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El conejo

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Maese Lecacheur salió a la puerta de su casa a la hora de costumbre, entre cinco y cinco y cuarto de la mañana, con objeto de vigilar a sus criados, que se disponían a emprender las diarias tareas.

Encarnado, semidormido, con el ojo derecho abierto y el izquierdo casi cerrado, se abrochaba con mil trabajos los tirantes sobre su grueso vientre, examinando, con una mirada experta, todos los rincones conocidos de su granja. Los oblicuos rayos del sol, atravesando las copas de las hayas y de los redondos manzanos del patio, hacían cantar a los gallos en el estercolero y arrullarse en el tejado a las palomas. El olor del establo salía por la puerta abierta, mezclándose el aire fresco de la mañana con el acre olor de la cuadra, donde los caballos relinchaban con la cabeza vuelta hacia la luz.

Cuando su pantalón hubo quedado sólidamente sujeto, el señor Lecacheur se puso en marcha, yendo en primer lugar al gallinero, para contar los huevos de la mañana, pues, desde hacía algún tiempo, tenía la sospecha de que le robaban.

De pronto, la criada de la granja corrió a él levantando los brazos y gritando:

-¡Maese Cacheur, maese Cacheur, esta noche se han llevado un conejo!

-¿Un conejo?

-Sí, maese Cacheur; el grande gris, el de la jaula de la derecha.

El campesino abrió del todo el ojo izquierdo y dijo sencillamente:

-Veamos eso.

Y fue a verlo.

La jaula había sido despedazada y el conejo no estaba en ella.

El hombre, en quien la inquietud hizo al punto presa, volvió a cerrar el ojo derecho y se rascó la nariz. Al cabo de unos instantes de reflexión dijo a la criada, que permanecía en estúpida actitud delante de su amo:

-Ve en busca de los gendarmes. Diles que los espero inmediatamente.

Maese Lecacheur era alcalde del lugar, Pavigny-le Gras, y daba en él como amo absoluto, gracias a su dinero y posición.

En cuanto la criada desapareció corriendo hacia el pueblo, situado a medio kilómetro de la granja, el campesino entró nuevamente en su casa, con objeto de tomar el café y hablar del suceso con su mujer.

La encontró arrodillada delante del fuego, soplando la lumbre con la boca.

Desde la puerta dijo:

-Nos han robado un conejo: el grande gris.

Ella se volvió con tal rapidez, que quedó sentada en el suelo, y mirando a su esposo con expresión desolada, exclamó:

-¿Qué dices, Cacheur? ¿Que nos han robado un conejo?

-El grande gris.

-¿El grande gris?

Y suspiró:

-¡Qué desgracia! Y ¿quién ha podido robarnos ese conejo?

Era una mujer bajita, delgada y vivaracha, limpia, muy hacendosa y entendida en los cuidados de la explotación.

Lecacheur tenía su idea.

-Ha debido de ser Pólito.

La campesina se levantó bruscamente y exclamó con furiosa voz:

-¡Él ha sido! ¡Él ha sido! ¡No pienses en echar la culpa a otro ¡Él ha sido! ¡Acertaste, Cacheur!

En su enjuto e irritado rostro, todo su furor campesino, toda su avaricia, toda su rabia de mujer económica contra el criado siempre sospechoso, contra la criada, sospechosa siempre, aparecían marcándose en la contracción de la boca, en las arrugas de las mejillas y de la frente.

-Y ¿qué has hecho? -le preguntó.

-He enviado en busca de los gendarmes.

Este Pólito era un jornalero que estuvo empleado durante algunos días en la granja; fue despedido por Lecacheur a consecuencia de una réplica insolente. Antiguo soldado, tenía fama de haber conservado de su campaña en África ciertas costumbres de rapiña y libertinaje. Desempeñaba para vivir toda clase de oficios. Era albañil, cavador, carretero, segador, picapedrero, leñador; pero sobre todo era holgazán; de modo que en ningún sitio estaba mucho tiempo y a cada instante debía cambiar de comarca para encontrar trabajo.

Desde el día en que entró en la granja, la mujer de Lecacheur lo había detestado; ahora estaba segura de que él era el autor del robo.

A la media hora, aproximadamente, llegaron los dos gendarmes. El sargento Sénateur era alto y flaco; el gendarme Lenient, bajo y grueso.

Lecacheur los hizo tomar asiento y les contó lo ocurrido. Luego fueron a ver el lugar del suceso a fin de comprobar el destrozo de la jaula y recoger todas las pruebas posibles. Cuando volvieron a la cocina, el ama llenó unos vasos de vino, y al ofrecerlos a los gendarmes les preguntó con desconfianza:

-¿Lo cogerán ustedes?

El sargento, con el sable entre las piernas, se mostraba inquieto.

Ciertamente, estaba seguro de cogerle si querían decirle quién era. De lo contrario, no respondía de descubrirle por sí solo.

Después de reflexionar un buen rato, formuló esta sencilla pregunta:

-¿Conocen ustedes al ladrón?

Un gesto de malicia normanda contrajo la enorme boca de Lecacheur, que respondió:

-Conocerlo, no lo conozco; pues no lo vi robar. Si lo hubiese visto le habría hecho comerse el conejo crudo, carne y pellejo, sin un trago de sidra para desengrasar. En cuanto a decir quién ha sido, ya es otra cosa, pues me parece que el golpe lo ha dado ese inútil de Pólito.

Y a continuación explicó extensamente sus cuestiones con Pólito, la marcha de este criado, su mirada rencorosa, lo que después había dicho de él, acumulando minuciosas e insignificantes pruebas.

El sargento, que había escuchado con mucha atención bebiéndose el contenido de su vaso, volviendo a llenarlo miró con gesto indiferente a su compañero y le dijo:

-Habrá que ir a visitar a la mujer del pastor Severino.

El gendarme sonrió, y respondió moviendo tres veces la cabeza.

La dueña de la granja se acercó entonces, y despacito, con habilidad de campesina, interrogó a su vez al sargento. Este pastor Severino era un simple, una especie de bruto educado entre las ovejas; habiendo crecido en el campo, en medio de estos animales, no conociendo más que a ellas en el mundo, había conservado, no obstante, en el fondo del alma, el instinto de ahorro del aldeano. Debía de haber ocultado durante años y más años, en los huecos de los árboles o en los agujeros de las rocas, todo lo que ganaba, ya guardando rebaños o bien curando, con tocamientos y palabras, los esguinces de los animales, por haberle comunicado un viejo pastor a quien reemplazara el secreto de los algebristas.

De este modo pudo comprar en pública subasta una pequeña propiedad, casa y terrenos, que valdrían tres mil francos.

Pocos meses después se supo que se casaba. Se casaba con una muchacha conocida por sus malas costumbres, criada del tabernero. Los mozos referían que esta chica, al enterarse de que el pastor tenía la bolsa bien repleta, lo había seducido y conquistado, llevándolo poco a poco, de noche en noche, al matrimonio.

Después, habiendo pasado por la alcaldía y por la iglesia, ella habitaba en la casa comprada por su hombre, mientras él seguía guardando sus rebaños, marchando día y noche a través de las llanuras.

El sargento añadió:

-Hace tres semanas que ese merodeador, careciendo de hogar, se acuesta con ella.

El gendarme quiso hacer frase:

-Roba su cobertor a Severino.

La dueña de la granja, presa nuevamente por la rabia, por rabia acrecentada, por la cólera de mujer casada contra el desvergonzado apareamiento, exclamó:

-¡Ella ha sido, estoy segurísima! ¡Corran ustedes! ¡Ah infames, ladrones!

Pero el sargento no se movió.

-Calma -dijo-. Esperemos hasta las doce, pues él va a comer con ella todos los días. Los cogeré con las manos en la masa.

El gendarme sonreía seducido por la idea de su jefe; y Lecacheur sonreía también porque la aventura del pastor le parecía chistosa. Los maridos engañados hacen reír siempre.

*

Acababan de dar las doce, cuando el sargento Sénateur, seguido de su compañero, dio tres suaves golpes en la puerta de una aislada casita levantada a la conclusión de un bosque, a quinientos metros del pueblo.

Se habían pegado a la pared para no ser vistos desde dentro, y esperaban. Transcurrido un minuto o dos, como no respondiera nadie, el sargento volvió a llamar.

La casa parecía deshabitada, tan profundo era el silencio; pero el gendarme Lenient, que tenía el oído fino, dijo que dentro se movía alguien.

Sénateur se enfadó entonces. No admitía que se resistiera un segundo a la autoridad, y, dando en la pared con el pomo de su sable, gritó:

-¡Abran, en nombre de la ley!

Como la orden resultase inútil, aulló:

-Si no obedecen, descerrajo la puerta. ¡Soy el sargento de gendarmes, voto a mil diablos! Atención, Lenient.

No había acabado de hablar cuando se abrió la puerta y Sénateur se encontró delante de una muchacha gruesa, coloradota, mofletuda, despechugada, ventruda, ancha de caderas, una especie de hembra sanguínea y bestial: la mujer del pastor Severino. Entró.

-Vengo a visitar a usted con motivo de un pequeño proceso -dijo.

Y miró a su alrededor. Sobre la mesa, una fuente, un jarro de sidra y un vaso a medio llenar, indicaban los comienzos de una comida. En el suelo había dos cuchillos. El gendarme hizo un guiño malicioso a su jefe.

-¡Qué bien huele! -dijo el sargento.

-¡Juraría que es a conejo asado! -añadió alegremente Lenient.

-¿Quieren ustedes un vaso de lo bueno? -preguntó la campesina.

-No, gracias. Quisiera únicamente la piel del conejo que se comen ustedes.

Ella se hizo la tonta, pero temblaba.

-¿Qué conejo?

El sargento se había sentado, y se enjugaba la frente con serenidad.

-¡Vaya, vaya, patrona; no quiera hacernos creer que se alimenta con grama! ¿Qué estaba usted comiendo ahí sola para almorzar?

-¿Yo? Nada, ¡se lo juro a ustedes! Un poco de pan con manteca.

-¡Me hace usted gracia, burguesa! ¡Un poco de pan con manteca!… Se equivoca usted. Lo que ha de decir usted es un poco de conejo con manteca. ¡Mil rayos! La manteca de usted tiene un aroma exquisito. ¡Voto al infierno! Es manteca selecta; manteca superior; manteca de festín; manteca, sí, pero no manteca con pelo; estoy seguro.

El gendarme se echó a reír a carcajadas, repitiendo:

-Ya se puede apostar a que no es manteca casera.

Siendo bromista el sargento Sénateur, todos los gendarmes se habían hecho chistosos.

Añadió:

-¿Dónde esta la manteca de usted?

-¿Mi manteca?

-Sí, su manteca.

-Pues…, en el tarro.

-Y ¿dónde está el tarro?

-¿Qué tarro?

-¡El tarro de la manteca, pardiez!

-Aquí lo tiene usted.

Y fue a buscar una vieja taza en el fondo de la cual había una capa de manteca rancia y salada. El sargento la oliscó, y, arrugando el ceño, dijo:

-No es la misma. Necesito la manteca que huele a conejo asado. ¡Ea, Lenient, abramos el ojo; mira en el aparador; yo miraré debajo de la cama.

Después de cerrar la puerta, se acercó al lecho y quiso arrastrarlo; pero no habiendo sido cambiado de sitio, al parecer, desde hacia más de medio siglo, el lecho estaba pegado a la pared. El sargento se agachó, en vista de ello, haciendo crujir su uniforme. Un botón acababa de desprendérsele.

-¡Lenient ! -dijo.

-¡Mi sargento!

-Ven, muchacho; entiéndetelas con esta cama; yo soy demasiado alto para ver debajo de ella. Tomo, en cambio, a mi cargo el aparador.

Levantándose, esperó, en pie, a que su subordinado ejecutase la orden.

Lenient, que era bajo y regordete, se quitó el quepis, se echó boca abajo, y con la frente pegada al suelo miró largo rato entre el pavimento y la cama, y exclamó de pronto:

-¡Ya lo cogí; ya lo cogí!

-El sargento Sénateur se inclinó hacia el gendarme.

-¿Qué es lo que has cogido? ¿El conejo?

-No. ¡El ladrón!

-¿El ladrón? ¡Venga, venga!

El gendarme, estirando los brazos debajo del lecho, había agarrado algo, y tiraba con toda su fuerza. Un pie, calzado con un grueso zapatón, apareció al fin, prisionero en su mano derecha.

El sargento le asió a su vez.

-¡Hala, hala! ¡Tira!

Lenient, ya de rodillas, había agarrado la otra pierna. Pero la tarea era ruda, porque el cautivo resistía por mil medios, últimamente apoyando las posaderas en la traviesa del lecho.

-¡Hala, hala! ¡Tira! -gritó Sénateur.

Y tanto y tanto tiraron, que la barra de madera cedió y el hombre salió todo menos la cabeza, de la cual aún siguió valiéndose para hacer fuerza en su escondrijo.

Apareció por fin el rostro, el furioso y consternado rostro de Pólito, cuyos brazos permanecían extendidos bajo la cama.

-¡Tira! -seguía gritando sargento.

Entonces se produjo un ruido extraño; y como los brazos seguían a los hombros, a los brazos siguieron las manos, en las cuales se vio el mango de una cacerola, y, al final del mango, la cacerola misma, que contenía un conejo asado.

-¡Voto a cien mil legiones de demonios! -gritó el sargento, lleno de alegría, en tanto que Lenient sujetaba al hombre.

Y la piel del conejo, indicio aplastante, última y terrible prueba del delito, fue encontrada en el jergón.

En vista de lo cual, los gendarmes regresaron triunfalmente al pueblo con el prisionero y sus hallazgos.

Este suceso dio mucho que hablar; y ocho días después, al entrar en la alcaldía maese Lecacheur, que debía celebrar una conferencia con el maestro de escuela, supo que el pastor Severino lo esperaba hacía una hora.

El hombre estaba sentado en una silla arrimada a un rincón con el cayado entre las piernas. Al ver al señor alcalde se levantó, se quitó la gorra, saludó con «Buenos días, maese Cacheur», y permaneció en pie temeroso, inquieto.

-¿Qué desea usted? -le dijo al campesino.

-Ahora lo verá, maese Cacheur. ¿Es cierto que la semana pasada le robaron a usted un conejo?

-Sí, es cierto, Severino.

-¡Ah! Muy bien. Entonces ¿la cosa es verídica?

-Sí, amigo mío.

-Y ¿quién se lo robó a usted?

-Pólito Ancas, el jornalero.

-Bien, bien. ¿Es igualmente cierto que fue encontrado debajo de mi cama?

-¿Quién? ¿El conejo?

-El conejo, y además Pólito, uno al extremo del otro.

-Sí, mi pobre Severino. Es cierto.

-Entonces ¿también eso es verídico?

-Sí. Pero ¿quién le ha contado a usted esa historia?

-Entre todos, y un poco cada uno. Yo me entiendo. Por otra parte, usted, que por ser alcalde casa a las personas, ha de saber mucho acerca del matrimonio.

-¡Cómo acerca del matrimonio?

-Sí, en lo tocante al derecho

-¿Cómo en lo tocante al derecho?

-En lo tocante al derecho del hombre, y además al derecho de la mujer.

-¡Ah, vamos! Sí, algo puedo decirte.

-Entonces, una pregunta: ¿Tiene mi mujer derecho a acostarse con Pólito?

-¿Cómo a acostarse con Pólito?

-Sí. ¿Tiene derecho, según la ley, y siendo esposa mía, a acostarse con Pólito?

-No, de ningún modo; no tiene ese derecho.

-En tal caso, si los vuelvo a coger, ¿tengo derecho a molerla a palos y a pegarle a él también?

-¡Es… es claro que sí!

-Muy bien. Nada más tenía que preguntarle. Y voy a decirle ahora por qué quería saber esto: un día de la semana pasada, sospechando algo, fui a casa de noche, y allí los hallé acostados, y no espalda con espalda ciertamente. Envié a Pólito a dormir fuera, mas no pasé de ahí porque no conocía mis derechos. En esta ocasión no los vi. Me he enterado de lo ocurrido por los demás. Hecho está lo hecho; no volvamos a hablar de la cuestión. Pero si los encuentro otra vez… ¡voto al diablo, si los encuentro! ¡Les quitaré la afición a la cosa, maese Cacheur, tan cierto como me llamo Severino!

FIN



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