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El careo

[Cuento - Texto completo.]

Carlos Martínez Moreno

—Lléveme a careo —dijo Basilio—. Cuando estén frente a mí, no se van a animar a seguir acusándome.

El abogado había oído muchas veces la frase, y sabía que era un último cartucho. Pero llegado el caso, tenía que quemarlo.

Los vareadores habían sido invitados a la fiesta por la mañana, cuando volvían de bañar los caballos y cuando Basilio no había regresado aún a Las Piedras y se le suponía trabajando en la estiba. Eran los quince años de la Victoria, la muchacha que estaba ahora en el banco del patio del Juzgado, pidiendo que también le preguntaran o esperando saber “cómo había salido”, ya que compartía con su padre la credulidad de que aquello había de tener un resultado. Tenía unos cachetes impresos, rosados, y dos senos separados y en punta —tiesos, frutales— debajo mismo del vestido, que le ceñía la piel y moldeaba —sobre el envarillado del asiento—unos muslos demasiado poderosos y unas ancas dibujadas y firmes. A los cuarenta años podría ser una mujer enorme y gastada, pero ahora tenía una inocencia agresiva y carnal, un aire inqueridamente lujurioso, un embotado sentido natural de la provocación. Era allí, sentada y mirada desde oficinas y barandas, una criatura del neorrealismo suelta en la vida real, otro modelo para la heroína de los Paneamore.

Basilio había llegado a casa pasada la una de la tarde, y pasado él también. Había un hueco de varias horas entre la entrega del turno de la noche y su llegada a Las Piedras, y ese hueco lo ocupaban, en proporciones indiscernibles, la grappa y el vino. Siguió tomando el de los demás :y el suyo mientras almorzaban, él, su mujer, Victoria, el finadito y los vareadores. Pidió luego unos pesos al muchacho para jugar en la primera, mientras las mujeres —puesta a un lado la mesa— bailaban con los dos hermanos, iguales, ágiles y chuecos en el envaramiento profesional de su oficio ecuestre.

No consiguió el dinero, y el hecho de que el muchacho se tomara el último trago de su propio vaso, terminó por exasperarlo. Corrió entonces hacia la radio, la apagó gritando que se acababa la fiesta y echó a la calle a todos. Junto al portón deliberaron la madre, su hijo, Victoria y los vareadores.

—¿Y qué hacemos con las zapatillas y los sacos? —preguntaron los jockeys, que siempre hablaban entre los dos, expresándose juntos o haciendo uno los ademanes para las palabras del otro. Porque bailaban en medias y aprontaban en medias, para enhorquetarse mejor.

El finadito se dispuso entonces a rescatar todo eso. Basilio vociferaba a la vista de todos –de pie, rojizo—, junto a la mesa y a los restos de vino. Estaban mirándolo cuando su hijastro entró, y lo vieron tomar un cuchillo en el momento en que el otro le ponía una mano en el hombro, preguntándole:

—¿Y ahora qué le pasa, viejo?

No vieron el movimiento de Basilio porque el muchacho —de espaldas a ellos— lo ocultaba. Supieron que éste había sido herido cuando estuvo de vuelta junto a la madre.

—Me lastimó El Viejo —dijo mientras se deslizaba al suelo. Lo arrimaron a un árbol, sentado y doblado, y allí mismo murió.

Esto era lo que decían todos. La versión de Basilio, en cambio, era la clásica: el muchacho había hecho un ademán que él había entendido como de sacar armas, y luego echado un brazo hacia adelante. El le había puesto el cuchillo de punta, sin acometerlo, y el Bachicha se había “ensartado” en la axila izquierda, en el envión de darle un puñetazo.

Allí estaba ahora, en la sala de audiencias, encarnado y lustroso, con su melena blanca y crespa aplastada por un peinado trabajoso. Llevaba puesta una campera de gamuza cortona, que dejaba ver un pañuelo doblado en triángulo en el bolsillo trasero del pantalón, ya que apenas se afirmaba en el borde de la silla. Tenía unos zapatos de charol muy crujientes, de los que poco podía saber el piso de la cárcel, y una golilla blanca atada al cuello. Para una reclusión larga, la ida al Juzgado es un feriado de novelerías minuciosas.

—Lléveme a careo, porque es imposible que a uno le den nueve años por esto.

Junto. a Basilio, los hijos de su único y pasado matrimonio —los medio hermanos de Victoria, los que lo abastecían de campera, charol y golilla— opinaban también que los nueve años eran un disparate. “El finadito-mi-entenado”, como él lo llamaba, con un tono neutral para el diminutivo enternecedor, y asimismo neutral para la circunstancia de haberle dado muerte, no valía tanto ni era tan gran persona, después de todo.

Y frente a él, sentados en dos sillas gemelas y próximas, estaban los vareadores. Eran dos líquidos peinados iguales, de raya al medio, dos pares iguales de orejas apantalladas, dos ajustados trajes de color perdiz, dos pares de ojos que se volvían al juez con una coordinación milagrosa, mientras el actuario; de pie, leía sus dos declaraciones, que el amaneramiento y la fatiga de un solo empleado habían tornado exactamente iguales.

—Lo que pasa —dijo Basilio, cuando el juez los invitó a aclarar sus contradicciones, según un ritual en que tampoco creía— es que los señores eran amigos del finadito y no son amigos míos.

—Pero, don Basilio, ¡no diga eso! —contestaron los hermanos—. ¿Que no somos amigos suyos? ¿No lo visitábamos cuando vivía en Walcalde 2668 y cuando se mudó a Comodoro Coe 3530 bis? ¿No lo veíamos siempre en el almacén de “Los Dos Mellizos”?

—Si —respondió Basilio, con una voz opaca, que presumía de ultrajada—. Ustedes me visitaban, sí. Es claro que me visitaban. Pero no venían por mí. Venían por la Victoria.

Los vareadores se volvieron al juez con unos ojos consternados, que declinaban tácitamente la polémica en ese terreno.

—Y hay más —dijo entonces Basilio, a quien la pausa había envalentonado—. Tengo que decir, señor juez, aunque sea muy triste, que el finadito tenía malas costumbres. Y que siempre estaba en el stud de los señores.

—Vamos a ver —dijo el juez, poniendo orden frente al giro que tomaba el careo y tratando de apagar la cabriola sincopada de los dos en sus sillas—. ¿Así que el procesado sugiere que la víctima era pederasta?

—Sí, señor —dijo Basilio, que había comprendido que la frase pasaba en limpio su propia afirmación.

—¿Activo o pasivo? —preguntó el juez, calculándolo, por su parte, sobre el asombro dual de los jinetes.

Ah! —musitó Basilio—. Tanto como eso no sé.

—Pero usted tiene que saberlo —se impacientó el juez—. Usted ha hecho una acusación y ahora…

—Señor juez —interrumpió el abogado—. Creo que el encausado no entiende los términos. Si usted me permite…

E inclinándose algo en su silla, cuchicheó unas pocas palabras al oído del preso.

—Ah sí, pasivo, pasivo –aclaró Basilio, aliviándose con la sorpresiva sencillez del asunto.

—Muy bien —dijo el juez, no para aprobarlo sino para dar el punto por esclarecido—. Y los testigos —porque acataba la sensación inescindible de solidaridad que emanaba de ellos—, ¿qué dicen frente a eso?

—Señor juez —empezaron a redactar—. Yo no sé si, fuera del stud, el Bachicha era o no federal. Pero allí dentro era una persona como todas.

¿Habían comprendido lo que negaban? La máquina de escribir perseguía y abreviaba estas confrontaciones con una velocidad que proscribía el matiz, pero el empleado no podía dejar de expeler el residuo pintoresco que no cabía en el papel y que hervía en su mueca congestionada. “Concedida la palabra a los testigos, dicen…”

—Así que los señores se mantienen y el procesado también —apuntó el juez. Y recogió dos frentes acompasadas. para la primera confirmación y una para la última.

—Está terminado —dijo cuando se les hubo leído y hecho firmar el acta—. Ustedes dos pueden irse. Y que pase (miraba su reloj) la señora.

Los dos hermanos se pusieron de pie, como si se alzaran de dos monturas, echados ligeramente hacia adelante. Dirigieron al juez una cortesía sincronizada, digna y un poquito pomposa, y desaparecieron sin tocar el piso.

Ella sobrevino entonces trajeada de luto, de un luto copioso. Su color mestizo estaba apenas encerado por el miedo, por el contraste del tocado y el velo, por la decisión largamente pensada que traía a la audiencia. Tenía una tez a un tiempo olivácea y vítrea, con pequeñas excoriaciones más claras, como un maniquí que empieza a deteriorarse, y unos ojos que no la obligaban a mirar. Se sentó rectamente en una de las sillas de los vareadores y se mantuvo tiesa, con la pesantez ordinaria de los lienzos que la cubrían y el hierático paralelismo de sus dos piernas rígidas, hechas a profusión de carbonilla. El año y meses transcurridos desde la muerte de su hijo daban a ese luto una intención proselitista, y Basilio —que no la veía desde que fuera preso— sintió el efecto deliberadamente hostil de aquella indumenta y algo dentro de él se desalentó por lo que restaba del careo.

El actuario volvió a leer las páginas del expediente, y la mujer, al escuchar sus propias declaraciones de aquella misma tarde, prorrumpió a llorar, levantándose el velo y volcando cortos espasmos de sofocación en un pañuelo negro que se llevaba a la boca. Entre llanto y llanto, para que no se les perdiera de vista, lo estrujaba en un puño y luego, abriendo el gesto de dolorosa crispación, lo dejaba colgar como un trapo.

Ahora ha muerto. La balearon en un tumulto de la huelga metalúrgica, hace unos meses, y el hecho cupo en un rincón de la crónica policial. Está muerta, y nadie podría saber, a más de un año, cuánto le importaba esa tarde el Bachicha, cuánto la circunstancia de que ella lo hubiera traído de dos años al concubinato con Basilio y cuánto la convicción de que hubiera podido salvarlo alejándose del hombre, de sus borracheras, de sus brutalidades, de las palizas entre las que el muchacho había ido creciendo con una debilidad pensativa, afeminada y bondadosa.

—Yo me llevaba mal con el finadito, porque él no me quería —estaba diciendo Basilio, que trataba de explotar el costado de su soledad desde que otros habían sobornado el de la ternura—. Y esa vez, si lo dejo, él me pone la mano encima y los demás me remachan.

—¿Qué miedo iba a tenerle usted, si sabía que el pobre Bachicha era un infeliz? —dijo la voz enronquecida de la mujer. “Infeliz” confirmaba, con menos dificultades que la pregunta del juez, el cargo de un rato antes—. Lo que pasa es que usted no lo quería, porque no era hijo suyo.

Ponía todo el énfasis en el tratamiento, porque ese “usted” lanzado una y otra vez al diálogo era la evidencia de que había tomado partido por su hijo, ahora que tampoco estaba en edad de conseguirse otro hombre.

—Usted vivía pegándole desde chico. Yo pido, señor juez, que se busquen los antecedentes en la Veinticuatro, de una vez que le abrió la cabeza con un tarro, hace más de diez años. ¿También entonces le tenía miedo?

Basilio comenzó a embrutecerse, a perder pie; y a falta de razones para rebatirle las suyas, optó por enfrentarla con una sonrisa fija y desdeñosa, como si participara de una convención colectiva (en la que se incluyeran el juez, el actuario, el abogado y el funcionario que machacaba en la máquina), un sobreentendido por el que hubiera que tolerar todo aquello, aunque no tuviese nada que ver en el asunto.

—Dos veces me separé de usted por esas cosas. Y en mala hora, que el finadito me perdone, hice caso a sus promesas y volví.

—No es para tanto —contestó Basilio—. Lo que pasó fue que le consentías de todo, y yo tenía después que enderezarlo.

—Usted tenía que enderezarlo con el ejemplo —dijo sarcásticamente la mujer—, llegando borracho, gritando indecencias, haciendo cuanto hay. Usted le daba el ejemplo jugándose la quincena recién cobrada a las carreras. Y hasta pidiéndole plata al finadito, señor juez. Porque tengo que agregar —y miró al mecanógrafo— que unos minutos antes del lío, él le pidió plata al finadito para hacerse una jugada. Usted se acuerda muy bien que fue así —acentuó para cortar un conato de incredulidad, en el que Basilio alzaba hombros y cejas— y que usted decía y repetía que tenía un dato para la primera. Que entre nosotros, señor juez, él quería jugarle a Ipané y ganó Congreso.

El error en el dato refinaba el reproche, y la lucidez de la mujer para haberlo averiguado esa misma tarde y su memoria de hoy para recordarlo hacían esplender su encona.

No había ningún resto de colusión entre ellos, porque el amor sin concupiscencia de muchos años había sido desfondado por el crimen y ella avanzaba hacia el juez un perfil pálido y sucio, una mandíbula ominosamente colgante para implorar que se midiese su pena.

—Además, señor juez, tengo que decir otra cosa. Ese día este señor llegó borracho, y al saber que yo había invitado a esos peones del stud se enojó, y dijo que no iba a haber cumpleaños de nadie y que aquello iba a acabar muy mal.

—Sí, lo dije —replicó Basilio, que se aferraba ahora a un incierto partido de coraje judicial—. Es claro que lo dije. ¿Y no sabés por qué?

—Y dijo otra cosa —cortó la mujer—. Dijo, antes de que empezara la fiesta, que ese día iba a matar a alguien.

—Sí, lo dije —insistió Basilio—. Pero que aclare a quién dije que iba a matar.

Ella tuvo un acceso ambiguo, que acudió a verter deponiendo la cabeza en el pañuelo.

—Diga a quién amenazó con matar el procesado —asumió el juez—. Mantenga su calma y dígame la verdad.

—Dijo que iba a matarme a mí —gimoteó la mujer, que parecía derrumbarse.

—Y bueno —dijo Basilio, sonriendo hacia el juez, como si aquel complemento agenciase la prueba de su inocencia—. Dije que iba a matarte y, sin embargo (extendía hacia ella, demostrativamente, las palmas de las dos manos), ¿no estás ahí? ¿No-Estás-Ahí?

Estaba ahí, en efecto, y el hijo muerto, con una sonrisa de dientes salteados y apoyando su mayor y quebradiza estatura en los hombros de los dos vareadores, estaba en una foto en sepia, con las esquinas rotas, en el bolso donde la mujer sumergió definitivamente el pañuelo. Había visto ahora la cara del juez, mientras Basilio quería reforzar con esas manos la imagen de su mansedumbre, y había comprendido que los nueve años del fiscal estaban puestos.

*FIN*


Los aborigenes, 1964


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