El clavel
[Cuento - Texto completo.]
Katherine MansfieldEn aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.
—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a… bueno.
Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)
Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.
—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero…
—Un peu de silencie, s’il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.
¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.
Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.
Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.
Algunas de las alumnas tenían el rostro muy colorado y otras muy blanco. Vera Hollaüd había peinado sus negras ondas á la japonaise, con un palillero y un lápiz rojo, y estaba preciosa. Francie Owen se había subido las mangas casi hasta el hombro, había dado de tinta a la azul venilla de su antebrazo, luego lo había apretado contra el otro y ahora miraba la huella que quedaba. Tenía la manía de pintarse con tinta. Llevaba siempre dibujada en la uña del pulgar una cara con el pelo negro partido en dos crenchas. Sylvia Mann se quitó el cuello y la corbata y los dejó en el pupitre ante ella tan tranquila, como si fuera a lavarse el pelo en la alcoba de su casa. Aquella chica tenía nervio. Y Jennie Edwards arrancó una hoja de su libro de notas y escribió en ella:
«Tenemos que pedirle al viejo Hugo-Bugo que nos compre, al volver a casa, tres peniques de vainilla.» Luego se lo pasó a Connie Baker, que se puso terriblemente amoratada y estuvo a punto de escapársele un grito. Todas estaban echadas hacia atrás y bostezando. Todas miraban fijamente al redondo reloj, que parecía haberse vuelto más pálido también, y cuyas manecillas reptaban sin avanzar apenas.
—Un peu de silence, s’il vous plait —dejó oír Monsieur Hugo. Y alzó luego su mano tumefacta para añadir—: Señoritas, como hace tanto calor, no tomarán hoy más apuntes. Pero voy a leerles —hizo una pausa y sonrió con una ancha y amable sonrisa— una pequeña poesía francesa.
—¡Dios mío! —gimió Francie Owen.
—Bien, señorita Owen —le dijo Monsieur Hugo, sonriendo con sonrisa comprensiva— No es preciso que preste atención. Se puede dedicar a pintarse. Pongo a su disposición mi tinta roja, además de la suya negra.
Qué bien conocían aquel librito azul de cantos rojos que se sacó del bolsillo del chaqué. Tenía un registro de seda verde bordado con nomeolvides, y, cuando se ponía a hojearlo, casi siempre había risitas burlonas. ¡Pobre Hugo-Bugo! Le encantaba leer poesías. Solía empezar bajito y despacio; luego su voz iba poco a poco aumentando de volumen, estremeciéndose y concentrándose; después solía rogar, implorar, suplicar, para más tarde alzarse triunfalmente y tornarse luminosa, hasta que por último, poco a poco también, decrecía, se hacía más débil, más cariñosa y reposada e iba a morir en el silencio.
La dificultad consistía, claro está, en que una no pudiera reprimirse si aquello le parecía tonto, y entonces se produjera un verdadero paroxismo de risitas. No porque realmente fuera risible, sino porque le ponía a una violenta, le hacía sentirse a una extraña y simple, como avergonzada del viejo Hugo-Bugo. Pero, hija, que fuera ahora a colocarnos aquello con ese calor…
—Ánimo, mi niño bonito —dijo Eve a su lánguido clavel, dándole un beso.
Comenzó. Casi todas las alumnas, apoyando la cabeza sobre los brazos, se echaron sobre los pupitres, como muertas al primer disparo. Solamente Eve y Katie se mantenían tiesas e inmóviles. Katie no conocía suficientemente el francés para comprender; pero Eve escuchaba con las cejas alzadas, los ojos semivelados y una sonrisa que era como el espectro de su risita cruel. Como el alado espectro de aquella cruel risita que le estaba rondando por los labios.
Formó con sus dedos un cálido y blanco cáliz dejando el clavel dentro. ¡Ah, qué aroma! Llegaba hasta Katie. Era excesivo. Y Katie se volvió hacia la deslumbrante claridad del exterior que se veía por la ventana.
Sabía que allí, al pie de la ventana, había un patio empedrado con guijarros y rodeado de establos. Por eso la sala de francés olía un poco a amoníaco. No era desagradable; resultaba algo penetrante, vivido… mordaz, que para Katie venía a formar parte de la lengua francesa.
En aquel momento, oía a alguien que andaba con zuecos sobre los guijarros y el traqueteo de los cubos que llevaba. Luego el fa-fa, fa-fa de la bomba al ser accionada y el borboteo del agua que siguió. Debía de haberse puesto a arrojarla sobre alguna cosa, probablemente sobre las ruedas del carro. Y vio las ruedas, convenientemente apuntaladas para alzarlas del suelo, girando y girando, lanzando destellos negros y escarlata y despidiendo grandes gotas oblicuas. Mientras estaba trabajando, el hombre aquel seguía silbando con un fuerte y audaz silbido que resbalaba sobre el rumor del agua como un pájaro sobre la superficie del mar. Luego se fue. Pero volvió llevando un caballo revoltoso.
Fa-fa, fa-fa, hacía la bomba. Ahora estaba lanzando agua sobre las patas del caballo, y enjugándolas pasándoles el cepillo. Lo estaba viendo exactamente con la camisa descolorida, las mangas arrolladas y el pecho desnudo salpicado de agua. Y cuando silbaba más fuerte y despreocupadamente, yendo de aquí para allá e inclinándose para cepillar, la voz de Hugo-Bugo empezó a hacerse cálida e intensa, a concentrarse, a vibrar, para elevarse, siguiendo no sé cómo el ritmo del silbido del hombre de allá afuera. (¡Ah, cómo olía el clavel de Eve!), hasta convertirse en algo que se alzaba arrollador, triunfante, que se tornaba luminoso… y luego…
Toda la clase se alborotó.
—Muchas gracias, señoritas —exclamó Monsieur Hugo, inclinándose desde su alto pupitre sobre aquel mar encrespado.
—Quédate con él, preciosa. Souvenir tendré —dijo Eve a Katie, tirándole el clavel contra el peto de blusa.
*FIN*