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 Era un pobre caballero 
silencioso, sencillo, 
de rostro severo y pálido, 
de alma osada y franca. 
Tuvo una visión, 
una visión maravillosa 
que grabó en su corazón 
una impresión profunda. 
Desde entonces le ardía el corazón; 
apartaba sus ojos de las mujeres, 
y ya hasta la tumba 
no volvió a hablar a ninguna. 
Púsose un rosario al cuello, 
como una insignia, 
y jamás levantó ante nadie 
la visera de acero de su casco. 
Lleno de un puro amor, 
fiel a su dulce visión, escribió con su sangre 
A.M.D. sobre su escudo. 
Y en los desiertos de Palestina, 
mientras que entre las rocas 
los paladines corrían al combate 
invocando el nombre de su dama, 
él gritaba con exaltación feroz: 
 Lumen coeli, sancta Rosa! 
Y como el rayo, su ímpetu 
fulminaba a los musulmanes. 
De regreso a su castillo lejano, 
vivió severamente como un recluso, 
siempre silencioso, siempre triste, 
muriendo por fin demente. 
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