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El camino

[Cuento - Texto completo.]

Isaac Babel

Salí del frente a la desbandada en noviembre del diecisiete. En casa mi madre me hizo un paquete con ropa y galletas. Caí en Kiev la víspera de que Muraviov comenzara a bombardear la ciudad. Mi meta era Petersburgo. Doce días nos tiramos en Bessarabka, en el sótano del hotel de Jáim Tsiriúlnik. El salvoconducto de salida me lo dio ya el comandante soviético de Kiev.

En el mundo no hay espectáculo más deprimente que la estación de Kiev. Unos barracones provisionales de madera desde hace muchos años profanan la entrada a la ciudad. En las tablas mojadas crujían los piojos. Desertores, especuladores, gitanos yacían mezclados. Viejas de Galitzia meaban de pie en el andén. Un cielo bajo estaba sesgado por nubes, saturado de tinieblas y de lluvia.

Solo a los tres días salió el primer tren. Al principio se paraba a cada versta, después cogió brío, las ruedas trepidaron con más fervor y entonaron una potente canción. Eso hizo feliz a todo nuestro furgón. En el año dieciocho la rapidez hacía feliz a la gente. De noche el tren se estremeció y paró. Se corrió la puerta del furgón, descubriéndonos el verde refulgor de las nieves. Un telegrafista de estación, con pelliza sujeta por un cinto y con ligeras botas caucasianas, entró en el furgón. El telegrafista extendió la mano y golpeó con el dedo la palma abierta.

—Los documentos aquí…

La primera de la puerta era una mujer agazapada entre bultos, a la que no se oía. Iba a Liubán, a casa de su hijo ferroviario. A mi lado, sentados dormitaban el maestro Yeguda Véinberg y su esposa. El maestro se había casado hacía unos días y llevaba a su mujer a Petersburgo. Todo el camino estuvieron susurrando sobre el método combinado de la enseñanza, hasta que quedaron dormidos. En sueños sus manos seguían entrelazadas unas con otras.

El telegrafista leyó su mandato firmado por Lunacharski, sacó debajo de la pelliza un máuser de cañón estrecho y sucio y disparó a la cara del maestro.

A la mujer se le abultó el cuello suave. Ella callaba. El tren estaba parado en la estepa. Las nieves onduladas tenían destellos polares. De los furgones echaban a los judíos a la vía. Los disparos sonaban desacompasados, como exclamaciones. Un campesino con las orejeras de la gorra desatadas, me llevó tras una pila helada de leña y comenzó a cachearme. La luna, eclipsándose, nos alumbraba. La pared violácea del bosque humeaba. Los tarugos de los dedos helados, agarrotados, recorrían mi cuerpo. El telegrafista gritó desde la garita del furgón:

—¿Es judío o ruso?

—Ruso —murmuró el campesino rebuscándome—, tan ruso que vale para rabino…

Acercó a mi su cara arrugada, preocupada, me arrancó del calzoncillo cuatro monedas de diez rublos de oro, que mi madre me había cosido para el camino, me quitó el abrigo y las botas, me puso de espaldas, me dio con el canto de la mano en el pescuezo y dijo en hebreo:

—Ankloif, Jáim…

Caminé, pisando la nieve con los pies descalzos. Una diana se iluminó en mi espalda, el centro del blanco traspasaba las costillas. El campesino no disparó. Entre las columnas de pinos, en el escondido sótano del bosque, se mecía una lucecita aureolado con una corona de humo purpúreo. Llegué corriendo hasta la cabaña. En la cabaña el guardabosques soltó un gemido. Sentado en un sillón de bambú forrado de terciopelo se había liado en tiras cortadas de pellizas y de capotes y desmenuzaba tabaco en su regazo. El guardabosques, que gemía estirado por el humo, se incorporó y me hizo una reverencia:

—Vete, padrecito… Vete ciudadano querido…

Me encaminó por el sendero y me dio un trapo para enrollar los pies. Ya muy avanzada la mañana llegué a poblado. En el hospital no había médico para cortarme las piernas heladas; al frente se hallaba un practicante. Llegaba todas las mañanas al hospital en un breve potro moro, lo amarraba al poste y entraba arrebolado, con los ojos brillantes.

—Federico Engels —con las brasas de las pupilas encendidas, el practicante se inclinó hasta mi cabecera— enseña a vuestra gente que las naciones no deben existir y vosotros vuelta a que la nación debe existir…

Arrancó las vendas de mis pies, se incorporó y rechinando los dientes preguntó en voz baja:

—¿Adónde, adónde os lleva el diablo?… ¿Para qué viaja vuestra nación? ¿Para qué enreda y enturbia?…

El soviet de noche evacuó en un carro a los enfermos que no hicimos migas con el practicante, a viejas judías con pelucas y a las madres de los comisarios.

Mis pies sanaron. Yo seguí la ruta mendiga de Zhlobin, Orsha, Vitebsk.

Entre las estaciones de Novo-Sokólniki y Loknia el cañón de un obús me sirvió de techo. Viajábamos en una batea. Fediuja, compañero accidental de viaje, que hizo el gran camino de los desertores, era cuentista, chistoso y dicharachero. Dormíamos bajo el potente y corto cañón, que apuntaba hacia arriba, y nos calentábamos mutuamente en un hoyo de trapos, mullido con paja, como la guarida de una fiera. Pasada Loknia, Fediuja me robó el baúl y desapareció. El baúl me lo había proporcionado el soviet del pueblo y contenía dos mudas de soldado, galletas y algún dinero. Dos días, nos acercábamos a Petersburgo, me pasé sin comer. Soporté el último tiroteo en la estación de Tsárskoye Seló. Un destacamento interceptor disparaba al aire a la llegada del tren. Sacaron a los especuladores al andén y comenzaron a despojarles de la ropa. En el asfalto, junto a personas de verdad, caían monigotes de goma, llenos de alcohol. Pasadas las ocho, la estación me lanzó de su presidio alborotador a la avenida Zágorodni. En la pared de la otra acera, junto a una farmacia tapiada, el termómetro señalaba 24 grados bajo cero. En el túnel de la Gorójovaya aullaba el viento; sobre el canal se extinguía una farola de gas. La Venecia de basalto, congelada, permanecía inmóvil. Entré en la Gorójovaya como en un campo helado, circundado por rocas.

En la casa número dos, que fue Gobernación de la ciudad, se hallaba la Cheka. Dos ametralladoras, dos perros de acero, se plantaron en el vestíbulo con los morros levantados. Enseñé al comandante las cartas de Vania Kaluguin, mi suboficial en el regimiento de Shuya. Kaluguin era ahora juez de instrucción en la Cheka y me llamaba en sus cartas.

—Vete al Anichkov —me dijo el comandante ahora está allí…

—No llegaré —y sonríe por respuesta.

La Nevski se prolongaba a los lejos como la vía láctea. Los caballos muertos parecían mojones. Patas arriba, los caballos contenían al cielo bajo. Sus vientres abiertos en canal estaban límpidos y brillaban. Un viejo con aspecto de soldado de la guardia arrastró a mi lado un elegante trineo de juguete. Hincaba en el hielo con esfuerzo los pies de piel, en la cabeza llevaba una gorra tirolesa, un cordel amarraba su barba introducida en un chal.

—No llegaré —dije al viejo.

Se paró. Su rostro leonino, arrugado, rebosaba tranquilidad. Pensó en sí y tiró del trineo.

“Así se hace innecesaria la conquista de Petersburgo” —pensé e intenté recordar el nombre de alguien que al final del camino fue aplastado por los caballos árabes—. Se llamaba Yeguda Halevi.

Dos chinos con bombín, con hogazas de pan bajo el sobaco, se apostaron en la esquina de la Sadóvaya. Con la mano aterida marcaban trozos de pan y lo mostraban a las prostitutas que se acercaban. Las mujeres pasaban de largo en desfile silencioso.

Cerca del puente Anichkov, al pie de los caballos de Klodt, me senté en un saliente de la estatua.

El codo me resbaló y caí sobre la losa pulida, pero el granito me quemó, me disparó, golpeó y lanzó hacia el palacio.

En un ala del edificio, de color granate, la puerta estaba abierta. Un mechero azul brillaba sobre un lacayo dormido en los sillones. De su cara arrugada, de un color cadavérico, colgaba el labio; una guerrera sin cinturón, con manchas de luz, cubría el calzón de cortesano, el galón dorado. Una flecha velluda, dibujada con tinta, señalaba el camino hacia e comandante. Subí una escalera y atravesé habitaciones bajas, vacías. Mujeres de colores oscuros lóbregos danzaban en los techos y paredes. Redel; metálicas cubrían las ventanas, de los marcos colgaban bisagras retorcidas. Al final de una crujía, iluminado como en el escenario, sentado a la mesa, es taba Kaluguin, rodeado de una aureola de pajizo; pelos de campesino. Sobre la mesa se apilaban juguetes infantiles, trapos de colorines, libros y dibujos rasgados.

—Has llegado —dijo Kaluguin levantando la cabeza—, perfecto… Aquí haces falta tú…

Retiré con la mano los juguetes desparramados sobre la mesa, me recosté en su tablero brillante y… me desperté —instantes u horas después— sobre un diván bajo. Los rayos de la araña fulgían sobre mí en catarata de cristal. Los harapos que me habían quitado se amontonaban en el suelo sobre un charco derretido.

—A bañarte —dijo Kaluguin, parado sobre el diván, me levantó y me llevó a la bañera—. La bañen era antigua, de bordes bajos. En los grifos no había agua. Kaluguin me echaba agua de un cubo. Sobre los pufes pajizos de raso y sobre las sillas de mimbre sin respaldo estaba mi ropa: una bata con broches una camisa y los calcetines de seda torcida, doble Los calzones me llegaban por encima de la cabeza, la: bata había sido concebida para un gigante: yo me pisaba las mangas.

—No es ninguna broma Alexandr Alexándrovich —dijo Kaluguin, arremangándome—, el niño andaba por las once arrobas.

Por fin amarramos la bata del emperador Alejandro III y regresamos a la habitación. Era la biblioteca de María Fiódorovna, una caja perfumada con armarios dorados, listados de franjas carmesí, arrimados a las paredes.

Conté a Kaluguin quién había muerto del regimiento de Shuya, a quién eligieron comisario, quién se fue al Kubán. Bebíamos té, en las paredes, de los vasos de cristal cundían las estrellas. Y las tomábamos con chorizo de carne de caballo, negro y húmedo. Del mundo nos separaba una seda espesa y ligera de las cortinas; el sol incrustado en el techo se quebraba y brillaba, de los tubos de la calefacción soplaba un calor agobiador.

—¡Ah, sea lo que sea! —dijo Kaluguin, cuando hubimos despachado el chorizo de caballo.

Salió y regresó con dos cajas regaladas por el sultán Abd al-Hamid al monarca ruso. Una era de cinc, la otra, con cigarros, llevaba pegadas cintas y órdenes de papel. “A sa majesté, l’Empereur de toutes les Russies —llevaba grabada la tapa de cinc— con afecto de su primo”.

La biblioteca de María Fiódorovna se llenó del aroma que le fuera familiar hacía un cuarto de siglo. Los cigarrillos de 20 cm. de largo y de un dedo de gordos venían envueltos en un papel rosáceo; no sé si alguien, aparte del autócrata ruso, fumó aquellos cigarrillos; no obstante elegí un puro. Kaluguin me observaba sonriendo.

—¡Sea lo que sea! —dijo— no deben estar contados… Los lacayos me dijeron que Alejandro Tercero era un fumador empedernido: le gustaba el tabaco, el kvas y el champaña… Fíjate: ceniceros baratos de barro en la mesa y los pantalones remendados.

Era cierto, la bata en la que me metieron estaba mugrienta, brillaba y fue remendada un sinfín de veces.

Pasamos el resto de la noche observando los juguetes de Nicolás Segundo, sus tambores y trenes, sus camisas de bautismo y las libretas con garrapatos de niño. Fotos de los grandes príncipes, fallecidos en la infancia, mechones de su pelo, diarios de la princesa danesa Dagmara, cartas de su hermana, la reina de Inglaterra, todo eso, que olía a perfume y podredumbre, se pulverizaba en nuestros dedos. En los títulos de los evangelios y de Lamartine las amigas y damas —hijas de burgomaestres y de consejeros de Estado, con esmerada caligrafía inclinada se despedían de la princesa que se iba a Rusia. Luisa, su madre, reina minifundista, se empeñó en colocar bien a sus hijos; casó a una hija con Eduardo VII, emperador de la India y rey de Inglaterra, a otra con el Románov, al hijo Jorge lo hizo rey de Grecia. La princesa Dagmara en Rusia se convirtió en María. Muy lejos llegaron los canales de Copenhague y las patillas de color chocolate del rey Cristián. Cuando paría a los últimos monarcas la pequeña mujer con odio de zorra, rebullía en la empalizada de los granaderos de Preobrazhenski, pero su sangre puerperal se derramó en una tierra de granito, implacabe y vengativa…

Hasta la madrugada no pudimos deshacernos de esta crónica sorda y trágica. El cigarro de Abd al-Hamid se consumió. Por la mañana Kaluguin me llevó a la Cheka, a la Gorójovaya, 2. Estuvo hablando con Uritski. Yo me hallaba detrás de la cortina, que caía al suelo en olas de paño. Hasta mí llegaban palabras sueltas.

—El chico es nuestro —decía Kaluguin—, el padre es tendero, comercia, pero él se separó de los suyos… Conoce idiomas…

El comisario de asuntos interiores de comunas de la región Norte salió del despacho con su contoneo. Tras los cristales de los lentes se desplomaban los párpados hinchados, mullidos, quemados por el insomnio.

Me hicieron traductor de la Sección Internacional. Recibí ropa de soldado y talones para comer. Me asignaron el rincón de una sala de lo que fue Gobernación y allí me puse a traducir las declaraciones de diplomáticos, incendiarios y espías.

No había pasado el día y ya tenía de todo: ropa, comida, trabajo y compañeros fieles.

Así, trece años atrás, comenzó esta vida mía, formidable, llena de sentido y de alegría.

*FIN*


“Дорога”,
30 дней, 1932


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