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El caramillo

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Sofocado por el intenso aroma de los frondosos abetos, cubierto de telas de araña y acículas, el administrador de la gran ja de Deméntievo, Melitón Shishkin, con el fusil al hombro, se dirigía al lindero del bosque. Su perra Damka, un cruce de setter y un ejemplar callejero, preñada y flaca a más no poder, se arrastraba tras su amo con el rabo entre las patas, tratando de no pincharse el hocico. El tiempo no era bueno esa mañana; el cielo estaba encapotado. De los árboles y de los helechos, envueltos en una ligera neblina, caían gruesas gotas; la humedad del bosque exhalaba un penetrante olor a podrido.

Ante él, en el lindero del bosque, se alzaban unos abedules, a través de cuyos troncos y ramas se divisaba una brumosa lejanía. Detrás de los abedules alguien tocaba un caramillo de confección rústica. El tañedor no se valía más que de cinco o seis notas, que alargaba perezosamente, sin tratar de formar con ellas una melodía; sin embargo, en ese silbido se percibía un acento sombrío y harto melancólico.

Cuando la espesura se aclaró y los abetos se mezclaron con algunos abedules, Melitón divisó un rebaño. Algunos caballos trabados, vacas y ovejas vagaban entre los arbustos y, haciendo crujir las ramas, olisqueaban la hierba del bosque. En el lindero, apoyado contra un abedul húmedo, había un viejo pastor, enjuto, vestido con un caftán desgarrado y la cabeza desnuda. Miraba el suelo con aire meditabundo, al tiempo que tañía el caramillo, al parecer sin prestar atención.

—¡Hola, abuelo! ¡Que Dios te guarde! —le dijo Melitón a modo de saludo con su voz aguda y ronca, que no cuadraba en absoluto con su enorme talla y su rostro grueso y carnoso—. ¡Te das maña para tocar el caramillo! ¿De quién es el rebaño?

—De Artamónov —respondió con desgana el pastor, guardando en su seno el caramillo.

—Entonces, ¿este bosque también es el suyo? —preguntó Melitón, mirando a su alrededor—. Claro, es el de Artamónov, no cabe duda… He perdido totalmente el rumbo. Me he arañado toda la jeta con la maleza.

Se sentó en la tierra húmeda y empezó a liar un cigarrillo con papel de periódico.

Nada en ese hombre, ni su hilo de voz, ni su sonrisa, ni sus ojos, ni sus botones, ni su gorrita, que apenas se sostenía sobre su cabeza gruesa y rasurada, se correspondía con su estatura, su corpulencia y su carnoso rostro. Cuando hablaba y sonreía, su cara afeitada e hinchada y toda su figura tenían cierto aire femenino, apocado y sumiso.

—¡Vaya tiempo, Dios nos proteja! —dijo, moviendo la cabeza— La gente aún no ha recogido la avena y no para de llover, ¡Dios nos ampare!

El pastor miró el cielo, del que caía una fina llovizna, el bosque, la ropa húmeda del administrador, y se quedó pensativo, sin decir nada.

—Llevamos así todo el verano… —añadió Melitón con un suspiro—. Es malo para los campesinos y poco agradable para los señores.

El pastor volvió a mirar el cielo con aspecto meditabundo y comentó, arrastrando cada una de las palabras, como si las estuviera masticando:

—Todo sigue la misma pendiente… No nos espera nada bueno.

—¿Y cómo van por aquí las cosas? —preguntó Melitón, encendiendo el cigarrillo— ¿Has visto polluelos de urogallo en los claros del bosque?

El pastor tardó algún rato en contestar. Volvió a mirar el cielo, dirigió la vista a un lado y a otro con aire concentrado, parpadeó… Por lo visto, concedía no poca importancia a sus palabras y, para acrecentar su valor, trataba de pronunciarlas arrastrándolas con cierta solemnidad. Tenía esa expresión sutil y grave de los ancianos, y su nariz, atravesada por una cavidad en forma de silla de montar, con los orificios apuntando hacia arriba, le daba un aspecto astuto y burlón.

—No, creo que no los he visto —respondió—. Nuestro cazador, Yeriomka, dice que levantó una nidada cerca de Pustoshie el día de san Elías, pero seguramente miente. Por aquí hay pocas aves.

—Así es, amigo… ¡Hay pocas en todas partes! Si se para uno a pensarlo, la caza es insignificante y no produce nada. Apenas hay animales salvajes y con los pocos que quedan no merece la pena ni mancharse las manos: ¡no han tenido tiempo de crecer! Son tan pequeños que hasta da vergüenza mirarlos. —Melitón sonrió e hizo un gesto de desaliento con la mano—. ¡Lo que pasa en este mundo es motivo de risa, nada más! Las aves de ahora se comportan de un modo incomprensible; empiezan a empollar demasiado tarde, de modo que algunas aún están sobre los huevos el día de san Pedro. ¡Se lo aseguro!

—Todo sigue la misma pendiente —dijo el pastor, levantando la cabeza—. El año pasado había poca caza, pero éste aún hay menos y dentro de cuatro o cinco años supongo que no quedará nada. Pronto no habrá caza ni aves de ningún tipo.

—Sí —convino Melitón, tras unos instantes de reflexión—. Así es.

El pastor esbozó una amarga sonrisa y sacudió la cabeza.

—¡Es sorprendente! —añadió—. ¿Y adonde ha ido a parar todo eso? Hace unos veinte años, lo recuerdo muy bien, este lugar estaba lleno de gansos, de grullas, de patos, de urogallos. Cuando los señores iban de caza, no se oía más que: ¡pan-pan-pan! ¡Pan-pan-pan! Las becadas, las chochas y los chorlitos eran incontables, y en cuanto a las cercetas y las agachadizas había tantas como estorninos o, pongamos, gorriones. ¡Cantidades enormes! ¿Adónde ha ido a parar todo eso? Ya ni siquiera se ven aves rapaces. Las águilas, los halcones y los mochuelos han desaparecido… Y en cuanto a los animales salvajes, hay todavía menos. En la actualidad, amigo, es raro encontrarse con un lobo o con un zorro, por no hablar de los osos y de los visones. ¡Y antes había hasta alces! Hace cuarenta años que observo la obra de Dios y me doy cuenta de que todo sigue la misma pendiente.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el desastre, amigo. A lo que parece, todo se encamina hacia la perdición… Ha llegado el momento de que el mundo de Dios perezca —el anciano se puso la gorra y se quedó mirando el cielo— ¡Es una pena! —añadió con un suspiro, después de unos instantes de silencio— ¡Ah, Señor, qué lástima! No cabe duda de que tal es la voluntad divina; el mundo no ha sido creado para nosotros, pero de todos modos, amigo, es una pena. Si nos entristece que un árbol se seque o, pongamos, que una vaca se muera, ¿con qué ojos vamos a contemplar que el mundo de Dios se convierta en polvo, buen hombre? ¡Cuántos bienes, señor Jesucristo! El sol, el cielo, los bosques, los ríos, los seres vivientes… y todo creado, adaptado, ajustado pieza a pieza. Cada cosa cumple su función y conoce su lugar. ¡Y todo eso debe perecer!

Una triste sonrisa iluminó el rostro del pastor y sus ojos parpadearon.

—Dices que el mundo va a desaparecer… —dijo Melitón, meditabundo— Es posible que el fin del mundo esté cercano, pero no es algo que pueda predecirse solo por las aves. No creo que las aves sean una señal.

—No son solo las aves —comentó el pastor—. También los animales salvajes, el ganado, las abejas, los peces… Si no me crees, pregúntale a los ancianos; todos te dirán que los peces ya no son lo que eran. En los mares, en los lagos y en los ríos hay menos peces cada año. Recuerdo que en nuestro Peschanka se pescaban lucios de un arshin, había Iotas, gobios y bremas, y todos de buena talla, mientras que ahora, si coges un lucio pequeño o una perca de un cuarto de arshin , ya puedes dar gracias a Dios. Ya ni siquiera hay tencas dignas de ese nombre. Cada año las cosas empeoran; espera un poco y verás cómo pronto ya no quedarán peces. Hablemos ahora de los ríos… ¡Los ríos, a lo que parece, se secan!

—Es verdad que se secan.

—Sin duda. Cada año llevan menos agua y ya no hay remolinos como antes, amigo. ¿Ves esos arbustos? —preguntó el anciano, señalando hacia un lado—. Detrás está el viejo cauce, el brazo muerto, como se llama; en tiempos de mi padre el Peschanka fluía por allí, mientras que ahora, ¡mira a dónde lo han llevado los demonios! Ha cambiado de cauce y seguirá cambiando hasta que se seque del todo. Más allá de Kurgásovo había pantanos y estanques. ¿Adónde han ido a parar? ¿Y qué ha pasado con los riachuelos? Por este mismo bosque fluía un riachuelo tan ancho que los campesinos colocaban nasas y cogían lucios, los patos salvajes invernaban en sus riberas, mientras que ahora, ni siquiera en plena crecida arrastra poco más que un hilo de agua. Sí, hermano, mires donde mires, todo va a peor. ¡Todo!

Se produjo un silencio. Melitón se quedó pensativo, con la mirada fija en un mismo punto. Trataba de recordar un solo lugar de la naturaleza al que no hubiera rozado ese desastre general. A través de la niebla y las bandas oblicuas de lluvia, como a través de un cristal esmerilado, se filtraban manchas de luz que se apagaban enseguida: era el sol naciente, que se esforzaba por atravesar las nubes y contemplar la tierra.

—Y lo mismo pasa con los bosques… —masculló Melitón.

—Lo mismo pasa con los bosques… —repitió el pastor—. Sufren el acoso del hacha, arden, se secan y no crecen ejemplares nuevos. Basta que algo despunte para que lo talen; en cuanto brota un ejemplar, lo cortan, y así hasta que no quede nada. Yo, buen hombre, me ocupo del rebaño comunal desde la abolición de la servidumbre; antes de eso ya trabajaba de pastor para los señores, llevando el ganado a este mismo lugar; puedo decir que, desde que estoy en este mundo, no recuerdo un solo día de verano que no haya estado aquí. Y he pasado todo el tiempo observando la obra del Señor. No he hecho otra cosa en toda mi vida, amigo, y ahora comprendo que todas las plantas se encaminan a su desaparición. Mira el centeno o cualquier verdura o florecilla, todo sigue la misma pendiente.

—En cambio, la gente se ha vuelto mejor —apuntó el administrador.

—¿En qué es mejor?

—Es más inteligente.

—Puede que sí, muchacho, pero ¿de qué le vale? ¿Qué falta le hace la inteligencia si todo se encamina a su fin? De poco vale la inteligencia si hay que perecer. ¿De qué le sirve a un cazador la inteligencia si no hay animales? A mí me parece que Dios le ^ dado la inteligencia al hombre y le ha quitado la fuerza. La gente se ha vuelto débil, sumamente débil. Mírame a mí, por ejemplo. No valgo ni un céntimo, soy el último muzhik de la aldea, pero tengo fuerza, muchacho. Fíjate, voy a cumplir los setenta ? me paso todo el día guardando el rebaño; además, trabajo de vigilante nocturno por veinte kopeks, y no me quedo dormido ni paso frío; mi hijo es más inteligente que yo, pero ponlo en mi lugar y al día siguiente pedirá un aumento o irá al médico. Así es. Yo no como nada más que pan; no en vano se dice: «El pan nuestro de cada día dánoslo hoy»; mi padre tampoco comía otra cosa, ni mi abuelo; en cambio, el campesino de hoy toma té, vodka, dulces, duerme desde que se pone el sol hasta que sale, va al médico y se ha acostumbrado a toda clase de mimos. ¿Y por qué? Porque se ha vuelto débil y le faltan las fuerzas. Le gustaría no dormir, pero se le cierran los párpados. No se puede hacer nada.

—Es verdad —convino Melitón—. El muzhik de ahora no vale gran cosa.

—Para qué ocultarlo, cada año estamos peor. Y si nos fijamos en los señores, se han vuelto más débiles aún que los muzhiks. El señor de ahora lo ha aprendido todo, hasta sabe cosas que no debería saber, ¿y de qué le vale? Hasta da pena mirarlo… Delgaducho, enclenque como un húngaro o un francés, sin rastro de majestad ni porte: de señor no tiene más que el nombre. El desdichado no sabe dónde meterse ni qué hacer, y no hay manera de saber lo que le conviene. Tan pronto se sienta a pescar con una caña en la mano, como se tumba panza arriba y se pone a leer un libro o pasa el tiempo con los campesinos, hablando de toda suerte de cosas, y cuando tiene hambre, se hace escribiente. Así vive, ocupado en naderías, incapaz de desempeñar una actividad seria. Antes la mitad de los señores eran generales, ahora son unos mocosos.

—Se han empobrecido mucho —dijo Melitón.

—Se han empobrecido porque Dios les ha quitado las energías. No se puede ir contra la voluntad de Dios.

Melitón volvió a fijar la mirada en un punto. Tras meditar unos instantes, suspiró a la manera de las personas ponderadas y reflexivas, sacudió la cabeza y dijo:

—Y ¿por qué sucede todo esto? Hemos pecado mucho, nos hemos olvidado de Dios… y ha llegado el momento de que todo perezca. No debemos olvidar que el mundo no es eterno. Algún día tiene que terminar.

El pastor suspiró y, como si quisiera acabar con esa desagradable conversación, se apartó del abedul y se puso a contar las vacas con la mirada.

—¡Gue-gue-guei! —gritó—. ¡Gue-gue-guei! ¡Con vosotras no hay quien pueda! ¡El diablo os ha llevado a la maleza! ¡Tiu-liu-liu!

Con rostro enojado se acercó a los arbustos para reunir el ganado. Melitón se levantó y avanzó con pasos lentos por el lindero. Iba pensativo, con la mirada baja; seguía intentando recordar alguna cosa que la muerte no hubiera rozado todavía. Por las bandas oblicuas de lluvia volvieron a resbalar unas manchas de luz, que saltaban en las copas de los árboles y se apagaban en el húmedo follaje. Damka encontró un erizo debajo de un arbusto y, deseando atraer la atención de su amo, estalló en estruendosos ladridos.

—¿Visteis también vosotros el eclipse? —gritó el pastor desde detrás de los arbustos.

—¡Sí! —respondió Melitón.

—Ya. Todo el mundo se queja de él. ¡No hay duda, amigo, de que también en el cielo hay desórdenes! Un eclipse no se produce porque sí… ¡Gue-gue-guei! ¡Guei!

Tras reunir el ganado en el lindero, el pastor se apoyó en un abedul, miró el cielo, sacó sin prisas el caramillo y se puso a tocar. Lo mismo que antes, lo tañía maquinalmente, entonando no más de cinco o seis notas, como si fuera la primera vez que lo tuviera en las manos; los sonidos salían indecisos, en desorden, sin conformar una melodía, pero Melitón, que seguía pensando en el fin del mundo, percibía en esos acordes un eco angustioso y desolado, que habría preferido no oír. Las notas más altas y agudas temblaban y se quebraban en una suerte de llanto desconsolado, como si el caramillo estuviera enfermo y asustado, mientras las más bajas, sin razón aparente, recordaban la niebla, los melancólicos árboles y el cielo gris. Esa música estaba en consonancia con el tiempo, con el anciano y con sus palabras.

Melitón sintió ganas de lamentarse. Se acercó al anciano y contemplando primero su rostro apesadumbrado y burlón y luego su caramillo, farfulló:

—Y la vida cada vez es más dura, abuelo. No hay manera de salir adelante. Malas cosechas, pobreza… las epidemias se ceban en el ganado, las enfermedades en los hombres… La miseria ha vencido.

El rostro abotargado del administrador se cubrió de púrpura y adoptó una expresión quejumbrosa y femenina. Movió los dedos, como si estuviera buscando los vocablos adecuados para transmitir un sentimiento indefinido, y continuó:

—Tengo mujer y ocho hijos… mi madre todavía vive, y como sueldo recibo diez rublos al mes, sin manutención. La pobreza ha convertido a mi mujer en una auténtica fiera… yo me he dado a la bebida. Soy un hombre juicioso, sensato, he recibido instrucción. Debería quedarme en casa tranquilamente, pero me paso todo el día de aquí para allá, como un perro, con la escopeta al hombro, porque ya no puedo más: ¡mi casa se me ha vuelto odiosa!

Sintiendo que su lengua balbucía unas razones distintas de las que habría querido expresar, el administrador hizo un gesto de desaliento con la mano y dijo con amargura:

—¡Si el mundo debe perecer, que sea lo antes posible! ¿Para qué alargar las cosas y hacer sufrir a la gente por nada…?

El anciano apartó el caramillo de los labios y, guiñando un ojo, se quedó mirando su pequeña abertura. Su rostro tenía una expresión triste y estaba cubierto de gruesas gotas de lluvia semejantes a lágrimas. Sonrió y dijo:

—¡Qué pena, hermanito! ¡Qué pena, Dios mío! La tierra, el bosque, el cielo… cada una de las criaturas: todo ha sido creado, adaptado; en todo hay inteligencia. Y todo debe perecer por nada. Y lo que más pena da es el hombre.

En el bosque se oyó el mido de un fuerte aguacero, que poco a poco se aproximaba al lindero. Melitón dirigió la mirada hacia el lugar de donde procedía ese mmor, se abrochó todos los botones y dijo:

—Me voy a la aldea. Adiós, abuelo. ¿Cómo te llamas?

—Luka el Pobre.

—¡Pues adiós, Luka! Gracias por tus sabias palabras. ¡Damka, ici!

Tras despedirse del pastor, Melitón echó a andar con pasos lentos por el lindero, luego bajó por una pradera que poco a poco fue transformándose en una ciénaga. El agua fluía bajo sus pies, y el espargancio, del color de la herrumbre, aún lozano y lleno de savia, se inclinaba sobre la tierra, como temiendo que lo aplastara. Más allá de la ciénaga, en la orilla del Peschanka, del que había hablado el anciano, se alzaban los sauces y, tras éstos, en medio de la neblina, se vislumbraba la mancha azulada de un granero señorial. Se percibía la cercanía de ese momento desdichado e inevitable en que los campos se vuelven oscuros, la tierra se enfría y se cubre de barro, los sauces llorones adquieren una apariencia aún más triste, con el tronco recorrido por lágrimas, y solo las grullas escapan de la desgracia general, aunque también ellas, como temiendo ofender a la afligida naturaleza con la expresión de su felicidad, inundan la bóveda celeste con sus graznidos tristes y melancólicos.

Melitón se arrastró hasta el río y se quedó escuchando cómo detrás de él se apagaban poco a poco los sonidos del caramillo. Seguía teniendo ganas de lamentarse. Miraba con pesar a su alrededor, embargado de una pena insoportable por el cielo, por la tierra, por el sol, por el bosque, por Damka; cuando la nota más alta del caramillo resonó largo rato en el aire y se puso a temblar como la voz de un hombre que llora, empezó a pensar en el desorden que se observaba en la naturaleza y sintió una amargura y una desolación indecibles.

La nota aguda tembló, se quebró y el caramillo quedó en silencio.

*FIN*


“Свирель”,
Tiempo nuevo, 1887


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