¿Pero por qué habéis venido a una cita de amor con un compañero? ¿Teníais miedo de cruzar solo el bosque?

—¿De qué compañero habláis, flor de mi alma? —dijo sorprendido a la joven castellana.

—Del caballero de la estrella roja que siempre lleváis con vos. El que nació de la mirada del cantante de Bohemia, el espíritu funesto que os posee; deshaceos del caballero de la estrella roja o no escucharé jamás vuestras frases de amor: no puedo ser la mujer de dos hombres a la vez.

De nada le sirvió a Oluf actuar o hablar, no pudo ni besar el pequeño dedo rosado de la mano de Brenda; se marchó irritado y resuelto a combatir al caballero de la estrella roja si daba con él.

Pese a la severa acogida de Brenda, Oluf tomó de nuevo al día siguiente la ruta del castillo de torreones en forma de garita; los enamorados no se desaniman fácilmente. Mientras caminaba iba pensando: «Brenda está loca sin duda; ¿qué quiere decir con su caballero de la estrella roja?»

La tormenta era de las más violentas; la nieve remolineaba y apenas permitía distinguir la tierra del cielo. Un espiral de cuervos, pese a los ladridos de Fenris y de Murg, que saltaban en el aire para atraparlos, revoloteaba siniestramente por encima del penacho de Oluf. Al frente de ellos se encontraba el cuervo, brillante como el azabache, que marcaba el compás sobre el hombro del cantante de Bohemia. Fenris y Murg se detuvieron súbitamente: sus ollares móviles husmeaban el aire con inquietud; olfateaban la presencia de un enemigo. No era un lobo o un zorro; un lobo y un zorro sólo serían un bocado para estos valientes perros. Se oyó un ruido de pasos y pronto aparece en un recodo del camino un caballero sobre un caballo de gran alzada seguido de dos enormes perros. Lo habríais confundido con Oluf. Estaba armado exactamente como él, con la misma coraza decorada con el mismo blasón, sólo que llevaba sobre el casco una pluma roja en lugar de una verde. La vereda era tan estrecha que era necesario que uno de los dos caballeros retrocediera.

—Señor Oluf, retroceded para que yo pase, —dijo el caballero de la visera bajada—. Estoy haciendo un largo viaje; me esperan, tengo que llegar.

—¡Por los bigotes de mi padre! Sois vos quien retrocederá. Me dirijo a una cita de amor y los enamorados tienen prisa —respondió Oluf llevándose la mano a la guarda de su espada.

El desconocido sacó la suya y el combate comenzó. Las espadas, al impactar sobre las mallas de acero hacían brotar surtidores de chispas centelleantes; aunque eran de un temple superior, pronto estuvieron melladas como sierras. A través del vaho de sus caballos y de la neblina de su jadeante respiración, podría haberse tomado a los combatientes por dos negros herreros afanados sobre el fuego encendido. Los caballos, animados por la misma rabia que sus jinetes, mordían furiosamente sus cuellos venosos y se arrancaban trozos del pecho; se agitaban con sobresaltos rabiosos, se erguían sobre sus patas traseras y, utilizando los cascos como puños cerrados, se daban terribles golpes mientras los caballeros se golpeaban horriblemente por encima de sus cabezas; los perros no eran sino mordiscos y alaridos.

Las gotas de sangre, que brotaban a través de las escamas imbricadas de las armaduras, caían tibias sobre la nieve formando en ésta pequeños agujeros rosas. Al cabo de pocos instantes habríase dicho una criba, tan frecuentes y numerosas caían las gotas.

Los dos caballeros estaban heridos. Como cosa curiosa, Oluf sentía los golpes que propinaba al caballero desconocido; sufría por las heridas que producía y por las que recibía: había sentido un gran frío en el pecho como si una espada entrara buscando su corazón, sin embargo su coraza no estaba rota  a la altura del corazón, su única herida era un golpe recibido en los músculos del brazo derecho. Singular duelo en el que el vencedor sufría tanto como el vencido, donde dar y recibir era algo indiferente. Reuniendo todas sus energías, Oluf hizo volar de un revés el terrible yelmo de su adversario. ¡Oh, terror! ¿Qué es lo que ve el hijo de Edwige y de Lodbrog? Se ve a sí mismo delante de él: un espejo no habría sido más exacto. Había estado combatiendo con su propio espectro, con el caballero de la estrella roja; el espectro lanzó un gran grito y desapareció.

El torbellino de cuervos se elevó en el cielo y el valiente Oluf prosiguió su camino; al regresar por la noche a su castillo llevaba a la grupa a la joven castellana que, en esta ocasión, había accedido a escucharle. Puesto que el caballero de la estrella roja ya no estaba presente, se había decidido a dejar caer de sus labios de rosa sobre el corazón de Oluf la confesión que tanto cuesta al pudor. La noche era clara y azul, Oluf levantó la cabeza para buscar su doble estrella y hacer que su prometida la viera, pero sólo estaba la verde, la roja había desaparecido.

Al entrar, feliz por el prodigio que ella atribuía al amor, Brenda le hizo observar al joven Oluf que el azabache de sus ojos se había hecho azul, signo de reconciliación celeste. El viejo Lodbrog sonrió por ello de placer bajo sus bigotes blancos al fondo de su tumba pues, a decir verdad y aunque no se hubiera manifestado nunca al respecto, los ojos de Oluf le habían dado que pensar en ocasiones. La sombra de Edwige está completamente feliz pues el hijo del noble señor Lodbrog ha vencido por fin la maligna influencia del ojo anaranjado, del cuervo negro y de la estrella roja: el hombre ha vencido al incubo.

Esta historia demuestra hasta qué punto un único momento de olvido, una mirada incluso inocente, pueden tener influencia. Mujeres, jovencitas, no pongáis vuestros ojos en los maestros cantores de Bohemia que recitan poemas embriagadores y diabólicos. Vosotras jovencitas, no os fiéis sino de la estrella verde, y vosotros los que tenéis la desgracia de ser dobles, combatid valientemente, incluso cuando golpéeis sobre vosotros mismos y os hiráis con vuestra propia espada, al adversario interior, al malvado caballero.

Si preguntáis quién nos ha transmitido esta leyenda noruega os diremos que ha sido un cisne; un hermoso ave de pico amarillo que ha cruzado el fiordo, nadando y volando a partes iguales.

*FIN*


Romans et contes, vol. I, 1897
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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