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El cabo de la Legión

[Cuento - Texto completo.]

Juan Bosch

La noche anterior, 14 de mayo, habíamos rechazado un ataque al fortín de El-Kej-Abí. Hubo luna creciente, y en el desierto se podían alcanzar las más leves figuras hasta distancias enormes. Por culpa de esa luna nos descuidamos. Así cuando, a eso de las dos de la mañana, oímos los primeros disparos, nos lanzamos enloquecidos hacia las troneras, sin saber a ciencia cierta qué hacíamos. Alguno de nosotros pensó en la luna, pero ya estaba perdida en el horizonte lejano. ¡Negra noche la de aquel 14 de mayo!

Como quiso el diablo, estuvimos resistiendo hasta que el sol empezó a clarear la inmensa llanura de arena. Con las primeras luces se inició la retirada de la gente de Ben-el-Sulij, y nosotros podíamos ver los albornoces flotando al viento, lejísimos. Una línea interminable de caballos iba surgiendo del arenal.

—Esto es serio, Bill —dijo el italiano Giacomo.

Mudos e inmóviles, nosotros contemplábamos la retirada.

—¿Quién se apuesta conmigo un paquete de cigarrillos a que esta noche nadie duerme aquí? —gritó Jules.

—Sí, esos dormirán —gruñó Bill señalando a los muertos.

Nos volvimos a ver los compañeros caídos. Eran cuatro, y dos heridos, uno de ellos malamente, estaban recibiendo atención abajo.

—¡Perra vita! —se quejó Giacomo.

En realidad, a mí no me importaba el ataque. Habían muerto unos, pero yo no. Lo grave no estaba en lo que ya había pasado, sino en lo que podía ocurrir luego. Me olía que la gente de Ben-el-Sulij —¡Buenos soldados aquellos moros de a caballo, que peleaban por puro placer!— no se lanzó al ataque a la loca. ¿Y si tenían la seguridad de que no llegarían refuerzos? ¿No era eso lo más posible? Nosotros estábamos a sesentidós kilómetros, según mis cálculos, del puesto de Aj-e-don, el más cercano. Allí había seiscientos hombres de la Legión; pero llegar hasta ellos, abriéndose paso por entre montones de moros montados, no era empresa que pudieran realizar treinta legionarios de a pie.

El sol ascendía ya sobre el desierto. A lo lejos podíamos ver rápidos esguinces de albornoces.

—Nos están vigilando, Bill —dije.

Bill, un inglés calmoso, fumador impenitente, se echó el rifle sobre las piernas.

—¿Vigilando? No importa. Es igual morir aquí que en Inglaterra.

Bill había sufrido asedios como aquel en varias ocasiones. Su calma era fatalista, y siempre esperaba la salvación en último término. De ahí su tranquilidad.

—¡Couchons! ¡Esos negros salvajes no saben que estamos amparados por la bandera gloriosa de Francia! —tronó Jules.

Cansado de oírles, me fui abajo. Me dolían los ojos y tenía sed. Además, estaba convencido de que no correríamos peligro mientras no cayera la noche. En el sotanillo se quejaba uno de los heridos y hacía un calor insoportable.

—¡Bah! —lamentó el cabo—. Lo peor de todo esto no está en caer herido o muerto, sino en lo difícil que se hace dormir.

Yo estuve contemplando al cabo unos minutos. Era un muchacho, o lo parecía. Muy joven, de rostro moreno por el sol africano; medio triste y con un aire muy distinguido, aquel cabo resultaba atrayente. Hablaba muy poco. A menudo lo sorprendía mirando hacia el norte, con los ojos perdidos en la lejanía. De noche se tendía boca arriba y parecía entretenerse viendo las estrellas.

—¿Y los muertos? —pregunté.

El cabo pareció acordarse de ellos.

—¡Oh! ¿Vio usted a Renard? Tiene la frente destrozada. ¡Dieu! Pero escoja usted seis hombres, ocho, si le parece, y entiérrelos. Arena. ¿Sabe? Después ya veremos. ¡Adieu!

Los hombres descansaban tendidos a la sombra de las paredes. Todos estaban a medio vestir, con las armas al lado. Se miraban unos a otros y callaban. Bill gritó allá arriba:

—Moro es como cuervo, Giacomo. Nunca teme cuando huele víctima.

—Y tú eres como chacal, Bill —chisteó el italiano.

—¡Oh! No importa. Prefiero ser chacal. Malo tú, que eres cerdo.

Arriba resonaron las carcajadas del inglés. Después dijo: —Todo muy bueno. Algo pasará después.

Y otra vez volvió el hostil silencio del desierto a reinar en el fortín. Por orden superior, el rancho y el descenso de la bandera se realizaron en silencio. Mal proceder para mí, porque eso haría suponer a Ben-el-Sulij que no había quedado soldado vivo en el fortín. Pero el teniente tenía su manera de pensar y ya sabría él por qué lo hacía. Al anochecer se colocaron dos ametralladoras en la puerta y una arriba. Hasta que la oscuridad cayó completamente sobre la arena, estuvimos viendo el flotar de los albornoces. Ben-el-Sulij vigilaba.

Los hombres estábamos con los ojos hinchados de sueño. Bill renegaba. Estaba terminantemente prohibido fumar y eso le hacía sufrir. A eso de la medianoche empezamos a sentir el ruido ahogado de los caballos en el arenal. Resonaron dos o tres relinchos, pero ni un tiro. Nos estaban sitiando y no tardarían en tratar de quemar la puerta o de escalar las paredes. Sentíamos al enemigo cerca. El sargento venía en cuatro pies.

—Todos a un tiempo, cuando se ordene —decía en voz baja.

De golpe tronó la voz: “¡Fuego!” Y nosotros empezamos a vomitar plomo. Gritos horrendos sonaron cerca. Durante más de una hora, estuvimos sosteniendo el fuego, sin un minuto de descanso. Me dolían las manos.

—¡Oh! Malo —rugió Bill.

Había recibido una bala en el hombro y estaba tratando de restañarse la sangre. Al fin se cansó.

Ahora yo tiro con lado izquierdo —dijo, resignado.

Se volvió trabajosamente y empezó a soltar tiros. Oímos uno caer cerca. Gimió algo, como llamando a una mujer. Nosotros seguimos impasibles. El sargento daba vueltas andando a gatas.

Cuando los disparos enemigos empezaron a espaciarse, estábamos materialmente a la orilla de un colapso. Media hora más y Ben-el-Sulij entra, con su pequeño caballo blanco y su brillante barba en el fortín de El-Kej-Abí. Un poco más tarde, cuando ya se iniciaba el amanecer, volvieron a la carga, pero esta vez era un grupo poco numeroso. La ametralladora tendió seis hombres y cuatro caballos. Los demás volvieron grupas. Los podíamos ver, con sus carabinas en alto, galopando hacia el sur.

Temprano recibí orden de pasar a donde el teniente. Era un hombre avejentado, muy serio y muy amable. Estaban allí el cabo y el sargento. Me cuadré militarmente.

—Bonjour —musitó el teniente.

Y después de algunas recomendaciones, empezó a exponer más o menos lo siguiente: se había pedido auxilio por radio, y desde Aj-e-don habían contestado que enviaban cincuenta hombres. Él consideraba que cincuenta legionarios no bastaban para hacerle frente a miles de moros. A su juicio, Ben-el-Sulij había reunido tres o cuatro mil moros, con el propósito de tomar un lugar cualquiera que restaurara su prestigio, descalabrado desde la derrota de Arbe-si-Alben. Además, Ben-el-Sulij no era un jefe tan imbécil como para soltar su presa. La columna que viniera sería deshecha, si no se le avisaba el peligro que corría. A juzgar por la distancia, debería estar ya a más de la mitad del camino: en el trayecto no había lugar protegido que pudiera albergar a la columna, en caso de sorpresa.

El teniente hablaba en voz contenida. De pronto preguntó:

—¿Con cuántos hombres contamos, sargento?

—Diecisiete, teniente —contestó rápidamente.

El teniente se puso en pie.

—Francia necesita el sacrificio de ustedes —aseguró con voz patética.

Como si hubiera estado acechando esa oportunidad, el cabo se cuadró, rígido, saludó militarmente y pronunció con aplomo estas palabras:

—He estado esperando esta oportunidad. Ruego al teniente Honfroy concederme la honra de morir por Francia.

Yo miré al teniente. Los ojos le brillaron y palideció. A mí se me habían erizado los vellos de los brazos. Estaba emocionado. Nunca pensé en que un hombre hablara así. En novelas se escribe eso, pero la novela… ¡Bah! —como hubiera dicho Bill.

—¡Cabo Duchesne! ¡La Francia inmortal se sentirá dichosa cuando sepa que sus hijos tienen a honor morir por ella!

El sargento lloraba. Se había cuadrado militarmente también. Tenía la cara desfigurada por cicatrices, una de ellas sobre el ojo, lo que le hacía de aspecto bestial. Estaba llorando. Las lágrimas le caían por los bigotes. Afuera se veía ondear la bandera tricolor.

El teniente, erguido y medio encanecido, avanzó con firmeza, abrió los brazos y apretó al cabo contra su pecho. Después lo besó en ambas mejillas. Y como ya no podía resistir más, dio la espalda y se puso a ver hacia el cielo, por la ventanilla enrejada. Allá arriba flotaba el pabellón, bajo el sol del desierto.

De pronto el teniente se volvió y me clavó sus ojos grises:

—¿Usted? —preguntó.

Yo me sentía emocionado, pero no heroico. Además, siempre me había parecido que a un hombre grueso y grande, como yo, sin ningún aire marcial, no le venían bien las posturas inmortales.

—Yo haré cuanto se me ordene —dije calmosamente.

—De usted lo espero todo —dijo el oficial, volviéndose al sargento.

Un minuto después, recibíamos esta orden:

—Al anochecer, aquí.

Y cada uno se fue a su sitio, impedido de contar lo que había pasado, para no alarmar a los compañeros.

Cuando el oficial empezó a exponernos su plan, yo me sentí, lo confieso, bastante inquieto. A alguna señorita —sobre todo si es jamona— le gustaría pensar que yo me incorporé a la Legión debido a un desengaño amoroso, o a una decisión encaminada a salvar la honra de una mujer, de un amigo o simplemente de mí mismo; pero lo cierto es que yo caí en la legión por puro espíritu deportivo, por probar aventuras. No creí que fuera tan dura la vida del legionario, aunque se hubieran escrito cientos de novelones y de cuentos relatándola. El día que me cansara, desertaría, lo cual sería una aventura más. Pero me estaba temiendo que esta vez no tendría más camino que desertar hacia el cielo. ¿Me iba a recibir San Pedro, a mí, a un legionario, miembro de una tropa de tan mala fama? Tal vez sí. Quizá el buen portero se condoliera de mi destino: “Muerto combatiendo a los infieles” —le diría yo a San Pedro. Y él se inclinaría, respetuoso, al tiempo que gritaría: “¡Que resuenen las trompetas celestiales! ¡Está entrando un mártir de la santa causa!”

El oficial quería una simpleza: esperaríamos el ataque. Él llevaba siempre ropa nativa. Los tres nos vestiríamos de moro y en lo mejor de la lucha debíamos arreglárnosla para caer en las filas enemigas y hacernos de caballos. Después galoparíamos hacia el norte. El sargento conocía la ruta. Debíamos ir tres, por si alguno caía. Era necesario dar aviso a tiempo.

—¡Francia os pagará vuestro sacrificio! —aseguró.

Las sombras de la noche iban cayendo sobre el desierto cuando salimos. Allá arriba estaba Bill bregando con su hombre herido. Giacomo, pequeño y delgado, entonaba a media voz la romanza de Verdi: “Di Provenza il mar e il suo…”

Y todo el fortín amodorrado, ennegreciéndose rápidamente, a medida que la noche venía cubriendo el pardo e inmenso arenal.

El cabo Duchesne me llamó. Me hizo un guiño imperceptible, tirado en su camastro. Todos sus movimientos eran elegantes y tristes a la vez. Su voz era cuidada y su pronunciación académica.

—¿Está usted en condición de oírme una confesión? —preguntó.

Aquí estaba mi oportunidad. Este cabo, delgado y distinguido, a quien todo el mundo respetaba inconscientemente, que nunca se emborrachaba, que nunca andaba tras las mujeres nativas, que nunca dio lugar a una queja, me iba a contar algo íntimo. ¿Por qué? ¿Acaso la razón de su presencia entre nosotros? ¿Era que él comprendía la gravedad del momento?

Él interrumpió mis pensamientos:

—Me ha parecido siempre usted un hombre raro, inteligente. Entre nosotros es ofensa preguntar por qué se está aquí. ¿Se ofendería usted si yo se lo preguntara a usted?… Estamos tan cerca del último momento…

—Oh, no. Cabo. Además, yo no tengo secretos. He caminado medio mundo. Ponga usted el mundo entero, si le parece. De haber nacido hace dos siglos, hubiera sido pirata. Ahora he hecho de todo, absolutamente de todo. Cacé leones en el sur de África, serpientes en el Amazonas; he sido misionero en China. Jamás he tenido un amor serio ni una contrariedad que valga la pena. Estoy aquí por probar esto. ¿Entiende? Ganas de conocer esta vida, nada más. Desertaré cuando me canse.

—Entonces ¿usted no ama a Francia?

—Sí, claro que la amo. Es la patria de la revolución, de la libertad. Además, yo amo a todas las patrias, hasta a estos moros a quienes ahora mato.

El cabo movió la cabeza. No comprendía.

—Muy raro —dijo, y se quedó silencioso, como calculando si merecía un ser tan raro como yo que él le confesara una intimidad.

—¿Cree usted que será esta nuestra última noche? —preguntó de improviso.

—Quizás. No estoy seguro de salir vivo. Como dice Bill, algo ocurrirá después. ¡Quién sabe!

El cabo Duchesne se sentó. Tenía los ojos acerados y duras las facciones.

—Yo tengo la convicción de que no saldré vivo de esta aventura. Moriré contento. Yo no tengo nada que hacer sobre la tierra, fuera de servir a mi patria. Pero quiero confiar en usted un encargo sagrado. Temo al ridículo, por eso me he dirigido a usted. Yo sé que usted sabrá comprenderme, porque usted hace estas cosas sin un motivo, por pasión aventurera, y eso denuncia su corazón. Pero yo tengo la convicción de que voy a morir esta noche, y deseo que usted lleve a mi padre mis últimas palabras.

—¿Y si yo caigo también?

—Entonces no se las llevará nadie, —aseguró resueltamente.

—¿Y donde puedo yo ver a su padre?

—En París. Es el general Duhamy.

Salté incrédulo. Debía tener los ojos abiertos como dos puertas.

—¿El general Duhamy? —pregunté lleno de duda.

—Oui. El general Duhamy o el vizconde de Duhamy. Llámele como quiera, usted le dirá las siguientes palabras… ¿Quiere atenderme?

¡Qué iba yo a atenderle! ¿Cómo era posible que aquel jovenzuelo fuera el hijo de un hombre de fama internacional, que tenía a su cargo nada menos que el cuidado militar de las colonias de África del Norte? ¿No estaría tomándome el pelo a última hora, para hacerse importante a mis ojos?

—¿Tendría la bondad de atenderme, monsieur?

Me volví impresionado: esa voz tan gentil, tan suave; esa pronunciación tan correcta, esas formas… Podía ser. ¡Se ven tantas cosas! Me quedé mirándole.

—Usted le dirá esto: “Su hijo, Albert Luis de Duhamy, me encarga decirle que ha muerto al servicio de la gloriosa bandera de Francia y que su último pensamiento ha sido para usted y su postrera voluntad que sea usted feliz y que su caída no empañe una felicidad a la que tenían derecho usted y ella”.

Me quedé atontado. ¿Qué diablos quería decir todo eso? Pero cuando iba a contestar asomó el sargento su ojo desfigurado.

Sobre el fortín, la noche del desierto cerraba todo horizonte.

 

Casi por mitad, la luna creciente se destacaba en el cielo azulísimo del arenal. Un silencio de mal augurio se había posesionado del fortín. Yo veía el patizuelo de extraño color violáceo, y pensaba en todas las maneras posible de evitar nuestra salida. ¿Por qué el oficial no radiografiaba advirtiéndole a la gente del puesto de Aj-e-don sus sospechas? Tenía yo mismo que contestarme. “Será tarde ya para enviar socorros a la columna”, me dije. Había también otra posibilidad de evitar la catástrofe: pedir aviación. Pero ¿contra quién iban a combatir los aviones? Más de dos veces ya, las escuadrillas habían salido al menor signo de revuelta y habían recorrido todo el territorio, sin ninguna ventaja. ¿O es que un hombre tan astuto como Ben-el-Sulij se iba a dejar cazar como rata? Mientras hubiera aviones o tropas en las cercanías, nadie daría con el paradero de esos tres o cuatro mil jinetes que corrían como demonios por las arenas, y que de noche parecían surgir de la misma sombra para atacarnos e irnos destruyendo poco a poco.

Pensaba en esto, pero también por momentos pensaba en otras cosas. St. Louis Missouri quedaba muy lejos, a muchos millares de millas del fortín de El-Kej-Abí. Sin quererlo, mis ojos interiores vagaban por St. Louis, y por la granja donde naciera y me criara. ¡Ah, mi padre! Era un bello ejemplar de colono, tan alto, tan macizo, tan cariñoso y tan luchador. ¿Qué hubiera dicho mi padre si de pronto se hubiera levantado de la tumba y dado de manos a boca con el cuento de que su Jones, su querido y pequeño Jones andaba por rumbos desconocidos, metiéndose en toda clase de aventuras?

Al conjuro de la luna, mi imaginación hacía brotar trigales inmensos, vastos pastizales en el desierto. Las dunas que se movían como animales, llenas de sombras, semejaban reses despaciosas y caballos adormilados. A veces, cuando plateaban las arenas, me imaginaba que veía pasar el majestuoso río, camino del sur.

—¡Dieu! —sonó una voz—. ¿Iremos a estar esperando hasta por la mañana?

El sargento hablaba roncamente. Se echó en el suelo, al lado mío, se apretó las rodillas con las manos y no dijo más.

—Opino —aventuré— que lo mejor sería dormir hasta que la luna se fuera.

Y de pronto me di a pensar en la locura que estábamos preparando. Realmente, mucho dudaba yo de que hubiéramos de salir con vida de aquel trance. Otra vez la nostalgia de mi tierra y de mi niñez.

—¿Cree usted que tendremos suerte? —pregunté.

El sargento me miró con su ojo desfigurado y, bajando la voz, dijo estas tremendas palabras:

—¿Sabe usted qué es tener suerte en la Legión? Morir. He ahí la suerte.

No contesté. Comprendí de pronto que aquel hombre estaba disgustado por algo o que la noche, el asedio, la proximidad de nuestra loca aventura y quizá otras cosas, precipitaban en él un pesimismo atroz. No parecía ser así antes, cuando saludaba militarmente al teniente y lloraba de emoción, como un niño.

—¿Y el cabo? —pregunté por rehuir un tema escabroso.

No contestó. De inmediato recordé aquellas palabras: “Dígale que su hijo ha muerto al servicio de la gloriosa bandera de Francia y que su último pensamiento ha sido para usted y su postrera voluntad que sea usted feliz y que su caída no empañe una felicidad a la que tenían derecho usted y ella”.

¿Qué misterio había en ese “usted y ella”? ¿Qué drama familiar oscuro y doloroso había separado al general Duhamy de su hijo, ese que ahora se llamaba, en la Legión, el cabo Duchesne?

Pensando en esas cosas, fui sintiendo sueño. Cuando el sargento me despertó bruscamente, había vivido una deliciosa aventura en París y en St. Louis. Era tarde. Las sombras gobernaban el desierto y se presentía el próximo ataque. Tres hombres esperábamos ese ataque con los nervios endurecidos.

Sonó al fin una descarga. El fortín de El-Kej-Abí pareció temblar de pavor bajo la ola terrible de los gritos.

 

Entre el sordo rumor del tropel, se entreabrió la pesada puerta. Casqueó la ametralladora, situada en ángulo hacia la izquierda, mientras nosotros le metíamos el pecho a la gran aventura. Fue un tiempo tan corto el transcurrido entre el silencio de la ametralladora, que indicaba, según instrucciones, nuestra oportunidad de movernos hacia la izquierda para dar tiempo a que la otra ametralladora barriese el lado opuesto, que solo nuestra tensión y seguridad de morir en caso de perder la oportunidad, hizo posible que notásemos la pequeñísima tregua. Aunque estaba oscuro, yo adivinaba quiénes eran mis compañeros. De pronto nos viramos hacia el fortín y disparamos. Era la señal. La puerta se cerró pesadamente y los briosos caballos se estrellaron contra ella, mientras arriba reventaban los fogonazos.

“Bien se está portando Bill”, pensé. Y corrí por entre el tumulto y los albornoces, buscando a tientas una bestia.

Debió ser el cabo Duchesne aquel que me dio una palmada en la espalda, mientras yo trataba de subir a caballo, apoyándome en un moro muerto. De golpe sentí que se alejaba. Uno alto y sombrío se me acercó, haciendo caracolear su animal, con el rifle en alto.

—¡Siga! —roncó.

Poco a poco, la morisma iba retrocediendo, para cargar de nuevo. Unos alaridos horrendos subían hasta el oscuro cielo. Los tiros resonaban como cohetes. Puse frente al norte. Sentía mi albornoz batiendo a la escasa brisa. A poco, el sargento me alcanzó y me pasó.

—¡No pierda mi dirección! —ordenó.

Allá atrás seguían tronando los tiros.

El amanecer del desierto es algo impresionante. Antes de que salga el sol, el cielo se hace blanco como la leche, lívido, mate. Aparecen después grandes manchas rojas, como si la sangre de todos los que han muerto allí, desde los días de Cartago hasta ahora, se mostrara allá arriba a los ojos de los desesperados caminantes.

Frente a nuestros caballos incansables, las arenas iban cobrando un color amarillento. No corríamos, volábamos. Debía faltar todavía una hora para la salida del sol; teníamos cerca de dos en la marcha, y todavía no habíamos cambiado una palabra. El sargento detuvo de pronto su cabalgadura y yo hice lo mismo. Él se levantó sobre los estribos y miró hacia el sur.

—Nada —aseguró—. No se han dado cuenta. Hemos tenido una suerte loca.

—¿Y el cabo? —pregunté.

—Debe ir adelante. Nos precedió en casi un cuarto de hora.

—¿Sabía él el camino?

—Sí.

—¡Oh! Creo que nos hemos escapado de una grande —aventuré sonriendo.

—No tanto —explicó el sargento—. Hacia aquí —dijo señalando a su derecha—, están por lo menos dos oasis donde debe tener Ben-el-Sulij avanzadas de observación. Quizá tengamos todavía un disgusto.

Los animales resoplaban, sudados, y tascaban los frenos. El sargento acarició el cuello del suyo.

—Caballo de jefe —aseguró—. No había acabado de caer su dueño cuando yo lo monté. Tuve que empujarlo.

Sonrió, desfigurando la cara llena de cicatrices.

—¿Sospecha usted por donde vendrá la columna?

—Sí. Debe estar ahora entre Sub-Atec y Lunert.

—¿Y si hubiera pasado ya hacia el fortín, por otra vía?

—No lo creo. Si ha ocurrido así, nos presentaremos en Aj-e-don, simplemente. ¡Vamos!

Una hora después, en el confín del horizonte, culminando una duna, vimos un jinete.

—¡El cabo! —grité.

Difícilmente podíamos darle alcance. Solo nuestros ojos ansiosos podían alcanzar aquella figurita lejana, que se perdió de pronto en el declive de la duna. El desierto entero se mecía bajo el sol, como un mar inquieto. El sargento recorría con la vista, a trechos, todo el horizonte. Parecía inquieto, mientras montaba erguido, como si hubiera nacido sobre un caballo. El sol calentaba la llanura arenosa, y quemaba nuestros rostros. Infatigables, nuestros potros de pura raza parecían beberse las distancias.

—¡Allá! —gritó de pronto el sargento señalando con la mano una mancha confusa, que se perdía y reaparecía.

Apretamos los talones sobre las bestias. Vimos cuatro o cinco hombres, tan lejanos que no parecían sino sombras.

—¡Persiguen al cabo! —aseguró el sargento.

Corrimos más. Ya no era posible ir más de prisa. Oímos, debilitado por la distancia, un disparo y después otro y otro. Teníamos el corazón en la boca. ¿Nos habrían descubierto? El sargento enderezó hacia la mano diestra. Íbamos tan veloces como el propio viento. De pronto vi al cabo en un descenso. No lo perseguían. Nadie podía sospechar qué éramos ni en qué andábamos.

—¡El cabo está allá, sargento! —grité.

El sargento, que me llevaba alguna distancia, gritó en un francés horrible, de muelle marsellés:

—¡No se trata del cabo, es que están tratando de atraer la columna o la están paqueando! —ya era más grave el asunto. Si la columna estaba tan cerca, no veíamos cómo podíamos detenerla en medio del desierto, en lugar sin defensas posibles, y tener tiempo de enviar correos a Aj-e-don para que mandaran refuerzos. Si los moros vigilaban la columna, nada nos salvaría. Esa noche iba a ser fiesta para la gente de Ben-el-Sulij.

No veíamos al cabo, pero de pronto surgió el caballo sobre una eminencia arenosa. Estaba solo y se veía pequeño, erguido con el cielo claro del desierto por fondo.

—¡Han muerto al cabo! —exclamé.

Sin decir palabra, el sargento torció y siguió marcha. Nos acercábamos a todo correr. Ya veíamos distintamente la montura, ya iba cobrando su tamaño natural. Necesitábamos andar mucho todavía para alcanzarla. Corríamos, comamos. La mañana del desierto nos vendía a cualquier avanzadilla mora. De pronto vimos al cabo rodar por la ligera pendiente.

—¡Cabo Duchesne! —tronó el sargento.

Nos tiramos al suelo. Allí estaba el cabo, con la faz contraída de dolor, la mano sobre el pecho, lívido. Cerca estaba el caballo, como esperando a su jinete.

Con la cabeza del compañero entre sus piernas, el sargento empezó a machacar no sé qué raras palabras.

—Herido —dijo alzando los ojos.

Se puso en pie. Veíamos sobre nuestras cabezas el cielo claro y teníamos por delante todavía lo peor de nuestro deber. Poco a poco, el cabo abrió los ojos.

—No es nada —musitó—. Estoy herido desde anoche. Sigan.

El sargento me hizo una señal. Entre los dos lo cogimos y nos fuimos moviendo penosamente por la arena con aquel cuerpo a plomo. El sargento pidió que le permitiera llevarlo. No puedo explicar cómo resistió aquel caballo la carga, después de una caminata tan larga. Así, a paso moderado, fuimos caminando mientras ojeábamos la distancia. El herido se quejaba de vez en cuando y suplicaba que le dejáramos morir en el desierto. Realmente impresionados, el sargento y yo nos veíamos y en esa mirada había un pacto de caballeros: moriríamos los tres o salvaríamos al cabo.

Pero también era nuestro deber salvar a la columna.

Caminábamos entristecidos, tratando de ganar tiempo y de no malograr al herido, cuando nos sorprendió de súbito el aullido horrendo de la morisma. Dejamos, rápidamente la hondonada y arriba vimos el tropel de moros feroces avanzar a todo el galope de sus caballos. Allá lejos, una docena de legionarios se echaban en tierra, buscando defensas imposibles.

—¡Avanzada de la columna! —gritó el sargento—. ¡Estamos perdidos!

Entonces el cabo levantó un poco la cabeza. Parecía un moribundo.

—Cumplid con vuestro deber —dijo—. Id al lado de los nuestros. Yo trataré de llegar hasta el grueso de la columna.

Del arenal salían olas y olas de moros. Aullaban de alegría y de salvaje ira.

—Nos juntaremos con los nuestros todos —afirmó el sargento—. Usted sobre todo, cabo. Valdrá más morir entre franceses que morir solos en el desierto.

Y antes de que los atacantes lograran cerrar el asedio que iban tratando de realizar, corriendo en medios arcos gigantescos, nos deshicimos de nuestro albornoces y corrimos a todo galope. Sorprendidos, los hombres de la Legión cesaron de disparar.

—¡Vive la France! —tronó el sargento desde encima de su caballo.

Una bala mora, certera, le desplomó el animal entre las piernas, al tiempo que pisábamos el terreno defendido por nuestros compañeros.

 

Nunca podré explicarme claramente qué pasó allí, ni sabré decir jamás por qué estaban en tal sitio quince o veinte legionarios, ni cómo caímos nosotros entre ellos ni cómo nos salvamos. Desde luego, esto sí lo sé: nos salvó la Legión. Pero ¿cómo llegó el cabo Duchesne, o Duhamy, o como se llamara, hasta el grueso de la columna? ¿Qué estrella le acompañó y qué protección divina lo hizo pasar por entre los moros desapercibido? ¿Cuándo se fue, herido malamente como estaba? Lo ignoro. Entre mis recuerdos de aquel día, la bruma llena gran parte y el delirio en que me postró aquel balazo en la cara solo me conduce al instante en que oía gritar al sargento, como un endemoniado:

—¡Cochons! ¡Hijos de…!

Veo, como si estuviera sucediendo ahora, al soldado de ametralladora, sonreído, con un brillo diabólico en los ojos, repasando moros con su arma mortífera. Recuerdo el ensordecedor y acongojante griterío, los caballos cayendo entre el polvo y el estrépito, la sangre, embarrando de rojo aquel cuadro fantástico del desierto.

Y no puedo decir nada más. Gritaba el sargento, se llevó una mano al hombro izquierdo, frenético, como loco; sentí el rostro quemado, se me huyó el horizonte y una luz azul vivísima me cegó. Al caer, me parecía ir por una sima interminable.

Muchos días después, cuando pregunté por el sargento, me contestaron algo así como:

—¡Oh! ¡Une brave! ¡Une brave!

Y no entendía nada, porque recordé aquella tarde, cuando en el fortín desamparado, en la inmensidad del desierto, frente al horrible pensamiento de una muerte segura, aquel hombre rudo, feo, vulgar, se había erguido como un héroe y lloraba lágrimas candentes, mientras el cabo Duchesne saludaba militarmente el pabellón tricolor.

Oí una voz:

—No importa, Giacomo. Siempre pasa algo, algo siempre. Lo digo yo, Giacomo.

—Ma non para il caporal, Bill —respondió la voz chillona del italiano. Y como yo estaba débil, y me sentía solo y triste, huérfano de afectos, sentí deseos de saludar la muerte del sargento con una lágrima que me iba brotando del corazón. Y para que no lo notaran los compañeros, me tapé el rostro con la sábana.

En el patio clamaba la corneta, heroica, vibrante.

Lo que voy a contar ahora no lo supe entonces, sino dos años más tarde, en París. Tardé todo ese tiempo para lograr hilvanar la historia cuya tragedia central tuve oportunidad de entrever en el fortín del desierto, una noche lóbrega.

Luis Alberto Duhamy era hijo único. El general Duhamy era un simple oficial del ejército colonial cuando empezó su romance con la madre de Luis Alberto, romance que interrumpió la guerra indochina y que no tuvo culminación sino diez años después, cuando el oficial volvió a la vieja mansión que la familia tenía en los Pirineos franceses. Apasionada y débil de constitución, como sería su hijo, Blanca Bearveauis (y otros apellidos que no recuerdo), esperó a su prometido sin salir un día de sus habitaciones. El matrimonio se hizo a la manera de los días del Imperio, con toda pompa y celebración popular. Pero Blanca vivió escasamente diez meses: murió al dar a luz a Luis Alberto.

Para criar el vástago se llevó una nodriza, una joven de familia distinguida venida a menos, cuyo esposo estaba enfermo. Tanto quiso y tan bien trató a Luis Alberto, que lo tuvo a su cuidado hasta los ocho años, cuando ella murió, dejando una nena de año y medio. El desconsuelo de Luis Alberto fue inenarrable. Lo mismo que su madre, él era apasionado y débil. Para compensar en algo el afecto que la joven nodriza había tenido para su hijo, el coronel Duhamy decidió encargarse de la crianza de la hija. Así, los dos muchachos fueron creciendo, ella protegida por él, él sintiendo desde niño que aquel ser gracioso, inquieto, que hablaba con ceceos y con palabras cortadas, necesitaba de su cuidado y de su afecto.

Tendría cinco años la niña cuando el coronel pasó a París, a un puesto en el Estado Mayor. Se llevó a su hijo y a Jeanette. Luis Alberto empezó sus estudios en un liceo juvenil y, ya jovencito de bigote naciente, se inclinó a estudiar derecho.

Inconsciente de la belleza que iba despertando en Jeanette, él la seguía tratando como a una hermanita, y así hubiera continuado, de no estallar entonces la guerra europea, en la que se fue a defender su patria antes de que el padre le reclamara siquiera la necesidad de que procediera como un Duhamy de sangre.

Herido dos veces, pidió que no lo mandaran a París, sino que lo trataran en los hospitales de las segundas líneas. Fue citado en tres ocasiones en la orden del día y se pidió su ascenso a cabo. Año y medio tendría de campaña cuando se le notificó que podía tomar una licencia de quince días. Y fue a París.

Cuando tocó en su casa, sin anunciar que iba, y le abrió la puerta una vieja criada ya medio ciega, sintió de pronto que renacía en él el niño de la montaña pirenaica, que extraños efluvios le sacudían y que la vida lo solicitaba de nuevo, con sus encantos y con sus dolores. Entró. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía andar como antes, de que no era el hombre aturdido de la trinchera, de que había algo más que el sentimiento del deber y el de la patria en la vida: tenía a su frente una sonrisa maravillosa de mujer, unos ojos negros vivaces, fulgentes y asombrados. De pronto aquel rostro encantador se abrió en una mueca de indecisión y oyó una voz dulce, aguda, única, que contenía todas las músicas celestiales, gritar con indecible entusiasmo:

—¡Luis Alberto, mi vida!

Y al estrecharla, al sentir aquel cuerpo perfecto entre sus brazos, y su perfume discreto y gentil, y su cabello color de cobre, y su frente, y todas esas cosas que notó en un segundo, comprendió que Jeanette había dejado de ser su hermana para ser otra cosa: la mujer amada.

Y sintió vergüenza de sí mismo, pero al mismo tiempo, la grandeza del amor. Mientras duró la licencia, fue feliz. Pasearon por París, uno del brazo del otro, y los transeúntes se volvían regocijados para verles, comentando entre sonrisas picaras. Iban y venían, entraban en los cafés, en los cines; paseaban por los bulevares. Un día él la vio enrojecer porque una mujer de barrio, entusiasmada, gritó a su vera: —¡Bello soldado! ¡Dios lo proteja para que vea la paz!

Pero jamás se dijeron nada. Se temían. Había entre ellos el temor que impone el prejuicio. Ella consideraba que debía quererlo como un hermano, él también. De noche, Luis Alberto no dormía. “Mañana se lo dir”, pensaba. Pero al otro día no se sentía con fuerzas suficientes para hablar. ¡Ah! ¡Si se hubiera tratado de un nido de ametralladoras! No podía. Era más fácil un asalto a media noche que mirar a los ojos de Jeanette y decir:

—Te amo, Jeanette.

Tenía miedo de lo que ella pensara; tenía miedo de que ella no viera en él otra cosa que un hermano. Y con ese miedo le sorprendió la hora de partir. Al ir a las trincheras, no tenía igual valor que la vez anterior. Escribía, escribía, semanalmente, a veces hasta dos veces en una semana. Herido de nuevo, en una pierna, lo calló para no hacerla sufrir. Sus cartas eran tiernas, pero fraternales. Tenía miedo de que aquella boca se frunciera de asombro si él le confesaba su sentimiento, de que aquellos ojos no le vieran más.

Pidió licencia otra vez, un año más tarde, y le fue negada. No pensaba en otra cosa que en el fin de la guerra. ¡La guerra! ¿Por qué aquella maldición inacabable? ¿Por qué tenían los hombres que matarse como perros, si atrás estaba el amor, esencia de la vida? ¿Por qué había de estar él metido en trincheras llenas de lodo, disparando, si en París estaba Jeanette, con sus ojos negros adorables, con su sonrisa maravillosa?

Vino la marcha hacia el este. Cañones, soldados, tanques, aviones. Era interminable aquello. Día y noche, noche y día, los caminos crujían al peso de tantos y de tantos hierros. Marchas, marchas y marchas. No se descansaba. Los alemanes perdían terreno, después de la segunda batalla del Marne, y entre la locura del avance, entre el embrutecimiento de tres años de guerra, el soldado no pensaba en otra cosa, ni podía pensar: de noche, cuando caía rendido en un jergón, tras un asalto corto y mortífero, tras un bombardeo crudelísimo, solía soñar.

Y quizá cuando el ya sargento Luis Alberto Duhamy, molido, barbudo, sucio, amargado, empezaba a soñar con unos ojos negros, con un cabello dorado, estallaba cerca el obús o sonaba la voz del oficial:

—¡Alors, gargons!

Y la guerra, ¡la guerra! Ya era imposible que aquello durara. Supo un día, por una carta y por unos periódicos enviados por el padre y por Jeanette, que el coronel Duhamy había sido promovido a un cargo de mayor cuidado y que le habían encargado de una misión militar en el departamento colonial. Se alegró, pero compadeció a su padre, que había nacido entre soldados, había vivido entre campañas y no había conocido otro amor que el santo de la muerta. En la vida del coronel Blanca de Bearveauis sería como una sombra iluminada, llena de candor, de dulzura.

Al final de la carta, su padre le decía: “Es posible que cuando vengas te demos Jeanette y yo una sorpresa. Todavía no puedo asegurarte nada; pero sé que te agradará lo que sea y que probablemente te hará feliz, por el amor que profesas a Jeanette y a tu padre”.

La carta de Jeanette terminaba así: “Quiero que la guerra termine para darte una noticia que no sé cómo te caerá. Es algo que necesito de ti, de tu aprobación, de tu calor fraternal”.

Pensando y pensando, apenas pudo esa noche dormir. Creyó entrever en aquellas líneas una velada alusión a que el padre sabía o suponía algo, a que pensaría en darle la sorpresa de entregarle la mano de Jeanette. Fue feliz con solo imaginárselo. “Ella se lo ha dicho” —pensaba.

Y la guerra no duró mucho. La comida americana, las municiones americanas, los cañones americanos; todo lo que la gente del otro mundo llevó, en millares y millares de piezas, en millones y millones de frascos de medicinas, de ropas, de dineros: todo eso aplastó al germano como si se hubiera tratado de una ofensiva formidable, hecha con inagotables reservas de soldados y de cañones.

Un día alguien gritó en la trinchera: “¡Paz! ¡Paz! ¡Hay armisticio!” Y la tropa enloqueció de alegría, saltó, se tiró afuera, tiró los fusiles. Roncos, frenéticos, borrachos de emoción, los soldados empezaron a cantar himnos, canciones inmorales, y algunos daban aullidos feroces, clamando por sus hijos, por sus padres, como si no les hubieran de ver más, como si no hubieran vivido aquella horrible pesadilla de la guerra y logrado salvarse para ver a los seres queridos. “¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!”

Y vinieron entonces los días más duros, los más largos, los más dolorosos, los inacabables: los días de la desmovilización. Cada quien creía que jamás retornaría. Los hombres del campo, los que habían abandonado sus siembras y sus casitas pequeñas y bien puestas para acudir a la defensa de la patria y de la democracia, lloraban como niños cuando pasaban cerca de una huerta o de una hortaliza, de las pocas que se conservaban a retaguardia. Era el círculo más doliente de todo aquel infierno sobredantesco. Al cabo de la hecatombe de cuatro años, los que sobrevivían lloraban porque no creían lo que sus ojos veían, y la espera final les parecía más larga que los días de sangre.

Así, cuando al cabo de dos semanas de espera en cuarteles, de cambio de trenes, de estaciones para conseguir documentos, de detenciones, el sargento Luis Alberto Duhamy, condecorado con la Cruz del Mérito y mencionado tres veces en las órdenes del día, llegaba a París, enjuto y duro, anegrado, con los ojos brillantes y metálicos, creyó, al entrar el tren en los suburbios, que tenía que atravesar otra vez un camino tan largo como el de los cuatro años que habían transcurrido. Banderas, músicas, vivas: el pueblo alcanzaba a los vencedores que retomaban. Luis Alberto miraba con ojos ansiosos. ¡París! ¡París!

En la estación le esperaban su padre y Jeanette. No supo qué hizo. Se lanzó como un loco entre la bandada de la gente, de la tropa, abrazó a la muchacha, hasta hacerla gritar, y se volvió después al padre, que le estrechó emocionado, mientras parte del público rompía en atronadores aplausos, señalando la condecoración del soldado.

Fue camino de su casa, en el taxi, cuando preguntó por la sorpresa.

—Te la diré en casa —respondió el coronel, paternal y benévolo.

En la casa, tras el baño, el cambio de ropas, que no le sentaban bien y con las cuales no se sentía a gusto, tras la cena opípara, la charla y el rápido contar de algunos episodios, vino la confidencia.

El coronel llevó a su hijo a su despacho, le miró gravemente, mientras él sonreía a Jeanette, que mostraba su rostro gracioso por la puerta, en el fondo del pasillo.

—Hijo mío —resonó la voz paternal—, tengo que confiarte un secreto sagrado. Pon parte de tu afecto, serenidad y buen juicio antes de juzgar lo que te voy a decir.

Luis Alberto se asustó. Presintió algo trágico, tremendo, inexplicable. Y oyó decir a su padre:

—Quiero casarme con Jeanette.

El hijo quiso hablar y no pudo. Se sujetó de pronto a una mesa, miró fijamente al padre, se mordió los labios y sonrió.

—¿Te quiere ella? —preguntó.

—Creo que sí, pero no puedo asegurarlo.

Luis Alberto se volvió, haciendo que veía un cuadro, se pasó la manga de la americana por los ojos y dio el rostro reído a su padre.

—Muy bien, papá —dijo.

Y le tendió su dura mano de soldado, de héroe de la patria, que ardía esa noche, como una llama inextinguible.

 

Albert Luis creyó que se moría. Las luces, los muebles, los cuadros: todas las cosas giraban vertiginosamente a su alrededor. Entonces se sorprendió oyéndose a sí mismo decir:

—Yo también tengo algo parecido que comunicarte, papá.

El viejo militar reía complacido. Estaba orgulloso de su hijo y de su amor.

—¿Estás enamorado?

—Sí —respondió—; pero tendrás que perdonarme que no te diga de quién. Lo sabrás dentro de una semana.

Se sentó. El padre lo miró pícaramente.

—Estoy cansado, papá —dijo.

Afuera tronaba París; tronaba de taxis, de autobuses, de tranvías; tronaba de gritos y de músicas. Padre e hijo se miraban adentro. De pronto Albert Luis se puso en pie y en voz melosa empezó a decir:

—Papá, tengo un hambre loca de divertirme. Voy a salir. Hace cuatro años que no veo París del todo; hace cuatro años que no he hecho otra cosa que matar y evitar que me mataran.

—¡Por la patria! —casi gritó el viejo soldado.

—Por la patria, sí; pero ahora es justo que la patria me dé un poco de aturdimiento.

—Vete hijo. Pero espera; quiero que nada te falte. Aguárdame un momento.

Cuando el padre salió, Albert Luis se metió la cabeza entre las manos y sintió que se le estaba despedazando el corazón.

—¡Ella! ¡Ella! —murmuraba—. ¡Jeanette, mi Jeanette!

Nunca, en cuatro años de horror, de trincheras, de muerte cruel, había sufrido tanto. De haber sido menos fuerte, hubiera llorado lágrimas de sangre.

Oyó pasos e irguió la frente. El padre sonreía.

—Dos billetes de a mil. ¡Gástalo todo, hijo, que más merece quien ha dado su juventud a la patria!

Albert le abrazó y se tiró a la calle. Anduvo como sonámbulo, hasta que encontró un antiguo compañero de armas. Estaban en Batillerie. La gente iba y venía, jubilosa.

—¿Cuánto tiempo hace que no tomas buen vino, Henri? —preguntó Albert Luis.

El otro conservaba su uniforme gris. Sonó los labios.

—¡Oh! ¿Buen vino? He perdido la memoria, camarada.

Rieron ambos. Henri era panadero; un pobre muchacho, un buen compañero, tímido, discreto, con cierto aire infantil que lo hacía amable.

—Buscaremos una taberna, Henri, bien escondida. ¡Tengo unas ganas locas de emborracharme!

—Como en Soissons, ¿recuerdas? ¡Ah la petit Annie!

Y recordaron. En Soissons, mejor dicho, en los suburbios de Soissons, su escuadra fue destinada a un puesto de avanzada, dentro de los límites urbanos. Lograron entrar en un granero, a cubierto, de la artillería, que iba derribando casa por casa la castigada región. En una lucha horrible, a pura bayoneta, peleando hombre a hombre, los boches tuvieron que dejarles el sitio a los suavos. Acababan de instalarse cuando notaron ruido en un rincón. Uno de los soldados se lanzó con la bayoneta calada.

—¡Hey! —gritó una voz femenina.

Y cuando salió del heno aquella figurita graciosa, esbelta, pálida de terror, todos se sintieron conmovidos.

—Estaban aquí desde por la mañana —explicó—; y yo no he comido por temor a que me vieran. ¡Nunca hubiera consentido en que me besara una bestia de aquellas!

Ellos trataron de consolarla.

—¡No! ¡Sí ya estoy bien! Ahora los voy a besar a todos, para que vean cómo los quiero.

Los soldados reían a más no poder. Al cabo, un romance delicioso se estableció entre el sargento Duhamy y Annie “la del granero”, como le llamaron siempre. Pero aquel romance terminó un día: había que seguir, que seguir, que seguir. De vuelta, tiempo después, el sargento y Henri preguntaron por Annie.

—Me la llevaré a París —aseguraba Albert Luis.

Y por las explicaciones que les dieron, sacaron en limpio que la muchacha se había ido con un oficial de enlace, hacia la retaguardia.

Ellos rieron. Era la guerra.

—Oh, Henri. ¡Cómo se aprovechaban los emboscados de su tiempo!

Y para celebrar la birlada que les diera el emboscado, gastaron las economías bebiendo un vino horrible, hasta que, ya borrachos, sintieron el roncar de un avión que iba desgranando bombas arriba. Cuando se levantaron, apenas quedaban dos paredes en pie.

—No me acostumbro —explicó Henri—. Oigo un autobús y miro temeroso hacia arriba. Ayer estaban maniobrando los aviones.

Todavía me asustan. Todos los días me asombro de despertar en una cama, aquí en este París.

—Aquí —dijo Albert Luis señalando una puerta.

Entraron. El humo, los chistes gruesos de las mujeres descaradas que bebían aguardiente; la música de una vieja pianola: todo indicaba que aquello era de lo peor. Pero los dos veteranos no querían otra cosa. Y entre humo, mujerzuelas y vino, pasaron dos horas, tres horas, enloqueciéndose y gritando. Al fin salieron. Iban cantando a plena voz coplas indecentes de trincheras, abrazados, contentos como niños.

Albert Luis despertó en una habitación oscura, con una mujer al lado. Al pie de la cama roncaba Henri. Duhamy se levantó, asqueado, dio un puntapié a su compañero y le gritó:

—¡A las armas!

El otro se incorporó asustado. Salieron. El sol de invierno se insinuaba sobre los tejados de la vieja ciudad. Desayunaron en un restaurant de mala muerte. Después Henri tuvo que irse y Albert Luis se quedó solo, con su martirio. Al fin pensó súbitamente:

—¡La Legión!

Y sin esperar a meditarlo, tomó un taxi y dio la dirección de la Rué Dominique. Un hombrecito de ojo zahori, calvo, le preguntaba:

—¿Qué dirección quiere?

—Luis Duchesne.

—¿Desea conservar su incógnita?

—Desde luego. Que nadie sepa quién se ha inscrito aquí.

—¿Instrucción militar?

—Sargento, cuatro años de campaña en el frente central.

El hombrecito sonrió satisfecho.

Otros reclutas esperaban turno. A Albert Luis le dieron unos papeles y le rogaron que volviera en la tarde. Hizo hora, entreteniéndose por los bulevares. Cuando retornó le hicieron entrar en una habitación llena de aparatos de observación. Un médico silencioso, viejo ya, le hizo un examen completo, desde los pies hasta la cabeza. Media hora más tarde tenía la enhorabuena del hombrecito calvo. Sonreía mucho.

—Tendrá que servir como recluta siete meses, a pesar de su instrucción militar. Será enviado a Indochina.

—Hubiera preferido África —lamentó él.

Pero no fue ni a Indochina ni a África, sino a Siria. Un año estuvo allí, en campos de entrenamiento y en servicio de patrullaje por el desierto. Un año sin la menor aventura, sin la menor noticia del mundo; ignorando la suerte de Jeanette y de su padre, la suerte de Francia y de sus amigos.

Al atardecer, cuando el sol del desierto descendía como una bola de fuego inmensa, y el arenal empezaba a despedir ese calor de llamarada que quemaba la piel, el recluta Duchesne, silencioso y retraído recordaba el pelo bronceado de Jeanette, su perfume, su risa, sus ojos maravillosos.

—¡Diez años! —se decía—. Cuando retorne, si vivo para entonces, ella me habrá olvidado del todo, tendrá hijos, que serán mis hermanos; mi padre estará blanco de canas y vivirá feliz, como un viejo de cuentos.

Un dolor inexplicable le iba llenando el pecho. Le fastidiaba el calor, le fastidiaba la inacción, le cansaba la vida muerta de la Legión. Pero un día por fin fue llamado con otros compañeros y se le ordenó que se preparara a salir. Estaba destinado al África. Dos compañías enteras pasaban a la tierra bravía de Algeria. Hasta su retiro del desierto asiático, llegaban noticias de la rebelión mora, que se recrudecía cada año, como planta que crece invariablemente en primavera, no importa que la corten.

El primer acto heroico del soldado Duchesne, el que le conquistó la admiración de “les enfants terribles” de la tropa colonial, fue el siguiente: una columna abastecedora se dirigía hacia las faldas de Atlas. Llevaba municiones, medicinas y comida. Fue asaltada inesperadamente, sin paqueo previo, por unos doscientos moros de a caballo. El soldado Duchesne estaba todavía sin foguear. De manera que no hubo indisciplina, según alegó el oficial, sino entusiasmo de combatiente o desorbitación del sistema nervioso, cuando, lanzándose con un ímpetu salvaje sobre un montón de moros, aquel soldado silencioso arrebató un alfange a un enemigo y se encontró a caballo entre los propios atacantes, combatiendo como una fiera. Nada hubiera podido sorprender más al moro que la agresividad de aquel legionarito, y nada podía entusiasmar más a los compañeros que el valor inconcebible de aquel hombre. El lema de la Legión era “ir todos a donde vaya uno”. De manera que los legionarios cumplieron su deber cuando se lanzaron, aullando como perros rabiosos, sobre los moros asombrados. Y el rápido ataque, el inesperado sistema de combate, asustó a la morisma, que volvió grupas. Los demás imitaron a los primeros en huir. La certera puntería de la Legión fue sembrando el lugar de cadáveres. Nunca recordaba un oficial un ataque tan velozmente deshecho ni con tan pocas bajas. De manera que estaba realmente entusiasmado cuando pidió una mención especial para el raso Duchesne y, a ser posible, un ascenso.

El ascenso tardó mucho en llegar. Lo concedieron después de varias acciones, entre las cuales la más destacada fue la de evacuar una comisión secreta que suponía un gran riesgo. Yo estaba ya en la Legión y recuerdo el caso:

Se hablaba de una próxima revuelta. Teníamos más de tres meses de calma y la Legión empezaba a desesperar. El legionario no estima la paz, entre otras cosas, porque no hay oportunidad para el pillaje ni para el ascenso. El ascenso significa mejor sueldo y hasta posibilidad de pasar a distintos cuerpos del gran ejército colonial. Estábamos así, maldiciendo de la paz, cuando llegaron los rumores. Un día fueron llamados varios soldados, de los más destacados por su valor y discreción. A Duchesne se le confió un encargo que consistía en recorrer determinada parte del territorio vestido de moro, con objeto de conseguir informes que parecían muy importantes para el Estado Mayor. Y Duchesne se fue; estuvo un mes afuera, sin que se tuvieran noticias suyas; al mes retornó, no con los secretos, sino con un prisionero que era nada menos que Rain-Bej- í, ¡Rain-Bej-í! Ningún legionario lo hubiera sospechado nunca! Rain-Bej-í era francés.

Durante cerca de tres años, Rain-Bej-í estuvo dándoles que hacer a las autoridades coloniales. Comandaba una partida que operaba con una velocidad y un acierto asombrosos. No tendría arriba de cincuenta moros, eso sí, aguerridos todos y todos bien montados; y, perseguido hoy en un punto, atacaba mañana por sorpresa cuarenta millas distante. Jamás se pudo saber dónde se escondía ni cómo se las arreglaba para mantener intacta su partida. Todo eso lo averiguó y lo arregló el soldado Duchesne. Según se nos explicó después, ocurrió así:

Predicando la guerra santa contra el invasor, un árabe desconocido fue recorriendo kábilas, zocos, oasis, sin que nadie supiera de dónde venía ni a dónde iba. Un día aquel árabe fue invitado a ver a Rain-Bej-í. No quería él otra cosa. Durante cerca de veinticinco días obtuvo informes, noticias que iba recogiendo con celo y guardando en notas que escribía de noche y que escondía entre la ropa.

Para ver a Rain-Bej-í tuvo que viajar día y medio, con solo un compañero, eludiendo las rutas frecuentadas. Llegó de noche a la falda de la cordillera, se le hizo subir cerca de cuatro horas por vericuetos y barrancos. Iba sereno. Sabía que al menor descuido, si sospechaban su superchería, le darían una muerte cruel. Pero ¿qué otra cosa mejor, que morir en la oscuridad de la montaña, podía esperar un hombre que había recibido de manos de su propio padre el golpe que había recibido él?

Mientras caminaba veía las estrellas arriba, titilando y enviando su luz al lóbrego desierto. Ascendía y pensaba. Una tristeza enorme iba descendiendo desde las estrellas y adueñándose del bravío mundo que le rodeaba. Silencioso, el moro caminaba a su lado, infatigable. Sería media noche cuando el moro señaló el fondo de un barranco y dijo: —De aquí sigue solo. Allá abajo le espera una persona que lo conducirá a la tienda de Rain-Bej-í.

Duchesne miró fijamente al moro.

—Saben quien soy —pensó—; me matarán sin remedio. He caído tontamente en una emboscada.

De inmediato recordó los informes que tenía y que debía entregar. Si moría en tal momento, el Estado Mayor carecería de noticias preciosas, que podían evitar muchas desgracias. Pero decidió afrontar el peligro y descendió lentamente, procurando no desbarrancarse por aquella senda infernal. Allá abajo, nadie. Sintió el ruido que hace el caballo al patear en la roca. Debía haber gente. Anduvo. La noche cerrada no le dejaba ver. Llevó la mano al puñal. La sombra se le acercó y dijo algo. Echó a andar. La sombra levantó de pronto una cortina y mostró la entrada de una cueva. Una lucecita parpadeaba en el fondo. Nadie. Se volvió intrigado. Entonces oyó que la sombra, inclinada, decía:

—Sed bienvenido a la casa de Rain-Bej-í.

—¿Y el huésped? —preguntó.

El moro, alto, mostrando unos dientes blanquísimos a la débil luz, respondió lentamente:

—¡Oh viajero del desierto, que predicas la guerra santa y no la practicas! Rain-Bej-í es quien tiene el honor de hablarte.

Como picado por un animal, Duchesne se volvió impresionado. Él conocía esa voz. El había oído esa voz en algún sitio. Recordó de súbito un día, en los primeros de la guerra: un mocetón de la Picardía había dicho: “Yo peleo por la libertad de Francia y también pelearía contra Francia por la libertad de otros pueblos”. Sintió que le abandonaba su serenidad. Habló sin embargo:

—Nunca creí alcanzar la honra de hablar con Rain-Bej-í, el caudillo invencible, que ha heredado de Mahoma la fe y la sabiduría —dijo.

Pero siguió recordando al mocetón de la Picardía, y evocó el disgusto que tuviera un día con un sargento, y como supo más tarde que el sargento había sido muerto y el matador había desertado. Por eso, cuando el moro tornó a hablar, él preguntó, intrigado:

—¿Puede saberse por qué el magnánimo Rain-Bej-í vive tan solo y tan apartado de sus valientes soldados?

—Porque Rain-Bej-í conoce mucho al francés y sabe de qué son capaces, y sabe también que el dinero de los blancos corrompe todas las almas.

—Allah es grande y él da sabiduría a sus elegidos —respondió Duchesne.

El otro sonrió con malicia.

—Sí —dijo con una sonrisa cortante—. Allah me ha dado tanta sabiduría, que conozco a los impostores y sé traerlos a mi guarida.

Duchesne sintió el frío de la muerte helarle la espalda. Pero habló con voz metálica.

—También yo conozco a los impostores, gracias a la sabiduría de Allah, y sobre todo a los que olvidando sus deberes combaten contra la bandera que cobijó su infancia.

Rain-Bej-í tuvo un brillo relampagueante en los ojos. Se levantó sereno. De pronto dijo en francés:

—Lo siento; pero me has descubierto y vas a morir.

Duchesne se puso en pie:

—Yo también lo siento; pero me has descubierto y vas a morir.

Como dos leones que se miden en el desierto, aquellos hombres se miraron y se estudiaron.

De pronto habló Duchesne:

—En nombre de Francia, yo te prometo garantía de tu vida al precio de la mía. ¡No mates hijos de madres francesas para encubrir tu crimeji! Francia olvidará ese crimen si sabes ser francés, y todavía es tiempo. ¡No mancilles la gloria de tu patria!

Sonreído, el otro le dejaba hablar. De pronto se sentó y dijo:

—Te mandé buscar, porque sabía quién eras. Estoy cansado. Hace más de un mes que sueño con mis hijos. El recuerdo de los míos me atormenta.

Con las sombras de la noche, dos hombres abandonaron la sombría montaña y tomaron la ruta de la costa.

 

Debido a todas esas hazañas, a su simpatía personal y a la distinción que emergía de todo su ser, de todos sus actos, el cabo Duchesne tenía el afecto de toda la Legión. Un viejo soldado maldiciente, a quien le decíamos El Húngaro, que parecía un oso por la torpeza de sus movimientos, aseguraba que el cabo era el ángel bueno del regimiento y que él estaba dispuesto a sacarle un diente al primero que dijera algo desagradable de su admirado compañero. “El Húngaro”, que no bebía pero que actuaba siempre como quien está borracho, erizaba un copioso bigote gris que parecía de estopa más que de pelo, y ponía ojos paternales ai hablar del cabo.

Cuando llegó al fortín la noticia de que se le había concedido a Duchesne la Gran Cruz del Mérito Militar y cuando el oficial, con voz turbia de emoción, aseguraba que era gloria de toda la Legión el hecho de que se le concediera tal condecoración a uno de los suyos; y cuando afirmó, lleno de orgullo, que desde los días trágicos de la guerra europea, ningún hombre había obtenido honor tan alto, los “enfants terribles” del desierto rompieron en gritos y en ¡vivas! atronadores y el mastodóntico Bill quería ahorcar a Giacommo que, con la lengua afuera y los ojos saltones, pedía misericordia “per la madonna” y echaba pestes contra el brutal americano.

¡Qué día aquel! Todavía sentido de mi herida, yo asistí, alegre y un poco emocionado, a la cálida demostración de cariño que quisieron darle los legionarios a su cabo. Cada uno llevó un regalo; la mayor parte consistió en cigarrillos, y como la ración era bien corta, ninguno estaba en condiciones de dar más de uno; legionarios hubo que concurrieron al obsequio colectivo con un fósforo; y quien, con un vaso roto, quien con un par de medias usadas. Era regocijante aquello, porque se había establecido como obligatorio que cada uno pronunciara un discurso y que se preparara una velada para la noche. El cabo hizo esfuerzos por no aceptar el homenaje; hasta llegó a encolerizarse. Yo le veía triste, alejado, y le compadecía, porque yo sabía que algo muy doloroso estaba clamando entonces en el fondo de su corazón. ¿No eran suyas las palabras de la noche horrible: “y que tengan la felicidad a que son acreedores ella y él”?

Pero el cabo tuvo que aceptar. Bill se plantó el primero frente al homenajeado, se llevó una mano al pecho, escupió, se volvió con ojos de becerro y enseguida se puso furioso.

—¡Perro sarnoso! —bramó dirigiéndose a Giacommo—. ¿Por qué no no me dices cómo empieza el discurso? ¿No ves que lo he olvidado?

El concurso rompió en carcajadas atronadoras. El propio cabo tuvo que sonreír. Giacommo, chiquito y cabezón como era, con aquellos ojos negrísimos y vivaces, empujó al americano y se plantó en su lugar. Inmediatamente empezó a gesticular como una diva de ópera.

—¡Caporale glorioso de la invicta Legione! —empezó.

Pero ahí terminó el discurso, porque El Húngaro bramó como una fiera:

—¿Cómo te atreves a decirle esa palabra al cabo?

A seguidas erizó los bigotes, sopló como un oso, cogió al italiano por la cintura y lo tiró contra un rincón. Empujándose y gritando de júbilo, todos los muchachos iban cumpliendo su parte. Cuando terminó el acto, había a los pies de Duchesne un montón de cigarrillos.

En la noche por poco no matan a Bill, porque alguien descubrió que el cabo no fumaba y que él había usufructuado la mejor parte del obsequio. Fue entonces cuando los muchachos comprendieron por qué tenía Bill tanto empeño en que el regalo consistiera en tabaco.

Para el acto solemne de la condecoración se escogió el fortín de Aj-e-dón, no solo porque estaba en una región que siempre había sido rebelde, sino además porque era amplio y era el más cercano al lugar de la acción por la cual se honraba al cabo.

Recuerdo el acto como ahora. Y lo recuerdo porque yo también, y perdóneseme esta mención que tenía pensado ocultar, fui distinguido con una cinta azul y roja y porque yo estuve toda la mañana al lado de Duchesne, bajo aquel endemoniado sol africano y porque, en fin, aquel es uno de los días más intensos de mi vida. Ahora diré por qué.

En toda la Legión se hablaba de que venían funcionarios y militares de Francia a imponer las distinciones. Se aprovechaba el día, 14 de julio, nada menos, para premiar a todos los anónimos héroes de la patria de la libertad. Nos tuvieron una semana entera repasando ejercicios, revisando rifles, arreglando ropa. El sol del desierto fulgía implacable. Nos asábamos. En todos los ámbitos del fortín, rumoraban las voces de los legionarios que hacían chistes o decían maldiciones.

El día grande, el día esperado, llegó al fin. Nunca flotó tan airosa la bandera francesa, como aquella mañana roja, cuando, entre el sangriento amanecer africano, sus tres colores heroicos y armónicos iban ascendiendo lentamente, al ronco son de los tambores y al metálico cantar de la corneta. Una cinta negra iba con ella, en recuerdo de los que habían caído defendiéndola.

A las diez, con nuestros uniformes rojos, azules y blancos, con nuestros rifles brillantes, con nuestros corazones rebosantes de orgullo, formamos en cuadro frente a la bandera y oímos el canto único de La Marsellesa, que iba extendiéndose por todo el arenal, por el espacio pardo, bajo el cielo diáfano y duro, y parecía llevar con él el espíritu inmortal de la Francia. Confieso que me sentí emocionado, y confieso que dejé vagar la imaginación un rato, y que recordé los días sangrientos del 1889 y del 1891 y que casi estuve al borde de abandonar mi proyecto de fuga, tan pronto como me cansara de la Legión.

A las diez y media estallaron las órdenes. Aparecieron de pronto los automóviles de la comitiva, entre una nube de polvo, y ya no pudimos ver más, porque debimos atender a la voz de mando que gritaba, estentórea:

—¡Firmes!

Cuando la corneta tornó a dejarse oír, doliente, en memoria de los caídos, traté de ver a un lado: allí estaba el cabo, silencioso y pálido. Otra vez la corneta. Esta vez oí mi nombre y oí el de mi compañero. Se nos ordenaba avanzar.

El silencio era tan grande, que se podía oír el paso del sol. La comitiva venía hacia nosotros. De pronto un anciano general se plantó a nuestro frente, abrió los ojos, como asombrado y murmuró con voz ronca:

—¡Mi hijo; hijo mío!

De golpe comprendí la situación. Había visto retratos del general Duhamy, además, estaba medio en el secreto. Por eso me volví para ver al cabo. Había palidecido más de la cuenta y apenas musitó:

—Papá.

Pero ambos se rehicieron de pronto. Cuando, con mano temblorosa, el viejo soldado le colocó la condecoración, le vi las lágrimas asomadas a los ojos. Después se dirigió a la comitiva:

—Es mi hijo —dijo—, mi hijo, el que había perdido.

Aquellos engolados señores no comprendieron. Entonces el general abrazó al cabo. Fue un abrazo doble, de Francia a su legionario, y del padre al hijo.

—Albert; cuánto hemos sufrido. Jeanette te espera todavía, y te ama como ninguna mujer puede amar.

Velada por la moción, oí la voz del cabo:

—¡Oh, papá! Espero que ambos habrán sido felices.

—¿Felices? Felices seremos ahora, hijo —sonrió.

Al rato agregó:

—Ella me confesó que te amaba y que por lo mismo no podía aceptarme. Te espera.

No sé qué otras cosas se dijeron. Un coronel pronunciaba un discurso patriótico. Hablaba con el puño cerrado, con voz autoritaria y cortada. Recuerdo que dijo, al final:

—Igual que a los soldados de Napoleón los contemplaban cuarenta siglos desde las Pirámides, a vosotros, legionarios de Francia, os contemplan siglo y medio de gloria desde lo alto de ese mástil donde ondea el pabellón tricolor.

Hubo después charangas, brindis, fiestas para la tropa, sol para nosotros y para los señores de la comitiva, polvo, historias, y al final, la noche cansada y pesada del desierto.

Este final lo escribo aquí, en París, dos años después de aquel día memorable de la condecoración. Soy un desertor de la Legión. Lo hice como hago todas las cosas en mi vida. Quizá vuelva a China. Me gustaría tumbar aviones japoneses. Es probable que lo haga, si consigo hacer aquí un curso de aviación.

Estoy en París, Rué de la Madeleine abajo, en un hotelillo modesto. Acabo de venir de la casa del teniente Albert Luis Duhamy. De la boca admirable de Jeanette, que muestra unos labios tan finos y tan bien dibujados como nunca los soñaría hombre alguno, y unos dientes tan brillantes, tan blancos y tan parejos, como jamás los ha tenido mujer; de la boca de Jeanette he oído la historia de sus amores, y de la de Albert Luis la de su odisea después de la noche terrible en que su padre le habló de las probables bodas entre él y Jeanette.

Ambos ríen. El teniente, conmovido, asegura:

—No me gusta hablar de esto; pero le juro que no sentía el menor dolor en sacrificarme con tal de que mi padre fuera feliz.

Muy mimosa, ella interviene:

—Pero es que también me sacrificaba yo, y no había derecho a tanto.

Yo intento decir algo, pero siento pisadas y una voz amable, y callo. El viejo general entra estallando en risas.

—Vengan ustedes; vengan ustedes —invita muy orondo.

Cuando nos acercamos a la nursery él, como quien está mostrando un campo de batalla, extiende el dedo. Su nieto está apuñando briosamente un raído kepis.

El viejo sonríe lleno de orgullo.

—Va a ser un Duhamy —asegura muy serio.

Los jóvenes padres sonríen también, envueltos en grata dulzura. Por la ventana veo la tarde parisina, que va cayendo lentamente. Después digo adiós, y tomo el camino de mi hotel, pensando en San Luis, en mi infancia, en que también yo debería estar jugando con un nenito rubio.

Pero ahora, al terminar esta historia, mientras evoco la risa cristalina de Jeanette, la mirada leal de Albert Luis, la voz cariñosa del general abuelo, los gritos agudos del niño, pienso en la China abatida, en el Japón queriendo extenderse por Manchurria, y decido empezar mañana a hacer mis maletas.

Después, si no me conviene deserto otra vez. Y estaré desertando hasta que lo haga de la propia vida.

*FIN*


Alma Latina,
Puerto Rico, 1938
Publicado bajo el seudónimo de Stephen Hillcock


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