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El caballo blanco

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Allá en el primer cielo, en deleitoso jardín, Santiago Apóstol, reclinando en la diestra la cabeza leonina, de rizosa crencha color del acero de una armadura de combate, meditaba. Mostrábase punto menos caviloso y ensimismado que cuando, después de bregar todo el día en su oficio de pescador en el mar de Tiberíades, vio que ni un solo pez había caído en sus redes; solo que entonces el consuelo se le apareció con la llegada del Mesías y la pesca milagrosa. Ahora, aunque en tiempos de pesca estamos, el hijo del Zebedeo, mirando hacia todas partes, no adivinaba por dónde vendría la salvación, siquiera milagrosa, de los que amaba mucho.

Frente al Patrono, en mitad del campo, se elevaba un árbol gigantesco, de tronco añoso, rugoso, de intrincado ramaje, pero casi despojado de hoja, y la que le quedaba, amarillenta y mustia. Infundía respeto, no obstante su decaimiento, aquel coloso vegetal; a pesar de que no pocos de sus robustos brazos aparecían tronchados y desgajados, conservaba majestuoso porte; su traza secular le hacía venerable; convidaba su aspecto a reflexionar sobre lo deleznable de las grandezas. De las ramas del árbol colgaban innúmeros trofeos marciales. Petos, golas, cascos, grebas y guanteletes, con heroicas abolladuras y roturas causadas por el hendiente o el tajo; espadas flamígeras sin punta y lanzas astilladas y hechas añicos; rodelas con arrogantes empresas; albos mantos que blasona la cruz bermeja, trazada al parecer con la caliente sangre de una herida; yataganes cogidos a los moros; turbantes arrancados en unión con la cabeza; banderas gallardas con agujeros abiertos por la mosquetería; el alquicel de Boabdil y la diadema pintorescamente emplumada de Moctezuma… Al pie del árbol, sujeto a él con fuerte cadena de hierro, se veía un ser hermosísimo, un corcel de batalla luminoso a fuerza de blancura: el Pegaso cristiano, aquel ideal bridón que galopaba al través de las nubes y descendía a traernos la victoria.

Los ojos del Apóstol se fijaron en el caballo, cual si no le hubiese contemplado nunca. Notó la lumínica blancura del pelo, la fluida ligereza y ondulación delicada de las crines, el fuego de las pupilas, el aliento ardiente que despedían las fosas nasales, la delgadez de los remos, finos cual tobillo de mujer; la especie de electricidad que desprendía el cuerpo del generoso animal celeste. Con solo advertir que le miraba su jinete de antaño, el caballo se estremeció, empinó las orejas, respiró el aire, hirió la tierra con el reluciente casco y pareció decir en lenguaje de signos: «¿Cuándo llega la hora? ¿Vamos a estar siempre así? ¿Por qué no me desatas? ¿Por qué no cruzamos otra vez entre lampos y chispas el firmamento rojo, el aire encendido de las campales batallas?»

Levantóse el Apóstol guerrero y fue a halagar con las manos el lomo de su cabalgadura. Quería consolarla, quería calmar su impaciencia y no sabía cómo, pues él, glorioso veterano, también soñaba incesantemente renovar las proezas de otros días. Sin duda para acrecentarle el ansia y avivarle el recuerdo aparecióse por allí un alma acabada de ingresar en el Paraíso, pues daba claras señales de no conocer los caminos, de hallarse como desorientada e incierta. Era el recién llegado de mediana estatura, moreno, avellanado y enjuto; rodeaban su tronco retazos de tela amarilla y roja, que apresuradamente igualaba en matiz la sangre fluyendo de varias mortales heridas. Santiago corrió hacia aquel valiente con los brazos abiertos, y el español, al ver ante sí al Apóstol de la patria cayó de rodillas y le besó los pies con infinita ternura.

-Bonaerges, hijo del trueno -murmuraba devotamente el español-, ¿por qué nos has abandonado? En nuestro infortunio, confiábamos en ti. Esperábamos que hicieses vibrar sobre nuestros enemigos el rayo o lloviese sobre ellos fuego celeste, como el que quisiste lanzar contra aquellos samaritanos que cerraban las puertas de su ciudad a Jesús. Mira, Santiago, adónde hemos llegado ya. Te lo diré con palabras de la Epístola que se lee el día de tu fiesta: hemos sido hecho espectáculo para las naciones, los ángeles y los hombres. Hemos venido a ser lo último del mundo. Y todo por faltarnos tú, Apóstol de los combates. Desata tu corcel, guíale al través del aire, ponte a nuestra cabeza. El caballo blanco olfatea la lid. ¿No oyes cómo relincha, deseoso de arrancar el grito de «cierra España»? Desciende: te esperan «allá». Te aguarda la tierra que por ti se creyó invencible. El bridón quiere romper la cadena. ¡Santiago! ¡Buen Santiago! ¡Señor Santiago!

Al oír tan apremiantes súplicas, el Apóstol se conmovía más. ¡Soltar el corcel blanco, salir al galope, esgrimir otra vez el acero llameante! ¡Hacía tanto tiempo que lo anhelaba! No por su gusto permanecía en la inacción, con la montura amarrada al árbol y las armas colgadas del ramaje… Y alzando y consolando al español y apretándole contra su pecho, Santiago empezó a vendarle las heridas cruentas, hecho lo cual llegóse al tronco y desató al blanco bridón, que, loco de júbilo al verse libre, al suponer que remanecían las aventuras de otros tiempos, agitó la cabeza, hizo flotar la crin, corveteó gallardamente y, batiendo el polvo con sus bruñidos cascos, alzó una nubecilla de oro. Por su parte, el Patrón descolgaba la cota de malla y se la vestía, calzábase el ancho sombrerón orlado de acanaladas conchas, afianzaba en los hombros el manto, embrazaba el escudo y ceñía el tahalí y la espada terrible. Entre tanto, el español echaba al caballo la silla recamada de oro y le ponía el freno y el pretal incrustado de cabujones de pedrería. Y cuando ya el Apóstol trataba de afianzar el pie en el estribo de plata para saltar, he aquí que aparece, saliendo del vecino bosque, otro español, vestido de paño pardo calzado con groseras abarcas, haciendo señas para que se detuviese el Apóstol. Este aguardó; en el villano de tez curtida y de rústico atavío acababa de reconocer a San Isidro, pobrecillo jornalero laborioso, que en su vida montó más que jumentos cargados de trigo, porque los llevaba a la molienda.

-¡Orden del Señor! -voceaba el labriego descompasadamente-. ¡Orden del Señor! Ese caballo nos hace falta para uncirlo al arado y que ayude a destripar terrones. Y ese español que está ahí, que venga a llevar la Junta. Bien sabes, Bonaerges, lo que dijo el Señor en ocasión memorable, cuando tu madre le pidió para ti y tu hermano el puesto más alto en el cielo: «Los que quieran ser mayores, beban primero su cáliz.» Paisano mío, a arar con paciencia y sin perder minuto…



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